«Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios»
¿Cómo entender hoy esta afirmación de la fe?


Josep VIVES
Jesuita
Profesor en la Facultad de Teología
de Cataluña. Barcelona.


¿Entender para creer?
Ante la pregunta de la redacción de Sal Terrae que figura como título de este artículo, lo 
primero que se me ocurre decir es que aquí, más que entender, hay que procurar ver, intuir 
o, simplemente, creer lo que se dice. De entrada, no quisiera inducir al lector a alistarse con 
los que piensan que lo importante es entender, y que un ser humano responsable no puede 
aceptar más que lo que él entiende. Recordemos que el apóstol Tomás, según el Evangelio, 
tuvo que avergonzarse de haber afirmado que no podía aceptar más que lo que 
pudiera comprobar. Ponerse en esta actitud de no aceptar más que lo que uno entiende es 
constituirse uno mismo en criterio y medida de lo que puede existir. ¿Quién me autoriza a 
decir que sólo existe, o sólo es verdad, lo que yo puedo entender y comprobar?

Precisamente la actitud del que cree es la del que se da cuenta de que, como dice un 
personaje de Shakespeare, «hay muchas más cosas en la tierra y en el cielo de las que vos 
podríais comprender». Creer es esencialmente aceptar lo que no alcanzamos a entender o 
a comprobar, lo que nos rebasa y, no obstante, intuimos como válido, a manera de clave de 
sentido o plenitud necesaria de lo que alcanzamos a conocer. Creer es la aceptación 
humilde y amorosa del Misterio último que hallamos siempre detrás de cualquier realidad 
inmediatamente conocida y comprobada.

MISTERIO/QUE-ES: «No es que el Misterio supere nuestra inteligencia: 
es que la ilumina... El Misterio es aquello que no procede de nosotros y que 
no podemos abarcar; y, sin embargo, es aquello que nos hace vivir. No es 
una barrera que se impone al impulso de nuestro intelecto fijándole un 
límite, sino una atmósfera vivificante... Su oscuridad no es la de la noche 
que ciega y no deja ver, sino la que proviene de la limitación de nuestra 
capacidad de ver. Una limitación que va reduciéndose a medida que vamos 
penetrando en la Luz» 1.

Según esto, creer no es nunca entender; pero sí es acoger aquello sin lo cual realmente 
no se entendería nada. Lo que se cree, se cree como algo necesario para comprender 
plenamente aquello que se conoce; pero propiamente nunca será posible reducir 
simplemente el objeto de fe a un objeto de conocimiento. Fe y conocimiento se necesitan 
mutuamente, se complementan, pero nunca se identifican sin más. En este sentido decía 
bien el gran san Agustín que es necesario «creer para entender, y entender para creer».

¿Creer o entender el Credo?

Esto, que habría que aplicar a todo el Credo—y, en formas diversas, a cada una de sus 
proposiciones—vale particularmente para la afirmación que se me ha propuesto comentar. 
Propiamente, el Credo no es algo que podamos pretender «entender» en el sentido en que 
entendemos los objetos de nuestro razonamiento o experiencia ordinarios. El Credo, como 
indica su mismo nombre, es primariamente objeto de fe. En él formulamos sintéticamente lo 
que, según la tradición bíblica que culmina en Jesucristo, nos ha sido «revelado» acerca 
del sentido último de nuestras vidas y de toda realidad. Hablar de «revelación» no implica 
que con ello el misterio esencial desaparezca o se nos haga intelectualmente manipulable. 
El Misterio último, que no es otro que el Amor totalmente gratuito e incondicionado—y, por 
tanto, inexplicable—de Dios, manifestado definitivamente en Jesucristo, es algo que 
rebasará siempre nuestra inteligencia. Pero podemos—y aun debemos—intentar descubrir 
(hasta donde podamos, y en un proceso abierto a una siempre mayor y mejor comprensión) 
qué sentido puede tener para nosotros acoger lo que en el Credo afirmamos, cómo ilumina 
nuestra existencia y la comprensión que podemos tener de nosotros mismos y de toda la 
realidad en la que vivimos. Sólo bajo estos previos podemos pretender «entender» el Credo 
y sus diversas proposiciones.

