UN DÍA, JESÚS ORABA APARTADO
En cualquier vocación, todo comienza por una seducción. Hace veinte años, predicaba yo
un retiro en Costa de Marfil, en Sokodé. Hacía un calor tórrido y húmedo. De improviso, en
completas tropiezo con estas palabras de Lucas: Fue Jesús a la montaña a orar, y pasó la
noche orando a Dios (Lc 6,12). Al punto se encendió en mí el deseo de pasar la noche
como Jesús, orando a Dios. No se sabe de dónde viene ese deseo; brota de lo profundo del
corazón e invade todo el ser. Yo no podría jamás conseguir olvidar aquel hecho. Me
apresuro a añadir—y en eso estriba toda la paradoja de esta vocación—que el deseo puede
ser real, mientras que la debilidad de la carne impide realizarlo completamente; en nuestras
manos está desearlo, pero no está a nuestro alcance realizarlo. En el campo de la oración
continua —y volveré a repetirlo—hay que ser desmedido en los deseos y prudente en su
realización; por la sencilla razón de que todo nuestro ser, y en primer término nuestro
cuerpo, no está plenamente modelado y refundido por el Espíritu Santo. Un día vendrá, con
la ayuda de la gracia, en el que nos sentiremos "naturalizados" con la oración. Ese día no
nos preguntaremos ya cómo arreglárnoslas para orar sin cesar, sino cómo hacer para dejar
de orar, porque la oración brotará en nosotros como una fuente inagotable.
Pero todo comienza por la fascinación de Jesús en oración. No es fácil hablar de este
hecho, que surge a propósito de unas palabras del evangelio como estas: Un día Jesús
oraba aparte, o de la contemplación de un icono del Salvador, como fue el caso de Siluán.
Es un acontecimiento al estilo de la mirada de Jesús al publicano Mateo, o al cruce de la
mirada de Jesús con la del buen ladrón o, mejor aun, de María Magdalena llorando a los
pies de Jesús, o de la otra María, hermana de Marta, escuchando sus palabras. Es una
intuición global sobre la oración de Jesús (un contuitus, como decía Taulero). Ni siquiera se
puede decir sin más que se comprende algo de la oración de Jesús o que se ha penetrado
en ella (esto quizá llegue después). Se está allí pegado a ese Jesús en oración, sin poder
separarse de él. San Ignacio dice que se es como un pobre infeliz admitido a una gran
fiesta, con los ojos desencajados, como los de los iconos. O, como dice también Isaías, uno
se encuentra atónito y estupefacto. Se cuenta que el bienaventurado Martín Moye, después
de celebrar la eucaristía por la mañana, no se enteraba del paso del tiempo, y a las dos de
la tarde el párroco debía ir a buscarle para comer.
Se está allí, se siente que hay que quedarse; pero no se sabe por qué. Se presiente, sin
embargo, aunque sin comprender nada, que en el fondo de esta oración de Jesús el mundo
está vinculado a la Santísima Trinidad y que la Trinidad está presente en el mundo. Ese es
el punto de apoyo que eleva la humanidad a Dios. Según el lema de los cartujos—esos
hombres consagrados únicamente a la oración—: Stat crux, dum volvitur orbis, que se
podría traducir de la siguiente manera: en su insana carrera, en la que el mundo va a su
ruina, dos maderos en forma de cruz están plantados en el centro de la esfera, a fin de
impedir que se precipite en el abismo. Esa cruz es Jesús en oración, suplicando al Padre
por sus hermanos: Padre, perdónales, pues no saben lo que hacen. Cuando un hombre ha
quedado marcado a fuego vivo por esta oración de Jesús, es incapaz ya de olvidarlo; en
sus entrañas arde como un fuego que no le deja reposar. Con santo Domingo, grita: "Oh
Jesús, misericordia mía; ¿qué va a ser de los pecadores?". Esta oración no se expresa
necesariamente en palabras; es más bien la movilización de todo el ser hacia Jesús en
oración. Se trata de un hecho paramente interior; es posible pasar junto al que lo vive sin
percatarse de ello, porque en el plano del comportamiento exterior ese hombre procede
como todo el mundo: come, duerme, habla, trabaja, descansa; pero todo trascurre, como
para santo Domingo, en el "santuario íntimo de su compasión". No obstante, hay indicios
que no engañan: su humildad extrema y su caridad fraterna. Mas, apenas tiene un
momento libre, se une a esa oración de Jesús, bien en el fondo de su alma, bien ante el
santísimo sacramento.
