LA ORACIÓN, UN DESAFÍO PERMANENTE



Dos cuestiones previas

1. ¿Es demasiado individualista la oración?

La oración es la plegaria más personal, la plegaria "en el secreto" (Mt 
6, 6: Pero tú, cuando quieras rezar, entra en la habitación más retirada, 
cierra la puerta y eleva tu plegaria al Padre, que está en lo más 
secreto"). Podríamos definirla como un cara a cara silencioso con Dios, 
para adorarle y dejarse manejar por él.
Este encuentro en un nivel muy profundo puede ser la fuente de 
todas las otras plegarias individuales y de toda oración en común. 
Cuanto más nos interiorizamos, más nos convierte la oración en seres 
acogedores e interpelados, capaces de aportar mucho a la oración 
comunitaria: liturgia, grupos de oración, rosario, etc. Es en lo más 
profundo de 
nosotros mismos donde nos comunicamos de verdad con los demás y donde podemos 
realizar con ellos algo realmente rico y verdadero.
Tanto si la hacemos solos («en lo secreto"), como si la hacemos con los demás bajo 
forma de "oración silenciosa", la oración no es nunca un ejercicio de separación. Es ésta 
una observación verdaderamente importante para una pareja o para una comunidad 
religiosa. Lejos de marginar al que ora, es para él comunión en sí mismo con los demás, y 
predispone a todas las comuniones restantes.
El temor de perder al otro o de vernos perdidos por él, cuando cada uno va a Dios por su 
lado, puede nacer de una falsa idea de nuestras relaciones con Dios. Si perdemos a los 
demás por ir hacia Dios, es que no vamos hacia Dios, sino que nos buscamos a nosotros 
mismos. Y entonces lo que hay que cuestionar no es la oración, sino la verdad de nuestra 
oración.
En realidad, cuanto más somos de Dios, más somos de los demás, puesto que Dios es 
el que nos hace existir más y por el que nos convertimos en amor. Lo que constituye el 
valor de un grupo y le da sentido no es el que sean dos o sean muchos, sino la fuerza de 
vida de interioridad y de amor de cada uno de los miembros. Aquí está la explicación de la 
paradoja: aparentemente muy individualista, la oración es la mejor formación comunitaria. 

2. ¿Dónde encontrar tiempo?
Muchos sueñan con hacer oración, pero chocan con el problema del tiempo. ¿Treinta 
minutos de aislamiento cada mañana? ¡Con la vida que yo llevo! 
Hablando por propia experiencia (¡también yo me he quejado de la falta de tiempo!), creo 
posible afirmar que se plantea mal el problema cuando se comienza por la cuestión tiempo. 
La primera pregunta, la más fundamental, no es la de "cómo encontrar tiempo", sino la de 
"cómo encontrar el amor", es decir, el hambre de Dios, el deseo de contar con Dios toda 
nuestra vida, la de "cómo conseguir amar la oración como camino hacia Dios". Cuando 
amamos la oración, encontramos sitio para ella.
Y ese sitio seguramente lo encontraréis. Y encontraréis también entonces el estilo de 
vuestra oración, el tiempo que dedicarle, la manera de enfrentar con ella vuestros 
combates. Voy a intentar señalizar un poco el camino, pero tiemblo ante la idea de deciros 
algo que pueda encerraros en vosotros mismos o asustaros. Os ruego que sigáis siendo 
libres. Nos movemos constantemente en el terreno de la experiencia, y me gustaría que esa 
experiencia, la mía y la de quienes han querido comunicarme la suya os dejen abiertos, 
acogedores, pero libres (¡perdonad que insista en ello!) para inventar por vuestra cuenta 
vuestros propios caminos de oración. Y quizás algo que no suela llamarse oración, pero 
que será de todos modos vuestro propio camino de aventuraros con Dios. ¿Qué más podría 
desearos para daros más hambre de él?
Con esta esperanza he creído conveniente que el recorrido de los tres capítulos de que 
consta el librito se dividan en tres etapas: la ruptura, el hambre, la cita. 


1
La ruptura 

1. Ruptura en la vertical
Uno que había intentado hacer oración, pero que no la practicaba, me decía: "Me falta 
esa ruptura; ahora vivo hundiendo las narices en la vida, pero sin reflexionar en ella, sin 
rezarla, sin calmarla".
Ruptura. Hace tiempo que me choca esta palabra, porque realmente la oración es 
fundamentalmente una ruptura con el nerviosismo externo e interno, con el tono habitual de 
nuestros pensamientos y de nuestros diálogos. 
Pero el error, que provoca no pocos estropicios, consiste en que no se realiza esa 
ruptura más que en la horizontal. Siguiendo como somos, es decir, quedándonos en el 
balcón de nuestra vida y en medio de las mil cosas que tenemos que hacer, decidimos 
además hacer un poco de oración. No hay una verdadera ruptura. O por lo menos, se trata 
de una ruptura demasiado débil. Situamos en el plano horizontal este acto de oración 
delante de unas cosas y detrás de otras. Seguimos siendo los mismos que procedemos a 
calentar el café y que nos ponemos a orar. Pero si no hay más que una ruptura horizontal, 
una simple sucesión de actos realizados en un idéntico nivel de conciencia, quizás se haya 
hecho un esfuerzo para orar, pero probablemente no hay oración.
La oración es ante todo una ruptura en la vertical. Se trata de sumergirse en otro nivel 
de vida. Aunque no se haga más que eso, ya se ha hecho casi todo. Y si eso no se hace, 
no se entra en la oración, a no ser que Dios ­que puede actuar en nosotros cuando quiere y 
como quiere­ nos coja para realizar él mismo esa ruptura.
Normalmente, es a nosotros a los que toca sumergirnos en nuestra profundidad. Porque 
se trata de eso: de realizar una ruptura que nos convierta durante el tiempo de la oración en 
un ser en profundidad, en su profundidad. Más que de una zambullida fácil, suele tratarse 
de una operación lenta y obstinada.

