Parte sexta

LAS VIRTUDES EN EL REINO DEL AMOR


San Pablo, proclamando con acentos vigorosos la buena nueva de la gracia y del amor de Dios, ha presentado la vida cristiana corno vida por la gracia y el amor. Sin embargo, en esta concepción tan típicamente suya, no desatiende el dar debido realce al resto de las virtudes cristianas. Nos indica su relación con la caridad, al compararlas con las prendas de vestir de los hombres de su tiempo, que, a no estar recogidas por el cinturón, caían con flojera y sin gracia (Col 3, 12-15). La caridad es como el ceñidor que da a las demás virtudes forma y figura. La imagen del guerrero equipado para la lucha es otra comparación que le sirve para expresar idéntica realidad: "Manteneos, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad y revestidos con la coraza de la justicia, y calzados los pies con la disponibilidad, prontos para el evangelio de la paz, embrazando en todas ocasiones el escudo de la fe... Tornad también el yelmo de la salud y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios" (Eph 6, 11-17).

Junto a la trinidad de las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, ya desde los primeros autores cristianos se introdujo en el tratado de las virtudes la cuaternidad de las "cardinales" : prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Una clasificación de las virtudes morales derivada de los filósofos griegos de la época precristiana. Porque en la Sagrada Escritura sólo una vez y de pasada encontramos mención de estas cuatro virtudes: en el libro de la Sabiduría, buscando el escritor sagrado oponer a la sabiduría mundana los frutos de la sabiduría celestial y, por tanto, de la caridad, enumera esas cuatro virtudes; evidentemente, ésta fue su intención y nada más: "¿Qué cosa más rica que la sabiduría que todo lo crea? Si uno se fatiga por [alcanzar] inteligencia, ¿quién más que ella es artífice de todo cuanto existe? Y si uno ama la justicia: los frutos de su trabajo [de la sabiduría] son virtudes: porque enseña la templanza, la prudencia, la justicia y la fortaleza" (Sap 8, 5-7).

Profundas investigaciones históricas han demostrado que, si bien en la tradición católica desempeñaron un gran papel las cuatro virtudes llamadas cardinales, prudencia, justicia, fortaleza y templanza, no hemos de creer, ni mucho menos, que constituyen el único esquema posible para organizar el tratado de las virtudes. Con el mismo derecho podríamos intentar una estructuración de las virtudes morales siguiendo un antiguo esquema chino, que tiene la característica de conceder poderoso relieve a la caridad como virtud directiva: rasgo sorprendente que le pone muy cerca de la revelación: "La ventaja que el cielo concedió a los sabios son las virtudes de benevolencia, justicia, cortesía y prudencia. Radican en el corazón, irradian en el rostro, se muestran en el porte del cuerpo y de todos los miembros" (cf. La ley de Cristo, edic. esp., 1, p. 545).

¿Escogeremos el esquema de las virtudes cardinales? ¿El chino o el occidental? ¿Subordinaremos las demás virtudes a una de las dos tetralogías? Pero entonces resultará que la religión y la humildad, virtudes que precisamente acabamos de tratar, ocupan una posición única, insubordinable a cualquiera de las consabidas cardinales. Aparte de que toda virtud cristiana tiene su verdadero centro en la caridad, de la cual recibe por otra parte su configuración sobrenatural.

San Agustín ha resuelto estos puntos con claridad insuperable : "¿Qué será, pues, vivir bien o, lo que es lo mismo, tender a la felicidad viviendo bien? No puede ser sino amar a Cristo virtud, amar a Cristo sabiduría, amar a Cristo verdad, y amarle con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente... En cuanto a las virtudes que nos llevan a la vida bienaventurada, digo yo que no son otra cosa sino el sumo amor de Dios. Pues, a lo que se me alcanza, esa división cuatripartita de las virtudes nace de los diversos afectos del mismo amor. Esas cuatro virtudes — que ojalá estuvieran tan arraigadas en los corazones como está su nombre en la boca de todos — no dudaría en definirlas cono diversas funciones del amor : la templanza es el amor que se da en su integridad al objeto amado; la fortaleza es el amor que lo soporta todo fácilmente por el amado; la justicia es el amor que guarda el recto orden por servir únicamente al amado ; la prudencia es el amor que elige sagazmente entre lo que puede ayudarle o impedirle llegar al amado. Y nótese que aquí no hablamos de un amor cualquiera, sino del amor de Dios, que es amor del sumo bien, de la suma sabiduría y de la suma concordia. Por lo cual, bien podemos definir la templanza como amor que se guarda íntegro e incorrupto para Dios; la fortaleza como amor que todo lo soporta sin pena por Dios; la justicia como amor que, sirviendo a Dios, impone el orden debido en todo lo que está confiado al hombre; la prudencia como amor que sabe distinguir bien lo que puede serle de ayuda u obstáculo en el camino hacia Dios" (AGUSTÍN, De las costumbres de la Iglesia católica).

Tratando ahora de las fuerzas fundamentales del reino del amor, nombramos primeramente a la verdad; no sólo por ser la primera que enumera san Pablo al describir el equipo militar del guerrero aprestado para el combate por el reino del amor, sino también porque nos parece que guarda estrechísima unión con el misterio de la caridad. Verdad en el ser, en el pensar, en el hablar y en el obrar (aspecto en el cual podríamos también catalogar la virtud de la prudencia, tratada en el capítulo tercero) (sección primera).

La "coraza de la justicia" debe proteger por dentro y por fuera el reino del amor y de la paz (sección segunda).

La templanza, expresión de un amor fuerte y medio de reservar para Dios y su reino las fuerzas de nuestro corazón, de nuestra voluntad y de nuestros apetitos y pasiones (sección tercera).

La fortaleza, (o valentía), coordinación en el amor de todas las fuerzas del apetito irascible para poder resistir en la lucha por el reino de Dios, tanto en el ataque como en la probada tolerancia (sección cuarta).

 

Sección primera

LA VERDAD EN EL FULGOR DEL AMOR

 

Para romper la cerrazón del yo al tú y crear comunidad, no hay otro camino sino la palabra, que puede ser al mismo tiempo prenda de verdad y de amor. Toda palabra que no nace del amor y no sirve a la verdad y al amor termina por romper el vínculo de la comunidad. Como, a su vez, no hay amor verdadero que no esté fundado en la verdad y que no lleve a la verdad.

I. El misterio divino de la verdad de Cristo nos mostrará claramente el valor de esta ley íntima de palabra y verdad.

II. De él se derivan las exigencias de la verdad para nosotros.

III. Y se pone de manifiesto la gran importancia del secreto como salvaguarda de la verdad y de la fama contra desconsiderados abusos.

IV. La fidelidad es la veracidad en dar y cumplir lo prometido.


I. EN LA VERDAD DE CRISTO

El Señor pudo decir de sí mismo : "Yo soy la verdad" (Ioh 14, 6). Es el Verbo que estaba al principio cabe el Padre (Iob 1, 1). En Él lo ha expresado el Padre todo, toda su gloria, todo su poder, todo su amor. Nada hay en el Padre que no haya en Él. "No se hubiera el Padre expresado total e íntegramente, si en su Palabra hubiese más o menos que en Él mismo. Aquí es donde encontrarnos en realidad suma aquel sí, sí y no, no" (san Agustín). La palabra consubstancial del Padre no es "una palabra cualquiera, sino la palabra que espira el amor" (santo Tomás de Aquino). La Verdad, el Verbo de Dios, es la palabra exultante del amor. Es la verdad fecunda en el amor, en el Espíritu Santo, con una fecundidad que escapa toda comprensión.

Toda la verdad que hay en el mundo refleja las riquezas de amor de la verdad divina, pues "todas las cosas se hicieron por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho" (Ioh 1, 3). Pero los hombres no solamente hemos sido hechos por la "palabra": hemos sido creados según la "imagen" del Dios trino y, más concretamente, según la imagen del Unigénito. Y siendo Él la Verdad, debemos admitir que seremos realmente lo que debemos ser en la medida en que estemos "en la verdad". Y no podemos estar en la verdad si no estamos al mismo tiempo en el amor. Verdad y amor se corresponden mutuamente. Únicamente es verdad según la semejanza divina la verdad que nace del amor y sirve al amor.

Cristo es el mensajero de la verdad y del amor de Dios. Ha dado testimonio de la verdad y del amor no sólo con sus palabras, tan sublimes, con su juramento ante el sumo sacerdote (Mt 26, 63-65), sino también con su sangre en la cruz. Si queremos estar y vivir en Él, si queremos ser mensajeros de su verdad, tenemos que contemplar la verdad a la luz de su amor.

Puesto que Cristo es verdad y testigo de la verdad, la veracidad pura y sencilla es una ley fundamental entre todos los miembros del cuerpo místico de Cristo: "Deponed toda mentira y hablad verdad cada uno con su prójimo; pues somos miembros unos de los otros" (Eph 4, 25). Si queremos tener parte en el Verbo, que perdura eternamente, debemos deponer toda malicia, dolo y apetito de calumnia (1 Petr 1, 25; 2, 1). Nuestra unidad en la verdad y en el amor deben ser imagen, copia de la verdad y de la unidad divinas.

Hemos sido santificados en la verdad (Ioh 17, 17.19). Unidos íntimamente en Cristo, podemos y debemos ser también testigos de la verdad liberadora de Dios. Solamente conseguiremos esto si somos fieles en todo a la verdad y al amor. Quien no permanece en el amor, no puede ser testigo de esa verdad que brota del amor. Que ni siquiera las mentirijillas de cada día, ni la más pequeña doblez o deslealtad empañen nuestro honroso testimonio en pro de la eterna verdad. Quien está llamado a difundir el mensaje vibrante de la verdad, del amor y de la santidad de Dios y a cantar sus alabanzas, no puede consentir que la mentira manche sus labios (cf. Is 6). "¿Quién, Señor, se hospedará en tu santa tienda? ¿Quién morará en tu montaña santa? El que camina sin tacha y habla en su corazón sinceramente, y no levanta calumnias con su lengua" (Ps 15, 1 ss).


II. LAS EXIGENCIAS FUNDAMENTALES DE LA VERDAD

Nuestra íntima unión con Cristo, eterna verdad, el don del "Espíritu de verdad", nuestra pertenencia por gracia al reino de la verdad y del amor, nos obligan a la verdad en el ser, en el pensar, en el obrar y en el hablar.

a) Verdad en el ser

Nos encontramos verdaderamente en la plenitud de nuestro ser, es decir, somos verdaderamente lo que debernos ser si respondemos siempre por el nombre con que Dios nos llama. Dios nos ha señalado a cada uno de nosotros de una vez para siempre un destino inmutable. Para ello nos da a cada uno talento, cualidades de corazón, de voluntad y de entendimento, completamente particulares. A través de su gracia se dirige inmediatamente a nosotros llamándonos por el nombre y señalando a cada uno su misión peculiar. Desatender esa voz de la gracia, eludir la llamada del momento, limitándose a cumplir la ley en general, es negarse a ser lo que conforme a los designios de Dios deberíamos ser. No existiremos en la plena verdad de nuestro propio ser, mientras la llamada de Dios no sea raíz y eje de nuestra vida. La evasión al refugio de la ley general, al impersonal hacer únicamente lo que a todos está mandado, y más aún el puro dejarse llevar por la masa, por los mitos colectivos, por una opinión pública aceptada sin examen, es vivir un mísero ser de apariencias. Solamente el hombre que vive plenamente según su conciencia personalísima, según la verdad de Dios, siempre atento a la llamada de cada hora, está en la verdad y es lo que debe ser.

b) Verdad en el pensar

Pensar en verdad es el camino hacia una participación consciente en la verdad de Dios. La fe humildemente aceptada nos coloca a la clara luz de la verdad divina, que pide le hagamos lugar en el mundo de nuestros pensamientos, ahondando sin descanso en el conocimiento y amante contemplación de las verdades de la fe. Podremos saber muchas cosillas sueltas de aquí y de allí, estar saturados de ciencia terrena, mas, si ignoramos la buena nueva de la verdad divina, privamos a esas verdades parciales de su más hermoso brillo. Un gran sabio según el mundo, a quien no interesen para nada la verdad y el amor de Dios, debe sentirse abochornado ante hombres sencillos, simplicísimos, pero capaces de alimentar su alma con la meditación amorosa de la palabra divina. Desviar el anhelo de verdad a un puro saber práctico de la técnica y de las ciencias "constituye un suave e imperceptible deslizamiento de niños humillados hacia la mentira" (Franz Kafka).

Si queremos pensar en Dios verdaderamente, tenemos que estar dispuestos a mirarnos a nosotros mismos en verdad ante la presencia divina y a someternos humildemente al juicio de su verdad. O, lo que es igual: no hay verdadero conocimiento de sí mismo sino a la luz verdadera del Dios santísimo y misericordiosísimo.

Sin recto conocimiento de Dios y de las verdades básicas de la moral, todos los conocimientos de las diversas ciencias experimentales no pasan de ser una carga inútil y embrollada. Debemos ser a un tiempo sabios y prudentes, para vivir de plano en la verdad y pensar verdaderamente. Sabios por el amoroso conocimiento de Dios y de su verdad, por la consideración de todas las cosas a la luz de Dios. Sabios y prudentes que saben interpretar el lenguaje de los hechos en el espíritu de la sabiduría. Pues, si queremos abarcar en toda su verdad al Dios autor y Señor de la historia, debemos tomar en serio el más pequeño acontecimiento, el más imperceptible fenómeno. De esto ya hemos hablado anteriormente tratando de la conciencia y de la prudencia. Notemos aquí, para redondear la perspectiva, que la prudencia puede ser designada virtud de la verdad, en cuanto nos ayuda a considerar acertadamente los hechos y situaciones concretas por los que Dios nos transmite su verdad.

Es claro que no tenemos por qué saberlo todo. Si bien nunca sabremos bastante de Dios y de sus obras, no hay más remedio que ceñirse a la norma impuesta por la limitación de nuestras fuerzas : atender sobre todo a lo más importante. Puede haber un afán de saber desordenado y, además, peligroso: el del soberbio que no se contenta con el saber de la fe. Eso de creer por la autoridad de Dios no le basta; tiene que verlo todo, hasta los más insondables misterios de la divinidad, desde dentro, como Dios mismo los ve; y esto es imposible. Luego, ni por fe, ni por ciencia llegará a ese conocimiento: él mismo se cierra el paso a las más sublimes y consoladoras verdades. El cristiano no se apresura: espera humilde y todo anhelante la luz de la bienaventuranza, el lumen gloriae que le permitirá contemplarlo todo inmediatamente en el fulgor de Dios.

Del mismo modo, la curiosidad desenfrenada, ansiosa de saber absolutamente todo lo que pasa y que nada le importa, puede convertirse en serio peligro para pensar y vivir en la verdad. Porque esa curiosidad inútil impide cumplir la obligación primordial de ocuparse en el conocimiento del Evangelio y adquirir los conocimientos necesarios para el desempeño de sus deberes profesionales. Aparte de que más de una vez esa curiosidad supondrá faltas contra la virtud de la caridad, que prohibe en ciertas circunstancias meterse a investigar las acciones del prójimo. El curioso aborda la verdad con una actitud falsa. Le falta el respeto, que es la base para pensar en verdad. El hombre sabio y prudente atiende siempre a descubrir en todas las cosas, grandes y pequeñas, la voz de la verdad que le manifiesta la voluntad de Dios; busca la verdad que le compete.

c) Verdad en el obrar

"La verdad que nos hace libres" (cf. Ioh 8, 32) es la verdad que Dios nos da : una verdad no sólo para ser escuchada y meditada, sino también para poner en práctica. Nos mantendremos firmes en la verdad revelada, que es don y llamada del amor de Dios, practicando la "verdad de la caridad" (Eph 4, 15). Permaneceremos en la verdad si caminamos en la verdad, si obramos la verdad en la caridad (2 Ioh 1, 3 ; 3 Ioh 3). Obrar amorosamente la verdad es presupuesto necesario para un incesante profundizar en el conocimiento de la verdad. "El que obra la verdad, camina hacia la luz" (Ioh 3, 21). La resolución valerosa de obrar el bien de acuerdo con la situación concreta es el acto decisivo de la virtud de la prudencia.

La comunidad de vida con Cristo, verdad eterna y testigo de la verdad, exige de nosotros que le sigamos obrando la verdad. Si nuestros actos no están conformes con la verdad de nuestros pensamientos y de nuestras palabras, somos mentirosos, carninamos en tinieblas cada vez más hondas (1 Ioh 1, 6). Y como nuestra comunidad de unos con otros ha de tener en Cristo su fundamento, debemos imitar a Cristo en la práctica de la verdad (1 Ioh 1, 7).

Lo contrario de "obrar en verdad" es la hipocresía, el disimulo consciente en palabras y sobre todo en las obras, la fiebre de aparentar.

