Parte séptima

LA CONVERSIÓN


La grandeza del mensaje moral del Nuevo Testamento y el honor de saberse llamado al seguimiento de Cristo hacen al cristiano alegremente optimista. "Tu ley es mi deleite" (Ps 118, 77). Eso no impide que al mismo tiempo le atemoricen los abismos del pecado, que "excluye del reino de Dios". Nos sobrecoge la altura de las exigencias de esta ley nueva, muy por encima de nuestras fuerzas humanas. A todos, sin embargo, tanto al pecador privado del estado de gracia como al que, en marcha hacia las cumbres, siente penosamente su tardo caminar, se dirige la alegre nueva de la conversión.

A cada uno a su modo: al que está en pecado mortal se le anuncia la "primera conversión" como paso de la muerte a la vida; al que ha vuelto a caer, como una posibilidad de repetir su primera conversión; al que vive en gracia, como un llamamiento a la segunda, es decir, como urgencia de la gracia a hacer realidad en su vida todo lo que Dios ha ido grabando en su existencia con sus obras salvíficas.

Trataremos en primer lugar de la naturaleza de la conversión (sección primera) ; en segundo lugar, del camino de la conversión (sección segunda).

Es un error creer que la vida cristiana consiste ante todo en el cumplimiento de una ley de exigencias mínimas perfectamente delimitadas. El mandamiento principal, el mandamiento de la caridad, en el que está cifrada la "plenitud de la ley", es por su misma naturaleza una invitación a tender siempre hacia arriba.

Y como para el hombre herido por el pecado original la vida cristiana no es simplemente crecimiento, sino también conversión continua, en lucha incesante contra las inclinaciones torcidas de su corazón y del mundo.

 

Sección primera

NATURALEZA DE LA CONVERSIÓN

El llamamiento a la conversión es, en sus raíces más hondas, buena nueva.

I. La conversión del hombre es don grande de Dios.

II. Es una oferta que nos brinda el reino de Dios, venido a nosotros como reino de gracia.

III. La conversión del individuo ha de situarse sobre el fondo de la separación escatológica, la cual nos exige la mayor seriedad y la más santa resolución.


I. LA BUENA NUEVA DE LA CONVERSIÓN

Las primeras palabras de la predicación de Jesucristo que nos recoge la Sagrada Escritura son una llamada a la conversión: "Anunciaba la buena nueva del reino de Dios...: ¡El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios está cerca ! ¡ Convertíos y creed al Evangelio!" (Mc 1, 15; cf. Mt 4, 17). La palabra aramea que Cristo debió proferir para significar la conversión, literalmente, equivale a "¡Retornad!" Con Cristo ha irrumpido el tiempo de la salud sobreabundante, el tiempo del gran retorno a la casa del Padre. Dios mismo quiere celebrar con nosotros la fiesta de nuestro retorno. Ahora está ya cumplida la predicción de los profetas : "¡Volveos, hijos renegados! Yo soy vuestro Señor. Yo os iré a buscar" (Ier 3, 14).

Jesucristo describe la fiesta del retorno en la parábola del hijo pródigo. En la extrema degradación y miseria de su pecado, se acuerda el hijo de la liberalidad y bondad del padre, cuya casa abandonó.

Ese recuerdo le infunde ánimo: "Me levantaré e iré a mi padre." Receloso, va pensando durante el camino las palabras con que debe.ra confesar su grandísima culpa ante el padre y pedirle perdón. Pero el padre esperaba: "Estando aún lejos, su padre le vio y, con el corazón conmovido, corrió a su encuentro, y le abrazaba y le besaba." A la confesión de la culpa respondió el padre con gran fiesta y regocijo. Ofrece a su hijo un traje de fiesta y pone en su dedo el anillo de la reconciliación. Toda la casa rebosa alegría (Lc 15, 11-32).

El mismo Hijo de Dios ha venido a la tierra como buen pastor en busca de los pecadores. Y, como el pastor se alegra al recobrar la oveja perdida, así y mucho más reinará la alegría en los cielos por un solo pecador que se arrepienta (Lc 15, 7).

La conversión anunciada en el Evangelio es algo infinitamente más profundo que un simple progreso moral. La conversión anuda un lazo íntimo de amistad; funda la más estrecha relación entre Dios y el hombre, alejado hasta ese momento de la casa paterna y sumergido en la culpa y miseria de su pecado. Para comprender la maravillosa grandeza de la conversión, tenemos que mirarla a la luz de toda la obra divina de la gracia. "El Señor es quien manda salir a los muertos del sepulcro; y Él es también quien toca el corazón" (SAN AGUSTÍN, Confesiones).

En la predicación apostólica de la conversión hay que establecer una gran diferencia según que se dirija a los no bautizados o a la comunidad cristiana. Para los que todavía están fuera, el Evangelio del reino de Dios es invitación urgente al retorno, a entrar en el reino, a tomar parte en la fiesta nupcial de Cristo con la humanidad. A los bautizados fieles a su vocación se dirige más bien como honrosa invitación a estar cada día más dispuestos a "integrarse como piedras al edificio espiritual" (1 Petr 2, 5), a ponerse, por la gracia recibida en la justificación, "al servicio de la justicia para la santificación" (Rom 6, 19).

El papel capital de la gracia en la obra de la conversión resalta en la Sagrada Escritura con claridad meridiana. Los sacramentos de la conversión, bautismo y penitencia, ponen ante los ojos del convertido en forma evidente esa misma realidad.

El bautismo es el sacramento de la primera conversión. El sacramento de la penitencia es la "segunda tabla de salvación después del naufragio del pecado" (TERTULIANO, De la penitencia).

La actitud decisiva pedida al hombre como condición para el retorno a Dios es la fe en el Evangelio y humildad para recibir la gracia. "¡Convertíos y creed al Evangelio!" (Mc 1, 15). "El que creyere y se bautizare, se salvará" (Mc 16, 16). Quien está dispuesto a creer y anhela humildemente la gracia de Dios, recibe la salvación (la conversión) ya por solo ese anhelo (bautismo de deseo). Lo mismo en el sacramento de la penitencia : el bautizado que después de la justificación ha vuelto a Dios las espaldas por un pecado grave, recibe nuevamente la gracia mediante el sacramento; pero, si no le es posible recibirlo realmente, le basta un acto de contrición perfecta, la cual lleva incluidos en sí, por su misma naturaleza, el deseo y la disposición interior para el sacramento de la misericordia.

Para los cristianos sin conciencia de pecado mortal, todo sacramento y cualquier obra de la gracia divina, cuanto más los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía, son una invitación delicada a la "segunda conversión", a una entrega más íntima al Señor.

El santo bautismo, al cual uno de los primeros padres de la Iglesia, san Justino, denomina en su primera Apología "baño de la conversión", nos dice que ésta significa para nosotros morir y resucitar con Cristo (Rom 6). Convertirse quiere decir entrar en contacto con Cristo, que sale a nuestro paso con su amor inigualable; quiere decir tomar parte en los frutos de su pasión y muerte, asimilarse interiormente con Él. El carácter bautismal graba en el alma del convertido, con la ardiente escritura del Espíritu Santo, este emblema: "Santo para el Señor." Y, junto con el carácter bautismal, recibe el neófito la vida de la gracia, participación de la naturaleza divina, supuesto, cuando se trata de un adulto, que no ponga obstáculo a la acción de la gracia permaneciendo obstinado en su mala disposición.

La conversión, nos dice la Sagrada Escritura, es un nacer nuevamente de Dios (Ioh 1, 12s; 3, 36), ser recibido por Dios en calidad de hijo (Rom 8, 15; Gal 4, 5; Eph 1, 5), por lo cual se nos da al mismo tiempo la libertad de los hijos de Dios. La conversión es justificación por la gracia, nueva creación (2 Cor 5, 17), tránsito de las tinieblas a la luz. Todas estas expresiones ponen de relieve, junto con la iniciativa y obra de Dios, el honor y la dicha de la conversión.

La celebración y recepción de los sacramentos implica un encuentro totalmente personal con Cristo; un encuentro cuya iniciativa no parte del hombre, sino del Padre, porque Dios es quien se acerca primero. De igual manera, toda conversión verdaderamente religiosa supone la intervención personal de Dios, puesto que ante todo es obra del amor, de la misericordia y de la virtud divina. Dicho con otras palabras : toda conversión saludable tiene como una forma sacramental, que es la humilde disposición del hombre a dejarse transformar por la gracia de Dios. Sin esta actitud, no hay conversión a Dios.

Dios previene al pecador con su gracia y le acompaña en todos los pasos de la conversión. Es Él también quien la realiza en el sacramento o en vistas al sacramento. En la primera conversión la gracia divina es garantía que Dios nos da de que ha de llevar a su última perfección la semilla de santidad infundida en el alma, con tal de que el hombre se entregue a la dirección de la gracia.

Esta realidad del papel primordial de la gracia, que el concilio de Trento ha recalcado explícitamente, no entraña en modo alguno para el hombre una tentación a la pereza o a la negligencia. Precisamente a la luz de la gracia se nos revela en toda su magnitud y urgencia el precepto de la conversión, la obligación de abrirse a la gracia y prestarle nuestra colaboración. A la luz de esta gran verdad de la primacía de la gracia, no cabe el desaliento por nuestra humana flaqueza. Lo que Dios ha empezado con la gracia auxiliante, continuado y robustecido tan maravillosamente por la impresión del carácter sacramental y la participación de su vida divina, lo llevará a feliz término si nos entregamos a Él con fe, confianza y amor. "El Dios de toda gracia, que os llamó a su eterna gloria en Cristo Jesús, tras breves padecimientos os perfeccionará, robustecerá y consolidará" (1 Petr 5, 10).

Si por encima de todo procuramos siempre edificar sobre la gracia divina, a pesar de nuestra humana debilidad, a pesar de "la concupiscencia de los ojos, la concupiscencia de la carne y la soberbia de la vida que dominan el mundo" (1 Ioh 2, 16), a pesar de los poderes de las tinieblas, tendremos siempre la alegre confianza de "saber que para los que aman a Dios todo contribuye a su bien, porque han sido llamados según su decreto. Pues a los que Él previó, los predestinó a ser semejantes a la imagen de su Hijo, que había de ser el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, los justificó; y a los que justificó, los conduce a su gloria" (Rom 8, 28ss).

El fundamento de nuestra esperanza en la misericordia divina es Cristo, nuestro Redentor. Él sale a nuestro camino para ayudarnos, para salvarnos, y nos invita a volver a la casa del Padre. Cristo es la meta de nuestra conversión : hacernos semejantes a Él por la obediencia y amor al Padre, celebrar eternamente en su unión la fiesta del amor trinitario.

Así, todos los medios de salvación, todo llamamiento interior de la gracia y toda gracia exterior es una invitación optimista y estimulante, pero también absolutamente seria, a la conversión : para el que está en pecado mortal, una llamada a la primera conversión; para el que marcha por vías de salud, una invitación a profundizar su conversión, una llamada a la segunda conversión, a entregarse de lleno al corazón de Dios.

Para los apóstoles, el bautizado es un hombre fundamentalmente convertido : de él, en vista de los dones y ayudas de la gracia divina, no cabe sino esperar una vida exenta espontáneamente de pecado grave y un continuo crecimiento en fe y caridad. Por eso, al predicar la conversión a cristianos hundidos en la tibieza y en el vicio, adoptan los apóstoles tonos de rígida seriedad algo desacostumbrados. "Si, después de haber conocido a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, y haber sido sacados de la inmundicia del mundo, se dejan nuevamente envolver y dominar por ella, serán sus postrimerías peor que las primerías... A éstos se aplica el proverbio : El perro vuelve sobre su vómito; y el otro : Puerca lavada, a revolcarse en el cieno" (2 Petr 2, 20-22). Sin embargo, para comprender bien el alcance de expresiones tan duras, conviene advertir que no se dirigen tanto a quienes han caído por pura debilidad, como a quienes se han vuelto nuevamente al pecado de lleno y con todo su ser. Los renacidos del Espíritu Santo, que han saboreado los dones divinos, deben temer que se les cierren todos los caminos de regreso si vuelven de lleno a la antigua vida de pecado, y más si abandonan la fe; para su retorno haría falta un milagro de la gracia, y sería presunción esperarlo (cf. Hebr 6, 4ss ; 1 Ioh 5, 16 ss).

Esto debe servir de advertencia a los cristianos: que Dios renueve nuestra conversión, después de haber renunciado nosotros a ser hijos suyos, es gracia absolutamente inmerecida, pura misericordia de Dios. Aun para los cristianos que han caído en pecado mortal, la invitación a renovar la conversión es fundamentalmente buena nueva, pero en distinto sentido que para quienes todavía están esperando la redención y no han tenido su encuentro con Cristo.

El cristiano que ha cometido un pecado, el cual "excluye del reino de Dios", debe sentir la tremenda oposición entre pecado y "ser en Cristo". Sólo así adquirirá conciencia de cuán grande es la gracia de la reconciliación. Por eso, cuando los apóstoles predican la conversión a los cristianos, vuelven siempre a insistir en la honda transformación realizada por la gracia divina en la primera conversión. Ese pensamiento debe servir de estímulo a los tibios para renovar su conversión, a los fervorosos para progresar en el bien y vivir con toda resolución de la nueva realidad.

Tras pintar la vergonzosa esclavitud bajo el pecado, hace el Apóstol esta observación: "Esto fuisteis; pero ya habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1 Cor 6, 11).

La llamada de conversión para los cristianos en peligro suena así: "¡Vigilad!" (Apoc 3, 2), o también : "¡Sed sobrios y vigilantes!" (1 Thes 5, 6; 1 Petr 5, 8). Desde los días apostólicos, el tono básico de la predicación penitencial que la Iglesia dirige a los cristianos suena así : Vivid a plenitud de la riqueza de la vida de gracia que se os dio en la primera conversión. "En otro tiempo erais tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. ¡Caminad, pues, como hijos de la luz ! El fruto de la luz se muestra en pura bondad, justicia y verdad" (Eph 5, 8s).

Todas esas expresiones utilizadas por la Sagrada Escritura para designar la trascendencia de la primera conversión realizada por la gracia divina: renacidos del Espíritu Santo, regenerados en Cristo, hechos hijos de Dios, muertos y resucitados con Cristo, son para el cristiano una continua exhortación a hacerlas completa realidad en todos sus sentimientos y aspiraciones, en todas sus obras (cf. Rom 6 ; Eph 2, l ss ; 4, 20ss, y passim).

Esta "urgencia de conversión" es apremiante para todo bautizado. Y los santos nos dan ejemplo, pues son ellos precisamente quienes han tomado más en serio esa invitación a progresar alegremente, sin creer en ningún momento que ya no necesitan conversión.

La buena nueva de la conversión continua nos hace a los cristianos humildes ante el bien de la gracia de Dios en nosotros, y humildes también en la renuncia. Al mismo tiempo nos da gran ánimo, pues nos hace mirar con gratitud a la meta excelsa que Dios ha inscrito en nuestra existencia mediante el bautismo. y demás sacramentos y a la cual nos llama con un amor totalmente personal.


II. CONVERSIÓN Y REINO DE DIOS

Jesús fundamenta la necesidad de la conversión en la venida del reino: "Anunciaba la buena nueva del reino de Dios : El reino de Dios está cerca. ¡Convertíos!" (Mc 1, 15). La venida del reino hace posible el retorno de los hombres alejados de Dios; más aún, les impone la obligación urgente de volver. En su más honda naturaleza, la conversión es la humilde aceptación de la realeza de Dios, entrega fecunda y activa a su reino con alma abierta para recibirlo y pronta para la acción. Ese reino, como pregona el prefacio de la fiesta de Cristo Rey, es "reino de gracia y santidad, reino de verdad y vida, reino de justicia y paz".

La conversión no es simplemente un sí al reino futuro de la gloria. La conversión es un sí pronto y agradecido al reino de Dios tal como Él, según su sabiduría, lo estableció en este mundo para el tiempo que media entre la fiesta de pentecostés y la segunda venida de Cristo. El reino venidero está abierto solamente para los que reciban el reino ya venido. Por eso tiene tanta importancia para comprender bien la naturaleza de la conversión, conocer de qué manera el reino de Dios está ya presente en este mundo.

a) "Reino de santidad y de gracia"

El reino de Dios no es fruto del esfuerzo humano. Es reino de gracia y, por tanto, reino de Dios; único poseedor de toda riqueza y todo poder y que distribuye sus dones como mejor le parece, según su sabiduría y su amor. El hombre que se figure poder apelar ante Dios a derechos adquiridos o al premio de su esfuerzo, viola el derecho soberano de Dios y se hace indigno de su gracia. Dios no concede sus bienes saludables más que a los humildes. Sólo quien se presenta ante Dios consciente de su pobreza y está ante Él humildemente como un pordiosero, merece la bienaventuranza del Señor: "¡Bienaventurados los pobres de espíritu! De ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3). Para los soberbios, el Dios omnipotente cambiará la obra de su gracia en fuego devorador. "Dispersa a los soberbios. Arroja a los poderosos de su trono y encumbra a los humildes. A los hambrientos llena de bienes. A los hartos despídelos vacíos" (Le 1, 51-53).

Viendo el anonadamiento del Dios omnipotente, bien puede el hombre hacerse pequeño y humilde como un niño. "Si no os volvéis y hacéis como niños, no podréis entrar en el reino de los cielos" (Mt 18, 3). Para el niño no hay cosa más natural que pedir y ser agradecido. No podemos figurarnos su vida sino como un continuo estar pendiente del cariño y cuidados de sus padres. Pues bien, el reino de los cielos se ofrece al hombre como puro regalo de amor y misericordia, como don que sobrepasa infinitamente toda la capacidad humana, y que sólo se da a quienes, con alma de niño, están dispuestos a dejarse regalar por Dios y a entregarse del todo a su amorosa dirección e imperio. "Quien no reciba el reino de Dios como niño, no podrá entrar en él" (Mc 10, 15).

El pecador arrepentido y consciente de su pobreza y de su culpa, está mucho más cerca del reino de Dios que el hombre moralmente intachable que cree ser justo por sí mismo y aun tener a Dios obligado. "¡Oh Dios! Tú no desprecias el corazón contrito y humillado" (Ps 50, 19).

Que la conversión es un sí humilde a la gracia. nos lo dice también el Señor con el lenguaje eficaz de los sacramentos. Ellos ponen toda nuestra vida bajo el primado de la gracia. En su lenguaje simbólico, los signos sensibles, informados por la palabra de vida, nos enseñan que Dios es el primer actor y que todo nuestro trabajo resultará baldío si no va realzado por la palabra y la acción divinas. Por su amor y liberalidad, perdona Dios los pecados y nos da la vida de gracia: ningún programa mejor para nuestra vida que la frase recitada por el sacerdote en la misa inmediatamente después de la comunión de la sagrada hostia: "¿Qué podré yo dar a mi Señor por cuanto ha hecho conmigo?"