Cuando hubo terminado...
Si hemos de dar fe al evangelio de Lucas, así es como los apóstoles sorprendieron a
Jesús en oración. Debió intrigarles verle retirarse a la montaña para pasar allí la noche en
oración, o levantarse temprano, antes del alba, para reanudar su diálogo con el Padre,
como lo hacía por la noche. ¿Les había hablado de ello? Más bien parece que él comenzó
a orar, y que ese hecho les llevó a interrogarse. Lucas lo cuenta así: Un día, en algún sitio,
él oraba. Cuando hubo terminado... Se tiene la impresión de que sus discípulos se sienten
vivamente impresionados ante aquel Jesús en oración, no atreviéndose a molestarle y
dejándole que concluya su oración. Aquella oración seguramente era distinta de la de los
fariseos, e incluso de la de Juan Bautista y sus discípulos. Se trataba sin duda de una
oración puramente interior, de un tú a tú con el Padre; o puede que, más sencillamente, de
una amorosa atención al Padre, de un escuchar su palabra. Los discípulos no debieron
comprender de qué se trataba. Igual que el hombre que jamás se ha despertado al mundo
interior de la oración se siente intrigado al ver a otro hombre recogido e interiormente
absorto en ese misterio recóndito de la oración: "¿Qué puede estar haciendo?". Es con
frecuencia la actitud del niño que ve a su padre o a su madre rezar. Sin embargo, esta
oración interior repercute, no obstante, en el exterior. Consigue traspasar los poros de la
piel para hacerse visible y casi tangible. El rostro se vuelve poroso a la oración invisible. Se
diría que la luz oculta es tan fuerte y poderosa que atraviesa las paredes del ser para
irradiar externamente. Al menos es lo que nos da a entender también san Lucas en el
episodio de la trasfiguración. En los dos primeros versículos del texto advierte ante todo
que Jesús había ido a la montaña a orar con Pedro, Santiago y Juan; y para mostrar que la
trasfiguración se verificará en la oración, prosigue afirmando con insistencia: Mientras él
oraba, cambió el aspecto de su rostro y sus vestidos se volvieron de una blancura
resplandeciente (Lc 9,29). Sin duda alguna, Lucas quiere darnos a entender que el primer
efecto de la oración es trasfigurar el semblante y cambiar la actitud exterior. En el fondo de
su ser, Jesús permanecía sin cesar en oración, es decir en diálogo con su Padre, o más
simplemente en connivencia con la mirada del Padre que ve en lo secreto; pero en algún
momento esa relación es intensa, y no puede ya permanecer oculta sino que ha de
traslucirse al exterior.
Entonces los discípulos seguramente se sienten un tanto desconcertados. No obstante,
fascinados por aquella oración interior, no saben cómo dirigirse a Jesús para pedirle que
les enseñe a orar. Utilizarán un clisé ya conocido, pero mucho más profundo de lo que se
piensa. Es la pregunta que se hace todo hombre al ver a un semejante absorto en la
verdadera oración: Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discipulos (Lc 11,1).
Era la pregunta que se hacía a un maestro como Juan Bautista. Este confiaba fórmulas de
oración o, en el mejor de los casos, enseñaba un método.
Aquí lo interesante no es en primer lugar la fórmula del padrenuestro, que Jesús va a
enseñar o confiar a sus discípulos, y sobre la cual hemos ya meditado, sino ante todo el
misterio mismo de la oración de Jesús en el corazón del mundo. Es un acontecimiento
totalmente inédito, que no ha ocurrido nunca antes de navidad y que acabará en la
ascensión de Cristo: la presencia en el corazón del mundo y de la historia de la oración de
la segunda persona de la Trinidad, la oración del Verbo encarnado. Acontecimiento
inaudito, insospechado, que los hombres no terminarán nunca de contemplar y escudriñar.
