Sección tercera

LA CARIDAD

 

"La plenitud de la ley es el amor" (Rom 13, 10). La caridad no es un mandamiento más entre los otros mandamientos ni una virtud más entre las otras virtudes. Es "el vínculo de la perfección" (Col 3, 14). Donde falta ella, está todo sin forma, sin sabor y sin mérito para la vida eterna. De ella recibe todo su verdadero brillo.

Para comprenderla bien, tendríamos que animar en nuestro corazón el mismo fuego de los serafines. El hombre natural no puede penetrar la profundidad del amor divino. Dios mismo tiene que revelárselo. Y así nos ha enviado sus mensajeros, ángeles y profetas que nos hablasen de su amor y con este mensaje de su amor nos trajesen el mandamiento de la caridad fraterna. Más aún : el Verbo eterno, consubstancial al Padre, se hizo carne. Nosotros hemos contemplado su gloria y su amor, su gloria de unigénito del Padre (Ioh 1, 4). Por los hechos salvíficos de su vida y por su palabra, nos enseña con qué fuego de amor quiere incendiar el mundo (Lc 12, 49). Ante este lenguaje, las mismas lenguas de los ángeles forzosamente han de enmudecer. Por este mensaje de amor, escrito con caracteres de fuego, no sólo se inflaman los espíritus celestiales en incendios de amor: también a nosotros, hombres de nada, con tal que "estemos arraigados y fundados en el amor", nos es dado comprender "la largura, la anchura, la altura y la profundidad del amor de Cristo, que excede todo conocimiento" (Eph 3, 17s).

Y es la misma llama del amor de Dios, el Espíritu Santo, quien nos da este arraigo en el amor. Él mismo nos hará ir subiendo las gradas del amor hasta la perfecta incorporación con Cristo.

En los apartados que siguen vamos a intentar comprender:

I. Qué significa "amar a Dios de todo corazón".

II. Qué darle amor por amor "con toda el alma".

III. Qué comprende el gran programa de la caridad: "ser perfecto como el Padre celestial", con un amor que se consuma todo por Dios y le sirva con todas las fuerzas.

IV. Cómo podemos cumplir gradualmente un mandamiento tan apremiante como el de la caridad.

V. Cada uno de nosotros es llamado al amor de Dios de una manera enteramente personal, por el propio nombre, pero de tal modo, que precisamente por esta personalísima llamada ingresamos en una comunidad de amor en la que podemos amar a Dios con todas las fuerzas.

VI. Nuestras más íntimas relaciones: con nuestro prójimo, con nuestros amigos, con los padres y hermanos, las relaciones entre novia y novio, esposa y esposo, todas ellas necesitan y deben ser transfiguradas por este amor. La caridad fraterna ha de manifestarse de una manera enteramente particular en el amor a los enemigos.

VII. Sin embargo, la más bella práctica de nuestra caridad con el prójimo consiste en hacer que nuestros semejantes se acerquen más a Dios.

VIII. Finalmente, la caridad pone a su servicio todos los dones y bienes de este mundo.


I. "CON TODO EL CORAZÓN"

Dios, que honró a Israel con una alianza de peculiarísima predilección sin ningún mérito precedente, sólo por pura benevolencia, dijo a su pueblo cómo por todo ello podría y debía corresponderle: "¡Escucha, Israel! El Señor es nuestro Dios, el único Señor. Así que amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que hoy te confío, las guardarás escritas en el corazón. Grábalas en el corazón de tus hijos. Habla de ellas sea que estés en casa, sea que vayas de viaje, así al acostarte como al levantarte. Has de atarlas como señal en tu mano, y estarán por frontales entre tus ojos; asimismo, las escribirás en los postes de tu casa y en tus puertas" (Deut 6, 4-9; 11, 18s).

Los israelitas piadosos cumplieron esta prescripción a la letra. Llevaban estas palabras siempre consigo. Las escribían sobre sus puertas y, al entrar o salir de casa, besaban el rollo en que conservaban escrito este dichoso precepto. Repasaban a diario estas palabras en presencia de los hijos. Los mejores entre los fieles del Antiguo Testamento no olvidaban lo principal: que este mandamiento quedase escrito en su corazón.

El pacto de amor con Israel, que los profetas equiparan al pacto de amor del matrimonio, es una imagen de la nueva y eterna Alianza del amor. En ésta sí que ha abierto Dios todas las riquezas de su corazón. El Señor, al ser levantado en la cruz, cumplió la promesa que nos había hecho : "Te he amado con amor eterno. Por eso, lleno de ternura, te he atraído hacia mí" (Ier 31, 3; Ioh 12, 32). El corazón traspasado de Jesús nos permite ahondar con nuestra mirada en el corazón amante de Dios, en las riquezas eternas de su misericordia y bondad. El corazón de Jesús llegó hasta derramar por nosotros la última gota de sangre : verdaderamente nos ha amado con todo su corazón. Dios nos puso al descubierto en Cristo los recónditos secretos de su amor.

Y es precisamente este amor lo que celebramos "desde levante hasta poniente" (Mal 1, 11), lo que conmemoramos en el santo sacrificio y en los santos sacramentos. En ellos se derrama sobre nosotros el amor de Dios en Cristo. En ellos se hace para nosotros verdad actual y realidad salvadora lo que Cristo había dicho: "Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí" (Ioh 14, 6). "Por el corazón de Cristo vamos al corazón de Dios" (Pío xil, encíclica sobre el culto al sagrado corazón de Jesús). En Cristo se nos comunica de la manera más personal que puede darse el amor de Dios. Más aún, por su acción santificadora y por la obra de su Espíritu recibimos "un corazón nuevo" (Ez 36, 26). Con Cristo, muerto por el pecado y resucitado a una vida nueva, tenemos ya ahora un lugar "en el cielo", en el reino del amor, en el corazón de Dios. Así quiso Dios descubrirnos "el reino abundante de su gracia, según su bondad en Cristo Jesús" (Eph 2, 5-7). En el amor del corazón de Jesús vemos el amor del Padre celestial.

El amor de Dios no sólo hasta para llenar completamente nuestro humano corazón ; le hace además nacer a un amor nuevo. El Espíritu Santo, con la obra de su gracia, no sólo pone en ebullición las más profundas y recónditas fuerzas del corazón humano, sino que además, por la virtud del amor de Dios, nos comunica una fuerza totalmente superior para poder amarle a Él con su propio amor. Y esto sin dejar de ser amor de nuestro corazón.

"Dios nos amó el primero" (1 Ioh 4, 10-19). Al abrirnos su corazón, nos pide el amor del nuestro. No le elegimos nosotros, sino que fue Él quien por puro amor nos tomó como discípulos suyos (Ioh 15, 16). Cristo nos manifestó los secretos del corazón del Padre y nos trató como a verdaderos amigos (Ioh 15, 15). Por las enseñanzas de Cristo y por su obra de amor, "aprendemos a conocer el corazón de Dios y nos sentimos impulsados hacia lo divino con fervor ardiente" (san Gregorio Magno).

Cristo, como queriendo revelarnos las profundidades de la divinidad, nos patentizó su amor de amistad con la mayor muestra de amor que se pueda imaginar : la entrega de su propia vida en el sacrificio de la cruz (Ioh 15, 13). El corazón traspasado de Jesús es, por así decir, el símbolo de esta doble prueba de su amistad. En la celebración sacramental de su muerte y resurrección, con la gracia del Espíritu Santo que a ella va ligada, sigue hablando continuamente de su amor hasta el fin (Ioh 13, 1) a la comunidad celebrante y, de modo enteramente personal, a cada uno de los concelebrantes en particular. Éste es el contenido de su mandamiento escrito en nuestro corazón : "Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón."


II. "CON TODA EL ALMA"

El Talmud, comentario judío a la Sagrada Escritura, en una de sus más antiguas narraciones, trae una explicación emocionante de la expresión "amar a Dios con toda el alma".

En medio de su martirio, un célebre doctor de la ley, el rabí Akiba, recordaba el pasaje del Deuteronomio 6, 4s: "Escucha, Israel..." Luego que hubo dicho el versículo: "Así que amarás al Señor tu Dios con todo el corazón", le dijeron sus discípulos: "Maestro, basta ya"; pero él respondió: "A lo largo de mi vida me he preocupado de entender este versículo : «con toda tu alma», incluso cuando Él toma el alma (- la vida). Decía yo : ¿ Cuándo me será posible cumplir esto? Y ahora que me es posible, ¿no he de cumplirlo?" (Berakh., 61 b, según Strack-Billerbeck, Kommnentar zum NT aus Talmud und Midrasch i, 906).

 Cristo ha dado la mayor prueba de su amor al Padre y a nosotros con la entrega de su propia vida. "Padre, en tus manos encomiendo mi alma" (Lc 23, 46). Nosotros tenemos nuestra alma, nuestra vida, de Dios. Él nos ha llenado ya durante nuestra vida corporal el alma de vida divina. La vida natural es para nosotros el símbolo de la vida eterna junto a Él y en Él. Por tanto, tiene doble derecho a que le dediquemos toda nuestra vida, "toda nuestra alma", como consagración del amor que le debemos. No sólo tenemos el deber de conservar la vida corporal, pues constituye un don recibido en préstamo de Dios, del que no podemos disponer de cualquier modo a nuestro capricho. Debemos también y principalmente consumir gustosamente en el servicio de Dios toda esta vida nuestra, sea a través de una vida larga, o, si Dios lo exigiere de nosotros, incluso en el martirio.

Por el bautismo, ya "hemos muerto con Cristo" (Rom 6). El sacramento de la unción de los enfermos, que supone el bautismo y tiende a hacer consumada realidad nuestro morir con Cristo y nuestra esperanza en la resurrección, nos impone de manera palpitante y urgente el deber de probar que amamos a Dios "con toda el alma", entregándola confiadamente en sus manos. El sí amoroso a la voluntad de Dios ante la muerte y la disposición para sufrir el martirio son las mayores pruebas de nuestro amor "con toda el alma". "El amor es fuerte como la muerte; dura es la pasión como el sheol. Su ardor es brasa viva; relámpagos, sus llamas... Si alguien diese toda su hacienda por este amor, sería trueco insignificante e irrisorio" (Cant 8, 6s). Jesús, con su palabra y con el sacrificio de su propia vida, ha hecho de este amor la ley nueva de sus discípulos : "Quien perdiere su alma en este mundo por amor de Él, la ganará para la vida eterna" (Lc 17, 33, con Ioh 12, 25).

Al lado del martirio y como haciendo perfectamente en cierto modo sus veces, ponían los padres de la Iglesia la virginidad voluntaria, en la que veían el testimonio más bello de la respuesta entera y sin reservas de nuestro amor a las pruebas del amor de Dios. Pues, para comprender lo sublime de la vocación cristiana a la virginidad y abrazarse interiormente con ella en cuerpo y alma, hay que tener el corazón rebosante de amor a Dios, entregándose a Él sin compromisos. La renuncia a los bienes que máspesan en la vida de este mundo, el matrimonio y la familia, cala bien hondo en la vida y en el alma del hombre. Y, sin embargo, aun clavada en el alma, esa renuncia no la hiere: es aún aquí abajo, para todos los que realmente consagran a Dios su vida, la "ganancia del alma" en la entrega.

Pero no sólo a los que permanecen vírgenes afecta el precepto de amar a Dios en la vida y en la muerte "con toda el alma". También al hombre casado obliga : en comunidad de amor con los suyos, no a pesar del amor conyugal, no a pesar del cuidado de la familia, sino en este mismo amor y afán deberá hacer a Dios ofrenda de su vida, de toda su alma y de todas sus fuerzas. Y, al menos algún día, en el momento de la muerte tendremos todos ocasión de hacer patente la entrega hecha a Dios de toda nuestra vida. Todas nuestras obras, todas las manifestaciones de nuestro amor, el amor a la naturaleza, el amor de la amistad, el amor entre novios y el amor conyugal, no han de ser sino formas diversas de expresar nuestro amor a Dios, de corresponder con amor a su amor, de ofrecer en toda ocasión nuestra alma a quien por nosotros se entregó.

