¿Qué queremos decir cuando afirmamos
que Jesús es «el Hijo único de Dios»?


Jesús SALAS MARTÍNEZ
Padre Blanco
Doctor en Teología
Roma


Desde el principio, la comunidad cristiana, en varias afirmaciones fundamentales 
contenidas en lo que solemos llamar el «Símbolo de los apóstoles», ha querido fijar y 
proclamar su fe. La primera de estas afirmaciones respecto a Jesús, básica en relación a las 
demás que a él se refieren, se formula así: «Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro 
Señor».

Esta afirmación—«Jesús, Hijo único de Dios»—ha sido signo de identificación cristiana a 
través de la historia, y por eso la encontramos siempre como central, tanto en la celebración 
de su fe como en sus polémicas en defensa de la integridad de la misma. El 
lugar central de la afirmación de fe en la filiación divina y singular de Jesús indica su gran 
riqueza, pero también puede encerrar ciertos peligros.

Primero, el peligro de la «intocabilidad», no sólo para la gente sencilla, sino también para 
los pastores y teólogos, puesto que con ella nos encontramos en el corazón mismo de la fe 
cristiana. Cuando un cristiano habla de Jesús, me temo que se encuentra algo así como 
«atado». Se siente como atrapado y encerrado en las categorías y expresiones 
consagradas oficialmente por la Iglesia. Su pensar y su decir tienen que «con-formarse» 
estrictamente a la doctrina y al decir oficial, so pena de ser juzgado, o de juzgarse a si 
mismo, fuera de la ortodoxia, fuera de la verdad.

Esta intocabilidad respecto de lo esencial lleva consigo el peligro de la obligada 
repetición, casi literal y mecánica, sin la libertad de reflexión y expresión creadora de los 
fieles, que desearían pensar y decir de modo nuevo y significativo lo que ellos consideran 
como lo más valioso de su existencia.

La repetición idéntica puede tener también el efecto nefasto de crear, al cabo de un 
tiempo, una falsa sensación de claridad y evidencia de sentido de aquello que se quiere 
indicar con la expresión utilizada, quitándole asi fuerza de novedad y de vida, olvidando y 
empobreciendo el contexto vital en el que surgió. Pienso que, durante mucho tiempo, los 
simples fieles sólo han podido repetir lo aprendido, sin comprender demasiado ni atreverse 
a preguntar («doctores tiene la Iglesia»), y los estudiosos han seguido los caminos y 
modelos de reflexión habituales (por raros o extravagantes que fuesen), para no ser 
considerados como ignorantes ni acusados de reductores de la verdad de la fe.

Nuestro mundo actual es un mundo que interroga. Un mundo que quiere comprender. 
Podríamos decir que ha perdido gran parte de su ingenuidad, a causa de los cambios 
profundos que ha constatado en los esquemas de pensamiento y de acción que se 
consideraban hasta hoy precisamente intocables. Hoy nos sentimos menos atados por 
afirmaciones y formulaciones tradicionales. En relación a su fe, los fieles de hoy se 
preguntan sobre el significado; quieren saber lo que dicen cuando se les invita a confesar 
algo. No son ellos—no somos nosotros—quienes hemos forjado la expresión de fe «creo en 
Jesucristo, Hijo único de Dios», sino que la hemos recibido. Y nos preguntamos qué 
queremos decir con ella.

Algunas precisiones

En las páginas de este breve artículo quiero expresar mi fe en «Jesús, Hijo único de 
Dios» y mi modo de comprenderla. No pretendo que mi percepción ni mi asentimiento 
personal se correspondan exactamente ni con la verdad en sí ni con las afirmaciones que la 
Iglesia oficial pretenda como suyas. Quiero principalmente dar testimonio de lo más 
importante que esa expresión evoca en mí, a partir de los textos evangélicos; quiero señalar 
los valores y riquezas que me hace descubrir y, en cierta medida, quiero indicar también la 
llamada interior y la vivencia personal que esa afirmación produce en mi vida. Pienso sin 
embargo, que lo que voy a decir estará en consonancia con el sentir global de la Iglesia. 
Sólo que deseo usar un poco de ese principio de libertad interior indicado más arriba y 
expresarme personalmente, a la vez que invito a otros hermanos en la fe a hacer el mismo 
ejercicio.

La pregunta ha sido formulada en plural: «¿qué queremos decir...?» La respuesta va en 
singular, pues pienso que sólo a ese nivel puede ser una respuesta auténtica.

Responder a la pregunta «¿qué queremos decir cuando afirmamos —qué quiero decir 
cuando afirmo—que Jesús es el Hijo único de Dios»? no es fácil, por muchas razones, 
entre las cuales se cuenta la dificultad inherente a nuestro principal vehículo de 
comunicación: la palabra. Por ello, antes de ir más lejos, precisemos algunos términos, 
como «Jesús», «hijo» y «Dios».

Jesús: se trata del hombre concreto, histórico, del llamado Jesús de Nazaret; de su vida y 
su mensaje, de su muerte—causa y modo de la misma—y de las afirmaciones que se han 
hecho sobre los encuentros habidos con él después de su resurrección de entre los 
muertos. Esta referencia a un hombre concreto, con una historia y una enseñanza 
determinadas, reviste una importancia capital, pues lo que afirmaremos de él, al estar 
íntimamente unido a esa historia concreta tendrá una importante influencia normativa en la 
vida de quien a él se adhiera.

Se trata de este Jesús, según el recuerdo-testimonio transmitido por sus primeros 
discípulos y llegado hasta nosotros en los escritos del Nuevo Testamento, especialmente 
en los Evangelios, elaborados y transmitidos en un contexto eclesial, es decir, en el seno 
de una comunidad surgida de ellos, formada por ellos, y que ha pretendido serles siempre 
fiel. Hablamos, pues, de un Jesús mediatizado por las confesiones de fe de sus discípulos y 
de las primeras comunidades cristianas, así como por el desarrollo histórico posterior. No 
nos es posible, en efecto, un acceso histórico directo ni a su persona ni a su mensaje.