«Subió a los cielos»

Como iba diciendo, seguramente se trata aquí mas de ver, de intuir, que propiamente de 
entender. Sucede a menudo en los textos del cristianismo: mientras que nosotros tendemos 
a esperar una «revelación» de las sublimes verdades de nuestra fe en conceptos lo más 
adecuados posible, nos encontramos con que se nos da sólo una imagen, más apta para 
sugerir que para dar una explicación intelectualmente rigurosa de aquellas verdades. El 
mismo Jesús actuó así cuando no pretendió nunca explicar con conceptos lo que era el 
Reino de Dios que él venía a inaugurar, sino que sugirió con imágenes y parábolas a qué 
podía asemejarse. Es que en realidad no hay conceptos humanos que puedan expresar 
adecuadamente las cosas de Dios, pero sí podemos atisbar algo de ellas a través de 
imágenes que nos sugieren algo al respecto.

Este artículo del Credo es sólo una imagen; pero una imagen de una enorme capacidad 
de sugerencia. Cuando decimos que Jesús «subió a los cielos», no se nos quiere decir que 
los cielos sean un lugar físico que estaría en algún lugar más alto que nuestra tierra, 
seguramente por encima del firmamento o de los espacios siderales... Casi todas las 
religiones han imaginado un «más arriba» como morada de lo divino y de los que han 
merecido participar de su bienaventuranza. Es una forma de intentar expresar lo que en la 
teología sabia (?) se llama la «trascendencia» de lo divino, su «superioridad» con respecto 
a todo lo que es de este mundo. Dios no es algo de aquí abajo, aunque pueda manifestarse 
y hacerse presente aquí de muchas maneras. Dios es esencialmente de «más arriba», de 
«más allá»: en algunas tradiciones religiosas, los dioses habitan en las cimas inaccesibles 
de los montes—por ejemplo, el Olimpo de los griegos—o en «paraísos» lejanos, más allá 
de las montañas o las selvas que el hombre no puede atravesar. El «más allá» absoluto se 
ha concebido habitualmente, en los ámbitos indoeuropeos y semíticos, como «el cielo» o 
«los cielos»— con un enfático plural intensivo—por «encima» del firmamento visible.

"Subió» porque había «bajado»

En el caso de nuestro Credo, sin embargo, la metáfora quiere sugerir mucho más. 
Referida a Jesús, se dice que éste «subió» a los cielos porque antes se ha dicho que «por 
nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo». Jesús «sube» porque había 
«bajado». La metáfora expresa así la consumación del proceso salvador que se habla 
comenzado con la encarnación. El Hijo de Dios, que siendo divino tenia en el cielo su lugar 
(metafórico) propio, «bajó» a morar entre nosotros, en nuestra tierra, asumiendo la 
humanidad de Jesús, hijo, según se creía, del carpintero de Nazaret y en todo igual a 
nosotros. Lo que con esto se quiere decir responde exactamente a la conocida formulación 
del misterio cristológico que escribió san Pablo en la carta a los Filipenses:

«Jesús, siendo de condición divina, no se aferró a permanecer en su 
identidad divina, sino que, despojándose de lo que realmente era, tomó 
condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres y 
comportándose como un ser humano. Se anonadó a si mismo al punto de 
hacerse sujeto hasta a la muerte, y una muerte de cruz. Por lo cual Dios le 
exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre...» (Flp 2,6-9).

En este texto, cada palabra está cargada de un profundo sentido teológico. Pero dice 
sustancialmente lo mismo que en el Credo se dice de una manera más sintética: 
«Jesucristo... bajó del cielo... fue crucificado... resucitó... subió a los cielos...» El texto de 
Pablo puede parecer teológicamente más rico; pero el del Credo, que presenta el misterio 
de la encarnación salvadora como de una manera visual, resulta mucho más fácil de 
aprehender.