Desde el momento en que el Verbo tomó carne en el seno de María con el anuncio del
ángel, puede decirse que la oración de Dios está presente en medio de la humanidad. Se
quiera o no, la faz de la tierra ha cambiado.
ENC/ORACION: Dios ha vinculado su destino a la humanidad. En adelante no es posible
hablar de Dios sin hablar al mismo tiempo del hombre, como tampoco se puede hablar del
hombre sin hablar al mismo tiempo de Dios. Sus destinos están inextricablemente unidos.
En consecuencia, el hombre no tiene ya que elevarse para encontrar a Dios, sino que debe
buscarlo en el fondo de su humanidad. Hasta ahí, la oración consistía en elevarse a Dios
para hacerle una petición o expresarle amor y reconocimiento. Ahora orar es realizar o
tomar conciencia de la oración de Cristo en lo profundo de la humanidad o de cada uno de
nosotros.
Mientras vivían con Cristo, sus discípulos tuvieron la experiencia palpable de su oración,
y por tanto de la oración de Dios, igual que tuvieron la experiencia de los tres al entrar en la
nube: Una nube luminosa los cubrió con su sombra, se asustaron (Lc 9,34). Esta oración
de Jesús constituía incluso la parte esencial de su misión, ya que Jesús no había venido
solamente a hablar a los hombres del Padre, sino sobre todo a hablar al Padre de los
hombres. Si no, no se ve por qué pasó tanto tiempo orando, de acuerdo con lo que dicen
los evangelios. Ni se comprendería tampoco por qué los hombres todavía hoy intentan
hacer presente en el mundo esa oración.
Porque los apóstoles sintieron que Jesús vivía una relación privilegiada con su Padre y
que aquella oración era completamente diferente de la de los discípulos de Juan o de los
fariseos, le pidieron que les enseñara a rezar, y él les confió el padrenuestro. ¿Se lo
pidieron para orar con él y unirse a él o para prolongarla cuando él les dejara? Poco
importa la respuesta; lo esencial es que deseaban ser iniciados en aquella relación con el
Padre que constituía el fondo del ser mismo de Jesús. Por lo demás, este ruego de los
discípulos respondía al deseo mismo de Jesús; él se había hecho hombre para compartir
con nosotros la experiencia única de su Padre, que era suya eternamente. Esta experiencia
se resumirá en una sola palabra: Abba! ¡Padre!, palabra repetida indefinidamente,
murmurada en el silencio del corazón hasta que nos sitúe ante el Padre o bajo su mirada.
Que vive siempre para interceder...
Si Cristo nos ha pedido que oremos siempre, sin cansarnos jamás, sin desfallecer, es
porque él mismo oró constantemente. Cuando hubo terminado..., dice Lucas.
En el fondo, Jesús no ha terminado nunca de orar, puesto que sigue hoy intercediendo
por nosotros en su gloria. Su oración visible a los ojos de los discípulos puede haber
cesado; a los ojos del Padre ha continuado siempre en lo profundo de su ser. Por esta
razón alude a esos elegidos que claman a Dios día y noche.
Quisiéramos saber cuál fue el contenido de la oración de Cristo, igual que los jóvenes
novicios de Francisco iban a ocultarse en las rocas del Alvernia para sorprender algunas
briznas de su oración, y volvían profundamente decepcionados porque no habían
escuchado más que una sola exclamación, repetida durante horas: "¡Oh Tú! ¡Oh Tú! ¡Oh
Tú!". También nosotros permaneceremos en el umbral de la misteriosa oración de Cristo a
su Padre, pues se trata de una relación personal, y esta es única.
Sólo nos queda recoger una a una y silabearlas en el silencio del corazón las oraciones
de Cristo en el evangelio, lo mismo que las peticiones del padrenuestro. Así las
reconstruimos; es como si se hicieran carne y sangre, una parte de nosotros mismos. A
veces el fuego del Espíritu las recorre, y no es posible ya dejar de repetirlas, como si se
hubieran convertido en nuestra propia plegaria.
