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EL PERDÓN DE LOS PECADOS

 

El Credo cristiano, en su estructura trinitaria, sitúa el perdón de los pecados como explicitación de la fe en el Espíritu Santo en la Iglesia. El amor de Dios, Padre misericordioso, que ha reconciliado al mundo consigo, por la muerte y resurrección de Jesucristo, ha enviado el Espíritu Santo a la Iglesia para hacer presente y actual esta obra en el perdón de los pecados. Así lo recoge la fórmula de la absolución del sacramento de la Penitencia:

Padre misericordioso, 
que reconcilió consigo al mundo 
por la muerte y la resurrección de su Hijo 
y derramó el Espíritu Santo 
para la remisión de los pecados, 
te conceda, 
por el ministerio de la Iglesia, 
el perdón y la paz.

El pecado, vivido en la presencia de Dios Padre, reconocido a la luz de Cristo y confesado bajo el impulso del Espíritu Santo, se convierte en la Iglesia en acontecimiento de celebración de la Buena Nueva. El encuentro con Cristo lleva al cristiano a verse a sí mismo, en su ser y en su actuar, como creación de Dios y como recreación en el Espíritu. Así su fe es acción de gracias por el don de la vida, confesión de la propia infidelidad frente a la fidelidad del amor de Dios, que no se queda en la tristeza o en el hundimiento por el sentido de culpabilidad, sino que se hace canto de glorificación a Dios, confesión de fe, celebración del perdón.

Para indicar cuál era el provecho de la confesión del Credo, nuestros Padres dijeron: «el perdón de los pecados». Con ello no se refieren a una remisión simple, sino a la completa destrucción del pecado, como cuando dice Cristo: «Este es mi cuerpo, que rompo por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26,26-28), es decir, para que éstos sean borrados. Por eso dice San Juan: «He aquí el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundos (Jn 1,29). Esto se cumplirá plenamente en el mundo futuro, pero hemos de creer que ya ahora por la comunión de los Sagrados Misterios son absolutamente cancelados nuestros pecados, pues Cristo dice: «Esta es mi Sangre, que ha sido derramada por vosotros para el perdón de los pecados» (Mt 26,26-28)1.

Perdón y pecado, en este orden, forman parte de la experiencia cristiana, de modo que integran la confesión de fe de la Iglesia. Por eso el Símbolo profesa: Creo en el perdón de los pecados.

 

1. El perdón

El perdón de los pecados es una de las manifestaciones del Espíritu Santo, que prolonga y actualiza la obra de Cristo en la Iglesia. La resurrección de Cristo se hace presente en la Iglesia creando, mediante el Espíritu Santo, la «comunión de los santos», es decir, la comunión de los que viven del «perdón de los pecados». El perdón de los pecados cobra, en la profesión de fe, un significado sacramental. Se vive en el bautismo y en la penitencia, «segundo bautismo».

El Apóstol dijo: «Purificad la levadura vieja, para ser masa nueva, pues sois ázimos» (1 Cor 5,7). Y esto, porque la Iglesia entera toma sobre sí el peso del pecador, el cual sufre en el llanto, en la oración y en la penitencia, rociándose toda entera como de su levadura, a fin de que con la ayuda de todos sea purificado cuanto queda por expiar en algún penitente. También porque la mujer del Evangelio (Mt 13,33; Lc 20-21), símbolo de la Iglesia, oculta la levadura en la propia harina, hasta que toda la masa quede fermentada y sea toda ella pura. ¡El Reino de los cielos es la redención del pecador! Por eso, arrasémonos todos con la harina de la Iglesia hasta ser todos una masa nueva. Pues el Apóstol añadió: «Nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolada» (1 Cor 5,6), es decir, la pasión del Señor hizo bien a todos, redimiendo a los pecadores que se arrepintieron de sus pecados. «¡Celebremos por tanto un banquete!» (1 Cor 5,8) de «manjares exquisitos» (Is 25,6), haciendo penitencia y alegres por el rescate: ¡No hay alimento más delicioso que la benevolencia y la misericordia! En nuestros banquetes jubilosos no se mezcle ningún malhumor por la salvación concedida a los pecadores, y nadie se mantenga alejado de la casa paterna, como el hermano envidioso, que se irritaba porque su hermano había sido acogido en casa habiendo preferido que permaneciese alejado de ella para siempre (Lc 15,25-30). El Señor Jesús se ofende más con la severidad que con la misericordia de sus discípulos2.

El perdón de los pecados, -que sigue en el Credo a la confesión de fe en Dios Padre, en Jesucristo, y en el Espíritu Santo-, significa que el cristiano se ve a sí mismo, y su actuación, ligado en alianza con Dios, a quien ha confiado su existencia. Pecado y perdón no hacen referencia a una ley anónima, a un orden abstracto roto y restablecido, sino a una historia de amor entre personas con infidelidades y restablecimiento del amor por la fidelidad. Desde la fidelidad inquebrantable de Dios, el perdón se experimenta como el milagro de la gratitud incondicional del amor de Dios.

