ORIGINALIDAD DE LA ORACIÓN CRISTIANA


CHRISTIAN DUQUOC, O. P.


ORA/QUE-ES:
La oración no es un fenómeno exclusivo del cristianismo. Peregrinos occidentales se 
asombran al ver en tierra palestina o musulmana la importancia individual y social de la 
adoración o la imploración. 
Una emisión de televisión sobre la India presentó la ceremonia de la oración familiar y la 
importancia dada por la opinión pública a la contemplación de lo Absoluto. El arte da testimonio 
de que en el pasado, dentro de las más diversas religiones, siempre existió la oración; 
pensemos, por ejemplo, en la estatua del orante sumerio. La oración, pues, es un fenómeno 
humano muy extendido. 
De ahí, ¿debemos afirmar que la oración cristiana es una simple variante de la actitud 
universal de oración? O ¿convendría reconocer en ella cierta originalidad que haría vano el 
intento de compararla con otras formas de oración? Si optamos por la segunda alternativa, la 
enseñanza catequética estará obligada sobre todo a aclarar dicha originalidad antes de estudiar 
el fenómeno humano como tal. 
Por nuestra parte, precisaremos en qué sentido la oración cristiana es original y 
mostraremos posteriormente qué consecuencias tiene en el comportamiento diario, 
especialmente en relación con la acción. 

LA ORACIÓN CRISTIANA, COMUNIÓN CON EL DESEO DE DIOS SOBRE EL MUNDO 

La oración es el acto por el cual el iniciado de una religión expresa su unión con Dios. Si, 
pues, existe alguna originalidad en la oración cristiana, debemos encontrar su raíz en la 
originalidad de la religión cristiana. La originalidad de la oración cristiana es del mismo 
orden que la originalidad del cristianismo. Aunque debamos reconocer dicha originalidad, 
no rechazamos, sin embargo, la necesidad de un ámbito humano tanto de la religión como 
de la oración. Claro que éste último puede pensarse de maneras muy diversas: podemos 
percibir en él la intuición de una dimensión sacral de la existencia, el sentimiento de la 
profundidad de un reencuentro humano. Quizá este ámbito no es determinable a priori, y 
cambia según las culturas y mentalidades. Nuestro propósito no es verificar la continuidad 
entre cristianismo y religión; es manifestar lo que jamás puede definir, a priori, el ámbito 
humano en el cual se insertan el cristianismo y la oración que le es inmanente. 

Mi deseo es el de Dios 
Partamos de lo que parece más inmediato: la oración se presenta como una petición. 
«Señor, ten piedad», decimos. «Señor, acuérdate de quienes tienen hambre», gritamos. 
«Señor, perdona mi pecado», confesamos. La petición en la oración es tan amplia como la 
gama de necesidades y deseos humanos. Abarca la urgencia sensible y social: aprobar un 
examen, curarse, que no llegue un posible accidente; se preocupa por las causas más 
universales y la venida del Reino: «Venga tu Reino», decimos en el Padrenuestro. La 
oración puede no ser más que un grito de dolor; puede ser la admiración de un místico. 
Orar es creer que alguien escucha. Pero el Dios que escucha podemos imaginarlo como 
un simple suplemento de poder necesario para satisfacer un deseo o, como el ser amado 
en quien se alegra el corazón. Puede ser aquel a quien obligamos nos oiga, o aquel que, 
incluso antes de nuestra petición, adivina -porque nos quiere-lo que necesitamos. Orar es 
reconocer que hay un deseo que ninguna comunidad humana puede satisfacer, sea la 
obtención de algún bien o la falta de dicha y de belleza. La oración en común subraya este 
aspecto: la solidaridad humana no puede llenar todo, cualquiera sea la realidad concreta 
que contenga ese todo. El niño aprende a relativizar el poder paternal en la petición dirigida 
a Dios, a condición de que la oración no sea la expresión de la omnipotencia infantil del 
deseo. 
Esta rápida descripción invita a reconocer una extraordinaria diversidad de actitudes y de 
contenidos en la oración. Las formas no son equivalentes, tienen mayor o menor 
autenticidad: no podemos medir de la misma forma la oración, que es requerimiento de la 
omnipotencia divina en provecho de la satisfacción de mi deseo, y la «descentración» con 
respecto a mi proyecto individual, realizada por el designio de Dios: «Que se haga tu 
voluntad». 
La oración no cristiana no es necesariamente un requerir la omnipotencia divina al 
servicio de mi propia satisfacción. La oración no cristiana es a veces admiración de Dios, 
comunión con su alegría. La mística musulmana, por ejemplo, tiene una altísima calidad 
religiosa: el orante se aparta de la satisfacción para entrar en otro orden, el del deseo, en el 
sentido en que Bachelard lo distingue de la necesidad. Dios colma entonces este deseo, 
saca al hombre de su finitud, lo hace participar de su vida. La oración es desde entonces 
un salir de sí mismo, sigue un proceso idéntico al del amor: el amor sólo hace más feliz en 
la medida en que el amante se entrega. Sería deshonesto pretender que únicamente la 
oración cristiana se eleva a esta altura. Su originalidad es de otro orden, no hay que 
buscarla en una mayor pureza, sino en otra significación. En el ámbito cristiano, muchas 
oraciones no alcanzan la pureza de las oraciones no cristianas: Dios es el que realiza con 
su poder con lo que mi poder no puede lograr. Pero esta oración, aunque impura, puede 
ser cristiana si se inscribe en una petición que implica: «venga tu Reino». Sólo dentro de 
una lenta pedagogía el cristiano pronuncia la oración de Jesús: «No mi voluntad, sino la 
tuya.» 
ORA/RD: Pedir la venida del Reino define la originalidad cristiana de la 
oración. Esta idea, que puede parecer banal, es no obstante muy difícil de vivir 
concretamente; no surge naturalmente, exige una dura purificación de la relación con Dios. 
Veamos primero cómo esta modalidad de la oración cristiana tiene su raíz en la Biblia. 