2. Retirarse del balcón 
De ordinario vivimos en la periferia de nosotros mismos, en el balcón. Seguramente 
comprendéis lo que quiero deciros con esta imagen. Nos asomamos a ese sitio en el que el 
mundo exterior puede alcanzarnos con sus latigazos, en donde no podemos mantener más 
que breves contactos de curiosidad, de utilidad, de placer o de disgusto. Esta captación 
superficial de la vida nos mantiene en la exterioridad, en la dispersión, acogiendo todas 
esas cosas que hay que vivir aprisa. Todo ello es excelente en la medida en que demuestra 
que seguimos viviendo, que deseamos aprovechar la vida. Pero hay que ver cómo la 
aprovechamos. Y cómo todo ese oleaje se mezcla con otro oleaje, esta vez interior y sin 
embargo bastante tumultuoso. Es que vivimos "en el balcón" de cara a nuestro propio 
interior, por así decirlo, ante el brotar incesante de nuestros pensamientos y de nuestros 
sentimientos. 
Continuamente estamos acogiendo y rumiando cosas, pero pocas voces nos 
sumergimos en el centro de nosotros mismos. Y es ése precisamente el viaje interior que la 
oración nos propone: retirarnos ante todo de la acogida ordinaria de la vida, retirarnos 
luego de nuestro rumiar habitual para llegar al centro interior en donde volvemos a entrar 
en contacto con la misma vida, con el mismo Dios, con las mismas relaciones con los otros, 
pero en una especie de "trasfondo" de todo ello, en una captación silenciosa, interna y 
unificada.
Esta presencia a nosotros mismos, a menudo muy fugitiva, pero que se consigue a 
veces prolongar, es el primer signo de una verdadera ruptura en la vertical, de una entrada 
posible en oración. Generalmente es fruto de nuestro esfuerzo, pero puede ser una gracia 
del Señor, que nos sumerge de pronto en nuestra profundidad.

3. Abrirnos a la Presencia, despertando nuestra fe
Sólo en esa profundidad es como podemos abrirnos a la Presencia de Dios y hacernos 
por completo acogida de Dios. Hablo otra vez de acogida, porque vivir es acoger. Pero 
también en ella ­y es la segunda señal­ podemos medir la ruptura, la diferencia con lo que 
vivimos de ordinario. A veces, después de una mala acogida, hemos de reconocer: "¡No era 
yo mismo!" En la oración es donde somos nosotros mismos todo lo que podemos. Es una 
experiencia bastante extraordinaria de despertar, una sacudida de todo lo que está 
habitualmente dormido dentro de nosotros. Nos sentimos con toda una omnipotencia de 
acogida, con toda una virginidad de acogida. Sin rumiar ya nada, sin que nada nos estorbe, 
estamos en el presente puro, en donde brota nuestra vida, que puede llegar a serlo todo. A 
veces hablamos de "vivir el presente"; es cosa rara y difícil; pero la oración es una de esas 
captaciones del presente.
En esta captación, en esta presencia a nosotros mismos, en este pleno despertar de 
todo nuestro ser y de nuestra fe, acogemos la Presencia, nos abrimos a la Presencia.
Cada uno de nosotros da un nombre distinto a la Presencia: Jesucristo, el Padre, el 
Señor, el Espíritu, la Trinidad, Dios. Los orientales dirían: la Vida, el Mar. Moisés diría: el 
Fuego. Adán diría: el Paso. Elías diría: la Brisa. El nombre importa menos que la realidad: 
Dios está allí!
La Presencia está siempre presente; somos nosotros los que estamos poco presentes a 
nosotros mismos y al Señor. San Agustín, lamentándose de la ausencia de Dios, recibe 
interiormente esta palabra: Tecum eram, sed mecum non eras: "yo estaba contigo, pero tú 
no estabas conmigo". Cuando los salmos o nuestro corazón nos muevan a llamar a Dios 
"¡Ven!", es en realidad un grito que lanzamos a nosotros mismos: "¡Ven a la Presencia!" 
Tenemos que despertarnos a Aquel que está ahí. Este despertar es esencial si deseamos 
seguir viviendo mucho más con él. La oración densifica nuestra atención a Dios, nos 
acostumbra a Dios...
Se trata entonces de un entrenamiento en la vida atenta. Nunca como en la oración 
estamos tan presentes a nuestros hermanos e incluso a la persona que más amamos. La 
oración es profundamente fraternal en la medida en que nos despierta a nuestras 
presencias.
He hablado del despertar pleno de nuestra fe. Desconfío de la inflación de las palabras, 
y por eso he dudado ante la palabra "pleno". Pero hay que llegar hasta allí: la oración vale 
lo que vale una fe totalmente despertada.
Nuestra fe está generalmente dormida. La ponemos prácticamente en reserva de 
nuestra vida real: en el congelador, por así decirlo, para cuando tengamos que utilizarla. 
Desde luego, nos gustaría vivir de fe, vivir la fe, pero no solemos ir más allá del deseo. 
Pienso en la respiración del hata-yoga, en la que descubrimos nuestra minúscula 
respiración habitual y lo que podría ser una gran respiración. Así, en la oración, la fe puede 
finalmente respirar, desplegarse, hacerse actividad interna para abrirnos totalmente a la 
Presencia. Entonces, decir "Dios", o Jesús", o "Padre", es a veces toda la oración. O 
solamente pensar que Jesús está vivo. O que Dios nos ama. Es verdad! "Comprobamos" 
hasta qué punto es esto verdad. Una fe despierta nos ofrece, por así decirlo, el meollo de 
las cosas, que ordinariamente pensamos y decimos de manera demasiado abstracta.
No vemos a Dios. No lo oímos. No lo tocamos. ¡Un amor extraño ése que no puede 
captar! ¡Pero no! "Mi fe ­me decía Nana Mouskouri­ es mi mano para tocar a Dios». Y 
Jesús repetía: "¡Si pudierais creer!" Sin la fe bien despierta, la oración sería un peso 
lamentable; pasaríamos diez o treinta minutos metidos en nuestro cine interior. El tercer 
signo de una ruptura en vertical, de una entrada en la oración, es el despertar de nuestra fe 
para acceder a la Presencia y mantenernos en ella.