El prefacio de Cristo Rey denomina al reino de Dios "reino de santidad y de gracia". Dios nos santifica en los sacramentos. Toda santificación es obligación, inscrita en nuestra alma, de vivir para la gloria de Dios. Precisamente por eso, por vivir de la gracia de Dios, porque de nosotros mismos no podemos ofrecer a Dios nada, porque hemos sido santificados por su pura benevolencia, puede y debe exigir Él de nosotros que vivamos "en santidad y justicia".

b) "Reino de verdad y de vida"

Cristo, Palabra del Padre, trae al mundo la plena luz de la verdad. Por esa razón, la condición primera para convertirse y entrar en el reino es la fe. Sólo quien tenga fe y se deje conducir por Dios con alma de niño, puede llegar a la luz y convertirse en antorcha de este mundo. Ahora bien, la regla de la fe es la verdad.

La verdad que Cristo nos ha traído es participación en la vida del Dios trino; es verdad que lleva en sí misma la vida y pide, por tanto, vivir de la verdad. Para el hombre pecador el primer paso del retorno a esta vida de verdad en Cristo es el humilde reconocimiento de sus pecados. En la conversión, que se inicia por la fe, no se trata de un escueto sí de la inteligencia a una verdad de tantas : se pide el sí del corazón a aquella Verdad que reclama para sí toda nuestra vida, la somete a su juicio y pretende transformarla. Al confesar: "Padre, he pecado" (Le 15, 18), honramos a la verdad de Dios y desenmascaramos la mentira. Al mismo tiempo despejamos el camino para una vida fecunda en la verdad.

c) "Reino de justicia, de amor y de paz"

El pecador convertido confiesa su injusticia ante el Dios justo. Dios le justifica en virtud de la pasión expiatoria de su Hijo, Jesucristo, nuestro Redentor. Pero, si queremos participar de los frutos de la redención, debemos estar decididos a someternos a la ley de la satisfacción de Cristo. Uno de los frutos de la conversión será, pues, la prontitud para la satisfacción v la expiación.

La "justicia mejor", promulgada por Cristo en el sermón de la montaña y con el ejemplo de toda su vida como ley de su reino, es la caridad. Ésta es la tarjeta de identidad de nuestra condición de hijos del reino, como también el meollo de la conversión. Todo lo que hemos dicho sobre la caridad y sus frutos (cf. las partes cuarta a sexta) no es sino la descripción del reino de Dios.

El reino eterno de los cielos, al que nos preparamos en el reino de Dios sobre la tierra y cuyo camino nos abre la conversión, es reino de caridad: concelebración del amor trinitario en la comunidad de los santos y de los ángeles. Principio y figura de esa comunidad de amor eterno es aquí abajo la Iglesia, esposa de Cristo. La sagrada eucaristía, sobre todo, nos permite celebrar ya desde ahora ese amor eterno entre Cristo y la Iglesia. La eucaristía es memorial: nos recuerda que Cristo fundó su reino en este mundo con la realización más grande de su amor, su muerte en la cruz; en la eucaristía exultamos con júbilo por la victoria de su amor en la resurrección y recibimos la prenda del banquete eterno de amor en el cielo.

Todos los sacramentos, pero sobre todo los dos sacramentos de la conversión, bautismo y penitencia, están ordenados a la sagrada eucaristía. Siendo este sacramento el signo eficaz de la unión del cuerpo de Cristo y de la unión y amor mutuo de sus miembros, es evidente que el fin de la conversión ha de estaren el crecimiento y consumación del amor, en la conexión y colaboración de los cristianos. Por eso reza la Iglesia al principio del tiempo de penitencia: "Infúndenos, Señor, el espíritu de tu amor, para que a los que has saciado con un mismo pan celestial los hagas por tu piedad concordes" (poscomunión del viernes después de Ceniza).

El pecado mortal arranca al bautizado de la comunidad de salvación, fundada en la gracia. Sin embargo, la Iglesia, que anuncia el reino del amor y es ella misma, por los sacramentos, el gran signo eficaz del imperio amoroso de Dios, no desampara al pecador. Reza, se sacrifica por él y no cesa de llamarle a la conversión. Por el sacramento de la penitencia le admite nuevamente en el reino del amor, en la paz de Cristo; devuelve al contrito todos sus derechos filiales en la familia de Dios.

La misma Iglesia nos enseña en su liturgia esta verdad : la conversión es la vuelta del pecador a la comunidad de gracia y a la solidaridad de salvación en la Iglesia. El rito solemne del sacramento de la penitencia reza así: "¡Devuélvelos al seno de tu Iglesia! Haz que, perdonados sus pecados, vuelvan incólumes a tu Iglesia, de cuya santa comunidad se alejaron por el pecado... para que tu Iglesia no se vea privada de una parte de su cuerpo y tu rebaño no sufra mal alguno. Hazlos volver, vestidos del traje nupcial, y ser de nuevo admitidos en el banquete del que fueron arrojados" (Pontifical Romano).

Los profetas preanunciaban al Mesías futuro "Rey de paz". No con la espada, sino con la entrega de su cuerpo, ha establecido Cristo la paz entre Dios y la humanidad. Su paz es muy distinta de la paz imaginada y buscada por los poderosos de este mundo (cf. Ioh 14, 27). La paz del Señor y el vínculo de la paz entre los hijos de Dios es fruto del Espíritu Santo, don de Cristo resucitado. No hay otro camino para alcanzar esa paz, paz del corazón, que la vuelta sincera a Dios. El reino de Dios viene precisamente a los pecadores para traerles la paz (Mt 9, 13 ; 11, 19). Pero solamente los "hombres de buena voluntad", los firmemente decididos a aceptar el querer del Padre de los cielos (Mt 7, 21) y a salir de su pecado, pueden recibir la paz de Dios. El empecinamiento en la culpa excluye del reino de Dios (1 Cor 6, 10).

d) El reino de Dios en el mundo

El reino de Dios "no es de este mundo". Así lo declaró Jesús en un momento solemne ante el representante del imperio romano a cuyo tribunal había sido conducido (Ioh 18, 36). Cristo no recurre, consecuentemente, a medios autoritativos de orden terreno para robustecer su testimonio en favor de la verdad. Lucha contra el poderoso reino de las tinieblas con las armas de su amor presto a la muerte. Hasta su segunda venida, ha de sufrir su reino ininterrumpida violencia de los poderes de este mundo (Mt 11, 12; Lc 16, 16). El reino de Dios, realización de paz y de gozo en el Espíritu Santo, exige una lucha inexorable frente al mundo: "No he venido a traer la paz, sino la espada" (Mt 10, 34).

El discípulo de Cristo ha de ser plenamente consciente de la diferencia radical entre reino de Dios y reino de este mundo. Y tan diferentes como los reinos son las armas que uno y otro utilizan. Sobre todo, el cristiano ha de guardarse de asemejarse al mundo. "Si uno ama el mundo, no hay amor de Dios en él; porque en el mundo no hay más que concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia de la vida" (1 Ioh 2, 15).

Verdad y luz son nuestras armas en la lucha contra los poderes de las tinieblas; de ahí la especial obligación que tienen los discípulos de Cristo de cultivar sobre todo la paz y la concordia entre sí. De otro modo no podrán resistir frente al espíritu corrompido del mundo. "Ser sal de la tierra" quiere decir preservar de la corrupción mundanal todos los sectores de la vida: "Buena es la sal; pero si la sal se vuelve insulsa, ¿con qué la sazonaréis? ¡Tened en vosotros sal y estad en paz danos con otros!" (Mc 9, 50).

Pero, aun sin ser de este mundo, el reino de Dios está en el mundo. Cristo vino al mundo, "se hizo carne" para implantar en el mundo el amoroso imperio de su Padre celestial. Se llama a sí mismo "luz de este mundo" (Ioh 8, 12; 9, 5). Por muchas razones, el reino de Dios es una realidad visible en el mundo: ciudad sobre el monte, luz sobre el candelero (Mt 5, 14s). En su oración sacerdotal pide Cristo al Padre que preserve a los suyos de la malicia mundana: "Padre santo, guárdalos en tu nombre; que sean una sola cosa, como lo somos nosotros... No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal" (Ioh 17, 11-15).

Cristo pronuncia sentencia contra el mundo autosuficiente y soberbio, pero viene a salvar a todos los que están en el mundo. No consentirá en abandonar ningún campo mundano al poder de Satán. Ha venido a traer la salvación al mundo creado por el Padre (Ioh 3, 15). Sus discípulos deberán difundir por todas partes la eficacia del reino: "Vosotros sois la sal de la tierra... Sois la luz del mundo" (Mt 5, 13s). "El reino de los cielos es como la levadura que toma la mujer y la mezcla con tres medidas de harina, a fin de que fermente toda la masa" (Mt 13, 33). El canto jubiloso por la elección de los redimidos: "Te has hecho un reino de sacerdotes, y reinarán sobre la tierra" (Apoc 5, 10), no se reserva únicamente para el estado escatológico. Ya ahora, en este tiempo intermedio, debe el sacerdocio real, el nuevo pueblo de su Dios, pregonar a todo el mundo las obras divinas (1 Petr 2, 9) y hacer redundar todo en alabanza de Dios. Toda la creación, que suspira por tomar parte en la gloriosa libertad de los hijos de Dios, debe gustar a través de los convertidos algo del dominio liberador de Dios (Rom 8, 19ss). Así, todas las cosas se beneficiarán de nuestra vida según la nueva libertad.

De esta forma, la aceptación del reino de Dios y, por tanto, la conversión significan también esencialmente entrar en los designios de Dios sobre el mundo y las comunidades terrenas. Aunque la conversión ha de concebirse primariamente como respuesta a Dios que nos invita a la salvación, y no como un nuevo enfoque del mundo y de los órdenes terrenos, sin embargo, por íntima necesidad, la conversión ha de realizarse en contacto con el mundo, pues para todo él se ha anunciado la salud. El que reza: "Venga a nosotros tu reino ", no puede luego comportarse frente a los órdenes del mundo como si la religión fuera asunto puramente privado.

Naturalmente, la conversión es ante todo transformación del propio corazón y "vida oculta en Cristo" (Col 3, 3 ; cf. 1 Petr 3, 4). Pero esta nueva actitud interior no será auténtica mientras no supere los simples intereses por la propia salvación. El convertido de verdad no se cierra en el angustioso problema de cómo arreglárselas para ganar la benevolencia de Dios. La conversión no es un suceso aislado en la vida de un hombre aislado; es un sí al imperio de Dios que a todo se extiende.

La venida del reino de Dios afecta a toda la creación; por eso la conversión de un individuo o de una comunidad supone necesariamente una transformación del ambiente. Así lo pide la naturaleza misma de la conversión, exigencia del reino de Dios, de su imperio salvífico. Pero también, y con idéntica necesidad, lo pide la situación del convertido. Nuestra existencia es esencialmente ser en el mundo: Dios no llama al hombre en abstracto, sino al hombre concreto en toda su circunstancia, en el seno de esta familia, en el ejercicio de esta profesión, rodeado de este vecindario, con esta herencia histórica, en suma, en esta coyuntura vital. Y yo no puedo realizar el tránsito de mi existir "en el mundo malo" a la vida "en el reino del amado Hijo de Dios" sin que la redención extienda también su eficacia al mundo que me rodea. Quien desee convertirse del todo, debe tener voluntad seria de comunicar a su ambiente el sello del señorío amoroso de Dios. El sí a su reino no podrá desarrollarse en el corazón mientras el convertido no empeñe por la causa de Dios toda su personalidad y todas las posibilidades dentro de su campo vital.

Cristo es sin duda salvador de mi prójimo y mío; pero también es redentor de todo el mundo; de igual manera, mi salvación, la autenticidad y duración de mi conversión van ligadas al cumplimiento de mi misión redentora del ambiente a mí confiado.

La misma exigencia — ser sal de la tierra, luz del mundo — brota de la ley fundamental del reino de Dios : el amor al prójimo, la caridad fraterna. Dejar al demonio el campo de nuestro ambiente social no sólo implica menoscabo de los derechos de Dios sobre el mundo y de la gloria de nuestro Redentor; es también hacer muy difícil a la gran mayoría el logro de la eterna salud y la consagración de su vida a la gloria de Dios en medio de una atmósfera corrompida. El que ama al prójimo en Dios y busca con clarividencia su verdadero bien, su salvación, no puede separar ese amor de la solicitud por el ambiente, el suyo y el nuestro, en el cual conjuntamente con él hemos de labrar nosotros nuestra propia salvación. La conciencia de esta realidad de que, en la lucha por un ambiente más sano, buscamos en definitiva nuestra común salvación, robustecerá el espíritu de comunidad.

e) Crecimiento del reino de Dios y de la conversión

"El reino de Dios es como un grano de mostaza que un hombre cogió y sembró en su huerto. Creció y se hizo árbol grande, y los pájaros del cielo anidaban en sus ramas" (Lc 13, 19).

El reino de Dios no llegará del cielo al fin de los tiempos cuando menos se lo espere, como piensan algunos teólogos protestantes. Ya ahora está presente y lucha por alcanzar su última perfección, la cual ciertamente sólo se la puede dar el Señor cuando retorne del cielo en su gran día. En su primera venida lanzó el pregón del reino de Dios en el mundo, lo fundó con su sangre y con su resurrección garantizó al mundo la victoria futura.

Mientras tanto, todo su reino está sometido a la ley del crecimiento. Por su íntima relación con el reino de Dios, también la conversión está sometida a esa ley. Tanto la conversión para el total de los elegidos, como la perfecta conversión de cada uno en particular se rige por la ley de un progresivo desarrollo.

El gran tránsito de la muerte del pecado a la vida con Cristo es ciertamente una nueva creación, obra formidable del poder de Dios, que Él realiza con una sola palabra. Por parte de Dios, es una regeneración; por parte del hombre, un vuelco poderoso, un abrirse en plan de recibir humildemente la gracia y de someterse a la voluntad de Dios. Tratándose de un adulto, esta gran transformación viene ordinariamente preparada por toda una cadena de gracias auxiliantes y por el perfeccionamiento paulatino de las disposiciones espirituales. Tanto y más aún que la vida natural, necesita normalmente la nueva vida de la gracia un largo espacio de tiempo para alcanzar su pleno desarrollo. Y con frecuencia es menester esperar la plena madurez hasta que llegue el sí amoroso a la voluntad de Dios en el momento de la muerte (cuando la total purificación no se reserva parcialmente para el purgatorio).

Estando la conversión esencialmente determinada por el reino de Dios, el crecimiento de la nueva vida en el convertido no puede considerarse aisladamente, separada del crecimiento del reino de Dios en el mundo. La salvación del individuo está en la más íntima conexión con la plenitud salvífica del reino de Dios en el mundo. En épocas de grandes santos y dentro de una comunidad de fe viva es más fácil mantener el fervor y avanzar en el amor divino. Sin embargo, tras ese dato evidente de experiencia, queda el misterio insondable de la solidaridad de salvación entre todos los miembros del cuerpo místico de Cristo. Cuanto más agradecida y activamente viva el cristiano esta solidaridad, tanto más sano será su desarrollo religiosomoral. Y el medio mejor para abrirse al crecimiento en la gracia es rezar, trabajar y luchar por el advenimiento del reino de Dios a este mundo.

Así pues, todo lo que hemos dicho sobre las relaciones entre conversión y reino de Dios se orienta en definitiva a un solo punto fundamental: a que el individuo convertido, consciente de esa solidaridad, se abra y se lance a trabajar por la causa del reino de Dios en el mundo. El llamamiento al apostolado y, sobre todo, al cultivo pastoral del ambiente no puede venir algo así como un apéndice al cabo de una conversión. Siendo la conversión respuesta al reino de Dios en vías de implantación, ¿cómo considerar el interés activo por el reino cosa de segundo rango? En todos los grados de la conversión el hombre, en lucha y avance agradecido, debe ser consciente de su solidaridad y corresponsabilidad por las cosas de Dios y por la causa de las almas inmortales. Precisamente así encuentra su expresión el cometido interior del hombre, que evoluciona de la esclavitud del yo al amor del Señor. Así corno el sacramento del bautismo, que nos hace miembros del cuerpo de Cristo, halla su coronamiento en el sacramento de la confirmación, sacramento del apostolado, de igual manera se prueba la madurez interior en el celo ardiente por la gloria de Dios y la salvación de nuestro prójimo.

Puesto que al crecimiento del reino de Dios en nosotros y en nuestro ambiente se oponen las fuerzas del mal, aún no completamente debilitadas, no habrá verdadero progreso del reino de Dios ni en nosotros ni en nuestro alrededor si no hay continua conversión (segunda conversión). Y tampoco habrá perfecta con-versión sin lucha perseverante.


III. RESOLUCIÓN Y SEPARACIÓN ESCATOLÓGICA

Al celebrar los santos misterios como expresiones de la ley fundamental de la vida cristiana, anunciamos la muerte y resurrección del Señor "hasta que vuelva" (1 Cor 11, 26). De igual manera, también la conversión incluye esencialmente un carácter escatológico. La conversión es la obra de separación, al fin de la cual Cristo, triunfador de la tremenda batalla contra el pecado, la muerte y el príncipe de las tinieblas, entregará al fuego eterno a quienes se hallen a su izquierda e introducirá a los de la derecha en su reino eterno.

A la luz de las postrimerías, cuya mortal seriedad se descubrió en el viernes santo, cuya fuerza salvadora apareció de manifiesto en la resurrección del Señor y se revelará a todo el mundo cuando vuelva con gran poder y majestad, es como hemos de considerar la decisión de la conversión. La plenitud de salvación de los últimos tiempos da a la conversión el carácter de una resolución alegre y a la vez radical.

Y ya ahora están presentes a nuestros ojos los contornos de la separación final y de la victoria definitiva del amor de Dios. Dios ha empeñado todos los recursos de su amor y de su poder ; también Satán lucha con toda la rabia de su desesperación y endurecimiento. ¿Quién será capaz de plantarse tan tranquilo entre ambos campos? ¿Quién va a querer seguir jugando con la muerte en el pecado, mientras en la cruz se rescata la vida del mundo nuevo y se anuncia ya la triunfal resurrección?

En el mensaje bíblico de la conversión se presentan frente a frente dos ejércitos en orden de batalla: el imperio salvador de Dios y el reino destructor de Satán. De la misma manera, en cada individuo y en toda comunidad dos fuerzas luchan en su existencia: el hombre viejo, autosuficiente, egoísta (que la Sagrada Escritura llama "hombre carnal"), y el hombre redimido, regenerado en Cristo. Y una de las cuestiones más importantes es saber cómo se enfrentan ambos cuerpos de ejército y ambos tipos de existencia en este tiempo intermedio entre la primera y la segunda venida de Cristo.

"La última hora" (1 Ioh 2, 18) sigue siendo un tiempo intermedio, durante el cual en cierto aspecto está todavía velado lo nuevo, el reinado de Dios ya implantado eficazmente. Los frentes y el resultado final aparecieron ya con todo su relieve en la cruz y en la resurrección de Cristo. Las fuerzas de los últimos tiempos están ya real y eficazmente presentes en los sacramentos. Por ellos está el Crucificado, el Resucitado y el que ha de venir en medio de los suyos. Pero sólo está presente para los que creen en Él. Para los no creyentes permanece oculto, escondido por el escándalo de la cruz. La separación de los hombres en los dos frentes está continuamente verificándose. Para el individuo se consuma con la muerte; para toda la humanidad concluirá con la segunda venida de Cristo. Mientras tanto, crece en un mismo campo la cizaña junto con el trigo (Mt 13, 36-43). La misma Iglesia distingue en su red, según la conducta exterior, peces buenos y malos (Mt 13, 47-50).

