Parte quinta

AMOR EN ADORACIÓN


La bienaventuranza eterna trocará nuestra fe y nuestra esperanza en visión y posesión imperecederas : en la adorable visión de la santidad divina, en la exultante irradiación en la majestad amorosa de Dios. Pero en la virtud teologal de la
caridad se nos ha dado ya ahora "lo mayor" (1 Cor 13, 13), una prenda de la eterna felicidad. Porque esta virtud, siendo la única que ha de permanecer eternamente, debe incluir en sí, ya desde ahora, las propiedades esenciales de la caridad celestial, jubilosa adoración ante el Dios santo e infinitamente amable. Nuestras relaciones con Dios están plenamente expresadas en las palabras: amor adorante, amorosa adoración.

El reino de Dios conseguirá cabal perfección el día en que "doblen la rodilla todos los seres del cielo, de la tierra y de debajo de la tierra", y cuando "toda lengua confiese, para gloria de Dios Padre, que Jesucristo es el Señor" (Phil 2, 10s). Todos se hincarán de rodillas. Pero, mientras unos lo harán alegremente, por la victoria del amor de Dios, tendrán en ello los condenados su castigo, viéndose obligados a confesar: ¡Cristo es el Señor!

El amor dividirá estos dos grupos tan diversos de seres postrados en tierra. La verdadera veneración y culto al Señor, la amorosa adoración es la prerrogativa de los hijos de Dios. El corazón del culto divino, de la virtud de la religión, es la caridúd. El amor de los que hemos sido adoptados por pura gracia como hijos de Dios, es esencial y fundamentalmente un amor de adoración, de alabanza, de acción de gracias.

I. Dios nos ha manifestado en Cristo su nombre, su gloria y su santidad; nos ha dado un Sumo Sacerdote para que en Él y con Él podamos adorarle dignamente.

II. Con la revelación de su nombre y de su santidad, ha juntado Dios en Cristo nuestra santificación por medio de los santos sacramentos. Ellos nos unen interiormente de modo tan maravilloso con Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, que nuestros actos de culto quedan completamente incluidos en su acción sacerdotal.

III. El centro y la cumbre del culto es el sacrificio de Cristo y de la Iglesia, que es con toda verdad sacrificio nuestro.

IV. La actitud que corresponde a este amor en adoración es humildad ante Dios y caridad servicial con el prójimo.

V. Incluso la práctica de esta caridad cristiana es por sí misma parte importante del culto.

VI. Actos principales de la virtud de religión, además del santo sacrificio y los sacramentos, son la oración, el voto y el juramento.

VII. El linaje sacerdotal de los cristianos santifica toda la existencia, por lo tanto, aun el mundo del trabajo y de la profesión. El culto divino, la celebración dominical de los santos misterios, es el eje de toda la vida transformada en canto de alabanza al Creador y Redentor.


I. CRISTO, NUESTRO SUMO SACERDOTE

¿Qué puede el hombre ofrecer al Dios infinitamente santo para adorarle y honrarle? Nada que no haya de Él recibido. El pecado le aleja tanto de Dios, que ya no puede entregarse de nuevo a Él apoyado en sus propias fuerzas, aun cuando Dios continúe siendo para el pecador su verdadero centro. Ante la santidad divina las acciones del pecador no valen por sí mismas absolutamente nada.

La adoración religiosa es una dimensión formal del ser humano. La dignidad regia del hombre consiste en volverse total adoración en amor a Dios. Pero, aun cuando se niega a Dios, continúa siendo con toda verdad adorador; naturalmente, sin la regia dignidad ante su Señor; entonces adora en vergonzosa esclavitud a las criaturas : se hace idólatra. La superstición, el encarnizamiento fanático tras un nivel de vida más elevado, la ferviente esperanza de un paraíso en la tierra son pruebas clarísimas de que el hombre tiene que adorar, si no a Dios, a la criatura.

San Pablo nos muestra, en el capítulo primero de su carta a los Romanos, cómo todos los vicios, toda degeneración humana tienen su fuente en la actitud del hombre que ya no quiere reconocerse como adorador del Dios verdadero.

El hombre ha recibido de Dios la existencia : toda su dignidad, su honor, su felicidad están en poner alegremente su vida al servicio y culto de Dios.

"Los cielos pregonan la gloria de Dios" (Ps 18, 2). ¡Qué poco entiende esto el pecador ! Y, sobre todo, no sabe entonar ante Dios este canto. La soberbia y la codicia le han endurecido y entenebrecido el corazón. Pero la insondable misericordia de Dios no se da por vencida: hará nueva manifestación de su gloria y, más aún, dará a la creación un mediador en su Hijo unigénito Jesucristo. Y Cristo no se limitará a revelar el poder y la sabiduría del Padre, que brillan en la creación, ni a ensalzar su amorosa providencia respecto de las cosas creadas, las flores del campo, los pajarillos del cielo, las tempestades del lago. Cristo va a manifestar al mundo la gloria del Padre de una manera completamente nueva; trae un plan totalmente nuevo para hacer que todas las criaturas tomen parte en su cántico de alabanza al Padre.

a) Cristo nos ha revelado la paternidad de Dios

En Cristo y por virtud de Cristo podemos nosotros llamar confiada y amorosamente al Señor de cielos y tierra, nuestro Padre. Al dejar que nosotros, simples criaturas, le llamemos por su propio nombre, la grandeza de Dios rebasa toda medida. En el nombre de Jesús, y en todos los nombres que de Él se predican : "Cristo" (el "Ungido"), "Emmanuel" (el "Dios-con-nosotros"), nos ha mostrado Dios personalmente su rostro y ha dirigido a nosotros su palabra.

El Dios sublime e inefable ya no es ahora para nosotros el innominado. Ahora nos dirige su palabra, en la cual nos ha revelado su gloria. En su palabra, que se hizo carne y habitó entre nosotros, nos ha dado toda salvación : eso quiere decir el nombre de Jesús. Así Dios, de una manera sublime, entra en comunicación con nosotros por la palabra, desciende al diálogo con su criatura, para convertirnos luego, junto con Él, en "concelebrantes de su amor", como dice el beato Duns Escoto, expresando el sentido total de la redención y de la creación.

Este felicísimo y excelso misterio de nuestra salvación fue ya significado precisamente en el nombre que Dios reveló a Moisés, cuando le dijo: Mi nombre es Yahvé; yo soy "el que soy", es decir, el que es, el ayudador, el que está por nosotros (Ex 3, 13ss). Pero de manera aún más maravillosa manifestó Dios este misterio en el nombre de Jesús, en el "Emmanuel". Poder llamar Padre nuestro al Padre de nuestro Señor Jesucristo: he ahí la revelación más dichosa del nombre de Dios.

En su diálogo amoroso con su Padre celestial, tal como aparece en el padrenuestro, nos ha enseñado Jesús todo lo que significa para nosotros la revelación del nombre de Dios: ya podemos hablar con Dios, nuestra oración puede participar del júbilo de Jesús: "¡Padre, yo te bendigo!" (Mt 11, 25; Lc 10, 21).

Así es como Dios quiere que sobre todo le honremos: invocando confiadamente su nombre, dirigiéndole nuestra plegaria salida del corazón y honrando en común su bondad paternal ; porque Él es Padre de todos nosotros, como Cristo es salvación de todos.

b) En Jesús nos ha manifestado Dios su santidad

El Santo de los santos tuvo que sufrir la ofensa del pecado de los hombres. Él, ante quien tiemblan la santidad y encendido amor de los serafines, se vio obligado a salir por su gloria frente al hombre. Ya decían los profetas que nuestro Dios es un Dios celoso. Y en ninguna parte aparece tan clara la verdad de esta afirmación como en el sacrificio expiatorio ofrecido al Padre celestial por Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote, en la cruz.

Al dar Dios la salvación a los hombres, quiso disponer las cosas de tal forma, que la revelación de su santidad significara juntamente nuestra salvación. Su justicia exige la expiación del pecado. Y Él acepta la expiación que le ofrece su Hijo unigénito, enviado al mundo para salvarnos a nosotros, pecadores. En lotremendo de esta satisfacción podremos calibrar no solamente las proporciones de nuestro encadenamiento a la culpa y la terribilidad del pecado, sino también y sobre todo el poder destructor de la santidad divina. Ante el Dios santo se estremece la tierra, rájanse las peñas, el sol ya no da su resplandor, y un sudor de sangre cubre el rostro del Hijo, que sufría el peso de la expiación por nuestro pecado; ante el Dios santísimo, su Padre celestial, Cristo sintió en sí la derelicción y confusión de la humanidad ante la presencia de Dios : "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mt 27, 46). Este solo grito en la boca del Cordero nos revela como ninguna otra cosa el celo devorador de Dios por su honra.

En el cuerpo de Cristo escupido y escarnecido, en el grito de su alma desamparada, debía manifestarse, junto con el amor del Padre celestial, toda la cólera inflamada de su santidad. A eso mismo tiende la amorosa advertencia del Señor camino del Calvario : "Si esto hacen con el leño verde, ¿con el seco, qué se hará?" (Lc 23, 31). Y ¿no llegará a conmover nuestro corazón culpable este misterio tremendo de la santidad de Dios?

El día del juicio final hará Dios brillar nuevamente ante todo el mundo, como un relámpago, el misterio de la santidad divina. Igual que sobre el Gólgota, aunque entonces ya con el rostro descubierto, podremos contemplar ese misterio del Dios santo: el Dios que a quienes le dan el honor debido confiere la salvación, pero que a cuantos le han negado la amorosa adoración de su santidad los rechaza para siempre. Ése ha de ser el tormento de los condenados: verse forzados a hincar su rodilla y a confesar, para gloria de Dios, rechinando de rabia, que Jesucristo es el Señor (Phil 2, 11).

c) Cristo nos revela la gloria del Padre

Desde la eternidad, todavía antes del principio de la creación, participaba el Hijo plenamente de la gloria del Padre (Ioh 17, 24). Después, Él nos ha hecho visible su glorioso esplendor : "El que me ve a mí, ve al Padre" (Ioh 14, 9). Comenzando por su humilde aparición como Hijo del hombre, luego en sus palabras bondadosísimas, en sus obras y, sobre todo, en su cuerpo destrozado por la crucifixión, brilla, juntamente con la santidad, la magnificencia del amor divino. Seguirá después la resurrección de Cristo, manifestación la más clara y luminosa de su radiante esplendor, y por fin el relámpago cegador de su segunda venida, cuando venga a juzgar al mundo en la gloria del Padre, "con gran poder y majestad" (Mt 24, 30; Lc 9, 26).