4. Acudir a una cita de amor 
Hay una verdadera ruptura, en el momento de la oración, si no nos quedamos en 
nuestro clima habitual de obligaciones que nos hace decir: "Tengo que hacer esto y 
aquello; y además tengo que hacer oración". No, el único movimiento que puede 
arrastrarnos a la oración y mantener su duración, su frecuencia, es un movimiento que tiene 
poco que ver con la obligación: "Acudo a una cita de amor. Estoy en una cita de amor".
Perdonadme que insista, pero conozco a muchos cristianos generosos que quieren, 
desde luego, fríamente, imponerse la obligación de orar y, una vez tomada esta decisión, 
sólo se preocupan de los métodos. Es previsible el fracaso. En este caso la obligación no 
puede ser más que un impulso amoroso; los métodos no pueden ser más que invenciones o 
expresiones del amor. Finalmente, la ruptura que más marca a una verdadera oración es 
ese impulso único que conocen todos los enamorados: ir al amado, saber que estará allí y 
que yo estaré plenamente con él, en una presencia de amor. Las ganas de hacer oración 
nacen de esta realidad deslumbrante: Dios nos ama y nosotros podemos amarlo a él.
Si no se va a la oración como a una cita de amor, si no se permanece en ella como en 
una cita de amor, se hace cualquier otra cosa menos oración.
Espero que a nadie se le ocurra pensar aquí en grandes latidos de corazón; estamos en 
la fe. Y esa fe puede ser cálida y brillante, o también fría y mortecina; poco importa; basta 
con que esté despierta; entonces nos dice a Dios, o mejor dicho, Dios se dice en ella. Así 
es como crece todo amor: por el conocimiento. La fe en ejercicio es nuestro descubrimiento 
de Dios, nuestra petición de amor a Dios: "Date a conocer más, para que te ame más". 
Creo que sería bastante extraño que intentásemos vivir algo con Dios sin esas citas de 
fe y de amor; quizás veamos mejor ahora de qué se está hablando cuando se dice "hacer 
oración". Una inmersión en nuestra profundidad, un despertar intenso de nuestra fe a la 
Presencia, una cita de amor en la que crecerá ese amor para el que estamos hechos. 
¿Quién no siente deseos de intentar esa ruptura provisional con la vida cotidiana para 
vivirla luego mejor al vivirla con Dios?
Porque no se deja a Dios al salir de la oración. Su mayor beneficio es que, después de 
habernos dado treinta intensos minutos con él, nos abre luego a lo largo de todo el día a 
otra Presencia: trabajar juntos, tratar con él, algún que otro guiñarse el ojo...
Sin embargo, esta oración, que puede hasta tal punto cambiar la vida del creyente, hace 
vacilar a muchos; muchos la intentan y la abandonan, o no hacen de veras oración. ¿Por 
qué? Es una cuestión que me he planteado muchas veces. Por mí y por los demás. Hasta 
el día en que vi mejor que era preciso realizar una especie de giro en la manera de tomar 
nuestra vida. 


2
El hambre

1. Lo mismo que cuando se instala un estudiante...
¿Qué es lo que suele ocurrir en la vida de un creyente? Se dice: "Existe Dios. Tengo 
que dejarle sitio en mi vida". Intentamos instalar a Dios y, por tanto, dar un sitio a la oración 
en nuestra vida, lo mismo que cuando hay que instalar a un estudiante, preparando una 
habitación en una casa que ya está llena. 
También nuestra vida está llena. Cuando con muchos apuros, en algún rincón, logramos 
instalar allí nuestro deseo de orar, es en el fondo la vida la que intentará orar, la que 
buscará dejar un sitio a nuestra preocupación por Dios. Estamos lejos de la oración-amor, 
¡de la invasión del amor! Se impone entonces un giro.
Este giro consiste en descubrir que es el hambre de Dios lo que debería dirigir nuestra 
vida.
Siento tener que lanzar aquí tan aprisa esta afirmación y tener que seguir adelante. 
Tendríamos que meditarla hasta que explotase en una verdad-sol: el hambre de Dios tiene 
que dirigir mi vida. 
Los salmos gritan esta hambre, esta sed: 

Tengo sed de Dios, del Dios vivo. 
Dios, Dios mío, te busco; tengo sed de ti.

¿Por qué aberración se han dividido los creyentes en monjes ­los únicos que tendrían 
esa hambre­ y en laicos ­que primero tendrían que ocuparse de su vida para dejar luego un 
sitio respetable a Dios­? Cuando le dejamos a Dios tan sólo un sitio, ¡ya no es Dios!Y esto 
vale no sólo para el monje, sino para cualquier hombre nacido de Dios y que vaya hacia 
Dios. 
Todos hemos sido creados por Dios, por el mismo título, para vivir ya este mundo su 
amor y para avanzar día tras día por un inimaginable camino de amor. Todos lo sabemos 
muy bien; pero la vida cotidiana apaga la verdad y la llamada de estas cosas. Son ellas las 
que deberían dirigirlo todo, pero acaban siendo tan sólo una preocupación más entre otras. 
El "¿me he dejado seducir por Dios?" de los profetas, el "¿me he dejado coger por Cristo?" 
de san Pablo, se convierte en: "¿Rezo bastante? ¿Hago bien los diez minutos de oración?" 
Y entonces, los diez o los treinta minutos corren el riesgo de no ser más que una nueva 
obligación, añadida a otras muchas y muy pronto rechazada por esas otras.
Preguntarse por la oración no es preguntarse si podremos meter algo más en nuestra 
jornada tan apretada, sino reflexionar en el sentido global que queremos darle a nuestra 
vida. Perdonad que me entretenga en estos prenotandos, pero si el deseo de hacer oración 
no es ante todo la revolución de una vida que finalmente se sitúa en relación con Dios 
como es debido, solamente se estará jugando a hacer oración y pasar el rato. El problema 
no es realmente: ¿oración o no oración? El problema es: ¿Dios o no Dios? 
Está en juego toda nuestra vida. No tenemos más que una vida para amar a Dios en la 
fe y en medio de la noche, a costa de profundas sacudidas. Son capitales los diez, los 
veinte, los treinta minutos de oración si son esa sacudida obstinada que nos orienta 
continuamente hacia la plenitud para la que estamos hechos.