Cuando este amor a Cristo, al Cristo muerto por nosotros, por nosotros resucitado y que ahora está a la diestra del Padre intercediendo por nosotros (Rom 8, 34), brote así de nuestra alma, se imponga sin rival en todas las facetas de la vida, entonces podremos repetir llenos de confianza, con el Apóstol : "¿Quién nos separará del amor de Cristo?... Estoy cierto que ni la muerte ni la vida..., ni lo presente, ni lo por venir, ni los ángeles, ni los principados, ni las potestades, ni lo que está en lo alto, ni lo que está en lo profundo, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios en Cristo Jesús" (Rom 8, 35, 38s).


III. PERFECTOS COMO EL PADRE CELESTIAL

Ya el Antiguo Testamento, al formular el precepto de la caridad —"amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas"—, nos proponía una altura vertiginosa, una meta que el hombre nunca podrá alcanzar perfectamente aquí abajo. Y resulta que Cristo apunta más alto todavía : "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48). Ante estas palabras, nuestra reacción ha de ser de fuerte extrañeza.

Explicable: este precepto, genuinamente neotestamentario, viene a ser el contraste más acentuado con la moral asalariada de los fariseos y con la doctrina estoica, humanística, de la autoperfección, doctrina propia de una ética naturalista y cerrada sobre el hombre. Muy al contrario la moral de Cristo: cada una de las frases del sermón de la montaña llevan a esa cumbre y vértice de la perfección de Dios: así, la bienaventuranza de los pobres y humildes, de los afligidos por la justicia, de los limpios de corazón, de los que por amor a Cristo sufren pacientemente las persecuciones y desprecios (Mt 5, 2-10) ; así, cuando se nos exige vencer las ofensas e injusticias con amor presto y celoso (Mt 5, 23-26), cuando se nos pone ante el dilema de arrancarnos aun lo más querido, así sea algo tan nuestro como los ojos o los miembros de nuestro cuerpo, si son obstáculo a nuestra salvación (Mt 5, 29s) ; así, el ideal de una pureza, de una veracidad y lealtad sin compromisos ni atenuaciones (Mt 5, 28. 32-37) ; y sobre todo el amor desinteresado al prójimo, que se prueba particularmente en el amor a los enemigos (Mt 5, 38-47). Por eso con razón lo compendia el Señor todo en el mandamiento inaudito: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48).

El Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, el Padre que por nosotros pecadores y para nuestra salvación ha enviado a su Hijo unigénito y ha derramado sobre nuestros corazones el amor de su Espíritu Santo, quiere que seamos semejantes a Él en el amor. Perfección significa, por tanto, en este gran mandamiento del Señor una definitiva renuncia al viejo yo, que en todo y ante todo se busca a sí mismo, una entrega decisiva a Dios y a nuestros semejantes. "Ser perfecto como el Padre que está en los cielos" quiere decir: vivir plenamente en el amor, del amor y para el amor de Dios; porque "Dios es el amor" (1 Ioh 4, 8.16).

"Pero —no faltará quien, desengañado, se pregunte—, ¿no será pedir demasiado al pobrecillo hombre? ¿No será soñar muy alto? ¿No terminará más bien ese precepto en motivo de desaliento?"

Respondamos primeramente que es cierto: tal exigencia rebasa en todo sentido lo que está en nuestras manos hacer y todo lo que de nosotros se puede esperar. No está al alcance del hombre natural. Es sencillamente algo que repugna al hombre pecador. Porque es una exigencia que recibimos unida con el don de la nueva ley. Hay que mirarla a la luz del prodigio de amor de Cristo crucificado, dentro de la obra de redención y renovación de la humanidad en Cristo y en el Espíritu Santo. Es una empresa grandiosa, pero que Dios nos encarga precisamente a través de los dones de su amor, absolutamente inmerecidos y que superan todo entendimiento.

Y, en segundo lugar, hecha una aclaración necesaria, no habrá por qué desalentarse: sólo en parte es éste un "precepto de ejecución", un precepto estricto que obliga en todo momento; y en parte es además "precepto meta" o precepto de tendencia, por lo que a veces puede desalentarnos y parecernos demasiado sublime.

El precepto de ejecución obliga en todo tiempo, en todas las circunstancias y ha de ser observado por todos los hombres continuamente sin excepción. Preceptos de ejecución son, por ejemplo: "no mentir", "no robar". Aquí no hay lugar a evasivas. Transgredirlos es siempre pecado (que sólo cuando falten libertad o deliberación dejará de ser imputable).

En el precepto meta la obligación recae más bien sobre el sentido de la acción, sobre su orientación o tendencia. No es una delimitación "hacia abajo", es decir, un descender a lo particular; su finalidad es indicar allá, en lo alto, una meta a conseguir. Cuando uno se propone escalar una montaña elevada, nadie le exigirá que llegue a la cumbre ya desde el primer paso. Ha de equiparse convenientemente y luego ponerse en camino con vistas a alcanzar su fin, coronando la cumbre. Para ello dejará a un lado todo lo que podría impedirle llegar hasta la meta.

Después de esta explicación necesaria, veamos ahora qué nos exige ya en concreto el principal precepto de la caridad, el precepto de "ser perfectos como el Padre".


IV. LOS PRECEPTOS DE LA CARIDAD

Nunca insistiremos bastante en que la nueva ley en su ser más profundo no es tanto, ni primordialmente, mandamiento, exigencia, como don del amor. Y esto hay que afirmarlo muy particularmente del principal mandamiento, el de la caridad. Si bien, por otra parte, el don del amor impone sus obligaciones de modo particular también. Al don sigue la obligación que cumplimos libremente agradecidos y conscientes de la sagrada obligación de corresponder a ese don.

Dios no pide nada que antes no haya hecho posible. Dios manda dando.

¿Qué pide el amor de Dios al cristiano como objeto de este precepto, genuinamente neotestamentario?

1. Por el bautismo, Cristo infunde en el alma, junto con la vida de la gracia, la virtud teologal de la caridad; pues bien, el mandamiento capital de la nueva ley exige del bautizado que ante todo y en todo tiempo viva y permanezca en caridad. "Permaneced en mi amor" (Ioh 15, 9). El ser precede al obrar; pero ser y permanecer en el amor están en íntima conexión con el obrar a impulsos del amor. La caridad infundida en el alma es vida. Y no podremos conservar esa vida en nosotros si exteriormente no se ejercita con las correspondientes acciones vitales. Quien obra por amor muestra que vive en el amor. "Observando mis mandamientos, permaneceréis en mi amor ; así como yo he observado los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor", dice el Señor (Ioh 15, 10).

2. Para el pecador tiene este mandamiento principal del amor una exigencia urgente e inmediata: con la ayuda de la divina gracia, debe hacer todo lo posible para recobrar la caridad. Permanecer en el pecado, vivir habitualmente lejos de Dios es una continua transgresión del precepto de la caridad. El pecador debe rezar sobre todo para obtener la gracia de la conversión. Y preparar a Dios lugar en el alma, desbaratando los ídolos del egoísmo y del falso amor a las criaturas. Así estará dispuesto a suscitar cuanto antes el acto de perfecto dolor, o al menos se preparará con el dolor de atrición al sacramento de la penitencia,ofreciendo a Dios camino desembarazado para infundir nuevamente la virtud teologal de la caridad.

3. Amor ignorado no despierta amor; por eso el precepto de la caridad nos impone de manera general la obligación de meditar en el amor de Dios. Hemos de volvernos con mirada amante hacia las obras que el amor de Dios ha realizado por nosotros en Cristo. Cuando vital y hondamente nos impresiona algo valioso, grande, amable, bello, nace en nosotros consiguientemente, por ley íntima del alma, una complacencia o inclinación. Si luego falta la atención al objeto, ese primer sentimiento de afición o simpatía se apartará de tal valor o persona. Más temprano o más tarde nos sentiremos solicitados, llenos, por otros valores. El incansable robot, que no tiene tiempo para rezar, ni para santificar las fiestas, ni para escuchar la palabra de Dios, ni menos para detenerse a meditar en las prendas del amor divino, no podrá observar el mandamiento capital de la caridad : está ya de por sí radicalmente incapacitado para cumplirlo. ¿ Cómo no ha de enfriarse el amor entre dos personas que no tienen ni un rato para hablarse, que apenas alguna vez piensan la una en la otra? Surgirá de improviso cualquier tropiezo y vendrán forzosamente el corte y la separación radical.

4. Pero el mandamiento de la caridad nos exige algo más que un puro sentimiento de complacencia en Dios. Nos complacemos en una obra de arte sublime, en un gran éxito conseguido por la ciencia del hombre. Entonces hablamos de gusto, de placer estético, de admiración. El amor y la amistad persuponen un afecto recíproco. El amor de dos enamorados o de los esposos en el matrimonio establece entre las almas una relación íntima que nace de la entrega de uno mismo con todas las fuerzas de su corazón a la persona amada. Así, el amor de Dios no puede quedar en pura complacencia; todavía hace falta la voluntad de entrega, la decisión de darse a Dios con todo el corazón y con toda la voluntad.

Esta entrega debe ser ya desde el principio, al menos por el deseo —si no por el afecto íntimo y sensible—, algo superior y distinto de todo otro amor. Para ello, a la meditación de las obras del amor de Dios y de su absoluta amabilidad, hemos de añadir un decidido esfuerzo en la lucha contra todos los movimientos desordenados que quieran desviar de Dios nuestra voluntad.

5. Amor siempre creciente: en el momento de la conversión, cuando el alma recibe por la contrición saludable de sus culpas la gracia de la justificación y se dispone así para recibir convenientemente un sacramento, es necesaria la voluntad de cumplir el mínimo legal y de evitar en toda circunstancia cuanto lesione algún precepto estricto. Pero a la larga no podemos contentarnos con eso, que en tal condición es suficiente. Esa disposición es el primer paso en el cumplimiento del precepto de la caridad. Y nosotros estamos obligados no solamente a observar el límite inferior de la ley ; con igual obligación se nos exige tender a la meta de la perfección en la caridad.

En virtud de nuestra elección sobrenatural, tenemos todos el estricto deber de esforzarnos en ser "perfectos como nuestro Padre celestial"; lo cual no equivale a decir que estemos obligados a escoger en todo momento lo que sea en sí más perfecto. Esto supondría la necesidad de ser perfectos ya desde el primer momento. Pero sí quiere decir que en todo tiempo hemos de buscar y hacer lo que razonablemente, según nuestra capacidad anímica y las diversas circunstancias exteriores, se nos presenta como más apropiado, es decir, lo que dicta la prudencia. Conducirse así es hallarse ya verdaderamente en camino hacia la perfección. Todo lo que nos impida avanzar por ese camino va a un tiempo contra la prudencia cristiana y contra el precepto capital de la caridad; es algo absolutamente inapropiado para un cristiano.

Es natural que el recién convertido, el "principiante" en la vida cristiana no pueda hacerse una imagen precisa de la elevada perfección a que Dios llama a todos los cristianos. Pero tampoco se le pide más : bástale su empeño sincero de cumplir la voluntad de Dios y ya realmente se encuentra lanzado rumbo a esa meta. Dios se encargará de conducirle paso a paso a la perfección del amor : Él iluminará más y más su inteligencia y aumentará sus buenas disposiciones, para responder siempre con mayor fidelidad a tan honrosa vocación.

6. Qué grado de perfección puede alcanzar de hecho cada uno y hasta qué punto puede sobrepasar en su amor a Dios laley general, depende no sólo de la cooperación del hombre a la gracia, sino también y principalmente del designio amoroso de Dios que señala a cada uno la medida según su beneplácito. Pero eso sí : todo cristiano debe abrigar la agradecida confianza de que Dios realmente le llama a la santidad, de que puede realmente cumplir a la perfección el mandamiento de la caridad.