Fuentes bíblicas de la oración cristiana 
La Biblia relata un gran número de oraciones, las de testigos auténticos de la fe, y por 
eso tienen aún significación para nosotros. Estas oraciones tienen casi el mismo esquema: 
son llamamiento de Dios a Dios. Se inscriben en el interior de un plan divino, se apoyan en 
un acontecimiento en el cual Dios ha manifestado su benevolencia o su misericordia en 
vistas a un porvenir que ha de comenzar. El mejor ejemplo que podríamos citar en este 
esquema es la oración de Moisés relatada por /Ex/32/11ss. 
«¿Por qué, Yahvé, te llenas de cólera contra tu pueblo, el que Tú sacaste de Egipto 
cuando extendiste tu brazo señalando con mano poderosa? ¿Para que los egipcios digan: 
"para mal les ha hecho salir, para hacerlos perder en las montañas y borrarlos de la tierra"? 
Cambia tu cólera ardiente y cesa de descargar la ira sobre tu pueblo. Acuérdate de 
Abraham, Isaac e Israel, tus servidores, a quienes declaraste y juraste: volveré vuestra 
posteridad tan numerosa como las estrellas del cielo y todo el país del que os hablé se lo 
daré a vuestros descendientes y será para siempre herencia suya.» 

El texto es claro. Moisés recuerda a Dios la promesa que ha hecho y que no puede 
peligrar por la debilidad del pueblo. Que Dios, pues, cumpla su promesa y que en virtud de 
ella perdone. Así, la oración es un llamamiento de Dios a Dios; compromete a Moisés y los 
profetas en una especie de drama, el del pecado del pueblo que acarrean el silencio y la 
cólera de Dios. Dios, en efecto, se ha mostrado bueno y misericordioso en los precedentes 
acontecimientos, ha jurado cumplir una promesa que es la felicidad para el pueblo elegido; 
pero he aquí que la experiencia niega la promesa contenida en el acontecimiento revelador; 
todo se conjuga para confirmar esa nulidad; al final no parece más que una vana palabra; 
Dios se aparta, olvida lo que ha dicho y hecho. Moisés y los profetas, como Abraham con 
Sodoma, se convierten en intercesores: que Dios sea, pues, fiel a sí mismo, que lleve hasta 
el fin lo que emprendió, que venga su Reino y no la desgracia y la venganza. La oración 
bíblica, considerada desde esta perspectiva, es la expresión humana del deseo de Dios. El 
hombre toma entonces en serio la voluntad indicada por Dios de hacer madurar la historia 
individual o colectiva para el Reino. La oración da expresión al movimiento que es el del 
mismo corazón de Dios. 