Dios, «misericordioso y clemente, perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado» (Ex 34,6-7), «no nos trata según nuestros pecados» (Sal 103,10), pues «es grande su misericordia» (Sal 51,3). El es «el Dios de los perdones» (Neh 9,17), que «se arrepiente del mal decretado por los pecados» (Ex 32,12-14; Am 7,3.6; Jr 18,8;26,13.19;42,10), «echa los pecados a la espalda» (Is 38,17), «los pasa por alto» (Miq 7,18; Pr 19,11), «los cubre» (Sal 32,1;65,4;85,3; Neh3,37), «los pisotea» (Miq 7,19), «no los recuerda» (Is 43,25), «los lava» (Jr 4,14;Sa151,4.9), «los purifica» (Lv 16,30; Jr 33,8), «los cancela» (Is 43,25;44,22;Sa1 109,14), «los perdona» (Nu 30,6-13; Dt 29,19; Jr 5,1.7;31,34;33,8;36,3; Is 55,6-7...).

Terrible es el pecado, gravísima enfermedad del alma la culpa, pero no incurable. Siendo terrible para quien a él se adhiere, es fácilmente sanable para el que -por la conversión- se aleja de él... ¿Qué mayor crimen que crucificar a Cristo? Pues aún este se lava con el bautismo. Pedro decía a los tres mil que, habiendo crucificado a Cristo, preguntaban: «¿Qué haremos, hermano?», «convertíos y que cada uno se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para el perdón de los pecados y recibiréis el Espíritu Santo» (He 2,38). ¡Oh inefable misericordia de Dios! Quienes desesperaban de la salvación, fueron juzgados dignos de recibir el Espíritu Santo... Si alguno de vosotros ha crucificado a Cristo con sus blasfemias (Heb 6,6); si alguno, por ignorancia, le ha negado ante los hombres (Mt 10,33; 2 Tiro 2,12); si alguien, con sus malas acciones, ha hecho que Cristo sea blasfemado (Rom 2,24; Sant 2,7; Pe 2,2), espere en la conversión, pues ¡aún está pronta la gracia!3.

Para que el hombre alcance el perdón de los pecados, Dios le da tiempo para la conversión, como en tiempos de Noé, que anuncia la conversión, o de Jonás que se la anuncia a los Ninivitas, aunque fueran ajenos a Dios. Sólo quien endurece su corazón se priva del perdón de los pecados.

Llamar a conversión es utilísimo a los hombres. Pues nadie hay sin pecado (Is 53,9; 1 Pe 2,22; Jn 8,46; 2 Cor 5,21). Recomendamos la conversión no para fomentar el pecado, sino deseando que el caído se levante. Pues la desesperación induce al caído a revolcarse en sus pecados, mientras que la esperanza de la penitencia le impulsa a levantarse y no pecar más. ¿Quiénes somos nosotros para imponer una ley a Dios? El quiere perdonar los pecados, ¿quién puede prohibirlo? El dice: ¿Acaso no se levantará el que cae?» (Jr 8,4). Contradice, pues, a Dios quien dice: «el que cae no puede levantarse». ¿Hay algo más difícil de limpiar que el carmesí? ¿Qué hay más blanco que la nieve o la lana? Pues quien creó éstas dice: Aunque vuestros pecados fueran de colores imborrables, con sólo lavaros recibiréis la blancura de la nieve (Is 1,18). Con sólo decir David: «he pecado», obtuvo ya el perdón: «Dios ha perdonado ya tu pecado» (2 Sam 12,1-13)... Y si preguntamos al Salvador por el motivo de su venida, nos responde: «No vine a salvar a los justos, sino a llamar a los pecadores a conversión» (Mt 9,13). Preguntémosle: ¿Qué llevas sobre tus hombros? y nos responde: «La oveja perdida» (Lc 15,4-6). ¿Por qué hay alegría en el cielo?, nos responde: «Por un pecador que se convierte» (Lc 15,78). Los ángeles se alegran ¿y tú sientes envidia? Dios recibe al pecador con gozo, ¿y tú lo prohíbes?... Y si te indigna que sea recibido con un banquete el hijo pródigo después de haber pastoreado cerdos y haber malgastado todo, recuerda que también se indignó el hermano mayor y se quedó fuera, sin participar de la fiesta... De pecador, Pablo se convirtió en evangelizador, ¿qué dice de sí mismo? «Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores, de los que yo soy el primero» (1Tim 1,15). Confiesa su propio pecado para, así, mostrar la grandeza de la gracia. Pedro, que había recibido la bendición de Cristo con su confesión de fe (Mt 16,16), sin embargo le negó tres veces, no para que Pedro cayese, sino para que tú fueses consolado pues «lloró» (Mt 26,69-75)... ¿Te queda algo que oponer a la penitencia? ¿Para qué se nos lee la Palabra? Para que desistamos del pecado. ¿Para qué somos regados? Para que fructifiquemos. ¿Para qué oramos? Para que nos perdonen los pecados (Mt 6,12)4.

