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LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

 

LA IGLESIA MISTERIO DE COMUNIÓN

El primer fruto de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia es la comunión de los santos, que confesamos en el Credo Apostólico. El Catecismo Romano dirá que «la comunión de los santos es una nueva explicación del concepto mismo de la Iglesia una, santa y católica. La unidad del Espíritu, que anima y gobierna, hace que cuanto posee la Iglesia sea poseído comúnmente por cuantos la integran. El fruto de los sacramentos, sobre todo el bautismo y la Eucaristía, produce de modo especialísimo esa comunión»1.

La «communio sanctorum»,empezó a proclamarse en la profesión de fe en el siglo IV2. La fórmula latina implica una riqueza, que no recoge la traducción española. «Sanctorum», como neutro, se refiere a lo santo, a las cosas santas; y, como masculino, se refiere a los santos. Integrando los dos aspectos, podemos decir que «la comunión en las cosas santas crea la comunión de los santos», la Iglesia como «congregación de los santos»:

Después de confesar la fe en la bienaventurada Trinidad, confiesas creer en la Santa Iglesia católica, la cual no es otra cosa que «la congregación de todos los santos». Pues desde el principio del mundo, tanto los patriarcas como Abraham, Isaac y Jacob, tanto los profetas como los Apóstoles, los mártires y todos los demás justos que existieron, existen y existirán forman una Iglesia; pues, santificados por una fe y trato, han sido designados por un Espíritu para formar un Cuerpo (Ef 4,4), del que Cristo es la Cabeza. Más aún, incluso los ángeles, las virtudes y las potestades celestes están unidas a esta única Iglesia, pues el Apóstol nos enseña que «en Cristo fueron reconciliadas todas las cosas, no sólo las de la tierra, sino también las del cielo» (Col 1,20). Cree, por tanto, que conseguirás la comunión de los santos en esta única Iglesia: la Iglesia católica, constituida en todo el orbe de la tierra y cuya comunión debes retener firmemente3.

La Iglesia, en su ser, es misterio de comunión. Y su existencia está marcada por la comunión. En la vida de cada comunidad eclesial, la comunión es la clave de su autenticidad y de su fecundidad misionera. Desde sus orígenes, la comunidad cristiana primitiva se ha distinguido porque «los creyentes eran constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la koinonía, en la fracción del pan y en las oraciones» (He 2,42)4. En la DIDAJE o Doctrina de los doce Apóstoles leemos en relación a la Eucaristía:

Respecto a la Acción de gracias, lo haréis de esta manera, primero sobre el cáliz:

«Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David, la que nos diste a conocer por medio de tu siervo Jesús. A Ti sea la gloria por los siglos». Luego sobre el fragmento de pan: «Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos manifestaste por medio de tu siervo Jesús. A Ti sea la gloria por los siglos. Como este fragmento estaba disperso por los montes y después, al ser reunido, se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder por Jesucristo eternamente»5.

La comunión de los creyentes «en un mismo espíritu, en la alegría de la fe y sencillez de corazón» (He 2,46)6, se vive en la comunión de la mesa de la Palabra, de la mesa de la Eucaristía y de la mesa del pan compartido con alegría, «teniendo todo en común» (He 2,44). Es la comunión del Evangelio y de todos los bienes recibidos de Dios en Jesucristo, hallados en la comunidad eclesial. Esta experiencia se repetirá en todas las nuevas comunidades, como nos refieren los Hechos de los Apóstoles: «Al oír esto los gentiles se alegraron y se pusieron a glorificar la Palabra del Señor..., quedando los discípulos llenos de gozo y del Espíritu Santo» (He 13,48.52). El carcelero de Pablo y Silas, con su familia, escuchan la Palabra de Dios, se bautizan él y toda su casa. Entonces «lleva a Pablo y Silas a su casa, les preparó la mesa y se alegró con toda su familia de haber creído en Dios» (He 16,29-34)...