2. Retomar nuestra vida
Creo que hemos llegado en nuestra reflexión al momento en que la oración no tiene que 
parecernos ya una cosa entre muchas otras, sino como un tomar toda nuestra vida para 
volver a situarla bajo el sol de Dios. 
La vida actual, tan agitada y superinformatizada como ha llegado a ser, corre el riesgo 
de convertirnos en espectadores pasivos e inertes que se dejan llevar de acción en acción, 
de suceso en suceso, sin tener la posibilidad de reaccionar como es debido. Vivimos en un 
sentimiento de continua añoranza de un mañana en el que podamos ser más responsables, 
más contemplativos, más creativos. Y sentimos que se nos va escapando el dominio sobre 
nosotros mismos.
La oración nos devuelve ese dominio, frenando un poco la vida y acostumbrándonos así 
a juzgar mejor de lo que ocurre.
"María ­dice el evangelio­ meditaba estas cosas en su corazón». Y el hijo pródigo "entró 
dentro de sí mismo". ¿Imágenes caducas de una época en que todo se vivía más 
lentamente? ¿Posibilidad reservada a los jubilados o a los indolentes? No, la oración es la 
oportunidad actual de nuestras vidas actuales, tan llenas y tan irrefrenables, tan cortadas a 
trozos y tan poco atentas. Optar por la oración no es optar por cambiar nuestra vida, sino 
por vivirla de otro modo, entrando dentro de nosotros mismos y frenándola, para ver un 
poco mejor lo que estamos haciendo, para simplificar tantas cosas que la estorban y para 
encontrarnos con los otros en un nivel más profundo.

3. ¿Oración o compromiso?
ORA/COMPROMISO: De todas formas hay que evitar aquí una trampa. Podríais sacar 
la impresión de que os estoy invitando a un repliegue individualista: "¡Qué bien se está 
contigo, Señor de las mañanas serenas!» Eso sería una seudo-oración. Si se busca a Dios 
para escapar de algo que haya que vivir con los demás y para los demás, sólo se 
conseguirá encerrarse uno un poco más en sí mismo. Y Dios no está allí. Dios no puede 
estar más que donde un hombre le pide vivir hasta el máximo todo lo que tiene que vivir.
Las imágenes pueden resultar engañosas. "Retirarse del balcón", "entrar en sí mismo": 
este vocabulario de la interiorización no debe recibirse como un vocabulario de repliegue 
contra la dureza de la vida, o incluso contra la invasión de la vida. ¡Y desde luego que hay 
que dejarse invadir! La oración no es la construcción de un muro de Berlín entre la vida y 
nosotros, sino el medio para poder acogerlo todo con mayor energía.
La visión enormemente falsa de un refugio en Dios que permitiera ahorrarse el 
compromiso fraterno y el coraje, justifica ciertas reticencias frente a la oración e incluso 
frente a cualquier tipo de plegaria.
Un señor de 74 años, que ha organizado un club para la tercera edad, me contaba su 
conversación con una señora, en plena forma a pesar de sus 80 años. Ella, al escuchar 
todo lo que le decía de las personas de aquel club, le dijo conmovida: Rezaré por todos 
ustedes». El le replicó: "Preferiría que viniera usted a participar en nuestras actividades".
Podría entonces perfilarse un dilema que me pone los pelos de punta: "¿Oración o 
compromiso? ¿Rezar o actuar?" Se trata de una cuestión puramente teórica, ya que en el 
terreno concreto descubrimos enseguida que la oración realmente practicada lleva al 
compromiso fraterno. ¿Y qué persona auténticamente comprometida e infatigablemente 
fraternal ha rechazado alguna vez la oración o cualquier otra inmersión en Dios?
El distanciamiento necesario respecto a la vida en la oración no es ni mucho menos 
miedo a la vida o desdén por ella, sino la forma de cobrar nuevo impulso hacia ella. Pienso 
en la postura del za-zen, que se designa como postura del león. Poned un león en vuestra 
vida; poned en ella la oración. Cada vez me encuentro con más personas que confiesan 
que no hacen todo lo que deberían y podrían hacer. Vemos cómo se va extendiendo una 
especie de enfermedad de la decisión: se prefiere contemporizar y discutir hasta el infinito 
más bien que decidir. Pero la vida no puede ser intensa, si no es a costa de decisiones. El 
evangelio está lleno de invitaciones a la decisión: "Caminad ­dice Jesús­ mientras tengáis 
luz" (Jn 12, 35).
La oración devuelve esa luz y esa fuerza que impulsan a caminar, a decidir, a 
reaccionar, a no dejarse llevar por la vida, sobre todo en lo que tiene de adormecedora. Un 
hombre, una mujer, que emprenden el camino de la oración me hacen pensar en uno que 
se despierta: ¡todos somos una "bella durmiente del bosque!"
Recordemos una experiencia corriente. Acabo de estar charlando con Luis. Nos hemos 
quedado en la superficie de las cosas, sin encontrarnos de veras. Formado en la oración, 
habría tenido mayor oportunidad para interiorizar enseguida, para descender a mi propia 
profundidad y despertar la profundidad de Luis. Y entonces, ¡cómo nos habríamos 
encontrado! ¡cómo nos habríamos escuchado mutuamente!
Al repasar lo que acabo de escribir de este despertar y de esta fuerza de vida por medio 
de la oración, tengo miedo de que todo ello os haga pensar en un cuento de hadas. 
¿Realmente es tan prometedora la oración? Y no sé responder más que esto: "¡Probadlo!" 