Jesús pasó entre los hombres perdonado los pecados (Mc 2,5; Lc 7,48) y otorgó a los hombres ese poder (Mt 9,8). Es el gran poder que deja a la Iglesia: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,22; Mt 16,19). Es su misión: vino «a llamar a los pecadores», a «proclamar el año de gracia» o el tiempo del perdón de Dios (Lc 4,18-19).

La bondad del Padre es ilimitada, pues es «compasivo» (Lc 15,20; Mt 18,27) y «bueno» (Mc 10,18; Mt 20,15; 7,11) incluso con « los malos e injustos» (Mt 5,45) y «con los ingratos y perversos» (Lc 6,35). Su amor le lleva «a correr» al encuentro del pecador (Lc 15,20).

Jesús. Hijo del tal Padre, no sólo anunció el perdón del Padre, sino que perdonó a la mujer adúltera sorprendida en su pecado (Jn 8,1-11), a la pecadora pública que se le presentó en casa de Simón (Lc 7,36-50), al paralítico de Cafarnaum (Mc 2,1-12), que ni pide el perdón ni la curación, sino sólo «por la fe de quienes le llevaron ante El». Desató de su pecado al paralítico de Jerusalén (Jn 5,5-14) y a la mujer encorvada a «la que Satanás tuvo atada por dieciocho años» (Lc 13,10-17), como liberó a otros muchos (Mt 12,28; Mc 3,22-27; Lc 13,16)...

Por eso enseñó a decir en la oración: «Perdónanos nuestras deudas» (Mt 6,12), pues somos deudores de Nuestro Padre, por no haber escuchado Adán «la voz del Señor Dios». Con razón, igualmente el Logos, «Voz del Padre», puede decir al hombre: «Te son perdonados tus pecados» (Mt 9,2; Lc 7,48). Así Aquel, contra quien al principio habíamos pecado, otorgaba finalmente el perdón de los pecados. Pues, ¿cómo habrían podido ser perdonados nuestros pecados realmente, si Aquel, contra quien habíamos pecado, no nos hubiera otorgado el perdón «por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, en las que nos visitó» (Lc 1,78) en su Hijo?... Nadie puede perdonar los pecados sino Dios (Lc 5,21). Cristo «perdonaba y curaba al hombre», porque había recibido del Padre «el poder de perdonar los pecados» (Mt 9,6) por ser Hombre y Dios. Como hombre padecía con nosotros, como Dios tenía misericordia de nosotros y nos perdonaba5.

El perdón es la fuente de un amor más grande; con su gratuidad crea la gratuidad en el pecado perdonado:

Dios fue magnánimo cuando el hombre le abandonó, anticipándose con la victoria que le sería concedida por el Logos. Pues, como permitió que Jonás fuese tragado por el monstruo marino (Jon 2,1-11), no para que pereciera totalmente, sino para que, al ser vomitado (2,11), glorificase más a quien le había otorgado tan inesperada salvación, así desde el principio permitió Dios que el hombre fuese tragado por el gran monstruo, Satanás, autor de la transgresión (Gén 3,1-6.14), no para que pereciera totalmente, pues tenía preparado de antemano el don de la salvación en Quien la realizaría por el signo de Jonás (Mt 12,39-40), sino porque quiso que el hombre pasase por todas las situaciones y gustase el conocimiento de la muerte, para llegar por ella a la resurrección de los muertos (Jn 5,24; Ef 5,14) y experimentar de qué mal había sido librado. Así sería siempre grato al Señor, por haber recibido de El el don de la incorrupción, y le amaría mucho más, pues «ama más aquel a quien más se le perdona» (Lc 7,42-43)6.

El perdón de Dios es oferta gratuita y nunca conquista o derecho merecido del hombre. Por ello, desde el perdón de Dios, el creyente descubre la gravedad de su pecado, como traición al amor de Dios, como infidelidad o adulterio frente a la fidelidad de Dios.

 

2. EL PECADO

La narración del Génesis es la expresión de la experiencia de Israel y de todo hombre. El hombre sabe que su vida es don de la llamada de Dios a la existencia. Sabe que su vida es, desde su origen, vida dialogal. En soledad el hombre no es hombre. El pecado, que interrumpe el diálogo, lleva siempre al hombre a la desnudez, a la necesidad de esconderse, de aislarse, al miedo, a la soledad, a la muerte.

La conciencia de su relación dialogal con Dios, posibilitó a Israel vivir sus transgresiones y pecados en forma original: ante Dios. Y ante la fidelidad inquebrantable de Dios, cada infidelidad, con sus consecuencias de fracaso y muerte, terminaba convirtiéndose en acontecimiento privilegiado de su historia de salvación: en descubrimiento del amor sin medida de Dios. Sólo la Historia de Israel recoge las derrotas y fracasos. Los demás pueblos sólo narran las victorias y triunfos de sus héroes. Así se han extinguido todos los imperios. Desde la derrota no quedaba posibilidad de comenzar de nuevo la historia. En Israel, el reconocimiento del propio pecado y su confesión ante Dios se transformaba siempre en comienzo de una nueva historia, en redescubrimiento de Dios7.