Por nosotros hizo el Padre retumbar aquella voz : "Le he glorificado y le glorificaré" (Ioh 12, 28). El Padre comunica a la naturaleza humana de Cristo la gloria que desde la eternidad expresó en su Verbo consubstancial. Él, Verbo hecho hombre, respondió por la honra del Padre con su vida y muerte, y el Padre nos revela en Cristo su esplendor, en la resurrección y en el día de la segunda venida. "Cuando le queden sometidas todas las cosas, entonces el mismo Hijo se someterá a quien todo lo sometió a sí, para que sea Dios todo en todos" (1 Cor 15. 28).

Estas cosas nos las ha manifestado Dios en Cristo para nuestra salvación, con el fin de que nosotros conozcamos y reverenciemos su nombre, le adoremos con respeto y nos alegremos por su presencia entre nosotros. Pero ¿podremos nosotros, pecadores, pronunciar el inefable nombre de Dios, acercarnos al piélago incandescente de su santidad? ¿Qué pueden valer ante Dios nuestra alabanza y nuestros homenajes?

Solamente en Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote, al cual nos hacemos nosotros semejantes y nos ligamos íntimamente por medio de los santos sacramentos, podremos hacer algo valedero ante Dios. Cristo nos ha revelado externamente el nombre, la santidad y la majestad del Padre. Cristo nos ha abierto además su corazón y nos ha santificado interiormente, de manera que por Él, con Él y en Él podamos ofrecer al Padre, en unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria (canon de la misa).

"¡Santificado sea tu nombre!" Podemos y debemos hacer que sea ésta la primera intención de nuestras oraciones: Dios no solamente nos ha revelado su nombre, bueno y santo ; por los sacramentos nos ha trasladado además al resplandor de su gloria.


II. LOS SACRAMENTOS, FUENTES DE SALUD Y SANTIFICACIÓN

Puesto que la adoración religiosa debe ser entendida formalmente como respuesta del hombre a la revelación del nombre, de la santidad y de la majestad de Dios (idea desarrollada más detenidamente en mi obra La ley de Cristo, edic. esp., 1, pp. 680-756, 819-826), es preciso que Dios nos capacite interiormente tanto para la recta comprensión de su llamada como también para una justa respuesta.

Presupuesto básico para comprender religiosamente la manifestación de la gloria de Dios es el espíritu de humilde veneración. El hombre aferrado a sí, el prendado de lo terreno, y menos aún el orgulloso, no pueden comprender nada de la santidad y gloria de Dios. Pero bienaventurados los "pobres de espíritu", los que están penetrados de saludable tristeza por su miseria y pecabilidad (Mt 5, 3ss). Ellos doblan gozosamente su rodilla ante la revelación de la santidad salvadora de Dios. Si bien esto es ya obra de la gracia. Dios mismo tiene que darnos lo decisivo: la gracia de una fe humilde y de un amor postrado en filial adoración.

Es algo maravilloso cómo Dios nos capacita interiormente para una respuesta adecuada a la revelación de su nombre, de su gloria y de su santidad. Por los sacramentos que imprimen carácter (bautismo, confirmación y orden), al unirnos al sacerdocio de Cristo, nos concede esa capacidad interior para el culto cristiano.

Por el bautismo nacemos a una vida nueva y somos así "edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer a Dios sacrificios espirituales aceptos por Jesucristo" (1 Petr 2, 5). Éste "es el verdadero honor" (1 Petr 2, 7) para los que creen y confiesan gozosos la manifestación de la gloria de Dios. Dios nos ha sacado de las tinieblas y nos ha llamado a la luz admirable de su santidad y majestad. Para que nosotros, mediante una vida de adoración, anunciemos su nombre y sus obras poderosas, no solamente nos ha dado un Sumo Sacerdote que nos precediera al santuario del verdadero culto divino, sino que además en Él nos ha consagrado a nosotros linaje sacerdotal. Así, mediante el bautismo formamos en Cristo un solo cuerpo; santificados por Dios, somos en Cristo "linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo del patrimonio divino" (1 Petr 2, 9).

Como bautizados, podemos y debemos ofrecer a Dios la adoración de nuestro amor filial. Como bautizados, tenemos nosotros legítimamente nuestro puesto junto al altar en el coro de la comunidad que reza, canta y sacrifica; tomando parte activa en la celebración del santo sacrificio, manifestamos, exteriormente agradecidos, que tenemos conciencia de nuestra condición de miembros del pueblo sacerdotal de Dios. Pero, como bautizados, tenemos también el deber de imprimir a toda nuestra vida un sello cultual, precisamente porque estamos capacitados y consagrados internamente para ello con una marca indeleble.

También el sacramento de la confirmación imprime en nuestra alma una señal imborrable. Nos transmite el encargo honorífico de velar públicamente y, "por así decir, con un poder oficial" (santo Tomás de Aquino) por la gloria de Dios, y de ajustar la vida pública a la mayor gloria de Dios. Por consiguiente, ello implica sin duda el que nosotros, cristianos, creemos en la vida pública un clima favorable a un mejor desarrollo moral de la humanidad. Nuestra actividad en la vida pública no adquiere su verdadera trascendencia y grandeza sino considerada como acto cultual de los que hemos sido santificados por el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es don del Señor resucitado y glorificado : por la confirmación recibimos la fuerza interior para hacer brillar, en la vida cristiana y sobre todo en el ejercicio de la profesión y en todas nuestras intervenciones públicas, algo de la gloriosa majestad del Señor. Aunque sin olvidar nunca por eso el presupuesto básico del culto divino en la tierra: el sacrificio de la cruz, consumación de la obra sacerdotal de Cristo, de la que nosotros participamos por el bautismo y la confirmación. Ni la fuerza exterior, ni fáciles victorias, ni siquiera la posición imbatible del cristianismo en la primera avanzadilla de la vida pública, sino más bien lo penoso de la lucha y de la vida cristiana, los fracasos y reveses externos, es lo que sobre todo debemos convertir en obras valiosas de culto en virtud de la santificaciónsacramental que les confieren nuestro bautismo y confirmación. La cruz nos está predicando que no descansemos nunca de ir contra la secreta tentación del hombre viejo, que no busca a Dios, sino a sí mismo.

En el sacramento del orden, los que han sido llamados por Dios reciben una participación muy particular del sacerdocio de Cristo. En virtud de los santos poderes especiales que se les transmiten, deben los sacerdotes, como instrumentos vivientes de la obra de Cristo, cooperar en la santificación del pueblo cristiano y ofrecer a Dios sacrificios y alabanzas por el pueblo en unión con Cristo. Solamente los sacerdotes pueden convertir el pan y el vino en el cuerpo del Señor; solamente ellos pueden perdonar los pecados y administrar la santa unción a los enfermos. Y sólo el obispo puede conferir de nuevo los poderes sacerdotales en el sacramento del orden. Todo esto va dirigido a la salvación de todo el pueblo santo y, mediante ella, a la gloria de Dios.

Los restantes sacramentos no imprimen ciertamente en el alma un carácter indeleble ; sin embargo, también ellos confieren una santidad especial, una particular capacitación interior y especiales deberes respecto del culto divino.

El sacramento del matrimonio consagra a los esposos para el cumplimiento de su misión : santificarse ellos y santificar a sus hijos mediante su amor mutuo, su paciencia, mediante la solicitud de uno para el otro y la fidelidad en la castidad conyugal; así harán de su familia una "iglesia en pequeño", como decía san Juan Crisóstomo. Todo cuanto se realice en la vida conyugal y en el ámbito de la familia debe ser digna adoración de Dios, Creador y Redentor, y al mismo tiempo testimonio para los demás hombres de que, labrando la mayor intimidad en el amor, se busca ante todo la gloria de Dios.

El sacramento de la unción de los enfermos nos capacita con plenitud de gracia para unir nuestros padecimientos y nuestra definitiva preparación a la muerte con la pasión y el sacrificio de Cristo agonizante. Unidos así con el sacrificio de Cristo, todos nuestros sufrimientos se truecan en oblación de acción de gracias. de alabanza, de expiación y también de impetración por el bien espiritual del prójimo. Este sacramento debe rematar la obra iniciada en el bautismo: dar el golpe de gracia al viejo apetito de egolatría e independencia, a fin de no vivir ya sino para Dios y morir también para Dios : "Si vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos" (Rom 14, 8). El cristiano, ungido con el aceite que da fuerzas y consuelos celestiales, tiene en el sacramento una prenda dichosa de participar eternamente con el cuerpo y el alma en la gloria de Cristo resucitado y de ofrecer en Él al Padre un jubiloso himno de acción de gracias.

El sacramento de la penitencia es un recordarnos insistentemente la urgencia de hacer, de nuestra santificación por los sacramentos que imprimen carácter y por la concelebración del sacrificio de Cristo, una vida de santidad. Quien, como bautizado y confirmado, ha recibido en su alma el carácter celestial del sacerdocio de Cristo y está, sin embargo, alejado de Dios por el pecado grave, vive en una terrible contradicción : por una parte, está marcado indeleblemente para el culto divino en espíritu y verdad; mas, por otra, su pecado le hace idólatra de sí mismo, le convierte en miserable servidor de Satán. Así, no es capaz de ofrecer a Dios un digno homenaje de amor y adoración. Hasta las mismas obras buenas que exteriormente realice mientras vive en ese estado, tendrán bien poco mérito para la vida eterna; les falta el valor interno del verdadero culto de los hijos de Dios.