Pero el vicio peor opuesto al ser y obrar en verdad es el conducirse a ciencia y conciencia en contra de lo que dicta la fe y pide a vivas voces la voz de Dios. Ése es el "obrar y amar la mentira" que cierra el paso al reino sin fin de la verdad y del amor (Apoc 22, 15).

d) Verdad en el hablar

Nuestras palabras, según el sentido de la revelación divina, no serán efectiva y plenamente verdaderas mientras no sean imagen de la palabra de Dios. "Si lo que está en la mente está al tiempo en la palabra, la palabra es verdadera, es la verdad que esperarnos de un hombre. Lo que se encuentra en la mente se encuentre también en la palabra ; lo que en aquélla no se encuentre, que tampoco se encuentre en la palabra" (san Agustín). Proceder así es aproximarse, aunque, claro está, con una distancia infinita, a la verdad de Dios, que ha proferido en verdad su palabra, manifestándonos en ella todo cuanto de poder, gloria y amor encierra en sí mismo.

La más profunda y sublime alabanza que podemos decir para gloria del Verbo es afirmar que Él, a una con el Padre, espira el amor, el Espíritu Santo. De ahí que no podremos llamar a nuestra palabra imagen verdadera de la eterna verdad, mientras no nazca del amor y nos capacite para él. Pecar contra la verdad no es tan sólo decir advertidamente una cosa distinta de lo que se piensa; lo es también servirse de la verdad para faltar a la caridad, aprovecharse de una verdad parcial como arma de nuestro egoísmo: son los pecados que más profundamente nos alejan de la eterna verdad. La mentira, la afirmación consciente de una falsedad, no está permitida en ninguna circunstancia; y lo mismo hay que decir de una afirmación conforme con la verdad, pero en una ocasión y en una forma que hiera o destruya la caridad. Todo esto nunca puede estar justificado, pues va siempre contra el hablar en verdad que Cristo nos pide a sus discípulos y que reclama la semejanza divina.

Siendo la verdad bien tan sublime y medio de unión con Cristo y con los miembros de su cuerpo (la palabra es insustituible garantía del amor), toda lesión consciente y paladina de la verdad es en sí pecado grave.

Sin embargo, en atención a la humana debilidad, para juzgar en cada caso concreto, habremos de atenernos a las siguientes normas prudenciales: una mentira consciente que ocasione a otro daños considerables en la fama o en los bienes terrenos, o bien sea causa de una grave molestia, hay que juzgarla pecado grave. Lo mismo ha de afirmarse cuando tales mentiras dañosas nacen de negligencia grave. Mentiras por ligereza y pequeñas mentirijillas que a nadie hacen mal y normalmente no originan escándalo alguno, se computan como pecado venial. Lo cual no quiere decir que no haya peligro espiritual en el hábito de proferir adrede esas pequeñas mentiras de todos los días. Tener poco aprecio de la veracidad se considera en sí mismo pecado grave. Siempre hay que poner esfuerzo en ser cuando menos fundamentalmente veraz. Quien habitualmente se cuida poco de la veracidad en lo pequeño, más temprano o más tarde caerá también en mentiras de más grave trascendencia.

Una mentira dañosa de especial malicia y particularmente aborrecible es la calumnia, el asalto con el arma de la mentira a la fama y buen nombre del prójimo o de toda una comunidad.

Por detracción se entiende el uso injusto de noticias justa o injustamente adquiridas sobre hechos que se está obligado a paliar bajo el manto de un caritativo silencio. ¡Cuánto más tendríamos que reflexionar sobre el deber de callar hechos en sí mismos ciertos!

Es conveniente hacer ahora algunas precisiones para evitar equívocos en estos juicios severos, pero sin duda no demasiado severos, de las faltas contra la veracidad:

Las mentiras jocosas, de que más de una vez se acusan en la confesión algunas personas pías, ordinariamente y hablando en general no constituyen mentiras si, corno hemos dicho, se atiende a todo el modo de hablar; tratándose de bromas, no hay sino un pasatiempo gracioso y ameno del que nadie sale engañado. Al contrario, una broma oportuna, aunque en apariencia suponga una afirmación inexacta, sirve frecuentemente para esclarecer de forma insuperable un hecho o una verdad.

Las mentiras infantiles, de los niños de hasta seis años de edad, no deben ser consideradas generalmente como mentiras, puesto que los niños de esa edad, y a veces de más, no son capaces de distinguir con precisión la realidad objetiva de lo que es fruto de su animada fantasía. Aparte de que raras veces se obtiene buen fruto de tratar al niño como embustero, así crudamente, reprendiéndole con aspereza. Es de mayor eficacia instruir al niño en el conocimiento claro, en la valoración y exposición de los hechos y, sobre todo, educarle presentándole un prototipo vital de veracidad y confiando de veras en su lealtad. Reconocer siempre en todo su mérito la sinceridad del niño que confiesa la verdad aunque le cueste. Sobre todo, que tenga siempre la sensación de que se le toma en serio: sólo así comprenderá que también él debe tomarse a sí mismo en serio, si quiere que le crean.

Ante las afirmaciones falsas de los psicópatas, histéricos sobre todo, de los débiles mentales y epilépticos, debemos adoptar la misma comprensión y benevolencia que ante los niños. Sus mentiras son manifestaciones de infantilismo retardado, que se aprecian en su carácter con rasgos típicos. Ayudémoslos también a ellos a comprender más y mejor la belleza de la veracidad y la fealdad repugnante (le la mentira.


III. LA VERACIDAD, EL SECRETO, LA FAMA

El Verbo de Dios, que es la misma verdad, nos ha anunciado la verdad recibida del Padre; pues el Hijo por sí "no puede hacer nada fuera de lo que vio hacer al Padre" (Ioh 5, 19).

Vemos que Cristo no pregonó su verdad indiscriminadamente en toda ocasión y ante cualquier género de personas. Es que no todos los hombres son capaces ni dignos de recibir y comprender toda la alegría y todas las exigencias de su mensaje. Por algo ensalzaba Cristo al Padre celestial, que no había revelado sus misterios más íntimos a los sabios y prudentes de este mundo, sino a los pequeños y humildes (Mt 11, 25). Hasta a sus mismos amigos, sus predilectos, tuvo que confesar el Señor: "Muchas más cosas tendría que deciros, pero ahora no ibais a ser capaces de comprenderlas" (Ioh 16, 12). Así el Maestro divino nos da ejemplo de prudencia y respeto en el trato de la verdad : "No deis lo santo a los perros ni echéis a los puercos las perlas" (Mt 7, 6).

La discreción nos la exige el respeto a la vida íntima del prójimo, la atención a la fama propia y ajena y el respeto a la misma verdad, que ni se puede utilizar faltando a la caridad, ni se puede exponer desconsideradamente al abuso de la debilidad o maldad de los hombres.

El secreto natural debe ocultar todo lo que no puede ser divulgado sin violación de la justicia o de la caridad. En el secreto prometido, nos obligamos a guardarlo aun cuando por la naturaleza de la cosa no podamos inmediatamente ni figurarnos por qué desea el otro tener esta o aquella cosa secreta. Solamente cesaría la obligación cuando evidentemente y sin género de duda hubieran desaparecido todos los motivos por los que se pidió y prometió guardar secreto. Sin embargo, una simple promesa, supuesto que no entren en juego valores de orden superior relacionados con el asunto en cuestión, no puede obligar a guardar secreto si de ahí nacen daños graves completamente desproporcionados. Una promesa ha de hacerse siempre razonablemente.

El secreto profesional (de los médicos, comadronas, funcionarios y otros así; pero muy particularmente el sigilo sacramental) es una exigencia insoslayable que debe crear la atmósfera de confianza y veracidad necesarias para el fructífero desarrollo de la actividad profesional. Del sigilo de la confesión no hay absolutamente ninguna razón que pueda dispensar: lo exige la santidad del sacramento. Los demás secretos prometidos o confiados cesan de obligar cuando entra en juego un valor de orden superior; así, por ejemplo, cuando guardando en secreto al verdadero autor de un delito se ocasionara grave daño al bien común o a un inocente.

La exploración injusta, la revelación o divulgación de un secreto natural, y mucho más profesional, ha de considerarse, excepto en el caso de que se trate de cosas carentes de toda importancia, como pecado grave; pues normalmente entran en juego bienes de naturaleza superior (la caridad, la confianza, la justicia, la fama).

La manera corriente de guardar un secreto es callarlo como si nada; es natural que ni en las palabras ni en la manera de comportarse se trasluzca nada al exterior; y despachar al sonsacador impertinente con una palabra bien a punto o simplemente con el silencio por respuesta. Sin embargo, cuando tanto el silencio como la reprensión supongan una amenaza para un secreto que se debe guardar a toda costa, como por otra parte la mentira sigue siendo en todo caso ilícita, queda una evasiva : recurrir a términos ambiguos o a lo que en moral se denomina "restricción latamente mental"; latamente, es decir, que haya algún indicio para suponer que no se manifiesta toda la verdad.

La restricción mental, cierto, no es lo más conforme con el ideal cristiano del "sí, sí; no, no" (Mt 5, 37), que debiera ser el signo característico de las relaciones entre cristianos. De ahí que sólo sea lícita usada de tal forma y en tales circunstancias, que no quepa duda sobre la rectitud cristalina y la "sencillez como de paloma" del que habla, aun cuando la curiosidad, indiscreción o malicia del prójimo le fuercen a expresarse con extremada cautela, observando una prudente reserva "como de serpiente" (cf. Mt 10, 16). La restricción mental y el uso de términos equívocos únicamente pueden justificarse como algo excepcional y última escapatoria en un "mundo malo". El discípulo de Cristo no echará sin dolor mano de tales medios aun para salir del paso y cuidar de su legítima defensa. La restricción utilizada en su lugar propio equivale a la verdad; cuando se emplea a destiempo y sin necesidad, engendra confusión y destruye la confianza.

Las condiciones para la licitud de la restricción mental podemos concretarlas así en dos palabras : primeramente, ha de haber un motivo fundado y, en segundo lugar, un trasfondo psíquico exteriormente perceptible. Ese motivo no puede ser sin más el provecho personal, aunque sí puede ser suficiente la necesidad de proteger los intereses personales, sobre todo si son de importancia, frente a un injusto sondeo. En cuanto al segundo elemento necesario, ¿qué entendemos por "trasfondo psíquico exteriormente perceptible"? Sencillamente, que un hombre avisado y perspicaz pueda sin duda advertir por las palabras, los gestos y al menos por todo el conjunto de la situación que lo que se dice tiene o puede tener aquí y ahora un sentido diverso del que seguramente le va a dar el interrogador injusto. El fin de la restricción mental no es la equivocación del otro, sino la protección y defensa de una verdad cuya manifestación iría contra la caridad o la justicia. Claro que el posible error del que interroga se consiente; pero, en realidad, él tiene la culpa.

Gentes sencillas, que no comprenden nada de todos estos equilibrios y distingos para cohonestar la restricción mental, expondrán así su conducta en semejantes situaciones : "Tuve que recurrir a términos equívocos" (con lo cual están muy cerca de la teoría de la restricción), o bien: "No tuve otro remedio que callar" (también esto concuerda de algún modo con lo expuesto), o, en fin: "Tuve que decir una mentira", cuando lo más probable es que no tuvieron intención de mentir; simplemente pretendieron zafarse con una evasiva. Naturalmente, no es lícito mentir a conciencia; pero una restricción mental es algo muy distinto de una mentira consciente. Lo que sí puede pasar es que entre el apuro y la prisa no se encuentre una escapatoria adecuada y se recurra a una expresión prácticamente falsa. En este caso es de capital importancia la buena voluntad de decir verdad (véase una exposición más minuciosa de estas importantes y no fáciles cuestiones en La ley de Cristo, 11, pp. 532-536).

Lo contrario de la discreción caritativa, de este ocultar hechos y verdades cuya manifestación podría ocasionar a otros algún perjuicio en sus bienes, en su fama o en su salud espiritual, son la detracción, la susurración y la crítica despiadada de la conducta de los superiores. Esta última encierra especial gravedad cuando tiende a revelar faltas ocultas o errores ignorados y a socavar la autoridad y buen nombre de los superiores ante los súbditos, poniendo en grave peligro su obediencia y respeto. La susurración o chismorreo, que tiende intencionadamente a indisponer a una persona con otra, descubriendo verdades a medias, faltas, expresiones desafortunadas sobre el prójimo, es el abuso más villano y sucio de la verdad, pues no se busca sino destruir la amistad y concordia entre los hombres. Sin contar que de ordinario va unido con groseras mentiras dañosas.

Sin embargo, nótese que no hay susurración ni soplonería cuando, guiado de noble celo por el bien y la salvación del prójimo, manifiesta uno a otro algo que éste debe saber para guardarse a sí o a otros de graves daños que podrían nacer, por ejemplo, de una peligrosa confianza en un seductor; ésa sería razón más que suficiente para cortar —naturalmente, con buenos modos— una amistad perniciosa, la cual, desde luego, no merece en absoluto nombre tan honroso. Pues quien se ha conducido indignamente o bien maquina intenciones perversas no tiene ya sino un derecho condicional a su buen nombre : interiormente se ha hecho indigno de su buena fama; su derecho a mantenerla exteriormente debe ceder al bien espiritual o al bien común, en el caso de conflicto con ellos.

No todos merecen honor especial ni especiales alabanzas. Pero todos necesitan de la buena reputación y de un cierto grado de prestigio social para no desmoralizarse (cf. lo dicho sobre el motivo del honor). Así como al pobre pecador sólo le es posible comenzar de nuevo porque Dios le restituye nuevamente su honor, así debemos conducirnos también nosotros con el prójimo. Debemos poner sumo cuidado con nuestras palabras y con nuestra conducta en promover de una forma prudente y sincera su buen nombre evitando el socavárselo con afirmaciones ni verdaderas ni falsas; pues sin motivo de fuerza mayor no debemos descubrir sus defectos, aunque sean verdaderos, ni tampoco hacerlos, sin necesidad, comidilla. Si realmente buscamos distinguirnos en las muestras de finura social con el prójimo, pondremos sumo cuidado por evitar las faltas en este punto.

Dado el gran significado de la fama para la moralidad y la vida social, se explica que no solamente la calumnia, sino también la difamación y más aún la chismorrería se consideren por su género (es decir, cuando hay materia grave) pecado mortal contra la caridad y contra la justicia. Y en todo caso constituirán siempre un abuso vergonzoso y una perversión del sentido de la verdad, que por su íntima naturaleza está ordenada a servir exclusivamente a la caridad. Sin embargo, cuando se trate de ofensa verbal a la fama del prójimo en cosillas sin importancia o bien cuando no se da uno perfecta cuenta de la malicia de sus palabras, podremos conceder según lo dicho (pecados graves por su género) que no habrá sino pecado venial. El hablar sin necesidad sobre defectos generales de todos conocidos, ordinariamente, no pasará de ser una mala costumbre, o bien pecado venial, si no es expresión de odio, desprecio o también de grosera y mala voluntad.

Tanto el detractor como el calumniador y el chismoso están obligados por justicia y caridad a reparar según sus fuerzas y con medios adecuados los daños que acarrearon al buen nombre del prójimo.


IV. LA FIDELIDAD

La fidelidad es a las promesas lo que la veracidad a las palabras. Ésta hace que lo que decimos esté en conformidad con lo que pensamos, y esto a su vez en conformidad con todo lo que somos y con la eterna verdad. La fidelidad exige que lo que hacemos esté en conformidad con lo que prometimos. Fidelidad es, pues, veracidad : conformidad de nuestra disposición interna al jurar y prometer una cosa con lo que exteriormente manifestamos, y luego realización efectiva, con las obras, de lo prometido. En su pleno sentido la fidelidad implica no sólo la verdad de una promesa dada de palabra, sino más aún la verdad de una promesa empeñada con todo nuestro ser.

En primera línea, la fidelidad representa más que un puro vínculo objetivo; no se confunde con el puro cumplimiento de un deber, con la solución de una palabra dada. La fidelidad supone ante todo un vínculo personal con el tú, con la comunidad. La fidelidad es una característica del amor, respeto a la propia dignidad y muestra de estima para el prójimo. La fidelidad no es asunto exclusivamente privado; comprometemos algo más que el propio yo y la propia palabra : la fidelidad funda comunidad y es expresión de comunidad.

Toda fidelidad humana tiene su origen y su fuerza en la fidelidad de Dios, que en su Hijo se nos ha revelado como "el fiel y veraz" sobremanera (Apoc 19, 11). La fidelidad divina se sobrepone a la infidelidad de los hombres. En la sangre de su Hijo sacrificado por nosotros ha cerrado nuevamente Dios el pacto de un amor fiel y eterno con la humanidad.

Por los sacramentos tomamos parte en el pacto de amorosa fidelidad entre Cristo y la Iglesia. Los signos sacramentales representan la ley de fidelidad inscrita en nuestro corazón renovado por la gracia. Y particularmente la llamada a la conversión y el sacramento de la penitencia son la prueba de la fidelidad divina que no conoce límites. Es tan grande, que, mientras dura el tiempo en que precisamente pone a prueba nuestra fidelidad, no deja de llamarnos y hacernos volver a sí por su gracia, confirmándonos por el sacramento cada vez de nuevo en su amor. Por eso la recepción humilde y agradecida del sacramento de la penitencia, la concelebración de la eucaristía y una vida de acción de gracias nutrida en los santos misterios son por nuestra parte la respuesta fiel, garantía y afianzamiento de la fidelidad que juramos en el bautismo. La imagen de la fidelidad divina debe conformar nuestra fidelidad en las relaciones con nuestros semejantes: todos somos miembros del cuerpo de Cristo, miembros unos respecto de los otros.