V. EN LA COMUNIÓN DEL AMOR

El amor entraña comunidad. "Dios es amor" (1 Ioh 4, 8). El Padre y su Verbo consubstancial celebran su perdurable fiesta de amor en el Espíritu Santo. Dios nos ha hecho entrever ya en la tierra un rayo de esta verdad inefable, el misterio beatífico de la Trinidad. Por la caridad, que en el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones, nos introduce el Señor en su eterna comunidad de amor. En Cristo y en la Iglesia recibimos nosotros esta participación en la comunidad amante del Dios trino. El amor noblemente sentido dentro de otras comunidades humanas, el amor que manifestamos a nuestros prójimos, ha de servirnos de camino para el amor a Dios y de expresión de este mismo amor.

a) La Iglesia, comunidad de amor

Cristo y la Iglesia están unidos en un lazo de estrechísimo amor. Ante este amor, aun el más noble amor conyugal no pasa de lánguida imagen. "Del corazón abierto nació la Iglesia unida por yugo de amor a Cristo", canta el himno de vísperas de la fiesta del corazón de Jesús. Cristo cabeza y el Espíritu llameante de un pentecostés en ella sin cesar renovado, hacen de la Iglesia la comunidad universal de cuantos aman a Dios, de cuantos vamos en marcha hacia la consecución de nuestra participación en la fiesta del amor trinitario. La Iglesia militante, comunidad de los que rezan y luchan por el amor, se sabe íntimamente ligada con la Iglesia que triunfa en el amor celestial y con la Iglesia que pena en el purgatorio.

La Iglesia es fruto del amor de Cristo y obra del Espíritu Santo. A su vez, el amor a Dios y al prójimo es fruto del Espíritu Santo (Gal 5, 22). El Espíritu es el vínculo de la unidad. Todo amor sobrenatural es "amor en el Espíritu Santo" (Col 1, 8). Por el amor que en nosotros crea, nos arranca el Espíritu de este mundo desgarrado (1 Ioh 3, 10ss). En la Iglesia y por la Iglesia nos introduce en el reino del amor. Así, misteriosamente, pero no por eso menos palpablemente, amor a Dios y amor al prójimo vienen a formar en el Espíritu Santo y en la comunidad de gracia y amor de la Iglesia una sola cosa.

Ser llamado y amado por Dios significa estar en la comunidad de los amados y amantes de Dios. Cuanto más íntimo y efectivo sea nuestro amor a la Iglesia y, en ella, a todos los redimidos, tanto más participaremos del amor a Dios. Y cuanto más vivo sea en nosotros este amor a Dios, con tanta mayor claridad brillará en la Iglesia su carácter de comunidad de amor.

La Sagrada Escritura emplea indiferentemente los términos "amados por Dios" y "llamados" (Rom 1, 7; Col 3, 12; cf. 2 Thes 2, 13 ; Eph 1, 4). Dios nos llama de la manera más personal, por nuestro propio nombre. Todo hombre tiene su vocación genial, peculiarísima y es objeto de un amor particular de Dios. Ni ante Dios ni en la comunidad eclesial es el hombre puro número. Nuestra semejanza divina, ya en el mismo orden natural, nos da el carácter de ser personal. Pero, además, el amor especialísimo que Dios nos manifiesta en Cristo y el amor con que Él nos llama nos confieren, en un sentido nuevo, sobrenatural, una personalidad superior: el santo bautismo nos hace hijos de Dios, personas en la Iglesia de Cristo, el reino del divino amor.

Debemos esforzarnos en conocer con mayor perfección cada vez el nombre particular con que Dios nos llama; cuanto más lo comprendamos, cuanto más nos dejemos dominar por su amor y le respondamos con el nuestro en tono de genuina personalidad, más lograremos sustraernos al masivo anonimato y crecer en la comunidad de los que aman a Dios santamente.

Todos hemos sido llamados por Dios personalmente por el nombre. Dios nos ama en la comunidad de la Iglesia : nuestra llamada es a un tiempo individual y comunitaria. Colaborar, dentro de la comunidad y a través de ella, en el reino del amor de Dios, es condición inevitable para lograr el pleno desarrollo de nuestra vocación. Y esta empresa apostólica ha de iniciarse ya orgánicamente en la celebración de los santos misterios. Desde el principio, los apóstoles tuvieron buen cuidado de que, durante el servicio divino en la iglesia, las relaciones de los fieles entre sí fueran manifestación de amor fraterno : sin ninguna distinción de estado, debían todos significarse mutuamente sentimientos de caridad, atención y respeto (1 Cor 11, 17-34; Iac 2, 1-6).

¡Qué lamentable desgracia ver parroquias, grupos o comunidades eclesiásticas que están lejos de ser ejemplos vivientes de esta realidad!

El rápido crecimiento de nuestras grandes ciudades ha traído consigo la formación de parroquias de 20 000 almas y aún más. Los que asisten juntos a la celebración del misterio de amor en el santo sacrificio de la misa y en los sacramentos, no se conocen los unos a los otros y, lo que es peor, tal vez ni se sienten ligados entre sí.

Hay parroquias en las que el servicio divino tiene exteriormente muy poco de celebración comunitaria: únicamente el hecho de estar todos los asistentes juntos en un mismo local. Quienes "van a misa" piensan ante todo en "cumplir con el precepto" o en conseguir las gracias indispensables para no perder algún día su puestecito en el cielo. Que la felicidad de la gloria consista esencialmente en la comunidad de amor, casi ni se les ocurre. Bueno, el sacerdote que está allí, en el altar, ofrece el sacrificio por todos, piensa en común; pero predicar el Evangelio ya es otra cuestión. Saluda a la asamblea : "El Señor sea con vosotros." Pero los fieles no le entienden ni le responden. El sacerdote dirige a Dios su oración en nombre de todos, pero ellos no la corroboran con su amén. De oración o canto en común, apenas se puede hablar. En esas parroquias, los niños, de ordinario, reciben el bautismo en la clínica. Alguna que otra vez se ve un bautizo en la iglesia, por excepción ; y aun entonces sólo asisten (además del cura, se entiende) el sacristán, la comadrona y pocos más. ¿ Quién piensa en la comunidad que se establece por el bautismo? ¿ Asociaciones parroquiales? ¡ Oh!, están casi exclusivamente absorbidas por sus propios intereses. Y los contactos con la comunidad superior o con otros grupos, de ordinario, están —¡ qué pena !— dirigidos por la envidia o atienden tan sólo al reparto de dividendos.

Gracias a Dios, no es lo común. Parroquias así formarían una asociación de personas miembros de la Iglesia católica; pero no serían, ni mucho menos, encarnación de su ser de Iglesia; son más bien su caricatura, su deformación. ¿ Qué puede esperar el fiel de tales parroquias? Sobre todo, ¿qué va a encontrar ahí el muchacho joven, recién llegado a la gran ciudad, que necesita una comunidad vitalmente litúrgica y apostólica, capaz de sostenerle frente a la sugestión colectiva del ambiente? Sí encontrará: un escándalo que pondrá en peligro su salvación.

¿Qué debe hacer el cristiano en este caso? Ante todo, no debe reaccionar diciéndose: "Pues me pasaré a la parroquia de al lado. Al menos en ella, gracias a Dios, florece la liturgia: celebraciones comunitarias vivientes; ahí da gusto. Hay grupos de apostolado activo y una colaboración ejemplar entre todas las asociaciones."

Tiene mucha importancia para el cristiano elegir acertadamente la parroquia en que ha de fijar su residencia. Pero, una vez elegida, lo que tiene que hacer es unir sus fuerzas y cooperar con todos los de buena voluntad para ayudar al señor cura a hacer de la parroquia una comunidad viviente: primero en torno al altar, durante la celebración de los santos sacramentos; pero también en las células naturales de la comunidad, en el barrio, en las distintas asociaciones o grupos, así como en la vida profesional. Y que las relaciones de la comunidad superior con la inferior y las de la inferior con la superior estén animadas por espíritu de sólida caridad.

Imagen sobrenatural de la comunidad amorosa entre Cristo y la Iglesia, es la familia cristiana, el sacramento del matrimonio. En la familia debe tomar forma el amor que viene de Dios. La familia cristiana espera de la parroquia y de la Iglesia en general pruebas decisivas de un amor presto al sacrificio. A su vez, de la parroquia y de la Iglesia aprenderá la familia cristiana a amar y crear comunidad. La Iglesia se debe a la familia y la familia a la Iglesia.

Y no solamente la Iglesia : toda comunidad humana legítima es lugar apto para el desarrollo de la caridad sobrenatural y el ejercicio de actividades espirituales que son condición de su vitalidad. Con la caridad divina, que se nos da y que nosotros debemos hacer crecer, hemos de edificar la comunidad. Es una manera de trabajar por la gloria de nuestro Padre común que está en los cielos y de ayudar a nuestros prójimos a una vivencia más cálida del amor no sólo natural, sino también sobrenatural.

b) Amar a Dios en el prójimo

No puede existir verdadera comunidad de amor sin que cada uno envuelva seriamente a su prójimo en un amor hondamente personal. Espíritu comunitario y amor al prójimo de persona a persona van inseparablemente juntos. Por su parte, la manifestación visible de este amor al tú del prójimo y al nosotros de la comunidad no puede tampoco separarse del amor a Dios. Esto es precisamente lo nuevo, lo inconcebible del mensaje moral del Nuevo Testamento : nosotros somos amados por Dios en Cristo con un solo y mismo amor; de tal forma, que no podemos corresponder a ese amor sino amando también al mismo tiempo a nuestro prójimo. Respondemos al amor de Dios con el mismo amor con que amamos al hermano. Así que no podemos amar a Dios si no amamos a nuestro prójimo. "Quien ama al Padre, ama también al Hijo" (1 Ioh 5, 1).

Son afirmaciones fundadas en el misterio de nuestra filiación divina y en el misterio de la comunidad de todos los redimidos en Cristo, pero que tienen su confirmación en nuestra misma experiencia anímica. Lo indica ya el apóstol san Juan, cuando dice: "El que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, que no ve. Hemos recibido de Dios este mandamiento : que quien ama a Dios, ame también a su hermano" (1 Ioh 4, 20s). Todo sentimiento auténtico de amor, de benevolencia, de comprensión y simpatía que los demás hombres nos manifiestan, viene a ser presupuesto psíquico para comprender vitalmente, para intuir qué significa esa frase: "Dios me ama." Todo amor que expresamos a nuestro prójimo prepara psíquicamente su alma y la nuestra para un mayor arraigo y crecimiento en el amor a Dios.

Sin embargo, el amor al prójimo es algo más que un presupuesto psíquico para ahondar en el amor a Dios. El amor al prójimo es ante todo la prueba de la autenticidad de nuestro amor a Dios. Pues nace de nuestra relación de parentesco íntimo con Dios (1 Ioh 4, 7ss). Dios es amor: por lo tanto, nadie puede permanecer en Él si no ama al prójimo (1 Ioh 4, 12). Si el amor a Dios nos domina, ¿cómo será posible que pasemos indiferentemente junto a nuestro prójimo, cuya necesidad está pidiendo a voces nuestra ayuda?