El valor concedido a este recuerdo-testimonio, aunque tenga sólidas razones de 
credibilidad en sí mismo, se basa, finalmente, en una opción de fe. Un testimonio se ofrece, 
y de cara a él se reacciona concediendo o negando la confianza. La aceptación consiste, 
en nuestro caso, no en acoger como históricamente cierto (de historicidad entendida según 
el modo actual corriente) todo lo que literalmente se nos dice, sino que juzgo auténtico el 
impacto producido por Jesús en aquellos hombres, en la experiencia que de él tuvieron, y 
que les llevó a decir sinceramente lo que de él dijeron. Lo que dijeron fue, como veremos, 
lo más grande que pudieron decir, dentro de su propia mentalidad y cultura.

Hijo: es una palabra que cubre una noción analógica cuyo significado propio debería 
indicarse en cada caso, con el fin de evitar malos entendidos y confusiones. Señalemos, sin 
embargo, que la significación primera, fundamento y punto de arranque para cualquier otra 
significación posterior, es la de «generación natural», por la cual entendemos que el hijo 
tiene su origen en sus padres, participa de su misma naturaleza y tiene lazos de relación 
especiales con ellos. A nivel de las personas, estos lazos son, normalmente, de afecto, 
imitación y acatamiento. Estos elementos tendrían, pues, que encontrarse «de algún modo» 
en el contenido y significado que buscamos en la expresión sobre la que queremos 
reflexionar.

Dios: palabra con la que queremos indicar el Misterio Inefable de la Vida, la Fuente y 
Fondo de todo lo que existe, el Sentido y el Fin de todo ser. En tanto que inefable, es 
evidente que no podemos definirlo. En realidad, sólo podemos pretender hablar de él 
utilizando unos conceptos que expresan más el eco interior que el Misterio suscita en 
nosotros que la Realidad misma que lo suscita. Todo lo que de él digamos debe ser 
considerado más como una «evocación» que como un «hablar preciso y bien definido». Es 
muy importante permanecer siempre conscientes de esto y no querer encerrar el Misterio 
en las ideas que nos forjamos, menos aún en las palabras con que las expresamos, como si 
supiésemos de modo positivo y preciso de qué hablamos cuando hablamos de él. No 
parece que los estudiosos del misterio de Dios hayan sabido siempre guardar esta 
distancia y este sentido de lo «inefable», sino que a veces han pretendido, 
inconscientemente, abarcar zonas sagradas que no nos están permitidas.

Siendo así las cosas, parece claro que es una tarea imposible pretender explicar el 
contenido de la expresión «Jesús, Hijo único de Dios», si con ello queremos hablar del 
significado preciso y positivo de la relación especial de Jesús con Dios. En realidad, 
tendríamos que saber primero qué decimos cuando decimos «Dios», para poder hablar 
después de lo que queremos decir cuando decimos «Jesús, Hijo único de Dios». Nuestro 
cometido es más modesto y pobre, pero a su vez más cercano a la verdad y posible. Se 
trata sólo de señalar el contenido mínimo, necesario y suficiente que posee esta expresión 
para aquel que, en relación a Jesús, pretende dar sentido a su vida. Así, nos preguntamos 
cuál podría ser ese contenido.

Tengo la impresión de que, cuando los cristianos reflexionamos sobre Jesús o 
hablamos de él, algo no funciona bien; ignoramos etapas importantes; saltamos por encima 
de elementos esenciales a la comprensión; rompemos el circuito del proceso de intelección 
y nos condenamos así a una gran pobreza de contenido, cuando no a un verdadero vacío. 
Por lo general, comenzamos con afirmaciones finales, conclusivas, que, cortadas de sus 
bases, pierden su riqueza de sentido y nos conducen a un terreno de oscuridades e 
ignorancias con pretensiones de luces y evidencias. Comenzamos con las afirmaciones de 
su «divinidad», de su «preexistencia», de su calidad de «Hijo único y eterno de Dios», 
pensando que conocemos lo que con ello expresamos, puesto que creemos conocer a 
«Dios» de antemano. Así, lo que «sabemos» de Dios lo aplicamos a Jesús, y nos 
quedamos tan satisfechos. Este camino conduce a resultados nefastos, tanto para el 
conocimiento de Jesús como para el conocimiento cristiano del misterio de Dios. San Juan 
dice: «A Dios nadie lo vio jamás; el unigénito de Dios, que está en el seno del Padre, ése le 
ha dado a conocer» (Jn 1,18)

Un punto de arranque «distinto»

Tenemos que partir de nosotros mismos, de nuestra experiencia personal. Mejor dicho, 
tenemos que partir de nuestro encuentro personal con Jesús de Nazaret, mediante el 
testimonio que para nosotros han dejado aquellos que lo vieron, lo oyeron, lo tocaron y 
vivieron con él.

Me explico. Hay que partir de un encuentro personal: Jesús como respuesta a algo que 
me constituye. Fuera de este terreno no puede darse la comprensión verdadera, personal. 
Tenemos que ahondar en nosotros mismos y descubrir la aspiración profunda a la vida, a la 
felicidad, que nos constituye. Todos aspiramos a ello, aunque muchos nos equivoquemos 
en su identificación. Todos buscamos un «sentido» a nuestra existencia. Un sentido no 
teórico, sino vivencial, existencial, que disipe nuestro «miedo fundamental» a nuestra propia 
irrelevancia e insignificancia, a nuestra oscuridad y ambigüedad. Todos ansiamos un 
sentido último e inconmovible que asegure definitivamente nuestro valor. Ese Sentido 
último, seguro e inefable de la Existencia, de «nuestra» existencia, que queremos 
«positivo», lo llamamos «Dios». Todos estamos marcados por la misma experiencia. Todos 
vamos en busca de lo mismo. aunque tantas veces nos quedemos en una engañosa 
superficie. Todos los pueblos han elaborado la «Imagen» de su salvación, aunque casi 
siempre sólo hayan podido construir «ídolos».

El Pueblo de Israel ha elaborado también su sabiduría y ha dado también su respuesta. 
Respuesta acrisolada a través de una experiencia positiva y negativa secular. Este pueblo 
ha dicho cosas maravillosas sobre «ese sentido último e inefable de la existencia». No todo 
lo que ha dicho es homogéneo..., ha evolucionado..., ha crecido en su consciencia..., se ha 
corregido a través de los siglos. Algunos de sus maestros y profetas han pretendido, a 
veces, haberlo identificado, circunscrito y poseído... Los mejores han sido siempre 
conscientes de su inaccesibilidad, fieles al «No tendrás otro Dios que a mí. No te harás 
esculturas ni imagen alguna...» (Ex 20,34) Comprendieron que, en realidad, sólo se puede 
intentar evocarlo, más a partir de experiencias vividas que de reflexiones intelectuales. Al 
igual que la verdadera religión no es un elenco de verdades ni un código de 
comportamientos, y menos aún un conjunto de ritos..., sino una actitud interior, fruto de la 
experiencia de ese «Sentido último y fundamental de la existencia».