El sacramento del matrimonio, participación por gracia en el amor fiel entre Cristo y la Iglesia, funda una relación de fidelidad de peculiarísima excelencia; es como signo y copia de la fidelidad divina propuesta en alto por la Iglesia ante los hombres. Ya hemos visto cómo el "voto (o promesa) matrimonial" está bajo el fulgor de la virtud de religión. La infidelidad conyugal es, por lo mismo, un crimen contra la fidelidad de Cristo, que se compromete con su fidelidad tanto en favor de la Iglesia, como del sacramento del matrimonio (cf. Eph 5, 22ss).

La fidelidad matrimonial no puede estimarse simplemente como un corresponder a la fidelidad del otro cónyuge; ha de ponerse en la misma línea de la fidelidad amorosa de Dios, que con inagotable paciencia nos educa en la correspondencia a su amor, llamándonos nuevamente aun después de la infidelidad para estrechar con nosotros las más íntimas relaciones de amistad. Esa fidelidad, fundada así en Dios, ayuda al consorte en su necesidad en medio de la tentación. Le tiende una mano cuando le ve a punto de sucumbir a la infidelidad. Aun en el caso extremo y, visto desde fuera, desesperado, de una infidelidad que llegara a hacer necesaria la suspensión temporal o perpetua de la comunidad conyugal, el cónyuge fiel no por eso deja de sentirse ligado al otro por un vínculo sacramental que durará hasta la muerte. El cónyuge forzado sin culpa a sufrir la separación no puede contraer nuevo matrimonio civil; lo que debe hacer es perdonar de corazón, no desperdiciar la ocasión que se le ofrezca para la reconciliación y sentirse obligado a rezar y a velar por el alma de su desventurado consorte.

Este carácter peculiarísimo de la fidelidad fundada en el pacto conyugal no puede menos de iluminar con tan claro fulgor la misma preparación al matrimonio. Un joven que mire a la futura fidelidad de esposo, ¿cómo podrá dilapidar las fuerzas de su amor y de su cuerpo en relaciones de puro divertimiento? La continencia prematrimonial es la escuela preparatoria de la castidad y fidelidad en el matrimonio. Promesas y palabras amorosas sin voluntad seria de fidelidad y perseverancia son simplemente un modo de mentirse y engañarse mutuamente. Aun cuando el muchacho no haya dado todavía a la joven que corteja una palabra seria ni se haya prometido formalmente, debe saber, sin embargo, que toda palabra y toda acción que por su significado íntimo se oriente a despertar la esperanza en el matrimonio, al menos interiormente debe nacer de una actitud animada de fidelidad y confianza. Pues el que en esta materia va despertando ilusiones frívolamente o sembrando en torno a sí informales juramentos de amor, en realidad está socavando la confianza.

Ciertamente, hay notable diferencia entre el comedimiento con que aparecen las primeras manifestaciones de un deseo de fidelidad perfilándose y el vínculo de la fidelidad conyugal. El joven que se lanza a la conquista de un amor ofrece de palabra y de hecho su corazón y su fidelidad sólo a condición de que le correspondan con idéntico amor y fidelidad, y de que la muchacha elegida como futura consorte se muestre merecedora de tales sentimientos. Falta la indisolubilidad del contrato matrimonial, que vendrá solamente con la promesa de fidelidad hecha en la presencia de Dios y confirmada por la autoridad de la Iglesia mediante el sacramento. De ahí otra consecuencia: por muy sinceramente que se hagan esas promesas de fidelidad los prometidos, no quedan por ello ni remotamente autorizados para una unión corporal, que no es en el fondo sino expresión suma de irrevocable pertenencia y fidelidad.

A la luz de este sacramento, reciben el amor y la fidelidad entre padres e hijos una particular dignidad y una santa obligación. Si queremos que dominen en todos los campos la fidelidad y la mutua confianza, no hay más cansino que empezar por tener en la familia y en el matrimonio una gran estima hacia esas virtudes. Por eso debemos trabajar muy seriamente para que también la opinión pública apoye la fidelidad conyugal, la indisolubilidad y santidad del matrimonio. Sólo cuando tanto en la vida privada como en la vida pública lleguen a significar algo la veracidad, la lealtad y el honor, se tendrá en gran aprecio dentro de la familia y del matrimonio esa misma fidelidad, viendo en ella el fundamento de toda la vida social. Los padres han de procurar en especial cumplir fielmente una palabra empeñada ante sus hijos siempre que se cumplan las condiciones respectivas. De otro modo, empezarán pronto a cuartearse las relaciones de confianza, tan fundamentales en la educación, y a duras penas lograrán los niños comprender la santidad y trascendencia de la fidelidad.

Hablando en general, la fidelidad reviste un carácter más hondamente obligatorio que la veracidad. Porque la fidelidad, que incluye una promesa y su cumplimiento, muestra más claramente que la verdad, pura formulación verbal, la raíz de nuestras relaciones personales frente al prójimo y los valores espirituales sobre que se apoya la vida en comunidad. Sin embargo, si lo prometido no es de esencial importancia o bien se trató de promesa unilateral v tanto por la intención del promitente como por las esperanzas del promisario no se tomó la cosa muy en serio, ha de considerarse el incumplimiento no más que pecado venial.

 

Sección segunda

LA VIRTUD DE LA JUSTICIA

A continuación de la verdad, el Apóstol nos pide que en la lucha contra el enemigo llevemos además la "coraza de la justicia" (Eph 6, 14). Pero esta coraza es exactamente todo lo contrario de aquella con la que muchos hombres, precisamente en nombre de la justicia, endurecen su corazón ante el prójimo y sus necesidades. Quien trate de escudarse en la justicia para desoir la voz de la caridad, no tiene ni la menor idea de lo que es la virtud cristiana de la justicia.

La justicia desempeña el importante papel de modelar nuestra voluntad y mantener por medio de ella la vida de la sociedad humana tan en orden, que llegue a formarse como un ambiente favorable para resistir la seducción del odio y de la injusticia. La justicia es una de las más poderosas armas en la lucha por el reino de la caridad. De aquí que ella misma deba estar animada totalmente por la caridad.

I. La virtud cristiana de la justicia ha de considerarse a la luz de la justicia de Dios y de su justa manera de proceder en la obra de la redención.

II. El recto orden social está en relación con la virtud moral de la justicia, y viceversa; sin embargo, la virtud de la justicia abarca más que la ordenación jurídica del mundo exterior.

III. La injusticia que domina en el mundo da a la justicia y al recto orden particular importancia y les señala sus propias tareas.

IV. El mismo ordenamiento de la propiedad ha de considerarse también, y no en última instancia, como obra de la justicia y de la caridad en "este mundo malvado".

V. Los pecados contra la justicia obligan a la correspondiente restitución.

VI. Un caso particular de injusticia lo constituyen los pecados contra la vida corporal.

VII. Que la justicia no es una impenetrable coraza en torno al corazón, sino una virtud amable, nos lo muestran las virtudes sociales a ella subordinadas : el espíritu de familia, el amor a la patria, la gratitud, la liberalidad y la afabilidad.


I. JUSTICIA DE DIOS Y JUSTICIA DE LOS HOMBRES

Al ser Dios caridad, no puede menos de ser también justo, porque la caridad "no se goza en la injusticia" (1 Cor 13, 6). Todo pecado, como desprecio que es del amor de Dios, fuente de caridad y de todo bien, es una enorme injusticia.

Dios exige de nosotros ante todo el reconocimiento de su soberanía: "Yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso" (Ex 20, 5) ; así está escrito en las tablas de la ley de la antigua alianza. Dios es "fuego devorador" de justicia (cf. Hebr 12, 29). Manifiesta su justicia en la caída de los ángeles rebeldes y en la expulsión del paraíso de nuestros primeros padres. Pero donde su justicia se patentiza de la manera más admirable es en la obra suprema de su amor, en la redención de la humanidad por medio de la muerte sacrificial de su Hijo unigénito, enviado por amor al mundo. El justo Padre acepta el sacrificio expiatorio de su amado Hijo como adoración de su santidad y justicia. En su oración sacerdotal, Cristo, el Sumo Sacerdote, llama al eterno Padre "Padre justo" (Ioh 17, 25); pues, aun cuando el amor infinito de Dios quiere salvar al mundo pecador, no renuncia por ello a la satisfacción que en justicia se le debe. En la obra de la redención se dan la mano el rigor y la clemencia, "la justicia y la paz se besaron" (Ps 84, 11).

El mensaje salvador de la conversión es esencialmente jubiloso mensaje del amor y de la compasión de Dios; pero el pecador no tiene más que un camino para llegar al corazón de Dios, el camino de la confesión de su propio extravío: "Padre, he pecado" (Le 15, 21); porque quien no reconoce su injusticia ante la justicia de Dios, quien no se postra humilde ante la santidad y justicia divinas, es que todavía no ha comprendido nada de la grandeza consoladora de la misericordia de Dios. El día del juicio final desplegará Dios ante todo el mundo su justicia; aquél será día de salvación para todos los que, confiados en la misericordia de Dios, adoraron su justicia.

En el lenguaje de la Sagrada Escritura y de la tradición, la conversión del pecador en hijo de Dios se designa como obra de la justicia divina. Un tema especialmente favorito de san Pablo: Dios, en la justificación del pecador por la fe en Jesucristo y por don gratuito de su gracia, "muestra de esta manera en el mundo su justicia" ; es, pues, Él "el justo y el que justifica" (Ron] 3, 26). Es asimismo idea central en san Juan que Dios se muestra fiel y justo perdonándonos nuestros pecados y purificándonos de nuestra injusticia, con tal que reconozcamos humildemente nuestras culpas y nuestra iniquidad (1 Ioh 1, 9).

Dios, empero, una vez que nos ha justificado por su gracia, espera cle nosotros desde el comienzo de nuestra conversión que empecemos una vida de justicia. "Quien obra en justicia, justo es, como también [Cristo] es justo" (1 Ioh 3, 7). La palabra " justicia" tiene aquí y con mucha frecuencia en la Sagrada Escritura un sentido muy amplio : quiere significar una vida conforme al "hombre nuevo creado según el ideal de Dios, en justicia y santidad verdaderas" (Eph 4, 24).

Por consiguiente, nuestra justicia está ante todo en el humilde reconocimiento de que nosotros, por nosotros mismos, somos pecadores y sólo vivimos por la misericordia y por la justicia del Dios que nos justifica. La nueva vida "de santidad y de justicia" consiste principalmente en el sentimiento de gratitud hacia Dios y en el tributo de alabanza que le presta el corazón sumiso.

En este sentido, la virtud de religión es la expresión más íntima de la justicia cristiana. ¿A qué vendría a reducirse toda la justicia entre los hombres sin la justicia para con el Señor, el Creador y Salvador? Nadie puede ni imaginar unos hombres justos entre sí, que reconozcan y se den mutuamente lo que es debido, si no empiezan por ser justos con Dios, vueltos hacia Él con amor piadoso y reconocido. Pero también vale la inversa : no podemos ser verdaderamente justos con Dios si no somos justos unos con otros respetando el orden impuesto por Dios. Ante Dios la justicia para con nuestros semejantes sólo tiene valor cuando es copia fiel de su divina justicia. El esclavo al que su señor ha perdonado una deuda de millones, obrará injustamente si con la mayor dureza recaba de su compañero de esclavitud unos miserables céntimos (Mt 18, 23-34). En la obra de la redención se ha mostrado Dios justo y misericordioso a un tiempo: la justicia humana no alcanzará el rango de verdadera virtud cristiana si no va acompañada y animada de la caridad.


II. LA VIRTUD DE LA JUSTICIA Y EL ORDENAMIENTO JURÍDICO

La virtud de la justicia es, según santo Tomás, "la voluntad firme y constante de dar a cada uno lo suyo". Pero nótese que "lo suyo", lo que a cada cual pertenece, entra en la definición designando tanto la igualdad de todos los hombres en la esencia, como la desigualdad cíe sus dotes, capacidad y rendimiento.

En todo aquello en que los hombres son iguales tienen también derechos iguales. Todos tienen el mismo derecho a la libertad y al reconocimiento de su dignidad humana, a la verdad y al honor, a la vida, al trabajo y a la manutención mientras no se demuestre que alguno ha incurrido en la pena de privación de uno de estos derechos. Todo niño tiene derecho a una educación digna de su dignidad de hombre. Los padres tienen el derecho de escoger el tipo de educación que han de recibir sus hijos. Este aspecto de la justicia se ha puesto particularmente de relieve en los últimos años con la promulgación de los "derechos del hombre", a cuya tutela se obligaron las Naciones Unidas.

A aquel a quien haya dado más talentos, Dios exigirá también mayores réditos. San Pablo representa gráficamente, en la comparación del cuerpo humano con su diversidad cíe órganos y miembros, cómo en el reino de Dios a los distintos dones corresponden también diversas funciones. Todo miembro del cuerpo místico de Cristo se hará digno de la alta dignidad que como a tal le corresponde. Cuál es la de cada uno, podemos determinarlo en función del lugar que ocupa dentro del cuerpo (1 Cor 12, 12-26). Y lo mismo cabe afirmar en el ámbito natural de los derechos sociales dentro de la sociedad humana.

Atendiendo a la diversa manera de medir lo justo y a la diversidad existente entre los varios sujetos del derecho, distinguimos las especies de la virtud de la justicia:

Donde más fácilmente pueden delimitarse las exigencias de lo justo es en el campo de la justicia conmutativa. Aquí rige el principio : estricta adecuación entre lo que se da y lo que se recibe. Tomemos, por ejemplo, el precio o salario : han de ser el equivalente justo del valor de una mercancía o de una prestación. La justicia conmutativa regula sobre todo los contratos. Y así, un contrato en que una de las partes se vea forzada por la necesidad a ofrecer sus servicios o sus artículos por debajo de su valor, es un contrato injusto. Porque lo decisivo no es la aceptación exterior del contrato ni el cumplimiento correcto de sus cláusulas, sino la justicia conmutativa que debe regularlo; ése es el verdadero punto de mira para decidir si el contrato es o no justo. Aun contando con todas las dificultades que ofrece el fijar y calcular con toda exactitud ya en un caso concreto el valor del servicio prestado y de su justa retribución, pues a veces son necesarios para ello grandes conocimientos técnicos, la virtud de la justicia puede siempre cuando menos darnos de antemano la disposición fundamental de dar efectivamente al otro lo que por su trabajo o servicio le corresponde. Esto, evidentemente, presupone un alto grado de desinterés, pues no hay cosa que ciegue tanto al hombre frente a las exigencias justas del prójimo como la codicia.

La justicia del bien común (justicia social) exige en más alto grado talento y virtud. Tiene por fin regular las relaciones entre la comunidad y el individuo y entre las diversas fuerzas de la sociedad. Su objeto lo constituyen sobre todo los derechos y deberes naturales de la comunidad y de sus miembros. Y su primer punto de vista es, como el mismo nombre lo dice, el bien común. Al servicio del bien común están la justicia legal y la justicia distributiva. La justicia legal, considerada como virtud moral, es aquella actitud que, tanto al legislar como al exigir el cumplimiento de las leyes, tiene siempre a la vista el verdadero bien de la comunidad. La justicia distributiva es una virtud que reside sobre todo en los superiores, inclinándolos a distribuir a cada miembro de la comunidad los derechos, dignidades y subsidios según lo que a cada uno corresponde. En las sociedades de tipo democrático, sobre todo, habría que señalar junto a ésas otra función de la justicia distributiva no menos digna de ser tenida en cuenta : formar la conciencia de los ciudadanos para que, en el influjo de la opinión pública y en las elecciones, no exijan para sí o para el grupo de sus intereses, para su partido o clase social más de lo que en justicia les es debido.

El sentido general de justicia y honestidad en la vida social, económica y política depende en gran manera del ordenamiento económico y jurídico de la nación. Bien lo hemos podido experimentar en tiempos de inseguridad legal o de caos económico. La legislación estatal debe proteger en todo tiempo, o si fuera necesario exigir por fuerza, el mínimo de justicia que las circunstancias permitan. Entra en la virtud social de la justicia el empeño por lograr un justo orden jurídico y la fiel observancia de todas las leyes justas. Sería, sin embargo, un error figurarse que para cumplir con la virtud de la justicia en su pleno sentido basta simplemente atenerse al orden jurídico oficial, que ni puede circunscribir con precisión los derechos y deberes de cada ciudadano en particular, ni menos ser considerado como expresión perfecta y absoluta de las obligaciones de justicia. Ese orden jurídico no es con frecuencia más que un compromiso aceptable entre los diversos grupos o fuerzas rectoras de la sociedad.