Frente a las divisiones de los hombres -judío y gentil, bárbaro y romano, amo y esclavo, hombre y mujer-, la fe en Cristo hace surgir un hombre nuevo (Rom 10,12; 1 Cor 12,13; Gál 3,28), que vence las barreras de separación, experimentando la comunión gratuita en Cristo, es decir, viviendo la comunión eclesial, fruto de compartir con los hermanos la filiación de Dios, la fe, la Palabra y la Eucaristía.

Cimentados en la fe, los fieles se sienten hermanos, al celebrar la victoria de Cristo sobre la muerte, que con su miedo les tenía divididos (Heb 2,14); cantan con una sola voz y un solo corazón las maravillas de Dios y venden sus bienes para prolongar la comunión en toda su vida (He 4,32). Esta comunión de vida y bienes abraza, no sólo a los hermanos de la propia comunidad, sino a todas las comunidades: «Ahora voy a Jerusalén para socorrer a los santos de allí, pues los de Macedonia y Acaya han tenido a bien hacer una colecta en favor de los pobres de entre los santos de Jerusalén. Lo han tenido a bien, y con razón, pues si, como gentiles, han participado en los bienes espirituales de ellos, es justo que les sirvan con sus bienes materiales» (Rom 15,25-27).

Como las ovejas de diverso color fueron la recompensa de Jacob (Gén 30,32), la recompensa de Cristo son los hombres que, provenientes de diversas y varias naciones, se reúnen en la única grey, la Iglesia, tal como se lo había prometido el Padre: «Pídemelo y te daré en herencia las naciones y por dominio los extremos de la tierra» (Sal 2,8)7.

La comunión de bienes es fruto del amor de Dios experimentado en el perdón de los pecados, en el don de su Palabra, en la unidad en el cuerpo y sangre de Cristo y en el amor entrañable del Espíritu Santo. Si no se da este amor «dar todos los bienes» no sirve de nada (1 Cor 13,3). Esta comunión de los santos, este amor y unidad de los hermanos, en su visibilidad, hace a la Iglesia «sacramento, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG, n. 1).

La comunión de los santos es el antídoto y el contrapeso a la dispersión babilónica; testimonia una solidaridad humana y divina tan maravillosa que le es imposible a un ser humano no sentirse vinculado a todos los demás, en cualquier época y dondequiera que vivan. El más pequeño de nuestros actos repercute en profundidades infinitas y eleva a todos, vivos y muertos. (L. Bloy).

Esta comunión de santos penetra todos los aspectos de la vida de la Iglesia. Esta comunión de los fieles, que partici pan del misterio de Dios en una misma fe y una misma liturgia, es una comunión jerárquica, que une a toda la asamblea en torno a los apóstoles, que trasmiten la fe y presiden la celebración, presbíteros y obispos en comunión con el Papa. Es una comunión temporal y escatológica: se funda en la fe recibida de los apóstoles, que se vive ya en la celebración y vida presente, abierta a la consumación en el Reino, donde cesará el signo, pero quedando la realidad de la comunión en la unidad y amor de los salvados con Cristo, en el Espíritu, cuando «Dios será todo en todo».

 

2. COMUNION EN LAS COSAS SANTAS

La comunión en lo santo, -koinonía ton hagion-, es lo primero que confiesa la fe del Símbolo Apostólico: la participación de los creyentes en las cosas santas, especialmente en la Palabra y en la Eucaristía.

Yavé, Dios de la historia, ha entrado en comunión con su Pueblo a través de la Palabra y de la Ley, con las que se comunica para sellar «su alianza» con el Pueblo. La comunión con Dios, el Santo, no es, pues, obra del hombre. No son sus ritos, ofrendas, magia, cosas o lugares sagrados los que alcanzan la comunión con Dios. Es el mismo Dios quien ha decidido romper la distancia que le separa del hombre y entrar en comunión con él, «participando, en Jesucristo, de la carne y de la sangre del hombre» (Heb 2,14).