Sabemos que Dios nos ha elegido por purísimo amor y no en virtud de mérito alguno nuestro ; sólo por amor hacia nosotros, sus hijos. Pues bien, amemos también a nuestro prójimo por puro amor a Dios; amémosle aun cuando lo veamos deformado por el pecado. Somos seguidores del Crucificado : la necesidad espiritual del prójimo es un nuevo motivo para amarle; hay que aumentar la fe para descubrir en él la imagen de Dios oculta y profanada y para ayudarle a volver de nuevo filialmente a su Dios. La victoria del amor a Dios se hizo patente al mundo en el amor de Cristo, hecho hombre y muerto por nosotros, pecadores. Nosotros tenemos que hacer realidad palpable en nuestro mundo esta victoria de Cristo disipando las tinieblas con nuestro amor al prójimo y con nuestra colaboración en edificar la comunidad del amor, el reino de la caridad (1 Ioh 2, 8ss).

c) Amar al prójimo como Cristo

En la última cena, dijo el Señor: "Éste es mi mandamiento nuevo : que os améis unos a otros como yo os he amado" (Ioh 13, 34). He aquí su mandamiento: en él se compendian todos los demás preceptos y exigencias (cf. Ioh 15, 12-17). Es una formulación desconocida, nueva : debemos amarnos como Cristo nos ama; pero también un precepto que nos llena de alegre esperanza: pues el Señor nos lo ordena, es que podemos realmente amarnos como Él nos ama. Aquí ha hallado su plenitud el antiguo mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo (Lev 19, 18; Mt 22, 39; frecuente en el NT). Ahora sí que el precepto del amor al prójimo es de veras "un mandamiento regio" (Iac 2, 8), certificado y testimonio para nuestra participación en la realeza de Cristo en el reino de su amor. Por la observancia de este precepto conocerá el mundo que somos verdaderamente discípulos de Cristo (Ioh 13, 35).

Cristo es el manantial de este nuevo amor al prójimo. Tocados por su amor, unidos a su corazón por el amor, transformados por su Espíritu, amamos en el prójimo el mismo objeto de su amor. Le amamos con su mismo amor.

Cristo es, por lo tanto, el motivo primero de nuestro amor al prójimo. Todos nosotros somos una sola cosa con Cristo, un cuerpo, un espíritu, como también somos llamados en la misma esperanza : "un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" (Eph4, 4s; cf. 1 Cor 8, 6; 12, 6). En Cristo tenemos a Dios como el común Padre del cielo y a la Iglesia como nuestra madre común en la tierra. Él nos ha dado un ejemplo impresionante de su amor. "El amor de Cristo nos urge" (2 Cor 5, 14).

Pero además Cristo nos señala su amor como medida de nuestro amor al prójimo. Él entregó su vida por nosotros (Ioh 15, 13). Así que debemos también nosotros estar dispuestos, imitando el amor de Cristo, a dar incluso nuestra vida por amor a nuestro prójimo (1 Ioh 3, 16). Y esta pronta disposición debe patentizarse en todo momento, no buscándonos a nosotros mismos en todas nuestras obras, sino al prójimo. "Nadie de nosotros vive ya para sí" (Rom 14, 7), sino para Cristo.

El misterio de este mandamiento regio se verifica incluso en paganos piadosos que, aun sin saber nada de Cristo, tienen para sus prójimos todo el amor de que son capaces. El amor efectivo, amor servicial, hacia nuestro prójimo es un camino, todavía oculto ciertamente, pero magnífico, que conduce al corazón de Jesucristo; ese amor es manifestación de una unión misteriosa y eficaz con Él. Cristo mismo nos lo dice al describir el juicio final. A los que le pregunten : "¿Dónde te hemos visto?", les responderá : "Cuanto habéis hecho al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 34-46). Luego, aun para los paganos que buscan a Dios, el amor de Jesús es fuente de auténtico amor. Ese amor les abre el camino para el eterno diálogo con Dios "de corazón a corazón".

 

d) El amor cristiano de sí mismo

El mandamiento de amar al prójimo "como a sí mismo" tiene su más honda explicación en el "mandamiento nuevo del Señor". Tanto el amor al prójimo como el amor a sí mismo tienen en definitiva una sola medida: no el amor natural a sí mismo —por muy importante que sea—, sino el amor con que Cristo nos ama a nosotros y a nuestro prójimo. El amor de Cristo "hasta la muerte de cruz" nos muestra hasta dónde llega el verdadero amor ; ante él se descubre también lo mezquino de nuestro amor propio, deformado por el pecado original.

Envueltos y transformados en su amor, nos amamos a nosotros mismos con el amor con que Cristo nos ama y como Él nos ama. Pues bien, esta nueva forma de amarse a sí mismo en Cristo y con Cristo, este amor propio sobrenatural, debe ser la medida para nuestro amor al prójimo. De manera que para el cristiano el amor a sí mismo y el amor al prójimo, el afán por la propia salvación y por la de nuestro prójimo vienen a constituir un único amor en el amor redentor de 'Cristo. Solamente en la medida en que nos entreguemos a Cristo y nos pongamos como Él al servicio del prójimo, lograremos animar y hacer progresar en nosotros un amor propio limpio y sobrenatural.

Para alcanzar este amor cristiano de sí mismo no hay más camino que el del renunciamiento y vencimiento propio. Esto supone ciertamente un concienzudo trabajo, un estar continuamente en control sobre sí; pero el renunciamiento más fructífero y también más sano nos lo ofrece el trabajo por amor al prójimo, la entrega a los demás, el compartir las cargas de los otros.


VI. EL PRÓJIMO

a) Todos pueden ser nuestros prójimos

Cierto día preguntó al Señor un doctor de la ley: "Maestro, ¿qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?" El Señor le contestó: "¿Qué hay escrito en la ley sobre eso?" Y él respondió acertadamente: "Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo." Jesús confirmó: "Has respondido bien. Haz esto y vivirás." Pero el doctor de la ley siguió preguntando : "¿Y quién es mi prójimo?"

Nunca agradeceremos bastante esta pregunta. Pues la respuesta que le dio el Señor no podríamos pagarla con todo el oro del mundo. En la parábola del buen samaritano nos enseña el Señor de manera palmaria quién es nuestro prójimo. El primer prójimo que Dios deparó al hombre herido y despojado era un sacerdote judío. Éste, no obstante, "le miró y pasó de largo". Vino otro prójimo después, un levita. Pero también éste "lemiró y siguió adelante". Por fin, viene uno en quien el doctor de la ley seguramente no había pensado. Es un samaritano, perteneciente a un pueblo despreciado y detestado por los judíos. Éste vio al pobre hombre bañado en sangre y "se conmovió su corazón: se llegó a él y le vendó las heridas". Y, no satisfecho con eso, tomó sobre sí la responsabilidad de este hombre, totalmente extraño, hasta que pudiese arreglarse otra vez por sí mismo. El doctor de la ley comprendió: el prójimo para el herido fue el que había usado de misericordia (Lc 10, 25-37).

Con esta parábola nos enseña también el Señor que no puede haber barreras de nacionalismo ni divergencias. de religión cuando están en juego la caridad y la misericordia .hacia nuestro prójimo. Todo hombre, creado a imagen de Dios, redimido por Cristo y destinado a una vida eterna en la comunión del amor divino, está ligado a nosotros por lazos muy íntimos. Nuestra caridad tiene en Dios su fundamento ; debe, por tanto, estar abierta a todos los hombres. Y esto no ha de quedar en teoría; para ser auténtica, esta apertura y disponibilidad al amor de todos los hombres tiene que demostrarse prácticamente, siempre que nos encontramos con alguien que necesita la ayuda de nuestra caridad, sea quien sea: un hombre totalmente desconocido, o un extranjero, o perteneciente a otra clase social, o de un carácter distinto del nuestro. Quien ama a Jesús de corazón descubre siempre a tiempo en todo hombre a su prójimo; escucha el grito de su necesidad y le responde espontáneamente con el latido de su amor.

b) ¿Todos en la misma medida?

No va contra el sentido de la parábola del buen samaritano afirmar que los más prójimos para nosotros son normalmente aquellos hombres con quienes estamos ligados por los lazos naturales de la sangre y de la amistad. La necesidad del pobre judío despojado y bañado en sangre clamó en primer lugar por su sacerdote. Él era el primero que debía haberle ayudado. San Buenaventura trae una aplicación muy hermosa respecto a que también en el amor sobrenatural y cristiano son prójimos en sentido preferente los amigos, los esposos, los padres e hijos. La razón la halla en que el amor sobrenatural se extiende a la carne y a la sangre, de un modo parecido al de Cristo en la encarnación. El orden de la gracia no se cierne en la altura desligado de las realidades del mundo, sino que las anima, elevando todos los valores y fuerzas del orden natural.

El que no ama a las personas de su casa, ¿cómo podrá reconocer en un extraño necesitado al prójimo, al hermano en Cristo? Ya nos advierte el apóstol san Pablo: "Si uno no se preocupa de los suyos y especialmente de los de su casa, ha renegado de la fe y es peor que un infiel" (1 Tim 5, 8). De idéntica forma nos enseña que debemos hacer el bien preferentemente a los hermanos en la fe (que él llama "domésticos de la fe"), aunque, naturalmente, sin excluir a nadie de nuestro amor (Gal 6, 10).

El amor cristiano ensancha el corazón del hombre. Lo abre a todos los hermanos en Cristo. Pero sin descuidar el amor natural: el amor sobrenatural empalma con el natural donde éste acaba. Ni durante el noviazgo, ni en el matrimonio (si Dios llama por este camino), puede el cristiano dejarse ganar por nadie en ternura, intimidad, cordialidad en el amor ; pues este amor tiene que ser expresión del amor a Cristo, medio para saborear mejor y más hondamente el amor de Cristo y preparación para un amor fraternalmente cristiano y universal a todos los hombres. El amor sobrenatural no destruye nada en absoluto del amor natural en lo que tiene de bueno; al contrario, lo acrisola, le da hondura y lo introduce en el reino del amor divino.

Tratándose de cristianos, el amor entre novios, el amor conyugal, el cariño a los hijos y a los padres, la amistad, no pueden quedarse en el amor puramente natural, por muy noble que sea. Ese amor tiene que hacerse cada día más amor en Cristo. Así ganará en proximidad con el corazón del prójimo y logrará que éste se acerque más a Dios. Falta algo muy esencial a una amistad entre cristianos, si no va marcada por un noble esfuerzo en incluirlo todo dentro del amor de Dios.c) También a nuestros enemigos?

La gran prueba de fuego para la caridad cristiana está en descubrir y amar como prójimo a un hombre de sentimientos adversos a nosotros. El amor a nuestros enemigos es un caso particular del amor al prójimo, y por cierto el más interesante.

Cuando hayamos encontrado el centro de nuestro amor en el corazón de Jesús y amemos a los hombres con su amor, ya no veremos en el hombre que nos hiere su malicia, ni su antipatía, ni su maledicencia, ni su oposición o abierta enemistad. Todo esto seguirá en pugna con nuestro hombre viejo, le dolerá en lo vivo, pero nuestro corazón, renovado en Cristo, verá más bien las heridas que el prójimo se ocasiona a sí mismo por sus dificultades con nosotros y antes consigo. Entonces somos nosotros para él con toda verdad "el prójimo", pues hemos sido, tal vez sin quererlo y sin culpa nuestra, la ocasión de su mal espiritual.

La práctica del amor a los enemigos nos hará mejores a nosotros mismos. La antipatía que otro experimenta hacia nosotros, la riña con un amigo, son para nuestro hombre viejo un gravísimo peligro de contagio. Si no nos armamos de toda nuestra fe para mirar por encima de todo, con ojos de caridad, al destino eterno de nuestro hermano y ayudarle misericordiosamente a salir de su indigencia, a la larga caeremos también nosotros en pensamientos, palabras y acciones contra la caridad. Por eso dice el Apóstol: "¡No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien!" (Rom 12, 21). La Sagrada Escritura sabe muy bien qué violento y peligroso es a veces alzarse contra quien nos injuria. Por eso nos exhorta a que, al menos antes de irnos a descansar, venzamos todo sentimiento inicial de enojo (Eph 4, 26). El medio mejor para lograrlo es suscitar un verdadero amor, manifestado sobre todo en la oración por quien nos ha ofendido.

Pero el amor a los enemigos mira sobre todo, no a nuestro perfeccionamiento, sino a la salvación y amor del prójimo. Por eso nos manda el Apóstol : "Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber: de ese modo amontonarás carbones ardientes sobre su cabeza" (Rom 12, 20; cf. Prov 25, 21s). Quiere decir: colma a tu prójimo, a quien el rencor lanza contra ti, con tales muestras de caridad, que al final acabe por no resistir más a la fuerza invencible de tu amor y empiece a amar también él. En todo caso, tenemos siempre obligación de socorrer, al que sufre el zarpazo del odio, con nuestra bendición y plegarias (Rom 12, 14).