El pecado es negar a Dios el honor debido. Sólo la confesión de nuestros pecados en el sacramento pondrá de nuevo las cosas en su sitio: por la confesión nos mostramos dispuestos a honrar y glorificar nuevamente a Dios según conviene. En el sacramento de su gran misericordia, Dios nos purifica y acepta nuestra expiación por el pecado, haciéndonos otra vez dignos de ofrecer con la comunidad sacerdotal de su pueblo santo el sacrificio, de recibir el cuerpo del Señor y de ofrecerle toda nuestra vida como himno de alabanza.

Todos los sacramentos vienen a decirnos lo mismo: nuestra salvación radica en la amorosa adoración de Dios. Los sacramentos son fuentes de salud y de gracia : al tiempo que nos santifican, nos confieren una capacidad interior y la obligación de orientar nuestra vida a la gloria de Dios. En la práctica, ambas cosas vienen a ser lo mismo: debemos crecer en la gracia y en el amor de Dios para que nuestro culto sea cada vez más digno; y debemos consagrarnos por completo a la humilde y amorosaadoración de su santidad y a la jubilosa alabanza de su gloria para crecer más y más en su amor. Tanto mayor número de bienes se nos darán por los sacramentos cuanto más los consideremos en relación con la gloria de Dios.


III. EL SACRIFICIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA ES TAMBIÉN NUESTRO

En la crucifixión de Cristo recibió el Padre celestial el mayor homenaje posible; allí fue establecida la alianza eterna del amor entre Dios y la humanidad redimida, entre Cristo y la Iglesia. Nuestro Sumo Sacerdote ha escogido su Iglesia en el sacrificio de la adoración y del amor. Por medio de ella quiere reunir todas las criaturas en la adoración amorosa del Dios trino. En su sacrificio de la cruz y en la santa Iglesia, quiere Cristo fundamentar la comunidad del amor, comunidad activa y cultuante. Como la mejor muestra de ello, ha dejado Cristo a su Iglesia el sacrificio y el sacramento y su presencia amorosa en la eucaristía.

En la santa misa nos hacemos nosotros totalmente una sola cosa con Cristo para adorar al Padre; y no solamente con Él: también todos nosotros formamos juntos una sola cosa, unidos en la comunión del amor. Fruto del sacrificio de Cristo es la "comunión", la unión más íntima con Cristo y con todos los que están en Cristo, unión que nosotros celebramos en forma de banquete sacrificial. Ser uno con Cristo significa adorar con Él a la Trinidad divina, formar una sola y gran familia, amándonos unos a otros.

En la santa eucaristía es más evidente aún que en los otros sacramentos el hecho de la santificación de toda nuestra existencia. Nuestra mayor gloria y dignidad es tener en el cielo un Sumo Sacerdote por medio del cual podemos entregarnos verdaderamente a Dios y presentarle nuestras acciones de gracias, nuestra alabanza, nuestra expiación y nuestras plegarias conformes con su beneplácito. En Cristo, nuestro Redentor y Sumo Sacerdote, han sido destruidas también todas las barreras de los pecados entre nosotros, si es que vivimos realmente en Él.

En el banquete eucarístico, en la santa comunión encontramos a Cristo de una manera totalmente personal. Es como si en el lenguaje manifiesto y perceptible de los sacramentos, como también en la vivencia interior que suscita la presencia del Espíritu Santo, nos dijera: "Todo mi amor de adoración y mi sacrificio hasta la misma muerte, en presencia del Padre vale también para ti. es tuyo."

Pero esto nos lo dice únicamente dentro de la comunidad. Sólo como miembros de la comunidad celebrante, sólo como miembros de la comunidad sacerdotal del pueblo de Dios, encontramos a Cristo de forma plenamente personal. Con Cristo podemos nosotros llamar al Padre celestial con el nombre de Padre. Pero para alabarle debidamente como Padre común tenemos que sumarnos en la unidad del amor.

En el banquete eucarístico experimentamos nosotros lo que al hombre natural le parece incomprensible : nuestra vida se hace tanto más personal cuanto más nos confundimos con la comunidad del pueblo de Dios por medio del amor. Tanto mejor comprenderemos ese nombre de Padre, que damos a Dios, y el nombre con que Dios nos llama, cuanto más estrechamente nos unamos en amorosa adoración.

En el sacrificio y en el sacramento experimentamos el amor de Dios entregándose a nosotros: "De su plenitud todos hemos recibido" (Iah 1, 16). Pero con el don recibimos también la obligación de obrar como Él hizo con nosotros (Ioh 13, 15). Seguir el ejemplo de Cristo en la entrega servicial día tras día a los hermanos, es participar cada vez más digna y fructuosamente en la celebración del sacrificio.

Nuestra común vocación y santificación nos piden que formemos en torno al altar una comunidad que celebre, adore y ensalce; así penetraremos cada vez más en los sentimientos de Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, y glorificaremos con Él al Padre celestial. Solamente cuando rompamos con la división de nuestras clases sociales, de nuestros propios gustos, de nuestros partidos y de nuestras diversas profesiones, y juntos cantemos y recemos y nos unamos por amor en el servicio divino, sólo entonces tributaremos el honor que merece nuestro común Padre riel cielo.

El sacrificio de Cristo, que Él ha dejado a su amadísima Iglesia como testamento y memorial, se hace en el santo sacrificio de la misa sacrificio nuestro. Pero solamente participamos de él en la medida en que estamos preparados a penetrarnos de los sentimientos de Cristo. Pues bien, sabemos que desde el primer instante de la encarnación la vida de Cristo estuvo como flechada hacia la muerte en la cruz : como la suya, toda nuestra vida debe comenzar en el pórtico de aquella oración : "Aquí estoy : vengo a cumplir tu voluntad" (Hebr 10, 9). En todos los momentos de su vida, Cristo no quiso y buscó sino lo que después habría de manifestar bien a las claras en el sacrificio de la cruz : la voluntad y la gloria de su Padre para salvación de los hombres. Igualmente, nuestra vida, centrada en el sacrificio de la misa, debe transformarse en cántico de alabanza, en acto de adoración y servicio. La santa misa es el punto culminante del culto y juntamente, por la gracia, una siempre renovada misión hacia una vida al servicio de Dios y del prójimo.

La resurrección de Cristo es la señal magnífica de que el Padre aceptó complacido su sacrificio. La esperanza cristiana en la propia resurrección, en el eterno alborozo ante el rostro de Dios ya sin velos ni espejos, pide también nuestro sacrificio : una vida consumida por la gloria de Dios. Unidos en la eucaristía con Cristo y penetrados de los sentimientos que le animaron en su sacrificio, ¿cómo podremos dudar de que Dios acepte nuestra vida y nuestra muerte y testimonie algún día esa graciosa aceptación de nuestro sacrificio resucitándonos de entre los muertos?


IV. HUMILDAD Y AMOROSA ADORACIÓN

a) La humildad de Cristo

La celebración de la santa misa y de los sacramentos imprime, con los caracteres de fuego del Espíritu Santo, la ley de la imitación de Cristo en nuestro corazón. "Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús. El cual, subsistiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios; antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres. Apareciendo entre nosotros como hombre, se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Phil 2, 5-8).

El Hijo de Dios renunció a la apariencia exterior de su grandeza y majestad, para hacerse esclavo de todas y de cada una de las criaturas. Él pudo decir con toda verdad de sí mismo: "Yo estoy entre vosotros como un criado" (Lc 22, 27). Y al decir esto tiene plena conciencia de su elevada dignidad: "Vosotros me llamáis Maestro y Señor. Lo soy" (Ioh 13, 13). Hasta su misma deslumbrante aparición como resucitado, como Señor sentado a la diestra del Padre y que ha de volver con gran poder y majestad, dice relación al camino de su humildad, de su sacrificio en la forma de esclavo : "Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre" (Phil 2, 9). .

La dignidad y la gloria del cristiano, miembro del "regio pueblo sacerdotal", está fundada sobre la base de la humildad de Cristo. Por eso se nos ha señalado también a nosotros el camino de la humildad como único camino viable para la adoración de Dios y para nuestra participación en su gloria.

b) "El peso del amor sobreabundante"

Al hombre natural, soberbio, la humildad le parece la actitud de la gentecilla, de los pordioseros. En el misterio de la encarnación, en su muerte de cruz y en su bienaventuranza de los pobres de espíritu, nos puso Cristo al descubierto la verdadera hondura de la humildad cristiana.

Toda humildad, como dice san Agustín, brota del "peso del amor sobreabundante de Dios". Dios se ha humillado tanto en Cristo, porque es riquísimo en amor. La humildad es el camino real, el salto atrevido del amor invencible desde su altura hasta nuestro valle de lágrimas. De aquí se encamina a la cumbre del Gólgota, a las alturas de su amor inmolado, que se entrega a sí mismo sin miedo a perderse.

Una actitud humilde da al hombre sobre todo receptibilidad para el amor y la gracia divina. No podremos recibir el amor y la gracia de Cristo si nuestro corazón no está abierto por la humildad. Dios nos ha hecho inmensamente ricos : la humildad nos concede tomar parte en la donación amorosa que desde toda la eternidad se realiza en el seno de la Trinidad, continúa en el sacrificio de Cristo y de la Iglesia y debe manifestarse en nuestro sacrificio del mundo.