J/ORA/POR-QUE: Por lo menos hay algo que sabemos sobre la tonalidad de la oración
de Jesús en el curso de su vida terrena y, cosa curiosa, sobre su oración actual en la gloria
del cielo. Ignoramos el contenido exacto de su oración, pero sabemos por qué oró tanto y
tan intensamente. A fuerza de orar y de meditar sobre la oración de Cristo, llega uno a
veces a preguntarse por qué oró él, y, así mismo, por qué debemos nosotros orar.
En nosotros, la oración es normal, pues somos criaturas, y "arrodillarse le es moralmente
necesario al hombre". Como dice Lutero: "Un cristiano debe orar como un zapatero hace
zapatos". Es obvio, pues el hombre es creado por Dios y lo recibe todo de él. Por tanto,
necesita pedirlo todo al Padre de las luces, del que procede todo don perfecto: "El hombre
es un pobre, que necesita pedirlo todo a Dios", decía el cura de Ars. Y, por el hecho mismo,
necesita dárselo todo en la acción de gracias y la alabanza. En cuanto a la adoración, está
inscrita en nuestro ser mismo de criaturas. Adoramos porque Dios es Dios y hemos sido
creados para adorarle, alabarle y servirle, obteniendo así vivir sin cesar con él, dice más o
menos san Ignacio.
ORA/NECESIDAD: Pero podemos preguntarnos por qué Cristo, el Verbo de Dios, la
segunda persona de la Santísima Trinidad, tuvo necesidad de adorar y rezar, puesto que
era igual a su Padre y podía darse lo que necesitaba. Es muy importante reflexionar sobre
esto, porque, al medir la distancia infinita que nos separa de él, comprendemos con mayor
razón por qué orar es para nosotros una obligación urgente y una necesidad, iba a decir
vital, en el sentido en que, si nos falta el oxígeno, perecemos. En este sentido la oración es
verdaderamente la vida de nuestra vida, y estamos hechos para orar como el pez lo está
para nadar. Frecuentemente pensamos que Cristo oró para expresar su amor al Padre,
para alabarle y bendecirle; y es cierto que esa oración afloró a menudo a sus labios: Yo te
bendigo, oh Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes... Yo te
alabo... Te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que siempre me escuchas. Pero
esa oración era obvia y, por así decir, natural. Hubo otra oración, arrancada de la sima de
su desamparo y de su angustia: la de la agonía, donde los evangelistas nos cuentan que
oraba insistentemente y por tres veces. Ahí tenemos la razón última de la oración de Cristo:
oró y suplicó a causa de la debilidad de su carne. Cuando ordene a sus discípulos que
oren, les dirá lo mismo y les explicará el porqué de su oración: Velad y orad para no caer
en la tentación, porque el espíritu está pronto, pero la carne es flaca.
Habiendo querido revestirse de una carne semejante a la nuestra, Jesús debía
experimentar por fuerza la condición precaria y la debilidad de esta carne, dominada por la
angustia y el desamparo. Él mismo experimentó la tristeza hasta la muerte. Y desde el
fondo de aquel abismo sin fondo salió el grito de su oración. Se cuenta que ciertos hombres
y ciertas mujeres (Adrianne von Speyr) han experimentado algo de la oración de Cristo de
la Virgen y de los santos. Creo que así es como ha de entenderse esta participación; no
como si Cristo les hubiese dicho las palabras o los sentimientos que expresaba al Padre,
sino como si les hiciera compartir su desolación y su angustia, al mismo tiempo que el grito
de su oración. En todo caso, así es como yo lo siento vivamente. En ciertos momentos de
súplica intensa se dice: de esta manera oraba Cristo en Getsemaní, aunque se esté
infinitamente lejos de semejante grito.