La oración cristiana y las otras 
Ahora podemos señalar la diferencia entre la oración cristiana y las oraciones más puras 
nacidas en terreno no cristiano. En uno y otro caso, quien ora sale de sí mismo, del campo 
restringido de sus preocupaciones; el místico no cristiano se esfuerza en comunicarse con 
la Alegría de lo Absoluto, el cristiano entra por la oración en el deseo de Dios sobre el 
hombre, deseo explicitado en la promesa evangélica. La descentración con relación a sí 
mismo, se realiza por la inserción activa en un dinamismo orientado hacia el establecimiento 
del Reino: que venga tu reino. La oración no me transporta a un mundo que no es el de 
aquí abajo, con el fin de gozar prematuramente de lo Absoluto; asimila mi voluntad a la de 
Dios, me inclina a hacer mío el sentido de su promesa y a traducirla en categorías de aquí 
abajo. La oración cristiana exige un ámbito que es de esperanza; es ciertamente un 
llamamiento de Dios a Dios y que tiene como fundamento su designio revelado. 

La oración como aspecto humano del deseo de Dios revelado por Jesucristo
Podríamos temer que esta manera de describir la oración cristiana la centre en el aspecto 
de petición, en detrimento del aspecto más gratuito de descanso, de mirada puesta en 
Aquel que se ama. En realidad, la petición presupone la familiaridad, la amistad, la 
confianza. Moisés habló a Dios como un amigo con su amigo. El cristiano llama a Dios 
«Padre». La petición, atrevida a veces, se funda en la fe: el Dios a quien me dirijo es aquel 
que se revela en la misericordia y el amor, es el Padre en el sentido evangélico de la 
palabra, es decir, que suscita la libertad creadora del hombre al mismo tiempo que ama a 
cada uno de manera singular; de ningún modo es un administrador o un burócrata director 
de masas, un Dios para quien, según palabras de ·Dostoievski, el orden del Universo 
sería más importante que las lágrimas de un niño; un Dios que habría muerto en Jesucristo 
para restablecer el orden, como decía hace poco un cardenal italiano a unos obreros. Dios 
no ama en general; llama a cada uno por su nombre, y sobre la base de esta vocación, 
cada uno puede nombrar a Dios como su Dios. También el fundamento de la oración 
cristiana es siempre el llamamiento de Dios Padre. En Jesús, Dios nos revela plenamente lo 
que El es. No tenemos una idea a priori de Dios; únicamente a partir de su rostro humano 
podemos deducir que existe, y entrar entonces en la promesa de la donación del Espíritu, 
que es la primicia del cumplimiento. La oración es el aspecto humano del deseo de Dios. 
Dios es tan amigo del hombre que su deseo es el mismo del hombre, y por eso el hombre 
puede hacer suyo el deseo de Dios: Jesús es testigo de ello. 