Esta experiencia de la relación dialogal del pueblo con Dios aparece con fuerza singular en los profetas. Oseas hace de su propia vida un sacramento del amor esponsal de Dios y el pueblo (Os 1-3). Dios es el esposo fiel que busca a la esposa que se prostituye reiteradamente con los ídolos. Jeremías, Ezequiel e Isaías prolongan esta misma vivencia en escenas de una vivencia y realismo únicos8.

La historia del pueblo elegido está marcada profundamente por el pecado (Ez 20,7-31; 23,3-49; Sal 106). Ya en Egipto, Israel sirvió a otros dioses (Jos 12,14), se prostituyó con ellos (Ez 23,3.8.19.21.27). Dios lo liberó, sin embargo, «por amor de su nombre» (Ez 20,9) y «porque eterno es su amor» (Sal 106,10-12; Dt 7,8); pero incluso después de la liberación de Egipto, Israel se olvidó de ese amor, «revelándose contra Dios en el mar de las Cañas» (Sal 106,7) y continuamente a lo largo del paso por el desierto (Sal 78,17.40; Ez 20, 13-14.21); también en la tierra reiteradamente se rebeló contra El (Sal 106,43), mereciendo el calificativo de «generación rebelde y malvada» (Sal 78,8), «pueblo de rebeldes» (Ez 2,5-8; 3,9.26-27; 17,12; 24,3; 44,6), que murmura contra Moisés (Ex 15,24; 17,3; Nu 20,3-4; 14,36), contra Aarón (Ex 16,2; Nu 14,2) y contra Yavé mismo (Ex 16,7-9.11; Nu 16,11; Dt 1,27)...

Pero Israel vive el pecado como un drama en el interior de unas relaciones de amor con Dios, relaciones que se rompen por su parte y se recrean por la fuerza creadora del amor de Dios, que le ofrece de nuevo su amor.

La plenitud irrevocable de esta oferta del amor fiel de Dios y su victoria sobre la infidelidad humana aparece en Jesucristo muerto y resucitado. Ante la Cruz de Cristo aparece el pecado en toda su monstruosidad y el amor de Dios en toda su sublimidad. Es la locura y el absurdo frente a la autonomía cerrada del hombre griego, pagano, científico y técnico; y el escándalo frente al juridicismo, legalismo del hombre religioso y fariseo, que busca en sí mismo su justificación.

El hermano mayor no puede comprender la fiesta del perdón ofrecida al hermano menor al regreso de sus orgías despilfarradoras de la herencia del padre (Lc 15,11-32). Como no comprenden el perdón de Jesús a la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,1-11) quienes, con las piedras en las manos hipócritas, intentan cumplir la Ley (Lv 20,10; Dt 22,22-24). En el encuentro a solas con Cristo y la adúltera hallamos la historia, todos los días repetida, entre Dios y nosotros. El «no te condeno» de Jesús es el fruto de su muerte en la cruz por cada uno de nosotros: «La vida que vivo al presente, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). En este «mí» está concentrada toda la profundidad personal del pecado, que hace de contrapunto para valorar la sublimidad del amor y la entrega. Morir por un justo entra en las posibilidades humanas, pero dar la vida por el impío, morir por el perseguidor, por el enemigo, es «la prueba del amor de Dios en Cristo» (Rom 5,7-8).

El pecado confesado se transforma en celebración de las maravillas de Dios. Sin Dios, el hombre no encuentra salida a su culpa. De aquí su intento vano de negarla y autojustificarse con excusas y acusaciones a los demás. Pero su valoración no está en la conquista del amor de sí mismo por la propia absolución, en la que no se puede creer. No es la conquista del amor, sino la acogida del amor la que libera y salva al hombre de su culpa. Sólo cuando escucha de la boca de Dios la palabra del perdón se siente vivo, reconciliado, capaz de comenzar de nuevo la historia.

Aquí radica el drama de nuestro mundo. Hoy, en el mundo y entre algunos llamados cristianos, se ha perdido el sentido del pecado, con lo que se ha agudizado el sentido de culpabilidad. El reconocimiento del pecado lleva a la experiencia de la alegría en el perdón, como vivencia del amor gratuito, el único amor liberador del hombre. La experiencia oculta de culpabilidad, en cambio, se abre cauces oscuros en la existencia humana en forma de tristeza, miedos, desesperación, sensación de absurdo de la vida, náusea de todo, aburrimiento, con todas las expresiones y violencia contra uno mismo y contra los demás: drogadicción y narcotráfico puede ser un ejemplo, suicidios y abortos, otro.