Esta comunión de Dios, en Cristo, con nuestra carne y sangre humanas nos ha abierto el acceso a la comunión con Dios por medio de la «carne y sangre» de Jesucristo, pudiendo llegar a «ser partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4). Pues «en la fidelidad de Dios hemos sido llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1 Cor 1,9).

Nuestro Señor Jesús puede ser designado Cristo de tres modos. El primero, en cuanto Dios, coeterno al Padre; el segundo, en cuanto, por la asunción de la carne, es Dios y Hombre; y el tercer modo es, en cuanto Cristo total en la plenitud de la Iglesia, es decir, Cabeza y Cuerpo, como «Varón perfecto» (Ef 4,13), del que somos miembros. Este tercer modo es, pues, el Cristo total según la Iglesia, es decir, Cabeza y Cuerpo, pues la Cabeza y el Cuerpo constituyen el único Cristo. Claramente lo afirma el Apóstol: «Los dos se harán una sola carne» (Gén 2,24) y precisa: «Gran sacramento es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,31-32). Como el Esposo y la Esposa, así la Cabeza y el Cuerpo: porque «la cabeza de la mujer es el hombre» (1 Cor 11,3). Ya diga, pues, Cabeza y Cuerpo o Esposo y Esposa, entendemos una sola cosa ...La Cabeza es aquel Hombre que nació de la Virgen María... El Cuerpo de esta Cabeza es la Iglesia. No sólo la que está aquí, sino la extendida por toda la tierra; no sólo la de ahora, sino la que existió desde Abel hasta los que, mientras llega el fin del mundo, han de nacer y creer en Cristo, es decir, todo el pueblo de los santos, que pertenece a una Ciudad, la cual es el Cuerpo de Cristo, cuya Cabeza es El mismo. De ella son también conciudadanos nuestros los ángeles, con la diferencia que nosotros peregrinamos, mientras ellos esperan en la Ciudad nuestra llegada8.

Esta koinonía con Cristo se expresa en la aceptación de su Palabra, en el seguimiento de su camino por la cruz hacia el Padre, incorporándonos a su muerte para participar de su resurrección y de su gloria. Es lo que manifiesta San Pablo en tantas formas: «vivir en Cristo», «sufrir con Cristo», « crucificados con Cristo», «sepultados con Cristo», «resucitados con Cristo», «glorificados con Cristo», «Reinar con Cristo», «coherederos con Cristo», y hasta «sentados con Cristo a la derecha del Padre»". Toda la existencia cristiana es comunión de vida y de muerte, de camino y de esperanza con Cristo. La primera comunión en lo santo es, pues, «participación de la santidad de Dios», en Cristo Jesús.

La fe en Cristo nos lleva a la comunión con Cristo en la Iglesia. Cuando la fe languidece, Cristo se adormece y el cristiano, abandonado a sus fuerzas, corre el peligro de ser abatido por la tormentas de la vida, siendo arrastrado por la agitación de las tentaciones del mundo. Vivir la comunión con Cristo es no adormecerse ni dejarlo dormir. San Agustín contempla así la comunión de la Iglesia, arraigada en la fe en Cristo y en el amor fraterno. Comentando la primera carta de Juan (2,9;3,15) concluye que Cristo se duerme en quien rompe la comunión con el hermano, por el odio, quedando en las tinieblas y a merced de la agitación del mar:

A esto (1 Jn 2,9; 3,15) se refiere también aquello que habéis oído en el Evangelio: «La barca estaba en peligro y Jesús dormía» (Lc 8,23). Navegamos, en efecto, a través de un lago y no faltan ni viento ni tempestades; nuestra barca está allí y la invaden las tentaciones cotidianas de este mundo. Y, ¿cuál es la causa de esto, sino que Jesús duerme? Si Jesús no durmiera en ti, no sufrirías estas borrascas, sino que tendrías bonanza en tu interior, pues Jesús velaría contigo. Y, ¿que significa que Jesús duerme? Tu fe en Jesús se ha adormecido. Se levantan las tempestades de este lago, ves triunfar a los malvados y a los buenos que se debaten entre angustias: es la tentación, es la oleada. Y tu alma dice: Oh, Dios, ¿así es tu justicia, que los malvados triunfen y que los fieles se debatan entre angustias? Dices tú a Dios: ¿Es precisamente esta tu justicia? Y Dios te responde: ¿Esta es tu fe? ¿Son estas las cosas que te he prometido? ¿Te has hecho cristiano con el fin de triunfar en este mundo? ¿Te atormentas porque aquí triunfan los malvados, que luego serán atormentados por el diablo? ¿Por qué dices todo esto? ¿Que es lo que hace que te espanten los oleajes del lago? Que Jesús duerme, es decir, que tu fe en Jesús se ha adormecido en tu corazón. ¿Qué hacer para ser liberado? Despierta a Jesús y dile: «Maestro, estamos perdidos». La vicisitudes del lago se agitan: estamos perdidos. El se despertará, es decir, volverá a ti la fe; y, a su luz, verás que todos los éxitos que ahora alcanzan los malvados no perdurarán: de hecho, o los abandonan en vida o ellos los abandonarán cuando mueran. En cambio, lo que a ti te está prometido permanecerá para siempre. Lo que se les concede temporalmente, pronto lo perderán. Triunfan y florecen en verdad como flores de heno. «Toda carne es heno y toda su gloria como flor de heno. Secóse el heno y se cayó la flor; más la palabra del Señor permanece siempre» (Is 40,6-8; 1 Pe 1,24-25). Vuelve, pues, las espaldas a esto que cae y dirige tu mirada a lo que permanece. Si Cristo se despierta, la borrasca no agitará ya tu corazón, las olas no invadirán tu barca; porque tu fe manda a los vientos y a las olas y el peligro pasará10.

Juan, no ofrece al cristiano los éxitos del mundo, sino que nos comunica «la Palabra de vida» (1 Jn 1,1) para que participemos con él «en la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1,3-4)11. Esta comunión se realiza visiblemente en la Eucaristía: «La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso la comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo» (1 Cor 10,16-17).

La comunión de los santos, dirá J. Ratzinger, alude en primer lugar a la comunión eucarística; el cuerpo del Señor une en una Iglesia a la comunidad esparcida por todo el mundo. Consiguientemente, la palabra sanctorum no se refiere a las personas, sino a los dones santos, a lo santo que Dios concede a la Iglesia en su celebración eucarística, como auténtico lazo de unidad. La Iglesia se define, pues, por su culto litúrgico como participación en el banquete en torno al Resucitado que la congrega y la une en todo lugar.

Allí donde la comunidad se reúne y celebra a su Señor, los fieles, unidos entre sí, «comulgan con Cristo» y, al participar de vida y de su muerte, hacen pascua con El hacia el Padre. Por ello los creyentes en Cristo, reunidos en asamblea, celebran siempre el memorial del misterio pascual de Cristo y, de este modo, lo actualizan, haciéndose partícipes de él, entrando en comunión con él. Así los cristianos viven el misterio de la comunión con Dios.

Esta koinonía con Dios es don y fruto del Espíritu Santo en la Iglesia. Pablo se lo desea a los corintios, en el saludo final, con la fórmula de ayer y de hoy en la liturgia de la Iglesia: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con vosotros» (2 Cor 13,13). A esta comunión en el Espíritu, como lo más santo, se apela Pablo en su llamada a la unidad de los filipenses (Flp 2,1).

A la Iglesia fue confiado por el Señor «el Don de Dios» (Jn 4,10; He 8,20) para que, participando de El, sus miembros sean vivificados. En ella fue depositada la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, arra de incorrupción (Ef 1,14; 2 Cor 1,22), confirmación de nuestra fe (Col 2,7) y escala de nuestro ascenso a Dios (Gén 28,12)12.