En esto de «bajar» y «subir» hay realmente mucha teología. Decir que el Hijo de Dios 
«baja» a la tierra implica, como indica Pablo, que Dios no se manifiesta como poder 
dominador, sino como amor solidario con los hombres: se hace verdaderamente humano, 
vulnerable como los humanos, disponible, «obediente», es decir, sujeto a la condición 
humana, sin privilegios, como los que le sugirió el tentador. Por eso los poderosos de este 
mundo—las autoridades religiosas y civiles—, que no querían un Dios sin poder—que ellos 
administraban con harto provecho propio—, quisieron eliminarlo: «fue crucificado, muerto y 
sepultado». Cierto teólogo lo formuló así: «en la encarnación, Dios decide perder poder 
para ganar comunión». Y el que se queda sln poder se queda en este mundo a merced de 
cualquier prepotente. Esto es lo que le pasó a Jesús, «obediente», sujeto a la 
vulnerabilidad humana. Esto es realmente lo que significa «bajó del cielo».

Por contra, cuando se dice «subió a los cielos», se quiere decir que, a pesar de todo, los 
malvados no sólo no pudieron eliminarlo definitivamente, sino que con su muerte por los 
hombres se manifiesta el máximo poder y la máxima grandeza del amor de Dios, y por eso, 
continuando con el texto de Pablo, «Dios le exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo 
nombre».

«Y está sentado a derecha de Dios Padre»

El viejo Catecismo nos decía que «Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar». Por 
tanto, en buen razonamiento, parece que no debería haber «derecha» ni «izquierda» de 
Dios. Pero tampoco aquí se trata de razonar, sino de ver e intuir. Los hombres y mujeres de 
las culturas antiguas sabían muy bien que cuando, en los festejos públicos, un rey o 
emperador hacia sentar a alguien a su derecha en el trono, era para mostrar que compartía 
con él su dignidad y le otorgaba todo su poder. Hasta el salmista lo entendía así, en un 
texto que repetirán a gusto los evangelios y cuyos ecos resuenan en todo el Nuevo 
Testamento y alcanzan hasta muestras palabras del Credo:

«Dijo Yahvé a mi Señor: siéntate a mi derecha, mientras pongo a tus 
enemigos como estrado de tus pies» (Sal 109,1; Mc 12,36;

Confesar que Jesús, después del terrible trance de su pasión y muerte, ha pasado a 
estar sentado a la derecha de Dios es confesar a la vez que Jesús es aquel en quien se 
cumple la promesa hecha en otro tiempo a David, y que Jesús es «divino», igual a Dios y 
participante de la dignidad y el poder de Dios. Asi lo entendieron los acusadores de Jesús 
en el amañado juicio a que le sometieron para condenarle a muerte. Cuando le preguntan: 
«Dinos de una vez si tu eres el Cristo», Jesús responde:

«'Si os lo digo no me creeréis... De ahora en adelante el Hijo del Hombre 
estará sentado a la derecha del poder de Dios'. Dijeron todos: 'Entonces, 
¿tú eres el Hijo de Dios?' Él les dijo: 'Vosotros lo decís: yo soy'. Dijeron 
ellos: '¿Qué necesidad tenemos ya de testigos, pues nosotros lo hemos 
oído de su boca?'» (Lc 22,66-71).

Los sacerdotes acusadores lo tenían claro: al proclamar que estaría sentado a la derecha 
de Dios, Jesús se hacía igual a Dios. Según el evangelista Mateo, Jesús habría dicho en 
esta ocasión:

«Os declaro que a partir de ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la 
derecha del Poder [de Dios] y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26,64).

Pedro, en su primer discurso a la multitud después de la experiencia de Pentecostés, se 
refiere al salmo 109, arriba citado, para explicar quién fue Jesús y qué significa el nuevo 
don del Espíritu:

«A este Jesús, Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos. 
Y, exaltado a la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo 
prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís... Sepa, pues, con 
certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este 
Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hch 2,32-36).