El hombre en soledad, con su fracaso a cuestas, se asfixia y vive bajo los impulsos de autodestrucción. Es la palabra de Judas, que se siente condenado por la ley de sí mismo y se suicida. Le hubiera bastado levantar la mirada a Cristo, como hace Pedro con ojos cargados de lágrimas, para experimentar el perdón y la vida.

Frente a esta situación es preciso anunciar la buena nueva del «perdón de los pecados», que supone el reconocimiento y confesión del propio pecado. La actitud farisea de autojustificación y, consiguiente, condenación de los demás no produce mas que una tapadera del mal, que desde dentro destruye al hombre; en palabras bíblicas, el «sepulcro blanqueado» no impide la corrupción interior.

En la predicación de Jesús el pecado ocupa un lugar central. El se sabe enviado a anunciar la conversión del pecado, a «buscar a los pecadores» (Mc 2,17p), es decir, a «buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10), «hospedándose en su casa» (Lc 19,5-7), «acogiéndolos y comiendo con ellos» (Lc 15,1-2; Mc 2,15-17), «como amigo de pecadores» (Mt 11,19; Lc 7,34).

El pecado se origina en lo más íntimo del hombre, donde el maligno le insinúa e infunde el ansia de ser como Dios, de robar a Dios «el fuego sagrado», en el deseo de autonomía. El pecado para Jesús no es una simple transgresión de las «tradiciones humanas» (Mc 7,8) sobre purificaciones (Mt 15,2-8), ayunos (Mc 2, 18-20) o reposo sabático (Mc 2,23-28;3,1-5). El pecado no es algo exterior al hombre. Tiene sus raíces en el corazón: en el corazón es ahogada la Palabra de Dios (Mc 4,18-19) y «del corazón provienen todos los pecados que manchan al hombre: intenciones malas, fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraudes, libertinaje, envidias, injurias, insolencias, insensateces. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre» (Mc 7,20-23).

Aunque Jesús sabe también que el origen último del pecado no está en el hombre. Los pecadores son, en realidad, «hijos del maligno» (Mt 13,38; Jn 8,38-44). El es el «malvado» (Mt 5,37; 6,13;12,45; Lc 7,21;8,2). El diablo es quien esclaviza al hombre (Lc 13,16); Mc 3,27) y le enfrenta a Dios (Mt 12,28; Lc 11,20); él arrebata la Palabra sembrada en el corazón (Mc 4,4.15) y engaña «siendo mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44), llevando al hombre a la muerte, pues es «homicida desde el principio».

No eres tú el único autor del pecado; también lo es el pésimo consejero: el Diablo. El es su autor y padre del mal, pues «el Diablo peca desde el principio» (Jn 3,8). Antes que él nadie pecaba. Así recibió el nombre por lo que hizo, pues siendo arcángel, por haber «calumniado» (diaballein) fue llamado Diablo (Calumniador)9. De ministro bueno de Dios, se hizo satanás, que significa «adversario»10, que fomenta las pasiones. Por su causa fue arrojado del Paraíso nuestro padre Adán... Pero no desesperemos. Lo terrible es no creer en la conversión. Quien no espera la salvación acumula sin remedio males sobre males; pero el que espera la curación, fácilmente alcanza el perdón. ¡Dios es misericordioso y más potente que nuestro adversario! ¡Dile al médico tu mal! Díselo como David: «Contra mí mismo confesaré mi iniquidad al Señor», y se te aplicará lo que sigue: «Y Tú perdonaste la iniquidad de mi corazón» (Sal 37,19; 31,5). Pecó Adán y Dios, arrojándole del Paraíso, le hizo habitar «frente a él» (Gén 3,24), para que, contemplando de dónde había salido y dónde había caído, se salvara por la penitencia...11.

En definitiva la lucha del Diablo -diaballein = separar, dividir- es por alejar al hombre de Dios. Así lo ve Jesús, que concibe su misión como llamada a conversión, a volver a Dios (Mc 1,15). Jesús ha venido a «reunir a los hijos dispersos de Israel» (Mt 23,37). Los pecadores son como una «dracma perdida», una «oveja perdida» o un «hijo perdido» en un «país lejano», «lejos de la casa del Padre», a quien Jesús busca y acoge (Lc 15,1-32)12.

Es una experiencia común a todos los hombres: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8) y hacemos mentiroso a Dios (1 Jn 1,10) «que constituyó a Jesús víctima de propiciación por los pecados de todos» (1 Jn 2,2); y hacemos vana la muerte de Cristo «que derramó su sangre por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26,28). «Todos pecaron», dirá Pablo y, por tanto, dirá Jesús a Nicodemo: «el que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,3-6).

El pecado sitúa al hombre fuera del diálogo esponsal de Dios, llevándole a experimentar la soledad existencial y la ruptura con la creación de Dios, el mundo y los otros. Todo se vuelve oscuro y hostil. Y esta situación es irreversible para el hombre. Sólo puede encontrar la comunión con la creación y con la historia restableciendo el diálogo con Dios, Creador y Señor de la historia, como ha confesado antes en el Credo. Firme en esta fe, el creyente sabe que con su pecado no ha terminado su vida, aunque sufra las consecuencias de muerte, paga de su pecado. El pecado vivido ante Dios posibilita el comienzo de una nueva vida. Dios Creador puede volverla a crear, «volviendo su rostro al pecador» que se pone ante El como muerto, incapaz de darse la vida. Dios, en su fidelidad misericordiosa, inicia de nuevo con él la historia de salvación.