En último término, en su más hondo sentido, el amor a los enemigos está ordenado a la gloria de nuestro Padre celestial y a nuestra fraternidad en Cristo. Nos lo ha enseñado el mismo Señor en el sermón de la montaña y luego con su propio ejemplo. Él nos ha mostrado su amor "muriendo por nosotros, cuando todavía éramos pecadores" (Rom 5, 8). Ser compasivos y amables con nuestros enemigos es demostrar con las obras que somos realmente hijos del Padre celestial, el cual derrama sus beneficios sobre buenos y malos. El amor a los enemigos nos distingue de los "paganos", que, sin poder librarse de su egoísmo, en el amor a los demás se aman en definitiva a sí mismos; pues solamente aman a aquellos de quienes esperan correspondencia o algún beneficio (Mt 5, 44-48).

El amor a los enemigos es algo más que un pío consejo. Es un precepto que verdaderamente nos urge y obliga. No puede ser discípulo de Cristo quien no esté resuelto a aceptar su ley en punto tan decisivo. Claro que, siendo un precepto tan elevado y también difícil, hay que atender al grado de progreso en la caridad. A un "principiante" en el bien no le va a pedir el Señor lo mismo que a otro que lleve ya mucho tiempo viviendo unido con Él por la gracia.

Veamos ya en detalle las diversas exigencias de este mandamiento del amor a los enemigos:

1. Se debe perdonar de corazón la ofensa aun antes de que el ofensor pida perdón. Se objetará que la justicia obliga al ofensor —o bien, siendo mutuamente ambos ofensores y ofendidos, al que causó ofensa más grave— a pedir perdón, explícita o implícitamente, y a reparar la injusticia. Sí, es cierto, pero no crees que este gran mandamiento del Señor se dirige ante todo a tu corazón y que su gracia te mueve a echar una mano al otro a quien ves enredado apretadamente en su rencor, en sus negros pensamientos, en su amargura?

Es muy importante que, en cuanto sea posible, salvemos la buena voluntad del prójimo y, mientras no aparezca evidente lo contrario, no echemos su intenciones a la peor parte. La historia nos enseña que aun los santos no se arreglaban siempre tan fácilmente entre sí: daban pie a equívocos y se creaban mutuas dificultades. Pero nunca tropezaban en esas pequeñeces, pues los ayudaba una convicción caritativa de la buena intención del adversario. Así ha de ser nuestra conducta, sobre todo, respecto de los superiores; hemos de estar siempre convencidos de su buena disposición, aun cuando a veces nos traten injustamente o nos mortifiquen. En ningún caso debemos hacer depender nuestro perdón o nuestro afecto de si el otro nos faltó o no nos faltó. Aunque a sangre fría nos hubieran ofendido, debemos estar prontos a perdonar.

2. No se debe sin razón traer a la 'memoria el agravio o las ofensas que de otros hemos sufrido; y menos hablar de ello sin necesidad, pues es dar pie a que vivan despiertos en nuestro corazón los malos sentimientos. Puede suceder que resulte costoso, difícil el olvidar por completo la ofensa y volver la calma al espíritu. En ese caso Dios se contenta con la voluntad sincera de perdonar. Pero cuando positivamente no se quiere olvidar e intencionadamente se enconan viejas heridas, es que falta una voluntad decidida de perdón.

3. Prueba de esta voluntad sincera de perdonar al ofensor es la disponibilidad para ayudarle cuando se halla necesitado. Si en medio del torbellino interior de nuestros sentimientos somos capaces de formar noblemente este propósito: "A pesar de todo, si en alguna ocasión necesitara de mí, me prestaría sin vacilar a socorrerle", tendremos la señal cierta de que no hemos sido devorados por el odio. Y, cuando menos, estamos ya en camino hacia el perfecto perdón.

4. Otra prueba de la nobleza de nuestro esfuerzo por el amor cristiano a los enemigos será el reconocer sinceramente, cuando se nos ofrezca la ocasión, los valores y éxitos de nuestro ofensor. Al principio de la lucha contra el rencor y el odio supone un gran tanto a favor el firme propósito de no proferir ni una sola palabra en contra de quienes nos han ofendido.

5. No con todos los hombres podemos mantener exteriormente relaciones de amistad. Puede ser incluso que a veces, considerando prudentemente nuestras fuerzas y el peculiar carácter del prójimo, lleguemos a concluir como lo más acertado no cruzarnos durante algún tiempo en su camino. Sin embargo, no podremos negar a nuestro adversario las formas habituales de cortesía. Si, por lo tanto, "nuestro enemigo" entra en el círculo de personas a las que debemos saludar o a cuyo saludo debemos responder, negarle esas fórmulas de civismo pondría de manifiesto normalmente la existencia de una viva enemistad.

Con todo, no vamos a negar que hay circunstancias especiales que desaconsejan totalmente saludar a determinadas personas. Así, por ejemplo, no sería nada prudente que la esposa saludara y conservara en su amistad a la seductora de su marido que con refinada malicia intenta introducirse en su matrimonio. Lo que ha de hacer, y precisamente por espíritu de caridad para con su marido y esa desgraciada, es rechazarla con todas sus fuerzas. Pero en algunos casos quizá consiga más hablándole clarito, sin arrebatos, que con miradas furibundas. Este ejemplo nos enseña también admirablemente qué debe ser la prudencia, esto es, la justa valoración de nuestras propias fuerzas y del conjunto de las circunstancias, la que nos aconseje en cada caso particular las formas precisas de expresar nuestro amor a los enemigos, amor que interiormente, en el alma, debemos mantener en todo tiempo.


VII. EL CELO POR LA SALVACIÓN DEL PRÓJIMO

Cuanto hemos dicho sobre la caridad en general tendremos que repetirlo ahora para tratarlo más expresamente en relación con las diversas formas de ejercitar el apostolado. El deber de mirar por la salvación eterna del prójimo no es un mandamiento de tantos. Es el meollo de la caridad cristiana; es un mandamiento que nos urge en todo momento, en los diversos aspectos de la caridad, en todas nuestras acciones y en toda nuestra vida cristiana. Ya hablamos más de una vez, en los capítulos precedentes, de este respecto. Ahora pretendemos elaborar una visión de conjunto.

El cuidado por la salvación del prójimo no es, ni mucho menos, una tarea que incumbe solamente a los sacerdotes con cura de almas, sino que obliga también a los seglares en cuanto tales.

  1. Su mismo ser cristiano impone a todos los seguidores de Cristo, por encima de su profesión o estado, el deber de mirar por la salvación del prójimo; el celo por los demás ha de ser una actitud básica del cristiano.

  2. Hay formas de apostolado activo que, de algún modo, están al alcance de todos los cristianos: apostolado de la oración, del dolor, del buen ejemplo y del buen consejo.

  3. Pero además hemos de atender a la especial vocación del seglar en virtud del sacerdocio común y de su especial posición en la Iglesia y en el mundo.

  4. Esta misión apostólica, que brota del ser cristiano, no se identifica con la misión peculiar propia de la Acción católica.

a) El celo por las almas, expresión del ser cristiano

Durante una misión en la diáspora me encontré con el caso de una mujer que, divorciada de su primer marido, estaba tratando de contraer nuevo matrimonio civil. En mi empeño por apartarla de este pensamiento, busqué el apoyo de su madre. Pero ésta me replicó: "Sobre este asunto no diré a mi hija ni palabra. Es cosa suya; ya no es una niña." Yo insistí: "Mire que se trata de la salvación eterna de su hija." Y entonces aquella mujer católica que, en lo demás, cumplía sus deberes religiosos, me salió con esta contestación: "Para eso están los curas."

Es cierto que al sacerdote incumbe de manera particular procurar la salvación de los demás hombres, y especialmente de los que a él están confiados. Pero no exclusivamente al sacerdote : todos los cristianos están también llamados a trabajar a su modo, en su puesto y con los medios correspondientes, en favor del prójimo : ser para él un compañero que le ayude en el viaje hacia la vida eterna. Y, en el caso anterior, no cabe duda de que aquella madre estaba, por virtud de su vocación cristiana, mucho más obligada a procurar la salvación de su hija, que lo podría estar el mismo sacerdote, pues ella era, efectivamente, "el prójimo", la persona más próxima, para su hija.

¿En qué se funda esta obligación del cristiano del celo por las almas, de cuidarse activamente de la salvación de los demás?

1. La razón más urgente, un motivo imperioso que actúa en nosotros mismos, es el amor a Dios. Su amor incomprensible hace a Dios desear nuestra participación eterna en el amor trinitario. Según va creciendo en nosotros ese amor, llegamos a un punto en que nuestro más fuerte anhelo es que también nuestro prójimo ame a Dios y pueda así participar también eternamente de la felicidad del amor divino. El amor a Dios nos hace tener un solo corazón con Él. Amando a Dios, no podemos ya abundar en otro deseo que el del corazón de Dios: que sea a su vez amado v que el prójimo viva. junto con nosotros, en el amor a Dios.

2. Hemos sido hechos cristianos mediante nuestra semejanza sacramental con Cristo. En el sacramento del bautismo y en los otros sacramentos, la imagen de Cristo se graba, cobrando cada vez más claro relieve, en nuestra alma. El bautismo nos convierte en miembros del cuerpo de Cristo y ciudadanos de su reino sacerdotal. Ese nuestro interior ser cristiano se manifiesta exteriormente en la medida en que, unidos con Cristo, nos esforzamos de corazón para que Dios sea amado por todos los hombres, sobre todas las cosas, y nuestro prójimo crezca en su amor a Dios.

En el sacramento de la confirmación recibimos el espíritu llameante del amor divino, el Espíritu Santo. Entregarse a Él es condición para comprender cada día con más claridad que nuestra propia salvación y nuestro crecimiento en la gracia forman intimísimamente una sola cosa con el celo por todo lo que se refiere al reino de Dios y a la salvación de nuestro prójimo.

El sacramento de la penitencia abre nuestros ojos para ver los daños que nuestros pecados y, sobre todo, nuestro mal ejemplo ocasionan al alma de nuestros prójimos. Y la Iglesia, junto con el perdón, nos transmite, ahora con doble urgencia, el deber de reparar los daños causados al reino del amor divino (este punto lo trataremos más detalladamente en el capítulo último).

La celebración del sacrificio de Cristo y la santa comunión, al unirnos estrechamente con Él, nos recuerdan nuestra misión, a un tiempo honrosa y santamente obligatoria, de revestirnos sus propios sentimientos y, con Él, preocuparnos eficazmente de la salvación del prójimo y del progreso del amor cristiano en la sociedad.

Los últimos sacramentos, y de modo especial la unción de los enfermos, darán el trazo definitivo a nuestra vida cristiana, si, como Cristo, ofrecemos al Padre celestial nuestra alma, padecimientos y muerte por la salvación de los demás hombres.

b) Formas generales de ejercer el apostolado

En unión con Cristo, Sumo Sacerdote, y como verdaderos hijos de la Iglesia, debemos animar nuestra vida cristiana delespíritu de Cristo y de la Iglesia: rezar, sacrificarnos, ofrecer nuestro dolor por los demás, ayudarnos unos a otros con el ejemplo, las palabras y las obras a progresar por el camino que nos lleva a un amor siempre creciente de Dios.

1. Nuestra oración es mucho más agradable a Dios cuando no pensamos tanto en nosotros como en Él; es decir, cuando nuestra oración pide sobre todo que el nombre de nuestro Padre celestial sea santificado y honrado por la conversión de los pecadores y por un amor cada vez más arraigado en sus hijos. Puestos en la presencia de Dios, tiene forzosamente que dolernos la consideración de tantos hombres por cuya salud se ha derramado también la sangre redentora de Cristo y que, sin embargo, continúan esclavizados por el imperio de las tinieblas. Cristo, que "en los días de su vida mortal, con poderoso clamor entre lágrimas, ofreció su plegaria suplicante" por nuestra salvación (Hebr 5, 7), nos ha dado ejemplo: también nosotros en nuestras oraciones, y de modo particular durante la celebración del santo sacrificio, debemos incluir la salvación de todos los hombres y más especialmente la de aquellos que nos son más próximos. ¡Qué consoladora la afirmación del Apóstol: "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad"! Saquemos de ella la misma consecuencia que sacaba san Pablo : nuestro deber de rezar, intercediendo por todos los hombres (1 Tim 2, 1-4).