3
La cita

1. Lo mejor que podemos hacer en este caso es comenzar bien
¿En qué consiste la oración? ¿qué ocurre en ella? ¿qué es lo que hemos de hacer? ¿Y 
qué es lo que hará Dios?
Sobre el papel de Dios en este encuentro nos dan alguna luz sus revelaciones en la 
Biblia; de ellas podemos deducir qué es lo que le gusta y qué es lo que hace. Otros datos 
nos vienen de los autores espirituales que describen su propia oración. Pero de estas 
cosas hay que hablar con una infinita discreción. Lo podemos ponernos al lado de Dios y 
decir detalladamente: va a hacer esto o aquello. El es Dios; es libertad suprema, y su 
acción siempre nos resultará desconcertante en su amplitud y en el humor de aquella 
declaración suya: "¡Vuestros caminos, está claro, no son mis caminos!"
Así pues, hablaré de nuestro papel sobre todo, con el riesgo de falsear entonces la 
verdad misma de la oración, ya que cuanto mayor es el papel de Dios, mayor es también la 
oración. Me gustaría que tuvierais siempre presente esta afirmación capital que podría 
quedar difuminada en las descripciones que voy a hacer de nuestra propia actividad. 
Pues bien, llega entonces el momento de nuestro coraje. Quizás os sorprenda esta 
palabra. ¿Se necesita coraje para acudir a una cita de amor? Sí, en todos los amores hay 
momentos para el coraje, para el esfuerzo de la voluntad. Lo sabéis tan bien o mejor que 
yo. Sobre todo cuando se trata de esa relación tan misteriosa que se establece con Dios: 
un amor sin ojos y sin voz, en lo invisible, en el que las horas de dura sequedad se suceden 
con las horas de impulso. Para no ser inconstante, demasiado ligada a los humores, la 
oración necesita muchas voces ser valiente, tener coraje: "¡Yo quiero esta oración!" 
¿Nuestro coraje? Decidirse a ello y luego hacer todo lo posible por ponerse "en estado 
de oración", por realizar la ruptura con la vertical, por hacerse atento y acogedor de una 
acción de Dios. Lo mejor que podemos hacer en este caso es comenzar bien. Luego, a lo 
largo de la oración, también se necesitará un nuevo coraje, pero bastante distinto, cuando 
llegue la hora de los combates humillantes: luchar contra la somnolencia (¿verdad que sí?), 
o contra el nerviosismo, soportar la acumulación de distracciones. .
El despegue, aunque haya sido laborioso, adquiere colores de triunfo. Tengo ganas de 
hacer esta oración, o por lo menos quiero hacerla de verdad; me siento despierto, virgen 
todavía de distracciones; puedo jugar mi partida a fondo. Es algo que vale la pena apreciar 
para que precisamente el comienzo de mi oración sea una hermosa plenitud. Es mi ofrenda, 
mi ofertorio, el pan que aporto, para que el Señor lo convierta en verdadera oración. 
Este comienzo tan importante y que depende tanto de mí es, según una expresión 
tradicional muy significativa, "ponerse en presencia de Dios". Puede descomponerse en 
tres actos: decisión de hacer oración, ceremonial de ruptura y acto de fe en Dios presente.
En primer lugar, me decido a hacer oración. Evidentemente, se trata de un acto inútil 
cuando todo va bien, cuando sentimos tal hambre de Dios que anhelamos acudir a su cita. 
Pero a veces hay que renovar vigorosamente esta. decisión. El sinsabor, el cansancio, un 
horario recargado, y nos encontramos dispuestos a medias, con el peligro de Vivir mal una 
oración mal comenzada. Y entonces tenemos que alertarnos a tiempo con una decisión 
clara: "Quiero hacer oración; buscaré tu Presencia; aquí estoy para eso y para nada más. 
Señor, te entrego este tiempo con toda mi alma".
En segundo lugar, hay que realizar un ceremonial de ruptura. Es el segundo acto, 
siempre necesario según creo, que se presenta como una especie de ceremonial de 
ruptura material, corporal, con lo que estábamos haciendo inmediatamente antes. No 
"echarse" a la oración ni muellemente, ni con nerviosismos, ni ­¡mucho peor!­ 
maquinalmente. Así es como moriría toda oración y toda plegaria, incluso antes de nacer. 
Así no se está con Dios; así seguimos con nosotros mismos, empecinados en nuestros 
pensamientos y en nuestras preocupaciones sin haber roto con ellos. 
Se trata de crear el clima de una cita de amor. ¡Y de una cita de amor con Dios! Y eso 
exige paz, nobleza de actitud y de corazón. La descortesía con Dios no supone desde luego 
amor, sino inconsciencia. Es el evangelio el que nos dicta el esfuerzo que hemos de realizar 
por complacerle: la pureza de corazón. "Bienaventurados los limpios de corazón, porque 
verán a Dios". Desprendimiento de todo lo que pudiera ser una pantalla entre él y nosotros, 
sobre todo de cualquier postura antifraternal y de toda preocupación que en ese momento y 
para nosotros fuera mayor que Dios. Son cosas que ocurren. Y un breve acto penitencial, 
como reacción, no será entonces ciertamente inoportuno. 
Y entonces, lo más tranquilamente posible, llevamos a cabo las rupturas: retirarse del 
balcón, desprenderse de la vida exterior y de nuestro tumulto interior. Bajar dentro de uno 
mismo. Si esta imagen no nos gusta, escoger otra imagen de retorno al centro, al corazón. 
Para esta inmersión, para este viaje interior, nada mejor que los antiguos métodos, 
recogidos actualmente con colorido... oriental.
Ponernos de pie, quizás con los brazos y las manos en actitud de ofrenda o de espera. 
Quizás (repito "quizás", porque todo tiene que experimentarse y escogerse muy 
personalmente), una Ienta genuflexión, una gran señal de la cruz. Esta intervención noble 
del cuerpo, estos gestos lentos y conscientes desatan nuestro nerviosismo y nos sitúan en 
los espacios interiores de la oración. Crean un clima de paz y de despertar en un silencio 
de espera muy particular.
Pueden también utilizarse oraciones mentales cortas, lentas, repetidas. Por ejemplo: "Si 
supieras el don de Dios, acudirías a su fuente". ¡Beber en la fuente! En este estado de 
corazón y de cuerpo, escogemos la actitud que vamos a mantener durante la oración. Esto 
depende de cada uno: de rodillas, sentado en la silla, en cuclillas, echado en tierra... Poco 
importa, con tal que sea una actitud noble, clara, expresiva. Sin contracciones, para 
favorecer la respiración. Sobre todo, no hay que confundir la oración con la mortificación: 
¡la vigilancia mental será ya bastante mortificante! Pero tampoco hundirse en un sillón. 
Personalmente, me ayuda mucho la postura za-zen sobre el cojín en el suelo. Cuando me 
siento demasiado cansado (¡o anquilosado!) para tomar correctamente esta postura, 
conservo lo esencial: la columna vertebral bien recta, utilizando una silla, ¡pero no 
cómoda!
En tercer lugar, después de este ceremonial de ruptura, hago un acto de fe en Dios 
presente. Es el acto esencial de entrada en la oración. En este punto son muy distintos los 
temperamentos. Si soy una persona visual, necesitaré una especie de "visión de Dios», que 
sacaré de los grandes textos bíblicos, como la visión de Isaías, su Sanctus (Is 6, 1-8). O la 
visión de Moisés, de la zarza ardiendo (Ex 3, 1-ó), o el famoso paso del Señor en la brisa 
ligera de Elías (1 Re 19, 8-13), o el recuerdo del hijo pródigo con la visión del Padre tan 
maravillosamente amante (Lc 15, 17-20), o la desconcertante promesa de Jesús: "Si uno 
me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará; vendremos a él y pondremos en él 
nuestra morada" (Jn 14, 23), o el prólogo de la primera carta de Juan: "¡Hemos 
contemplado la Vida eterna!", ¡y era Jesús! O el Apocalipsis: "Estoy a la puerta y llamo; si 
uno escucha mi voz y abre la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3, 20). 
No hay que sentir miedo de evolucionar, de cambiar; puede ser muy bueno para luchar 
contra la rutina. Yo tengo mi período de "imágenes". Y luego mi periodo de "plegaria para 
entrar en oración»; la mejor creo que es la célebre plegaria de sor Isabel de la Trinidad; 
pero quizás sea más conveniente que cada uno componga su propia plegaria, no dudando 
luego de modificarla, de alargarla o de recortarla. Como ejemplo, os presento mi plegaria en 
estos momentos (¡versión larga!): 