La preocupación por el Reino, tema esencial de la oración de Jesús 
Basta en nuestro caso, para reafirmar esta perspectiva, recordar algunos textos 
evangélicos. A propósito de la eficacia de la oración, Jesús toma el ejemplo de los padres 
humanos que acceden al pedido de sus hijos. Con mayor razón, Dios, que es el Padre, 
pues «si ustedes son malos saben dar cosas buenas a los hijos, cuanto más el Padre del 
cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan» (Lc 14, 13). El Padre da 
precisamente lo que es objeto de la promesa, el Espíritu. Podemos pedir a Dios este don, 
porque El nos ha permitido llamarlo por su nombre. Creer en la verdad de este nombre es 
ya obtener lo pedido: «Todo lo que pidan en la oración llena de fe lo obtendrán» (Mt 21, 
22). Orar en la fe es pronunciar auténticamente el nombre del Padre, es entrar en su 
proyecto, es hacer del Reino mi preocupación fundamental: «Si conocieses el don de Dios, 
dice Jesús a la Samaritana, y quién es el que te dice: dame de beber, serías tú quien le 
hubiese pedido y él te habría dado el agua viva» (Jn 4, 10). Jesús, como en el caso ya 
citado de la perícopa de Lucas sobre la eficacia de la oración, desplaza el interés de la 
petición: en el primer caso se trata de obtener el Espíritu Santo; en el segundo, el agua 
viva, símbolo del Espíritu. El objeto de la petición es el objeto mismo de la promesa. La 
oración cristiana alcanza su pureza bíblica o evangélica cuando el hombre entra en el 
designio de Dios de completar lo que después de Abraham prometió a los hombres. La 
oración de Jesús entra también en este esquema. Es, por tanto, más importante 
mencionarla, puesto que es normativa. Si es verdad que la oración es el rostro humano del 
deseo de Dios, ¿quién podría mejor que nadie expresar humanamente este deseo sino el 
Hijo encarnado? El contenido de la oración de Jesús es el Reino, brevemente su «misión», 
es decir, la tarea que ha venido a llevar a cabo. Esta intención de Jesús y la forma que 
confiere a su oración son plenamente transparentes en el episodio de la tentación. Claro 
que este texto lo expresa negativamente, pero nos parece, junto con el de la agonía, el que 
mejor precisa la originalidad de la oración de Cristo y, en consecuencia, de la oración 
cristiana. 
J/TENTACIONES:¿Qué vemos en el episodio literario de la tentación? Jesús renuncia a 
utilizar la omnipotencia, que se supone suya en virtud de su filiación divina, para realizar un 
deseo que no está de acuerdo con la instauración del Reino, y, por tanto, con la voluntad 
de Dios. Cambiar las piedras en pan, arrojarse de una torre, asumir el poder político, era 
renunciar a la tarea de servidor descrita en Isaías. La voluntad de Dios no es algo que 
puede aparecer en un despliegue de omnipotencia, sino en lo que tiene de más 
fundamental: reciprocidad de amor. Jesús siente todo el peso de esta misión. Es fiel, pero 
tropieza con las facciones fariseas y saduceas, con la debilidad del pueblo, con su 
incultura. Su fidelidad lo conduce a un callejón sin salida: «Padre, si es posible, que este 
cáliz se aleje de mí, pero que se haga tu voluntad.» La petición es el grito del hombre 
acosado, la muerte es inevitable si Dios no interviene, el justo es el abandonado, y Jesús lo 
dirá en la Cruz. Pero la intervención de la omnipotencia es la negación de la humanidad de 
Dios, es contraria al proyecto de Dios de cumplir el sentido de su Reino a partir del hombre, 
no dentro de un más allá sagrado, sino en lo cotidiano. Jesús está desgarrado entre el 
dolor del hombre impotente ante los acontecimientos, y la fidelidad del Servidor, del Profeta 
o del Justo que sabe que una intervención poderosa no cambiaría en nada la maldad y la 
ignorancia que lo condujeron a esa situación. Su oración es fe en Dios, es hacer suyo el 
dinamismo del Reino y su sentido, a pesar de la oscuridad concreta de su porvenir. Jesús 
rechaza tentar a Dios, obligarlo a manifestar su poder para colmar su necesidad de vida; 
eleva, por el contrario, su deseo al plano de la promesa. 

El Reino madura en este mundo 
ORA/COMPROMISO: La oración de Jesús es normativa. Abandona su 
deseo más legítimo: salvarse de la muerte, para quedarse solamente con el deseo del 
advenimiento del Reino. La oración lo arranca de su propia preocupación para introducirlo 
en otra: la preocupación de Dios; la oración nos eleva por encima de nuestra propia 
preocupación, haciendo nuestra la preocupación por el Reino. Pero no nos equivoquemos: 
comulgar con la preocupación de Dios no es quedarse indiferente ante las preocupaciones 
del mundo. La preocupación de Dios es precisamente preocupación por el mundo. Era más 
humano que el hombre Jesús fuese fiel a su tarea y muriese a causa de su fidelidad, que 
intervenir con su poder y arbitrariamente cambiar el curso de los acontecimientos. Es en 
este mundo donde el Reino madura, es el hombre quien con el dinamismo del Espíritu lo 
construye, pero lo construye humanamente, es decir, en las condiciones precarias que 
tenemos, en medio del pecado, de la ignorancia y frente a la muerte. 
A partir de ahí es posible precisar la originalidad de la oración cristiana; concuerda con la 
del cristianismo, cuya esencia es confesar la inserción de Dios dentro de nuestra historia, a 
fin de realizar en ella su promesa. La oración es el acto por el cual comulgamos con el 
deseo de Dios sobre el mundo y nos integramos al dinamismo del Espíritu. En ella el 
hombre aprende a superar la satisfacción de su necesidad particular para acceder a la 
profundidad de un deseo que únicamente la revelación de Jesucristo saca a la luz. 