Estar a la derecha de Dios es la visualización de la gloria de Jesús en su resurrección y 
del poder salvífico que se manifiesta en la efusión del Espíritu Santo.

Por eso no es de extrañar que los primeros cristianos vieran en esta fórmula la mejor 
manera de confesar sintéticamente su fe en Jesús resucitado y su confianza en su poder 
salvífico. Ésta es la imagen que Esteban, el primer mártir, ve ante sus ojos cuando estaba 
siendo apedreado a muerte:

«Lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a 
Jesús, que estaba a la derecha de Dios» (Hch 7, 55-56).

Jesús, igual a Dios

La más profunda explicación teológica de la fórmula sentado a la derecha de Dios se 
halla, de nuevo, en el texto ya citado de san Pablo a los Filipenses. Allí, después de haber 
explicado cómo el Hijo, que era de condición divina, se abajó hasta hacerse sin poder, 
como cualquiera de nosotros, y hasta morir en cruz, el Apóstol añade:

«Por eso Dios lo exaltó... para que al nombre de Jesús se doble toda 
rodilla, en los cielos y en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese 
que Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,9-11).

Confesar que Jesús está sentado a la derecha de Dios es confesar que Jesús, que 
apareció en su pueblo como un hombre cualquiera y que fue aparentemente abandonado 
de Dios en la pasión, finalmente ha sido plenamente glorificado por el Padre y constituido 
Señor, para gloria de Dios Padre. Confesar que Jesús está a la derecha de Dios es 
confesar plástica y visualmente, de una manera que no requiere razonamientos ni 
explicaciones, que Jesús es el Señor que comparte plenamente el poder de Dios.

Por eso en los escritos paulinos se repite a gusto esta fórmula:

«Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está 
Cristo, sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1).

«Él [Jesús], habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio se sentó 
a la derecha de Dios para siempre, esperando desde entonces hasta que 
sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies» (Hb 10, 12).

Jesús, consustancial con Dios

Las palabras del Credo que comentamos nos invitan, pues, a lo que podríamos llamar 
una confesión intuitiva y visual de la divinidad de Jesús y de su poder salvador, según una 
fórmula que fue cara a los primeros creyentes desde los mismos comienzos del 
cristianismo. Cuando, más adelante, se comenzó a discutir sobre la verdadera realidad de 
Jesús por parte de gentes en las que la capacidad de razonamiento y de especulación 
había ahogado la simple capacidad de intuición, la fórmula del Credo ya no parecía 
satisfacer.

Todos sabemos cómo Arrio y sus secuaces provocaron una terrible crisis en la fe de la 
Iglesia discutiendo acerca de la divinidad de Jesús. Empecinados en que Dios sólo puede 
haber uno, negaban la plena divinidad de Jesús, a quien concebían como la más excelsa 
de las criaturas posibles, pero por debajo de Dios. Un concilio convocado en Nicea el año 
325 creyó resolver la cuestión declarando solemnemente que Jesús, el Hijo, era 
consustancial con el Padre, es decir, de la misma sustancia o naturaleza que el Padre, Dios 
como el Padre. La fórmula no acabó de convencer a muchos, porque no se hallaba 
literalmente en la Escritura, porque admitía interpretaciones diversas y porque distaba 
mucho de ser inmediatamente clara para todos. Pero así ha quedado en nuestro Credo, 
para tormento de catequistas cuando han de explicar, especialmente a niños, qué significa 
eso de consustancial.

La Biblia y las primeras comunidades lo expresaban sin tantas sutilezas, pero mucho más 
claro. Porque esto es precisamente lo que quiere decir afimnar que Jesús está sentado a la 
derecha del Padre: que está en el mismo nivel del Padre, (y no «por debajo» de él, como 
pretendian los arrianos), compartiendo trono con él, con su mismo poder y dignidad, 
aunque realmente distinto de él. Porque una misma es la gloria y el poder y la fuerza y la 
salvación del Padre, y del Hijo y del Espíritu de ambos, un solo Dios en tres personas, 
revelado como tal para salvación de la humanidad.