Plegaria para entrar en oración 
Trinidad santa 
quiero esta oración con todas mis fuerzas, 
pero como tú la quieres. 
Abreme a tu Presencia.
Dame ojos interiores para mirarte 
Tú estás ahí y yo aquí, 
en una cita de amor. 
Tú estás en mí y yo en ti. 
Tranquilo, recogido, retirado del balcón,
al otro lado de las cosas,
hundido en mi profundidad. 
Tú estás ahí y yo aquí, 
en una cita de amor. 
Lo aguardo todo de ti. 
En el gran despertar de mi fe 
y en el impulso hacia tu vida de amor.
Si aguardo el Amor, 
yo seré amor 
y despertaré al amor. 
Tú estás ahí y yo aquí, 
acogiendo tu acción transformante. 
Atento a la unión. 
Cuando estoy unido a ti, 
lo tengo todo, 
puedo pedirlo todo 
y puedo vivirlo todo. 
Tú estás ahí y yo aquí 
escuchando al Espíritu, 
en el amor incondicional a mis hermanos, 
en la fuerza de vivir 
y en el gozo. 

Seguramente habéis observado cómo en esta plegaria multiplico los actos de fe y los 
esfuerzos de unión. Un día intentaba hacer oración en medio de mil dificultades contra la 
caridad fraterna, añadí lo del esfuerzo de amor incondicional. Nunca estamos con Dios sin 
nuestros hermanos. 
A vosotros os toca construir poco a poco vuestra propia plegaria, buscando qué es lo 
que os pone en presencia de Dios. El está siempre ahí. Todo lo que pueda hacer que 
tomemos conciencia de esa Presencia es bueno. De hecho, la oración es eso: buscar la 
Presencia por medio de la fe.
Insisto en la naturaleza de esta fe. No se trata de querer "sentir" la presencia de Dios. En 
este terreno las ilusiones son numerosas y casi imposibles de desarraigar. Dios puede 
conceder, sobre todo al principio, algunas gracias sensibles. Pero la oración es 
normalmente un ejercicio de fe pura, desnuda. Está más allá de lo que se siente o de lo que 
se razona. Sabemos que Dios está ahí, sin que sintamos nada. Amamos sin que el corazón 
palpite. Sólo deseamos una cosa, pero con toda la fuerza de nuestra fe: vivir un momento 
con Dios, tal como a él le guste, tanto si estamos fríos o calientes, secos o inundados de 
ideas y de sentimientos.