Creo también que esa oración no tiene ningún contenido de vocablos, de palabras ni
siquiera de ideas; es un prolongado grito silencioso, arrancado a nuestro desamparo, como
al de Cristo. Cuando Jesús le otorga a un hombre el don de tal oración, le comunica lo
mejor de sí mismo, incluso si no se es consciente de ello en el instante mismo. Es uno de
los momentos más fuertes de unión con Cristo y de amor a él, porque él no se une a
nosotros con sentimientos y afectos, sino mediante el soplo vital de su ser, a saber, ese
soplo del Espíritu Santo, que le une al Padre. Es como si Jesús le otorgara a su criatura
participar de su impulso vital y su ósculo de amor al Padre. Es amor puro, que es
intercambio de soplo de vida en el Padre. El hombre no siempre es consciente de ese
momento, porque está todo entero en ese grito y no tiene tiempo de analizar lo que sucede
en él. Posteriormente advierte que ha vivido entonces la verdadera unión de amor con
Cristo. El que ha conocido una vez ese grito no puede olvidarlo jamás, y sabe que si el
Señor le deja vivir es para hacer presente en esta tierra aquel grito de Jesús en la cruz.
Entonces se da cuenta verdaderamente de que, para él, vivir es orar así. Naturalmente, la
flaqueza de la carne le impedirá mantenerse siempre en tal estado de oración; pero puede
ser el aguijón que le estimule a suplicar, sobre todo si consiente en renunciar a esa
flaqueza de la carne para caer en el orgullo del espíritu, que es el supremo pecado y el
único auténtico obstáculo al grito de súplica. No hay que consentir nunca salir de la súplica
(a menos que nos saque de ella Dios); por tanto, no hay que pretender ser otra cosa que
una pobre criatura de carne y de sangre que clama a Dios. En una palabra, se es un pobre
hombre a lo largo de toda la vida; un harapo, como me decía alguien.
Para comprender esto hay que meditar mucho y rezar el texto de la carta a los Hebreos
donde el autor habla de la oración de Cristo en el curso de su vida terrena. Ciertamente
alude con claridad a la oración de Jesús en Getsemaní; mas como al comienzo precisa una
noción de espacio y de tiempo—en los días de su carne—, se puede pensar que, de
principio a fin de su existencia, Cristo oró de esa manera, y que aquellos ruegos y aquellas
súplicas constituían el fondo de su oración. El texto es aún más interesante porque tiene su
correspondencia en la misma carta; pero se trata aquí de la intercesión celeste del Señor
glorioso. Volvamos al principio:
Él, en los días de su vida mortal, presentó con gran clamor y
lágrimas oraciones y súplicas al que podía salvarle de la muerte, y
fue escuchado en atención a su obediencia; aunque era hijo, en el
sufrimiento aprendió a obedecer; así alcanzó la perfección y se
convirtió para todos aquellos que le obedecen en principio de
salvación eterna, pues fue proclamado por Dios sumo sacerdote a la
manera de Melquisedec (/Hb/05/07-10).
El tono de esta oración es el de la humanidad de Cristo. Para representar a los hombres,
debe ser uno de ellos; para compadecerse de sus miserias, debe compartirlas: Es capaz de
mostrarse compasivo con los ignorantes y extraviados, ya que también él está rodeado de
debilidad (Heb 5,2). Ahora bien, esta humanidad de carne está atestiguada en Jesús por
toda su vida terrena, sobre todo por su agonía y su muerte. Por eso esta oración con gritos
y lágrimas abarcó toda su existencia, desde el primer grito que lanzó al nacer: Aquí estoy
para hacer tu voluntad, hasta su último grito silencioso en la cruz, con el que pone su alma
en manos del Padre. La oración de Cristo en agonía estuvo inspirada en una total sumisión
a la voluntad de su Padre, y por ello fue escuchada y oída. En este sentido, su oración es
verdaderamente la nuestra; cuando nosotros clamamos con ruegos y súplicas, el Padre ve
el rostro de su Hijo a través del nuestro, con su misma voz y su misma mirada.
Ahora que Jesús está en la gloria entronizado a la derecha del Padre, surge una
cuestión: ¿sigue orando por nosotros de esta manera? Hay que responder con un sí
categórico, pues todo el Nuevo Testamento nos da a entender que la única actividad de
Cristo glorioso es la intercesión, exceptuado el juicio escatológico que ejercerá al fin de los
tiempos. Y esta intercesión de Jesús alcanza una eficacia centuplicada, pues al presente
Jesús está entronizado en la gloria y se halla constituido en dueño y señor de los vivos y de
los muertos. Su paso por la obediencia de la pasión gloriosa le ha otorgado pleno poder
ante el Padre. Este lo ha puesto todo realmente en manos de su Hijo.