Y aquí se inserta Jesús.

Jesús es fruto de una historia religiosa; se ha alimentado y formado con la sabiduría del 
Pueblo de la Antigua Alianza, pero ha realizado su síntesis personal. Jesús se nos aparece 
con su Sabiduría propia de cara a lo Fundamental y Definitivo, gracias a su propia 
experiencia personal.

Más arriba hemos dicho que no tenemos acceso directo a la experiencia de 
Jesús—aunque algo de ello podamos intuir en lo que nos dicen los evangelios—; pero de lo 
que sí tenemos constancia es de la experiencia que de él hicieron los que lo encontraron. 
Desde ahí tenemos que partir y articular nuestra reflexión sobre Jesús. Por eso nos 
preguntamos: ¿qué nos han dicho, qué nos han querido decir de Jesús sus primeros 
discípulos con el testimonio que de él nos han transmitido? Intentaremos una respuesta.

El testimonio de los discípulos de Jesús, sea éste directo, sea mediante las comunidades 
surgidas de ellos, ha quedado plasmado en los escritos llegados hasta nosotros en el 
Nuevo Testamento. Precisemos que, si aceptamos el testimonio de su experiencia, 
debemos aceptar también el sentido que ellos le dieron. El sentido forma parte integrante 
de la experiencia misma. Pienso que debemos aceptar igualmente el sentido que ellos 
quisieron dar a la expresión «Jesús, Hijo de Dios», puesto que por medio de ésta quisieron 
significar aquélla.

Estos escritos, aun teniendo en cuenta su naturaleza de ser y de querer ser «testimonios 
de fe», así como de su finalidad de querer «comunicar esa misma fe », pretenden, sin 
embargo, reflejar lo que realmente los discípulos experimentaron en y por Jesús. No 
tenemos por qué poner en duda su testimonio, a no ser que encontremos en ellos indicios 
claros de engaño. El que la interpretación de la experiencia o la expresión de la misma sean 
o no correctas, es otra cuestión. Pero siempre hay que conceder a cada cual el derecho a 
decir lo que ha vivido y cómo lo ha vivido. Nadie fuera de él, en efecto, ha vivido su 
experiencia.

Vayamos a lo esencial

La finalidad de esta reflexión no es analizar en detalle la rica y variada experiencia de 
Jesús que nos relatan estos testimonios. Solo queremos señalar lo esencial que se 
desprende del conjunto de lo que sus discípulos dicen haber experimentado en él y por él. 
Lo cual puede resumirse diciendo que en Jesús sus discípulos han hecho:
—una experiencia «Iímite y sin igual»
—de la «cercanía» del Misterio Inefable de la Vida (Dios),
—«manifestado» ante ellos como Bondad, Acogida, Perdón, Liberación, Seguridad, 
Sencillez, Plenitud...

Esta experiencia Iímite y sin igual que hicieron del misterio de Dios en Jesús, les llevó 
inevitablemente a decir algo sobre el mismo Jesús, y para ello emplearon las categorías y 
expresiones que estaban a su alcance y que venían principalmente de la cultura e historia 
judías, a las que se añadieron, por ellos mismos o por otros más tarde, otras de origen 
greco-romano.

En los escritos que han llegado hasta nosotros encontramos varios y distintos intentos de 
comprensión y presentación intelectual de la identidad de Jesús. Esos intentos de 
elaboración, algunos de ellos muy ricos y complejos, no son todos homogéneos, ni 
podemos sintetizarlos en un sistema de pensamiento «único y armónico». Más aún, en el 
interior de un mismo documento, especialmente por lo que a los evangelios se refiere, se 
descubren elementos de muy diversas fuentes y tendencias que, posteriormente, el autor, 
responsable final del escrito, ha integrado en su visión propia, con mayor o menor acierto.

Esto era inevitable y normal. En efecto, si lo que pretenden comunicar es la «experiencia 
límite y sin igual» de la cercanía del Misterio Inefable de Dios, que ellos hicieron en Jesús y 
por él, no podía ser de otro modo. Sería improcedente pedirles una expresión «clara y 
distinta», bien definida y única, de lo que ellos experimentaron como límite. Ni ellos 
pudieron hacerlo, ni nadie puede. Caemos, por consiguiente, en un profundo error cuando 
pretendemos emplear estos intentos de explicación, o las diversas expresiones que los 
autores utilizan, como los únicos y las únicas posibles, o como poseyendo un significado 
absolutamente preciso, claro, invariable y válido en cada caso, por lo que literalmente se 
dice. Apelar para ello a la asistencia especial del Espíritu o a la garantía de la Revelación 
es no tener en cuenta que ésta precisamente se realiza a través de una «palabra humana». 
Creo que muchos problemas teológicos, prácticamente insolubles, y muchas de las 
conclusiones, finalmente insostenibles, que de ellos hemos querido sacar, surgen 
precisamente del mal uso o de las interpretaciones erróneas que hemos hecho de estos 
esquemas y expresiones bíblicas al obligarles a decir lo que nunca pretendieron.

Como material conceptual y expresivo, que nuestros testigos tenían a su disposición, se 
encontraba, entre otras muchas, la expresión «Hijo de Dios». En principio emplearían ésta 
como emplearon las demás que juzgaron capaces de dar a conocer algo de lo que ellos 
querían significar. El sentido que esta expresión tenía entonces en la cultura y la 
mentalidad religiosa judías hay que determinarlo en un estudio preciso de las mismas. No 
es nuestro cometido.

Mucho se ha escrito sobre el tema y, al parecer, según su significado tradicional, no era 
ésta la expresión más fuerte que los escritores sagrados tenían a su disposición para 
expresar lo que dicen que los discípulos experimentaron del Misterio Inefable de Dios en 
Jesús de Nazaret. No sería, pues, ésta la expresión principal a la que acudiríamos nosotros 
para descubrir la riqueza de lo experimentado en Jesús, de no haberse cargado dicha 
expresión de una significación especial a partir precisamente de la propia experiencia de los 
discípulos, como diremos a continuación.