El individuo no debe esperar a la ley o a la coacción jurídica para dar a la comunidad y al prójimo lo que de por sí en justicia se les debe. Ha de emplear todos sus bienes terrenos y todas sus facultades de modo que no lesione ningún derecho natural del prójimo y promueva el bien común. La justicia social es una virtud moral que debe distinguir no solamente a los gobernantes sino también a cada miembro de la comunidad, precisamente porque somos seres sociales.

La justicia social regula la convivencia y las relaciones entre los miembros de toda comunidad: entre los padres y los hijos, entre todos cuantos colaboran en el proceso económico (obreros, empresarios, capitalistas), en la empresa privada igual que en la economía pública, en la vida solidaria desde el más pequeño ayuntamiento hasta la familia internacional, en toda asociación cultural o social.

La justicia social no se apoya únicamente en la correspondencia entre servicio y retribución; su fundamento radica sobre todo en la naturaleza esencialmente social (esto es, ordenada a la comunidad) del hombre. Tanto el concepto como las exigencias de la justicia social hay que derivarlos de por sí de la naturaleza del hombre y de la comunidad humana. La justicia social es "de derecho natural". Pues la misma naturaleza social del hombre exige que todos y cada uno se sientan responsables, con sus cualidades y con sus bienes, respecto de todo el conjunto social. Toda la familia humana no es más que una sola comunidad solidaria bajo un común Señor y Creador. Todos los bienes terrenos, en cuanto dones del Señor común, están esencialmente gravados con una hipoteca social. Nadie, ninguna comunidad, ni tampoco ningún pueblo, pueden acaparar para sí bienes o derechos tan exorbitados que se cierre por ello a los demás el acceso al necesario vital y la posibilidad de un sano progreso. La justicia social reclama que la cooperación entre los diversos miembros de la sociedad y entre todos los pueblos sea para la gloria del común Señor y Creador. Éstas son exigencias de orden natural; en el plano sobrenatural de la revelación, la virtud de la justicia debe resplandecer con más claro fulgor. Pues aquí es justicia familiar de los hijos de Dios.

La virtud de la justicia social presupone caridad y espíritu comunitario en grado superior al exigido por las demás especies de justicia. Pues únicamente la caridad abre los ojos y dispone al cumplimiento de tan elevadas exigencias ; sólo la caridad proporciona la fuerza para cumplirlas con el debido espíritu. Sólo la caridad puede mover a los económica y socialmente fuertes a renunciar a sus ventajas y privilegios siempre que así lo pida el bien común. La caridad es el único medio para preservar a los socialmente perjudicados del odio clasista y de buscar en la violencia la solución de sus apremiantes intereses vitales.


III. JUSTICIA EN UN MUNDO INJUSTO

La virtud de la justicia no puede prosperar sino en un ambiente en que domine una caridad desinteresada; fuera de ese clima, en vano buscaremos también un orden jurídico verdaderamente fecundo. Si la caridad y la virtud moral de la justicia no reinan en el corazón de los individuos, ni el más perfecto orden social podrá conseguir sus objetivos. Y viceversa: sin un orden jurídico llevadero, tampoco prosperará entre la generalidad de los hombres la virtud de la justicia, y acabará enfriándose la caridad. Aquí se aplica el dicho del Señor sobre los tiempos escatológicos : "Y, por haberse multiplicado la iniquidad, se enfriará la caridad de muchos" (Mt 24, 12); pues, si bien con el nombre de "iniquidad" señala principalmente el renegar de la ley de Dios, nuestra afirmación va implícita ,en ella. Sacudirse el yugo de la ley de Dios y perturbación del orden jurídico son dos cosas que corren parejas. Quien toma en serio la ley de Cristo no puede adoptar una actitud de indiferencia ante el orden jurídico fijado por los hombres. Y menos todavía en un estado cristiano donde todos los ciudadanos son en gran proporción responsables del ordenamiento jurídico de la nación, que no puede ir contra la ley de Cristo.

Al propugnar con tal insistencia una "pastoral ambiental" o pastoral del medio ambiente, que en este caso concreto equivale a un empeño común por la justicia de los órdenes económico, social y político, no olvidamos por eso que sería loca esperanza soñar en la realización en este mundo de un ideal de justicia acabada y abarcando todos los campos. Claro que debemos combatir sin tregua por implantar en el mundo un orden más justo y más sano : es un afán que brota de la virtud cristiana de la justicia y del celo por la causa de Dios; pero no es menos cierto que hemos de estar siempre convencidos de que en definitiva tendremos que dar nuestro testimonio en favor de la caridad y de la justicia en medio de un mundo injusto. Esta conciencia clara es señal distintiva de la virtud cristiana de la justicia.

a) Resistir sin violencia a la injusticia

Cristo nos advierte con interés, en el sermón de la montaña, que no hemos de enfrentarnos a la injusticia de modo que nosotros mismos vengamos a incurrir en ella. "Oísteis que se dijo: ojo por ojo, diente por diente. Mas yo os digo: no opongáis resistencia al malvado; antes, si uno te abofetea en la mejilla derecha, ponle también la otra; y al que quiere contender contigo en juicio y quitarte la túnica, entrégale también el manto; si uno te forzare a caminar una milla, tú anda con él dos" (Mt 5, 38-41). Estas palabras, incomprensibles para el hombre iluminado solamente con la luz de su razón natural, en ninguna manera deben entenderse como si el cristiano hubiera de ser indiferente ante la injusticia del mundo. Lo que dice el Señor es que hemos de vencerla a fuerza de caridad. Y, naturalmente, esto supone que nosotros no nos dejemos llevar del deseo de responder en el mismo tono (cf. Rom 12, 21).

Esos ejemplos, con los que el Señor quiere mostrarnos gráficamente la nueva actitud espiritual de la " justicia mejor", nos enseñan también que el cristiano ha de estar pronto a sufrir la injusticia cuando no haya otro camino para evitar caer él mismo en ella. Frecuentemente, la única forma de vencer al enemigo que nos ocasiona evidente injusticia es responderle con gran caridad, esto es, ganarle para la caridad (Mt 5, 44). A la prudencia toca decidir en cada ocasión particular si efectivamente está más en consonancia con la verdadera justicia soportar la injuria en silencio y sin ceder en las muestras de benevolencia. Pero no podrá emitir un juicio verdaderamente prudente quien no esté fuerte en caridad.

Cuando uno del pueblo se dirigió a Jesús con la pretensión de que convenciera a su hermano de que tenía que partir la herencia con él, el Señor renunció a pronunciarse en el asunto: "z Quién me ha constituido a mí juez o repartidor entre vosotros?" (Lc 12, 14). Y siguió con una advertencia severa contra la codicia. Al resistir a la injusticia o pleitear por nuestros fueros nos acecha siempre un gran peligro : que terminemos teniendo los bienes caducos y terrenos en mayor estima que el mismo reino de Dios. Las palabras (le Jesús en el sermón de la montaüa, que a primera vista parecen pedir solamente renuncia a la defensa de los propios derechos, vienen en realidad a ser una explicación de aquella concisa pero decisiva exhortación : "Buscad primero el reino de Dios" (Mt 6, 33). Es una peligrosa injuria contra Dios y contra uno mismo olvidar por cualquier pleito el cuidado más importante de las cosas divinas, poniendo así gravemente en juego la amistad con Dios y la salvación del prójimo.

Sin embargo, el salir en defensa de los propios derechos no es algo que en sí mismo y en todas circunstancias debamos rechazar. Eso sí: el discípulo de Cristo debe cuidar mucho en tales ocasiones de no dejarse llevar por el odio o la sed de venganza, ni por el afecto desordenado a las cosas temporales. No puede aprovecharse tranquilamente de todas las ganancias que se le brinden sin consideración alguna a las consecuencias que su conducta pudiera acarrear a la salvación de su alma y a la del prójimo. El cristiano debe mantenerse lo más alejado que le sea posible de pleitos y juicios, porque son expresión de la pésima condición de este mundo. Si no los puede evitar, no debe olvidar ni un solo momento que en ellos le acecha siempre un peligro para la salvación de su alma.

b) Corrección legítima de la injusticia

Puede darse muy bien el caso de que la transigencia con las múltiples injusticias de un hombre sin ley no sirva sino para afirmarle más en su maldad, dando pie a que también otros se vean perjudicados por sus fechorías. Sobre todo cuando entra de por medio la seguridad de la propia familia y la defensa de huérfanos o viudas, el cristiano debe incluso decidirse, si así lo exigen las circunstancias, a cargar con todas las molestias y el fastidio de un proceso, naturalmente cuidando siempre la pureza de su intención.

Sin embargo, en ningún caso es admisible aprovechar en favor propio sin más consideraciones todas las ventajas del derecho establecido. El cristiano que quiere vivir de acuerdo con la virtud de la justicia, debe, ante todo, preguntarse en favor de quién está el derecho natural más fuerte (véase lo dicho sobre las reglas de prudencia, p. 128ss).

Los innumerables casos posibles quedan aquí explicados con el ejemplo del llamado "testamento informe": A fin de que en la discusión de derechos no se deje lugar a la más pequeña duda, el derecho civil avala únicamente la disposición testamentaria que cumple requisitos y formalidades bien concretos y determinados. Y, sin embargo, no por tratarse de un testamento informe se tiene ya sin más moralmente derecho a impugnarlo con trámite judicial. Por ejemplo, un señor deja su fortuna a un pobre hombre que le ha atendido con sus cuidados durante una enfermedad o la vejez sin pedir retribución alguna, o bien con particular cariño ; pero resulta que el testamento, por falta de formalidades extrínsecas, es impugnable. Pues bien, decimos que los parientes, herederos legítimos de por sí, no pueden impugnar el testamento únicamente por eso, por ser informe. Lo que sí pueden sin duda alguna es ver de encontrar un arreglo justo, atendidas todas las circunstancias, pero no apelando de primer intento a la instancia judicial.

En todas las cuestiones de derecho y justicia, la norma decisiva y última para el cristiano debe ser la caridad. Quien hace prevalecer sus derechos hiriendo con ellos la caridad, no está con todo obligado a la reparación del perjuicio material ocasionado, como lo está el que peca directamente contra la justicia. Pero debe reparar con lo que esté en su mano el daño espiritual que haya tal vez ocasionado con su falta de caridad. Sólo quien vive conscientemente con la fuerza y según las normas de la caridad, puede verse libre a la larga de enzarzarse en la maraña de un mundo sin justicia.

c) Represión vindicativa de la injusticia

Nuestro mundo es injusto, vive en maléfica solidaridad con el "Príncipe de este mundo". La conciencia de esta realidad exige de nosotros no solamente que renunciemos a medios injustos y afirmemos y promovamos el orden legal establecido, sino también que a su debido tiempo pongamos en juego la justicia vindicativa. Si bien uno en particular, siguiendo el aviso y espíritu del sermón de la montaña, puede y debe en determinadas circunstancias mantenerse libre de la injusticia de este mundo renunciando sin lucha a sus derechos, otras son las normas por que han de regirse la autoridad y los educadores.

El Estado lleva la espada como signo de la justicia vindicativa. "Es ministro de Dios, vengador para castigo del que obra el mal" (Rom 13, 4). Si el Estado deja impunes a los malhechores, lesiona con ello el bien común y el derecho de todos al orden y a la justicia. Si un padre de familia no puede renunciar a su salario frente a quien le quiere explotar, tampoco puede el Estado renunciar a hacer valer sus derechos aplicando la justicia y, cuando sea necesario, a imponer la sanción correspondiente.

El Estado tiene también en principio derecho a fulminar la pena de muerte. Sin embargo, como son tantas las penas que se pueden imponer apropiadas para conservar despierto en un pueblo el instinto de justicia (expiación) e intimidar eficazmente a los malhechores, no se puede hablar de un deber general del Estado de aplicar la pena de muerte. En su sistema penal, el Estado no puede olvidar (sobre todo bajo el imperio de la nueva ley de gracia) que la justicia de Dios va siempre unida para nosotros, los hombres, con su misericordia, y que Él busca con sus castigos nuestro mayor bien. En la manera de cumplir la condena, así como en la dirección de prisiones, habría que atender también con la mayor escrupulosidad al género de castigo y a todo el ambiente de la prisión : que no se convierta para esos hombres sometidos al brazo de la justicia en ocasión de hundirse moralmente todavía más.

Cuando en una nación se multiplica la criminalidad, sobre todo en el campo juvenil, los hombres y mujeres responsables deben no sólo pensar en el deber de la autoridad de aplicar la justicia punitiva, sino, y ante todo, examinar también escrupulosamente si no hay que buscar la causa primera de esos delitos en un orden deficiente de la vida social, económica y cultural. Más de un delincuente infantil que se sienta ante el juez tiene quizás menos culpa en su delito que los que han cooperado a la producción de películas malas y a la difusión de la mala prensa, causa de la perversión del muchacho. Acaso en la presencia de Dios la culpa del así seducido resulte mucho menor que la de quienes se han declarado contra una eficaz protección de la juventud o bien han descuidado la defensa de la pública moralidad. Castigar con penas tajantes a quienes se han deslizado por la pendiente del vicio por efecto de anomalías sociales que claman al cielo, podría ser en el fondo algo así como el método "¡ Detengan al ladrón!": un intento de los verdaderamente culpables para acallar su conciencia.

Lo que se ha dicho de la justicia punitiva del Estado vale también a su manera del castigo en la educación. El castigo no puede ser fin por sí mismo. Cuando la educación cumple su finalidad sin necesidad del castigo, tanto mejor. Y los padres no tienen por qué castigar inmediatamente todas las pequeñas faltas de sus hijos. Pero sí deben ,en caso de necesidad reforzar una voluntad todavía débil con el castigo oportuno y despertar y mantener vivo el sentido de justicia y de expiación de las faltas. El castigo, sin embargo, lo mismo que el elogio y la alabanza, ha de tener siempre en cuenta la idiosincrasia del niño.

d) Pacifismo en un mundo injusto

Olvidan también que la justicia humana no es más que un esfuerzo por implantar justicia "en un mundo injusto" quienes en la cuestión de si es o no lícita la guerra sostienen sin vacilaciones el principio de un pacifismo a ultranza. Es verdad que los cristianos, ilustrados por el espíritu del sermón de la montaña, debemos conocer también la fuerza poderosa del resistir sin violencia, por caridad. 'Cierto que es un deber grave y urgente de todos, y en especial de los políticos y periodistas, ponerse al servicio de la paz y de la reconciliación entre los pueblos. Todos pueden y deben colaborar en la gran obra de la paz por medio de la formación de la opinión pública. ¡ Piénsese por un momento cuánto se lograría si todos los cristianos se abstuvieran de proferir cualquier palabra desfavorable o abiertamente hostil contra otros pueblos y Estados! Pero si en este mundo lleno de injusticias se nos ocurriera declarar en voz alta, ante unos Estados que no hacen más que animar la conflagración mundial y proveer de armas a los revolucionarios profesionales, que queremos renunciar a toda defensa armada, no haríamos más que alentar insensata e irresponsablemente a los perturbadores de la paz mundial.

La guerra debe ser en realidad el último de los recursos v sólo se puede declarar en defensa de algo justo y del derecho de los Estados a continuar subsistiendo; pero mientras haya algún Estado preparado para la agresión no se puede sostener el axioma utópico del desarme absoluto, precisamente porque hay que salir en defensa de la paz. Quien ama la paz, debe arriesgarse también en defensa de la justicia. "La paz es la obra de la justicia" (Pío XII).

También es de justicia conceder al Estado, en este mundo injusto, el derecho, al menos fundamental, de defender con los medios apropiados, y en caso de una necesidad extraordinaria también con la resistencia armada, los derechos inalienables de la libertad y dignidad humanas. Naturalmente, aquellos a quienes compete fallar en la tremenda cuestión de la guerra o la paz tienen sobre sí una responsabilidad enorme que los obliga a sopesar concienzudamente todas las consecuencias de su decisión. Una guerra sería injusta y sin sentido si en resumidas cuentas no viniera más que a aumentar los sufrimientos e injusticias. Hoy día, en vista de las modernas armas de destrucción, sería de gran importancia formar el sentido moral de toda la comunidad humana de forma que en cualquier circunstancia ya desde el principio se proscribiera toda agresión militar.


IV. NECESIDAD DE UNA ORDENACIÓN DE LA PROPIEDAD

Los grandes teólogos de la antigüedad y de la edad media, al tratar las cuestiones del régimen jurídico de la sociedad y muy particularmente del ordenamiento de la propiedad, se referían siempre al hecho de que estamos en un mundo pecador. Si en el mundo no hubiera pecados ni injusticias en masa, el Estado se podría ahorrar la mayor parte de las leyes. El poder coactivo estaría completamente de más; y otro enfoque muy diferente daríamos al orden de la propiedad y posesión. Comparados con la doctrina social cristiana, tanto el liberalismo capitalista como el comunismo han de ser considerados como concepciones ajenas a la realidad.