 

3. PERDON EN LA IGLESIA

El cristiano confiesa «creo en el perdón de los pecados« en el interior de la fe de la Iglesia, en la que ha nacido a la vida cristiana, acogido desde el comienzo gratuitamente, con el perdón de sus pecados, en el Bautismo. Su experiencia primordial, origen de su vida, es la garantía de su recreación continua en el seno de la Iglesia por «las entrañas de misericordia de Dios Padre». «Rajamin», la palabra hebrea que traduce el término misericordia, hace referencia, no a las entrañas o al corazón, sino a la matriz. El perdón misericordioso es renacimiento, recreación.

El perdón de los pecados se da primeramente en el bautismo, gran sacramento de la reconciliación y del renacimiento del hombre pecador. El día de Pentecostés, como manifestación del Espíritu Santo, Pedro anuncia a Jesucristo crucificado como Señor y Cristo; sus oyentes se sienten compungidos de corazón al descubrir la magnitud de su pecado a la luz de la Cruz de Cristo y preguntan a Pedro y a los demás Apóstoles: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Convertíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados y recibiréis el Espíritu Santo» (He 2,37-38).

El bautismo, según el doble simbolismo del agua, nos purifica del pecado, sepultándole (1 Cor 6,11; He 22,16), y nos hace renacer a una nueva vida (Rom 6,1-4; Jn 3,3-5; Tit 3,5; 1 Pe 1,3.23). Nos lava y santifica, nos infunde el don del Espíritu Santo (He 2,38; 1 Cor 12,13), nos hace hijos de Dios, herederos de Dios y coherederos con Cristo (Rom 8,17).

La fe recuerda que hemos recibido el bautismo para el perdón de los pecados en el nombre de Dios Padre, en el nombre de Jesucristo -Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado- y en el nombre del Espíritu Santo de Dios (Mt 28,19), para que vivamos como hijos de Dios13.

La Pascua, fiesta del bautismo, es el momento culminante de la vida de la Iglesia. En su celebración la Iglesia, y cada cristiano, se contempla a sí misma en presencia de Jesucristo, el crucificado y resucitado, como palabra del perdón de Dios, como acontecimiento irrevocable de la reconciliación con Dios Padre, hecho presente en el memorial celebrativo por la acción del Espíritu Santo en el interior de la misma Iglesia. Por ello, desde su miseria, exultante por la misericordia de Dios, canta: «Oh feliz culpa que mereció tan gran Redentor».

El pecado cobra toda su profundidad ante la vivencia del amor grandioso de Dios. El contraste da la dimensión plena al pecado, pero sin ofuscar el amor que es infinitamente más luminoso y esplendente. El pecado, con su tenebrosidad no logra cubrir la luz del amor de Dios, sino que lo realza en plenitud. Por ello podemos cantar la culpa como lente potente para contemplar el amor de Dios.

El pecado se descubre desde el perdón y por ello los cristianos lo confesamos en el Credo: «creo en el perdón de los pecados». El perdón es el don que permite reconocer y confesar nuestro pecado. Donde no hay perdón no puede haber confesión del pecado y, por ello, el pecado -germen de muerte- «permanece» (Jn 9,41). La palabra del perdón, en cambio, lleva a la experiencia gozosa de la conversión.

La reconciliación del perdón llena de alegría a Dios y al pecador perdonado. El pecador implora a Dios que le «devuelva el gozo y la alegría» (Sal 51,10.14). Con «alegría» acoge Zaqueo a Jesús en su casa. Se «alegra» el pastor al encontrar a la oveja perdida y, lleno de gozo, invita a la alegría a «sus amigos y vecinos»; se «alegra» la dueña de la casa al encontrar la dracma perdida y lo celebra con sus amigas y vecinas: ¡Alegraos conmigo! ¡Así se «alegra» Dios y, con El, los ángeles del cielo, por un solo pecador que se convierte! Nada extraño, pues, que al encontrar al hijo perdido «celebre una fiesta con flautas y danzas» (Lc 15). Dios «se complace en que ninguno de los pequeños del Reino se pierda» (Mt 18,14). «Dichoso, pues, el hombre a quien Dios perdona su pecado» (Sal 31,2; Rom 4,8). Por ello quien ha experimentado esta alegría no desea perderla y comprende que el Señor, que perdona, diga: «No peques más» (Jn 8,11).

«Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, la muerte ya no tiene poder sobre El. Su muerte fue un morir al pecado para siempre, mas su vida es un vivir para Dios. Así también vosotros consideraos muertos al pecado y vivos para Dios. Bautizados en una muerte semejante a la suya, muramos al pecado; y resucitados por la subida de las aguas, vivamos para Dios en Cristo Jesús y no muramos más, es decir, no pequemos más, «pues quien peca morirá» (Ez 18,4). Fieles a la profesión hecha en el bautismo, plantados en Cristo y resucitados con El, «no reine el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus apetencias. No ofrezcáis vuestros miembros como armas de injusticia al servicio del pecado. Ofreceos más bien a Dios como muertos devueltos a la vida, y ofreced vuestros miembros como armas de justicia al servicio de Dios» (Rom 6,12-13). «El salario del pecado es la muerte, pero el don gratuito de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 6,23)14.

La conversión va unida a la fe en el Evangelio: es Buena Noticia: Convertíos y creed al Evangelio» (Mc 1,15), predica Jesús y, para que lo mismo se anunciara a todas las naciones, padece la muerte y resucita: «Así está escrito -dice a los apóstoles- que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén» (Lc 24,46-47).

El cristiano renacido en las aguas del bautismo, en su fragilidad, experimenta la necesidad de vivir renaciendo en un segundo y tercer... bautismo. La Iglesia, que sabe que «Dios es rico en misericordia» (Ef 2,4; Ex 34,6), se la ofrece en el sacramento de la Penitencia. San Ambrosio, por ejemplo, decía que en la Iglesia »hay agua y lágrimas: el agua del bautismo y las lágrimas de la penitencia». Y el Concilio Vaticano II, de toda la Iglesia, dice: «Siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» (LG, n. 8).

Concede, oh Cristo, a tus siervos catecúmenos la gracia de conocer la disciplina de la penitencia, aunque después del bautismo no tengan que conocerla ni pedirla. Me repugna mencionar aquí la segunda penitencia. Pues temo que al hablar de ella sugiera que existe todavía un tiempo en que se puede pecar. Que nadie me interprete mal, como si el hecho de haber una puerta abierta a la penitencia después del bautismo, dejase una puerta abierta al pecado. ¡La sobreabundancia de la misericordia de Dios no implica un derecho a la temeridad humana! ¡Que nadie sea menos bueno, porque Dios lo es tanto!... ¡Sin embargo, si alguien incurre en la necesidad de la segunda penitencia, que no se abata ni se abandone a la desesperación! ¡Que se avergüence de haber pecado de nuevo, pero no de levantarse nuevamente! ¿Acaso no dice El: «los que se caen se levantan y si uno se extravía torna?» (Jr 8,4). El «prefiere la misericordia al sacrificio» (Os 6,3; Mt 9,13), pues los cielos y los ángeles se alegran por la conversión del hombre (Lc 15,7.10). ¡Animo, pecador, levántate! ¡Mira dónde hay alegría por tu retomo! La mujer, que perdió una dracma y la busca y la encuentra, invitando a las amigas a alegrarse (Lc 5,8-10), ¿no es paradigma del pecador restaurado? Y el buen Pastor pierde una oveja, pero como la ama más que a todo el rebaño, la busca y, al encontrarla, la carga sobre sus espaldas por haber sufrido mucho en su extravío (Lc 15,3-7). Y el bondadosísimo Padre, que llama a casa a su hijo pródigo y con gusto lo recibe arrepentido tras su indigencia, mata su mejor novillo cebado y -¿por qué no?- celebra su alegría con un banquete: ¡Ha vuelto a encontrar un hijo perdido, siéndole más querido por haberle recuperado! Este es Dios. ¡Nadie como El es tan verdaderamente Padre! (Mt 23,7; Ef 3,14-15). ¡Nadie como El es tan rico en amor paterno! El te acogerá, por tanto, como a hijo propio, aunque hayas malgastado lo que de El recibiste en el bautismo y aunque hayas vuelto desnudo, ¡pero has vuelto!15

La Iglesia, pues, sintiéndose herida por el pecado de sus fieles, les reconcilia con Dios y con ella misma, acompañando al pecador en su camino de conversión con su amor y oración: «los que se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de éste y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual con caridad, con ejemplos y con oraciones les ayuda en su conversión» (LG, n. 11). La Iglesia, que siente en su cuerpo las heridas del pecado de sus miembros, se alegra con su conversión y vive la solicitud de Cristo por los alejados. El pecado de un miembro, es pecado del Cuerpo:

Si un bautizado se entrega a la fornicación, significa que «toma los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta» (1Cor 6,15), incurriendo en el sacrilegio, pues para él está dicho: «¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo de Dios?» (1 Cor 6,19; 3,17). Quien se entrega a la prostitución «peca contra su cuerpo» (1 Cor 6,18), que es templo de Dios y contra el cuerpo de toda la Iglesia, que es el «Cuerpo de Cristo» (Col 1,24)16...