A decir verdad, lo importante en nuestro caso no es siquiera encontrar el sentido 
«exacto» de una expresión determinada, ni aun de aquella que nos pareciese la más rica, 
ya que lo que importaba a los discípulos no era una cuestión de lenguaje, un ejercicio de 
precisión en la expresión. No se trataba de elaborar una doctrina y de expresarla 
correctamente; se trataba de dar testimonio de una experiencia, absolutamente única, que 
ellos habían hecho, y de indicar el camino, realmente nuevo e inesperado, que a partir de 
ella se abría ante ellos y ante todos aquellos que aceptasen su testimonio. Lo primero y 
principal no era una doctrina, sino la experiencia realizada, para la que buscaban una 
expresión que pudiera comunicarla y un «lugar inteligible» en el conjunto de las verdades 
que hasta el momento había sido el suyo. Todos los esquemas mentales y todas las 
expresiones que tenían a su disposición, por buenos que les pareciesen, todos eran 
inadecuados, y todos tenían que ser «re-interpretados» a partir de la experiencia que 
habían hecho, dado que ésta era precisamente una experiencia radicalmente nueva y 
«límite». Por la misma razón se vieron obligados a hacer una «re-lectura» de todo el 
Antiguo Testamento a partir de esa misma «experiencia». Por ello también se vieron 
obligados a emplear tan gran variedad de esquemas y expresiones. Todas ellas nos 
aportan algo; ninguna, sin embargo, se impone por sí misma sobre las demás, o nos ata 
indefectiblemente en su concreción particular, pues todas son insuficientes.

Lo que sí nos ataría—si es que su experiencia de Jesús es auténtica—y lo que de hecho 
ata a todo creyente, al aceptar su testimonio por la fe, es el contenido y el significado de la 
experiencia misma que ellos hicieron y que nos han transmitido por medio de su testimonio. 
Y ésta parece ser, como hemos indicado someramente más arriba, la siguiente:

«En Jesús de Nazaret, el Misterio Inefable de la Vida (Dios) se ha 
acercado, se ha manifestado de un modo límite e insuperable. En y 
por Jesús de Nazaret—su vida, su enseñanza, su muerte y la 
experiencia de su Resurrección—ese Misterio ha aparecido como 
Bondad absoluta, Liberación radical, Alianza indefectible, Salvación 
definitiva para todos, más allá de cualquier distinción o división de 
exclusión. En esa manifestación el Misterio divino parece marcado de 
parcialidad en favor de los pobres no por lo que ellos son en sí 
mismos, sino por la misma realidad del amor, al ser ellos los mas 
necesitados».

Dicho de modo más sencillo y concreto: a los ojos de sus discípulos, Jesús apareció 
como un hombre excepcional, enviado por Dios, con quien parecía tener una relación única 
e inefable de cercanía, intimidad, sencillez y reverencia inigualables. De la boca de este 
hombre extraordinario escucharon palabras impresionantes de bondad, perdón, ánimo y 
esperanza sin límites para todos. En este hombre vieron signos admirables de poder en 
favor de los desheredados de toda clase y condición. En él constataron una rectitud sin 
doblez, oyeron una enseñanza directa, clara, sencilla, en plena armonía con su propia 
existencia y en correspondencia con las más profundas aspiraciones del corazón humano. 
SÍ, podían decir: ¡Dios se ha acercado a su pueblo! La experiencia de la resurrección, 
después del escándalo de su muerte en la cruz, fue para ellos la confirmación de la verdad 
de su intuición anterior y el descubrimiento de que se encontraban con algo radicalmente 
nuevo. En Jesús y por Jesús, el Dios de Bondad que les habían hecho entrever y esperar 
desde hacía mucho tiempo sus textos más sagrados, se había hecho presente en sus vidas 
y había realizado definitivamente sus antiguas promesas. Pero éstas les aparecían ahora 
bajo una luz extraordinariamente nueva y con una intensidad jamás imaginada.

A partir de ahí es normal que Jesús les apareciese como el «Lugar» del encuentro, el 
«Signo» de la manifestación, el «Camino» necesario a través del cual se entra en contacto 
con el mismo Dios y se realiza la propia existencia, es decir se recibe la salvación.

Una experiencia limite e insuperable

Hablamos de «experiencia límite e insuperable». ¿Qué queremos decir con ello?

La respuesta podría ir en dos direcciones: o bien hacia la descripción de lo que 
experimentaron los discípulos en Jesús, o bien hacia una reflexión sobre lo que implica en 
realidad ese ser «límite e insuperable». Responder aquí a ello no es fácil. Además, hemos 
dicho que no es la finalidad directa de esta pequeña reflexión analizar detalladamente la 
experiencia de los discípulos de Jesús. Por consiguiente, sólo haremos referencia a 
algunos textos del Evangelio, con el gran peligro de quedar insatisfechos.

J/INCOMPRENDIDO: Históricamente está fuera de dudas que la presencia de Jesús fue 
un interrogante para cuantos se encontraron con él. La admiración, la incomprensión, el 
«¿quién es éste?», parece estar en el espíritu de todos (Mc 1,27; 2,12; 5,20...) También 
encontramos diferentes respuestas a esta pregunta, y en todas ellas hay un elemento que 
indica la superación de lo que es normal y corriente en la experiencia propia de los 
hombres. Lo extraordinario de su poder y de su sabiduría no se pone en duda. La pregunta 
es más bien ésta: ¿de dónde le vienen, de Dios o del diablo? La respuesta será diversa 
según el corazón de la persona que la da, pero en lo que todos ciertamente están de 
acuerdo es en que su sabiduría y su poder rebasan lo normal. La constante es que «ellos 
se llenaron de un gran temor y se decían unos a otros: '¿Quién es éste, que hasta el viento 
y el lago le obedecen?'» (Mc 4,41), o: »¡Nunca hemos visto cosa igual!» (Mc 2,12).