Un axioma esencial de estos sistemas es la ingenua creencia de que el hombre, una vez hallado el ordenamiento de la propiedad que le conviene, será perfectamente bueno. Nosotros, al contrario, creemos que todo orden de la propiedad tiene que tener en cuenta el hecho de nuestra radicación en un mundo pecador.

a) El liberalismo capitalista

Los padres intelectuales o teóricos del liberalismo y del capitalismo (por ejemplo, Adam Smith y David Ricardo) ven en el ordenamiento de la economía un asunto exclusivamente económico y de ninguna manera una cuestión de justicia. Pero todo su pensamiento estriba, de acuerdo con la concepción deísta de la divinidad, en el candoroso optimismo de que el sano "instinto" egoísta del hombre logra la solución económica y humana más aceptable si el Estado deja completa libertad a los economistas y si la Iglesia no entorpece su marcha con mandamientos en esta materia.

Sin embargo, se cometería una injusticia con los fundadores y representantes del capitalismo si se creyera que ellos defendieron a priori la explotación desmedida de la clase obrera, tal como se realizó en los tiempos del primero y del alto capitalismo. Su fallo estaba más bien en no haber comprendido que el ordenamiento de la propiedad tiene que ser un ordenamiento justo, medida de emergencia y prevención, dentro de "un mundo injusto y pecador". Un orden que evite cuanto sea posible el pecado y la injusticia. Mientras los secuaces del liberalismo se nieguen a encuadrar sin ambages la economía y la propiedad en la virtud moral de la justicia y en un derecho civil justo y conforme con la realidad de nuestra naturaleza caída, la injusticia tiene que crecer en la humanidad. De ese "libre juego de fuerzas" no se puede esperar otra cosa que la tentación de una especie de "libertad lobuna" cuyas víctimas son en primer lugar los económicamente débiles.

Después de las tristes experiencias que nos ha traído la práctica liberal, hoy día el Estado interviene de diversas maneras regulando y ordenando la vida económica para evitar los abusos más notables. El neoliberalismo reconoce la necesidad de una reglamentación y planificación estatal moderada, si bien no hace resaltar en la misma medida que la doctrina social católica los derechos naturales de los económicamente débiles.

b) El comunismo

En la propaganda que el comunismo dirige a los cristianos sencillos se refiere a menudo al "comunismo" voluntario de la primitiva iglesia de Jerusalén. Pero —y esto es decisivo— esta forma de vida no era impuesta a la fuerza, sino que se abrazaba libremente a impulsos de una caridad desbordante. Ese intento de justificar el comunismo impuesto por la fuerza con la comparación del comunismo creado por la caridad entre los primeros cristianos y de la vida de comunidad libremente abrazada por los religiosos, confunde el derecho con la caridad y el orden jurídico con los impulsos del amor. Esperar que el desarrollo espontáneo de las relaciones de producción puede llegar a producir algo sólo realizable por un pequeño número de hombres selectos movidos por el amor y con absoluta libertad, o bien pretender imponerlo a la fuerza, no puede provenir sino de un utópico optimismo de la doctrina comunista.

Aun cuando el marxista proteste a voz en cuello contra la injusticia del capitalismo, él no cree en el poder del pecado en el mundo ni en la injusticia inserta en el corazón humano. Piensa que la raíz de todos los desórdenes ha de buscarse en la torpe distribución de la propiedad privada. Espera de la ordenación exterior de las relaciones de producción en una sociedad sin clases sociales y sin propiedad privada el logro automático de un perfecto estado de felicidad terrena y de humana inocencia.

c) El orden ideal cristiano

El orden ideal cristiano de la vida económica y del derecho de propiedad brota a un tiempo de un enfoque sensato de la realidad y de una elevada concepción de la libertad y capacidad responsable del hombre. A la condición real del corazón y de la sociedad humana no le corresponde ni la coacción de un orden estatal que quite a los particulares toda responsabilidad, ni una libertad individual suelta de todo control. La ordenación de la propiedad y de la economía debe dejar a la libertad de los particulares, de la familia y de los demás grupos económicos, el espacio suficiente para que puedan desarrollar en un ambiente de verdadera libertad la responsabilidad moral y la virtud de la justicia. La ordenación estatal de este terreno tiene también que garantizar, de acuerdo con el estado de cosas, la cooperación orgánica y levantar un muro eficaz contra toda injusticia y explotación de los débiles.

Nunca se dará en este mundo ese estado de cosas en el que no sea necesaria una ordenación jurídica de la propiedad, como el marxismo se imagina. Tan errónea es la afirmación marxista de que, reinando el sistema de propiedad privada, forzosamente habrán de ser el odio y la lucha de clases la ley íntima de la vida social y del desarrollo histórico, como la otra ilusión de que mejorando el orden económico y social o, más propiamente, acabando con la propiedad privada desaparecerían del mundo el pecado y la injusticia.

Lo que hay que hacer es buscar una ordenación de estos campos que al menos fundamentalmente sirva al ideal de la justicia y haga posible el desenvolvimiento de esa virtud. La reforma social y la reforma interior de los individuos tienen que ir de la mano. La combinación de propiedad privada y propiedad comunitaria nos ofrece en el curso de la historia múltiples posibilidades.. Se da una rica multitud de modos legítimos de organizar el derecho de propiedad, respetando las exigencias inalienables de la naturaleza humana. La ordenación de la propiedad tiene que hacer justicia no sólo a las leyes generales de la naturaleza humana, sino también a las necesidades históricas particulares. Ante todo hay que tener en cuenta el papel fundamental de la familia como sujeto de derechos de propiedad.

El Estado debe intervenir trazando nuevas estructuras al derecho de propiedad cuantas veces sea necesario para desarraigar graves abusos, para custodiar la justicia social y la paz de la comunidad o para restablecerlas nuevamente. "El derecho de poseer bienes en privado, como no ha sido dado por ley humana, sino por la naturaleza, no puede ser abolido por la autoridad pública" (León xizr, encíclica Rerum Novarun, 33). "Siempre ha de quedar intacto e inviolable el derecho natural de poseer privadamente y de transmitir los bienes por medio de herencia; es derecho que la autoridad pública no puede abolir. El hombre es anterior al Estado, y también la sociedad doméstica tiene sobre la sociedad civil prioridad lógica y real" (Pío xi, encíclica Quadragesimo Anno, 49).

Si defiende la Iglesia tenazmente el principio de la propiedad privada, sobre todo como propiedad familiar, no tiene este principio por qué redundar en favor de ninguna clase social. "Defendiendo el principio de la propiedad privada, la Iglesia no trata de mantener pura y simplemente el presente estado de cosas, corno si viera en él la expresión de la voluntad divina, ni trata tampoco de proteger por principio al rico y al plutócrata contra el pobre y no habiente. ¡Todo lo contrario!" (Pío xii, radiomensaje de 1-9-1944).

Los fundamentos mismos del principio de propiedad privada fallarían por la base tanto en sus aspectos personales corno sociales si se buscara defender la propiedad de una clase privilegiada. La ordenación de la propiedad tiene que estar más bien planeada de suerte que cada hombre y cada familia en particular vivan con libertad y dignidad, y al mismo tiempo se deje un espacio prudente al desarrollo del sentido de responsabilidad para con la sociedad.

La división de los bienes temporales en propiedades privadas (o en propiedades de sociedades de magnitud estimable) no debe nunca velar la verdad fundamental de que un común Padre celestial ha entregado a los hombres los bienes de la tierra para su común provecho. Sobre toda propiedad pesa una hipoteca social, una esencial responsabilidad ante la familia humana.

Este deber social inalienable puede llegar en ciertas circunstancias a exigir de los ricos que renuncien a bienes superfluos (no simplemente a su uso) en provecho de aquellos que de otro modo no hallarían ningún acceso a la propiedad privada. Que los bienes de la tierra son en sí, a pesar de su necesaria división en propiedades privadas, los fondos comunes de la familia de los hijos de Dios, lo demuestra, entre otras cosas, el deber de los ricos de socorrer o dar trabajo a los pobres que se hallen en la indigencia, así como el derecho de los necesitados a echar mano, en un peligro extremo de vida o de la propia salud, de los bienes que les sobren a los otros, supuesto que éstos no estuviesen prontos a subvenir por propio impulso a sus necesidades más perentorias.

Ninguna estructuración economicosocial puede llegar a ser tan perfecta, que automáticamente prevenga toda injusticia. La sola tentativa de un sistema así conduce necesariamente a exceder las medidas legalistas y los métodos violentos, para terminar en una esclavitud indignante.

El recto ordenamiento de la economía y de la propiedad ha de dar con el justo medio entre la planificación económica colectivista y la arbitrariedad liberal. Una planificación económica desorbitada ahoga todo espíritu de iniciativa y toda responsabilidad personal. Un liberalismo sin diques deja desarrollarse a su gusto al egoísmo de los económicamente fuertes y poderosos. La doctrina social cristiana propugna un sistema social que confíe a cada uno tanta responsabilidad cuanta pueda ejercer. Ni la comunidad de orden superior puede quitar a la inferior, ni ésta a la familia y a la persona individual, nada de la responsabilidad que los inferiores pueden prósperamente desarrollar. Sólo cuando la familia o una entidad social menor no puedan cumplir con el fin que naturalmente les compete, puede la sociedad inmediatamente superior a ella, y en última instancia el Estado, intervenir para dotarlas de los medios precisos. Éste es substancialmente el principio de subsidiariedad, que tanto recalcó Pío xi. En idéntico sentido se habla hoy de la estructura federalista de la economía y de la sociedad. Complemento de ese principio es el de solidaridad, la colaboración pronta y responsable de todos los interesados.

d) El problema social del asalariado

La doctrina social católica no cree que baste la pura beneficencia, ni tampoco los principios de la justicia conmutativa, para resolver los problemas que han traído consigo la revolución industrial y el capitalismo liberal. Conoce de sobra y de antemano que el asunto es complejo. El candente problema del moderno salariado era y es un problema social.

No cabe duda de que el espíritu de caridad es también un presupuesto para la solución de la cuestión social; pero al trabajador le hieren obras caritativas puramente exteriores sin la voluntad de una reforma básica. La caridad ayuda a compenetrarse con las necesidades y exigencias de quienes viven distinto estado social. La justicia conmutativa impide cuando menos la injusticia entre iguales, que de otro modo vendría a agudizar más aún la cuestión social. Pero lo decisivo en este problema es la incorporación a la sociedad, el reconocimiento social de todos los estados de vida y entre ellos también del proletariado.

Debido a una noción individualista de la propiedad, difundida en amplios sectores, y a la disolución de la idea orgánica de la sociedad por causa de un liberalismo a rienda suelta, en el curso de la moderna industrialización se había ido concentrando la propiedad de los medios de producción, y con ello la fuerza social, en manos de unos pocos, mientras la gran masa de los asalariados quedaba excluida de toda propiedad y copropiedad en dichos medios de producción.

Así nació la clase social del proletariado. Su origen no ha de buscarse tanto en una situación de extrema necesidad económica, hoy más o menos superada ya en la mayoría de las naciones, sino en la exclusión sistemática del trabajador de toda clase de propiedad en los medios de producción. Los esfuerzos de la doctrina social católica, como lo hace notar Pío xz en su gran encíclica Quadragesimo Anno, se encaminan actualmente a la desproletarización de los asalariados; es decir, a lograr su auténtico enrolamiento en la moderna sociedad laboral : buscamos hacer de una pura clase social un auténtico estado social.

De los muchos problemas referentes a esta cuestión, estudiaremos como más importantes : el salario justo, la cogestión y participación obrera en la propiedad, el problema de la organización de la empresa y la huelga.

1) La justicia del salario

Los últimos papas han insistido repetidamente en afirmar que el régimen de salariado y el simple contrato de trabajo no deben juzgarse sin más como condenables, si bien es de desear se completen orientándolos hacia el contrato de sociedad. Sin embargo, según la doctrina social de la Iglesia, el contrato de salario no se ha de regir únicamente desde el punto de mira de la justicia conmutativa; pues, evidentemente, no se puede comprar al obrero su trabajo como si se comprara cualquier mercancía. En el mismo contrato de salario hay que reconocer toda la dignidad del trabajador como miembro del cuerpo social. Así pues, la justicia conmutativa debe completarse y ser elevada por la justicia social.

El salario es injusto ya desde un principio si no cumple con la justicia conmutativa. O, lo que es lo mismo : para ser justo, el salario ha de corresponder al trabajo, ha de ser "salario del rendimiento". El que rinde más que otro tiene en circunstancias iguales derecho a mayor retribución. Pero este principio solo no basta para fijar el salario justo. Pues no se trata únicamente de fijar la relación de los salarios de los diversos trabajadores entre sí; el punto verdaderamente difícil es la cuestión de la justicia social: ¿qué participación corresponde al obrero, al empresario, al capitalista en el "producto social", en el resultado del trabajo que se presta a la sociedad juntamente con el capital? He aquí el meollo de la cuestión social en lo que respecta al salario: un problema que sólo podremos resolver según las leyes y dentro del espíritu de la justicia del bien común o justicia social.

Los grandes papas sociales, desde León xiii hasta Pío xii, han defendido insistentemente el derecho del trabajador a un salario familiar. Es decir, la participación de los asalariados en el producto social tiene que ser de cuantía bastante para que un obrero aplicado y ahorrador pueda alimentar una familia floreciente (no simplemente una familia reducida por medios artificiales a su mínima expresión). Ha de considerarse como una anomalía social que la madre se vea en la precisión de trabajar fuera de casa para socorrer las necesidades de su familia, descuidando así la educación de sus hijos y el régimen de su hogar.

El ideal sería que aun el trabajador soltero ganase un salario suficiente para mantener una familia; pues también él debe ahorrar en vistas a constituirse, para cuando llegue la ocasión, un modesto capital, echando los fundamentos para la formación de una sana familia.

Ahora bien, mientras el estado general de la economía y de la empresa no permita pagar a todo obrero adulto un salario familiar completo, recae sobre la sociedad, sobre la economía y en último término sobre el Estado, la responsabilidad de que al menos los padres de familia reciban un salario familiar correspondiente al número de hijos en edad educacional. Pagar un salario suplementario por los hijos, por ejemplo a base de cajas de compensación familiar, no ha de juzgarse en modo alguno como limosna caritativa en favor de las familias numerosas. Más bien hemos de afirmar el derecho de éstas a exigir, en virtud de la justicia social, que la economía y la sociedad los ayuden a llevar una parte al menos de sus cargas económicas.

En otros tiempos, cuando la comunidad normal de producción era la familia, una turba numerosa de hijos significaba inmediatamente ventajas economico-sociales para la familia. Mientras que hoy, en la moderna economía industrial y obrera, las cargas son para la familia y las ventajas casi exclusivamente para la economía y la sociedad.

Por lo demás, la cuestión de la justa retribución social del trabajo no es solamente un problema de salariado. Podemos considerarlo con igual derecho problema de las clases selectas, intelectuales, maestros, médicos, funcionarios y otras capas sociales. Y hemos de afirmar siempre como principio de justicia social que es una injusticia que los niveles superiores puedan vivir en el lujo o amontonando fabulosas riquezas, mientras los hombres trabajadores y honrados de otra capa social no ganan por término medio ni lo necesario para fundar y mantener con desahogo un hogar.

2) Cogestión obrera

El problema social del salariado no es, según acabamos de ver, pura "cuestión de estómagos". El núcleo de la moderna cuestión social y la raíz de la amargura del mundo obrero es, ante todo, la disposición unilateral de los capitalistas y del empresariado sobre los medios de producción, y juntamente sobre muchos otros sectores de la vida económica con hondas repercusiones en la vida y derechos sociales del obrero.

Los trabajadores no han tenido otra solución que organizarse en sindicatos para conquistar un voto decisivo en la discusión de los problemas del salario y, en algún modo, también en las cuestiones de la estructuración de la empresa. Pues resulta antinatural que sólo y exclusivamente los capitalistas, en virtud de poseer el capital, puedan tomar decisiones que tanto, o quizá más aún que a sus títulos, afectan a la entraña misma del problema vital de incontables familias obreras. Es algo exactamente tan inadmisible como si los trabajadores intentaran disponer por su cuenta y riesgo de bienes y medios de producción ajenos.

Nadie pretende afirmar como postulado indeclinable del derecho natural que el puro contrato de salario otorgue a todos y cada uno de los trabajadores derecho a intervenir en la discusiónde los problemas y decisiones de la empresa. Hasta sería absurdo exigir este derecho en favor de obreros que llevan poco tiempo trabajando en la empresa. Pero sí afirmamos que es una exigencia enraizada en la dignidad humana del trabajador, así como en la justicia social, que, generalmente hablando, se conceda a los obreros el derecho a intervenir en las decisiones según la importancia de su trabajo para la empresa y el rendimiento global. El capital, el empresariado y los obreros son por naturaleza socios en ,el proceso económico.

En el plano supraempresarial, las decisiones de la cogestión obrera se ponen en práctica a través de los sindicatos cuando estas organizaciones son admitidas realmente como socios en el diálogo sobre los asuntos decisivos; luego, en las relaciones con el Estado y la política a través de los diputados elegidos por los mismos trabajadores.