Aquí el texto central es sin lugar a dudas el de la carta a los Hebreos, donde se dice que,
a través de la muerte gloriosa, Jesús permanece para siempre y que ha adquirido un
sacerdocio inmutable: De ahí proviene que pueda salvar perfectamente a aquellos que por
él se acercan a Dios, estando siempre vivo para interceder en su favor (Heb
7,25).
Es de notar que Jesús está siempre vivo, según una expresión que se encuentra con
frecuencia en los Hechos, y que equivale a "Jesús ha resucitado" y vive para interceder.
En adelante su vida gloriosa y celeste es una ininterrumpida intercesión por los hombres
de todos los tiempos y de todas las generaciones. Cuando decimos que el hombre vive
para orar, basta fijar los ojos en su modelo, el hombre nuevo, convertido plenamente en
oración. Estando limitados por las categorías de espacio y tiempo, nos resulta difícil pensar
que Cristo interceda siempre por los hombres; sin embargo el Resucitado, conservando su
cuerpo, ha entrado en la eternidad y su oración no se limita ya al tiempo y al espacio; es
eterna, como su mismo ser. Su oración tiene el espesor de un instante eterno. Ello equivale
a decir que encontrar hoy a Cristo resucitado es encontrarle en oración ante su Padre;
podría decirse que esa es su ocupación exclusiva. Es hora ya de preguntarnos cómo esta
oración de Cristo glorioso va a estar presente en la tierra después de la ascensión.
La oración del espíritu
Mientras Cristo se encontraba en la tierra, su oración estaba presente con su mismo ser.
Al unir a los hombres con la Trinidad, hacía presente el cielo en la tierra. En la ascensión va
a iniciarse una nueva fase. Los apóstoles se reúnen en torno a la Virgen, y durante diez
días la oración será aún ininterrumpida gracias a la presencia de María: Todos ellos
permanecían asiduos en la oración en común con las mujeres, con Maria, la madre de
Jesús, y con sus hermanos (He 1,14). María, la madre del Señor, es quien asegura la
presencia y la coherencia de la oración de los discípulos. Habremos de volver sobre la
oración de María después de pascua, pues en esta etapa ella rememora en su corazón los
acontecimientos de la vida de su Hijo y los trasforma en oración. Le consagraremos el
capítulo siguiente. Ella es realmente el modelo y el tipo mismo de los elegidos que claman a
Dios noche y día; en una palabra, ella se presenta como la madre de la oración continua.
Quienes en la Iglesia sean llamados personalmente a revivir esta oración tendrán siempre
los ojos vueltos hacia ella y hacia Cristo, que la escogió como madre de sus discípulos.
Por el momento, ella se encuentra en el cenáculo y ora a la espera de la fuerza de lo alto
prometida por Cristo y que debe descender sobre los apóstoles. Seguramente emplea ella
con los discípulos las palabras de Jesús después de la cena, que son sobre todo
oraciones. Después de haber visto a Cristo ir a reunirse con su Padre, no puede olvidar ella
sus palabras; con los discípulos, tiene aún ante los ojos a aquel "Jesús" en oración durante
su vida terrena, y sabe, porque él mismo lo ha dicho, que allá arriba rogará al Padre que
envíe el Espíritu a sus apóstoles. Sabe también que ese Espíritu no es exterior a los
discípulos, sino que habita en sus corazones: Yo pediré al Padre que os mande otro
defensor que esté siempre con vosotros, el Espiritu de la verdad, que el mundo no puede
recibir porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros lo conocéis, porque vive con vosotros y está
en vosotros (Jn 14,16-17).
Aunque empleando las palabras del Señor, cabe preguntarse, igual que para Cristo, cuál
es el fondo de esta oración; iba a decir, la nota dominante, lo que da el tono a su oración.