Para los discípulos la respuesta es clara: la impresión que se desprende del conjunto de 
su vivencia junto a Jesús es de una cercanía con Dios que podría calificarse como «un 
no-más-allá» posible; como un «no nos hace falta nada más». Es la reacción de Pedro en 
la cima de la montaña: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una 
para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaba tan asustado que no sabía lo que decía» 
(/Mc/09/05-06) Es su respuesta en los alrededores de Cesarea de Filipo: «Tu eres el 
Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16), o en Jn 6,68 «¿A quién iríamos, Señor? Tú tienes 
palabras de vida eterna»... Y sobre todo, después de la resurrección parecen saltar todos 
los esquemas, y Tomás exclama: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

¿Y cuál es el sentido positivo de esa cercanía?

Es claro que se trata una relación especialísima, y en definitiva inefable, entre Jesús y 
Dios; y puesto que inefable, no definible y, por ello mismo, abierta a una gran diversidad de 
expresiones simbólicas y límites. Y es lo que hicieron.

En la historia de la transmisión de esta experiencia cristiana de Jesús, la expresión «Hijo 
de Dios» ha tenido mayor fortuna por varios motivos que señalamos a continuación:
—En primer lugar, la experiencia del mismo Jesús frente a Dios al inicio de su misión, 
expresada en el «Tú eres mi Hijo amado...» Sea cual sea el modo en que se imagine esa 
experiencia fundante en la vida de Jesús, y sea cual sea el término que se emplee, aparece 
claro que, en el conjunto de lo que de Jesús nos dicen, éste aparece como objeto de una 
«elección amorosa singular» de parte de Dios, en cercanía de sencillez e intimidad inefable, 
que hace sentirse a Jesús como el «hijo» encargado de la misión de su «padre». Misión 
consistente precisamente en dar a conocer esa característica fundamental de «paternidad» 
de Dios para todos los hombres. Será esta experiencia el corazón mismo del mensaje de 
Jesús, hecho realidad concreta en su vida: «la cercanía amorosa de Dios para todos».
—En segundo lugar, la palabra «Abba», que aparece como característica (casi) 
exclusiva de Jesús en la historia de las religiones. Esta expresión la emplea Jesús 
habitualmente para nombrar a Dios, pero sobre todo cuando él mismo le habla. «Abba» es 
el modo que emplea el hijo para dirigirse a su padre en la intimidad de la familia. Nadie se 
había atrevido a hacerlo antes de Jesús, lo que indica de modo extraordinario su relación 
única con Dios. Esta expresión pasaría después a los cristianos como el modo típico de 
relacionarse con Dios, gracias precisamente a Jesús.
—En tercer lugar, podemos señalar el «logion» (la frase) citado por /Mt/11/25-27 y por 
/Lc/10/21-22: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido 
estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos. Si, Padre, 
así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el 
Padre, y al Padre no lo conoce más que el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». 
Aquí, Dios es llamado «Padre», y Jesús es identificado con el «Hijo», en su relación 
especial, única de conocimiento íntimo y singular que el uno posee con relación al otro 
dentro de un clima familiar.
—Finalmente, señalamos todo el vocabulario, en los escritos de Pablo y de Juan, donde 
Jesús es el «Hijo», y Dios es «su Padre». Nombre que aparecerá más y más como el 
nombre propio de Dios en la experiencia cristiana, hasta llegar a reemplazarlo; y ello 
precisamente gracias a la experiencia que los cristianos tienen de Jesús.

Es evidente que, sea cual fuere al principio, en la cultura judía, el significado de la 
expresión «hijo de Dios», a partir de lo vivido y experimentado junto a Jesús por sus 
discípulos, este significado se ha visto modificado profundamente en su contenido y en su 
valor.

Más tarde, obligada la Iglesia por circunstancias históricas a expresar en categorías 
greco-romanas (la nueva cultura imperante) su experiencia original de Dios, y 
especialmente lo que ella pensaba de la persona misma de Jesús, las palabras «Hijo» y 
«Padre» fueron de importancia capital en la elaboración de su pensamiento. A partir de 
ellas, la reflexión cristiana, basada en su significado primero (origen, igualdad, y lazo 
relacional del hijo con su padre) y empleando el genio propio y las nociones de la nueva 
filosofía («naturaleza, sustancia, persona...»), intentó expresar el contenido de lo que, a su 
entender, pretendía transmitir el mensaje de las primeras comunidades cristianas con 
relación a Jesús. Es decir, que en Jesús encontramos «el lugar Iímite e insuperable» de la 
cercanía salvadora de Dios y de su manifestación a los hombres.

En este nuevo enfoque cultural y en su elaboración teológica se dijeron muchas cosas y 
se sacaron muchas conclusiones. Si Jesús es «Hijo de Dios», «procede del Padre» como 
un hijo procede de su progenitor, es de «la misma naturaleza que el Padre», y su relación 
con él entra de lleno en el misterio eterno de Dios «antes de todos los siglos». Es, por 
tanto, «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero». Se comprende 
también de modo más «sustancial» lo que nos dicen los evangelios de que él es «el 
Camino, la Verdad y la Vida», y de que «quien lo ha visto ha visto al Padre», etc.

Notemos que algo importante parece haber ocurrido. Ha habido como un cambio de 
acento, y hasta de orientación, en la reflexión. Hasta ahora, lo que los escritos del Nuevo 
Testamento nos querían significar era, especialmente, el valor de salvación que los 
discípulos habían encontrado en Jesús a partir de lo que habían experimentado en él de 
cercanía inefable e insuperable de Dios en favor de los hombres. Dios hablaba y obraba en 
Jesús y por Jesús; Dios estaba con él; había entre Jesús y Dios un lazo de unión 
inigualable. El es su «Hijo», su «Imagen», su «Palabra» y, por ende, «el camino, la verdad 
y la vida».

A partir de ahora, el interés y el acento parecen centrase en la reflexión sobre el ser 
mismo de Jesús, su naturaleza en relación con Dios. De ahí van a surgir una cantidad de 
nuevas cuestiones y problemas dificilísimos de abordar, y sobre los cuales se ha hablado 
demasiado olvidando esas «zonas sagradas que no le son permitidas al hombre». La 
intención fundamental de muchos padres y teólogos en sus reflexiones era preservar el 
valor de salvación definitiva dado en Jesús por la radicalidad de su unión con Dios, para lo 
cual se sintieron obligados (¿por su «filosofía»?) a otro tipo de afirmaciones. Más tarde 
otros, con menor profundidad (?), se lanzaron a elucubraciones y debates sin saber 
demasiado ni lo que decían ni por qué lo decían.