Dios es el amor dándose. La riqueza de su amor está impulsando al Padre desde toda la eternidad a darse totalmente al Hijo. Y Padre e Hijo se entregan mutuamente en el Espíritu Santo. No por falta de amor o felicidad, sino por la riqueza del amor eterno y felicísimo que el Padre y el Hijo celebran en el Espíritu Santo, quiere Dios darse a nosotros, criaturas suyas. Sólo un obstáculo: su santidad y dignidad no le consienten darse al soberbio. La Virgen María, la humilde esclava del Señor, que recibió los dones del amor divino sin medida, canta de este misterio: "Dispersó a los soberbios de corazón. A los orgullosos arrojó del trono y ensalzó a los humildes" (Lc 1, 51s). El Señor lo dice breve, pero enérgicamente : "El que se humilla será ensalzado" (Mt 23, 12).

c) Humildes en dar y recibir

La humildad nos libra de las cadenas del falso amor propio y del narcisismo. Abre nuestra mirada a todo lo grande y valioso. Y, sobre todo, nos prepara para recibir con agradecimiento. Por nosotros mismos no somos ricos en amor. Vivimos solamente del amor que de Dios recibirnos.

Nuestra humildad de criaturas consiste en reconocer ante Dios nuestra indigencia. Como criaturas, todo lo que poseemos, lo hemos recibido de nuestro Creador. Y no digamos nada del plano sobrenatural: somos hijos de Dios por pura gracia divina. Oración de súplica y oración de acción de gracias son, por lo tanto, expresión de la humildad. Según se multiplican los dones del amor de Dios hacia nosotros, debe resultarnos cada vez más fácil, más espontáneo el canto jubiloso a la riqueza de su amor, haciéndolo volver todo a Él por nuestra adoración : "Te damos gracias por tu gran gloria."

Dios, que por su amor se ha bajado hasta nosotros, quiere concedernos la gracia de poder participar en su humildad divina, que no nace de indigencia, sino de la abundancia del amor. El hombre que se sabe rico en amor debe considerar siempre su riqueza como don inmerecido de la gracia, y sentirse doblemente obligado a la humildad, la cual, por obra de la misma gracia, le capacita para darse a sí mismo en puro amor. La humildad verdaderamente grande y desinteresada no puede nacer sino de un gran amor. Solamente es propio del amor el ser pródigo en darse. La humildad es la fuerza que nos hace libres de nosotros mismos para la adoración y el servicio desinteresado de Dios, enriqueciéndonos así inconscientemente más y más en amor.

El humilde alza siempre sus ojos con todo respeto hacia aquel que sabe superior a sí, asemejándose a Él de ese modo cada vez más por su gracia. En cambio, el orgulloso, afanado en ensalzarse a sí mismo, anda siempre buscando, en profundidades cada vez mayores, alguien frente a quien afirmar su propio amor. Y así se va hundiendo siempre más y más en el abismo de su personal pobreza. El orgulloso no puede prescindir de sí mismo ; y aun cuando parece que reza, ayuda o tiene alguna atención por los demás, en el fondo no busca sino realzar con más puntos su propia valía.

El amor es esencialmente donación desinteresada. Obrando el bien, no se busca a sí sobre todo: y entonces, aun sin pretenderlo, ese amor con que se da a los demás le hace crecer a él mismo. Así hemos de entender las palabras del Señor: "El que ama su vida, la perderá; pero quien entrega su vida, la ganará" (Ioh 12, 25). Y el Señor ha afirmado esa verdad no sólo con palabras, sino sobre todo con su propia muerte en la cruz. He ahí la ley interior de la nueva vida. Abrazar esta ley, haciéndonos semejantes a nuestro Sumo Sacerdote, por la adoración y el servicio desinteresado, es ponerse en condición de participar más a manos llenas de la riqueza (le su amor.

d) La dignidad de servir

Toda la fuerza y hermosura de la humildad le vienen del amor. El amor da a la humildad ojos claros para reconocer las buenas prendas del prójimo, aun cuando, viéndonos inferiores, nos sintamos avergonzados. El orgulloso vive siempre angustiado, pendiente de que nadie le haga sombra, nadie le deje atrás. Este ridículo orgullo de la criatura puede llegar hasta ver en la riqueza del amor divino, del que todo lo hemos de recibir, un peligro para su encumbramiento. Cuando en realidad es la engreída afirmación del "no quiero servir" la que priva a la criatura de toda su dignidad.

La humildad es fruto natural del amor que anima la virtud de religión, reina de todas las virtudes. La humildad se goza en ver que todo lo ha recibido de Dios y viendo a otros ricos en amor de Dios. La humildad se vuelca toda en alabanza al servicio del amor. Solamente el amor postrado en humilde adoración ante Dios puede intuir lo largo y lo ancho, lo alto y lo profundo de la humillación divina y la exaltación nuestra hasta Él, que supera todo entendimiento. De aquí surge la fuerza victoriosa al servicio del amor.

A la humildad toda su nobleza le llega del amor. Pues sin amor todo servicio se vuelve miseria y trabajo. Si no vivimos en el amor y no buscamos por la humildad el amor de Dios, hasta el mismo servicio divino resulta simple faena de esclavos, pura obra exterior. Sin amor, se acabó toda la hermosura del servir.

El amor dispone al humilde a recibir con buen ánimo la llamada de Dios aun para lo grande. Sería una forma solapada de orgullo pretender quedarse bien tranquilito en su oscuro rincón, en vez de arrojarse con amorosa confianza en Dios, que puede hacer en sus criaturas y con sus criaturas muy grandes cosas. El humilde está siempre alerta al llamamiento de Dios. Fiel en lo pequeño, no teme, sino que confía en la gracia, cuando Dios le llama a grandes empresas o a un gran sacrificio, cuando le invita a labrar su santidad a punta de lanza. El humilde sabe que es la gracia de Dios lo que le ensalza, y por eso experimenta en lo vivo su propia miseria: "Ha obrado en mí grandes cosas el Poderoso, cuyo nombre es santo" (Le 1, 49).

Pertenecemos al linaje real, formamos parte del pueblo sacerdotal de Dios : estamos llamados a una vida risueña y gloriosa, pero, precisamente por eso, humilde también.

e) Humilde veracidad

La humildad es la verdad. La verdad nos enseña dos cosas : nuestra dignidad cristiana de amigos y adoradores de Dios y nuestra pobreza, tan grande, que a pesar de toda nuestra buena voluntad corremos siempre peligro de mandarlo todo a rodar; la humildad lo primero y, con ella, nuestra grandeza y el amor de adoración a Dios. En este mundo, la humildad de los hijos de Adán no será nunca incuestionable, nunca perfecta. Conocer claramente esta limitación y este peligro es una de las verdades de la humildad. Quien trabaja en ser humilde, conociendo por propia experiencia las muchas tentaciones que tiende al hombre su orgullo, evita reparar sin necesidad en las faltas de otros, para curarse en salud, no poniéndose en peligro.

El humilde reconoce agradecido los dones que Dios le concede y los recibe alegremente como un motivo que le obliga a más y no pensando en "disfrutar" de sus virtudes. Reconocer las cualidades que Dios nos concede para agradecérselas es un acto esencial de la humildad cristiana; pero debe ir siempre ligado con la alegría por los méritos del prójimo. Esa alegría espontánea por las virtudes y éxitos de los demás, alabando por ellos al dador de todos los bienes, inclina al hombre humilde a dar sólo a Dios toda la gloria y a ofrecer al prójimo nuestro respeto y nuestros servicios cuando los necesite.

Esta humilde actitud ante Dios y ante el prójimo va dando paulatinamente al discípulo de Cristo imparcialidad en la estimación de sus propios talentos y cualidades. La humildad es, pues, presupuesto del verdadero amor a sí mismo, que es amor de sí en Dios. Cuando en el cielo nuestra humildad y amoroso culto a Dios coronen su plenitud, sólo tendremos una sola resplandeciente y natural alegría para gozarnos en nuestro bien y en el del prójimo, pues todo lo veremos y gozaremos en Dios inmediatamente.

Humildad es andar (obrar) en verdad. No sería sincero confesarse ante Dios pobre pecador, indigno de la gracia, y no unir a ese reconocimiento la firme voluntad de someterse a Dios en todo y aceptar con pronta decisión todas sus disposiciones. Es un rasgo esencial del amor religioso amar sus voluntades tal y como Él nos las manifiesta. La humildad debe llevarnos a ver hasta en lo difícil y penoso una expresión de la voluntad amorosa de Dios y abrazarlo con amor religiosamente. No sería tampoco sincero presentarse ante Dios deshecho en contriciones, confesándose digno de todo castigo y alabando al misericordiosísimo Dios, que sin merecimiento alguno por parte nuestra nos otorga la inestimable dignidad de su amistad divina, y luego poner el grito en el cielo por la más pequeña desatención de parte del prójimo. Quien sabe recibir en paz un desprecio pensando que Dios nos ha honrado más de lo que merecíamos, comprenderá bien el gran amor del Crucificado, al interceder por sus mismos verdugos.

El humilde renuncia de buen grado a honores que no merece. Si es injuriado, no responde con injurias. No busca lo suyo. No es celoso. No obra desconsideradamente. No se alaba. No se ensoberbece. No es rencoroso; en él todo lo gobierna el amor (cf. 1 Cor 13). Donde está el amor en adoración, este gran regalo de Dios que se baja hasta nosotros, allí reside también la humildad. Y la humildad verdadera anida solamente en un corazón del que ha tomado ya posesión el amor.

La humildad del cristiano es fruto del amor de Cristo, que por nosotros se hizo humildemente obediente, obediente hasta la muerte en el ignominioso madero de la cruz. En el amor que Cristo nos tuvo está la garantía de su humildad: "No hay ningún camino más noble que el del amor —dice san Agustín—, pero nadie camina por él como el humilde."


V. CULTO A DIOS EN LA PRÁCTICA DE LA CARIDAD FRATERNA

Todo lo que hasta aquí hemos venido diciendo sobre la vida cristiana y su ley nueva nos ha mostrado la interdependencia entre la caridad de Dios y del prójimo. Domingo tras domingo experimentamos los hijos de Dios en torno al altar la más alta expresión del culto divino en la comunidad amorosa del cuerpo de Cristo, en la comunión de los hijos de Dios.