El mundo está todavía suspirando porque espera el pleno retorno, la completa revelación de la gloria de los hijos de Dios. Más de una vez, en el corazón del hombre y en los diversos campos de la vida, se interfieren las líneas de la lucha entre "mundo" y "reino de Dios" (cf. BERNHARD HARING, Fuerza y flaqueza de la religión, pp. 64-80). Todo este tiempo entre el primer pentecostés y la vuelta de Cristo está bajo el signo de la conversión, es decir, del devenir y de la separación. La luz, el amor que brilla en Cristo separa el verdadero amor del falso.

El complejo problema según el cual la decisión radical de los últimos tiempos pueda conjugarse con el "todavía no" del tiempo intermedio, ha hallado una peligrosa y equivocada explicación en la expresión luterana "pecador y justo al mismo tiempo" y en la moderna "mística del pecado".

Según Lutero, aun después de la justificación el hombre sigue corrompido hasta la misma medula. Por su propia condición existencial, pertenece tanto al mundo del pecado como al reino de Dios. La justificación no le afecta más que en su más íntima interioridad; en el fondo, no le aprovecha sino en el juicio gracioso de Dios, reservado absoluta-mente al más allá. El viejo tronco del pecado sigue produciendo con una especie de "automatismo" (así Helmut Thielicke) sus frutos amargos, si bien, claro está, al justificado no se le imputan como culpa.

En la actualidad se advierte dominante en algunos círculos católicos cierta propensión hacia una mística del pecado. En los últimos siglos ha abundado no poco ese tipo de vida de santos en que, con una deslumbrante inocencia y santidad falsamente atribuidas al héroe desde los primeros años, se paliaba lo duro de la lucha. En reacción, esa nueva tendencia oscurece el carácter victorioso de la gracia en el tiempo de salud; se rechaza toda delimitación terminante entre el bien y el mal. El tono fundamental de la predicación apostólica, anunciando a los cristianos que han sido arrancados de las tinieblas y colocados en la luz maravillosa de Dios (1 Petr 2, 9), cede ante un pesimismo resignado que toma como norma de la vida cristiana el hecho de que, en efecto, la mayor parte de los cristianos no se encuentran en medio del combate, sino más bien, por regla general, en el pelotón de los derrotados.

Pero, naturalmente, afirmar que en determinada época y en determinados sectores de la cristiandad aumentan en punto alarmante las zonas oscuras no equivale a afirmar que se acepte la mística del pecado. También el vidente de Patmos nos muestra cómo en ciertas comunidades cristianas se encuentran juntas a un tiempo luces y sombras (Apoc 2-3). Pero en todas sus palabras está diciendo que es algo antinatural e inaudito esa indecisión de los cristianos para romper con su antiguo estilo de vida y ese comportarse como si todavía pertenecieran a un mundo irredento.

Tampoco ha de tacharse como mística del pecado la orientación que, por ejemplo, refleja Graham Greene en su novela El poder y la gloria: la imagen de un sacerdote esclavo de la bebida, un pobre hombre con taras hereditarias y caracterizado por la vida insegura de los evadidos, que, aun siendo fundamentalmente bueno y estar animado de sentimientos de caridad fraterna, cae una y otra vez en la borrachera y se estremece de pavor con sólo pensar en el martirio. Sin embargo, aun sin calificar la actitud del novelista dentro de la corriente de la mística del pecado, para hacer de ese tipo la imagen ideal del nuevo santo hay que enfocar bajo una luz totalmente falseada todo lo que en buena razón psicológica y sociológica es en sí exacto y liberador.

Acojamos con simpatía la nueva corriente hagiográfica por su esfuerzo en señalar con toda sinceridad, y aun con cierta dureza, las posibles inclinaciones defectuosas de los santos, pues también ellos están condicionados por su disposición hereditaria y por el clima espiritual de su mundo ambiente. Sobre ese fondo destacará y nos convencerá tanto más la victoria del amor de Dios y el "a pesar de" que exige la santidad. Sólo que este propósito de autenticidad no degenere en manía de acumular sobre el rostro de los santos toda clase de anomalías dolorosas y se contente con mencionar de pasada su grandeza de alma y su vigorosa influencia en su tiempo.

Aun siendo tan malo el orgullo de quienes frente a "el otro" pretenden aparecer como los absolutamente buenos y puros; no por eso dejará el bautizado de afirmarse, siempre agradecido a Dios, en su optimismo nacido de saberse arrancado por gracia de Dios del reino de las tinieblas y ser ahora "luz en el Señor", "luz del mundo", y poder caminar como hijo de la luz. El cristiano se ha decidido ya radicalmente contra el mundo del pecado:

"¿Cómo podríamos seguir viviendo en el pecado nosotros, que hemos muerto al pecado?" (Rom 6, 2). "'Consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom 6, 11).

Tanto para el hombre individual corno para la Iglesia, que es la comunidad de todos los bautizados, el bautismo es realmente un volverse posesión de Dios en virtud de la muerte y resurrección de Cristo. A pesar de todos los manejos y fuerzas del mal que se mueven dominando el mundo, sigue bien visible, izada en alto, la bandera del señorío salvador de Dios en la tierra: la Iglesia. En ella, esposa del Señor, los actos salvíficos de la muerte y resurrección de Cristo perduran con plena actualidad y eficacia saludable; así la Iglesia es " juicio sobre este mundo". Ella nos da seguridad: "Ahora será arrojado fuera el príncipe de este mundo" (Ioh 12, 31). Gracias a su acción salvadora y conforme al amor de sus hijos, puede resonar ya en mitad de la lucha el himno triunfal de los ejércitos celestiales : "Ha llegado el imperio de nuestro Dios y de su Ungido sobre este mundo" (Apoc 11, 15).

Claro que esta realidad aparecería más de manifiesto si los cristianos no opusieran el obstáculo de sus defecciones culpables que frecuentemente estorban al desarrollo del reino de Dios en el mundo. No cabe duda de que en parte son los bautizados y justificados por Dios los culpables de que las fuerzas del mundo nuevo no hagan más brillante irrupción en ellos mismos y en su ambiente.

El tiempo nuestro, tiempo final, que, sin embargo, es todavía tiempo intermedio, es el tiempo de la gran salvación y el tiempo del "todavía no" . Por tanto, este tiempo no significa que debamos ser ya perfectos en todo momento de nuestra vida en el mundo; pero sí se nos pide que con todo el corazón creamos en la buena nueva del reino de Dios y trabajemos sin tregua por el imperio universal de Dios; de esa forma nos acercaremos a la salvación definitiva.

Así, para la fe católica, la obra divina de la conversión de los pecadores y la potencia propia del hombre redimido brillan al claro optimismo del día de pascua y de la segunda venida de Cristo "en poder y majestad". Pero, precisamente por eso, el

cristiano se siente obligado a una resolución radical y a una lucha inexorable contra el mal en lel mundo y en su propio corazón.

Todos los signos escatológicos : los sacramentos, la Iglesia, el curso de la historia de la salvación, las predicciones de la Sagrada Escritura, la figura de la Madre de Dios, son para el convertido signos de alegre esperanza, mientras que para el orgulloso, para el siervo indeciso y perezoso, son signos del juicio amenazador. Quien, frente a la gracia incomprensiblemente grande del reino de Dios venido a este mundo y en marcha hacia su consumación, no quiere convertirse, habrá de sufrir un juicio más duro que el de Sodoma y Gomorra (cf. Lc 10, llss).

Todo el tiempo entre la primera y la segunda venida de Cristo es "hora última" (1 Ioh 2, 18), es decir, hora del gran deslinde y de la apremiante decisión. Y si la vuelta de Cristo se hace esperar, es por la longanimidad de Dios, que deja a la humanidad tiempo para convertirse. Por eso ha de ser tanto más rigurosa la condenación de los que dejaron pasar inútilmente el tiempo de la gracia sobreabundante y de la longanimidad divina (cf. Rom 2, 4ss; 2 Petr 3, 9ss). "¿Cómo escaparíamos del juicio si dejáramos pasar tan gran salud?" (Hebr 2, 3).

 

Sección segunda

CAMINO DE LA CONVERSIÓN

La moral cristiana no es un rígido elenco de principios inconmovibles, ni tampoco la simple exposición de exigencias esenciales. La conversión encierra una noción dinámica; por eso la ley cristiana es por su misma esencia ley de vida. De ahí la importancia de señalar los pasos y grados más decisivos que llevan a la conversión y a la perfección.

Si hablamos de camino hacia la conversión, esto no lo entendemos como sucesión de pasos diversos independientes entre sí. Aun concediendo cierta primacía al primero respecto de los demás, son todos ellos distintas fases de un proceso vital, las cuales se condicionan e influyen mutuamente.

Conversión significa liberación del pecado mediante la entrega a Cristo y a su reino. Ni el reino del pecado ni, mucho menos, el reino de Cristo pueden definirse de un solo trazo. Partiendo de las principales enseñanzas de la Sagrada Escritura sobre el pecado y la vida en Cristo, mostraremos claramente cómo la gradual liberación del poder del pecado significa para el convertido ir al mismo tiempo entablando una relación cada vez más íntima y profunda con el reino de Dios. Igualmente pondremos de manifiesto la íntima conexión existente entre la conversión individual y el bienestar de todo el cuerpo místico de Cristo. Pues, cuanto más alta conciencia adquiera el cristiano de la solidaridad en la salvación, tanto más se verá libre de su anterior relación de solidaridad con el mal.

I. Frente al miserable estado de cautiverio entre las cadenas del pecado, se nos presenta la contrición como el tránsito al reino del amor, a la comunidad de la salvación.

II. El pecado es tiniebla y mentira: la confesión nos introduce en el reino de la luz y de la verdad.

III. Contra la culpa e injusticia que encierra en sí todo pecado, la satisfacción y penitencia se nos presentan como la reparación de los derechos de la divina justicia.

IV. Vivir en el pecado es vivir sin ley: la conversión nos introduce en la nueva ley regida por el Espíritu de vida.


I. LA CONTRICIÓN

a) El poder maléfico del pecado

Para comprender perfectamente la naturaleza y finalidad de la contrición, que es el acto central de la conversión, considerémosla primeramente referida al pecado como acción y como estado de sujeción a un conjunto de fuerzas siniestras.

El pecado, en cuanto acción pecaminosa, tiene lugar cuando pensamos, deseamos, decimos o hacemos algo que sabemos y advertimos suficientemente que va contra un mandamiento divino, es decir, contra la voluntad de Dios. Será pecado mortal si con ese deseo, palabra o acción ponemos en juego deliberadamente nuestra amistad con Dios (ofendemos gravemente a Dios) y, no obstante, persistimos en ese propósito o acción desordenada.

Al poner estas limitaciones a la noción de pecado, parecería que para muchos hombres, especialmente para muchos de nuestros contemporáneos, las cosas no están tan mal. Pues es claro que hay no pocos a quienes, en medio de su conducta desarreglada, ni siquiera les pasa por la conciencia la idea de que están ofendiendo a Dios. Incluso algunas veces llega a faltar conciencia clara de la maldad misma de la acción.

¿Qué consecuencias se siguen de aquí? ¿Habremos de alegrarnos de que tantos hombres no se den cuenta de la repugnancia que existe entre su conducta y la voluntad de Dios, por el hecho de que así los pecados subjetivos serán menos frecuentes? Al fin y al cabo, ¿no sería mejor desconocer por completo la ley divina, haciendo imposible su transgresión consciente? ¡De ningún modo ! Es cierto que, a causa de la inclinación pecaminosa del hombre y de su alejamiento de Dios, la ley aumenta el pecado (Rom 5, 20). Pero eso no quita que un conocimiento claro de la voluntad de Dios sea siempre un gran bien para el hombre, pues mediante ese conocimiento puede darse cuenta de la enorme desgracia que supone el estar en pecado.

De por sí, el precepto no puede romper al hombre las cadenas del pecado. Pero el precepto y la ley tienen señalada una misión dentro de los planes salvíficos de Dios. El conocimiento de la propia miseria y debilidad frente al precepto de la ley exterior hará sentir al hombre la necesidad de Cristo y de su obra redentora; la ley será el pedagogo que lleve al hombre hasta Cristo. Para comprender verdaderamente la miseria del pecado, no basta conocer que se ha trasgredido deliberadamente un precepto ; es preciso experimentar el dolor del arrepentimiento en presencia del Dios de amor que puede y quiere salvarnos. Sin gracia y dolor, el pecado, aun poniendo exteriormente de manifiesto la corrupción del corazón humano, no viene en definitiva sino a paliar a los ojos del pecador el estado interior de su alma.

La Sagrada Escritura habla con frecuencia del pecado, en singular. Sin embargo, no se refiere tanto a la transgresión particular de un precepto, como al estado general del individuo y de la humanidad bajo el poder de la culpa. La acción pecaminosa trae siempre como secuela y castigo necesariamente anejos el estado de pecado y alejamiento de Dios. Además, aun tratándose del individuo, el pecado personal no puede darse aislado; por necesidad ha de moverse dentro de un horrible complejo de factores que comenzó por el pecado de los primeros padres y ha continuado de mal en peor con los pecados de nuestros mayores, los del mundo que nos rodea y nuestros propios pecados. El hombre que no pone en ejercicio su libertad para plantarse frente al pecado de su propio corazón y del mundo ambiente, irá cayendo cada vez más bajo el poder del pecado. Porque "todo el que obra pecado se hace esclavo del pecado" (lob 8, 34; cf. Rom 6. 16).

En la epístola a los Romanos nos ofrece el Apóstol de las gentes el sombrío cuadro de una humanidad pagana que, a pesar de haber conocido a Dios, no le rindió la debida adoración. La consecuencia obligada fue el endurecimiento de su corazón y la perversión del instinto natural (Rom 1, 21-32). El pecado, cuya malicia propia consiste en volver libremente las espaldas a Dios, nos aparta de Él, fuente de todo bien y de toda libertad para el bien. La acción pecaminosa trae consigo el estado de alejamiento de Dios. El pecado arraigado en el corazón, juntamente con el desorden de las criaturas que nos están sometidas y toda la maldad del "espíritu del mundo", forman una sola fuerza siniestra tras la que en fin de cuentas está el enemigo de Dios. Si el arrepentimiento no lo arroja inmediatamente del alma, el pecado se convierte en pesada carga y en un nuevo eslabón de la cadena que retiene cautivo al pecador en las garras de Satán y del mundo perverso.

El pecado es egoísmo y endiosamiento del propio yo (cf. Gen 3, 5). Pero, una vez cometido, se trueca en la más fiera enemistad contra uno mismo, en oposición al propio yo y a los designios de Dios sobre el mundo con que Él nos protege y dirige (cf. Gen 3, l6ss). El pecador pretende independizarse de Dios, y para ello se marcha de la casa paterna (Is 1, 2-4; Ier 2, 13; Lc 15, llss : el hijo pródigo). Pero fuera de esa casa no se extiende sino el imperio de Satán, en cuyas manos se pone uno cada vez más incondicionalmente con cada nuevo pecado (Ioh 3, 8; cf. Ioh 8, 39ss).

Junto al pecado mortal, que es un abandonar el camino hacia Dios, está el pecado venial, que es un estacionarse en ese camino. El pecado venial no es la transgresión plenamente consciente y fundamental de una disposición de la voluntad de Dios; es contentarse con una relación imperfecta con Él, pero sin entregarse a la esclavitud de Satán. No obstante, el pecado venial, muy repetido y no borrado por el arrepentimiento, va preparando en el alma el alejamiento de Dios y enfriando el amor hacia Él, que al fin termina apagando por completo.

El pecado no es solamente un peligro o una pérdida de la propia salvación. Lleva siempre consigo una amenaza más o menos grave contra la salvación del prójimo, contra la comunidad de los santos. Todo pecado es un apoyo, una contribución en favor de las tenebrosas fuerzas del mal en el propio corazón y en el mundo. El dolor que devuelve la salud al alma, el verdadero y eficaz arrepentimiento, debe oponerse a todos estos efectos del pecado.

b) El objeto de la contrición

La contrición debe estar en guardia contra todo falso sentimiento de culpabilidad, que no serviría sino para quitarnos las alegrías de la casa de Dios, e incluso nos apartaría del auténtico dolor por nuestros pecados reales y por la miseria moral de nuestros prójimos. El objeto de la contrición, en el estricto sentido de la palabra, es solamente el pecado propio. Y pecado es solamente el desorden que nace de una falta personal de responsabilidad en algún modo consciente y culpable.

Por la contrición saludable detestamos en general todos los pecados cometidos y cada uno de ellos en particular, en la medida en que tenemos conciencia de haberlos cometido. Cuanto más ahonde el dolor y ponga más al descarnado los ocultos y torcidos móviles que anidan en el fondo del alma, tanto más se librará ésta de los hábitos y reliquias de aquellos pecados que sin lágrimas de dolor fueron relegados al subconsciente.

La contrición verdaderamente grande y profunda no se contenta con echar una mirada dolorida a determinadas acciones culpables y a los móviles torpes que las han ocasionado. La verdadera contrición ve más bien en esa acción, y quizás aún más en las muchas acciones desordenadas puestas sin conciencia actual de su desorden, una muestra de la maldad acumulada en el corazón y una consecuencia de pecados todavía no expiados. Una contrición existencial, que sacude hasta las últimas raíces de la conciencia, no dice solamente : "He hecho tal pecado", sino que reconoce humildemente: "Soy así de pecador." En los pecados que se cometen ligeramente sin gran oposición de la conciencia, puede verse el influjo tremendo de los pecados pasados y, sobre todo, la insuficiencia del dolor y satisfacción por ellos. Un dolor auténticamente profundo y puesto a su tiempo, junto con mayor espíritu de penitencia, hubiera fácilmente cortado el retoñar de las "obras estériles".

Tratándose de la obligación estricta de confesar y del derecho a recibir la sagrada comunión sin que haya precedido la confesión sacramental, se pueden excusar más de una vez esta o aquella falta cometida sin la debida advertencia y deliberación, sobre todo si es un pecado dudoso. Pero respecto del esfuerzo necesario para lograr la perfecta renovación interior mediante el espíritu de contrición, es indispensable reconocer humildemente delante de Dios el propio estado de pecado. El pecador debe tener suficiente sinceridad consigo mismo para decirse : "Toda esta maldad se ha ido acumulando en mi corazón por falta de efectivo dolor y penitencia; mi malicia ha llegado a tal extremo, que mi conciencia ya ni se sorprende de mi cruel egoísmo y del escándalo de mi conducta."

Es cierto que no se ha de imputar como pecado grave el retoñar totalmente involuntario, y aun medio inadvertido, de un viejo hábito que interiormente se combate con serio arrepentimiento. Pero también es cierto que el incesante revivir de ese hábito en los movimientos espontáneos y actos semivoluntarios es una urgente y seria exhortación al debido dolor con corazón humilde y contrito.