Por su misma naturaleza, corno por una necesidad íntima, la verdadera oración abre espontáneamente el corazón al prójimo. Bien lo pudo experimentar el autor en su propio cuerpo, en cierta circunstancia de su vida que recordará siempre agradecido : En el curso de la gran retirada tras el sitio de Stalingrado, llegamos con quince heridos, sin armas y completamente desamparados, a las cabañas de unos pobres campesinos. Aquellas buenas gentes prepararon las mejores camas para los heridos, atendieron a los caballos y pasaron amablemente toda la noche en vela por nosotros. A la mañana siguiente, cuando nos despedíamos, se me ocurrió preguntar a nuestros huéspedes qué les había movido a tal caridad con unos extranjeros. Y me contestaron: "Nuestros hijos están también en el frente. ¿ Cómo podríamos pedir a Dios confiadamente su vuelta sin pensar en la oración de vuestros padres por vosotros y ayudaros en vuestra desgracia?"

2. Cristo unió sus oraciones con su sacrificio: nosotros debemos también unir con nuestras oraciones y sacrificios nuestros padecimientos con el mismo espíritu de expiación que animaba al Apóstol cuando de sí mismo decía: "Estoy contento en medio de mis sufrimientos por vosotros y completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia" (Col 1, 24). "Así, todo lo soporto por los elegidos para que también ellos alcancen la salvación" (2 Tim 2, 10). No es que Cristo no haya satisfecho abundantemente por todos los hombres; quiero decir que su voluntad salvífica, en señal de sobreabundante misericordia, desea que también nosotros, unidos con Él por la gracia y la caridad, colaboremos en su obra redentora con nuestra oración y nuestros sacrificios. Cuando nos preocupe la salvación de una persona querida, no hallaremos mejor medio para lograrla que unir con nuestras plegarias sacrificios voluntarios y todos los padecimientos que el Señor nos envíe, ofreciéndolo todo por esa alma.

3. Oración, sacrificio, satisfacción son medios para conseguir la misericordia de Dios en favor de nuestro prójimo. Pero por el buen ejemplo y las buenas palabras influimos ya directamente sobre él. El buen ejemplo es el modo más eficaz, y también insustituible, de mover hacia el bien a nuestro hermano. Y el buen ejemplo es más que un conjunto de acciones ejemplares, aun reconociendo la importancia que en ciertos casos puedan tener; el buen ejemplo es constituirse en personalidad ejemplar que atraiga y cautive inmediatamente.

Con su ejemplo en vida y muerte, Cristo nos ha hecho comprensible, en cierto modo palpable, el amor de nuestro Padre celestial. También en este sentido puede afirmar: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (loh 14, 9). Nosotros, que por la gracia "hemos de transformarnos en la imagen de su Hijo" (Rom 8, 29), podemos y debemos ser un reflejo de Dios. Debemos sentirnos penetrados de bondad no fingida, de justicia, de pureza, ofreciendo tal conjunto de cualidades, que nos convirtamos en imagen inflamante de Dios y de su amor. Hemos de ser para los demás hombres una predicación viviente, como podía decir san Pablo de sí: "Sed mis imitadores, como yo lo soy de Cristo" (1 Cor 4, 16; 11, 1). La doctrina de Cristo tiene queejercer inmediatamente, por medio de nuestro ejemplo, influencia conquistadora sobre cuantos nos rodean.

Es de todos conocido que los hombres de hoy, sobre todo los jóvenes, acostumbrados a frecuentar varias veces por semana el cine, están, consciente o inconscientemente, dañados por el influjo de los astros de la pantalla, que la mayoría de las veces inspiran todo menos sentimientos de auténtica bondad o humanitarismo. Para debilitar la influencia perniciosa de esos "héroes", es necesario que los cristianos presentemos ante nuestros semejantes personalidades ejemplares que muestren el camino hacia aquel que es el único Ejemplar y Maestro. ¡Qué suerte la del niño que puede mirar con tanta veneración a sus padres, que espontáneamente se le ocurra pensar: "¡ Cuánto más bueno será Dios, si mis padres son ya tan buenos!"

El buen ejemplo ha de ser expresión orgánica de nuestra madurez interior, de nuestra bondad y amor hacia el prójimo. La manía exagerada de "dar buen ejemplo" resulta cargante y produce efectos contrarios, aunque no sea más que por llevar la contraria. En cambio, personalidades verdaderamente buenas y comprensivas ejercen por sí una fuerza de atracción subyugadora.

En fin, hemos de estar siempre alerta para atender a los efectos que sobre el prójimo ejerza nuestro modo de conducirnos, aun cuando nos sintamos libres para portarnos de una u otra forma. En cierta ocasión me contaba una madre cómo, picada por la curiosidad, fue a ver una película considerada con reparos por la censura eclesiástica con la firme y bien fundada seguridad de que no le haría daño alguno. Pues bien, aquel mismo día perdió la confianza de su hijo, entonces de siete años. Éste se las arregló con torpes mañas para ir también al cine, calificando de falsa hipocresía las duras advertencias de su madre. Por muchas explicaciones que ésta pretendió darle, ya no recobró más su confianza.

Debemos prever siempre las consecuencias de nuestras acciones sobre el prójimo y, sobre todo, atender a su debilidad renunciando si es preciso en algunas ocasiones a nuestra misma libertad. ¿Cómo podremos ser personalidades verdaderamente ejemplares, si no somos capaces de evitar el escándalo por no saber renunciar a nuestros gustos e intereses?

4. Este influjo callado sobre el prójimo ha de acompañarse también, cuando sea preciso, de palabras oportunas y persuasivas. Los hombres nos entendemos, nos abrimos unos a otros hablando. La palabra crea comunidad.

En tiempos en que la vida y la opinión públicas eran sustancialmente cristianas, los moralistas católicos casi no consideraban otras formas de influir en el prójimo que la instrucción, la exhortación y la corrección para apartarle del mal y conducirle al bien. En nuestros días, en que la opinión pública, en la casi totalidad de los países, y las conversaciones ordinarias son radicalmente no cristianas y aun opuestas a Dios, constituyendo una tentación poderosa y continua para el individuo, tenemos que insistir sobre todo en otra forma que hoy posee más importancia : la conversación misionera, el empeño de todos los buenos por lograr, dentro del círculo de sus relaciones, un nuevo y mejor estilo de conversar, la formación de una opinión pública cristiana. Será el modo de oponerse eficazmente al influjo tenebroso del mal sobre las masas.

Para este apostolado de la palabra, que convenza y gane a los demás, no basta, sin embargo, la buena voluntad. Se requiere un ejercicio incansable. Después de una intervención se hace imprescindible considerar si tal vez y de qué modo se hubiera podido hacer mejor; y luego sacar las experiencias para nuevos casos del mismo estilo. A este fin se orientan el cambio sistemático de impresiones, la relación habitual que se imponen por regla los grupos de la Legión de María y de la JOC. Hay que penetrar con amor e inteligencia en el carácter propio de los diversos grupos sociales y aun de cada hombre en particular. Ante todo, esforzarse por comprender el estado de la evolución intelectual de nuestro interlocutor. A un amargado, alejado de la Iglesia por un grave escándalo de cristianos asiduos al templo o tal vez de algún sacerdote, deberemos tratarle de forma distinta que a un burlón, suelto de lengua para ridiculizar toda religión simplemente porque la religión no le trae ninguna ventaja de orden material. Hablando en grupos mayores, hay que cuidar la atmósfera común; y así quizá sea aconsejable en ciertas circunstancias corregir enérgicamente o bien hacer de algún modo imposible la intervención de quienes hablen contra la religión cristiana o en defensa de una doctrina inmoral; pero siempre con tal que se juzgue necesario para el bien común. Y aun entonces hay que dar a entender que se va sólo contra la cosa en sí, fuera todo ánimo de molestar a la persona. Luego, al terminar, un tranquilo cambio de impresiones a solas con el interesado servirá para no dejar mal sabor de boca.

c) Corrección fraterna

Como normal general, en toda dificultad del prójimo, busquemos siempre un punto de partida positivo para fundar nuestro influjo sobre él. Es todo un arte descubrir por encima de toda manifestación la tendencia más genuina, típica de cada alma. ¡Qué maestría tan grande combatir el error apoyándose en ese conocimiento! Mas lo ordinario, por desgracia, es dejarse dominar por el empeño de contradecir simplemente al otro y así triunfar sobre él; y de esa manera ya desde el primer momento lo hemos echado todo a perder.

Pero sobre todo arte psicológico, sobre todas las artes de la discusión — por muy importantes que sean — están la compenetración amorosa con el prójimo y el más absoluto desinterés.

Mientras dure la excitación y no hayamos conseguido hacernos interiormente dueños de nosotros mismos, ordinariamente habrá que diferir la corrección. Si nos encaramos con el prójimo para corregirle dominados por la pasión, rarísima vez conseguiremos algún buen resultado. Y esto vale también para los educadores, quienes precisamente en virtud de su cargo tienen obligación especial de dirigir y reprender a los otros. Han de tener muy presente que su deber abarca mucho más que el simple estar al tanto para que no se escape ninguna falta sin su correspondiente castigo. Si no hay peligro de que se repita, será mejor "hacer el bueno", sin referirse al asunto, a no ser que luego en determinada ocasión convenga utilizar esa anterior experiencia benévolamente.

Los jóvenes, particularmente en los años críticos, cuando se van acercando a la mayoría de edad, no soportan que a cada momento se los esté sermoneando por cosillas de menor monta. Confiad en la naturaleza : dejad tiempo al vino para que fermente. Muchas faltas se corrigen por sí mismas con los años; es más decisivo influir en la buena marcha general de la evolución, dar al muchacho motivos que le inflamen. No con el afán de distri' huir un castigo para cada falta, sino con el arte de entusiasmarle, es corno se ganan más hondos afectos en el educando.

Hablando en general, para que haya obligación estricta de hacer la corrección se requiere alguna de estas dos condiciones : o que sea necesaria para evitar el escándalo grave de un tercero, o que se juzgue probable que sin ella el pecador no alcanzará nuevamente el buen camino; en ambos casos, suponiendo además que haya esperanza fundada de fruto. Pero sería una actitud falsa limitarse exclusivamente a este límite inferior de la obligación. La genuina amistad cristiana sobrepasa gozosamente la línea del deber estricto, atenta a corregir las faltas y tendencias defectuosas y más aún dispuesta siempre a animar mutuamente a los demás en el progreso hacia el bien. Pues, más que los actos aislados de corrección, importa el influjo positivo con buenas palabras en el alma de los individuos y en el clima espiritual de nuestro ambiente.

d) Las tareas específicas del apostolado seglar

Dentro del pueblo sacerdotal de Dios, el sacerdote es, en virtud del sacramento del orden, el segregado, el hombre equipado con santos poderes para la realización de una peculiar misión pastoral. Servidor de Cristo y de la Iglesia, está puesto para el pueblo, para servirle en la celebración de los sacramentos y en la predicación de la palabra de Dios y conducir así a los fieles a la "plenitud de la edad de Cristo". Sin embargo, el sacerdote no acapara la responsabilidad del pueblo fiel ni la del seglar por el reino de Dios: su misión es más bien cumplir de tal forma su servicio, que capacite a los fieles para el cumplimiento de su propia y particular vocación. Sacerdotes y seglares satisfarán las exigencias del reino de Dios únicamente cuando realicen cada uno su tarea peculiar y al mismo tiempo colaboren mutuamente entre sí con espíritu de mutuo respeto.