 

3. COMUNION DE LOS SANTOS

La comunión en lo santo nos une a los creyentes en la comunión de los santos. La comunión en las cosas santas crea la comunión de los santos: las personas unidas y santificadas por el don santo de Dios. La Iglesia es, pues, la comunidad que vive la comunión de la mesa eucarística, la comunidad de fieles que experimenta la comunión entre ellos a raíz del banquete eucarístico.

El cáliz de la bendición es la comunión con la sangre de Cristo; y el pan que partimos es la comunión con el cuerpo de Cristo. El pan es uno y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan (1 Cor 10,16-17).

En la comunión de los santos vivimos la comunión con Jesucristo (1 Cor 1,9), la comunión en el Espíritu Santo (Filp 2,1; 2 Cor 13,13), la comunión con el Padre y el Hijo (1 Jn 1,3.6), la comunión en el sufrimiento (Filp 3,10) y en el consuelo (2 Cor 1,5.7) y la comunión en la gloria futura (1 Pe 1,4; Heb 12,22-23). Esta comunión se manifiesta en la comunión de unos con otros (1 Jn 1,7).

El Don Santo de Dios -no tiene otro- es el Espíritu Santo. Con este Don nos colma de dones santos, pero todos para la edificación de la comunión entre los creyentes, para la edificación de la Iglesia. Todos los dones del Espíritu están destinados a crear la comunión eclesial en la comunidad de los creyentes (1 Cor 12-14).

El Espíritu Santo crea la comunión entre los cristianos, introduciéndolos en el misterio de la comunión del Padre y del Hijo, de la que El es expresión. El Espíritu Santo es el misterio de la comunión divina y eterna del Padre y el Hijo. En esa comunión nos introduce el Espíritu Santo (1 Jn 1,3; Jn 10,30; 16,15; 17,11.21-23). Esta es la base y el fundamento de la comunión de los cristianos, de los santos.

Donde están los Tres, es decir, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, allí está la Iglesia, que es el cuerpo de los Tres13.

La Iglesia es una misteriosa extensión de la Trinidad en el tiempo, que no solamente nos prepara a la vida unitiva, sino que nos hace ya partícipes de ella. Proviene de la Trinidad y está llena de la Trinidad14.

Sólo porque Dios es comunión y, en Cristo, por el Espíritu Santo, entramos en comunión con El, podemos confesar nuestra fe en la comunión de los santos: «Si estamos en comunión con Dios... estamos en comunión unos con otros» (1 Jn 6-7). Sólo la comunión con Dios puede ofrecer un fundamento firme a la unión entre los cristianos. Los otros intentos de comunidad se quedan en intentos de comunión; en realidad dejan a cada miembro en soledad o lo reducen a parte anónima de la colectividad, a número o cosa. Comunión de amor en libertad personal es posible sólo en el Espíritu de Dios15.

De esta comunión nacen los lazos del afecto entre los hermanos, «porque el amor de Dios ha sido derramado en sus corazones por el Espíritu Santo que han recibido» (Rom 5,5); por ello «no se cansan de hacer el bien, especialmente a los hermanos en la fe» (Gál 6,10), «siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor y unos mismos sentimientos, considerando a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás» (Filp 2,1ss)... Este es el amor que han recibido de Cristo y el que, en Cristo, viven sus discípulos día a día en su fragilidad: «En cuanto a vosotros, que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos, como es nuestro amor para con vosotros, para que se consoliden vuestros corazones con santidad irreprochable ante Dios, nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos los santos» (1 Tes 3,12-13). Quien ha sido amado puede, a su vez, amar: «Amemos, porque El nos amó primero» (1 Jn 4,19)16.