Para mí, pues, el significado esencial contenido en la expresión «Jesús Hijo de Dios» 
podría enunciarse así: Jesús es el lugar limite e insuperable de la cercanía personal y 
salvadora de Dios y de su manifestación amorosa a los hombres.

Cómo se expresa esto y cómo se explica en las diversas teologías marcadas por las 
distintas filosofías y culturas con las que la fe cristiana entra en contacto, es otra cuestión. 
Digamos que para valorar correctamente cada una de ellas es necesario entrar en su 
universo mental y aceptar metodológicamente sus reglas de juego, conscientes, sin 
embargo, de la relatividad de cada forma de pensamiento respecto de las demás. Por eso 
tenemos que añadir que ninguna teología particular debería pretender ser el único camino 
correcto para enunciar el misterio intuido por los discípulos en Jesús. Nunca deberíamos 
olvidar que nuestro lenguaje sobre Dios es analógico en sumo grado, y que el contenido 
positivo de lo que afirmemos con él es tan pobre que siempre tendremos que cuestionarnos 
sobre la significación real de lo que decimos.

Desgraciadamente, no ha sido éste siempre el caso. Junto a una historia rica de 
teólogos, pastores y santos, fascinados todos ellos por el misterio de Dios y de Jesús, 
encontramos otra historia marcada de pretensiones humanas, con sus egoísmos, sus 
orgullos, sus intransigencias intelectuales y religiosas y, sobre todo, sus ansias de poder, 
que han deteriorado y hasta envenenado en muchas ocasiones lo que habría debido ser 
una historia humilde, fraterna y respetuosa de búsqueda, en el intento de expresar la 
riqueza sin límites de una fe común entre los seguidores de Jesús.
—Príncipes hubo que hicieron de la teología un instrumento de unificación política de 
sus pueblos, liquidando física o moralmente a los que discutían la doctrina oficial.
—Maestros de todos las escuelas descalificaron, atacaron y condenaron a los que 
expresaban la fe de modo distinto del suyo, en la inconsciencia de que todos balbuceamos 
cuando hablamos de Dios.
—Autoridades religiosas, más preocupadas por el orden y la paz externa de sus fieles 
que por la experiencia espiritual de los mismos impusieron a todos límites rígidos e 
inmutables en la confesión común de la fe, ignorando la contingencia de cualquier 
expresión que intente decir algo sobre el misterio de Dios o incluso sobre el misterio del 
hombre.
—Hombres «religiosos», confundiendo experiencia cristiana y expresión de la misma, 
polarizaron sus esfuerzos en una enseñanza «correcta»—para ellos, bien entendido— más 
que en la vivencia del evangelio.

Y todo esto dentro del mismo campo cristiano. ¡Qué diremos fuera de el, en los contactos 
con otras confesiones religiosas!

La historia de la expresión cristiana de la fe en Jesús aparece, en parte, como una triste 
historia de descalificaciones, condenas, luchas y muertes que nos dejan muy mal sabor de 
boca y un fuerte dolor de corazón. Además de las divisiones de los cristianos, aún no 
superadas esta historia y el modo de reflexión que la ha suscitado y acompañado nos han 
condenado a mantener durante mucho tiempo, en la enseñanza de la experiencia cristiana, 
esquemas mentales de tipo «teoremas matemáticos», áridos, sin vida y sin solución. O nos 
han obligado a refugiarnos en imágenes de tipo «mitológico-griego» de un mundo superior 
y superpuesto al nuestro, distrayéndonos de la única imagen concreta y verdadera en la 
que podemos «saber» qué y quién es Dios, es decir, la imagen del hombre Jesús de 
Nazaret. Con el agravante de que, cuando se le miraba, se falseaba su existencia real, 
convirtiendo su vida humana en un teatro de mal gusto. ¡Cuántas veces, hablando de su 
sufrimiento, no se ha oído decir al pueblo cristiano sencillo (y se oye todavía): «sí... pero él 
era Dios», es decir: «lo suyo (sus problemas, sufrimientos, tentaciones, muerte...) no es 
serio»!

Cuando afirmo que los discípulos de Jesús hicieron en él una «experiencia límite e 
insuperable» de la cercanía de Dios, y al aceptar en la fe su testimonio como verdadero, se 
sobrentiende que lo dicho con relación a Jesús es «para mí» aplicable sólo a él y a ningún 
otro. En este sentido, son afirmaciones limitativas y exclusivas. Se refieren sólo a una 
persona concreta: a Jesús de Nazaret. Él es «el Hijo único de Dios».

Pero, precisamente porque se refieren a esa persona históricamente identificable, con 
una vida y una enseñanza bien concretas, esa limitación y exclusividad presenta una 
apertura sin igual para todos los hombres y para todas las culturas, muy lejos de cualquier 
modo de segregación u oposición. Su vida y su mensaje fueron precisamente de apertura 
universal y de entrega sin límites a todos. Lo que aparece claramente en su «imagen» de 
Dios y del hombre.

¿Quién y cómo es Dios según Jesús?

D/SEGUN-J: La experiencia cristiana dice no conocer a Jesús a partir de Dios, sino a 
Dios a partir de Jesús. ¿Qué quiere decir esto? Afirmamos que lo que conocemos 
realmente de Dios es lo que de él se manifiesta en Jesús. Dios se ve y se conoce en Jesús 
como en su Imagen más auténtica (con lo que no se niegan otros «lugares» de 
manifestación), porque sus palabras y su acción expresan el Misterio mismo de Dios. Y nos 
preguntamos: ¿qué es y quién es Dios en las palabras y obras de Jesús?:

—El Dios de Jesús es el Dios «Universal», es el Dios de todos y para todos...: «Amad a 
vuestros enemigos... de este modo seréis dignos hijos de vuestro Padre celestial, que hace 
salir el sol sobre buenos y malos» (Mt 5,45). Es el Dios del Proyecto único de «unificación 
salvadora universal» en Jesús y por Jesús: «Dios, en efecto, tuvo a bien hacer habitar en él 
la plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, tanto las del cielo como 
las de la tierra...» (Col 1,1-20).