Sin embargo, hay también algunas faltas lamentables cuyo origen no ha de buscarse en pecados propios, ni presentes ni pasados, pues son el resultado evidente del pecado original, de los pecados de nuestros padres y, sobre todo, el producto de un medio más o menos pervertido que oprime al alma con su peso abrumador. A tales faltas, que no son culpa nuestra, propiamente no podemos nosotros extender nuestro arrepentimiento. Pero también es verdad que no podemos sacudir sin más ni más toda la culpa sobre las taras hereditarias o la perversión del ambiente. En esta materia no debemos nunca descansar de preguntarnos primero si hemos hecho todo lo que estaba en nuestras fuerzas para lograr que el reino de Dios se implante con pleno vigor en nuestro medio, facilitando así a los demás, y antes a nosotros mismos, el conocimiento y práctica del bien. ¿No habrá que ver quizás en nuestra resistencia a gracias anteriores la causa de que no cicatricen las heridas del pecado original y de que nuestra lucha contra el mal en nosotros y alrededor de nosotros sea tan poco eficaz?

Frente al pecado del prójimo, el espíritu de contrición y el dolor por la ofensa hecha a Dios no deben inducirnos a emitir un juicio despiadado. Debemos más bien preguntarnos si en iguales circunstancias no hubiéramos también sucumbido nosotros. En virtud de los lazos que nos unen con los otros miembros del cuerpo de Cristo y, sobre todo, con aquellos que viven en nuestra compañía, es preciso que después del pecado nos planteemos siempre esta pregunta: "¿Cuántos pecados de los otros se podrían evitar, si yo correspondiera en toda ocasión a la gracia y me entregara con todo empeño a la implantación del reino de Dios entre los que me rodean?" Y esta pregunta no hemos de proyectarla precisamente sobre el pasado, lo cual no serviría más que para provocar en nosotros angustia y un estéril remordimiento, sino que hemos de enderezarla hacia adelante, trazando sobre bases de profunda humildad el camino del futuro.

c) La contrición como hecho salvífico

Cristo tomó sobre sí todo el peso de nuestros pecados; por nosotros sufrió los tormentos, los desamparos y la muerte que habían merecido los pecados de la humanidad. "Ved al Cordero de Dios, que toma sobre sí el pecado del mundo" (Ioh 1, 29). "A quien no conocía el pecado, lo hizo Él por nosotros «pecado», para que nosotros fuéramos en Él «justicia» de Dios" (2 Cor 5, 21).

La fuerza maléfica del pecado celebra su victoria en la muerte, que es su fruto (Rom 5, 12.21). Aparentemente, el pecado alcanzó su mayor victoria en la muerte de Cristo. El extremo desamparo del Señor en la cruz sirve para poner de relieve cómo aleja de Dios el pecado. Pero, aunque Cristo quiso tomar sobre sí todas las miserias y sufrimientos de una humanidad que penaba sometida al pecado, en realidad el pecado no cantó victoria en la muerte de Cristo. La muerte del Redentor es el más redondo triunfo sobre el poder del pecado, que mantiene a los hombres neciamente alejados de Dios y entregados a una muerte desesperada y sin sentido. La muerte de Cristo ha transformado radicalmente, en su misma naturaleza, la muerte. En la muerte de Cristo, ofrecida como expiación por los pecados de todo el mundo, no faltó ninguna amargura, ninguna ignominia; y, a pesar de eso, Cristo hizo de su muerte, que fue el acto supremo de su amor obedientísimo, en sacrificio amoroso, el acto más capital de la historia de la humanidad, al convertirla en camino hacia la resurrección. De esa manera, el poder del pecado fue herido de muerte precisamente cuando parecía alcanzar el punto culminante de su victoria (1 Cor 15, 55s).

La muerte y resurrección de Cristo, como victoria y desenmascaramiento del poder del pecado, prestan su actualidad y eficacia saludable al acto de verdadera contrición. La muerte de Cristo es, dentro de la historia de la salvación, el acontecimiento que da la vida para siempre y a todos los hombres (Rom 6, 10). En la conversión se nos comunica esa vida con perenne actualidad: "Así, vosotros consideraos como muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rom 6, 11).

La contrición es un acontecimiento saludable que cobra actualidad por su referencia a los sacramentos de la conversión. Toda la historia de la salvación es una gran batalla contra las fuerzas tenebrosas del pecado, y los sacramentos tienen por fin ofrecernos a cada instante en su viva actualidad y eficacia la fuerza contenida en los hechos salvíficos de Cristo. Por eso, en virtud de la eficacia de la pasión de Cristo, podemos por el arrepentimiento participar interiormente de la muerte y resurrección del Señor.

La contrición es fruto de la fe, pues considera el pecado y el estado de pecado al abrigo del juicio divino, que Cristo tomó sobre sí en la cruz. La esperanza anima al hombre contrito, pues sabe que, sometiéndose al juicio de la cruz, la muerte de Cristo le ha librado de la cólera divina. Esta contrición tiene, además, un carácter sacramental, pues significa, para el hombre que por la fe y la esperanza se dispone a recibir el sacramento, un encuentro con el Redentor, que le tiende amorosamente los brazos y de quien todo lo espera. El cristiano contrito se sabe, por la gracia, por la fe y por la esperanza, ya esencialmente dentro del campo de influencia de Cristo, cuyo encuentro y presencia experimenta prácticamente en los sacramentos de la conversión (bautismo y penitencia) y en los sacramentos de los ya convertidos (eucaristía, confirmación, unción de los enfermos, matrimonio y orden).

Por la contrición percibe el creyente la injusticia y miseria del pecado con el mismo dolor que sufrió Cristo bajo el peso de nuestros pecados en el huerto de los Olivos y sobre el Calvario. Así como la muerte de Cristo transformó la muerte en manantial de vida, así la perfecta contrición transforma el estéril tormento de los remordimientos de conciencia en dolor saludable que producirá frutos de nueva vida. En la contrición muere el hombre viejo, a fin de que domine ya en nosotros el hombre nuevo creado en Cristo. Esta participación en la muerte y resurrección de Cristo por medio de la contrición sólo se explica en virtud de su relación con el bautismo, en el que morimos al pecado para vivir ya totalmente para Dios en Cristo Jesús (Rom 6, 11). Sin un dolor sobrenatural por el pecado, no puede desarrollar el bautismo toda su eficacia salvadora de muerte junto con Cristo. Respecto de los adultos, la recepción del bautismo sin verdadero dolor de los pecados graves cometidos sería infructuosa (aunque no inválida, pues cuando menos se imprimiría el carácter bautismal). Si el dolor que precede al bautismo no es dolor de contrición (dolor perfecto), sino sólo de atrición, entonces el bautismo hará que se desarrolle naturalmente el germen de amor implícito en ese dolor imperfecto fundado en el temor; es decir: el bautismo dará la potencia y fuerza interior propia de los hijos de Dios para dolerse del pecado por amor de Dios. Lo mismo, a su modo, vale de la relación entre atrición y sacramento de la penitencia.

De este análisis de la naturaleza íntima de la contrición y de su relación con los sacramentos, deducimos que la contrición no solamente debe preceder a la recepción fructuosa de los sacramentos de la conversión, sino también que los sacramentos confieren el poder y, por tanto, la obligación de concebir un dolor de los pecados cada vez más perfecto. Esta última afirmación tiene sobre todo gran importancia para la recta comprensión del bautismo de los niños: el infante no tiene todavía pecados personales de que arrepentirse y no puede tampoco formar un acto de dolor por su solidaridad en los pecados de toda la humanidad. Y, sin embargo, decimos que aun en el bautismo de los infantes la contrición tiene su puesto : el bautismo, aunque recibido de una vez para siempre, es un hecho salvífico perseverante en su eficacia de asociarnos con la muerte y resurrección de Cristo; pues bien, el bautismo debe conducirnos gradualmente a una asimilación cada vez más perfecta con la tristeza de Cristo por el pecado y la miseria del pecado, completando así en nosotros la victoria plena sobre el pecado. El dolor saludable por el pecado es en todo momento gracia y deber que nacen del sacramento del bautismo.

El dolor de contrición que experimenta el bautizado por sus propias culpas y la santa tristeza que le causa la desgracia de un mundo sumido en el pecado, tienen siempre su origen en el santo bautismo, tal como nos lo presenta san Pablo, como un morir juntamente con Cristo y un configurarnos con su resurrección (Rom 6). Mediante la progresiva purificación interior, en la que desempeñan papel preponderante la contrición, el santo pesar y la aceptación de todos los padecimientos de la vida con espíritu de compunción, en unión con Cristo, lograremos que cobren plena realidad en nuestra alma estos efectos del bautismo, de hacernos morir juntamente con Cristo.

"¡Bienaventurados los tristes, porque ellos serán consolados!" (Mt 5, 5). "La tristeza según Dios obra continuo arrepentimiento para salud; en cambio, fruto de la tristeza de este mundo es la muerte" (2 Cor 7, 10). El que ha entrado en la tristeza del Redentor bañado en sangre y clamando en el abandono de su pasión con grito poderoso a su Padre, puede empezar a descubrir el temible poder del pecado. En comparación con la muerte espiritual del pecado, todos los sufrimientos terrenos y hasta la misma muerte física ya no pueden causarle miedo. El dolor de contrición lleva en sí el germen de una vida nueva según Dios, pues en ese dolor actúan las fuerzas de la resurrección de Cristo. Esa contrición ha recibido la promesa del consuelo celestial, del cual se nos concede en este mundo un anticipo en el amor de Dios que brota del dolor y en él se purifica.

"Bienaventurados los pobres de espíritu", bienaventurados los que por el Espíritu de Dios se han hecho humildes, los que en su corazón se reconocen ante Dios como mendigos y lo esperan todo de la misericordia divina. "De ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3). Pues ellos conocen que el pecado es alejamiento de Dios y, entregados totalmente a la gracia, han muerto para su viejo yo, orgulloso y autosuficiente; por eso puede Cristo hacerles participar de su vida.

Esto nos muestra que la contrición del pecador convertido y la tristeza santa del hijo de Dios por las ofensas que Dios recibe de los pecadores no tienen nada que ver con un "arrepentimiento puramente moral". Hay un abismo entre la contrición saludable y ese sentimiento por el que un hombre juzga este o aquel tropiezo de su vida pasada, pero solamente en atención a su empobrecimiento axiológico o a la pérdida de un menguado valor de orden ético, adoptando en consecuencia una nueva actitud respecto de determinado valor moral. Sin desconocer que, por su parte, la contrición saludable provoca también espontáneamente una nueva relación con los valores éticos.

d) La contrición, camino hacia la libertad

Hemos visto que solamente se puede imputar al hombre como pecado la acción desordenada libre y conscientemente ejecutada. ¿Cómo, pues, es posible que haya pecado en aquellos hombres que están de tal manera atenazados por el vicio, que no tienen en modo alguno conciencia de estar realizando una cosa mala, o bien que no encuentran en sí mismos posibilidad de resistir? He aquí, nuevamente, la cuestión que nos planteábamos al principio. Lo que acabamos de decir sobre la contrición como acto pleno de actualidad y eficacia saludable nos indica el camino para la solución de este importante problema. La contrición es camino que conduce a la libertad. Para comprender mejor este problema "contrición-libertad", resumamos ahora lo que anteriormente, en la parte segunda, queda dicho sobre la esencia v formas de la libertad.

Por el hecho de entregarse al mal, a la prosecución de un fin último perverso, no pierde el hombre, ni mucho menos, su fuerza de voluntad. Por el contrario, no es infrecuente que el mal ponga de manifiesto una capacidad y decisión, y desarrolle una tan voluntariosa energía, que llegue a avergonzar la extraordinaria flojedad de muchos hombres a los que su misma naturaleza inclina hacia el bien. Sin embargo, no nos engañemos. A pesar del ímpetu con que se entrega a su fin, al pecador le falta por completo la "dichosa libertad de los hijos de Dios", y gradualmente va perdiendo también la libertad moral, es decir, la fuerza interior para amar el bien y decidirse por él.

La libertad de los hijos de Dios se pierde inmediatamente de golpe por todo pecado grave. Esa libertad es la expresión del amor filial a Dios, de la amorosa docilidad al Espíritu Santo, que nos hace exclamar : "Abba!, ¡Padre ! " (Rom 8, 15) ; ¡y el pecado grave es precisamente rechazar de plano a Dios Padre!

La libertad moral, en cambio, la va perdiendo el hombre por el pecado sólo poco a poco. Como ser imperfecto, el hombre no puede abarcar de una sola mirada, en su acto de conocer, las últimas consecuencias de su acción, ni expresarse con todo su ser incondicionalmente en un acto de su voluntad. Así, tampoco puede en un solo acto comprometer definitivamente su libertad para el bien ni para el mal. En esto se diferencia de los espíritus puros, que lo contemplan todo en una sola mirada y en un solo acto de su voluntad ponen la expresión total de su ser.

Pero aun con tales reservas, el pecado mortal es una fuerza que liga firmemente la libertad del hombre, pues exige una entrega "plenamente humana" de esa libertad al servicio del mal y una renuncia a su capacidad para el bien. El hombre se estabiliza del lado del peso más fuerte, sucumbe a su debilidad frente al mal. Si luego, a pesar de todo, se le concede nuevamente la capacidad inicial para el bien, será siempre por liberalidad del Creador, que llega en cierto modo a mover hacia delante el pie del pecador en su primer paso hacia el bien. Cuando Dios detiene al hombre en su caída, lo hace aprovechando las posibilidades aún no agotadas en el servicio del mal. Pero de por sí, atendiendo tan sólo a la esencia del pecado y a la naturaleza del hombre, una vez que éste se ha metido libremente en el abismo de la culpa, por sí mismo no podría hacer otra cosa que precipitarse irremisiblemente hacia el fondo. También aquí se descubre el pecado en su siniestro poder ; es una fuerza que va royendo paulatinamente la libertad moral del hombre. Aunque esto sólo vale —y vamos llegando ya al núcleo de nuestro problema—respecto de los pecados de que uno no se ha arrepentido o bien no lo ha hecho con la debida seriedad. Éstos son, en realidad, los pecados que oscurecen cada vez más el conocimiento de los valores y afirman a la voluntad en el mal. El levantarse después de la caída es tanto más difícil e improbable, cuanto por mayor tiempo se ha diferido la contrición.

Mediante una fiel colaboración con la gracia, puede el hombre ir desarrollando en sí la virtud como estado o hábito de su voluntad y de su corazón que, por sus íntimas relaciones con el bien, hace cada vez más fácil y agradable la práctica de las buenas obras. La virtud representa un desarrollo de la libertad moral. En cambio, muchos pecados repetidos y no expiados con la debida contrición crean en el alma el estado de pecado, que va minando la libertad hasta reducirla a cero. Pero mientras no se llega a este punto, mientras Dios mantiene al alma ligada a lo bueno que todavía hay en ella o bien, por una intervención extraordinaria de su gracia, despierta nuevamente las precarias posibilidades del hombre para la virtud, puede aún el pecador avanzar sus pasos por el camino del bien. El más decisivo e importante de éstos es precisamente la contrición: sin ella es imposible el tránsito de la esclavitud del pecado a la verdadera libertad. Solamente la contrición puede hacer saltar las cadenas del estado de pecado.

Pero si no es por un extraordinario milagro de la gracia de Dios, la contrición no devuelve de golpe la libertad moral. La contrición ha de ir hundiendo poco a poco sus raíces hasta romper las cadenas del amor desordenado a sí mismo y conducir al verdadero amor a sí y al auténtico cuidado por la propia salvación. El santo temor y la solicitud por la salvación personal dejarán libre el camino para un amor de Dios mucho más puro y éste a su vez conducirá al verdadero amor a sí mismo en Dios. Hasta que el pecador no conozca la miseria de su pecado, no sienta la sacudida del santo temor y no confiese con humilde arrepentimiento su culpa ante Dios, el amor sobrenatural de Dios y de sí mismo no pueden tener cabida en el alma.

La victoria de la contrición en el alma empieza cuando el hombre sufre al verse bajo el poder del pecado y ansía dolorosamente por el bien. El sí inicial al bien, aun cuando no arrastre consigo toda la voluntad y todas las energías vitales, es ya una señal de que se va recobrando la libertad para el bien. El paso más decisivo y verdaderamente liberador lo da el pecador cuando reconoce que por sí mismo no puede alcanzar la libertad y recobrar todo lo perdido por el pecado. "El espíritu de súplica" (cf. Zach 12, 10-14) es principio de conversión. Aquel a quien Dios ha concedido ese espíritu de súplica puede, confiado en que Dios romperá las cadenas de su esclavitud, rezar: "Bendito sea Dios, que no ha querido rechazar mi súplica, ni retirar su misericordia de mí" (Ps 65, 20). La oración contrita y la súplica humilde, pidiendo a Dios una contrición siempre más eficaz y profunda, abren el camino para recibir de manos del Dios omnipotente la nueva libertad.

He aquí, por fin, la respuesta a la cuestión que nos planteamos al principio : Un pecado que nace de la falta de libertad para el bien, provocada en el alma a causa de pecados no expiados por la contrición, será imputado como culpa en la medida en que intervino la libertad para provocar esa situación. Y este grado de libertad hemos de buscarlo no sólo en los pecados anteriores libres y deliberados, sino también en el aplazamiento de la conversión y en el culpable desperdiciar las gracias que llamaban a la oración y al arrepentimiento. Si queremos, pues, que el pecado no adquiera un tiránico poder sobre nuestra voluntad y nuestro corazón y no llegue a oscurecer por completo nuestra conciencia, es preciso que después de todo pecado, aun del puramente venial, despertemos en nosotros lo más pronto posible sentimientos de verdadera contrición. Por eso, nunca rezaremos bastante pidiendo la gracia de un dolor incesante y eficaz.

e) Dolor y examen de conciencia

Si viéramos a un bandido declarado hacer, por así decir, el inventario de su fechorías, de sus "éxitos" y "fracasos" en el ejercicio del mal, sin duda nadie diría que estaba haciendo su examen de conciencia. Pues, evidentemente, lo característico de tal examen no es la integridad de un catálogo en que aparezcan todos los pensamientos, deseos y acciones desordenados que uno haya podido cometer. Lo fundamental es iluminar la conciencia, poniendo al descubierto la verdadera esencia del pecado a la luz de Dios y de su reino. Para que el examen de conciencia produzca su efecto saludable ha de ir precedido de la contrición, que revela los más profundos abismos del pecado. Pues si el dolor no anima el esfuerzo del alma, no podrá el examen iluminar las verdaderas simas del pecado y poner al descubierto el desorden; más aún : devolver sin dolor los pecados pasados puede incluso dar pie a nuevas tentaciones y concupiscencias. El examen debe partir del dolor; sólo así podrá contribuir a que el propio dolor y la humildad ahonden en el alma, al presentar a la conciencia la perversión del corazón y la larga serie de pecados.