Para una pedagogía de la oración 
Esta perspectiva tiene sus consecuencias pedagógicas. La realización de sí mismo no en 
el orden de satisfacer únicamente mi necesidad, sino de descentralización, es decir, 
participando en la universalidad de un proyecto, está ligada en parte a la educación de la 
oración. Dios no escucha cualquier petición, no es un padre omnipotente que suple la 
debilidad de sus hijos y les otorga lo que ellos no pueden alcanzar por sí mismos; no es el 
sustituto de la omnipotencia infantil del deseo. La oración enseña a renunciar a esa 
omnipotencia, es decir, a renunciar al falso infinito de la necesidad para entrar en otro 
infinito, el del amor, del que Cristo es testigo, es decir, en un proyecto de solidaridad 
universal en el cual somos los cooperadores de Dios. Este proyecto el hombre no lo hace 
suyo espontáneamente ni acepta, naturalmente, que su realización personal pase por la de 
la humanidad entera. El advenimiento del Reino sólo significa esto: lo que define mi destino 
más personal en lo que concierne también a la humanidad entera. Pedir a Dios que venga 
su reino es abrirnos concretamente a esta orientación, es hacer nuestro el movimiento del 
Espíritu, es concordar con la exigencia que la promesa divina inserta en nuestra historia. La 
oración cristiana, aun la más personal, es, pues, siempre una oración comunitaria. El 
dogma, frecuentemente mal comprendido, de la «comunión de los santos» lo significa 
simbólicamente. La pedagogía de la oración me enseña a salir de mí mismo no para 
sacrificarme a una realidad exterior o a una sociedad extrínseca, sino para realizarme por el 
otro y con el otro, que son las categorías de nuestro yo y el camino del reconocimiento de 
Dios. La oración, sin el ejercicio concreto del salir de sí mismo que es la acción, sería ruido 
inútil de palabras. Por ello no parece posible subrayar su originalidad cristiana sin indicar su 
unión particular con la acción. Esto nos permite además hacer algunas observaciones más 
prácticas sobre la catequesis o la pedagogía de la oración. 

LA ORACIÓN CRISTIANA Y EL COMPORTAMIENTO DE LOS HOMBRES 
Orar es pedir a Dios entrar en su preocupación por el mundo. «No son quienes dicen 
Señor, Señor, los que entran en el Reino de los Cielos, sino quienes hacen la voluntad de 
mi Padre», dice Jesús. Entrar efectivamente en la preocupación de Dios es conducir el 
mundo de las tinieblas a la luz. El hombre, en la oración, dilata su corazón a la dimensión 
del deseo de Dios. Esta comunión con la preocupación de Dios sería mera palabrería si no 
tradujese en las categorías de nuestro mundo los imperativos o exigencias del Reino, 
esencialmente la superación de la necesidad particular para entrar en el orden del deseo 
universal de solidaridad, forma concreta del reconocimiento de Dios Padre, Hijo, Espíritu. 
La acción, dentro de esta perspectiva, es la verificación de la autenticidad de la oración. 
Para el cristiano, la oración no es verdadera sino por su efectividad, su traducción en las 
categorías de nuestra historia. 

Más allá de la particularidad de la necesidad personal 
Constantemente la oración, como ya hemos dicho, corre el peligro de caer en una actitud 
mágica o infantil: reducir a Dios a ser el sustituto de la omnipotencia infantil de nuestro 
«deseo». La oración auténtica nunca es el acto por el que el creyente disfraza su 
insuficiencia rehusando reconocerla. Al contrario, haciendo acceder al hombre al proyecto 
universal de Dios, le exige que realice, en la medida de lo posible, ese proyecto. Modela, 
pues, al hombre sobre el dinamismo del Espíritu y lo interpela para una verificación 
concreta de la promesa que se ha de realizar. La oración no está, pues, separada de la 
cooperación de los hombres al advenimiento del Reino. Eleva al hombre por encima de la 
particularidad de su necesidad para incitarlo a realizar concretamente y con humor (puesto 
que el Reino no depende solamente de mi acción) la universalidad de la promesa. 