Sin embargo, explicaremos todavía más detenidamente un aspecto original de esta verdad: el amor cristiano al prójimo, la caridad operante en la vida, en el noviazgo, en el estado matrimonial, en la amistad, en la profesión y, hablando en general, en el trabajo apostólico de todos los cristianos por un mundo más cristiano posee, en su profunda entraña, un sentido cultual.

Una forma particularísima de procurar la gloria de Dios es trabajar por la unidad y concordia entre los cristianos. De ese modo, hacemos realidad el misterio del amor que celebramos en el banquete eucarístico y en los demás sacramentos : el misterio del amor del Dios trino, revelado por Cristo y en el que podemos participar por la gracia. En su oración sacerdotal antes de ofrecerse a la muerte de cruz, oró Cristo por su Iglesia, representada en el colegio apostólico : "Pero no ruego sólo por ellos, sino por cuantos han de creer en mí por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, para que también ellos sean una sola cosa en nosotros y el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad y conozca el mundo que tú me enviaste y los amaste a ellos como me has amado a mí" (Ioh 17, 20-23).

La dignidad sacerdotal y la santidad del pueblo de Dios es participación en el amor del Dios uno y trino. Para que el mundo crea el misterio de la redención y del amor de Dios, y por ese camino sea Dios glorificado en el mundo, no podemos limitarnos al espectáculo de unidad que puedan ofrecer nuestras celebraciones litúrgicas. Tenemos que salir a la vida y hacer de nuestra cohesión y colaboración un testimonio contundente de la unidad y comunidad creadas en nosotros por la gracia; tenemos que presentarnos en bloque unánime todos los amadores de Dios.

La división de la cristiandad es una herida extremadamente dolorosa en el cuerpo de Cristo, una merma lamentable de la gloria de Dios. No solamente los pastores de la Iglesia, sino también cada cristiano en particular, debe dolerse de este gran escándalo, que tanto prestigio resta al testimonio en los países de misión y que dificulta extraordinariamente la conversión de los infieles. Debemos hacer todo lo que esté de nuestra parte para disminuir este escándalo y aun para que desaparezca por completo. La unidad de la Iglesia debe ser para todo cristiano una de las grandes intenciones de su oración. Además, cada uno puede en su lugar hacer algo por la unidad de la cristiandad: podemos hacer habitable nuestra casa paterna, la Iglesia verdadera, a los cristianos disidentes, por medio de una mayor caridad entre nosotros, por medio de una celebración más digna de la liturgia, por medio de una campaña inexorable contra todo formalismo y mecanismo escandaloso en nuestros ejercicios de piedad. Así como en cuestiones de fe no podemos ceder ni un ápice, ni una jota, en lo que mira a la caridad y amor mutuo debemos ofrecer aun a los no católicos el único testimonio valedero, el que Cristo espera de nosotros: "En esto conocerán que sois mis discípulos: si os amáis unos a otros" (Ioh 13, 35).

Tiene también su importancia no aferrarse de manera perentoria a elementos de distinción fundados, más que en razones dogmáticas, en motivos cambiantes de orden puramente histórico. Esto supone conocer a fondo la fe; pues la ignorancia lleva en ocasiones a los católicos a exigir de los miembros de otras confesiones un asentimiento de fe sobre cosas que no tienen su fundamento en la revelación.

La siguiente anécdota servirá para esclarecer mi intención : Con motivo de la bendición de un matrimonio mixto entre un católico y una joven perteneciente al grupo de los "viejos católicos", me decía ésta: "Ya haría tiempo que podría ser yo católica, si no se me exigiera creer como de fe que la misa latina es la única auténtica." Yo le respondí : "i Vaya ! No me tenga por mal católico, pero yo soy de su misma opinión; creo que la liturgia en latín no es la más apropiada para gentes que desconocen del todo ese idioma; y me consta que altos y relevantes dignatarios de la Iglesia son de idéntica opinión." Posteriormente esa buena mujer se hizo católica, y por cierto con alegre corazón, a pesar de sus reservas frente a algunas exterioridades y formas mudables, que no compartía, del ambiente piadoso a su alrededor.


VI. FORMAS DEL CULTO DIVINO

Como vimos, la adoración religiosa es una dimensión formal de la persona humana. El cristiano busca hacer realidad en su existencia esta su inclinación constitutivamente natural, su vocación sobrenatural a la "adoración en espíritu y en verdad" (cf. Ioh 4, 23s). Como presupuesto para ello, hay que señalar una piedad que tiende a expresarse ante todo en la oración (a), en el voto (b) y, en determinadas circunstancias, en el juramento (c).

a) La oración

La oración es un diálogo con Dios, comunión en el amor y en la palabra, expresión de nuestra unión con Cristo y señal de que Dios nos acepta por hijos. La oración se hace en nombre cíe Cristo y en el amor del Espíritu Santo; es glorificación del nombre de Dios Padre y del nombre de nuestro Redentor, Jesucristo. Por la oración ponemos en Dios toda nuestra confianza, dispuestos a entregarnos por completo a aquel de quien todo lo recibimos.

1) Comunidad en el amor y la palabra

Dios nos ha llamado por nuestro nombre. Ha grabado en nuestra alma la magnificencia de su gracia y el sello de su santidad. Él mismo vive en nosotros. Por medio de la gracia, somos miembros vivos del cuerpo de Cristo y partícipes de la naturaleza divina. Hemos sido introducidos en la bienaventurada comunidad de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Cristo nos ha aclarado esto con unas palabras que ningún espíritu humano se hubiera atrevido jamás a imaginar: "El que me ama a mí, será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él... y vendremos a él yen él haremos morada" (Ioh 14, 21, 23).

La expresión, en cierto modo natural, de esta comunidad íntima y personal con Dios y en Dios es la oración. Toda comunidad personal, existencial ha de expresarse necesariamente en palabra y amor. La misma comunidad trinitaria de amor en Dios es también comunidad en palabra y amor. Que nosotros podemos tomar parte en ella, se muestra precisamente en la posibilidad de la oración cristiana, comunión por la palabra y el amor.

Dios nos habla. Y abre nuestro oído para que, como discípulos e hijos suyos, le prestemos atención. Su obra de gracia es palabra llena de amor que se inscribe en nuestra vida. Y Él mismo nos presta el lenguaje para que podamos responderle rectamente: "Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: Abba!, ¡ Padre ! " (Gal 4, 6).

Con la ayuda de la gracia adquirimos en la oración conciencia de lo que significa ser hijos de Dios. En ella contestamos a todas las pruebas de su amor con nuestra más cordial respuesta, expresión de nuestro amor y agradecimiento. Decimos : "¡Padre nuestro!", y en esas palabras queremos implicar el deseo purísimo de Cristo cuando exclamaba: "¡Padre, glorifica tu nombre!" (Ioh 12, 28). Porque en ese nombre está dicho todo, todas las muestras de amor que el Padre nos ha dado en Jesucristo. Más aún, en ese nombre va implícita su santidad y grandeza sin fin que Cristo nos descubrió, sobre todo, muriendo en la cruz. Por eso, el divino Maestro nos manda añadir "que estás en los cielos". Dios es el absolutamente otro, el Excelso ante el cual los serafines tiemblan con respetuoso temor, enamorados en abrasadora llama. Cuando el Maestro les enseñaba esta oración, los apóstoles pudieron muy bien recordar el dicho del predicador del Antiguo Testamento : "No se precipite tu corazón a proferir palabras ante Dios, pues Dios está en los cielos y tú sobre la tierra" (Eccl 5, 1).

Al recitar en la santa misa el padrenuestro, que viene a ser como la bendición de la mesa eucarística, lo hacemos confiados porque es lo que Cristo nos enseñó y mandó. Esas palabras: "Padre nuestro que estás en los cielos", expresan la unidad de nuestro amor exultante y de nuestra humilde adoración. Y afirmar reverentemente que Dios está en los cielos no resta nada a ese otro grito alegre y confiado: "Abba!, ¡Padre!" Cuando mayor sea nuestro respeto ante la santidad de Dios, tanto mayor será nuestra alegría, sabiéndole a Él nuestro Padre y a nosotros sus hijos. Reverencia y confianza, adoración y amor se compenetran íntimamente, hacen nuestra oración aceptable ante Dios y nos proporcionan un gusto anticipado del paraíso.

La oración debe ser diálogo cordial de un amor humilde y alegre, expresión de comunión por la palabra y el amor. Por eso no debe en ningún caso petrificarse en una oración formulista. Cristo nos ha enseñado el padrenuestro como la más perfecta expresión de nuestra comunidad con Dios. En él nos ha enseñado los grandes temas de nuestra conversación con Él, y al mismo tiempo nos ha dado una fórmula para la oración común. Pero lo que ante todo pretendía Cristo no era enseñarnos una forma fija de oración, sino darnos una muestra de cómo y sobre qué debemos hablar nosotros con Dios. Si el Señor hubiera pretendido en primer término darnos una fórmula estereotipada, el Espíritu Santo no habría consentido que los dos evangelistas que nos transcriben el padrenuestro nos lo entregaran semejante ciertamente en cuanto al sentido, pero con formulación diferente (cf. Mt 6, 9ss, con Le 11, 2ss).

Está bien que empleemos oraciones fijas, ya hechas de antemano (fórmulas de oración) para el rezo común, tan necesario e importante en el culto divino y en la oración familiar; que empleemos las oraciones sublimes que Cristo y la Iglesia nos enseñan y las oraciones de los grandes santos para aprender en ellas cómo debemos rezar. Pero de ninguna manera puede nuestra oración personal quedarse en puras fórmulas. Hasta el mismo rezo común, para que sea verdaderamente vital y valioso, exige que interiormente cada uno deje rezar a su corazón.