Sin embargo, cuando decimos que en el examen lo decisivo no ha de ser elaborar algo así como un catálogo completo de todos los pecados, no queremos en modo alguno negar la gran importancia que encierra el que la contrición ilumine todos los rincones ocultos de nuestra vida pasada. Es preciso que los pecados que habían sido reprimidos, sin expiar, al subconsciente aparezcan al pleno día de nuestra conciencia iluminados por el dolor. De ese modo, ya no podrán seguir ejerciendo su influjo esclavizante y entenebrecedor. Además de que existe el precepto de confesar, si es posible, absolutamente todos los pecados graves cometidos con plena conciencia y deliberación.

Al hacer esta sumaria exposición, quizá sea oportuno recordar que el dolor, el examen de conciencia, el propósito, la confesión y la satisfacción no han de considerarse exclusivamente como actos que debemos poner al recibir el sacramento de la penitencia. Es cierto que, según hemos visto, el sentido religioso más profundo de la contrición (y proporcionalmente también de los otros pasos de la conversión) aparece de manifiesto por su relación con los sacramentos de la conversión: dichos actos reciben su fuerza salvadora solamente de las acciones salvíficas de Cristo, cuyo signo eficaz son para nosotros los santos sacramentos. Pero no olvidemos que la gracia de Cristo puede dispensarse también independientemente de la recepción actual de los sacramentos.

f) Dolor y propósito

La formulación de un propósito adecuado y eficaz depende de la intensidad del dolor, que cura la ceguera para ver la miseria moral producida por el pecado y desliga nuevamente las fuerzas de la libertad moral. El concilio de Trento enseña expresamente que la contrición "no consiste solamente en un abandonar el pecado y proponerse empezar una vida nueva, sino también en un detestar la vida pasada". "La contrición es un dolor del alma y una detestación de los pecados cometidos, con el propósito de no pecar en adelante" (Dz 897). Afirma, pues, claramente que la fuerza y valor religioso del propósito radica en el dolor de la contrición. Y así se explica que haya tanto propósito ineficaz y que, como suele decirse, "el camino del infierno esté pavimentado con buenos propósitos"; en gran parte se debe a que esos propósitos no han nacido del dolor de verdadera contrición.

Sin embargo, el dolor es algo más que un puro medio para formar buenos y eficaces propósitos. Tiene en sí mismo su sentido y razón de ser : es la necesaria transformación del corazón y la súplica humilde ante Dios ofendido por el pecado. Es, como hemos visto, una acción de eficacia salvadora, unida inseparablemente con la muerte y resurrección de Cristo y con los sacramentos, signos sensibles por los que cobran actualidad y vigencia esos misterios. Si falta esta unión, ya no será contrición saludable. El sacramento del retorno asegura al pecador la reconciliación y la readmisión en el estado de hijo: la contrición es el paso más decisivo en el camino del retorno.

Este enfoque de la contrición a la luz de la fe, que nos enseña ser imposible pasar sin más de la culpa a empezar vida nueva, si antes no se ha quemado en el fuego del arrepentimiento el lastre del pasado pecador, tiene su confirmación en la psicología.

El pecado mortal, efectivamente, produce el estado de culpa y de enemistad con Dios. La actitud fundamental de la vida religiosa: "Yo me propongo conducirme en todo como hijo y amigo de Dios", exige, después del pecado mortal, que primeramente se diga el alma con el corazón arrepentido: "Yo no soy digno de llamarme hijo tuyo" (Lc 15, 19). Sin la oración implícita en el dolor y sin la detestación de los pecados de la vida pasada, todas las promesas con que se pretenda asegurar a Dios que desde ese momento se va a vivir en amistad con Él, son un engañarse a sí mismo y un irresponsable hacer las paces.

Aun tratándose solamente del pecado venial, el propósito debe ir precedido del esfuerzo por concebir verdadero y profundo dolor y de la súplica humilde de perdón. Únicamente así puede arrojarse del alma el efecto dañino del pecado y afirmar nuevamente por el propósito los lazos de la amistad con Dios. Ya el padrenuestro y las oraciones litúrgicas nos inclinan a suscitar, no sólo después del pecado advertido, sino siempre y repetidas veces, un cordial dolor de nuestros pecados.

La fuerza del propósito depende, pues, esencialmente de que se funde o no en el dolor de la santa contrición; pero al mismo tiempo en el propósito es donde aparecen más de relieve la elevación y profundidad de la contrición. "Pues no hay contrición que no lleve en sí desde su mismo origen los planes para construir un nuevo corazón. La contrición, si mata, es sólo para crear; si destruye, es sólo para construir. En realidad, va edificando calladamente allí mismo donde únicamente parece destruir" "MAX SCHELER, De lo eterno en el hombre, Madrid 1940).

El dolor debe madurar y producir su fruto en el propósito, que es principio de una nueva vida. Pero también el propósito tiene una finalidad respecto de la contrición : formarlo y empezar a cumplirlo han de contribuir a que el dolor no se enfríe, no resulte estéril o, en fin, no degenere en la desesperación de una conciencia atormentada. La esperanza saludable en la misericordia divina incluye también esencialmente confianza en la fuerza para empezar nueva vida; esa esperanza es la estrella precursora que ilumina la infusión de la caridad : por esa razón, el dolor inicial no puede alcanzar pleno desarrollo y hacerse dolor perfecto (dolor de contrición), y aun ni siquiera dolor saludable de atrición (que justifica en unión con el sacramento), si de él no nace el propósito. Sobre el dolor de atrición, cf. p. 406ss.

Aunque propiamente es el dolor el primer impulso, dolor y propósito desarrollan siempre uno junto al otro una influencia recíproca en su crecimiento. Así, cuando un propósito carece de eficacia o bien no logra imponerse sino a costa de duros esfuerzos, entonces lo más importante es profundizar hondamente hasta la fuente primera del santo dolor de contrición, impetrando la ayuda de lo alto. Y, a la inversa : cuando resulta difícil suscitar interiormente el dolor, debemos preguntarnos si hemos puesto ya en el propósito y en su realización todo lo que estaba de nuestro lado. Es la segunda parte de esta verdad, que no hay que descuidar.

Dolor y propósito crecen uno con el otro, pero también uno al lado del otro. Ordinariamente, después de una vida de pecado, ni el más profundo dolor puede devolver la plena visibilidad de los valores y, mucho menos, la vigorosa integridad de la libertad moral. De ahí resulta que frecuentemente, a pesar de la sinceridad de la conversión, el propósito es al principio muy imperfecto y está muy lejos de ser universal. Al salir de su anterior estado, el alma se encuentra más o menos ciega y no puede ver que incluso acciones y actitudes en sí buenas deberían en realidad ser rechazadas en el propósito. Estos detalles sólo se perciben según avanza el proceso de la conversión. Al principio, el alma no comprende la urgencia que encierran determinados preceptos, aun dado el caso de que los conozca perfectamente. Esta ceguera para tomar las resoluciones adecuadas, esta falta de táctica espiritual sólo puede vencerse profundizando cada vez más el dolor y luchando sin descanso contra el orgullo, la pereza y la peligrosa fascinación de las pasiones bastardas.

Quien conozca la ley básica del crecimiento en la vida religiosa y moral, comprenderá también la necesidad del esfuerzo incansable por lograr un dolor siempre más profundo y un propósito siempre más universal y resuelto. Al mismo tiempo, esa ley le enseñará cómo no se debe urgir excesivamente al prójimo que trabaja con noble voluntad por alcanzar su conversión o por avanzar en el camino emprendido. Sería imprudente señalar a un neoconverso, máxime si procede de un medio totalmente descristianizado, resoluciones y propósitos que en tan difíciles circunstancias apenas podría cumplir un cristiano avanzado o crecido en ambiente cristiano.

Nuestros mismos propósitos deben ser prudentes, si bien la conversión exige por íntima necesidad, ya desde el principio, la seria tendencia a una vida de respuesta plena a la grandeza que Cristo nos brinda en sus hechos salvíficos. Todo precepto de ejecución pide de nosotros un sí decidido e incondicional. En cambio, los preceptos-meta (amar a Dios y al prójimo "de todo corazón" ; las exigencias del sermón de la montaña) sólo pueden conocerse y cumplirse gradualmente (cf. p. 211). Aun así, estos preceptos esenciales de la nueva ley piden en todo caso que demos un paso hacia adelante siempre que lo corrobore la prudencia. Y si alguna vez las circunstancias exteriores o el llamamiento interior de la gracia nos invitan a un paso extraordinario, entonces la prudencia cristiana nos pide que demostremos un valor también extraordinario en el propósito y en su realización.

El propósito nacido del dolor es humilde. Se transforma así, naturalmente, en oración implorando fuerza de lo alto. El penitente humildemente arrepentido sospecha, cuando menos, que aun sus mejores propósitos son siempre imperfectos. Por eso reza a fin de conseguir un conocimiento más claro del bien, mayor profundidad en su espíritu de contrición y un propósito más radical y perfecto. De esta contrición sincera y humilde brota siempre el propósito mejor y más decisivo, el propósito de evitar en adelante sin contemplaciones toda ocasión voluntaria que ponga en peligro de pecado.

g) La contrición, camino de amor

Si Dios mismo no saliese amorosamente al encuentro del pecador, la contrición saludable sería imposible. Es una transformación inicial del corazón que nace del amor misericordioso de Dios y se lleva a cabo por medio de su gracia. Así pues, la contrición deberá recibir su fuerza y su amplitud de la confianza en la bondad divina (de la virtud teologal de la esperanza) y orientarse por su más íntima esencia al amor de Dios.

Así como el pecado es una violación de la justicia divina y una profunda ingratitud hacia su amor, la contrición viene a ser un humilde reconocimiento de la injusticia e ingratitud que van siempre unidas al pecado. El bautizado que peca, prefiere el amor torpe y la vanidad de este mundo, del que había sido sacado, al amor innegable de su Dios (2 Petr 2, 20). Sólo por el arrepentimiento puede volver nuevamente a la vivencia del amor divino.

La contrición saludable puede tener su origen en motivos psicológicos y aun, según los planes de la providencia divina, en motivos de orden temporal, en sí muy imperfectos ; tales son, por ejemplo, el desengaño del objeto de un amor torpe, fracasos terrenos, el sentimiento de vergüenza ante los demás, la repulsión estética del mal. Cierto que estos sentimientos que nacen después de cometer el pecado no tienen en sí mismos valor santificador. Pero, dirigidos por la divina providencia, pueden conducir finalmente a la justificación. Algo parecido cabe decir del temor puramente servil, temor totalmente ajeno al "casto dolor" por la pérdida de la amistad divina, pues no llega a detestar la malicia propia del pecado, dominado únicamente del miedo por los castigos temporales que Dios puede enviarle o bien por los tormentos eternos del infierno. Pero un acto así, carente por su naturaleza de valor eterno, puede significar un paso inestimable y preciosísimo cuando nace de un amor de Dios latente en el alma y conduce finalmente a la santa contrición, que es el abrirse radiante de ese amor oculto.

La aparición del amor sobrenatural en el pecador es siempre obra de Dios; es, sobre todo, victoria del amor de Dios. Esto se ve bien de manifiesto en el hecho de que, según el camino ordinario de la salud, esta victoria se afirma en un sacramento, esto es, en un signo (palabra-acción) eficaz de Dios. Aun cuando la caridad teologal y la vida de gracia con ella unida se confieren antes de la recepción del sacramento, este acto saludable ha de estar siempre referido a un sacramento.

De dos maneras es la contrición don del amor : nace del amor del Redentor y se integra (claramente por el sacramento del retorno) en el hecho salvífico del viernes santo y del día de pascua. De esta forma, se integra también en el misterio de salvación de la Iglesia. El dolor es don de la comunidad amorosa de los redimidos y, por eso, conduce de nuevo a esa comunidad amorosa. Así, consciente o inconscientemente, en la contrición saludable va implícito el dolor por haber sido infiel a la comunidad de salud y la decisión de dar nueva orientación a la vida hacia la comunidad de los redimidos.

Dejando a salvo todas las opiniones de los teólogos, está claro que la contrición imperfecta o atrición, fundada principalmente en motivos de temor, si bien no llega a percibir el motivo propio de la caridad teologal, ha de tenerse en gran estima, como parte integrante de la conversión (concilio de Trento, Dz 898). Pero no es menos cierto que el camino de la contrición saludable no alcanza su meta, si finalmente no triunfa la caridad sobre todos los demás motivos introduciendo el dolor de perfecta contrición. La atrición no pasa de ser una etapa de ese camino. Por otra parte, el dolor nacido del temor no servil, sino santo, como fruto propio de la virtud teologal de la esperanza, lleva en sí, al igual que esta virtud, cierto principio de caridad, si bien no llega al amor propio de los hijos de Dios.

El pecador creyente, que conoce bien la naturaleza de las promesas y amenazas divinas, reaccionará frente a estas verdades no con un temor puramente servil o con un desamorado pesar de haber ofendido a Dios, sino con un esfuerzo serio por el verdadero dolor. Pues sabe efectivamente que todas las promesas divinas culminan en Él, que será "nuestro premio grande sobremanera" (Gen 15, 1), y que "su premio viene unido con Él" (Apoc 22, 12). El cielo es el reino del amor; quien teme perderlo se interesa en definitiva, aunque quizá aún imperfectamente, por el amor de Dios. Lo terrible del infierno no son las "penas de sentido", sino la pérdida irreparable y eterna del amor de Dios; por eso el que teme el infierno por este motivo está ya suspirando de hecho por ese mismo amor.

El sacramento de la conversión es la fiesta por el retorno del hijo perdido, en cuyo regocijo toma parte todo el cielo. El convertido tiene que celebrar también verdaderamente esta fiesta y para ello se le exige necesariamente el amor. La misma estructura de la conversión y la naturaleza del sacramento están pidiendo de él que se esfuerce, cuando menos, en formular un sentimiento de dolor fundado en el amor. Y puesto que Dios, con tal de que no ponga con su sujeción culpable al pecado ningún óbice, le confiere al recibir el sacramento la virtud teologal de la caridad, debería el pecador adelantarse al encuentro de su Dios con sentimientos de amorosa contrición. Solamente así correspondería a ese amor de perfecta amistad que Dios se dispone a otorgarle.

El hombre que se convierte a Dios es un agraciado : en el sacramento (o en orden al sacramento) Dios le da una muestra de su amor. El convertido debe responder a ese amor con perenne gratitud que brote de un corazón contrito y humillado. Esta postura no tiene nada que ver con el angustioso y medroso volver los ojos a la vida pasada; es más bien la expresión y el efecto de una incondicional ruptura con el pecado en vista del amor misericordioso de Dios a quien entona el pecador un himno de eterna alabanza.


II. LA CONFESIÓN

Como la contrición lleva en su misma naturaleza la fuerza de desenmascarar el poder maléfico del pecado, no descansa hasta que lo ha desenmascarado por completo. Esto se realiza principalmente por medio de la declaración contrita de los pecados. Las diversas fases de la conversión van contribuyendo de una manera gradual a redimir al hombre de la "mentira", del funesto "engaño", a librarle de las "tinieblas" que rehúsan la luz. Pero donde aparecen con mayor evidencia estos efectos es en la declaración de los pecados; en relación con ella los trataremos aquí. Para comprender la naturaleza de la confesión como obra de la caridad, como tarea urgente de sembrar luz a nuestro alrededor, como himno de alabanza a Dios, es preciso considerar primero la naturaleza lucífuga del pecado.

a) Lo tenebroso del pecado

El pecado es, por esencia, mentira y esclavitud en la mentira. El evangelista san Juan, que gusta de presentar a Cristo como la Verdad en persona (Ioh 14, 6), como el Portador de Verdad (Ioh 1, 14; 8, 40ss) y al Espíritu por Él enviado como Espíritu de Verdad (Ioh 14, 17; 15, 26), caracteriza, consiguientemente, al adversario de Dios como "padre de la mentira" (Ioh 8, 44). El demonio se ha apartado de la verdad y conserva hacia ella sentimientos hostiles; por eso ya no puede "obrar la verdad". "Cuando dice mentira habla de lo que es suyo propio" ; es "homicida desde el principio" (Toh 8, 44). Porque en él no hay verdad, anda siempre buscando cómo enredar a los hombres en los lazos de sus mentiras. Así engañó a Eva (cf. Gen 3, lss). Y, en general, detrás de todos los pensamientos, palabras y obras pecaminosas de los hombres, está siempre en fin de cuentas el "espíritu de la mentira" encandilando a los hombres con el pecado. El mismo pecador se convierte también en "mentiroso". Así como los discípulos de Cristo "caminan en la verdad" (2 Ioh 4; 3 Ioh 3s) y hacen de su vida una "obra de verdad" (Ioh, 3, 21 ; 1 Ioh 1, 6; Eph 4, 15), así también, a su modo, los pecadores se asemejan al "padre de toda mentira" ; su vida se describe como un "amar y obrar la mentira", y por eso tendrán bien merecida su parte con el diablo en el estanque de fuego (Apoc 21, 8 ; 22, 15).

Mientras somos pecadores, la Escritura nos llama "mentirosos" (Rom 3, 4) ; porque el pecado es dejar la verdad de Dios para ir a caer en la mentira; el pecado envuelve al hombre gradualmente en una red de errores y aberraciones cada vez más espesa (Rom 1, 24ss). Así como la vida en la verdad es asimilación con Cristo, el pecado es, paralelamente, sucumbir entregado al espíritu falaz del mundo viejo consagrado a la muerte (Rom 12, 2). El que obra y confiesa la verdad, alcanza conocimiento pleno de la verdad y sus obras se acreditan como hechas en Dios (Ioh 3, 21). Dios dejará sucumbir al engaño, a las obras de mentira y a los intentos de seducción del Anticristo (2 Thes 2, 9-11) a quien, por el contrario, se niega a servir al "amor veraz", a quien no quiere ser testigo de la verdad y del amor.

El pecado es tiniebla y funda una solidaridad de perdición con el imperio de las tinieblas.

Al igual que los conceptos de verdad y mentira, se presentan también en la Sagrada Escritura, como opuestos, los de luz y tinieblas. "En Dios no hay tinieblas" (1 Ioh 1, 5). Cristo fue enviado al mundo como luz verdadera. El que el mundo no le recibiese, patentiza el espesor de las tinieblas que lo envuelven (Ioh 1, 4ss). Al identificar pecado y tinieblas, no hay que pensar tanto en acciones pecaminosas aisladas como, sobre todo, en el estado de enemistad del mundo para con Dios. Las tinieblas son una fuerza que "envuelve" a todos los que no permanecen en Cristo ; sin Él, "caminan entre tinieblas" (Ioh 12, 35). Frente a Cristo, luz verdadera, tienen que dividirse los hombres. Y esa luz verdadera emite ya su claro esplendor (1 Ioh 2, 8) : las tinieblas han dejado ya de ser destino ineludible para los hombres. Si, a pesar de todo, aun después de la venida de Cristo, una parte de la humanidad "sigue amando las tinieblas más que la luz" y se niega a creer en Él, es por culpa del mundo, que en eso revela su propia maldad y la de sus obras (Ioh 3, 18ss). Este juicio revelador, que pesa ya sobre él, será finalmente confirmado por el veredicto condenatorio de Dios, que lo "arrojará a las tinieblas exteriores, donde reinan el llanto y el rechinar de dientes" (Mt 8, 12 ; 22, 13 ; 25, 13 ; 2 Petr 2, 17). Los ángeles caídos son los "príncipes soberanos de las tinieblas" (Eph 6, 12). Y en sus manos se entrega todo el que por el pecado se aparta de Cristo, luz verdadera. Quien peca lleva ya en sí mismo el infierno y las tinieblas.