La comunión con Dios, en el amor de Cristo, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, se explicita en la comunidad de los creyentes, que celebra su fe y viven en el amor mutuo su existencia. El amor a Dios se explicita en el amor fraterno (1 Jn 4,20-21). La fe en Dios lleva a creerse los unos a los otros. Esperar en Dios significa también esperar y confiar en los otros, a quienes Dios ama y posibilita la conversión al amor (1 Cor 13,4-7).

 

4. COMUNION CON LA IGLESIA CELESTE

La comunión de los santos supera las distancias de lugar y de tiempo. En la profesión de fe confesamos la comunión con los creyentes esparcidos por todo el orbe, la comunión de las Iglesias en comunión con el Papa. Pero confesamos también que la comunión de los santos supera los limites de la muerte y del tiempo, uniendo a quienes han recibido en todos los tiempos el Espíritu y su poder único y vivificante: une la Iglesia peregrina con la Iglesia triunfante en el Reino de los cielos. En la Eucaristía podemos cantar unidos -asamblea terrestre y asamblea celeste- el mismo canto: «¡Santo, Santo, Santo!».

Es en la liturgia donde vivimos plenamente la comunión con la Iglesia celeste, porque en ella, junto con todos los ángeles y santos, celebramos la alabanza de la gloria de Dios y nuestra salvación (SC, n. 104)

Nuestra unión con la Iglesia celestial se realiza de modo excelente cuando en la liturgia, en la cual la virtud del Espíritu Santo obra en nosotros por los signos sacramentales, celebramos juntos con alegría fraterna la alabanza de la divina Majestad, y todos los redimidos por la sangre de Cristo de toda tribu, lengua, pueblo y nación (Ap 5,9), congregados en una misma Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza al Dios Uno y Trino. Al celebrar, pues, el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial en una misma comunión (LG, n. 50).

Por Jesús, el Salvador, en quien se cumplen las promesas del Padre, y mediante el Espíritu que actualiza e impulsa en la historia la salvación a su plenitud final, la Iglesia supera todas las distancias. Allí donde los cristianos celebran su salvación en Eucaristía exultante se hacen presentes todos los fieles del mundo, los vivos y «los que nos precedieron en la fe y se durmieron en la esperanza de la resurrección», los santos del cielo, que gozan del Señor: «María, la Virgen Madre de Dios, los apóstoles y los mártires, y todos los santos, por cuya intercesión confiamos compartir la vida eterna y cantar las alabanzas del Señor», en «su Reino donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de su gloria», «junto con toda la creación libre ya del pecado y de la muerte». (Plegarias Eucarísticas).

Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de todos sus ángeles (Mt 25,31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas (1 Cor 15,26-27), algunos entre sus discípulos peregrinan en la tierra, otros, ya muertos, se purifican, mientras otros están glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es; mas todos, aunque en grados y modos distintos, estamos unidos en caridad fraterna y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios. Porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu crecen juntos y en El se unen entre sí, formando una sola Iglesia (Ef 4,16). Así que la unión de los peregrinantes con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de bienes espirituales. Y, estando los bienaventurados más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ensalzan el culto que ella ofrece a Dios en la tierra y contribuyen de múltiples formas a su mayor edificación (1 Cor 12,12-27). Pues, habiendo sido ya recibidos en la patria y hallándose en la presencia del Señor (2 Cor 5,8), por El, con El y en El no cesan de interceder17 por nosotros ante el Padre. (LG, n. 49).

La Iglesia peregrina, desde los primeros tiempos del cristianismo, reconoció esta comunión del Cuerpo de Cristo y conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos y ofreció sufragios por ellos (2 Mac 12,46). Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos están íntimamente unidos: a ellos junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos Ángeles veneró con peculiar afecto e imploró su intercesión... Veneramos la memoria de los santos del cielo para que la unión de la Iglesia en el Espíritu sea corroborada (Ef 4,1-6). Porque así como la comunión entre los peregrinos por la tierra nos acerca a Cristo, así la comunión con los santos nos une con Cristo, de quien procede como de Fuente y Cabeza toda la gracia y vida del mismo Pueblo de Dios. (LG, n. 50).