Por ello la Iglesia se preocupa del pecador. No puede quedarse indiferente viéndole caminar por la senda del pecado. El apóstol o pastor que no siente esta solicitud no es fiel a Cristo, el Pastor bueno, que deja las noventa y nueve ovejas y va en busca de la perdida. Orígenes les dice:

Que no se imaginen que pueden decir: «Si el vecino obra mal, ¿a mí qué me importa? Sería igual que si la cabeza dijera a los pies: «¡qué me importa si mis pies están mal y sufren?». Así obran quienes presiden las asambleas de los fieles y no piensan que formamos un solo Cuerpo los creyentes en un solo Dios, Cristo, que nos une y mantiene en la unidad (Col 1,17). Tú, que presides la asamblea, eres el ojo del Cuerpo de Cristo, función que recibiste para mirar en derredor (episcopos), examinando todo y previendo lo que puede suceder. Tú eres el pastor. Ves las ovejas del Señor, inconscientes del peligro, precipitarse hacia el precipicio, ¿y no acudes? ¿No las haces volver? ¿No gritas al menos para detenerlas? ¡Perdiste la memoria hasta el punto de olvidarte del misterio del Señor? El dejó en los cielos noventa y nueve y, por una sola descarriada, descendió sobre la tierra y, encontrada, la cargó sobre sus hombros (Mt 18,12) y se la llevó a los cielos17.

Por ello, como heraldo del Señor, San Ambrosio grita a los pecadores:

¡Volved, pues, a la Iglesia si alguno de vosotros se separó impíamente de ella! ¡Cristo promete el perdón a todos los que vuelven a ella!, pues está escrito: «Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo» (Jl 3,5; He 2,21; Rom 10,13) ¡Tenemos un Señor bueno que quiere perdonar a todos! Si quieres ser justificado, confiesa tu culpa. La humilde confesión de los pecados desata los nudos de las faltas. ¿Te avergüenza hacer esto en la Iglesia? ¿Te repugna suplicar a Dios y obtener el auxilio de la santa asamblea que suplica por ti, y esto allí donde no hay motivo alguno de vergüenza sino el de no confesar los propios pecados, puesto que todos somos pecadores, precisamente allí donde merece mayor alabanza quien es más humilde, más sincero, más despreciable a los propios ojos? ¡Llore por ti la madre Iglesia y lave tus culpas con sus lágrimas! ¡Te vea Cristo inmerso en el dolor y diga: «Bienaventurados los que lloráis, porque gozaréis» (Lc 6.21); El se alegra de que muchos lloren por uno solo. Conmovido por las lágrimas de una viuda, le resucitó el hijo, porque todos lloraban por ella (Lc 7,12-13)18.

Esta palabra del perdón, que lleva a la conversión, se hace presencia viva en la Iglesia por la acción vivificante del Espíritu Santo, que nos recrea de la muerte, como esperanza y garantía de resurrección. Quien resucita nuestros cuerpos de pecado «resucitará también nuestros cuerpos mortales por el Espíritu que habita en nosotros» (Rom 8,11)19.

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1. TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilía X 20.

2. SAN AMBROSIO, De Poenitentia I 1-90.

3. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis II 1-III 1-16. Cfr. SAN AGUSTIN, De Fide et Symbolo X 21-22; Sermón 213,9.

4. SAN BASILIO, Homilía sobre la penitencia: PG 31, 1475-1488.

5. SAN IRENEO, Adversus Haereses IV 27,2; V 17,1-3. 

6. SAN IRENEO, Adversus Haereses, 111 20,1-2.

7. Cfr. en modo particular el libro de los Jueces.

8. Jr 2-3,5; 4,1-4; 31,33; Ez 16; 23; Is 50,1; 54; 62,1-5.

9. El Diablo acusa, calumniando a Dios (Gén 3,1-5; Mt 4,3) y a los hombres (Job 1,6-10; 2,1-6; Zac 3,1; Ap 12,10) siendo, por ello, llamado Diablo «por acusar a Dios ante los hombres y a los hombres ante Dios»: SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilía I: De Diabolo Tentatore 11,2; SAN ISIDORO, Etimologías VIII 11,18.

10. Así ORIGENES, Contra Celso VI,44; SAN BASILIO, Homilía IX 9; SAN JUAN CRISOSTOMO, In 2Cor Homilía XXVI 2.

11. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis II 1-20.

12. Cfr. S. SABUGAL, Abba... La oración del Señor, Madrid 1985, con amplios comentarios a la petición: «perdónanos nuestras deudas».

13. SAN IRENEO, Exposición, 3.

14. SAN BASILIO, De Baptismo 12.

15. TERTULIANO, De Poenitencia 6-8.

16. ORIGENE.S, In Nu Homilía X 1; In Jos Homilía V 6.

17. ORIGENES, In Gén Homilía IX 3; XIII 2; SAN CIRILO, Catequesis IV 24; SAN HILARIO, In MatheumXVIII 6.

18. SAN AMBROSIO, De Poenitentia II.

19. J.M. MUJICA URDANGARIN, Creo en el perdón de los pecados, en El Credo de los cristianos, o.c., p.150-161.