El mal es una fuerza tenebrosa que se mueve en el "mundo malo", en medio de la atmósfera corrompida por los "poderes del aire" (Eph 6, 12) y va envolviendo cada vez más a cuantos no le resisten abiertamente. Y es tal su poder sobre los que se le entregan, que llega a convertir en tinieblas la luz de la propia conciencia (Mt 6, 23). El influjo fácilmente aceptado de un medio anticristiano, por fuera, y, sobre todo, los pecados frecuentes y no expiados, por dentro, originan ese estado de embotamiento y cerrazón tenebrosa de la conciencia.

Pero aun en el mismo acto de cometerlo el pecado es un engañarse y oscurecerse a sí mismo. Quien comete el pecado aparta su vista del verdadero bien dejándose fascinar por un bien ilusorio que halaga a sus apetitos o a su orgullo. Si no se pone pronto remedio a esa ceguera con el dolor y la noble confesión del pecado, el alma irá entenebreciéndose poco a poco más y más.

El pecado es lucífugo, teme la luz. "Todo el que obra el mal, odia la luz y no se pone a la luz, para que sus obras no queden descubiertas" (Job 3, 20). Y estas palabras del Señor valen tanto de los pecados cometidos en secreta intimidad como también, en medida mucho más tremenda, de los pecados que se cometen a la plena luz del día. El que, huyendo de la luz, oculta su pecado ante los hombres, en realidad observa con relación a la mirada acusadora e iluminadora de 'Cristo una actitud más respetuosa que la del pecador que, tras obrar públicamente el mal, intenta descaradamente presentarse como "lúcido", "moderno". "ilustrado", pregonando su culpa como muestra de su "consciente responsabilidad".

Toda tiranía ha empezado siempre con grandilocuentes promesas de libertad y bienestar. Ese modo de proceder de los grandes del mundo lo adopta también todo hijo de vecino para encubrir su egoísmo pretextando motivos tomados originariamente del lenguaje de la más pura justicia y de celo por el bien : vemos a un hombre riñendo, ¡y qué difícilmente lograremos que reconozca ante sí y ante los demás los torpes móviles que le animan! El muchacho que pretende seducir a una chica, no dirá: "Reconozco que esto es pecado, pero..."; a fuerza de palabras amorosas, intentará más bien persuadir a la joven de que no piense en absoluto en el pecado, que él no busca más que su mayor bien. El esposo que por horror al sacrificio no quiere tener hijos, se cuidará bien de disimular ante su consorte los verdaderos motivos con mil palabras sobre la responsabilidad.

Las tinieblas se afirmarán tanto más en el corazón cuanto más pretenda uno justificarse ante sí mismo con excusas triviales, o bien cuanto más se propague a los cuatro vientos como digno de loa un pecado que no tenía por qué traslucir a los demás. Es lo que sucede más de una vez con esos desgraciados que, tras el divorcio, se embarcan en un nuevo ayuntamiento e intentan influir la opinión pública a su favor. O también cuando en algunos sectores se presenta la lucha contra la escuela confesional cristiana como un puro empeño en favor de la paz religiosa y la filantropía. O, en fin, cuando se exalta un control de la natalidad contrario a la naturaleza como un gran progreso y una muestra de previsión. Todos estos casos son buena prueba de que el oscurecimiento de la conciencia en los individuos está ligado al entenebrecimiento del ambiente. "El mismo Satán se transfigura en ángel de luz. No es, pues, de extrañar que sus servidores se disfracen de ministros de la justicia" (2 Cor 11, 14s). La más abismal tiniebla se origina cuando el diablo (que en griego significa "calumniador") y todos aquellos que aman las tinieblas más que la luz se esfuerzan en presentar a la Iglesia, "columna y fundamento de la verdad", y aun al mismo Cristo, congo productos de las tinieblas (cf. Mc 3, 22).

b) La confesión ilumina las tinieblas

Cuando el pecador reconoce ante Dios y su conciencia la propia injusticia, obtiene una victoria para la verdad. Si dicho reconocimiento lo hace ante la Iglesia y ante el prójimo, esa victoria aparece a la luz del día. Quien reconoce noblemente su injusticia, arranca la máscara de las tinieblas y da testimonio de la luz.

Ciertamente, en el dolor va implícita una confesión de la bondad y santidad del precepto divino y de la maldad y miseria del pecado; pero, dada la naturaleza del hombre, tanto el dolor de los pecados como la confesión implícita en el mismo no alcanzan normalmente su fuerza esclarecedora y su desarrollo completo hasta que se confiesa el pecado ante el prójimo y, sobre todo, ante la Iglesia.

El hombre, efectivamente, consta de cuerpo y alma. Y, así como el pecado no se queda en lo interior, sino que, por así decir, se encarna en el cuerpo y tiende a dominar toda la vida y de modo particular la vida exterior del hombre, es preciso que también los sentimientos internos de dolor tomen forma sensible por medio de la confesión. Además, el esfuerzo por lograr una exacta manifestación exterior proporciona al hombre — alma y cuerpo — un conocimiento más profundo de sí mismo. La palabra reviste de formas palpables y baña de luz plena el reconocimiento contrito de la culpa. Y, al confesarlo ante otro, el dolor gana en humildad y franqueza. Así, el pecador sale de su aislamiento en la culpa y encuentra de nuevo la comunidad en la verdad.

La declaración sincera del pecado es un dique contra la hipocresía y el progresivo engañarse a sí mismo. La necesidad de proteger nuestra fama y nuestra actividad social nos fuerza en ocasiones a tapar nuestras faltas o, cuando menos, a no manifestarlas a otros. En casos particulares este modo de obrar puede estar justificado; pero hay que mantenerse siempre en guardia frente al peligro que encierra de ir formando consciente o inconscientemente una máscara de aparente santidad. La mejor cautela contra ese peligro es la confesión regular y humilde de nuestras culpas.

Toda confesión humilde y sincera de la propia injusticia ante el prójimo ejerce en grado sumo esta fuerza liberadora y esclarecedora. Por eso, la exhortación del apóstol : " ¡Confesaos mutuamente vuestros pecados!" (Iac 5, 16), tiene su gran importancia aun fuera del sacramento. En ocasiones, es condición indispensable de una conversión auténtica el reconocer paladinamente nuestra injusticia ante el prójimo a quien hemos ofendido o ante quien defendimos nuestro pecado. Y esta confesión puede hacerse de palabra o también de obra. La historia de las religiones nos enseña cómo algunos hombres verdaderamente religiosos han comprendido esta verdad de que la confesión honrada ante Dios puede, en determinadas circunstancias, revestir también la forma de confesión ante los hombres. Todos estos valores de índole individual, social y religiosa alcanzan su realidad más plena en la confesión sacramental.

La confesión sacramental posee una eficacia insustituible para colocar el pecado a la luz de la verdad. Pues es una confesión en presencia de la Iglesia, "columna y fundamento de la verdad" (1 Tim 3, 15), baluarte contra los poderes de las tinieblas. Por la confesión se somete el creyente a su dirección y a su autoridad doctrinal. Sabe muy bien que la Iglesia obra en virtud del poder recibido de Dios y que confronta autoritativamente su vida con la verdad del Dios de toda justicia y misericordia. En el sacramento, la Iglesia obra como educadora de la rectitud y veracidad de las conciencias contra el espíritu de mentira de un mundo alejado de Dios. Pero para realizar perfectamente esta tarea es preciso que en la confesión el penitente incluya el dar cuenta de los errores que entenebrecen su medio ambiente y, sobre todo, de la culpa que le corresponde en su difusión. De ahí la importancia de preguntarse al ir a confesar: "¿Qué efectos producen mis palabras y mi conducta en los que me rodean? ¿He contribuido a que la Iglesia y su magisterio de verdad cobren actualidad en el mundo de mis relaciones personales? ¿No me he adaptado más bien a principios contrarios a la fe y aun he orientado la conversación en este sentido?"

Como miembro de la Iglesia, el penitente debe sentirse ligado a su empresa de difundir la verdad en todos los sectores de la vida. Debe reconocer su culpa y declararse dispuesto a tomar sobre sí nuevamente su noble misión: confesar su fe ante el mundo y ante los hombres.

c) La confesión cabal

Por el bautismo recibimos la virtud infusa de la fe y somos constituidos miembros de la Iglesia con la honrosa obligación de ser confesores de la verdad. La solemne profesión de nuestros votos bautismales es la primera respuesta agradecida al exigírsenos razón de nuestra fe. A esta confesión bautismal debe seguir luego incesantemente la confesión en la liturgia y la confesión en la vida.

En el santo bautismo, Dios nos arrancó del poder de las tinieblas (Col 1, 13). Ahora nuestra más íntima vocación nos hace ser "luz en el Señor" (Eph 5, 8). De ahí se deduce la apremiante y dichosa obligación: "Caminad como hijos de la luz. El fruto de la luz consiste en pura bondad, justicia y verdad" (Eph 5, 9). De la gran realidad de nuestro bautismo, que nos ha convertido en "linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo del patrimonio de Dios", concluye san Pedro : "Debéis, pues, proclamar las grandezas de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa" (1 Petr 2, 9).

Si, a pesar de todo, el bautizado, en vez de dar con su vida testimonio en favor de la luz, se enreda de nuevo "en las obras infructuosas de las tinieblas" (Eph 5, 11), no puede emitir en la celebración del servicio divino una confesión de fe bautismal plenamente verdadera; para hacerse nuevamente digno de alabar a Dios con la profesión de su fe, ha de comenzar por poner al descubierto por la humilde confesión de sus culpas todo lo que hay en él de tinieblas. "Pues todo lo que se trae a la luz es iluminado por la luz... Por eso dice: Despierta tú que duermes y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo" (Eph 5, 14). El alegre anuncio: "Ya no estáis en tinieblas... Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas" (1 Thes 5, 4s), es para los cristianos una exhortación no sólo a "no dormir como los demás, sino más bien a estar en vela y ser sobrios" (1 Thes 5, 6). Después del pecado, es también una santa invitación dirigida al pecador para que descubra mediante humilde confesión las obras estériles de las tinieblas y, así renovado, pueda ser iluminado por Cristo.

En la misma profesión de fe bautismal va implícita la confesión de que somos pecadores y que sólo por la gracia y misericordia de nuestro Redentor hemos sido arrancados del poder del pecado. Así, limpios y llamados a la luz de Cristo, podemos y debemos caminar en la luz. "Si dijéramos que vivimos en comunidad con Él y, no obstante, caminásemos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad" (1 Ioh 1, 6). Pecar en cuanto bautizados es ya en sí mismo una contradicción : "Quien dice que le conoce y, sin embargo, no guarda sus mandamientos, es un mentiroso y no hay verdad en él" (1 Ioh 2, 4). Pero si a eso se añade el no querer confesar el pecado, la contradicción se torna verdaderamente mortal, pues supone un sucumbir de nuevo frente al poder de las tinieblas después de haber sido introducidos en la radiante luz de Cristo. "Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no moraría en nosotros. Pero si confesarnos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos purificará de toda iniquidad. Al decir que no hemos pecado, le hacemos a Él mentiroso y su palabra no habita en nosotros" (1 Ioh 1, 8-10).

¡Qué miserable estado el de aquel que entenebrece en todo momento con sus faltas el testimonio de una fe destinada a iluminar al mundo ! La única salvación para ese desgraciado es la confesión humilde de sus pecados. Sólo así puede mantenerse firme, a pesar de la humana debilidad, la profesión de fe empeñada en el bautismo. Tras confesar nuestro pecado, Cristo nos renueva en el sacramento de la penitencia la confianza de que en Él y por Él podernos ser nuevamente luz y así llevar el mundo a la adoración del Padre y al reconocimiento de su soberanía (cf. Mt 5, 16). La absolución que sigue a la confesión devuelve su validez a nuestro testimonio de Cristo. Nuevamente podemos presentarnos como fieles y leales confesores de la fe.

Al igual que la profesión de fe recibida y empeñada en el bautismo se orienta a la confesión de esa fe ante los hombres y a la irradiación en nuestro ambiente, así también, en virtud de la palabra radiante de Cristo y de la Iglesia, la confesión que se realiza en el sacramento de la penitencia está ordenada a la confesión en la vida. Al confesar nosotros humildemente nuestro pecado, Cristo nos purifica con su palabra, y así nos obliga de nueva manera a hacer confesión de nuestra fe ante los hombres.

Pero no basta que, renovados por la confesión sacramental, nos entreguemos nuevamente a Cristo y a su ley; los pecados cometidos y quizá justificados ante los demás quitan valor a nuestra profesión de fe en Cristo, mientras no confesemos también con palabras o con las obras nuestra iniquidad ante los círculos de nuestra diaria convivencia, dando testimonio ante ellos en favor de la ley de Cristo.

Así, el joven que seduce a su novia diciéndole: "¡ Cómo va a ser eso pecado !", no basta que se confiese ante el sacerdote; debe reconocer también ante la novia su falta de nobleza y de auténtico amor; decirle que en el fondo no fue más que un asqueroso egoísmo en contra de su conciencia. El que en su lugar de trabajo o en un círculo de amigos ha defendido, por ejemplo, la legitimidad de una segunda unión conyugal entre divorciados, la práctica del aborto o un antinatural control de la natalidad, llegada la ocasión tiene que defender el sentido y valor de la ley divina, de modo que los demás comprendan su retractación y él ilumine a los que le rodean con la confesión de su fe. Esta confesión le servirá además para fortalecer su buen propósito y, al declararse por la verdad, su alma se abrirá más y más a la luz.

El empeño incesante por penetrar de luz cristiana el ambiente, ha de ir inseparablemente unido con la lucha continua contra toda tiniebla en el propio corazón, procurando iluminarlo con la luz de la fe. Esta íntima compenetración se deduce tanto de la naturaleza de la confesión de fe total e indivisa, como de la naturaleza del hombre, que no puede dar plenitud a su existencia si no es en íntima solidaridad con su ambiente, dentro (le su ambiente y bajo el influjo de su ambiente. Tratando de esta materia, nos place recomendar encarecidamente el excelente libro del padre VIKTOR SCHURR, Seelsorge in einer neuen Welt (Otto Müller Verlag, Salzburgo 1927).

La declaración entre las mudas paredes del confesonario no sería noble y auténtica si no fuese unida al propósito de manifestarse también en el ambiente en que vivimos y en el que hemos pecado. La confesión sacramental nos permite renovar en expiación de los pecados la profesión de nuestra fe y esta renovación nos impone un nuevo deber de convertir nuestra vida en permanente profesión de fe bautismal. El pecado puso en duda el valor del testimonio de nuestra fe y, al menos en lo que a nosotros se refiere, comprometió la victoria de la luz de Cristo en nuestro medio; es necesario, por tanto, reparar ambos efectos. Sobre este particular tiene un sentido muy profundo una observación de san Agustín, cuando dice que los gentiles, para quienes son desconocidos los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, deben ver las buenas obras de los bautizados que tienen su raíz y sostén en esos sacramentos (Sobre el salmo 103). La vida cristiana ha de ser un difundir la luz de los sacramentos.

d) La confesión, acto de culto

Todo pecado supone en algún modo un atentado a la gloria de Dios. El pecador pone su propia independencia y su egoísmo por encima de la voluntad de Dios. Su pecado viene a ser una crítica solapada o abierta de los caminos de salud que Dios nos ha revelado.

Por la solemne profesión de fe y las promesas del bautismo renovadas en la celebración de los santos misterios, nos comprometemos, agradecidos, a pregonar las alabanzas del amor divino. Si vivimos conforme a la gracia recibida, no sólo confesarnos nuestra fe, sino que también tributarnos alabanza al Señor que por la revelación de su amor dadivoso nos ha dado a conocer graciosamente su voluntad. Este himno de alabanza, interrumpido por el pecado, lo prosigue de nuevo el pecador, o, mejor, es Cristo mismo quien inmerecidamente le invita a proseguirlo después de la confesión sacramental.

Por la dolorida declaración de nuestros pecados en el sacramento, unimos nuestra voz al himno entonado por Cristo desde la cruz a la justicia y misericordia del Padre. Juntamente con Cristo confesamos nosotros también : "La ley es santa, el precepto es santo, justo y bueno" (Rom 7, 12). Y al mismo tiempo, acusándonos a nosotros mismos, confesamos nuestra confianza en la misericordia divina: "Ensalzad al Señor porque es bueno, porque su misericordia permanece para siempre" (Ps 135).

La confesión del pecado debe ser en el pecador expresión de su voluntad de confesar su fe sin reservas, de hacer de su vida una perenne confesión. Y así se unirá realmente con la confesión (martyrion) que hizo Cristo con su sangre bajo Poncio Pilato (1 Tim 6, 13). La contrita declaración de los pecados constituye, juntamente con la absolución del sacerdote, el himno de alabanza a la justicia y misericordia de Dios, que forma parte esencial del sacramento de la penitencia.

La confesión de su pecado causa siempre al penitente cierto apuro y vergüenza, pero este aspecto costoso de la confesión es un golpe de muerte al propio egoísmo y autosuficiencia. Esta muerte, que va unida con la muerte mística del sacramento del bautismo (cf. Rom 6), nos despeja nuevamente el camino para la plena participación en la gloria del Resucitado. La vida del pecador que ha confesado humildemente su pecado y ha recibido la absolución se coloca de nuevo bajo el fulgor de la magnificencia del amor de Dios: puede nuevamente concelebrar digna y fructíferamente la eucaristía y dar gloria a Dios en su vida mediante la confesión de su fe.

Cuando mejor comprenderá el cristiano todo el alcance de esa posibilidad, será cuando tenga la dicha de concelebrar la eucaristía dentro de una comunidad viva. En tales condiciones no es raro que el convertido se sienta presa de una alegría desbordante que le impulsa a proclamar ante sus vecinos, amigos y compañeros de trabajo la gran alegría que ha recobrado su alma.

El punto central en torno al que gira el himno de alabanza entonado por el pecador al confesar sus pecados y recibir la absolución es el amor de Dios renaciendo o creciendo en su alma. Un amor que debe demostrarse también en el celo por el apostolado (cf. p. 233ss). "Una vez más os escribo un mandamiento nuevo que se verifica en Él y en vosotros. Porque las tinieblas pasan y la luz verdadera emite ya su resplandor. El que ama a su hermano, permanece en la luz y no hay tropiezo en él" (1 Ioh 2, 8-10). El que, al igual que Pedro, una a la confesión de su pecado la profesión de su amor (cf. Ioh 21, 15-17) y, en virtud de ese amor, se interese por la salvación de su prójimo, deberá ejercer su celo aun en medio de un ambiente hostil. Su empeño apostólico, máxime si logra sumar el de otros, le ayudará en todo caso a permanecer en la luz y a abrirse más y más a la luz.