La oración cristiana no es evasión ORA/EVASION Muchos hombres comprometidos en 
la acción, especialmente sindical y política, no participan mucho de esta opinión. 
Frecuentemente la oración les parece más bien una excusa. Así, cuando la Iglesia pide 
oraciones por la paz en Vietnam, algunos piensan que en el fondo eso los dispensa de 
tomar partido. Imploramos a Dios que destierre la violencia «venga de donde venga», 
absteniéndonos de emitir un juicio sobre la situación, porque la complicación de las 
realidades políticas no nos permiten conocerlas con objetividad. La oración es entonces la 
única acción posible en un tiempo dominado por la impotencia de los hombres para realizar 
lo que desea la mayoría: la paz. Lejos de ponernos en acción, aparta de la historia, hace 
peligrar la responsabilidad. No sirve de mucho llegar a una oración tan universal como la de 
la paz. Pero, además, la mayor parte de nuestras oraciones nos apartan de la acción 
colectiva y responsable, están ligadas a necesidades que no superan el ambiente 
doméstico. Así vemos cómo se enfervorizan en la oración, asistiendo continuamente a 
novenas y peregrinaciones, devorando sin saciarse jamás nuevas fórmulas, personas que 
no se ocupan de nada. Lo que les apasiona no es el advenimiento del Reino en las 
categorías humanas, sufren un hambre tan feroz de lo «sagrado» que los paraliza. Olvidan 
que Cristo había recomendado: «En vuestras oraciones, no charléis como los paganos: se 
imaginan que hablando mucho se harán oír mejor. No hagáis como ellos, pues vuestro 
Padre sabe bien lo que necesitáis antes de que se lo pidáis» (/Mt/06/07-08). 
A veces oímos expresar el pensamiento así: no hay tiempo para orar, hay demasiados 
compromisos políticos o sindicales. Sin duda, sería ingenuo negar la diversidad de ritmos 
que afectan la vida humana. Pero lo que cuestiona la opinión común es el posible acuerdo 
entre oración y acción: cuanto más humana es la acción, más unifica el ser. más pasión y 
espíritu es; cuanto más pesa sobre la historia, menos lugar tiene para la oración. Requeriría 
una santa -como alguien la llamó- indiferencia. Estar inmerso en las pasiones que agitan a 
la colectividad, sean técnicas, artísticas, científicas, sindicales o políticas, es hacerse poco 
a poco extraño a la oración. Los que frecuentan las iglesias de ningún modo son los 
hombres en plenitud de sus fuerzas, sino niños, mujeres y viejos. De ahí podríamos deducir 
alguna teoría sobre la oración y afirmar que la única desgracia del hombre es que no puede 
quedarse quieto dentro de un cuarto. Nos parece, al contrario, que la originalidad de la 
oración cristiana es la de unir indestructiblemente acción y oración, pues si ésta concuerda 
con el dinamismo de Dios, exige desplegarse en una visibilidad humana. 

La enseñanza de Jesús 
Cristo lo expresa claramente: «Cuando presentes tu ofrenda ante el altar, si te acuerdas 
de que tu hermano tiene algo grave contra ti deja tu ofrenda y ve primero a reconciliarte con 
él; luego puedes venir y presentar entonces tu ofrenda» (Mt 5, 23-24). La oración enseñada 
por Jesús establece la misma equivalencia entre nuestra acción y nuestra petición: 
«Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden.» La 
oración no debería ser una excusa. Al contrario, da lugar a la acción, asignándole un 
horizonte consistente en el proyecto evangélico mismo, la reconciliación. La reconciliación 
con Dios no existe si no es reconciliación con los hombres. La acción verifica la 
autenticidad de la oración, la oración revela la profundidad cristiana de la acción. Forman lo 
que pomposamente podríamos llamar «un matrimonio dialéctico». Descubrimos el sentido 
de una y otra sólo en virtud de su relación con el polo opuesto. En la oración hacemos 
nuestro el deseo de Dios; en la acción nos convertimos en sus cooperadores. Dios de 
ningún modo nos ha llamado al infantilismo y a la esclavitud, sino a la libertad y a la 
responsabilidad. Dios irrumpió en nuestra condición humana para hacer retroceder 
cualquier forma de destino; en Jesucristo incluso venció lo irremediable de la muerte. Así 
creó un espacio libre para la acción del hombre. Nos convertimos en imitadores de Dios en 
Cristo, en la medida en que hacemos retroceder lo que toma forma de destino. La 
pedagogía de la oración debería, pues, estar ligada a una pedagogía de la acción: 
transcribir a niveles de consistencia y autonomía diversos lo que constituye la universal 
intención del Reino. No hay acción cristiana, porque toda acción humana que libera del más 
mínimo destino, que hace acceder a la libertad, es objetivamente acción cristiana.