La comunión de los santos la vivimos más allá de la muerte también con los hermanos que aún están purificándose, por quienes intercedemos ante el Padre. La comunión eclesial se prolonga más allá de la muerte, continuando la purificación de sus fieles, «en camino hacia el juez» (Mt 25,26), como defiende San Cipriano contra los rigoristas. La unión eclesial de cada cristiano no se interrumpe en el umbral de la muerte. Los miembros de un mismo Cuerpo siguen «sufriendo los unos por los otros y recibiendo los unos de los otros, preocupándose los unos de los otros» (1 Cor 12,25-26).

El límite de división no es la muerte, sino el estar con Cristo o contra Cristo (Filp 1,21). Los santos interceden por sus hermanos que viven aún en la tierra y los vivos interceden por sus hermanos que se purifican en el Purgatorio. El fundamento de nuestra comunión es Cristo, en la construcción de la Iglesia y en la vida de cada cristiano:

Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto: Jesucristo. Y si uno construye sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día, que ha de revelarse por el fuego. Aquel, cuya obra construida sobre el cimiento resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. El, no obstante, quedará a salvo, como quien pasa a través del fuego (1 Cor 3,11-15).

El purgatorio adquiere su sentido estrictamente cristiano, si se entiende que el mismo Señor Jesucristo es el fuego purificador, que cambia al hombre, haciéndolo «conforme» a su cuerpo glorificado (Rom 8,29; Filp 3,21). El es la fuerza purificadora, que acrisola nuestro corazón cerrado, para que pueda insertarse en su Cuerpo resucitado. El corazón del hombre, al adentrarse en el fuego del Señor, sale de sí mismo, siendo purificado para que Cristo le presente al Padre.

El purgatorio es el proceso necesario de transformación del hombre para poder unirse totalmente a Cristo y entrar en la presencia o visión de Dios -«sólo los limpios de corazón gozan de la bienaventuranza de la visión de Dios» (Mt 5,8)-. El purgatorio es, pues, el triunfo de la gracia por encima de los limites de la muerte. Es la gracia, fuego devorador del amor de Dios, que quema «el heno, la madera y la paja» de las obras de nuestra débil fe. El encuentro con el Señor es precisamente esa transformación, el fuego que acrisola al hombre hasta hacerlo imagen suya en todo semejante a El, libre de toda escoria. Así Jesucristo puede presentar al Padre la «comunión de los santos», su Cuerpo glorioso, la «Iglesia resplandeciente sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada» (Ef 5,27; 2 Cor 11,2; Col 1,22), «engalanada con vestiduras de lino, que son las buenas acciones de los santos» (Ap 19,8;21, 2.9-11):

Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Así todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu (2 Cor 3,17-18)18.

El Espíritu Santo, comunión eterna del Padre y del Hijo, ya en la tierra, en la celebración nos introduce en el misterio de la comunión de Dios junto con todos los salvados por Cristo. En la Sión celeste, por la que suspiraban los padres (Heb 11,10.16), en torno a Cristo triunfante, nos reuniremos con los ángeles también los cristianos (Lc 10,20; St 1,18), que Cristo ha santificado y perfeccionado (Heb 10,14; 11,40):

Acercándonos al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, asamblea de los innumerables ángeles, congregación de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a las almas de los justos que han llegado a su consumación, y a Jesús, Mediador de la nueva alianza (Heb 12,22-24).

Participando todos de la misma salvación del único Salvador y del único Espíritu, que obra todo en todos, los fieles se transmiten mutuamente santidad y vida eterna. A través de la plegaria se establece, por tanto, un misterioso intercambio de vida entre todos.