Las palabras de los Hechos nos dan en parte la respuesta; se dice allí que permanecían
asiduos en la oración, término que indica la continuidad, la duración; en una palabra, la
perseverancia. Es fácil pensar que la oración de María en el cenáculo debía parecerse a la
de Jesús en la agonía, que murmuraba sin cesar el nombre del Padre: Abba. Oración de
una sencillez absoluta, formada por la repetición incansable que se hunde en el corazón y
hace brotar la oración del Espíritu a la manera de un manantial oculto. Es una oración
unificada, que busca su raíz en la súplica más que en las palabras. Es la oración de los
pobres, de los enfermos y de los pecadores del evangelio, que se resume en el grito
dirigido al Salvador: Jesús, ten compasión de mi.
Si la oración de Cristo se dirigía sobre todo al Padre, la oración de María y de los
discípulos debe dirigirse sobre todo a Jesús, señor glorioso. Y el objeto de esta oración es
la promesa misma de Jesús de enviarles al Espíritu Santo. Podría decirse que es Jesús
mismo el que les prescribe que oren de esta manera: Les mandó que no saliesen de
Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre, de la que os hablé; porque Juan
bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espiritu Santo dentro de pocos
días (He 1,4-5). Con María, los discípulos no pueden pedir otra cosa a Jesús que el envió
del Espíritu, pues él mismo ha prometido orar con esta intención (Jn 14,16). También en
este contexto de san Juan, Jesús habló mucho de la oración hecha en su nombre: Todo lo
que pidierais al Padre en mi nombre, os lo concederá. Así pues, su oración se resume en
una sola palabra: "Señor Jesús, envíanos tu Espíritu".
Como hemos dicho más arriba, es interesante observar que en su oración Jesús se dirige
siempre al Padre; en cambio, los discípulos y los apóstoles se vuelven hacia Jesús para
invocarle. Así se ve claramente en el martirio de Esteban, que contempla los cielos abiertos
y al Hijo del hombre de pie a la derecha del Padre. Su oración se dirige entonces
directamente a Jesús con las mismas palabras de Jesús durante su pasión, cuando pone
su espíritu en manos del Padre; pero aquí Esteban lo confía a Jesús y, como él, pide
perdón para sus verdugos: Mientras lo apedrearon, Esteban oró así: "Señor Jesús, recibe
mi espíritu". Y, puesto de rodillas, gritó con fuerte voz: "Señor, no les tengas en cuenta
este pecado". Y, diciendo esto, expiró (He 7,59-60).
Es interesante notar esto para nuestra oración. Cuando estamos en oración con María,
debemos dirigir nuestra mirada a Jesús e invocar su santo nombre, pues no se nos ha dado
a los hombres ningún otro nombre debajo del cielo para salvarnos (He 4,12). Nada más
fácil que invocar el nombre de Jesús; pero, al mismo tiempo, nada más difícil que
perseverar y orar sin cesar con su nombre. En este sentido, cuando Jesús habla de los
elegidos que gritan a Dios día y noche, está pensando en los hombres que, aunque siguen
viviendo como todo el mundo, se han consagrado únicamente a la invocación de su nombre
apenas la tarea que tienen asignada les deja libres para orar. Esos hombres son muy raros,
no por la dificultad de orar (en el fondo, nada hay más sencillo que invocar el nombre de
Jesús), sino porque muy pocos hombres creen en esta vocación. Sin embargo, Cristo
cuenta con esos hombres, y de su oración incesante depende la fe en la tierra: Cuando
venga el Hijo del hombre, ¿encontrará aún fe en la tierra?
Esta acumulación de deseo y de oración atraerá el espíritu de Jesús; es el
acontecimiento de pentecostés en Jerusalén tal como se refiere en los Hechos. A partir de
ese momento, algo ha cambiado. Puede decirse que la faz de la tierra ha quedado
trastocada: El Espíritu del Señor llena el universo y cambia la faz de la tierra. Hasta la
ascensión, la oración de Jesús estaba presente en medio del mundo; desde ahora es la
oración del Espíritu la que está presente en medio del mundo y en el corazón de cada
creyente. Muy pocos cristianos, e incluso sacerdotes, son conscientes de esto cuando
hablan de la oración. Ven en ella sobre todo la actividad del hombre, aunque ayudado por
el Espíritu Santo, para buscar el rostro de Jesús y del Padre. Sin embargo, es lo contrario;
no es el hombre el que ora; es el Espíritu presente en el corazón del mundo el que no cesa
de orar. Cada vez que nos ponemos a orar deberíamos tomar conciencia de esta oración
del Espíritu, que está ya en nosotros, se nos anticipa y continúa incluso cuando dejamos de
orar. Se quiera o no, desde pentecostés (e incluso desde la efusión del Espíritu por Jesús
en la cruz y en la tarde de pascua), la oración no cesará un instante en la tierra hasta la
parusía. Vivimos en un mundo amasado y saturado por la oración.