Dar una identidad visible a la oración ORA/ALIENACION
Una encuesta realizada en un pueblo del oeste de Francia reveló que la casi totalidad de 
los interrogados no veían ninguna relación entre una vida real, diaria, moral, como la suya, 
y la religión. Lo que les parecía esencial en su vida no tenía ninguna relación tal como ellos 
la veían. La forma visible de la religión no es, pues, para muchos el lugar de lo 
incondicional, es decir, el lugar último, lo que consideramos el lugar de la conciencia de una 
relación con lo Absoluto. Nos preguntamos sobre las razones de la desafección actual ante 
la oración, y especialmente ante la oración litúrgica. ¿No será quizá consecuencia de la 
incapacidad de la Iglesia para encontrar una expresión visible de lo que buscan con su 
oración? ¿No estaremos, en el plano de la oración, ante el mismo fenómenos que tenemos 
en el plano de lo Incondicional? La religión oficial ya no es para la mayoría de nuestros 
contemporáneos la forma visible de la decisión en pro del Absoluto, no es el lugar de la 
lectura de tal decisión. Como la religión, la oración se convierte en una ocupación sin 
maldad, pero también sin interés. No puede tener ninguna significación para un hombre 
deseoso de tomar en serio su existencia personal y social. Verá en ella una de las formas 
que justifican el irrealismo y la inconsecuencia de las decisiones eclesiásticas. Unos monjes 
compran por dos millones de dólares un inmenso parque y construyen una imponente 
abadía. Un sacerdote de los alrededores interroga al responsable de ese gasto, esperando 
que semejante desembolso serviría para alguien más: abrir el parque a los habitantes del 
vecindario, preparar un lugar para los grupos que quieren reflexionar. Respuesta 
asombrosa: «Hacemos este desembolso para preservar nuestra soledad y nuestra 
oración.» Para vivir la «pobreza llamada evangélica», la oración solitaria, hay que ser 
inmensamente rico; es un lujo aristocrático. En un orden feudal, ese inmenso dominio 
rendía un servicio público; en una economía capitalista, quizá es una de las formas de 
explotación. Querer salvaguardar la oración contemplativa con semejantes medios es 
privarla de su aspecto visible. 
Serían muchísimos los ejemplos de este desconocimiento de la relación dialéctica entre 
oración y acción. Con todos los matices necesarios podríamos interrogarnos sobre la 
misma liturgia. ¿No favorece también, con demasiada frecuencia, ese mismo 
desconocimiento? En la liturgia cantamos acontecimientos irremediablemente pasados: 
Yahvé realizando maravillas bélicas en favor de Israel. Dios ha actuado. Pero ¿actúa 
todavía? Oramos por todas las grandes causas, pero de tal manera que puedan concordar 
opciones contradictorias. Celebramos la reconciliación fraternal en la comida eucarística, 
pero de tal manera que el símbolo realizado no trastoca las enemistades objetivas. La 
oración abre campo para un posible acción, ya que el contenido de la promesa no termina 
nunca de llegar, pero este campo es frecuentemente tan abstracto que la unión dialéctica 
entre oración y acción se evapora. 

Ser honesto en la oración 
Sin embargo, esta unión debe aparecer siempre. La acción es la concreción del «deseo», 
la oración es su infinito. La oración es algo inerte si no se le da un rostro determinado; el 
deseo, algo vacío si no se convierte en real. Pero el dinamismo de la acción, cuya medida 
es la oración, no se agota jamás en lo finito. La oración atestigua esa renovación y 
proporciona a la acción el horizonte que necesita para no recaer en lo inerte. Entrar en el 
deseo de Dios a través de la oración no es, de ningún modo, pensar que yo realizo una 
acción infinita, es decidirme por la larga paciencia de las acciones finitas, las únicas que 
evocan el Reino que viene. La honestidad es así la primera exigencia de la oración 
cristiana. Toda oración que hace nuestro, individual o colectivamente, el deseo de Dios, 
reclama una acción proporcionada. Celebrar la fraternidad en la Eucaristía es transcribir el 
sentido de esa comida en la realidad no simbólica, en el lugar donde se celebra en esa 
situación particular. Orar por la paz, supone que dentro de la situación particular donde esta 
oración es celebrada se realiza una acción efectiva que instaura la paz. Oramos por los 
países subdesarrollados, por los viejos, por los enfermos. Nombramos mil realidades 
concretas. Lo que decimos supera en mucho lo que hacemos. Esa misma abundancia nos 
cansa. Quizá sería mejor callar todo lo que sabemos; son para nosotros sólo puras 
palabras. Quizá sea hoy la sobriedad la única forma de oración posible, en razón de la 
humildad de las realizaciones eclesiales. Hemos olvidado las cosas más elementales. 
Cantamos: «Alegrémonos en el Señor», pero no sabemos ser felices. Una joven mamá 
afirmó en una reunión que sólo encontraba a Dios cuando era feliz. Los presentes se 
escandalizaron y la trataron de hereje. Dios, decían ellas, sólo se encuentra en el 
sufrimiento y en la cruz. Olvidaban que Jesús había gritado en la cruz: «Dios mío, ¿por qué 
me abandonaste?» Cosas tan simples como la alegría humana no parecen ser ya un 
indicativo de Dios, y nos alegramos litúrgicamente en Dios. ¿Qué puede significar una 
liturgia que no retoma un sentido vivido en lo cotidiano? 
Surgen cuestiones más complejas. Cuando la oración es privada o personal es 
relativamente sencillo que esté acompañada por una acción proporcionada. Implorar a Dios 
para ser menos egoísta es encaminarse a una actitud más comprensiva hacia el otro, es 
esforzarse por salir de sí mismo. En el caso contrario, la oración no sería más que puro 
verbalismo. La oración comunitaria plantea problemas más difíciles. Cuando el grupo es 
homogéneo no será abstracta, y, por tanto, existirá una verdadera búsqueda de 
autenticidad. Cuando el grupo es una reunión anónima, como ocurre casi siempre en 
nuestras parroquias, la oración comunitaria sigue siendo una pedagogía de la acción 
exigida a cada cristiano. Ninguna acción proporcionada al nivel del grupo en sí mismo 
puede responder a la oración. Por tanto habrá que preocuparse más de que la oración 
comunitaria no esté totalmente separada de las preocupaciones de la vida diaria del mundo 
profano. La oración puede ser entonces la lectura en profundidad de lo que cada uno vive 
con relación al plano de su conciencia social. 