La confesión de los pecados deja libre el camino para la alabanza comunitaria de Dios en la liturgia y para una vida en espíritu de comunidad, por la que honramos a nuestro común Padre Dios: "Si caminásemos en la luz, como Él está en la luz, tendremos comunidad unos con otros" (1 Ioh 1, 7).

e) Obligación de la confesión sacramental

La buena disposición para confesar los pecados es señal de dolor, de la verdadera conversión del corazón. Y es, además, condición necesaria para vencer las tinieblas en nosotros y a nuestro alrededor. Pero es también, y no en último término, una exigencia de la comunión de los santos dentro de la Iglesia, para la cual todo pecado de uno de sus miembros significa una pérdida y un debilitamiento. De ahí el derecho y santo empeño de la Iglesia en urgirnos la confesión de los pecados.

Para el cristiano conocedor del sublime sentido de esta obligación, la cuestión más capital e importante no es, desde luego, saber hasta qué punto es estrictamente obligatoria la declaración de un determinado pecado. Sin embargo, tiene también su importancia delimitar el mínimo exigido por la ley, a fin de que el escrupuloso se vea libre de angustias y se promueva en todos el espíritu de libertad cristiana, una de cuyas propiedades es precisamente sobrepasar el umbral inferior de lo preceptuado, aunque guardando siempre las normas de la prudencia.

1) La exigencia mínima de la ley general

En virtud de precepto divino positivo, el cristiano debe confesar todos los pecados graves cometidos después del bautismo, según su número y especie, en la medida en que los recuerde, después de un cuidadoso examen de conciencia.

Preceptos eclesiásticos positivos han concretado ese precepto divino de tal manera, que, sin causa grave, no se puede diferir la confesión de los pecados mortales más allá del próximo tiempo pascual. Tomado estrictamente, el precepto de la confesión pascual obliga sólo a los que después del bautismo o después de la última confesión han cometido pecado grave.

Además, han de confesarse los pecados graves según su especie; por tanto, en la confesión hay que manifestar todas aquellas circunstancias que determinan la especie de los pecados graves, o bien que convierten un pecado objetivamente leve en pecado subjetivamente grave. Naturalmente, esto ha de entenderse según la capacidad del penitente y el grado de advertencia al realizar la acción.

Aun el cristiano medio comprende que no basta decir, por ejemplo: "He hecho cosas contra la castidad", si se trata (le un adulterio, que añade al pecado contra la castidad una nueva y grave ofensa contra el sacramento del matrimonio y contra un santo deber de justicia y fidelidad, que se ha prometido. Igualmente, no se puede confesar un robo notable de manera que el confesor saque la impresión de que se trató de una cosilla sin importancia y, según eso, juzgue que ha habido tan sólo pecado venial. Si uno ha afirmado una cosa falsa con juramento, no se debe contentar con decir que no dijo la verdad en materia importante; tiene que acusarse además del perjurio. Quien ha ocasionado a otro un grave daño en la fama con acusaciones calumniosas, no puede contentarse con decir simplemente que ha faltado a la veracidad.

Por el contrario, no es estrictamente obligatorio manifestar todas las circunstancias que, aun revistiendo de especial fealdad al pecado, no constituyen pecado específicamente distinto. Aunque sí se debe responder sinceramente a las preguntas pertinentes del confesor sobre esas circunstancias, sea para conocer si perdura quizá la ocasión próxima, si hay obligación de restituir, o bien para señalar un remedio necesario que asegure la firmeza de la conversión, o, finalmente, para ver si se ha incurrido en alguna pena eclesiástica. Una mentira consciente y deliberada en materia grave haría inválida la confesión. Pero en el caso (que muy bien puede darse) (le que el penitente, sorprendido por una pregunta del confesor, dijera irreflexivamente una mentira en medio de su azoramiento, no habría falta contra la digna recepción del sacramento, ya que la mentira fue indeliberada y no se puso el acto con plena libertad.

Los pecados graves contra la virtud de la castidad, aun los puramente internos (malos pensamientos, concupiscencias y propósitos libremente consentidos), han de manifestarse exactamente igual que los demás pecados graves. según su número y las circunstancias que cambian la especie; pero aquí, de modo especial, ha de procurar el penitente expresarse en términos conformes con la santidad del sacramento y lo más brevemente posible: no hay para qué detenerse en pintar lo cosa con todos sus detalles. Sin embargo, si persistiera la ocasión próxima de pecar, puede ser interesante ofrecer algunos de esos datos que guíen al confesor en sus consejos e indicaciones. Si uno, después de largo tiempo. tiene que acusarse de numerosos pecados contra el sexto mandamiento, no es prudente, y aun en ciertas circunstancias puede no ser permitido, traer a la memoria cada uno de esos pecados a fin de declararlos con precisión según su número y especie, si de ese modo se expusiera uno a innecesarias tentaciones. La humilde indicación de que dichos pecados son tan variados y numerosos, que no podría confesarlos uno por uno sin tentaciones, equivale sin duda a una detallada enumeración. Y ya el confesor, si lo juzga necesario, pondrá determinadas preguntas sobre puntos que revistan particular importancia para el futuro.

Los pecados graves han de manifestarse íntegramente según su número. Pues, respecto de la magnitud de la culpa y el deber de la satisfacción, va una diferencia esencial entre un pecado cometido una sola vez o frecuentemente repetido. Pero, si no se puede determinar el número exacto, o cuando ello exija un gran esfuerzo, o exponga a nuevas tentaciones, basta indicar un número aproximado, o también, tratándose de pecados habituales, cuántas veces por mes o por semana solía cometerse. Indicando así noblemente ese número aproximado, no hay ya para qué romperse la cabeza con más cavilaciones.

Atendiendo a la ley, no hay ninguna obligación de acusarse de pecados dudosos o dudosamente graves. El concilio de Trento y el Código de Derecho Canónico entienden el precepto divino en el sentido de que hay obligación de confesar aquellos pecados graves "de los que, tras un serio examen, uno se siente culpable en conciencia". Y no puede decirse que uno "se siente culpable en conciencia" de un pecado grave del que tras serio examen no puede saber con seguridad si lo cometió o si ese pecado cometido fue grave.

Un cristiano habitualmente fervoroso puede y debe, en caso de duda, resolver tranquilamente a su favor. Un cristiano tibio, para quien el pecado mortal no es cosa infrecuente, si a pesar de su torpe conciencia no sale de la duda, debería más prudentemente decidir en su contra. Un escrupuloso debe en caso de duda, al menos si ésta se refiere a la materia ordinaria de sus enfermizas congojas, considerarse libre del deber de la acusación.

Si a uno, en fuerza de peculiares circunstancias, no le fuera posible la declaración íntegra de todos sus pecados mortales, por ejemplo, a causa de hallarse en el lecho de muerte falto de fuerzas, en la sala de un hospital en que los demás podrían oir la acusación, o bien si no se puede dar con un confesor que entienda el propio idioma, o se trata de una persona extraordinariamente desmemoriada o ignorante, etc., basta la buena voluntad y lo que buenamente de hecho pueda manifestar.

En extrema necesidad, basta cualquier signo de contrición y deseo de confesarse debidamente. Hallándose en peligro de muerte (en tiempo de guerra) o habiendo gran falta de confesores, de manera que resulte imposible la confesión individual, puede el sacerdote guardando las condiciones señaladas por la Iglesia, impartir la absolución general válidamente a todos aquellos que tienen sincero dolor de sus pecados y dan alguna muestra externa de su contrición y propósito de confesarse, supuesto que estén prontos a manifestar en la próxima confesión, según su especie y número, todos los pecados mortales así perdonados.

El que en la confesión pone toda su mejor voluntad, hace una confesión siempre válida y digna, por muy imperfecta que en sí misma sea. Cuando un pecador después de largo tiempo se vuelve a Cristo y se acerca nuevamente al sacramento de la misericordia, es posible que tenga del estado de su conciencia y de todos sus pecados pasados un conocimiento muy imperfecto y que quizá olvide en la confesión algunas cosas que de por sí son pecados mortales. Decimos, pues, que si él pone de hecho su mejor empeño, la confesión es, sin embargo, válida y digna. Según la ley del crecimiento interior, quizá más tarde llegue a darse cuenta de la imperfección de sus anteriores confesiones y de que posiblemente podría haber profundizado más en su examen de conciencia. Supuesto que le sobrevenga la duda sobre la integridad y dignidad de sus precedentes confesiones y sobre si confesó tal o cual pecado, conviene recordar que en ese caso la ley no obliga según la regla general de prudencia: "Toda acción se presupone bien hecha mientras no se prueba lo contrario." Así pues, sólo hay obligación de confesar aquellos pecados de los que consta con certeza que no fueron manifestados en ninguna confesión anterior válida. Este principio tiene aplicación general. Pero en el caso de un escrupuloso la virtud de la prudencia manda al enfermo no volver a confesar ninguna duda. Debe persuadirse (le que, obrando así, no se aparta de la norma general.

Pero quien, consciente y deliberadamente, calla un pecado grave por falsa vergüenza o bien ha convenido con su cómplice no confesar determinado pecado, recibe indignamente el sacramento y comete un sacrilegio. Es como si dijera a Cristo que no quiere que ese pecado se someta a discusión en el tribunal de la misericordia, sino que se reserve para el severo juicio final. Por lo demás, quien ha hecho una confesión indigna está obligado a repetir todos los pecados graves cometidos desde la última confesión válida.

2) Obligación cierta respecto de pecados dudosamente graves

Siguiendo la doctrina común y con la intención de prevenir toda angustia de conciencia ante el sacramento de la misericordia, hemos recalcado que ni la ley general de Dios ni la de la Iglesia imponen la obligación de confesar pecados dudosamente graves. Pero no hay por eso que olvidar esta otra norma que tiene, sin comparación, mayor importancia: Para todo cristiano existe en todo momento, especialmente en peligro de muerte, la obligación, nacida de una necesidad íntima, de vivir siempre en estado de gracia y, en duda sobre la pérdida de ese don divino, de tomar el camino seguro.

Según eso, después de un pecado dudosamente grave hay obligación de seguir lo más pronto posible la primera invitación de la gracia despertando en sí sentimientos de perfecta contrición (si se puede) y liberándose interiormente de la sujeción al pecado. El que desconfíe con motivo de poder suscitar la perfecta contrición y no tenga facilidad de acercarse a los sacramentos, debe pedir con fervientes súplicas la gracia del dolor. Pero quien tenga ocasión de recibir el sacramento de la penitencia hará bien en santificar y completar mediante el sacramento su esfuerzo para despertar con la ayuda de la gracia la perfecta contrición. Aunque de por sí, si él se ha esforzado seriamente en moverse a perfecto dolor, puede sin más recibir un sacramento de vivos (por ejemplo, la sagrada comunión), que asegura el estado de gracia, si al menos tuviera dolor de atrición.

En el caso de que no haya facilidad de acercarse al sacramento de la penitencia, todos aquellos que ni por ley divina ni eclesiástica tienen obligación estricta de confesarse, si dudan sobre la perfección de su dolor después de un pecado dudosamente grave, harán mejor en acercarse a la sagrada comunión, que por falso miedo dejar en peligro su salvación. Pues si de hecho ese pecado sobre cuya gravedad dudan fuese realmente grave y ellos no lograsen concebir sino un dolor de atrición — lo cual, en definitiva, sólo Dios puede saberlo —, de no recibir un sacramento de vivos, permanecerían en desgracia de Dios; mientras que si reciben el sacramento de vivos pueden estar seguros de hallarse en estado de gracia, con tal que no tengan fundamento para desconfiar de su buena voluntad.

3) La integridad de la acusación

El conocimiento de las exigencias mínimas y de las respectivas causas excusantes no resuelve totalmente al cristiano la cuestión de cómo y qué cosas ha de confesar. La ley general tienen que seguirla todos. Está acomodada a la medida incluso del más débil. Pero, aún más que la ley, el cristiano conoce que ha sido "llamado por su propio nombre". Y para él "la suma de la ley" es el sí a toda gracia que puede hacerle avanzar por el camino de la purificación y de la caridad, invitándole a una confesión más humilde y profunda.

Como ya hemos indicado, puede haber razones que aconsejen o incluso obliguen a fijarse ciertos límites en la acusación, a fin de no frenar con exigencias improcedentes las energías de una nueva vida. Para quienes propenden al escrúpulo, el consejo del confesor puede señalar no raras veces extremas limitaciones. Y sobre circunstancias precisas de pecados contra el sexto mandamiento hay que guardar siempre el límite inferior, a no ser que la declaración de esas circunstancias contribuya a la propia humillación, o bien sea exigida por el confesor para dar sus consejos y orientaciones en orden al futuro.

Atendiendo al grado de crecimiento de su vida interior, el fiel sano no limitará estrictamente su examen cíe conciencia a lo que se manda o prohíbe por los mandamientos de Dios. El examen, dolor, propósito y, en cuanto sea posible, aun la acusación deben tender cada vez más a las metas excelsas del mandamiento del amor a Dios y al prójimo. El cristiano no se enfrenta solamente con una ley exterior que manda o prohibe; se enfrenta con Cristo como amado y amigo de Dios; la gracia y la caridad de Cristo son su ley, que le impulsa desde dentro. Por eso confiesa con gusto en el sacramento de la penitencia aun los pecados puramente veniales y las inclinaciones torcidas.

Aunque el perdón de los pecados veniales puede obtenerse fuera de la confesión sacramental, la Iglesia recomienda muy encarecidamente la denominada "confesión de devoción", o sea la confesión espontánea y frecuente para aquellos que no tienen ningún pecado mortal. Mediante el sacramento, Cristo completa y santifica nuestros esfuerzos por lograr la contrición y nos limpia de toda sujeción al pecado. Pero que la confesión frecuente no vaya a parar en un ejercicio rutinario. El trabajo serio por crecer en el espíritu de penitencia y formar profundo dolor v firme propósito debe estar en proporción con la seriedad del mismo sacramento.

Como norma ideal, se podría señalar la confesión cada cuatro semanas más o menos. El mínimo de frecuencia observado hoy prácticamente por el cristiano ordinario es la confesión anual por Pascua, que de suyo sería requisito previo en orden a la ley general de la comunión pascual para quien hubiese cometido algún pecado mortal después de la última confesión.

Junto a la repetición obligatoria de la confesión por anteriores confesiones inválidas, existe además la confesión general voluntaria, en la que uno confiesa de nuevo todos o una parte de los pecados ya válidamente confesados. Esta declaración sumaria de toda la vida pasada, o bien de determinado espacio de tiempo, ha de recomendarse sobre todo con motivo de especiales gracias (misión, ejercicios), o bien cuando se va a abrazar un nuevo estado de vida, por ejemplo, antes del matrimonio. A los escrupulosos hay que desaconsejársela severamente aun en el caso de que, según ellos, haya motivo para poner en duda la validez de anteriores confesiones. En estas confesiones generales conviene advertir que no hay ninguna obligación de repetir absolutamente todos los pecados graves. Y, sobre todo, hay que evitar una enumeración de pecados contra la castidad que descienda hasta los más pequeños detalles, exponiéndose al asalto de nuevas tentaciones. Como dice san Alfonso, "más vale que se emplee ese tiempo en meditaciones piadosas".

Finalmente, al exhortar a acercarse frecuentemente por simple devoción a este sacramento, que no se pierda nunca de vista la verdad de que el centro de la vida cristiana es la eucaristía, más bien que la penitencia. La frecuente recepción de la penitencia debe ordenarse a la frecuente y devota comunión y en ningún caso serle de tropiezo.


III. SATISFACCIÓN Y PENITENCIA

a) De la injusticia, nuevamente a la justicia

Al definir el pecado, hay que atender incomparablemente más a la lesión de la justicia divina que a la violación de derechos humanos. El pecado viola los derechos absolutos y soberanos de Dios y su pretensión incondicional de la obediencia y amor de aquellos que Él ha creado y redimido. La conculcación de derechos humanos y del orden de la creación es pecado porque con ella se hieren al mismo tiempo los derechos divinos y porque constituye una deshonra de Dios por parte de sus criaturas. "Toda injusticia es pecado" (1 Ioh 5, 17), y, viceversa, todo pecado es injusticia.

Por eso el pecado de un bautizado es un desorden tanto más grave cuanto que supone una incomprensible ceguera que hace preferir el mundo a la amistad de Dios, a pesar de tantas muestras del amor divino y de haber sido el hombre alumbrado por la luz de la fe y alimentado con el Pan del cielo (cf. 2 Petr 2, 20). Esta naturaleza más profunda del pecado se pone plenamente de manifiesto en su forma definitiva y más desarrollada, que es la apostasía de Cristo.

Dios, que es la verdad y graciosamente nos ha revelado esta verdad, es objeto de una injusticia particularmente grande cuando aquel a quien Él había llamado a su luz maravillosa (1 Petr 2, 9) ama más las tinieblas que la luz y se opone a la verdad. La injusticia del pecado "oprime a la verdad" (Ron 1, 18). El juicio de Cristo vendrá a revelarnos la enorme injusticia de los pecadores, que en la lucha final se ponen del lado de las "fuerzas cegadoras de la injusticia", "dando un sí a la injusticia" en lugar de "dar fe a la verdad" (2 Thes 2, 10-12). La raíz más profunda (le que los hombres caigan en la ceguera y degeneren moralmente está en que, habiendo conocido a Dios como Creador suyo, le negaron la honra debida (Rom 1, 2lss).

El pecado mortal no sólo supone una acción in justa, sino que crea un estado de culpa e injusticia. En torno al pecador se entrelazan las "cadenas de la injusticia" (Act 8, 23). "El que no obra la justicia, no es de Dios", sino que se pasa al bando de los enemigos de Dios, pues detrás de todo pecado está siempre el demonio (1 Ioh 3, 7s). Tanto la acción pecaminosa aislada como el estado de esclavitud a la culpa han de mirarse sobre el fondo siniestro de la solidaridad de los malos con el reino de la injusticia.

La conversión es posible solamente porque Cristo, con su muerte expiatoria, nos ha salvado de la esclavitud del pecado y por sus merecimientos nos ha hecho partícipes de la justicia divina. La conversión es justificación del pecado mediante la justicia salvadora de Dios. Por eso exige del hombre un sí agradecido a la ley de la penitencia y satisfacción, pues si Cristo no se hubiera ofrecido al Padre en satisfacción por nuestros pecados, no habría para nosotros ni salvación ni participación en la justicia divina.

Ciertamente, Dios nos otorga la nueva justicia en virtud de los méritos de Cristo, sin que de por sí sea necesario que hayan precedido nuestras buenas obras de expiación ; la única condición que se nos exige es que confesemos nuestra in justicia, nuestra culpa, con la debida contrición. Es verdad; pero esta confesión de la culpa, que encierra en sí un poder santificador, supone junto con la agradecida confianza en la satisfacción operada por Cristo la prontitud para tomar parte, según la medida que Dios nos señale, en la obra reparadora de nuestro Redentor. Convertirse a Cristo significa precisamente hacer propios sus sentimientos (Phi] 2, 5), "revestirse de Cristo" (Ron 13, 14) en nuestro pensar y obrar. Y para el bautizado, a quien Cristo en virtud de su muerte expiatoria ha concedido participar de su propia vida, lo normal es participar también, a su modo, en la obra expiadora de Cristo.