La oración recitada sin espíritu y sin inteligencia no es oración. Las fórmulas de rezo o bien deben recoger lo que ya está vivo en nuestro corazón : sentimientos de adoración, alabanza, acción de gracias y súplica, o bien servirnos de estímulo para el encuentro personal con Dios. Y esto hay que aprenderlo y practicarlo ya desde la juventud.

Por desgracia, hasta en los conventos podemos encontrar cristianos cuya vida de oración degenera en un puro cumplir o despachar unas cuantas fórmulas piadosas. Si una joven, deseosa de ingresar en un monasterio —por definición, la vida religiosa es llamamiento particular a la comunión de plegaria y de amor—, va a dar con una comunidad de religiosas que reza diariamente tres rosarios en latín o todo el oficio divino igualmente en latín, sin entender palabra, que no se desanime ni crea que hay motivo para dudar de su vocación religiosa. Bien poco le costará encontrar en alguna otra parte un convento con formas de oración más convenientes.

El Señor nos lo ha advertido bien claramente : "Al rezar, no parloteéis como los gentiles" (Mt 6, 7). Los hombres supersticiosos ensartan cantidad de palabras, pues confían en la fuerza mágica de determinadas fórmulas. Quieren hacer violencia a sus dioses con fórmulas repetidas una y mil veces maquinalmente.

Una repugnante caricatura de la verdadera oración, de la "adoración en espíritu y en verdad" (Ioh 4, 23s) es la magia; así como la superstición es la caricatura de la virtud de la fe. El hombre verdaderamente creyente —y, al menos por su disposición interior, los hallamos también entre los paganos— respeta lo que Dios le ha revelado de sí. Escucha a Dios con humildad y con apertura de corazón. El hombre supersticioso, por el contrario, recurre a medios desproporcionados y con frecuencia ridículos, pretendiendo examinar el futuro y conocer cosas secretas.

Supersticiones ampliamente extendidas son la astrología (horoscopia) y la cartomancia. Una superstición popular, proveniente de los paganos y conservada hasta nuestros días, se fija en determinados signos de buen o mal agüero para dirigir conforme a ellos sus pasos; igual, aunque en sentido contrario, que el creyente dirige su vida conforme a la palabra de Dios. El hombre supersticioso pretende forzar o apaciguar con fórmulas o prácticas los sombríos poderes del "destino". No vive su vida como respuesta confiada al Dios que se ha manifestado personalmente, sino que se deja dominar por el pánico ante trasgos y visiones.

El puro estilo de nuestra oración debe distinguirnos a los cristianos de todo género de nuevo o viejo paganismo. Una oración auténtica y personal es el mejor apoyo para no hundirse en la superstición, en las simplezas de la magia, en las brujerías y en un maniático temor al demonio. En el extremo más opuesto a la oración están la maldición y el intento impío de entablar trato directo con el demonio.

Todo cristiano, al rezar, debe afirmar en su corazón el propósito firme de combatir todo ese género de groseras supersticiones que hoy vuelven a propagarse entre la gente. Es un punto que debe figurar también en nuestro plan de combate por un mundo más cristiano, así como en nuestras oraciones por la venida del reino de Dios.

2) Alabanza del nombre de Dios

Nosotros oramos "en el nombre de Jesús". En este nombre nos ha revelado el Padre su amor plenamente personal. En ningún otro nombre podemos esperar la salvación.

La manifestación del nombre de Jesús corresponde a la manifestación del nombre del Padre por Jesús. Solamente unidos a Jesús nos atrevemos a llamar Padre nuestro al Dios santísimo que está en los cielos. En el nombre de Jesús hablamos nosotros con toda confianza al Padre; pues sabemos que nuestra oración, cuando va unida con Él, traspasa los cielos y es agradable al Padre. "El Señor infunde gran esperanza a los suyos que confían en Él, al decirles : «Me voy al Padre, y todo lo que pidáis en mi nombre yo os lo daré»" (San Agustín a Ioh 14, 10).

Todo lo que pidamos al Padre en nombre de Jesús se nos concederá (Ioh 16, 23). Orar en nombre de Jesús significa vivir espiritualmente unidos con Él por la gracia, poner en Él toda la confianza y pedir solamente lo que sea conforme' con la voluntad amorosa de Cristo. Oramos en nombre de Jesús no solamente cuando recitamos sus mismas palabras repitiendo el padrenuestro. Oramos también en su nombre siempre que oramos en su espíritu y nos dejamos guiar por el gran maestro de la oración, el Espíritu Santo. "El Padre reconocerá en nuestra oración las palabras de su Hijo", como dice san Cipriano de Cartago.

No sólo nuestra boca : todo nuestro ser debe testimoniar que "oramos en nombre de Jesús". El Hijo de Dios es el Verbo, o Palabra eterna, en el cual ha depositado el Padre todo el espíritu de su amor y que en su respuesta se devuelve totalmente al Padre. El sacrificio y la oración de Jesús : "Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42), "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46), son el eco de la respuesta eterna de amor que da la Palabra al Padre. En su amorosa obediencia al Padre, nos indica Jesús, para nuestra salvación, su verdadera esencia, su verdadero nombre: no podremos santificar verdaderamente el nombre de Jesús y el nombre de Dios Padre si no rezamos a un mismo tiempo con el corazón, con la boca y con las obras : "Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo."

Pero, siendo pecadores, no daremos a Dios gloria en verdad si no le pedimos una y otra vez, humilde y confiadamente : "Perdónanos nuestras deudas así corno nosotros perdonamos a nuestros deudores." Tanto nuestra contrición y confianza en la infinita misericordia de Dios como la prontitud en perdonarnos unos a otros, son una confesión sumamente agradable a Dios de nuestra fe en su santo nombre y en el de nuestro Señor Jesucristo.

La más aguda contradicción de la alabanza del nombre de Dios es la blasfemia, que es decir palabras injuriosas contra el nombre de Dios: sea directamente porque se profieren con mala intención, sea por el mismo significado de las palabras que se emplean. Cometida a ciencia y conciencia. es uno de los pecados más graves. A la oración se opone también el uso del santo nombre de Dios en vano, es decir, en circunstancias o estados de ánimo que nada tienen que ver con la piedad. Peor todavía si se toma el nombre de Dios u otros nombres santos para expresar sentimientos de ira, impaciencia, odio y otros por el estilo que en sí considerados son pecaminosos. Quien tiene la desgracia de haber contraído tan mal hábito de soltarse en imprecaciones, debe luchar contra él seriamente y en todo momento. Si no, se expone al peligro de resbalar hacia el hábito peor de la blasfemia. Además, si no lucha contra ese defecto, no podrá ser verdadero orante; pues ¿cómo va a rezar la petición "santificado sea tu nombre"? Los miembros de la familia, que rezan juntos, no han de omitir ayudarse mutuamente, cuando se ofrece la ocasión, a vencer tan mala costumbre.

3) Rezar en la comunidad de los santos

La oración nos descubrirá las relaciones de mutua pertenencia que nos unen a los demás hombres. Decimos "Padre nuestro". Y es que, en realidad, somos una familia de hijos de Dios y de orantes. Sólo cuando nos amemos mutuamente como hermanos podremos dirigirnos en verdad a nuestro común Padre del cielo. Por eso nos advierte el Señor que no ofrezcamos nuestro don sobre el altar antes de habernos reconciliado con el hermano que tiene queja de nosotros (Mt 5, 23s).

La comunidad de salvación se expresa en el rezo en dos direcciones distintas : en la súplica amorosa y confiada a los santos de la gloria y en la plegaria compasiva por los pecadores. Ambas son expresión de nuestra conciencia de creyentes en el imperio universal de Dios, cuando pedimos : "Venga a nosotros tu reino."

En la oración nos dirigimos también a los santos del cielo y, sobre todo, a la Madre del Señor. Este diálogo y la súplica de su intercesión es un modo de contribuir a la gloria de nuestro Padre común, y un canto de alabanza al reino de Dios en Cristo Jesús. Nuestra conversación con los santos es expresión de lo que confesarnos en el símbolo de la fe : "Creo en la comunión de los santos." La comunión personal se verifica en cauces de palabra y amor. En Cristo fundamos nuestra comunión con los que ya gozan de su gloria.

Igualmente, la oración por las pobres ánimas del purgatorio brota de la comunión de los santos y pone de manifiesto las relaciones de intimidad amorosa con nuestros difuntos. Así como los santos del cielo apoyan nuestras plegarias cuando los invocamos, así, por nuestra parte, debemos acudir en ayuda de nuestros hermanos y hermanas del purgatorio. Es una saludable obra la oración por las almas de los difuntos (2 Mac 12, 44s) ; pero, evidentemente, necesitan con más urgencia todavía nuestras plegarias quienes aún luchan en esta vida. Su especial necesidad convierte a los pobres pecadores en "prójimos" superlativos.

4) Rezar en la debilidad de la carne

Ese proverbio de que "El maestro no nace, sino que se hace", contiene una grandísima verdad respecto de nuestra vida divina. La oración se aprende rezando. Es pedir peras al olmo pretender que nuestra oración sea siempre obra acabada : pleno recogimiento, expresión purísima de santa veneración y gozosa alegría. Claro que a eso hemos de tender; pero no lo conseguiremos sino poco a poco, paso a paso, avanzando siempre, pero sin conseguir del todo la meta soñada.

El progreso en la vida de oración va estrechamente unido con el crecimiento de la fe, de la esperanza, de la caridad y de las virtudes morales. Si correspondemos fielmente en nuestra vida a la gracia que recibimos en la oración, Dios no dejará de darnos mayores gracias de oración. Y, viceversa : cuanto más íntima, humilde y encarecidamente recemos, tanto más cambiará y mejorará nuestra vida.