En el plano empresarial, no se puede admitir que sean organizaciones políticas o económicas ajenas a la empresa los verdaderos actores del diálogo y de la cogestión ; pues precisamente se trata de crear en el seno de la empresa un amistoso consorcio entre quienes toman parte en la obra común. La discusión y la cogestión de los problemas de la empresa, por las que se traspasa a cada trabajador una responsabilidad o corresponsabilidad según la medida que le corresponde por su contribución a la obra común, deben ser para el obrero el campo en que desarrolle su personalidad y vigorice alegremente su sentido de responsabilidad. Si la cogestión se lleva, atendiendo a las circunstancias concretas, de una manera adecuada a las relaciones de propiedad en la empresa de que se trate, puede contribuir no poco a superar las rivalidades clasistas. El trabajador que generalmente, en la empresa y en la vida económica y social, se sienta tomado en serio y tratado como socio, ¿ qué interés puede tener ya en la lucha de clases? Ha dejado ya de ser proletario.

En este empeño por lograr la cogestión obrera se trata en definitiva de establecer sobre una relación totalmente nueva la sociedad del capital, del empresariado y de los obreros : sobre una relación de pacífica colaboración en igualdad de derechos, animada por el espíritu de común responsabilidad. Ya se entiende que este ideal sólo gradualmente podrá conseguirse. Pío mi se ha expresado en cierto modo definitivamente sobre las discusiones en torno a esta materia: "La Iglesia ve con buenos ojos y aun fomenta todo aquello que, dentro de lo que permiten las circunstancias, tiende a introducir elementos del contrato de sociedad en el contrato de trabajo y mejora la condición general del trabajador" (radiomensaje del 11-3-1951, a los obreros cristianos de España).

3) Participación obrera en la propiedad

La justa repartición del producto social exige también el acceso progresivo de los asalariados a la posesión privada. Cuando se cumpla el deseo de Pío xi de que, "al menos en el futuro..., fluya en amplio caudal hacia los obreros la abundancia de bienes recién creados" (Quadragesimo anuo, 61), no cabe duda de que el obrero aplicado y ahorrador podrá, con el correr del tiempo, dejar un capital suficiente que asegure su porvenir y el de su familia.

Mucho habríamos andado si en todos los países industrializados la mayor parte de los trabajadores tuvieran un hogar propio (con jardín donde fuera posible). Pero para lograr la gran meta de la doctrina social, que es la completa desproletarización y la integración del mundo obrero en la sociedad, aún faltaría que el trabajador, en la medida correspondiente a su significado social, participase de la copropiedad de la empresa (del capital fijo de la misma).

Para la doctrina social católica, el camino hacia la realidad de este fin no está de modo alguno en la estatización o nacionalización de los bienes de producción. Claro que no toda nacionalización de tales medios, los cuales nunca se confiarán sin peligro a manos privadas, ha de tacharse desde el primer momento como socialismo; pero el exceso de nacionalización entraña siempre un gran peligro para todos los estados de la sociedad. El capitalismo estatal no contribuye en nada a la desproletarización del obrero, sino que, al revés, empeora aún su situación al hacerle depender de una burocracia sin entrañas.

En parte podrían ser camino para la desproletarización las formas de socialización en comunidades supervisoras según formas adaptadas al tiempo y demás circunstancias. Los diversos tipos de propiedad en participación, las acciones populares y el ahorro de la inversión, ofrecen a este respecto algunas posibilidades. La doctrina de la Iglesia no puede sino indicar la meta y advertir de las desviaciones. La realización concreta depende de las condiciones economicosociales que se ofrezcan en cada caso, condiciones que han de investigar los peritos poniendo en juego toda su práctica y conocimientos.

4) La huelga

La huelga puede ser moralmente lícita cuando se emplea corno arma de combate para conseguir un salario justo o condiciones de trabajo socialmente justas, una vez que las buenas maneras y las negociaciones por cauces pacíficos se han declarado insuficientes para conseguir tal fin. La licitud de la huelga exige además que de ella no haya que temer mayores males sociales y tanto los fines como los medios que utilice sean justos y se atienda a la paz social de toda la comunidad.

En cambio, el cierre o despido de obreros, como arma de los empresarios contra los trabajadores, es una medida cruel que rara vez puede tener justificación.

El abuso de estos medios de lucha económica para fines políticos ha de condenarse terminantemente. Si bien puede suceder que sea la huelga general de orden político el medio extremo de la resistencia pasiva contra un régimen injusto e ilegal. En ese caso es lícita. El obrero o empleado, cuando se decide a la huelga o sigue la invitación del sindicato, ha de saber en todo caso dar cuenta personalmente de la moralidad de la misma.

En determinadas circunstancias, el cristiano puede afiliarse a sindicatos y otras asociaciones por el estilo que quieran mantener una cosmovisión neutralista. Pero debe estar alerta para no dejarse jamás emplear para fines en pugna con la fe o la justicia social.


V. INJUSTICIA Y RESTITUCIÓN

El que de cualquier modo lesiona los derechos de otro o conserva bienes ilegítimamente adquiridos comete un pecado mortal por su género (es decir, supuesto que la materia sea grave) contra la justicia. También por simples omisiones nacidas de una falta culpable de responsabilidad se puede pecar contra la caridad y la justicia. Así, por ejemplo, cuando en virtud de la posición o el cargo se está obligado de una manera especial a la administración o protección de bienes y derechos ajenos. También en estos casos hay obligación de restituir por motivo de justicia.

Los pecados más palmarios y frecuentes contra la justicia conmutativa son el fraude, la especulación ilícita, la damnificación injusta y el hurto.

Fraude es la apropiación o el perjuicio ilegal de bienes o derechos ajenos con apariencias legales, ordinariamente a la sombra de un contrato. En el concepto de fraude entran de modo especial la falsificación de documentos, la estafa, el empleo de falsas pesas y medidas, la competencia desleal, la quiebra fraudulenta, la defraudación en los tributos justos, la percepción ilegal de subsidios y pensiones. El defraudante no sólo está obligado a devolver esos bienes injustamente conseguidos, sino también a reparar todos los daños causados.

La especulación ilícita consiste en aprovecharse de la necesidad ajena o de una situación general de escasez económica, subiendo los precios, exigiendo más de lo debido y cosas semejantes.

Junto al especulador que se deja llevar de su desenfrenado apetito de lucro, nos encontramos, en la simple damnificación injusta, no con el deseo de enriquecerse personalmente, sino con un descuido culpable nacido de irreflexión y ligereza, o bien de enemistad y espíritu de venganza. En este último caso el pecado encierra una especial gravedad y malicia por oponerse tan directamente contra la virtud de la caridad. Sin embargo, la gravedad de la injusticia se mide solamente por la magnitud del daño que se previó y se quiso ocasionar. Quien por un descuido inculpable perjudica a otro en sus bienes, no está obligado a la restitución, al menos por motivo de justicia. Por caridad y equidad puede darse cierta obligación, si el perjudicado es pobre.

Hurto es la apropiación oculta de un bien ajeno. La rapiña añade a esta apropiación injusta de un bien del prójimo el uso de la violencia. El chantajista emplea como medio de presión amenazas e intimidaciones. Al robo y al chantaje (o exacción) se equispara la retención injusta (en todo o en parte) del salario merecido por el trabajo: es éste un pecado que, con expresión tomada de la Sagrada Escritura, se califica de "pecado que clama al cielo" (Iac 5, 4). La explotación a conciencia de la necesidad del obrero por medio de un contrato que le niega injustamente el jornal debido, cae también entre los pecados de fraude, pues en dicho contrato se guardan las apariencias legales. Dejaría de existir la injusticia cuando el patrono, pese a su mejor voluntad, no puede pagar más, o bien el obrero renuncia voluntariamente a una parte del salario que le corresponde.

Repetidamente se ha intentado dar algunas normas más o menos precisas para poder juzgar cuándo se da en esta materia simplemente pecado venial y cuándo pecado mortal. Este deseo de precisión ha nacido sobre todo del examen de los problemas que luego trae consigo el deber de la restitución, pues según sea el pecado, grave o leve, habrá obligación estricta y grave o solamente leve de restituir. Pero sobre este particular hay que prevenir el lamentable error de creer que Dios ha puesto ciertos límites hasta llegar a los cuales no empezaría a tomar en serio la transgresión de sus mandamientos. La levedad de un pecado (es decir, el que no se oponga totalmente a la vida de caridad ni destruya el estado de gracia) no depende en último término de ciertos límites puestos por Dios, sino que radica en la imperfección del hombre, el cual ordinariamente no puede poner un acto de plena decisión tratándose de un objeto insignificante. Y, por lo demás, aun respecto del mismo objeto, los límites entre pecado venial y mortal tienen necesariamente que ser distintos para cada individuo, pues dependen también del diverso desarrollo moral de la persona. Es decir: un hombre maduro, con alto nivel moral, se dará perfectamente cuenta de que, aun tratándose de injusticias más o menos pequeñas, tal proceder es para él incompatible con su amor a Dios y al prójimo. Sería vergonzoso decir: "Sin temor de pecado mortal, se puede robar o perjudicar injustamente hasta tal o cual cantidad."

Una vez aclarado esto, podemos dar, según las leyes generales de la prudencia, unas normas aproximadas que determinen a una conciencia medianamente formada el deber estricto en la acusación de los pecados y en la reparación de la injusticia.

La gravedad del pecado no se mide sólo por la cuantía del daño material, sino sobre todo por el ánimo y el motivo con que se ocasionó, por la molestia y ofensa probables del prójimo y por otras consecuencias fácilmente presumibles (enemistad, suspicacia, pérdida de la confianza y seguridad públicas, etc.). En cambio, el estricto deber de restituir se ha de juzgar generalmente sólo según el alcance del daño causado al prójimo y su especial necesidad.

Después de declarar expresamente que es absolutamente imposible e improcedente decir que hasta llegar a esta o la otra suma no hay que temer pecado mortal, podemos presentar, con las necesarias reservas, los siguientes límites : el que ha quitado a otro un valor aproximadamente igual a lo que gana en un día, o le ha ocasionado intencionadamente un perjuicio semejante, está gravemente obligado a la restitución. Pero si la posición económica del perjudicado es muy desahogada, un valor de unos 25 $ U.S.A. (en España, dado nuestro nivel de vida, unas 1.000 pesetas) difícilmente se podrá considerar por una conciencia normal como cosa de poca monta. Y ciertamente una conciencia delicada se habría inquietado ya seriamente por mucho menos.

Están igualmente obligados a la restitución aquellos que de algún modo han cooperado a la injusticia y los que por negligencia en el desempeño de su cargo no la han impedido. Naturalmente, la obligación de reparar el daño cae en primer lugar sobre los principales responsables, sobre los autores e instigadores. Pero, en el caso de que éstos se nieguen a satisfacer esta obligación, no son los injustamente perjudicados, sino los que han cooperado a la injusticia quienes deben cargar con las consecuencias. Quien sin culpa suya, esto es, de buena fe, ha venido en posesión de bienes de otro, está obligado a devolverlos a su legítimo propietario tan pronto como adquiera certeza de la situación jurídica de esos bienes. El que culpablemente retrasa la reparación del daño o la restitución de los bienes ajenos, causando por lo mismo nuevos daños, está obligado a compensar también estos nuevos perjuicios.

La obligación de restituir no se extiende únicamente a los perjuicios materiales, sino también en general a cualquier injusticia que se corneta. Y así, en el caso de que una lesión injusta de la fama del prójimo, o una agresión corporal, o un atentado contra la vida, o bien una seducción o cualquier otro pecado de injusticia, hayan ocasionado al prójimo un daño material estimable, hay obligación de repararlo. Y, naturalmente, no hay que olvidar que también el daño espiritual inferido al honor o a la vida de gracia del prójimo exige igualmente, y aun con mayor urgencia, una reparación, en cuanto esto sea posible.

Ya en los casos concretos, la obligación de restituir puede presentar problemas muy complejos e intrincados. Tratándose de cantidades más elevadas, se deberá consultar a un experto asesor en el caso de que uno mismo no vea suficientemente claro. Y si la obligación de restituir aparece dudosa aun después de pedir consejo y de estudiar seriamente el caso, puede uno considerarse libre de tal obligación.

Hay circunstancias que permiten diferir la restitución. Así, cuando ésta, atendiendo a la situación general, ocasionara al que está obligado a restituir perjuicios extraordinarios que razonablemente no se le pueden pedir; por ejemplo, pérdida del buen nombre o de la posición, un proceso judicial, o poner a la familia en gran necesidad. Si por algún motivo no se puede efectuar la restitución al legítimo dueño, habrá que esperar a tiempo más oportuno o bien destinar esos bienes ilegítimos a un fin piadoso.

En todo caso, para una conversión sincera se requiere absolutamente una voluntad dispuesta a restituir en la medida de lo posible. "Si el impío se convierte de su pecado y practica el derecho y la justicia, devuelve la prenda y restituye lo robado, y ya no comete más injusticias, su alma vivirá y él no morirá. Todos los pecados que había cometido no le serán ya recordados. Ha practicado el derecho y la justicia; ciertamente vivirá" (Ez 33, 14-16).

VI. PECADOS CONTRA LA VIDA CORPORAL

La vida corporal, tanto la propia como la del prójimo, es para el cristiano un gran bien que está bajo la protección de la justicia y de la caridad. La vida del prójimo está encomendada a nuestros cuidados. La nuestra se nos ha dado en usufructo : no nos pertenece a nosotros, sino a aquel que nos la ha dado. "Si vivimos, para el Señor vivimos; si morimos, para el Señor morimos" (Rom 14, 8).

La vida no puede representar para nosotros el valor supremo. Dios nos la ha concedido para que la gastemos en su servicio y en el del prójimo siguiendo las leyes de la naturaleza, de la prudencia y de la caridad. Hasta tal punto que, si la necesidad del prójimo o el honor de Dios lo exigen, debemos estar prontos a dar la vida a ejemplo de Cristo, que dio su vida por los suyos. "En esto hemos conocido el amor de Dios, en que Él dio su vida por nosotros; y también nosotros debemos darla por nuestros hermanos" (1 Ioh 3, 16). Pero esto no quiere en modo alguno decir que sea lícito disponer arbitrariamente de nuestra vida o de la del prójimo.

El suicidio es un tremendo atentado contra los derechos de Dios, único dueño de la vida y de la muerte. "Yo soy quien mata y quien da la vida" (Deut 32, 39). El suicidio va al mismo tiempo contra todas y cada una de las virtudes cardinales, y contra la esperanza y la caridad cristianas: es una horrible aberración, un ir contra el instinto natural de conservación ; es la mayor enormidad, la arbitrariedad más absoluta ; es una rebeldía contra Dios, resultado de la desesperación y de la cobardía, que no quieren hacer frente a las dificultades de la vida. Aunque, ciertamente, no podemos juzgar de la responsabilidad personal del suicida. Muchas veces la causa será un agudo trastorno mental. Pero el número creciente de suicidios es una prueba bien seria del desorden colectivo, de la vaciedad y carencia de sentido en muchas vidas, de la falta de temor y amor de Dios, del horror al sufrimiento y, en definitiva, de rebeldía contra Dios.

El asesinato voluntario es una injusticia contra Dios y contra el prójimo que clama al cielo; es uno de los pecados más graves contra la caridad fraterna. De este asesinato deliberado y voluntario hay que distinguir el homicidio, consumado en un arrebato momentáneo de ciega pasión.

Por lo demás, la muerte de un injusto agresor no ha de considerarse como homicidio ni como asesinato. Por muy triste que sea derramar sangre humana, sin embargo, en justa defensa de la propia vida o de la del prójimo, o de bienes muy trascendentales y equiparables a la misma vida y tratándose de un caso extremo, en que conste que todas las demás medidas defensivas resultarán cierta o probablemente insuficientes, se puede rechazar al injusto agresor con medios de suyo mortales.

Homicidios de especial gravedad son el asesinato jurídico, es decir, la sentencia y ejecución de una pena capital cuando es clara o probable la inocencia del condenado, y el infanticidio, o asesinato del niño por su propia madre.

También el aborto es una especie de asesinato que encierra incomprensible crueldad; un asesinato en todo el rigor de la palabra, ya que el feto es verdaderamente un ser humano, con alma inmortal. Y es frívolo argumentar con el "derecho que tiene la mujer sobre su propio cuerpo". El aborto es también una destrucción moral de la maternidad. Quienes en él toman parte, incluidos los que lo aconsejan o imponen, son igualmente culpables del delito de asesinato. La Iglesia lanza sobre ellos la pena de excomunión, de la que sólo los libra después de sincera penitencia.

El Estado y todos los que pueden influir en la opinión pública o mejorar las condiciones sociales tienen el sagrado deber de defender contra el crimen del aborto la vida inocente de los no nacidos. Una comprensión indulgente, junto con el debido respeto hacia la mujer que, viéndose madre fuera del matrimonio, sufre valientemente las consecuencias de su pecado y adopta para con su hijo la conducta de una buena madre, podrían ayudar igualmente a hacer menor el número de abortos.