El bautismo quita toda culpa y toda pena. El bautizado no tiene, pues, nada que expiar por los pecados que quizá hubiera cometido antes del bautismo. Sin embargo, también a él se le pide, en virtud de su interior asimilación con Cristo, el estar generosamente dispuesto a abrazar los sufrimientos que Dios le envíe y a emprender voluntariamente obras reparadoras y empresas costosas con espíritu de expiación por la salvación del mundo. En unión con Cristo v en virtud de sus méritos, podemos nosotros ofrecer al Padre celestial satisfacción por los pecados de los hombres, cooperando de este modo a la salvación de las almas.

En el sacramento de la penitencia, por el contrario, no nos vemos libres de la esclavitud del pecado si nos falta la voluntad de satisfacer por los pecados que en él se nos perdonan. Hemos pecado en cuanto bautizados y la verdad de nuestra conversión exige que, cuando menos, estemos dispuestos a satisfacer por nuestras culpas. Con todo, el valor de nuestra expiación, como enseña expresamente el concilio de Trento, radica tan sólo en nuestra asimilación con Cristo : "La penitencia recibe su fuerza de Cristo y nos asemeja a Él", dice san Alberto Magno. Soportar el castigo con espíritu de expiación es un deber difícil, pero obligado. En cambio, el poder ofrecer a Dios una satisfacción agradable es gracia de la pasión de Cristo.

Es una prueba de la justicia salvadora de Dios el que, después del pecado grave, el cristiano bautizado, por medio del sacramento de la penitencia se haga nuevamente digno de participar en la obra expiadora de Cristo no sólo pasivamente, recibiendo de sus méritos, sino también activamente. El convertido corresponde a la dignidad de ese poder y deber cuando en la satisfacción no sólo piensa expiar por la pena merecida por sus propios pecados, sino que también, dentro del espíritu de Cristo y en verdadera solidaridad con los demás hombres, ofrece su expiación por la salvación de su prójimo. De esta forma la satisfacción es ya vivir en virtud de la nueva justicia recibida de Dios.

b) La fuerza saludable de la penitencia

El concilio de Trento atribuye a la "divina clemencia" que en el sacramento de la penitencia "no se nos perdonen los pecados sin la correspondiente satisfacción" ; porque, si los pecadores recibieran el perdón sin satisfacción, "podrían tomar de ello pie para tener en menos sus pecados; y así incurrirían en más grave injusticia contra el Espíritu Santo, acumulando ira para el día de la ira (Rom 2, 5). Pues no cabe duda de que estas penas satisfactorias son como un freno que retrae a los pecadores del pecado, hacen al penitente más cauto y vigilante, remedian las reliquias de los pecados y quitan, con la acción contraria de la virtud, los malos hábitos contraídos por el mal vivir" (Dz 904).

Este texto del concilio de Trento nos muestra cómo, al imponer la penitencia, piensa la Iglesia en la salvación y provecho del penitente. Pero, según la doctrina de la Iglesia, la penitencia no ejerce su efecto verdaderamente curativo si no se acepta mirando ante todo a la santidad y justicia de Dios. Si falta el sentido de la satisfacción, es decir, si falta la actitud interior de expiar por el pecado concibiendo la expiación como adoración de la justicia de Dios y uniendo nuestra expiación con la que Cristo ofreció al Padre, la contrición no es auténtica. Mientras no desarrollemos en nosotros la disposición de satisfacer por nuestros pecados en la medida de nuestras fuerzas, la contrición no podrá ser fuerza que nos libere del egoísmo y dé nueva conformación a nuestra vida. Viendo que nosotros cargamos con el peso de expiar por nuestra vida pasada, Dios nos abrirá el camino liberador para el futuro.

Cristo quiso inaugurar en el centro de la historia el nuevo tiempo de salud, tomando sobre sí expiatoriamente todo el peso de la historia de perdición. Su pasión, es verdad, no ha borrado del mundo ni la muerte ni el sufrimiento; pero ha dado, a lo que antes era solamente consecuencia y pena del pecado, un nuevo sentido de aceptación voluntaria y reparadora ante la santidad del Padre.

A imitación de Cristo, los que desean seguirle no tienen otro camino salvador si no es la pronta voluntad de satisfacción por los pecados cometidos después del bautismo. Todos hemos de cargar con las consecuencias de nuestro pecado. Pero si recibimos alegremente ese deber de la expiación, uniéndola a la pasión de Cristo, y pronunciamos nuestro sí a la justicia divina, el sufrimiento y la satisfacción pierden toda su amargura desesperante. Reciben un nuevo sentido, que pone una inapreciable posibilidad en nuestras manos : la de convertirlos en actos de adoración y culto con gran virtud saludable.

Si en el sacramento de la penitencia la Iglesia atendiera solamente a la justicia, tendría que medir rigurosamente la magnitud de la satisfacción por el número y gravedad de los pecados. Pero, como buena madre que es, atiende también al estado de cada alma. Sabe que, así como el dolor no se desarrolla ni ahonda en el alma sino poco a poco, igualmente el sentido de expiación y la prontitud para aceptar la penitencia adecuada no alcanzan su madurez sino lentamente. Pero el que en la primera confesión de un gran pecador tenga el confesor que atender a las circunstancias y ser, por consiguiente, muy benigno, no significa en modo alguno que el convertido esté ya libre de la obligación de someterse poco a poco y gradualmente por su propia iniciativa a la penitencia adecuada. El primer paso — y no pequeño — de este camino es la disposición de aceptar con espíritu de penitencia todos los desengaños y sufrimientos que Dios envíe.

Esta necesidad de cultivar el sentido de la justicia y el conocimiento de la virtud saludable de la satisfacción, explican por qué la Iglesia impone penitencias que tienden a combatir particularmente los pecados de la vida pasada y sobre todo el defecto dominante. "Es preciso que la voluntad se aparte del pecado por el contrario de lo que a él fue inclinada. Y como al pecado le inclinó el apetito y deleite hacia las cosas inferiores, es preciso que se aparte del pecado con algo que lleve en sí el carácter de pena aflictiva de aquello por lo que pecó" (santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles Iii, 158). Y no está nada mal que el penitente se adelante a manifestar al confesor su disposición para cumplir una penitencia determinada y precisamente conforme con su especial necesidad.

A la penitencia impuesta en el sacramento, que hoy es ordinariamente insignificante en comparación con la de tiempos antiguos, puede y debe añadir el penitente por iniciativa personal lo que más necesite para hacer duradera su conversión. Así, por ejemplo, quien en la oración se ha dejado llevar de la pereza, hará bien en señalarse un mínimo de oraciones y de tiempo de rezo, y aun, quizá, hacer de rodillas la oración de la mañana y de la noche; para quien haya faltado a la caridad fraterna, la mejor penitencia será sin duda una obra bien determinada de caridad; quien, víctima de su mal hábito, haya sucumbido a la masturbación, sabiendo que la raíz de ese vicio está en la búsqueda desordenada de su propio yo, tendrá su mejor y más eficaz penitencia en el esfuerzo diario por servir a los demás y proporcionarles alegría ; quien, permaneciendo alejado por mucho tiempo de los sacramentos y quizá hablando irreverentemente de la confesión, ha dado mal ejemplo, verá su mejor penitencia, que será al mismo tiempo su acción de gracias, en expresar en la debida ocasión su alegría por haberse confesado y en defender frente a los demás la santidad del sacramento, y aun, quizá, en mover prudentemente a uno u otro de sus compañeros de trabajo, amigos o vecinos a acercarse a la confesión, si también ellos llevan largo tiempo alejados de ella.

Naturalmente, la penitencia ha de tender sobre todo a reparar la injusticia y el escándalo ocasionado al prójimo y debe manifestarse en la compasión y perdón de las injurias.

c) Los frutos de la conversión

Aunque las obras de la penitencia son ciertamente requisito necesario para que la conversión persevere y arraigue, no constituyen la esencia de la conversión. Ésta consiste propiamente en el agradecido retorno a Dios, en la mudanza del corazón. La prontitud para la penitencia no pasa de ser consecuencia y fruto, pero ni siquiera de por sí el más preciado, de la conversión. Pues el mejor es la nueva vida según la ley del seguimiento de Cristo y un amor siempre creciente a Cristo y al prójimo, testimoniado por las obras. No obstante, esta nueva vida no será posible si falta el espíritu de satisfacción por el pecado que anime a tomar sobre sí la cruz de cada día. El convertido deberá sobrellevar todos los sufrimientos y penalidades con espíritu de penitencia.

A la paciencia en los sufrimientos y reveses de la vida, deben añadirse las obras voluntarias de penitencia. Entre ellas menciona el concilio de Trento, sobre todo : "Ayuno, limosna, oración y otros ejercicios de piedad." El ayuno se toma en sentido amplio por toda renuncia voluntaria, por todo "no" a la pereza y a todo apetito desordenado de placer. Junto a la privación voluntaria en la comida y en la bebida, podría hoy tener no menor importancia una voluntaria disminución en la lectura de periódicos y revistas ilustradas, en la asistencia al cine, en el uso de la radio y televisión, y también en el uso del tabaco. Para no pocos conductores sería igualmente una renuncia nada despreciable la disminución de la velocidad. La limosna se dirige contra el egoísmo y el desordenado afán de lucro y de elevar el nivel de vida. En cuanto acto de caridad, sirve para poner de manifiesto cómo toda obra de penitencia debe estar animada y orientada por la caridad. La oración no es ciertamente, por su íntima naturaleza, una obra de penitencia, sino una conversación por la que se da puramente gloria a Dios, una expresión de las virtudes de fe, esperanza, caridad y religión ; sin embargo, puede considerarse también como penitencia, en cuanto que no podemos ordinariamente hacer nuestras oraciones de una manera digna, consciente y perseverante, si carecemos del espíritu de abnegación de nosotros mismos.

El propósito de imponerse una penitencia concreta (por ejemplo, después de cada caída en determinado pecado confesarse inmediatamente ; por el exceso en la bebida, una limosna, al menos según la cantidad que se ha dilapidado; después de charlas innecesarias sobre los defectos ajenos, una oración o un acto particular de caridad en servicio del prójimo; después de cada blasfemia, determinada jaculatoria alabando a Dios; después de un estallido de ira, pedir perdón o humillarse de algún otro modo) puede constituir la penitencia sacramental, pero tiene sobre todo su lugar como expresión voluntaria del espíritu de penitencia y así ha de recomendarse, más bien que imponerse, al penitente.


IV. CONVERSIÓN A LA NUEVA LEY

a) El pecado, negación de la ley

Pecado es, según san Agustín, "todo pensamiento, palabra y obra contra la ley eterna". Y se imputa al hombre en la medida en que tiene conciencia y acepta libremente la contradicción que supone respecto de la ley eterna, de la divina sabiduría. Por tanto, el pecado contra la ley es tanto mayor cuanto más claramente ha manifestado Dios al hombre en la ley su sabiduría y bondad y cuanto más libremente se pone el hombre en contra de ese conocimiento de las amorosas disposiciones de su Dios.

Ni siquiera los gentiles, aun cuando para ellos haya perdido toda su eficacia la revelación primitiva hecha por Dios a los primeros padres, carecen de ley. Aunque ésta no les ha sido revelada como al pueblo elegido, sin embargo, practican "naturalmente las obras de la ley. Son para sí mismos ley; muestran tener la obra de la ley escrita en sus corazones y de ella les da testimonio su conciencia" (Rom 2, 14ss). Su pecado no significa solamente obcecación de la mente y desarreglo en el orden de la naturaleza; significa también un rechazar la voluntad del Creador manifiesta en la revelación natural que aparece en la misma creación. Tras su rechazo de la ley y su apartamiento del orden creado, está el alejamiento del mismo Creador (Rom 1, 20ss).

Pero con mucha mayor claridad que en la revelación natural manifestó Dios en el Sinaí y por medio de los profetas su ley como expresión de su voluntad amorosa. La ley pasa a ser una exigencia natural de la alianza, condición para permanecer en ella. Resulta, pues, evidente que la transgresión de la ley encierra un ir contra la voluntad santa de Dios; el pecado se hace "sobremanera pecador" (Rom 7, 13) ; el abandono de la ley conduce a la exclusión de la alianza amorosa, a la infidelidad respecto de la más incomprensible elección : "Escuchad, cielos ; presta oídos, tierra: hijos he criado, pero ellos me han sido infieles" (Is 1, 2). La infidelidad a la ley de la alianza es como un adulterio: "Como una mujer abandona infielmente a su esposo, así me ha quebrantado su fidelidad la casa de Israel" (Ier 3, 20).

Con todo, el grado más agudo de esta oposición a la voluntad amorosa de Dios lo ofrece el pecado frente a la revelación de la eterna sabiduría en Cristo. La nueva ley revelada por el amor de 'Cristo ofreciéndose a la muerte, da al hombre, junto con la gracia, que es principio de nueva vida, la libertad de los hijos de Dios; de ahí que la condición de los sin ley aparezca como expresión consciente del "anti-Dios", del "Anticristo". Y san Pablo llama al Anticristo simplemente el "hombre sin ley" (2 Thes 2, 3), el "sin ley" (2, 8). "El misterio de la iniquidad (del estado sin ley) está ya en acción" (2, 7). Se alza contra la manifestación plena del reino de Dios y de la nueva ley de amor.

El mismo Señor nos habla de la separación definitiva entre el reino de su amor y el espíritu de los sin ley : "Al aumentar la iniquidad, se enfriará la caridad de muchos" (Mt 24, 12). Al igual que las "tinieblas", la "fuerza siniestra del pecado" y la esclavitud a la culpa, tampoco la ausencia de ley se presenta en la Sagrada Escritura como acción aislada del individuo. Aparece, más bien, como una fuerza que se afirma en el hombre particular, en una sociedad determinada, en el ambiente, ejerciendo un influjo degradante y opresor. Lo cual no quiere decir que se la considere como fuerza impersonal, como un destino ciego; se nos presenta, por el contrario, como la consecuencia de libres y conscientes decisiones de los hombres frente a la voluntad amorosa de Dios claramente manifestada en la nueva ley. Detrás de esas decisiones está el mismo Satán, alzándose en contra de la ley de amor.

Y no creamos que sólo la transgresión exterior de una ley es contradecir la esencia de la ley, "vivir sin ley" (anomía) en sentido bíblico. Lo prueba claramente la lucha de 'Cristo contra la justicia externa, puramente formalista y legal de los fariseos, cuando les echa en cara : "Por de fuera parecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis repletos de hipocresía e iniquidad" (Mt 23, 28). Los fariseos pretendían hacer de la ley un instrumento de su justicia personal, en vez de atender a la limpieza del corazón y entregarse a la voluntad amorosa del Dios salvador, tal como se nos ofrece en la ley de la alianza y, sobre todo, en su pleno sentido, en el mismo Jesucristo. Los publicanos y las pecadoras, que reconocen avergonzados su estado de contradicción con el amor y la ley de Dios, están más cerca del reino de Dios y de la nueva ley de su amor, que los que buscan en la ley la justificación de sí mismos y se escudan en la letra de la ley para sustraerse a las exigencias de la voluntad amorosa de Dios, que da todos sus bienes dadivosamente, pero que demanda la entrega incondicional de todo el hombre. San Pablo ha desplegado particularísimo empeño en mostrar que a la nueva ley se oponen tanto el que la infringe abiertamente como todos los que tratan esa ley como puramente exterior, ley de letra, queriendo forzar a los hombres bajo esa ley puramente externa, de la cual habrán de esperar la salvación.

La conversión se realiza cuando el hombre rechaza toda forma de oposición a la ley nueva y acepta esta ley como ley del amor de Cristo.

b) Entrega progresiva a la ley de la caridad

La conversión no es simplemente el tránsito de las obras de iniquidad a una vida exteriormente concorde con la ley. El fundamento de la conversión no está en las obras de la ley, sino en la fe en Jesucristo, por quien solamente se nos da la salvación (Gal 3, 21s). Sólo una vida que participe, por la fe y los sacramentos, de su misma vida y esté en todo momento, por la fe, la esperanza y la caridad, centrada en Él, nos dará la verdadera actitud hacia la ley que es toda su ley, que es Él mismo en persona. Quien se entrega a Jesucristo, deja inmediatamente de ser un "sin ley", e incluso deja de estar sometido como un esclavo a la ley exterior que prohibe y acusa; para él, la ley está centrada en el gran don de la caridad de Cristo, que al darnos su amor está pidiendo nuestra correspondencia sin reservas; esta entrega de su amor es lo que le permite pedirnos más de lo prescrito y fijado en la ley exterior, sin que en ningún caso puedan parecernos excesivas sus exigencias.

Los sacramentos de la conversión nos apremian a realizar el gran anhelo del divino Maestro invitándonos a todos a entrar en el reino de su amor y a seguirle enamorados de su persona. Ése es, además, el deseo del apóstol san Pablo, cuando nos exhorta a vivir conforme al "ser en Cristo", conforme a la "ley de la fe", como hombres que están bajo la gracia y no bajo una ley, como hombres que se dejan guiar del espíritu de Cristo. Y es también el anhelo que repite insistentemente el apóstol predilecto de Cristo y le hace presentar la vida del cristiano como respuesta total al amor de aquel que nos ha amado primero (1 Ioh 4, 10). Con parecidas palabras nos hablan los santos de la conversión. Estos sacramentos nos conducen al centro de la vida cristiana, al encuentro totalmente personal con Cristo en la eucaristía, el santo misterio en el que, junto con la acción salvífica de Cristo, celebramos la fiesta de nuestra comunidad vital con el Redentor. Así, el progreso en nuestra conversión, la perfección de la vida cristiana no se cifran solamente en el exacto e invariable cumplimiento de los preceptos exteriores de Dios, sino sobre todo en centrar todo el esfuerzo moral y religioso de nuestra conducta cada vez más clara y decididamente en un amor ilimitado a Dios y al prójimo.

Cierto que en todo tiempo y sin contemplaciones hay que cumplir los preceptos del mínimo legal que se nos presentan en forma prohibitiva, delimitando con toda precisión nuestros deberes. Pero para el cristiano esos preceptos reciben toda su fuerza y hallan su plena realización únicamente en el amor a Dios y al prójimo. Y aunque el amor perfecto es una nieta que nunca alcanzaremos completamente mientras peregrinamos por la tierra, el crecimiento incansable en la senda del amor será siempre al mismo tiempo nuestra mayor obligación y nuestra mayor felicidad. Pues en el amor "hallará la ley toda su plenitud" (Gal 5, 14).

Por el amor incondicional a Dios y al prójimo, la nueva ley se convertirá para nosotros en "ley perfecta de la libertad" (Iac 1, 25). En el amor se purifica el corazón del hombre y se abre al corazón de Dios y al del prójimo, realizando así aquella caridad y unidad que son el emblema del mundo nuevo.