El motivo mas radical de nuestra esperanza

La profesión de que Jesús, que tuvo que sufrir y morir injustamente, subió a los cielos y 
está sentado a la derecha de Dios es para nosotros el más radical motivo de esperanza. 
Profesando esta glorificación de Jesús, profesamos que ni el dolor ni la injusticia ni la 
muerte son la última palabra sobre el destino de la humanidad. Jesús, nuestro hermano, ha 
logrado atravesar esta oscura barrera de la finitud y de la maldad y nos ha abierto el 
camino a nosotros. Jesús, habiendo triunfado del mal, es garantía de nuestro triunfo; y a la 
vez, estando sentado a la derecha de Dios, es nuestro protector con el poder mismo de 
Dios.

Así se expresa de una manera particular en la Carta a los Hebreos. Este escrito va 
dirigido probablemente a una comunidad que había tenido que exiliarse y que se hallaba 
angustiada y decaída, añorando la seguridad y la solemnidad del culto de los tiempos 
antiguos. El autor les consuela y les da ánimos con varios argumentos; pero el primero y 
principal, que se repite a lo largo de la carta, es que tenemos a la derecha del Padre a 
Jesús, que es nuestro auténtico Sumo Sacerdote y que intercede siempre por nosotros. 
Con este protector, nada podemos temer. Así, ya desde el comienzo de la carta se anuncia 
que Dios, 

«...en estos últimos tiempos, nos ha hablado por medio de su Hijo, a 
quien ha instituido heredero de todo, puesto que era por él por quien había 
hecho todas las cosas; el cual, siendo el resplandor de su gloria e imagen 
de su propio ser, así como el que con su mano poderosa lo sostiene todo, 
una vez que hubo consumado la purificación de nuestros pecados, se sentó 
a la derecha de la majestad en las alturas, por encima de los mismos 
ángeles...» (Hb 1,2-4).

Luego, el autor seguirá animando a la comunidad recordándole que la Palabra de Dios es 
viva y eficaz, más cortante que una espada de dos filos..., y que, aunque nos veamos 
privados de los consuelos del antiguo culto, 

«...teniendo tal Sumo Sacerdote que penetró en los cielos, Jesús el Hijo 
de Dios, mantengámonos firmes en la fe que profesamos. Pues no tenemos 
un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, 
sino probado en todo igual que nosotros, excepto el pecado. 
Acerquémonos, pues, confiadamente a este trono de gracia, a fin de 
alcanzar misericordia y hallar gracia para recibir auxilio en el tiempo 
oportuno» (Hb 4,12-15; cf. 10,12 Col 3,1)).

Jesús, sentado a la diestra de Dios, es nuestro mayor motivo de esperanza: por una 
parte, él se ha hecho solidario con todos nosotros y ha experimentado nuestra misma 
debilidad, hasta la muerte—probado en todo igual que nosotros—; por otra, tiene ahora el 
poder de Dios, estando como está a su derecha, como en un trono de gracia. Ciertamente 
nuestra debilidad es mucha, y a menudo nos invadiría la angustia o el temor: ante Dios, 
porque sabemos que no le somos fieles y ante los hombres y las vicisitudes de nuestra 
existencia, porque sabemos que no están bajo nuestro control. Pero levantamos los ojos a 
los cielos y vemos allí a un protector que quiere y puede salvarnos de todo mal. Nuestra 
seguridad está en que Jesús, Hijo de Dios y hermano nuestro, subió a los cielos y está 
sentado a la derecha de Dios.

Josep VIVES
SAL-TERRAE 1998, 6, págs. 443-451

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1. Y. de MONTCHEUIL, Problemes de vie spirituelle, 186. 
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