—Es un Dios de Bondad... Por su actividad y su palabra en favor de todos, 
especialmente de los más desheredados, Jesús ha mostrado un rostro de Dios que no 
quiere el sufrimiento ni el mal ni la enfermedad ni las lágrimas ni la muerte ni el desprecio ni 
la explotación del hombre. Quiere la vida y la salud, quiere la felicidad y la alegría, quiere la 
libertad y el amor. Es un Dios de delicadeza y de presencia acompañadora, un Dios 
Providencia..., un Dios Padre.

—Es un Dios de Verdad... que no quiere la mentira ni la hipocresía ni la doblez. Acusa a 
«los sepulcros blanqueados» y los rostros «cariacontecidos». Quiere la sencillez, la 
espontaneidad, la ingenuidad, la confianza, la fe, la frescura de alma del niño...

—Es un Dios Fiel... que ama la lealtad, la constancia, la fidelidad la entereza y la valentía 
de llevar adelante los compromisos adquiridos: «un sí es un sí»... La responsabilidad 
confiada debe ser asumida...

—Es un Dios Misericordia... que comprende la debilidad, que perdona, acoge, anima, 
levanta y hace caminar. Para él, nadie está demasiado hundido ni definitivamente perdido, 
si está dispuesto a escuchar la palabra que «pone de pie...»

—Es un Dios-Padre de todos... que no quiere que nadie se quede fuera, ni el hijo díscolo 
ni aquel que se cree fiel; a todos los quiere dentro, todos gozando de las mismas riquezas.

—Es un Dios de Vida y no de muerte... Un Dios de entrega, sí, pero no de sacrificios; un 
Dios de generosidad y de alegría, no de mortificaciones y tristezas. Dar la vida, sí, pero por 
amor.

—Es un Dios de adultos... que respeta la libertad de cada uno; que confía 
responsabilidades; que no soluciona de antemano los problemas; que deja al mundo 
continuar su camino, y a las leyes que sigan su curso. Un Dios que no oculta el dolor ni 
niega la muerte... «el que quiera venir en pos de mí...» Un Dios que asume la realidad y 
respeta la naturaleza de cada cosa... «No tentarás al Señor, tu Dios».

—Y sin embargo, es un Dios que quiere siempre más... un Dios que quiere el cambio y la 
conversión; que invita a transformar la vida y a comprometerse en la construcción de un 
mundo nuevo, distinto. Mundo nuevo, porque tiene que crecer... lo que no puede ser desde 
el principio tiene que ir consiguiéndose poco a poco. Mundo nuevo, porque tiene que 
germinar, madurar y dar fruto. Quiere un mundo nuevo, también, porque lo hemos 
estropeado, y nos confía el compromiso regenerador de su arreglo.

—Si Jesús es manifestación de Dios, si Dios se expresa en Jesús, el Dios de Jesús es 
un Dios que se compromete personalmente en la lucha, en el sufrimiento y en la muerte, 
indicándonos y abriéndonos el camino de la superación.

¿Qué es Dios, quién es Dios? Tan sólo podríamos decir: el Sentido último e inefable de 
la existencia. En realidad, cada cual tiene su «dios»: el valor último que damos a nuestra 
vida. Jesús tiene «su» Dios, y en él los cristianos reconocemos al «nuestro». Para nosotros 
Jesús es la «Clave» de la interpretación auténtica de Dios; la «Imagen» de Dios, el «Hijo» 
del Padre. El «Dios-Abba» es el Dios de Jesús, y Jesús es «Hijo de Dios», el que lo 
manifiesta. No hay otro «dios» ni hay otro «hijo de dios».

Singularidad y universalidad de Jesús

La singularidad de Jesús y su universalidad van confirmadas también por su sentido de la 
persona. Para Jesús el valor auténtico de la persona —de toda persona—, el verdadero 
valor religioso, no está en pertenencias a pueblos, razas, grupos o formas religiosas 
determinadas, sino en lo más profundo y sincero de cada una de ellas. Jesús resta 
importancia y relativiza estructuras, tiempos, lugares, ritos, normas y leyes que dividen y 
separan a los hombres, y señala lo fundamental: «Créeme, mujer... ya llega la hora, y es 
ésta, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 
4,23).

Jesús pone a cada persona en contacto directo con el Misterio Inefable de la Vida, el cual 
se acerca y manifiesta a todos como Bondad suprema e incondicional. «Pedid y recibiréis; 
buscad y encontraréis; llamad y os abrirán... Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar 
cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará 
cosas buenas a los que se las pidan!» (Mt 7,7.11). En este sentido, también Jesús es, en el 
interior de nuestra historia humana, universal. En él tienen cabida todos los hombres, todas 
las comunidades humanas y todos los valores.

Es normal que la comunidad creyente se reuna en su Nombre y celebre su fe. Es normal 
también que se dote a sí misma de normas, ritos, tiempos y lugares para su propia 
identificación y crecimiento, para la celebración de su vida y para su testimonio como grupo 
encargado de «misión». No puede, sin embargo, olvidar nunca el valor relativo de todas 
estas realidades a los ojos de su Señor y Maestro. En la medida en que lo hiciese, 
considerándose separada u opuesta, exclusiva o excluyente, adversaria o en competencia 
con los demás. estaría traicionando al Espíritu mismo de Jesús.

ECUMENISMO/NORMAS: La singularidad de Jesús y la universalidad que conlleva nos 
empujan a preguntarnos por el comportamiento cristiano correcto de cara a otras 
confesiones religiosas. La respuesta es evidente: un comportamiento de respeto, apertura y 
colaboración.

—Sin renunciar a su fe, sino precisamente porque cree en esa singularidad y 
universalidad del mensaje y de la persona de Jesús, la actitud auténticamente cristiana es 
la de una total y sincera apertura; una actitud de colaboración dinámica, sin condiciones 
previas, con todo intento de búsqueda de Dios.

—Si para nosotros Jesús se presenta como el «Camino», ello no significa que neguemos 
la existencia de otros «caminos», que al mismo tiempo confesamos que le están íntima, 
aunque misteriosamente, unidos. El mensaje que llevamos al mundo no es un mensaje de 
exclusión, sino de manifestación en plenitud del único y universal proyecto de la salvación 
de Dios para toda la humanidad.