Sin duda los hombres no tienen conciencia de esta presencia de la oración del Espíritu
en el corazón del mundo. Muchos cristianos ni siquiera tienen conciencia de esta presencia
de la oración en su corazón; ya duerman, velen, coman, beban o se distraigan, la oración
no cesa de animar su corazón. Sobre todo, no depende de la conciencia que tengamos de
ella. De ahí surgió la raza de los Padres népticos (en griego nepsis quiere decir despertar);
esos Padres aseguran que somos seres dormidos, inconscientes de la oración que vive en
nosotros, y que toda la actividad espiritual consiste en tomar conciencia de lo que ya
llevamos en nosotros. De ahí el ejercicio de la oración de Jesús, las vigilias, los ayunos, sin
hablar de la humildad, la dulzura, la renuncia y el perdón de las ofensas, que nos
mantienen en un estado de vela y liberan a la oración presente en nosotros. Cada oración
que hacemos tiene por fin darnos mayor conciencia de esta oración permanente, que no
cesa de fluir en nuestro corazón, hasta el día en que la oración no deje ya de invadir el
campo de nuestra conciencia. Pero no basta quererlo; se requiere mucho, mucho tiempo
para llegar a ser uno de esos hombres de oración que interiormente no se ocupan de otra
cosa que de orar. Cuando Dios infunde este deseo en el corazón del hombre, es señal de
que quiere otorgarle esta gracia, porque "Dios no hace desear nada que no quiera darnos"
(san Juan de la Cruz); pero se requiere también nuestra colaboración, porque si el don es
gratuito, no es arbitrario. Dios espera que nos pongamos cada día a buscar esa perla
preciosa. Normalmente se comienzan a ver los frutos de esta gracia entre los cincuenta y
los sesenta años. Pero entonces el que la recibe no tiene ya conciencia alguna de que ora,
porque está sumido en la oración incesante del Espíritu. Es como el niño oculto en el seno
de su madre; vive en ella y por ella, pero no ve su rostro. Lo mismo el hombre de oración
incesante está totalmente oculto en Dios, y sobre todo oculto a los ojos de los demás y a
sus mismos ojos.
Por el momento, nos limitamos a afirmar esta presencia de la oración permanente en el
corazón del creyente y del mundo. Naturalmente habría que mostrar, con la ayuda de san
Pablo, cómo "funciona" ese corazón de oración; pero ya lo hemos hecho en nuestras obras
precedentes, y no haríamos más que repetirnos aquí. Digamos sencillamente que el
Espíritu se une a nuestro mismo espíritu para orar en nosotros y atestiguar que somos hijos
de Dios. Él es quien escudriña lo recóndito de Dios y de nosotros mismos, haciendo que
tomemos conciencia de los dones que Dios nos ha otorgado. Sobre todo nos hace tomar
conciencia de que no sabemos orar como conviene, y, llamándole desde fuera, hace brotar
en nosotros gemidos inefables. Entonces nuestro corazón de oración se despierta a la
oración misma del Espíritu: Y el que penetra los corazones, conoce los pensamientos del
Espiritu y sabe que lo que pide para los creyentes es lo que Dios quiere (Rm 8,27).
Estando en nosotros porque se instala en el fondo de nosotros mismos, esta oración es
sobre todo la del Espíritu en nosotros, la única que agrada a Dios.
JEAN
LAFRANCE
DÍA Y NOCHE
Paulinas. Madrid 1993. Págs. 19-36