No debemos desanimarnos por la sequedad y las múltiples distracciones que a veces nos atormentan durante la oración. Sin duda en ciertas circunstancias pueden dar pie a un serio examen de conciencia. Tal vez la raíz de nuestras malas oraciones está en que nuestro corazón vive excesivamente apegado y pendiente de lo terreno. "Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón" (Mt 6, 21). Nuestros pensamientos, por necesidad, volarán allí donde esté pendiente nuestro corazón. Ahora, las distracciones pegajosas pueden ser también mero síntoma de cansancio. En tal caso, nuestras armas mejores serán mucha calma y mucha paciencia. Y cuando en alguna temporada nos resulte imposible ocuparnos en largas preces de devoción, cambiémoslas por breves y repetidas jaculatorias, poniendo ante Dios nuestra alma (cf. p. 167s).

No raras veces la causa de las distracciones está en no decidirnos a adoptar el modo de oración más adecuado al estado presente del desarrollo espiritual. Hay períodos en los cuales uno debe ceñirse preferentemente a la oración vocal. Y hay, en cambio, tiempos en los cuales el alma quiere descansar en un único y jubiloso "sí, Padre", o quiere expansionarse en un diálogo vital, pletórico de sentimientos de alegría, amor, humildad y fervor espiritual ante Dios. En tal caso, sería un error sentirse irremisiblemente esclavizado por una retahíla de preces vocales que tal vez uno mismo se impuso en el exceso de fervor, cuando efectivamente podría haber sido la forma apropiada de oración.

Toda nuestra vida debiera ser una incansable oración, una conversación ininterrumpida con Dios, pues todo debemos presentarlo ante Él, adorando, alabando, dándole gracias e implorando su ayuda. Sin embargo, por la debilidad de la carne, debemos fijarnos inflexiblemente tiempos determinados para orar. Sin que baste la celebración dominical del servicio divino, que ciertamente es el centro y el punto cumbre de nuestra oración. Si querernos hacer eficazmente de nuestra vida una oración, una respuesta al llamamiento de la gracia de Dios, necesitamos además dedicar a la oración varios momentos concretos del día.

La 'oración de la mañana y de la noche, la bendición de la mesa, son preces que responden al uso cristiano universal, aunque no estén prescritas por mandato expreso. La oración de la mañana y la de la noche son expresión natural de un hijo cariñoso y bien educado para con Dios, su Padre. Pero no se quebranta ningún precepto, ni se falta al respeto divino, ni al amor debido a Dios, si no se dicen por la mañana y por la noche oraciones determinadas y de una longitud también determinada. ¿No son también oraciones ese alegre recuerdo con que nos abrimos al nuevo día: "Dios está en mí con su amor", o bien la respuesta cordial a su amor: "Dios mío, todo por ti" ? Luego, que no termine el día sin pedir a Dios perdón de todas las faltas, arrepentidos de corazón, ni sin darle gracias por los beneficios del día.

A la larga, uno mismo sentirá que este diálogo espontáneo y cordial con Dios no puede subsistir si no se reserva cada día un rato determinado a orar. Eso sí: que cada uno escoja el que mejor le venga.

La bendición de la mesa es expresión de la santa comunidad familiar. Sobre todo, después de haber celebrado en el banquete eucarístico los santos misterios, viviendo la comunidad del amor, ese momento de toda la familia sentada a la mesa debe convertirse en expresión de santa comunidad. Familia que ni por la oración antes de comer ni por algún otro rezo de todos sus miembros en común santifique su comunidad, no podrá menos de ofrecer en el resto un aspecto profano, puramente civil; carecerá de la cohesión y firmeza características de la familia religiosa.

b) El voto

Por definición, el voto guarda estrecha relación con el sacrificio. En el voto presenta el fiel a Dios una ofrenda, como expresión de gratitud, de alabanza y como símbolo de la entrega de sí mismo para gloria de Dios. El voto es una promesa santa e inviolable para alabanza de Dios.

Los tres votos más importantes en la vida cristiana son el voto (promesa) bautismal, el voto matrimonial y los votos religiosos.

El voto del neófito es más que una simple promesa de obligarse a cumplir una acción de tantas. En el bautismo nos hacemos propiedad del Dios santo. Somos bautizados con el Espíritu Santo y consagrados a una vida de culto divino. El neófito, por su parte, responde a la acción santa de Dios con su voto, con las promesas del bautismo. Se ofrece gustoso a ser totalmente de Dios; quiere expresar exteriormente en su vida lo que Dios imprimió en su alma. Por eso nuestra vida es más que un simple cumplimiento de un precepto. No es vivir bajo una ley. Es vida en Cristo para alabanza de Dios. Toda ella debe volverse expresión de prontitud para el sacrificio, de entrega de sí mismo a Dios.

Todo esto va incluido en las promesas del bautismo. La renovación y confirmación de esas promesas en la primera comunión y en la liturgia de la vigilia pascual es un acto sublime de culto. Cada renovación aumenta nuestra conciencia de pueblo santo, propiedad de Dios, reino de sacerdotes. Todos los demás votos no son en cierto modo sino un desarrollo del voto fundamental contenido en las promesas bautismales.

Es posible que el hombre de visual simplemente terrena no vea en el matrimonio sino un contrato entre dos personas y una institución reconocida y apoyada por la sociedad. Y es cierto : el matrimonio es contrato, con todos los deberes de justicia conmutativa que de él se originan. Pero es infinitamente más. Es una institución sagrada y divina, obra del Creador y Redentor. Es una consagración de los esposos para una alta misión de la gloria de Dios. Es una unión mutua en Dios por virtud de la gracia. Los esposos que ante Dios y la Iglesia se dan el sí de amor fiel, son uno para otro instrumentos vivos y sacerdotales de la obra de la gracia y del amor divinos. Amor mutuo, fidelidad, paciencia y solicitud deben conducirlos a profundizar más y más en la amorosa adoración de Dios. Su sí es una promesa de fidelidad con carácter sacramental: en ella se entregan a Dios juntamente para el servicio conyugal y le prometen la santificación de su vida de familia.

Con razón denominaban nuestros mayores, cristianos, a la entrega mutua de los cónyuges ante el altar, "voto matrimonial". La violación de la castidad y de la fidelidad matrimonial es por eso más que una desobediencia, más que la infracción de un contrato cualquiera, más que una simple violación de la justicia social. Es una falta de lealtad a Dios, es negarse impíamente a glorificar a Dios por medio del amor santo y de la castidad. Por el contrario, castidad matrimonial, amor verdadero y fidelidad mutua son elevado y santo servicio "sacerdotal", cumplimiento de un voto y signo de santidad.

La conciencia cristiana reserva a los votos religiosos un lugar preeminente, de antonomasia. Orientan al hombre a una vida de santidad. Los llamados se consagran por los votos a Dios para un servicio santo en castidad célibe y virginal, en pobreza y obediencia. La práctica de estos votos pone en las manos del Señor los bienes y derechos más preciosos y fuertemente vitales que el hombre posee; de ahí que tales votos sean la expresión más acabada de la entrega total a Dios, verdadero núcleo de todo voto y raíz de su unión con el sacrificio de Cristo.

El voto se distingue del simple propósito o simple promesa por ser un acto plenamente consciente, resuelto y expreso de culto divino. Objeto de voto puede ser solamente una obra agradable a Dios y verdaderamente buena y adaptada al interesado. El voto implica siempre tendencia a lo más perfecto. Por eso quien hubiera hecho un voto que fuese claramente contra la virtud cristiana de la prudencia no estaría obligado a cumplirlo. En un voto privado puede uno mismo sin más desobligarse, pero es evidente que el cumplimiento de lo prometido contribuirá al verdadero progreso espiritual. En caso de duda se debe pedir al confesor la dispensa o conmutación de tal voto en otro más conveniente.

Tratándose de votos públicos, se puede pedir la dispensa a la autoridad eclesiástica competente, si después de un examen leal se cree que los votos emitidos no responden a la voluntad de Dios. Para el voto (promesa) bautismal, que es la expresión esencial de la santificación obrada por el mismo Dios, no hay dispensa; y el voto del matrimonio (en caso de matrimonio válido) exige fidelidad hasta que la muerte rompa el vínculo.

No se deben hacer votos a la ligera. Así como en el bautismo y al contraer matrimonio se exige conocer las proporciones de lo que se recibe y promete, de la misma manera debe el cristiano, antes de emitir ningún voto, darse cuenta del alcance de su promesa y obligación, para que así su ofrenda sea realmente agradable a Dios.

e) El juramento

Juramento es la invocación solemne de Dios para testimonio y garantía de nuestra veracidad y fidelidad. Formulado "con veracidad, derecho y juicio" (Ier 4, 2), es una forma genuina de honrar el nombre de Dios, un acto de culto a su verdad y fidelidad. En el juramento, el hombre pretende avalar su verdad y fidelidad, empeñando en cierto modo el propio nombre de Dios, suma de toda verdad y fidelidad; es como un recuerdo al modo de proceder divino : Dios mismo confirmaba frecuentemente con su nombre sus solemnes promesas y amenazas.

El juramento asertorio (testimonial) llama a Dios por testigo de que se conoce y quiere decir la verdad. En el promisorio se pone de algún modo a Dios como garante de la obligación contraída. La declaración jurada, hoy tan frecuente en la vida civil, no pasa de ser un sustituto profano del juramento. No es juramento, porque no es acto expreso de culto. Sin embargo, es una confirmación enérgica y un seguro de veracidad que pesa bastante ante los hombres.

El perjurio (que comprende también la afirmación falsa con juramento, hecha con negligencia grave) y el incumplimiento de lo jurado entran en los pecados más graves contra la virtud de religión. Jurar por ligereza se computa, por lo común, en atención a la debilidad humana, sólo pecado venial, si en ello no hay ningún peligro de perjurio. Por el contrario, un juramento en sí verdadero, pero con mal fin, por ejemplo, para difamar a otro, es pecado grave. De la misma manera, el juramento promisorio, a sabiendas, de algo en sí malo, es pecado grave, además de ser evidentemente nulo. Nunca puede un juramento, ni tampoco la jura de la bandera, obligar a una cosa que vaya contra la conciencia.