Ante todo, el Doctor de la paz y Maestro de la unidad no quiso que hiciéramos una oración individual y privada, de modo que cada cual rogara sólo por sí mismo: «Padre mío, que estás en los cielos», ni «dame hoy mi pan de cada día», ni pedimos el perdón de las ofensas sólo para cada uno de nosotros, ni pedimos para cada uno en particular que no caigamos en la tentación y que nos libre del mal. Nuestra oración es pública y común, y cuando oramos lo hacemos no por uno solo, sino por todo el pueblo, ya que todo el pueblo somos como uno solo. El Dios de la paz y el Maestro de la comunión, que nos enseñó la unidad, quiso que orásemos cada uno por todos, del mismo modo que El incluyó a todos los hombres en su persona19.

Vivir la comunión de los santos es vivir la existencia como don de Dios, el amor como fruto del Espíritu Santo en el cuerpo eclesial de Cristo. Es, pues, salir del círculo cerrado del egoísmo, que traza el miedo a la muerte, y vivir con los demás y para los demás. Vivir es convivir, recibiendo vida de los otros y dando la vida por los demás. Se gana la vida dándola y se pierde guardándola para uno mismo (Mc 8,35).

Así la comunión es la celebración festiva del triunfo del amor sobre la muerte. Haciendo memorial de la muerte pascual de Cristo, celebramos, en el beso fraterno de la paz, la victoria de la resurrección, cantando con los santos y los ángeles el canto nuevo de los redimidos por el Cordero, en la esperanza gozosa de sentarnos en el banquete eterno «con Abraham, Isaac y Jacob y todos los profetas, y los que vendrán de Oriente y de Occidente, del norte y del sur, para ponerse a la mesa en el Reino de Dios» (Lc 13,28-29).

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1. CATECISMO ROMANO, I,9,1-27.

2. De aquí que falten los comentarios directos de este artículo en los Santos Padres de los cuatro primeros siglos.

3. NICETAS DE REMESIANA, Explanatio Symboli 10.

4. Cfr. R. BLAZQUEZ, La Iglesia del Concilio Vaticano II, Salamanca 1988, p. 55-78.

5. Didaje, cap. 9,1.

6. He 8,8.39; 13,48.52; 16,34; Lc 1,14; Rom 15,13; Filp 1,4.

7. SAN IRENEO, Adversus Haereses IV,23,1.

8. SAN AGUSTIN, In Joan 21,8; Sermón 341; Enarr in Ps 127,3...

9. Cfr Rom 6,4-8; 8,18; 2Cor 7,3; Gál 2,19; Col 2,12-13; Ef 2,5-6; 2Tim 2,2...

10. SAN AGUSTIN, Enarratio in Psalmum XXV 4.

11. Jn 14,20; 15,1-6; 17,11.20-26; 1Jn 2,5-6.24.27; 3,6.24; 4,12-16...

12. SAN IRENEO, Adversas Haereses III 24,1.

13. TERTULIANO, De Baptismo VI.

14. H. de LUBAC, Paradosso e mistero della Chiesa, Milán 1979, p.25.

15. Cfr. X. PIKAZA IBARRONDO, Creo en la comunión de los santos, en El credo de los cristianos, o.c., p. 134-149.

16. Habría que leer toda la primera carta de San Juan.

17. SAN AGUSTIN, Enarr. in Ps 85,24; SAN JERONIMO, Liber contra Vigilantium 6; SANTO TOMAS, In 4, Sent.d.45 q.3 a 2.; SAN BUENAVENTURA, In 4 Sent. d.45 a.3 q.2...

18. Cfr. J. RATZINGER, Escatología, Barcelona 1980, p. 204-216, con sus referencias patrísticas.

19. SAN CIPRIANO, Sobre la oración del Señor, c.8-9.

EMILIANO JIMÉNEZ
EL CREDO, SÍMBOLO DE LA FE DE LA IGLESIA
Ediciones EGA, Bilbao 1992, págs. 171-183