Cuerpo eclesial y oración universal 
Queda un tercer nivel: el de la oración universal de la Iglesia, en la que participa cada 
comunidad. La Iglesia se preocupa, en virtud de su catolicidad, por la humanidad entera. La 
Iglesia pesa sobre la opinión pública, es un dato de nuestra historia actual, tanto por sus 
opciones como por sus omisiones. Existe un testimonio de la Iglesia como organismo 
universal que no abarca exactamente la suma de los testimonios individuales; es de otro 
orden. La acción que corresponde a ese otro orden es infinitamente más difícil de lograr 
que la modalidad universal de la oración. Tenemos que imaginar una acción que no 
traicione la extraordinaria amplitud de tal oración. El cuerpo eclesial debe testimoniar como 
tal la autenticidad de la oración que dirige a Dios. ¿Es posible para una comunidad religiosa 
hacer otra cosa que remitir a los hombres a su verdad profana? ¿Su acción puede ser otra 
que la profética? El peligro es encerrarse en la palabra, ya sea oración o exhortación. Quizá 
habría que repensar la articulación entre el mundo profano, que es el horizonte de toda 
acción humana, y la profundidad religiosa o cristiana de toda acción profana que se abre al 
combate por el advenimiento de una sociedad menos inhumana. Profetismo en la medida 
en que las iglesias no se comprometen con las injusticias políticas y sociales, profetismo 
igualmente en la medida en que la palabra evangélica incita sin cesar hacia adelante el 
«deseo» humano y lo orienta hacia una utopía. 

CONCLUSIÓN 
La oración cristiana es descentrarse, salir de la propia preocupación para entrar en la de 
Dios, manifestada en Jesús. Su originalidad consiste en no sacarnos de la historia para 
volcarnos en una contemplación del rostro eterno en Dios, sino en hacer nuestro el deseo 
de Dios sobre este mundo; brevemente, en dar consistencia humana a este deseo. Por eso 
pensamos que es imposible separar dentro del cristianismo la oración y la acción que la 
autentifica. El drama actual de las iglesias, entre otros, es no aceptar esta dialéctica y 
mantener unidades artificiales en el orden de la oración, mientras no existen en la vida 
concreta. La cuestión no es de ninguna manera que las iglesias se entreguen a una acción 
que sustituya las diferentes instancias, políticas, culturales o económicas; se trata más bien 
de incitar a las iglesias a tomar en serio la unión entre toda acción humana, necesariamente 
profana, y su aspecto explícitamente «teológico», de cual uno de los modos de revelación 
es la oración. Querer separar oración y acción es rechazar la originalidad propia del 
cristianismo, que es manifestar la Trascendencia y alcanzarla en el corazón de las 
mediaciones humanas. El sentido último es el central, porque jamás existe 
independientemente de los sentidos particulares. La oración, en su orden, establece un 
lazo vital entre lo último y lo concreto: no existe, pues, de manera auténtica, sino en la 
medida en que dice una realidad histórica y conduce a una acción no menos histórica. La 
intuición cristiana es en todos los niveles la misma que nos revela la encarnación del Hijo 
de Dios. 

C. DUQUOC
ORACION Y CATEQUESIS
CELAM-CLAF. MAROVA
MADRID-1971 Págs. 49-64