—Respetamos, admiramos y colaboramos con todos los hombres en la búsqueda y en la 
realización del Reino de Dios; en la búsqueda y en el crecimiento del conocimiento de la 
verdad de Dios en progresión histórica constante para todos; en la consecución de la 
justicia, de la paz, del progreso y de la unificación de la humanidad.

—Jesús proclamó, manifestó con su vida e inició con su actividad el Reino de Dios. Sus 
discípulos hemos heredado su misión. Esto es lo esencial de nuestra tarea. Nosotros 
creemos que Jesús es el «Signo», el «Mediador» y el «Artífice» de ese Reino. Así lo 
confesamos y así lo presentamos para que, «a quien le sea dado», pueda acogerlo y 
proclamarlo a su vez. Pensamos que el reconocerlo es un enorme regalo... pero no lo 
imponemos a nadie; sabiendo, por otro lado, que lo importante es la vida y no la confesión.

—Para un cristiano, conocedor de Jesús y de su mensaje, el diálogo religioso no supone 
problema alguno. El conocimiento del amor universal e incondicional de Dios tal como se ha 
manifestado en Jesús, así como el conocimiento de su proyecto de salvación y realización 
por innumerables caminos—«el Espíritu sopla donde quiere» (Jn 3,8)—, le empuja a 
alegrarse de todo encuentro con Dios y le lleva a favorecer todo crecimiento humano y 
espiritual auténticos, sabiendo que todo empuja en la misma dirección: «no se lo 
prohibáis—dijo Jesús a Santiago y a Juan—; quien no está contra nosotros está a favor 
nuestro» (Mc 9,39).

Una última pregunta en relación con la confesión de fe en Jesús, Hijo único de Dios. 
Nuestro pequeño mundo, nuestro planeta tierra, es realmente insignificante en el conjunto 
del Universo, tal y como nos aparece hoy...; un universo enorme, (¡entre diez y veinte mil 
millones de años luz!) ¿Cómo comprender a Jesús de Nazaret en ese conjunto? ¿Qué 
sentido puede tener proclamar su universalidad?

Para Pablo y Juan, así como para toda la reflexión teológica anterior a los conocimientos 
modernos, la respuesta era relativamente fácil. En un pequeño planeta de cuatro mil años, 
más o menos, de historia, considerado centro del universo, creado precisamente para el 
hombre... no suponía demasiado problema proclamar que: «Cristo es la imagen del Dios 
invisible, el primogénito de toda criatura»; que «en él fueron creadas todas las cosas, las 
del cielo y las de la tierra, las visibles y las invisibles: tronos, dominaciones, principados, 
potestades, todo lo ha creado Dios por él y para él»; que «Cristo existe antes de todas las 
cosas, y todas tienen en él su consistencia» (Col 1,15-17) Pero ¿qué podemos decir hoy?

Todas las afirmaciones bíblicas y todas nuestras teologías han sido elaboradas, más o 
menos conscientemente, contando con una imagen del universo según el esquema 
tradicional. Trasvasarlas al nuevo esquema sin la más mínima reflexión no parece correcto. 
Ignorar la pregunta no parece ser una actitud muy sana. Una vez más, se impone la 
pregunta: ¿cuál es el significado de «Jesús, Hijo único de Dios» en un Universo tal y como 
nos aparece hoy?

No podemos entrar en una larga reflexión sobre la cuestión, pero sí queremos señalar el 
valor «universal», más allá de las circunstancias de tiempo y espacio, de lo que hasta aquí 
hemos afirmado sobre Jesús. Lo que hemos dicho, es cierto, va dirigido directamente a 
nosotros y es válido también directamente para nosotros, para nuestro mundo, para nuestro 
planeta tierra, para nuestra comunidad humana. Aquí y ahora, unos hombres han 
experimentado en Jesús de Nazaret el «Sentido último de la Vida» como Misterio de 
Cercanía, Bondad y Salvación definitiva. Sin embargo, el contenido y el significado de esa 
experiencia hecha en Jesús no tienen porqué limitarse a una cosmología determinada. El 
Dios Padre, tal como aparece en Jesús de Nazaret, es la revelación de Dios, del único Dios 
que existe; es Verdad transcendente, Mensaje universal más allá del tiempo y del espacio.

Cierto, es Dios «hecho carne para nosotros» en Jesús de Nazaret, pero es al mismo 
tiempo el Dios Eterno.

Manifestado de modo único e insuperable en Jesús, éste es su Imagen auténtica y válida 
siempre y en todo lugar. Puede y debe, pues, proclamarse así universalmente. El que 
nosotros lo sepamos, el que nos haya sido gratuitamente revelado, es una gracia inmensa 
e inapreciable.

¿Qué es de los demás, si es que existen?; ¿qué conocimiento tienen del Sentido Inefable 
de la vida?; ¿cómo lo saben?... No podemos dar respuesta, ni en el fondo ésta nos atañe 
por el momento. Nos basta con saber que el Dios manifestado como Padre en Jesús es el 
Dios verdadero, ahora y siempre y para todas sus criaturas. Ahí va confesada la Salvación 
Universal, y ésta ha sido revelada en Jesús su Hijo.

Conclusión

Concluyendo, decimos que el «creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor» es:

—Una confesión de fe en Dios a través de Jesús: confesión del «Dios-Abba» de nuestro 
Señor Jesucristo.

—Es también una confesión de fe en Jesús, en su relación única e inefable con ese Dios, 
«su Abba».

Esto lo conocemos, no a través de afirmaciones teóricas sobre la divinidad, sino gracias 
a la vida concreta de ese Jesús de Nazaret.

—Ese Jesús, con su vida, su palabra, su muerte y su resurrección es el «Hijo único de 
Dios».

—Ese Jesús, con su vida, su palabra, su muerte y su resurrección, eso quiere decir ser 
«Hijo único de Dios». Porque finalmente sabemos lo que Dios es en él y por él, que es su 
Imagen, su Palabra, su Hijo.

Pero esta confesión de fe es al mismo tiempo una confesión sobre la persona humana, 
porque, en la medida en que vivamos como él, también nosotros somos «hijos de Dios»... 
«A cuantos le recibieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1,12).

El saberlo lleva al agradecimiento, y éste se manifiesta en alabanza y compromiso.

Jesús SALAS MARTÍNEZ
SAL-TERRAE 1998, 5 págs. 387-406
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