Partiendo de unas ideas, en definitiva, paganas, se ha pretendido defender la necesidad (la "indicación médica") del aborto por determinadas razones de eugenesia, para evitar la difamación ante la sociedad, por una necesidad económica o social, o, en fin, por motivos médicos. Dejando a un lado todas esas aparentes razones, que son en realidad insostenibles, digamos, contra la llamada "indicación médica" (por motivos médicos), que solamente Dios es el dueño de la vida y de la muerte. Ningún médico puede pronunciar ni ejecutar una sentencia de muerte contra un inocente, aun cuando crea hacer con eso un servicio a la vida de la madre. Lo que debe hacer es agotar hasta el fin todos los recursos para salvar al mismo tiempo la vida del niño y la de la madre. Si no lo consigue a pesar de haber puesto de su parte el debido cuidado en el estudio y tratamiento del caso, será que en definitiva Dios mismo ha pronunciado ya su fallo sobre esa vida. Los más expertos ginecólogos de nuestros días pueden atestiguar que, absteniéndose inflexiblemente de toda clase de muerte directa o de expulsión del feto, no sólo han salvado la vida de innumerables criaturas, sino también la de muchas madres, en cantidad superior a la conseguida por los defensores de la práctica opuesta.

Hay operaciones médicas que no admiten dilación, pues tienden a cortar una enfermedad avanzada y peligrosa para la madre, y que nohan de considerarse en modo alguno como aborto, aun cuando de ellas, indirecta e involuntariamente, se siga un peligro de muerte para el feto. En ese caso lo que sí hay que procurar a toda costa es que el niño pueda cuando menos ser bautizado. Así, por ejemplo, a una madre en estado se le podría extraer con una intervención quirúrgica el útero atacado de cáncer. La operación, sin embargo, deberá, si es posible, retrasarse el tiempo necesario para poder provocar el parto prematuro de la criatura ya viable.

Al igual que el aborto, la muerte directa de enfermos incurables, aun cuando ellos mismos así la deseen, y con mayor razón todavía el exterminio planificado de dementes e inválidos han de ser estigmatizados también como asesinato. Toda vida merece vivir mientras Dios, Señor de la vida, la conserve. Hasta la misma existencia tan digna de compasión del pobre inválido tiene un alto sentido en cuanto que sirve para despertar el amor y la compasión del prójimo. Acabaríamos con la dignidad de la persona humana si se quisiera valorar al hombre, según un criterio utilitarista, sólo por su "capacidad de servir para algo".

Por el contrario, a la administración de calmantes en dosis debidas no se le puede objetar nada moralmente, aun cuando por ello eventualmente se adelantara un poco la muerte indirecta. El aliviar el sufrimiento de los enfermos ha de considerarse en el fondo como una obra caritativa de la ciencia médica. Aunque el cometido principal del médico será siempre la salud y la conservación de la vida, tiene también una misión que cumplir frente a la majestad de la muerte, contribuyendo a revestir de sentido cristiano la última enfermedad y la agonía. Por lo mismo, no le es lícito privar al enfermo de la posibilidad de prepararse a la muerte en el uso pleno de sus facultades, así como de recibir los últimos sacramentos. Y nótese bien que el sacramento de la unción no sólo hace que el que acepta la enfermedad y muerte participe de los méritos y de la eficacia salvadora de la muerte de Cristo, sino que además, aun corporalmente, "reanima al enfermo" (Iac 5, 15), si ello conviene con los designios amorosos de Dios.

La moderna ciencia médica plantea a la moral muchos problemas nuevos. Por ejemplo, la posibilidad del trasplante de órganos de un hombre a otro ha llevado a vivas discusiones sobre su licitud. El autor, de acuerdo con otros célebres moralistas, opina que no se opone al dominio absoluto de Dios ni al amor cristiano de sí mismo el que un sano sacrifique voluntariamente un órgano propio (por ejemplo, un ojo o un riñón) con el fin de salvar la vida del prójimo o librarle de grave necesidad, suponiendo, naturalmente, que haya esperanzas realmente fundadas de éxito. Nadie duda de la licitud de hacer el sacrificio de un miembro del propio cuerpo si así lo exigen la salud y la conservación de la propia vida. Igualmente, nadie duda de que sea lícito exponerse al peligro de muerte por un acto de caridad con el prójimo, por ejemplo, cuidando a enfermos contagiosos. Partiendo, pues, de esta base y sobre todo del ejemplo de Cristo, que espontáneamente hizo el sacrificio de su vida, se puede deducir también la licitud de sacrificar, en determinadas circunstancias, un miembro del propio cuerpo en favor del prójimo. Y en este caso no hay por qué hablar de automutilación, ya que no se trata de la destrucción de un miembro u órgano propio. Por el contrario, sería equivocado —según recalcó Pío xii expresamente—conceder al Estado o a otro cualquiera el derecho de obligar a un inocente a que se preste a experiencias médicas con peligro de la vida o de la salud, o aun incluso a que dé un miembro sano en favor de otros.

La vida corporal está sometida al dominio absoluto de Dios y bajo la tutela de la caridad cristiana. Por eso no se puede exponer inútilmente la vida propia o ajena.

Esto vale hoy sobre todo para prevenir en lo posible los accidentes de tráfico conduciendo con precaución y a velocidad moderada y observando el código de circulación. Quien sin necesidad expone su vida o la del prójimo con peligro de muerte, comete un pecado grave por su naturaleza. Y si la falta de cuidado es, efectivamente, causa de la muerte de otro, hablaríamos entonces de homicidio por imprudencia. Sin embargo, hay que observar que el ocasionarniento fortuito de un homicidio no aumenta la culpa moral, sino que sólo sirve para representar a la conciencia más vivamente la posible responsabilidad, originando frecuentemente un sentimiento exagerado de culpabilidad. De hecho, no habrá culpa si antes del accidente no se podía prever el peligro para la vida de otro. Es de esperar que los numerosos accidentes causados por imprudencias o por abuso del alcohol conmuevan y agudicen la conciencia de todos. Teniendo ante los ojos a tantos hombres que resultan con heridas de gravedad o incluso sufren la muerte por causa de las infracciones voluntarias de las leyes de circulación, ya no puede quedar duda de que, en principio, estas leyes obligan en conciencia. El que por su torpeza pone en peligro la seguridad del tráfico, debe renunciar a conducir un vehículo.

Con la muerte por imprudencia, y aun con el mismo homicidio, guarda estrecha relación el sentimiento despiadado del que desea a otro la muerte por odio o egoísmo, y la cruel conducta del que hace sufrir a otros, a los padres, por ejemplo, o al otro cónyuge, hasta hacerlos morir de pena. Quien deja morir de hambre a un indigente pudiendo ayudarlo con lo que le sobra, o quien, por ejemplo, en un accidente de circulación no quiere prestar socorro pudiéndolo hacer, comete también un pecado, de suyo grave, contra el quinto mandamiento.


VII. LAS VIRTUDES SOCIALES

Que la justicia es todo lo contrario de un puro cálculo o de un interesado regateo de una deuda, lo expresa luminosamente la Sabiduría cuando dice que el justo imita la justicia de Dios, que justifica al pecador arrepentido. El meollo de la virtud humanosocial de la justicia es aquella justicia que tutela el bien común (justicia social), sobre la que proyecta una luz muy clara la solidaridad del cuerpo místico de Cristo, mostrándole al cristiano cómo, si quiere animar toda su vida con el sentido de la justicia, ha de reconocer su integración necesaria en la sociedad y estar dispuesto a subordinar sus intereses a los del bien común. La misma ponderación rigurosa de la equivalencia entre lo que se da y lo que se recibe, que a veces puede ser necesaria, no podrá realizarse dentro del marco de las virtudes cristianas, si se atiende únicamente al rendimiento efectivo y se pasa por alto el valor de la persona y su posición en la sociedad.

El lado amable de la justicia se ve en la moral cristiana mucho más claramente por el hecho de que en la justicia se incluyen las llamadas virtudes sociales: el espíritu de familia, el amor a la patria, la gratitud, la generosidad y la cortesía, virtudes que muestran cuán íntimamente está unida la justicia al amor por la sociedad.

El espíritu de familia es la expresión de la unión natural y del respeto mutuo nacido de conocer o de entrever el profundo misterio que la familia encierra. El hombre y la mujer se sienten compañeros de viaje hacia la vida eterna e instrumentos del amor creador de Dios. Los padres se inclinan reverentes ante la vocación más profunda y la dignidad que poseen sus hijos ante Dios, de quien viene toda paternidad. El respeto de los hijos a sus padres es la respuesta natural de los hijos al respeto con que conviven los padres y con que ejercen su patria potestad y manifiestan su cariño. El respeto debe animar tanto la autoridad como la obediencia a ella.

Aun cuando los padres dejen en su conducta mucho que desear, pueden los niños, instruidos por la educación de la Iglesia y mediante el conocimiento de la verdadera autoridad que vean realizada en otras sociedades, prestar a sus padres la obediencia y el respeto que sólo por su posición ante Dios les corresponde. El espíritu de familia no tolera ver a un miembro de la misma en una necesidad corporal, espiritual, moral, o en deshonra, sin tenderle una mano para ayudarle. Fomentar este espíritu en el seno de la familia es fuente perenne de bendiciones para toda la vida. La familia es la base del espíritu de sociedad tanto para la sociedad civil como para la eclesiástica.

El amor a la patria es la expresión natural del sentimiento de interdependencia de los hombres que tienen una misma manera de ser, una historia y unos afanes comunes. El amor a la patria eleva las relaciones puramente legales entre el Estado y los ciudadanos a una relación comunitaria digna de la persona humana. La autenticidad y el carácter cristiano de esta virtud se muestran en que no estrecha, sino que por el contrario crece junto con la amistad y los intereses de los demás pueblos y naciones. El amor a la patria es un estadio intermedio entre el espíritu de familia en sentido estricto y el "espíritu de familia" dentro de la gran comunidad de naciones, en la que todos los hombres y pueblos deben sentirse unidos bajo el Padre común que está en los cielos. El amor a la patria bien ordenado se muestra en el trabajo individual por el orden y la paz, en la pronta solución de los impuestos y contribuciones justas y, en casos extremos, estando dispuestos a defender la patria.

Contra el amor a la patria faltan el burócrata inflexible y sin entrañas que hace odioso al Estado, el legislador que promulga leyes injustas o que no se cuida de proteger con leyes justas a los socialmente débiles, el ciudadano al que tiene sin cuidado el bien común, sin pensar en todo lo que debe a la patria, y el patriotero fanático de las cosas de su nación, para el que nada de lo extranjero tiene valor. Pero los pecados más graves contra el amor a la patria son el del patriotero que provoca la guerra y el del traidor a su patria.

La gratitud es una importante actitud cristiana respecto de Dios y de todos aquellos por cuyo medio Él hace llegar hasta nosotros sus copiosos favores. El agradecido es humilde: sabe que todo se lo debe a Dios y que nunca le podrá manifestar suficientemente su amor y su gratitud; goza sabiendo que Dios le regala sus favores por medio de los demás hombres entre quienes vive. El orgulloso, por el contrario, es desagradecido; se niega a reconocer y a manifestar su deuda de gratitud respecto de los otros.

La generosidad, hermana de la gratitud, es la actitud propia del que se sabe rico por la caridad de los otros. El generoso da sin hacer cálculos ruines, sin exigir el precio de su regalo. El agradecimiento y la generosidad se sirven de los dones naturales y sobrenaturales para expresar con ellos el amor y la caridad mutua. Además, cubren de un color agradable las relaciones sociales que están reguladas por la estricta justicia. "El que ama a otro, le da con gusto y alegría lo debido, y más aún" (santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, lib. iii, cap. 128).

Otra virtud no despreciable es la cortesía. Es la expresión de un buen corazón, de afecto, de respeto, de sentido social. La virtud de la cortesía no consiste en puras fórmulas muy bien estudiadas. Rechaza tanto los modales afectados como las maneras bruscas, y se acomoda a las costumbres tan variables y tan especiales de cada ambiente, ya que así la vida social se hace más fácil con el mutuo respeto y deferencia. A la cortesía se oponen la adulación y el ceder fácilmente, lo mismo que el espíritu de contradicción y la rudeza al decir la verdad.



Sección tercera

TEMPLANZA Y MODERACIÓN

 

I. AL SERVICIO DE LA CARIDAD

"La templanza es una desinteresada preservación de uno mismo" (Josef Pieper), o, como más claramente dice san Agustín: "Es el amor guardándose íntegro e incorrupto para Dios."

La virtud de la templanza presupone la ordenación de la voluntad hacia Dios. Su tarea primordial es moderar los apetitos concupiscibles y, sobre todo, los instintos radicales del hombre por la conservación propia y de la especie, ordenándolos de manera que, sin destruir esas fuerzas psicosomáticas, las haga colaborar en la victoria del amor a Dios y al prójimo. El logro de la virtud de la templanza exige de los hijos de Adán cierto grado de observación de sí mismo, de trabajo consciente sobre sí y de propia abnegación, pero todo ello mirando hacia Dios.

El prototipo de toda la humanidad, nuestro Señor Jesucristo, era un hombre lleno de grandes pasiones. Así pudo exultar de júbilo ante el decreto del Padre celestial que manifiesta a los pequeños y humildes los secretos de su corazón (Lc 10, 21) y llorar ante la tumba del amigo (Iob 11, 35). Prorrumpe en lamentos conmovido por la obstinación y ruina futura de Jerusalén (Lc 13, 34s). Se lanza como una tromba sobre los profanadores del templo (loh 2, 12-17) y resuenan con el enojo de un signo anunciador del juicio sus "¡Ay de vosotros ! " sobre los fariseos (Mt 23). El pensamiento del misterio de su pasión estremece su alma (Iob 12, 27). La angustia le hace violentamente sudar sangre, y en la cruz manifiesta el abandono de su alma con un potente grito : "En los días de su vida mortal elevó Él con grandes clamores y lágrimas oraciones suplicantes ante aquelque podría librarle de la muerte" (Hebr 5, 7). Según el ideal estoico de la inconmovible impasibilidad, Cristo se habría ganado que le tildasen de hombre intemperado. Y ¿quién va a negar que su amor al Padre y a nosotros los hombres saltó por encima de toda medida humana? La medida de su amor es amar sin medida. Sus pasiones no reconocen más que una medida : el amor sin límites, pero amor purísimo y santísimo. Están al servicio de este amor; prestan toda su fuerza a aquel amor poderoso del que son también expresión.


II. LA LUCHA POR LA TEMPLANZA

La virtud de la templanza posee indudablemente en nosotros, hijos de Adán, por razón del pecado original y del contagio del medio ambiente, un carácter peculiar que la santidad divina nos impide adscribir a la absoluta pureza de las pasiones de Cristo.

Mientras que en Jesucristo todo movimiento pasional era expresión ajustadísima de su purísimo amor y no tenía ninguna necesidad de un control riguroso, nosotros sentimos la necesidad de trabajar sobre nosotros mismos y de vigilar con sana desconfianza los movimientos de nuestro apetito concupiscible e irascible.

No podemos ahogar nuestras pasiones, pero sí debemos mortificar lo enfermo y desordenado en nosotros, es decir, debemos renunciar al hombre viejo con sus concupiscencias. Por eso, la lucha ha de orientarse en primera línea contra el orgullo y el egoísmo, los dos vicios que ensucian el corazón y la voluntad del hombre herido por el pecado original y así extravían las energías e instintos psicosomáticos. Cuando el corazón, el amor, está limpio, bien poco cuesta poner en orden todo lo demás. Y como siempre nos acecha el peligro de dejarnos guiar por un corazón sucio, esto es, por un amor desviado y por nuestras pasiones desordenadas, tenemos que estar muy alerta no solamente sobre nuestros sentimientos y motivos, sino también sobre los instintos y movimientos pasionales. Pero claro está que este control retrospectivo no debe adquirir tales proporciones que sufran por ello nuestra espontaneidad y apertura ante los valores atrayentes.

La lucha contra el desorden de los apetitos y pasiones no podrá conseguir éxito duradero si no se busca antes y por encima de todo el imperio del verdadero amor, labrar una vida llena de ese amor. Esta verdad quedará luego más de manifiesto con algunos ejemplos importantes tomados del terreno de la castidad. Para hacerse una idea exacta de conjunto sobre la moral cristiana de lo sexual, hay que meditar lo que diremos ahora confrontándolo con lo expuesto ya en otros lugares sobre el matrimonio, la familia, la castidad y la virginidad (cf. las palabras "matrimonio, familia, virginidad, castidad" en el índice de materias). Aquí nuestra tarea ha de ser sobre todo mostrar la conexión mutua entre amor, pasión y templanza.

Cuando un muchacho tiene que luchar contra el hábito del vicio solitario, ordinariamente no le servirá gran cosa el puro esfuerzo de su voluntad, ni tampoco el puro vigilar sus movimientos sensuales; incluso tales esfuerzos aislados pueden conducir en algunas ocasiones a una mayor excitación del instinto por la angustia de estar esperando el asalto. Mientras todos los esfuerzos giren en primera línea en torno al yo, no se hará sino aumentar y aun posiblemente consolidar el complejo convulsivo del yo. Por eso muy exactamente utilizan con frecuencia los psicólogos el término "ipsación" para designar el hallarse entregado al vicio de la masturbación, es decir, el hallarse prisionero del propio yo. Lo decisivo en la lucha por librarse de la masturbación ha de ser, pues, luchar al tiempo y en primera línea contra el egoísmo. Y esto se realiza con mayor intensidad y mejores resultados mediante la práctica consciente de la caridad, que por la simple postura de defensa frente al pecado. Han de llevarse ambas operaciones a un tiempo.