Siempre que un cristiano da su palabra, pero muy especialmente en el testimonio solemne de un juramento religioso, su absoluta honradez y fidelidad deben quedar fuera de toda duda. "Sea vuestra palabra: sí, sí; no, no" (Mt 5, 37). Estamos unidos con Cristo, que es la misma verdad; hemos sido llamados a ser testigos de la verdad eterna : luego toda palabra de nuestros labios debe pesar como un juramento sagrado y ser así ante los hombres una glorificación de la veracidad y fidelidad divinas. No deja de ser una desgracia que aun entre los cristianos sea preciso corroborar una afirmación con el juramento (Mt 5, 33-37).

Sin embargo, en determinadas circunstancias, aun dentro de la nueva ley, el juramento está permitido y es bueno. El Señor mismo lo demostró cuando, interrogado por el sumo sacerdote con una solemnidad propia del juramento, hizo solemne confesión de su divinidad (Mt 26, 63s). La epístola a los Hebreos compara el juramento de los hombres, "que pone fin a toda controversia", con los juramentos, esto es, solemnes aseveraciones de Dios (Hebr 6, 13-17). Si queremos honrar con nuestro juramento al Padre eterno, que ha jurado a su Hijo: "Tú eres sacerdote para siempre" (Ps 109, 4), y a nuestro Sumo Sacerdote, que confirmó el testimonio de su filiación divina con el juramento ante Caifás y luego con su sangre, nuestro juramento no se convertirá en cosa de cada día; tendremos cuidado de jurar únicamente cuando testimonio tan solemne pueda ser de verdad grato a Dios.


VII. SANTIFICACIÓN DEL DOMINGO Y DEL TRABAJO

En la eterna ciudad de Dios, hacia la cual peregrinamos, ya no será necesario templo o casa de Dios, pues "el Señor, Dios todopoderoso, con el Cordero, es su templo" (Apoc 21, 22). "El trono de Dios y del Cordero está en ella, y sus siervos le adorarán. Allí no habrá ya noche, ni hará falta la luz de las antorchas, ni el brillo del sol. El Señor Dios será su luz, y reinarán por los siglos de los siglos" (Apoc 22, 3-5).

Ya desde ahora toda nuestra vida, tanto la privada como la pública, debe ser perdurable adoración a Dios. Pero pasa que ni nosotros ni el mundo estamos ya glorificados: en el mundo hay mucha profanidad, mucho pecado, muchas cosas que se oponen a la gloria de Dios. Por eso nuestra necesidad de poner en medio de nuestras ciudades y pueblos la casa de Dios, a lo largo de nuestro día laboral nuestros tiempos de oración y, sobre todo, al comienzo de cada nueva semana de trabajo un día santo, el día del Señor. En él celebramos la resurrección de Cristo y el día de nuestro bautismo como preludio de la vida eterna. De la celebración de este día depende decisivamente el que nuestro trabajo y nuestra vida profesional se transformen o no en alabanza digna de Dios, unida con el sacrificio de Cristo.

Originalmente, el trabajo estaba destinado a ser honroso servicio ante Dios. "Tomó, pues, Yahvé Dios al hombre y lo trasladó al jardín del Edén para que lo cultivase y guardase" (Gen 2, 15). En este trabajo, en el "dominio sobre la tierra", debía resplandecer la imagen divina del hombre (Gen 1, 26).

Por medio del trabajo creador debe el hombre imprimir a la tierra, posesión de Dios, su propio sello, el sello de la imagen divina. Por medio del trabajo debe adquirirse un título justo de posesión. En el trabajo debe probar efectivamente la virtualidad de su amor a los suyos. En el trabajo debe desplegar sus fuerzas espirituales y morales. Y para que, en medio de todo eso, no olvidara su dignidad y destino superiores, Dios le puso un freno, dándole el precepto de descansar el séptimo día para gloria de su Señor.

Este día de descanso es como un alzar la mirada hacia el día del eterno descanso de Dios, que no conoce ni noche ni mañana (cf. Gen 2, 2s). Para los cristianos, el domingo es un alegre levantar los ojos a la participación futura en la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, el cual, tras la gloriosa pero dura tarea de nuestra redención, descansa en la majestad de su Padre y consuma la perfección de toda su obra.

Aun después del pecado, conserva el trabajo toda su dignidad. Sólo que ahora lleva ya expresamente el carácter de carga: "Con fatiga comerás todos los días de tu vida. Comerás el pan con el sudor de tu frente" (Gen 3, 17s). Todo hombre es llamado al trabajo, para ganar con él su pan y servir de algo a la sociedad. "¡El que no trabaja, que no coma ! " (2 Thes 3, 10). Lo penoso del trabajo puede ser integrado en la obra redentora de Cristo, aceptado como penitencia y expiación.

Pero Dios no quiere vernos oprimidos por el trabajo. En medio del trabajo y de la carga de esta vida terrena, el día santo de descanso busca ser una prueba de la bondad de Dios, que no quiere probarnos y exigirnos más de lo que permiten nuestras fuerzas. Concediendo el bondadoso Dios a todos, y entre todos con atención particular al más débil socialmente (cf. Ex 23, 12 ; Deut 5, 14), un día por lo menos a la semana de reposo y espacio para alegrarse en Él y honrarle con el culto, nos da en ello una prenda de la fiesta futura en la Jerusalén celestial.

Desde la caída original lleva el trabajo, no ciertamente de por sí, sino por causa del egoísmo y la ambición humana, el peligro de convertirse en maldición para el hombre (cf. Gen 3, 17s). En realidad, tomando Cristo sobre sí el peso de la cruz que era el peso de la expiación por nuestros pecados, ha borrado de la tierra, y también del mundo del trabajo, todo rastro de maldición. Sin embargo, quien rehúsa dejar el trabajo un día a la semana (el domingo y las fiestas de precepto) para celebrar el sacrificio y la resurrección de Cristo, se empeña en seguir viviendo irredento, y el trabajo se hace para él dos veces maldición: "Pues, ¿de qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si sufre detrimento su alma?" (Mt 16, 26).

La parábola del rico cosechero de trigo, para el que nunca eran bastante grandes sus graneros (Le 12, 15ss), nos muestra la inutilidad y maldición definitiva del trabajo, cuando se erige en fin último del hombre. En medio de sus infructuosos afanes le sobrecoge la muerte, que, a pesar de sus graneros rebosantes, le encuentra con las manos vacías.

El domingo santificado, la celebración del sacrificio de Cristo, opera un cambio redondo en la maldición: coloca la carga del trabajo bajo la ley del seguimiento de Cristo, la ley del amor, que satisface toda justicia. Una cristiandad que comprende el sentido de la celebración del día del Señor en el amor común del Crucificado y del Resucitado y en la esperanza común de la vida eterna, tiene que estar por lo mismo preparada para entregarse con sus mejores fuerzas a hacer realidad viviente en el mundo del trabajo y de la profesión la ley divina de la caridad y justicia social. La celebración del domingo nos encarga la tarea apremiante de informar cada día del espíritu en que juntos celebramos el día del Señor, el día del amor victorioso de Cristo.

El domingo no es ante todo una ley que se nos impone de fuera. Es un regalo, un día de alegría. De ninguna manera impide el progreso en el trabajo y en la profesión: antes bien, es la ley más importante en favor del mundo del trabajo. Pues el domingo es algo más que un simple día de holganza. Quien el domingo no quiere sino descansar del trabajo, entregándose al placer, sin fiesta santa, no encontrará el punto de descanso de todas sus preocupaciones laborales que sólo el culto y amor a Dios pueden ofrecerle.

El intento, cada día más propagado a mayor número de sectores económicos e industriales, de implantar la semana continua de trabajo, es un injusto atentado contra la comunidad familiar, a la cual se le roba la felicidad del día de descanso en santo amor y compañía, y un crimen contra el día común destinado al culto divino. Este sistema de "semana sin fin", por el cual se tiende a lograr en tiempos iguales una más elevada rentabilidad de la empresa, para nada tiene n consideración la dignidad de los trabajadores, la comunidad familiar o la santificación del día del Señor. En casos de verdadera necesidad económica y suponiendo que el domingo se reducen al mínimo posible los turnos de trabajo, la Iglesia no tendrá nada que oponer. Sin embargo, aun en estos casos se cuida bien de advertir que en lo posible hay que dejar tiempo a todos para oír misa.

El fin de semana alargado, posible gracias al desarrollo industrial, debería favorecer tanto el cultivo del sentido familiar como la santificación del domingo. Pues si ya el sábado por la tarde puede el trabajador estarse en casa, atender el jardincillo doméstico y reponer así sus energías, le será más fácil guardar al domingo su carácter de día santo. Y con un poco de buena voluntad podría quedar también el domingo (ante todo el tiempo destinado al servicio divino) libre de competiciones deportivas y otras manifestaciones públicas del mismo género. Sin embargo, conocemos de sobra el peligro de que ese destino original del fin de semana quede completamente anulado en poder de una "industria del aprovechamiento de los tiempos libres", sin límite para sus miras comerciales. Consecuencia : el hombre se ve más desarraigado aún de la familia, sin lugar para su reposo intelectual y para la santificación del domingo.

La ley positiva de la Iglesia nos ordena celebrar todos juntos en comunidad una misa completa y abstenernos de todo trabajo que vaya contra el día de alegría, el día de reposo santo, a no ser que estemos dispensados por un motivo de fuerza mayor o fundada conveniencia; por ejemplo, una necesidad urgente o una obra importante de caridad en favor del prójimo.

Pero al cristiano de verdad se le pide algo más que el mero cumplir exteriormente con la ley. Se le pide sobre todo comprender y guardar el carácter de feliz liberación que tiene la fiesta santa y el descanso cultual. De manera que toda su vida adquiera ante Dios el valor del culto. Así orientada, su misma vida profesional y laboral, toda su vida, saldrá ganando : será un vivir en la verdadera dignidad y libertad (cf. p. 53ss).