El cristiano laico no es un "cristiano de segunda categoría". Algunas veces, la palabra "lego" (de etimología idéntica a "laico") recibe el sentido de "ignorante, profano en determinada materia". Así podremos admitir que el cristiano ordinario es "lego", "profano" en las disquisiciones de la ciencia teológica. Pero en la maestría de la vida cristiana, en el desempeño de su propia tarea, en su aclimatación en el terreno de la fe, tiene queser, en el mejor sentido de la palabra, todo un "especialista". "Laico", en el vocabulario primitivo cristiano, tiene un nobilísimo significado : "perteneciente al pueblo de Dios". En este sentido lo utiliza san Pedro cuando, hablando del sacerdocio común, llama a los fieles "linaje santo, pueblo (laós) del patrimonio de Dios" (1 Petr 2, 9).

El sacerdote es el separado, el enviado por los supremos pastores a un territorio o misión determinados. Al igual que a Abraham se le pide que abandone su casa para ser enviado a otra "tierra". En cambio, el seglar tiene su propia misión apostólica precisamente en su medio ambiente, en el estado en que le ha puesto la divina providencia.

No hay que confundir la tarea apostólica que incumbe al seglar propiamente en cuanto católico, con la misión de la Acción católica, de la que trataremos más adelante (e). La tarea propia del católico seglar, tarea inmediata e inseparable de su profesión, está sobre todo en la formación de la familia cristiana (1), en su mundo profesional (2) y en su contribución a un tipo de pastoral con amplia perspectiva y hoy particularmente apremiante que busca la cristianización del ambiente (3).

1) La familia, comunidad pastoral

Lo que es el sacramento del orden para el sacerdote, es de algún modo el sacramento del matrimonio para los padres y esposos cristianos: ambos sacramentos equipan al cristiano para determinada función pastoral. Pero la misión pastoral de los últimos no los arranca de su círculo natural; precisamente todo lo contrario del sacerdote : en ellos simplemente señala al deber ya existente de su amor mutuo un nuevo sentido, el pastoral.

Los esposos cristianos que, en presencia de Dios y de la Iglesia, intercambian el sí de su amor y fidelidad, no entran únicamente como receptores de la gracia en el santo orden del Dios Creador y Redentor que hizo del matrimonio una fuente de gracias y de mutua veneración. Ellos mismos son mutuamente uno para otro medio e instrumento vivo de la gracia y caridad divinas. Por su sí, esto es, mediante su consentimiento matrimonial, por el que se dan el sí uno a otro y al orden divino de un amor fiel, indisoluble, indivisible y fructífero, se administran y reciben a un tiempo el sacramento del matrimonio. Es una muestra de la unidad pastoral de su vida matrimonial, no sólo al principio, sino por todo el tiempo de su matrimonio.

El sacramento del amor, del amor de los esposos entre sí y del de ambos a los hijos, es por voluntad de Cristo símbolo de su compromiso amoroso con la Iglesia. Como siervos de Cristo y de la Iglesia, los esposos se administran ellos mismos el sacramento; el amor mutuo debe convertirlos en compañeros y colaboradores en su camino hacia Dios. Cada uno de ellos para el otro y ambos para sus hijos son el primero y más inmediato "cura". Y esta mutua responsabilidad pastoral no ha de ponerse al lado del amor conyugal y el cuidado de la familia, sino precisamente en el amor conyugal y paternal. Todo lo hermoso, bueno, alegre, cariñoso, difícil, amargo que encierra el matrimonio y la familia, todo ha de ser integrado en el orden de la salvación. Todo puede y debe servir para ayudarlos mutuamente a la íntima experiencia del amor divino.

La intimidad, ternura y fervor de su cariño, su mutua comprensión, paciencia y solicitud por el otro, los harán crecer en el amor a Dios. Dios creó a los hombres a su imagen y semejanza, hombre y mujer los creó (Gen 1, 27). Y como Dios es amor, ser imagen de Dios significa manifestar su amor, ser participación de su amor. Todo hombre está llamado a convertir todo su ser y todas sus obras en copia viva del amor que Dios le ha infundido, haciéndose así cada vez más semejante a Él. Pero esto obliga de modo especial al marido y a la mujer en virtud del sacramento del matrimonio. En el amor del otro cónyuge tiene que poder intuir cada uno estas verdades : ¡Qué bueno habrá de ser Dios, qué felices seremos en el amor de Dios, si ya ahora el amor de mi esposo hacia mí y el mío hacia él son tan grandes y nos hacen tan felices ! ¡ Qué bondadoso y comprensivo habrá de ser Dios, si mi esposo tiene ya tan gran corazón!

Luego, padre y madre tienen respecto de sus hijos la misión verdaderamente "sacerdotal" de darles a conocer, de forma inmediata y original, el amor de Dios, a un tiempo paternal y maternal, tierno y justo, solícito y misericordioso. La conducta delos padres entre sí y para con los hijos tiene capital importancia para orientar las relaciones de éstos con Dios. Hemos dado un ejemplo bien claro al tratar de la escrupulosidad : un padre exageradamente severo y encogido puede ser causa de que para sus niños quede toda la vida oculto el verdadero rostro del Padre de los cielos. Por mucho que ese pobre hombre angustiado les diga e intente demostrar racionalmente que Dios es un Padre bueno, ya no se apartará del subconsciente el temor al padre tirano.

Sin embargo, esta mutua responsabilidad y tarea pastoral de los miembros de la familia entre sí no termina únicamente en la bondad y cariño natural. Deben además rezar unos por y junto con los otros y ayudarse a formar una visión cristiana de todos los problemas grandes y pequeños de la vida; deben animarse y corregirse mutuamente.

Los padres son los primeros predicadores del Evangelio del amor divino para sus hijos. No han de quedar en puros moralizadores; más bien deben esforzarse por hacer comprender a los pequeños de una manera atrayente la voluntad de Dios como expresión de su amor, la nueva ley como manifestación de sus dones. Precisamente uno de los propósitos de este libro es ayudar a los padres cristianos en esta empresa.

Los problemas más difíciles y peliagudos de la vida matrimonial revestirán un nuevo aspecto cuando los cónyuges tengan viva conciencia de la gran misión del sacramento del matrimonio, al convertirlos uno para otro en el más "prójimo", el más obligado a velar por la salvación del otro.

Así, por ejemplo, si se presenta incluso el caso más triste de que uno de los cónyuges se pierda en el pecado de adulterio, no debe el otro abrumarle con quejas defendiendo su propio derecho. Comience más bien por examinar si realmente ha puesto cuanto estaba de su parte por ganar el corazón del otro para su cariño y para Dios. El cónyuge inocente no debe acuartelarse en el plano escueto de la justicia, negando sin más al culpable el trato matrimonial, aunque claro está que éste ha perdido ya todo su derecho. Aun así, la pregunta que en definitiva debe hacerse un cónyuge cristiano es : "¿ Qué va a ser de mi esposo y de mis hijos, según me porte de una u otra manera? ¿Qué es lo más eficaz para su alma y el alma de mis hijos?" Este amor solícito ayudará al cónyuge a salir del hondo abismo en que ha caído, haciéndose dueño de sus alborotados sentimientos y encontrándose para un nuevo estilo de amor que en verdad le desencadene.

La madre del gran pintor Pedro Pablo Rubens nos ofrece un ejemplo tan elevado de este amor y fidelidad triunfadora de toda infidelidad, que bien merece ser propuesto como modelo. Cuando su esposo, Jan Rubens, fue encarcelado a causa de sus relaciones amorosas con la princesa de Orange, fue su esposa quien le libró de la pena capital, y llegó incluso a compartir con él la prisión, dando a luz en la cárcel a su hijo, el futuro pintor. La carta que escribió a su desventurado esposo tan pronto como se enteró del escándalo, es un testimonio emocionante de amor cristiano :

Querido esposo :

...en lo que se refiere al perdón que vos me pedís, yo os lo doy ahora y siempre, cuantas veces me lo pidáis, con la única condición de que debéis amarme como antes. No os pido otra satisfacción que el amor que hasta ahora me habéis tenido; pues si eso tengo, todo lo demás vendrá ya por sus pasos. Me ha alegrado sobremanera recibir nuevas vuestras, pues la separación uno de otro traía mi corazón en perpetuo desasosiego y continua añoranza. He redactado un memorial: el Señor quiera que tenga el éxito que yo deseo... Los pequeños ruegan, cada día, dos o tres veces por vos, para que el Señor os devuelva pronto a casa. Querido esposo, acaba de llegar nuestro recadero trayéndome una carta vuestra que me ha alegrado mucho, pues veo que vos creéis ya en mi perdón. Nunca pensé que fuerais a juzgar que mostraría yo en este asunto la dureza que en realidad nunca he tenido. ¡ Cómo hubiera podido mostrarme exigente y aumentar más vuestra postración, viéndoos en tan gran necesidad y estrechez, de la cual con gusto os sacaría, si posible fuera, aun a costa de mi sangre... ! Donde hasta aquí ha habido tan gran amor, ¿iba de golpe a brotar tan gran odio, que no me dejara perdonar una pequeña falta contra mí, siendo tantas y tan graves las culpas que cada día he de pedir a mi Padre celestial me perdone, y precisamente con esta condición : "así como yo perdono a todos mis deudores" ?... Tiemblo y confío. Pero mi confianza es más fuerte aún que mi temor. Lo demás lo encomiendo al Señor, pues no puedo seguir escribiendo. Pediré por vos al Señor con todas mis fuerzas. Así lo hacen también los niñitos, que os envían muchos saludos y desean grandemente veros, igual que yo, ¡ bien lo sabe Dios! Escrita el 1 de abril, entre las 12 y 1 de la noche. Y no me volváis a escribir más eso de "indigno esposo", pues todo está ya perdonado.

Vuestra fiel esposa,

María Rubens

Claro está que hay casos en que, por una empecinada infidelidad o manifiesta mala voluntad de uno de los cónyuges o también por otros motivos de mucho peso, puede hacerse imposible la continuación de la sociedad conyugal. En un caso extremo —por ejemplo, si uno de los esposos se convierte en corruptor sistemático de los niños — no habrá más solución que la ruptura de la comunidad conyugal ("separación de mesa y lecho"). Sin embargo, como el vínculo sacramental perdura, también el amor y la solicitud pastoral que se deben los esposos cristianos entre sí debe seguir por encima de pasos tan terribles y de la misma separación. La regulación de las relaciones mutuas externas en adelante, la posibilidad de una eventual reconciliación y la reanudación de la vida conyugal son, en virtud del sacramento del matrimonio, problemas también, y no en última instancia, de orden pastoral; no se podrán resolver acertadamente si no se mira antes al amor que Cristo tuvo hacia su Iglesia.

2) El mundo de la profesión temporal

El reino de Dios no es de este mundo. Ni la pericia en la profesión terrena, ni todos los progresos de la cultura y de la técnica pueden traernos el advenimiento del reino de Dios. Pero el reino se ha manifestado en este mundo y para este mundo. Ya lo hemos considerado en el capítulo segundo, hablando de la libertad de los hijos de Dios y del anhelo de la creación por tomar parte en ella; lo que allí hemos dicho habremos de considerarlo aquí desde un nuevo punto de vista: el de la misión específica del seglar.

A la luz de su vocación al apostolado, la actividad profesional del seglar adquiere una gran importancia. La profesión es el lugar donde el cristiano deberá pasar la mayor parte de su vida activa; ella forma el ámbito en que deberá acreditarse su filiación cristiana. Su mundo profesional y los demás campos de la vida civil en que se desenvuelve el cristiano habrán de grabar honda huella en todo su sentir, en su carácter y en su decisión por Cristo.

El cristiano tiene que santificar su trabajo profesional y su actuación en la vida pública mediante la recta intención, obrando siempre por buenos motivos. Pero esto solo no basta. Su principal tarea será hacer de todo el conjunto de la vida profesional, de la economía, de la política, de la vida de cultura, expresión de su reconocimiento del supremo dominio de Dios sobre todos los campos de la vida; y al mismo tiempo deberá crear una atmósfera general en la que pueda prosperar sin peligro la vida cristiana.