2. Permanecer ante Dios
Quizás pasemos todo el tiempo de la oración intentando ponernos en presencia de Dios, 
tranquilizarnos, ennobleciendo nuestra actitud o nuestro espíritu, despertando difícilmente 
nuestra fe. Eso es ya oración. Y oración de la buena, que Dios mira con amor y admiración: 
"Nunca he visto tanta fe", decía Jesús (Lc 7, 9). 
Si hemos entrado enseguida, la oración consistirá en permanecer en el umbral de la 
Presencia. ¡Pero cuidado! Pronto nos llegará la tentación de emprender otra cosa: una 
lectura espiritual, un examen, una meditación, etc. Todo eso es bueno. Pero no es la 
oración. Si queremos ver nuestra vida transformada por la oración, hemos de hacer 
oración. Es una verdad de Perogrullo; sin embargo, oigo a menudo criticas contra la oración 
por parte de algunos cristianos que dicen que eso no marcha..., sin haberlo intentado. 
Irresistiblemente, transforman la oración en otro género más de plegaria. ¿Y por qué? No 
voy a decir que la oración tenga que estar por encima de todo, pero si deseáis practicar 
verdaderamente la oración, hay que saber lo que es y lo que no es.
La oración es una cita de amor con Dios. Sólo eso, pero intensamente eso. Sentirse feliz 
de pasar unos momentos con él. De una forma tan consciente que precisamente ese 
esfuerzo por estar presente a él es lo que constituye la oración: sentirse feliz de estar 
juntos.
"Estar juntos": nada más y nada menos; es lo que define toda cita de amor. Lo sabemos 
muy bien; y podemos preguntarnos por qué en nuestro amor a Dios nos olvidamos a veces 
de este puro encuentro. Yo he comprendido mejor lo que es la oración al ver cómo una 
mujer y un hombre que se aman se sienten dichosos sencillamente por el hecho de estar 
juntos. 
No hay que perderse en consideraciones sobre nosotros mismos o sobre Dios, sino 
permanecer unos momentos bajo su sol, en su amor, ofreciéndole el nuestro, acogiendo lo 
que él quiera darnos, esta mañana, con sus luces, sus fuerzas, o simplemente (pero 
siempre de acuerdo) en paz, fruto típico de la oración.
Si se aceptan estas características de la verdadera oración, se comprende enseguida 
­por haberlo experimentado­ por qué y cómo nos cambia la oración. Cuatro cosas pueden 
modificarnos profundamente: nuestros actos fraternales, nuestra tarea humana, los 
sacramentos y la oración. ¡Pero cuántas veces, a propósito de la evolución espiritual por la 
oración, he chocado con el escepticismo y con el desánimo! 
Esto debe provenir en parte del misterio tan oculto de esta transformación. Se ve la 
alegría del hermano al que he intentado amar; se ven los resultados de una tarea creadora; 
se puede saber cómo actúan los sacramentos, aun cuando en este punto no sea pequeño 
el escepticismo. Pero ¿qué ver y qué saber de la acción de Dios durante los treinta minutos 
de nuestra oración? 

3. Dios actúa
Lo seguro es que, si me mantengo presente a la Presencia, Dios actuará. Y también es 
seguro que yo tengo igualmente necesidad de actuar. Saber hacer oración consiste en eso, 
en la aportación justa de mi acción, a la vez discreta e intensa. Su misión es tan sólo 
disponerme para la acción de Dios. Pero se trata de algo muy importante, de algo capital: 
actuar para no actuar, actuar para que Dios actúe.
Ponerse bajo el sol de Dios" es una imagen un tanto falsa, como todas las imágenes. El 
tomar un baño de sol puede dejarle a uno muy pasivo. Por el contrario, mantenerse bajo el 
sol de Dios implica la movilización de todas nuestras fuerzas de atención. "Estar 
verdaderamente allí", mantenerse en la Presencia durante treinta minutos o una hora es, a 
veces, tan exigente qué sin fe y sin amor la oración sería tan sólo un quehacer 
insoportable. A menudo me dicen: "Yo no puedo seguir así, inactivo, con el espíritu vacío. 
Por otra parte, no durará mucho ese vacío, pues pronto se echará sobre mí todo un cúmulo 
de preocupaciones, de sueños y de distracciones».
Yo sólo tengo una cosa que responderles, y lo repito obstinadamente: la finalidad de la 
oración es permanecer por la fe y por el amor en presencia de Dios para dejarse trabajar 
por él. A partir de ese objetivo tan concreto, válido para todos, lo demás no es más que un 
medio que inventar, que personalizar. 
Así pues, hay que evitar a toda costa un error: querer producir. pensamientos, 
sentimientos, resoluciones. ¡Resulta tan tentador el afán de producir! Si uno se pone a 
hacer cosas, los minutos pasarán enseguida. Pero eso no será oración.
Sólo podréis luchar contra esa manía productiva con una idea: todo lo que salga de mí, 
por muy genial que sea, por muy fervoroso, e incluso por muy heroico que sea, será algo 
humano; ¡y yo he venido a buscar a Dios! ¡buscar sus pensamientos, su bondad, su 
belleza! ¡su mirada de amor sobre mí y sobre el mundo!
Me gustará grabar bien dentro de vuestro ánimo la convicción que conduce a la oración 
y que nos mantiene en ella: aquí Dios es el productor. El día en que creamos que, durante 
esos minutos, a veces tan duros, tan aparentemente vacíos y tan inútiles, Dios actúa en 
nosotros, ese día no podremos prescindir ya de la oración. 
Dios nos transforma según sus propias ideas, según su mirada sobre nuestra vida real. 
El sabe cuál es el partido que nosotros, con él, podemos sacar de esta vida, para llegar a 
ser ese santo que él espera de cada uno de nosotros. Si estáis totalmente convencidos de 
ello, de que Dios actúa, tenéis lo esencial. Y eso es todo lo que he de deciros sobre la 
oración. 
Quedaos sólo con este esquema: ante todo, lograr una fuerte presencia a uno mismo 
para mantenerse luego en una fuerte presencia ante Dios y adherirse, mediante un acto de 
fe, a todo lo que Dios pueda darnos y a todo lo que pueda hacer en nosotros, simplemente 
porque "estamos ahí".
Lo que nunca será suficientemente fuerte en la oración es el doble acto de fe: Dios está 
ahí y está actuando. Un acto que puede ser silencio, o palabra, o gesto. Que puede 
experimentarse o que puede quedarse en fe desnuda. Lo único importante es que sea 
unión de uno con otro, de voluntad con voluntad, de ser con ser. Nuestro esfuerzo de 
presencia, y sólo él, grita a Dios: "Transfórmame, dame a mí mismo, dime a mí mismo».
Uno se entrega a la oración cuando comprende que esto significa hacer todo lo posible 
para que Dios pueda hacer algo. Pero finalmente, ¿hacer qué? Transformarnos poco a 
poco en seres de paz, de amor y de coraje. Se trata de un modelado y un remodelado 
profundo, lo cual quiere decir evidentemente secreto o, por lo menos, descifrable por 
quienes nos rodean más que por nosotros mismos. Quizás esté dicho todo si se evoca la 
profundidad de esta acción divina. Dios actúa en donde somos realmente nosotros mismos, 
en donde está la fuente de todo, en ese "corazón" del que habla Jesús. La oración nos 
transforma el corazón.
En un clima de fe desnuda, que es dura, se sentirá un deseo muy grande, pero 
totalmente vano, de querer medir el trabajo de Dios. "¿Qué hago yo aquí, luchando contra 
las distracciones, el sueño y el aburrimiento? ¿Qué es lo que Dios puede hacer con mis 
pobres treinta minutos?" 
Si yo le dejo obrar, él producirá en mí una fe y una esperanza extraordinaria. A veces se 
necesita toda una vida para poder decir de verdad: Padre, me abandono en tus manos". La 
oración es la escuela de esta entrega total.