Si bien en la polución (masturbación) hemos de ver siempre cierta perversión sexual, sin embargo, muchachos que durante una fase determinada de su vida se ven obligados a combatir duramente en este campo, sea por las tentaciones, sea por el ambiente en que viven, unido todo ello con el fenómeno hoy casi general de una aparición precoz de los síntomas de maduración sexual, no deben sólo por eso ser considerados como perversos o anormales. Una alimentación sin excitantes, dormir sobre un duro lecho, trabajo concienzudo y la práctica del deporte ayudan a nivelar las excitaciones periódicas.

La homosexualidad es la inclinación sexual hacia el propio sexo unida a la repugnancia hacia el otro. Sin embargo, esas amistades románticas y pasajeras entre jóvenes no han de interpretarse como señal de perversión. Sólo cuando perduran en edad más adulta, acentuando su carácter sexual, hemos de ver en ellas una perversión, que en circunstancias particulares hace inhábiles para el matrimonio. Esa tendencia desordenada, que ordinariamente sólo se fija tras la repetición de muchas faltas, puede y debe ser detenida poniendo en acción todo el poder de la libertad. Con razón la mayor parte de los Estados castigan severamente el delito de homosexualidad.

Exhibicionismo es el prurito de mostrar las partes pudendas. Masoquista es el que busca placer sexual en el sufrimiento del dolor. El sádico lo busca haciendo daño. Se denomina bestialidad la perversión sexual con animales; en el Antiguo Testamento estaba condenada con la pena de muerte (Ex 22, 19).

Para los que viven esclavizados por estas o parecidas perversiones, vale también lo que dice san Pablo, que la degeneración en esta materia guarda siempre relación con todo el conjunto de nuestra conducta para con Dios, el prójimo y el propio yo (cf. Rom 1, 24ss). Y no vale sin más pretender disculparse apelando a una constitución desgraciada; mucho menos cuando no se hace lo posible por arrancar las raíces profundas del mal.

El centro de gravedad de la lucha o tratamiento ha de variar, naturalmente, según las complicaciones peculiares que ofrezca la etiología de la enfermedad. Así, en uno la causa principal será tal vez una voluntad débil o la fácil condescendencia frente a la sensualidad en diversos puntos concretos. Entonces por ahí hay que atacar. Dará un buen resultado el propósito firme de imponerse tras cada derrota un sacrificio o penitencia bien determinados, un acto de abnegación y, sobre todo, una obra de caridad fraterna. Así como en otro caso tal propósito podría ser nocivo si al mismo tiempo no se cuidara de robustecer el buen ánimo y la confianza; y siempre, por muy complejas que puedan parecer las causas, el punto central de todos los esfuerzos ha de colocarse en el ejercicio de una caridad entusiasta y sacrificada.

Si, a pesar de todo, la extraordinaria fuerza del instinto, o bien cierta disposición psicopática, o tal vez determinadas represiones psíquicas, hacen que sigan todavía en pie grandes dificultades, no por eso dejará el muchacho de estar ya cerca de la virtud de la templanza ; tan cerca, y aún mucho más, que otro que, a causa de la debilidad de sus pasiones, se viera libre de entablar batallas considerables en este terreno; o también más que el que, dueño de su instinto, no se cuida en absoluto de orientar las fuerzas que le quedan libres hacia la verdadera caridad cristiana.

La castidad conyugal, una especie de la templanza, adquiere su carácter de virtud cristiana, verdaderamente bella, abierta y noble, cuando se convierte en expresión de reverencia ante el Creador y de entrega desinteresada al servicio de la caridad. "Desinteresado" no significa precisamente que los esposos hayan de reprimir la delectación física y espiritual que importa la unión amorosa, ni tampoco que deban mirar ese deleite como algo no del todo recto. No hay más diferencia esencial que ésta : el esposo temperante recibe ese deleite como premio natural a su disponibilidad para la entrega, a su respeto y a su amor : virtudes que ennoblecen el acto natural. No se aísla la pasión para buscarla por sí misma; se mira más bien como el impulso a un amor que honre y haga feliz al consorte, un amor que a ambos, así fundidos, los enriquezca interiormente, los llene en alma y cuerpo. En cambio, el esposo que se busca a sí mismo cuidará, sí, de dominarse exteriormente, de observar una conducta correcta, pero no será capaz de la entrega profunda, y así no podrá sentir la felicidad de recibir el amor del otro. Mientras no cambie su actitud fundamental y no se lance en busca del verdadero amor, no alcanzará tampoco la virtud cristiana de la templanza.

Los esposos que, por sensualismo, comodidad o un desmedido afán de elevar su nivel de vida, no quieren poner la cópula conyugal al servicio de la vida, guardarán tal vez una corrección exterior en sus relaciones cuidando de tener sus relaciones conyugales únicamente en los días agenésicos; pero, si no modifican esa disposición interior, a duras penas resistirán largo tiempo la tentación de transgredir también exteriormente la ley moral. Por otra parte, puede ofrecerse el caso de esposos que, ligados por auténtico amor y ordenando fundamentalmente su matrimonio a la gloria del Creador y Redentor, se ven durante algún tiempo, a causa de una enfermedad o de otras dificultades, dominados por un conflicto psicológico y faltan quizá una que otra vez. Pues bien, con tal que permanezcan firmes en su buena disposición, tal vez estén más cerca de la virtud de la castidad que otros que no se ven en la precisión de imponerse tales sacrificios sencillamente porque no tienen motivos para temer una nueva concepción.

El sacramento del matrimonio, que asocia el amor conyugal y, consiguientemente, la lucha por la castidad con el amor de Cristo entregándose a su Iglesia, exige una incesante negación de sí mismo. Todo entre los esposos ha de ir marcado con este carácter de la imitación de Cristo: no solamente la unión conyugal y la entrega mutua, abierta, expresada en esa conjunción; está además el amor presto a la renuncia, que debe ser copia del amor de Cristo entregándose en la cruz por su Iglesia.

Así como el combate por la templanza ha de estar siempre al servicio de los altos bienes del matrimonio, de la misma manera la virtud de la templanza perfecta es en el matrimonio fruto de esa postura que equivale a un sí a los planes de Dios dado con toda el alma: la castidad conyugal nace y crece del respeto de los esposos ante el misterio de su misión creadora, de su prontitud para recibir con espíritu de sacrificio de las manos de Dios tanto la bendición de la fecundidad como el sufrimiento de la esterilidad, y, en fin, de su afán de ayudarse mutuamente en todo y en primer lugar en progresar en el amor a Dios.

¿De dónde provendrá que algunas personas no acaben de resignarse con la viudez o soltería que sin querer les ha caído en suerte, y que sucumban al hastío y a la amargura o bien se entreguen a una pasión licenciosa, mientras otros que voluntariamente han abrazado por el reino de los cielos el ideal del celibato son los hombres más felices y despliegan energías maravillosas en su amor al prójimo y en su consagración al reino de Dios? En parte, sí puede ser, porque estos últimos trabajan directamente por vivir según las normas de la templanza y cultivan la pureza en pensamientos, miradas, conversaciones, lecturas, en la asistencia al cine, en el uso de la radio y de la televisión; pero no cabe duda de que lo decisivo está en que unos deben gobernar una vida vacía con las puras fuerzas de su voluntad, mientras que los otros viven llenos de un amor grande, verdaderamente apasionado por Dios y por la salvación de las almas.

La castidad conyugal y la castidad virginal, por muy distintas que puedan parecernos en su fundamento y en su consagración, son en realidad semejantes en el respeto ante el cambio de lo sexual y en la plenitud de su vida para el amor. Respeto y amor son las dos columnas maestras de la castidad ; confieren a la lucha por la templanza todo su brillo y dignidad.

Lo dicho de la castidad vale igualmente del cuidado por dar con el recto medio en el disfrute de los manjares y bebidas y en el uso de los otros bienes necesarios para la vida. Esa atención vigilante sobre sí mismo adquirirá carácter de virtud cristiana mediante un afán disciplinado de usar todas las cosas con acción de gracias a Dios, a fin de capacitarse para su servicio y el del prójimo, y renunciando a lo que pueda ser obstáculo al verdadero amor y a la libertad de los hijos de Dios.

Santo Tomás de Aquino expresa la convicción de que un corazón y una voluntad perfectamente ordenados pueden ejercer tal influjo en las pasiones ordenándolas y sanándolas, que lleguen a ser "racionales" en sus apetencias, orientadas en la prosecución de la dicha del amor verdadero. Para esto se requiere sin duda, en un mundo plagado de estímulos para el goce de los ojos y de la carne, una guerra quizá dura y prolongada. Pero esta lucha laboriosa hasta lograr ese fin es agradable a Dios, y los méritos serán mucho mayores en virtud de las dificultades que haya que superar. Elemento decisivo será la robustez del amor, guía de este combate. La moral cristiana se halla en el otro extremo de la fría ética kantiana : para nosotros la virtud perfecta y meritoria en grado sumo no se halla en un desencantado "a pesar de" frente a nuestros apetitos, sino en aquella fuerza ordenadora de la virtud que hace fácil el bien.

El combate por la virtud de la abnegación y la mortificación de todo lo torcido lo exige nuestra asimilación sacramental con el Crucificado ; pero al mismo tiempo la victoria y la alegría de la virtud muestran ya la fuerza del Señor resucitado.


III. INCONTINENCIA E INTEMPERANCIA

Hay un puro ser dueño de sus pasiones: el del que les hace frente siempre que de mil formas pugnan por imponerse a la razón; es como el primer paso, un esbozo de la victoria acabada, que consiste en la transformación del apetito sensible por virtud del amor. Lo contrario del dominio sobre las pasiones es la incontinencia, que supone caídas periódicas, aun cuando la voluntad, al menos en principio, busca su último fin en el verdadero amor y no en el puro goce sensual. El incontinente se arrepiente al punto después de cada caída. Su pecado no nace de malicia, sino de debilidad, lo cual, claro está, no excluye que pueda tratarse en cada caso de un pecado mortal.

El vicio más totalmente opuesto a la virtud de la templanza es la intemperancia. El intemperante es un hombre decidido a satisfacer sus pasiones aun pasando por encima del verdadero orden de la razón y de la caridad. Se alegra de haber pecado y se "arrepiente" cuando deja que se le escape de las manos una ocasión de pecar. El pecado es ya para él como una segunda naturaleza, igual que para el virtuoso la templanza llega a resultarle natural.

La intemperancia sube al grado más peligroso de maldad cuando se ufana descaradamente y presta su ayuda a quienes tal hacen (Rom 1, 32). Frente al hecho que hoy día lamentamos de la defensa y glorificación a plena luz del día de un sensualismo desenfrenado, de la prostitución y hasta del adulterio, se impone al cristiano como una de las tareas más apremiantes el lanzarse con todos los medios adecuados a crear una opinión pública con más alto sentido de la moralidad.

El hombre de buena voluntad, pero dominado por su incontinencia, que quiera preservarse de rodar sin remedio al abismo de la intemperancia, tiene que juntar, a la confesión humilde de sus pecados ante Dios y la Iglesia, un esfuerzo para vivir y defender alrededor de sí, sin contemporizaciones, la castidad y la templanza.

 

Sección cuarta

LA VIRTUD DE LA FORTALEZA


1. "EL AMOR ES FUERTE COMO LA MUERTE"

La virtud de la fortaleza es la caridad que aprovecha las energías del apetito irascible siempre que hay que arremeter contra una injusticia agresivamente alarmante. Al mismo tiempo, esta virtud modera la rebelión de las pasiones contra el sufrimiento y la muerte ; domina los sentimientos de temor cuando quisieran impedir la entrega decidida a la muerte por la causa del bien.

En una lucha no sólo contra la carne y la sangre, sino, como dice san Pablo, contra los poderes mundanales de las tinieblas, contra los malos espíritus que infestan la atmósfera, la caridad tiene que ser fuerte y tener a sus órdenes todas las fuerzas de la voluntad, del corazón y de las pasiones para poder "extinguir los dardos inflamados del maligno" (Eph 6, 16).

Pero la virtud cristiana de la fortaleza no es precisamente la característica del hombre arriesgado que irrumpe alocadamente con mandobles a diestro y siniestro. Valentía sin prudencia es temeridad u osadía. "Valentía sin justicia es una palanca para el mal" (Josef Pieper). La caridad es lo que da su auténtico brillo y valor a la fortaleza. "Aunque entregase mi cuerpo a las llamas, si no tuviera caridad, de nada me valdría" (1 Cor 13, 3).

La fortaleza no significa en modo alguno insensibilidad frente al peligro, el sufrimiento o la muerte. De un hombre para quien la vida corporal no tenga valor alguno, no porque la ponga en juego (tal vez a lo loco) vamos a decir que es valiente en sentido cristiano. Cristo es el héroe valiente que nos precede en la lucha por el reino de Dios. Él sacrificó lo más precioso, su propia vida, v tomó voluntariamente sobre sí todo el peso de su pasión ymuerte con viva conciencia de lo horribles que habían de ser los tormentos de cuerpo y alma, y a pesar de la aversión natural de sus pasiones a semejantes torturas. Para sus seguidores el acto supremo de la fortaleza cristiana es el martirio, la aceptación de la muerte por Cristo, por la fe o por el prójimo. Aquí sí se cumplen a la letra las palabras del Cantar de los Cantares : "El amor es fuerte como la muerte ; la pasión del amor es dura como el seol" (Cant 8, 6).

Pero también en la enfermedad puede alcanzar la virtud de la fortaleza su consumada perfección : cuando, al aproximarse la muerte, da el cristiano, movido por su confianza de creyente, el sí a la voluntad de Dios.


II. "LA CARIDAD ES PACIENTE"

Los que luchan por el reino de la caridad no pueden presentarse a combatir contra el mal con armas iguales. La mejor parte de la fortaleza y de la caridad siempre ha de ser, de acuerdo con el sermón de la montaña, la victoria en la debilidad (Mt 5, 38ss). A la cólera enfurecida le es más fácil arremeter a golpes de espada, que dejarse conducir a una lucha de paciente resistencia llevando con amor el sufrimiento. El mal tiende a celebrar sus triunfos por la fuerza. Los cristianos poseen sus almas en la paciencia (Lc 21, 19). La paciencia cristiana hace frente al mal venciendo al malhechor a fuerza de caridad. "El amor todo lo sufre, todo lo soporta" (1 Cor 13, 7).

La perseverancia en el sufrimiento y en las pruebas exige un dominio perfecto de los sentidos; y para llegar a complacerse en el mismo sufrimiento, en cuanto posee valor de completar la obra redentora de Cristo, hace falta además un amor muy grande. Qué bien comprendía el sentido de la fortaleza cristiana aquella enferma que al cabo de casi veinte años de acerbos sufrimientos decía al sacerdote : "Al principio me costaba mucho ; mas poco a poco fui comprendiendo la gran riqueza de poder sufrir con Cristo por el bien de los otros" !


III. EL DON DE FORTALEZA

Para poner en acción toda la potencia de la fortaleza no basta la voluntad desnuda; se requiere una gran caridad. Pedro, que se creía sobradamente fuerte para ir a morir con el Señor (cf. Mt 26, 35), debió sentirse avergonzado cuando echó mano de su espada. Fue preciso que pusiera en Dios toda su confianza y recibiera de lo alto el don de la fortaleza para poder gozarse de aquella ocasión que se le ofrecía de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús. Los dones del Espíritu Santo son la consumación de la caridad: la fortaleza adquiere su plenitud por el don correspondiente. A su vez, el don de temor hace al hombre humilde, le lleva a pedirlo y esperarlo todo de Dios. Quien nada teme tanto como ofender a Dios, es también fuerte frente a toda tentación.

El don de fortaleza da al discípulo de Cristo ánimo alegre para acometer por virtud de Dios empresas grandes y difíciles y para resistir inconmovible en la tribulación ; ese don es lo que le hace aguantar a pie firme y confiado cuando Dios le coloca en un sector de la lucha vivamente disputado. El cristiano fortalecido por los dones del Espíritu Santo no solamente soporta las penas y contrariedades que no podría evitar sin pecado; el amor le hace pronto a tomar voluntariamente sobre sí otros sufrimientos, a desprenderse de su propio yo, le tiene siempre alerta a la llamada de Dios, listo para arrojarse al fuego de su amor purificante.

Más de una vez se designa a la confirmación como el sacramento del apostolado seglar. Por ese sacramento, en efecto, recibimos la fuerza y la misión de intervenir en la vida pública con firmeza y valentía por la causa de Cristo. Sin embargo, no hay que olvidar que a la larga sólo aquel que se sienta inflamado por el fuego del amor divino podrá tener valor para declararse decididamente por el Crucificado y por su ley. En otras palabras : la fortaleza para confesar públicamente la fe presupone el don de sabiduría, que es la perfección de la caridad.