4. Una gota de meditación en un vaso de oración
Creo que estas explicaciones habrán acabado con todos los temores de pasividad que a 
veces engendra la idea de abandonarse a la acción de Dios sin hacer nada uno mismo. 
Permanecer así, sumamente despierto, recogido, ofrecido, ¡no es estarse cruzado de 
brazos! Basta con haberlo intentado, para captar todo lo que exige de nosotros esa 
atención a la Presencia.
No le ofrecemos a Dios muchas ocasiones de tenernos cara a cara, limpios de todo 
deseo que no sea ese cara a cara en que él finalmente nos ve sin estar distraídos de él.
¡Cómo nos sentimos entonces existiendo al máximo y en plena luz, con la percepción 
cruda, casi violenta, de nuestra pobreza respecto a lo que nos gustaría ser para con él y 
para con nuestros hermanos! El que hace oración difícilmente podrá ser presuntuoso. 
Entonces brota en nosotros la palabra más bella de amor:
"Todo lo espero de ti". Es algo que no se dice a la ligera. Esta palabra que nos 
restablece en la verdad es la palabra esencial de la oración, la única plegaria que decir. 
Eso es la oración. "Todo lo espero de ti". Sabemos por el evangelio que Jesús esperaba y 
admiraba esta confianza total, esta confianza loca. El que espera poco de Dios no sabe lo 
que es Dios. Valdría la pena hacer oración, aunque sólo fuera para adquirir este 
conocimiento, esta certeza, de que podemos esperarlo todo de Dios. Por otro lado, es éste 
el test de nuestra oración. Si mantiene en nosotros una pura espera de la acción 
transformadora de Dios, estamos, sin duda, en el buen camino; hará de nosotros un ser 
despierto, hambriento y confiado. Estas cosas, al menos, pueden percibirse y nos darán 
coraje para resistir, para "continuar" simplemente bajo el sol de Dios.
De todos modos, continuar seguirá siendo difícil o volverá a ser difícil después de un 
período bien colmado. Hay que aprender a organizar la cita. En cada caso habrá que ver lo 
que es mejor y probarlo todo. No se aprende a nadar discutiendo sobre métodos. No se 
aprende a hacer oración sin hacer oración. Hay que zambullirse en el agua. Voy a intentar 
hacer una última descripción, sacada de mi propia oración y de lo que he podido vislumbrar 
en otros, con el peligro lógico de fijar lo que debería seguir dúctil y de robotizar lo que es 
tan diferente entre un orante y otro, ¡y hasta de un día para otro!
Así pues, procuro realizar la ruptura, situarme en mi profundidad y despertar mi fe en la 
Presencia. Para llegar a la Presencia, empleo el tiempo que sea necesario. A veces ocupo 
en ello todo el tiempo de la oración; otras veces es algo inmediato.
Si me ha captado la Presencia, permanezco bajo ese sol. Que puede ser un sol-sol, un 
estado bastante luminoso, o un sol-negro. No se siente absolutamente nada, pero se sabe 
muy bien que entonces uno se está exponiendo a los rayos del sol de Dios.
¿Y si no consigo verme captado por la Presencia? Entonces me siento seco, casi dejo 
de creer en la oración. Tengo horror al vacío. Y las distracciones se acumulan. Pero 
entonces, tomo el evangelio. 
Sin embargo, hay que tener cuidado en ese caso. No hay que dejarse llevar por el gusto 
al estudio. Solamente fomentar el cara a cara. En la espera y en el hambre que siento, me 
choca una palabra, un versículo. Leo el comentario. Me dejo impregnar, empapar por esa 
Palabra que me dice el Señor en esas condiciones únicas de escucha. "Vivo" una 
convicción nueva o renovada. Esto hace que surja en mí unas veces la fe ­Señor, tú eres 
así, tú has vivido esto­, otras veces la esperanza ­Señor, tú puedes hacer en nosotros 
cosas grandes­, otras veces el amor declarado y hasta sentido. También surgen las 
peticiones.
Seguramente habréis notado que estoy describiendo ahora una actividad meditativa: 
reflexionar, dejar que nazcan los sentimientos, pedir... Para mí y para otros muchos creo 
que un poco de meditación nos permite a voces "continuar". Pero repito: "¡un poco!" Sólo se 
necesita una gota de meditación en un gran vaso de oración. 
Vuelvo entonces a mi pura actividad de acogida, sin lectura, sin reflexiones, sin esfuerzo 
alguno por producir yo mismo alguna cosa, una vez que me siento de nuevo en estado de 
presencia a la Presencia. ¡Eso es la oración! Nada más que eso, pero todo eso.

5. ¡Probadlo!
Desde las primeras palabras de este libro no he tenido más que un solo pensamiento, un 
solo deseo: daros ganas para que intentéis la experiencia de la oración. Estas ganas me 
las dio a mí el abate Caffarel, en Troussures; y siempre que puedo, repito lo que él decía: 
"¡Probadlo!"
No os entretengáis en las razones a favor o en contra ni en la elección de los métodos; 
entrad cuanto antes en la práctica. Quizás, tras algunos intentos, la relectura de este libro 
podrá resultarnos útil. Pero lo repito por última vez: sólo haciendo oración se aprende a 
hacer oración. Dios toma de la mano a los que le buscan. 

ANDRE SEVE. Págs. 9-83