En mis dos libros Soziologie der Familie: die Familie und ihre Umwelt, Otto Müller Verlag, Salzburgo 1956, y Fuerza y flaqueza de la religión (La sociología religiosa como llamamiento al apostolado), Herder, Barcelona 1958, he demostrado, a la vista de un amplio material estadístico, el influjo capital y múltiple, tanto para el bien como para el mal, que experimentan la moral y la religión de la familia por parte de los más diversos campos de la vida terrena. Estos campos vitales y las fuerzas que determinan la marcha de la sociedad pueden estar penetrados de religión o bien obstaculizar al hombre el acceso a la verdad religiosa o, cuando menos, impedir el desarrollo pujante de la vida de fe. Es la misma alternativa que se nos plantea a nosotros : o ser "sal de la tierra" para todo el conjunto social o dejarnos contagiar nosotros mismos por la corrupción del ambiente.

Por la gloria de Dios y por la salvación del prójimo — los dos fines de todo apostolado, correspondientes a los dos sentidos del mandamiento del amor —, tenemos que poner en juego toda nuestra fuerza para ordenar la vida profesional y todos los campos sociales de tal manera, que sean testimonio perenne de nuestra incondicional entrega al reino de Dios. Así haremos también más fácil a los demás labrar su propia salvación en esos mismos ambientes.

Naturalmente, en el terreno civil no todas las responsabilidades son iguales ni de la misma naturaleza. Así, por ejemplo, tratándose del problema de dar a cada familia la morada conveniente, quien más podrá hacer será un arquitecto inteligente, máxime si ocupa un puesto director. Claro que también el peón o el carpintero, con su trabajo hábil y concienzudo y con sus prudentes observaciones, pueden contribuir a la mayor habitabilidad de esta o aquella casa, prestando de esa forma un servicio a la moral familiar. Pero es obvio que su influjo no llega a tanto como el del arquitecto o el del político, que son directamente responsables de la legislación llamada a remediar el problema de la vivienda.

Los consorcios empresariales y los sindicatos, y dentro de ellos ante todo las figuras directoras, pueden a veces trastocar profundamente la vida económica y profesional dentro del ámbito de posibilidades establecidas, tanto de orden técnico y político como de la psicología de la masa. Basta que pensemos en el proyecto de algunas de tales asociaciones y sindicatos para implantar la semana continua de trabajo, de tan profundas consecuencias en la vida familiar y en el culto divino público. Todo empresario, técnico, capitalista y obrero, al ingresar en tales organizaciones, toman sobre sí la parte de responsabilidad correspondiente a su condición por estas y otras no menos importantes resoluciones.

Todos y cada uno de los obreros, artesanos, labradores, funcionarios, empleados contribuyen con su trabajo a conciencia y con la honradez en su profesión a que sea una realidad el concepto genuinamente cristiano de la profesión y del trabajo: ambos han de estar presididos no por el egoísmo, sino por el espíritu de servicio a la propia familia y a la comunidad.

En el siglo pasado, siglo de los slogan que pretendían hacer pedazos al hombre de algún modo : "el arte por el arte", "la política pura", "la economía es para sí misma su ley", y sobre todo el torpe principio "la religión es asunto privado", no se quería ver las fuertes influencias mutuas entre la religión y los diversos campos sociales. Los hombres eran "socialmente ciegos". Tanto más claro es hoy el grito de nuestra conciencia.

La historia contemporánea nos ofrece dos experiencias impresionantes, que debieran abrir los ojos a todo hombre de buena voluntad : ¿ cuál ha sido el resultado de esa doctrina defendiendo que la "economía es para sí misma su ley" ? ¿ A qué condujo la primera época del capitalismo, con su poderoso aparato económico montado a costa de los obreros para enriquecer a los particulares? Al trabajo de mujeres y niños más de catorce horas diarias y a la ruina física, psíquica y religiosa de un sinnúmero de hombres. Pero aún más espantosa ha sido la experiencia de una política autónoma. Y en el experimento del nazismo colaboraron incluso cristianos ingenuos que se dejaron engañar por el tópico de que la política es una cosa que se justifica por sí, que no tiene nada que ver con la religión ni con la moral. Bien tuvimos luego que palpar en nuestra propia carne cómo no hubo ni un solo aspecto de la vida ni una sola familia que escapara ilesa de sus tristes secuelas.

Es asunto que sobre todo incumbe al cristiano seglar el dar con las formas concretas de expresar y hacer realidad en los diversos campos de la vida y particularmente en el mundo profesional su concepción cristiana de la vida.

Así, por ejemplo, el artista cristiano debe dominar su arte con toda la perfección posible, conocer a fondo las leyes propias en su relativa independencia legítima y al mismo tiempo estar hondamente aclimatado en la fe cristiana, para contribuir a la presencia de un arte que sea expresión del ser cristiano. Aun para la salvación del hombre, no da lo mismo que le ofrezcan mamarrachadas o cursilerías o un auténtico arte religioso. No da lo mismo ser un arte expresión del colectivismo, de un desmedido atrevimiento, de un existencialismo al servicio de toda extravagancia, o, por el contrario, ser expresión del equilibrio cristiano, de un noble respeto a todos los seres, a la persona humana y a Dios.

Por lo demás, incluso para el mismo materialismo dialéctico, esta unidad de los diversos campos de la vida es una verdad que salta a la vista. Los partidarios de esta cosmovisión de ningún modo consentirán que el arte, la ciencia o la economía busquen formas de expresarse en contra de su filosofía. La doctrina católica, según la cual esta unidad de todas las manifestaciones vitales viene de arriba y no del sustrato económico, y que establece la clara distinción entre la función sacerdotal y la misión de los seglares, asegura a cada uno de esos campos una independencia mucho mayor que la que le puede ofrecer el sistema de Carlos Marx.

El mundo de lo temporal es fundamentalmente de la competencia del seglar. El magisterio eclesiástico no se arroga, en las cuestiones de orden económico o social, más competencia que la de velar por el influjo que puedan tener en los problemas de fe y moral. Las indicaciones positivas del magisterio en este terreno no pasan de ser principios básicos y generales; dejan al seglar su derecho y su pericia, su propia iniciativa para encontrar los medios mejores de llevar a cabo la realización concreta y adecuada de las normas morales. Con frecuencia oímos a los seglares católicos quejarse de que, por ejemplo, la doctrina social de la Iglesia se contenta con generalidades, sin indicarles con suficiente claridad lo que prácticamente deben hacer. Y es que no han comprendido bien la misión de la Iglesia, que ni debe ni puede quitarles su propia responsabilidad en ese campo. Todo lo que la doctrina de la Iglesia enseña desde el punto de vista moral y religioso ha de estructurarlo luego el seglar con una visión completamente nueva desde su terreno práctico. Su tarea es no sólo observar los principios de la Iglesia, sino también tener en consideración el orden concreto en que se mueve su vida, las posibilidades a su alcance y las exigencias de tiempo y lugar.

3) El seglar y la cristianización de su ambiente

El seglar no es tan sólo término y "objeto" de la actividad pastoral de la Iglesia. Como miembro del pueblo de Dios, es también colaborador activo: primero, cuando en la iglesia participa activamente en la liturgia y contribuye así a hacer realidad plena su vocación cristiana comunitaria; después, y sobre todo, en el terreno social, mediante su celo directo e indirecto por la salvación del prójimo a través de la transformación y cristianización del ambiente.

En las antiguas épocas del cristianismo recibían los emperadores, para su elevada misión temporal, la bendición y unción de la Iglesia. Los hombres tenían conciencia de la gran importancia que encerraba para la salvación de las almas el recto ejercicio del poder secular. El espaldarazo que armaba a los caballeros consistía igualmente en una ceremonia religiosa : la nobleza cristiana, que era entonces la clase rectora de la sociedad, debía sentir su deber de cooperar a la edificación de un orden social del que dimanara felicidad y salud para las almas inmortales. Pues bien, en la era de la democracia y de un grado de cultura generalmente elevado, es la totalidad del pueblo fiel la que debe asumir en gran parte la responsabilidad de animar de espíritu cristiano no sólo la vida privada y el ejercicio de la profesión temporal, sino la misma vida pública.

La forma primera y básica de ejercer este apostolado la hemos expuesto ya anteriormente, al presentar la familia en cuanto comunidad pastoral. Allí teníamos un sacramento, el matrimonio, y aquí tenemos otro sacramento, la confirmación, que confiere para el campo de la vida pública idéntica misión sacerdotal que aquél para la vida familiar. Este sacramento destina y consagra al seglar "para la lucha contra los enemigos de la salvación". El confirmado adquiere potestad "para confesar públicamente con palabras la fe en Cristo, y esto como por oficio", dice santo Tomás de Aquino. Dentro del espíritu del gran doctor de la Iglesia, añadiremos nosotros : y no sólo con palabras, sino también y sobre todo con las obras y la transformación de la vida pública, juntamente con un influjo sistemático de la opinión pública.

En virtud de su ser cristiano y su estar en el mundo, corresponde al seglar una parte muy esencial de la pastoral del ambiente, de tan grande urgencia hoy día. Él se encuentra en primerísima línea, y no precisamente sólo como soldado bien manejable o como puro instrumento del clero; ni aun con la mejor buena voluntad del mundo debe éste equiparle de normas que desciendan hasta las últimas menudencias. La mejor preparación y el presupuesto esencial del apóstol seglar es: fe, competencia en su profesión y mirada muy atenta hacia las posibilidades concretas de la verdad cristiana para transformar el mundo. Así como el seglar recibe del magisterio eclesiástico su arraigo en el mundo de la fe y las directrices de su tarea apostólica, así por su parte el clero recibe de los seglares colocados en medio del mundo las indicaciones relativas a la situación concreta y a las dificultades y problemas prácticos.

Virtudes capitales para esta actividad pastoral del ambiente son el espíritu de responsabilidad y de pronta disposición para el trabajo en equipo. Es desde su raíz una empresa de toda la comunidad cristiana. Con razón decía el obispo chileno Manuel Larrain, ante el II Congreso Mundial del Apostolado Seglar, celebrado en Roma en octubre de 1957, en una estupenda comunicación : "El redescubrimiento del carácter social y comunitario de la salvación es uno de los grandes adelantos en la vida de la Iglesia de hoy y en su influencia en el mundo. La primera nota del cristiano de hoy apostólicamente formado es su sentido sobresaliente del misterio de la comunidad cristiana... El sentido comunitario ha enseñado a los hombres a comprender, a la luz de Cristo, cómo la comunidad de vida y la comunidad de culto divino se relacionan entre sí y se interfieren mutuamente."

Resumiendo, podemos expresar nuestro pensamiento con esta significativa frase del mismo prelado : "El seglar cristiano de hoy ha tomado conciencia clara de la verdad de que el apostolado no es una cosa al margen de la vida cristiana, sino la misma vida cristiana, si es que la queremos vivir genuina y verdaderamente en toda su extensión."

e) La Acción católica

Hoy día es frecuente el empleo del término "Acción católica" en un sentido amplio, que prácticamente viene casi a coincidir con lo que decimos aquí sobre el apostolado esencial a todo cristiano. Pero, en un sentido estricto y propio, Acción católica significa la participación organizada de los fieles en el apostolado jerárquico de la Iglesia, es decir, en la misión pastoral que compete a los pastores supremos en cuanto tales. Así la describía su gran promotor, el papa Pío xi.

Según eso, el rasgo decisivamente característico de la Acción católica es recibir su misión de la jerarquía, la cual la cubre con su autoridad y sale de manera especial su responsable. En la Acción católica se asignan al seglar católico tareas y derechos que, de sulco, no se dan en la condición laical en cuanto tal.

De esta definición de Acción católica se deriva espontáneamente la obligación particular de sus miembros de atenerse a las normas de la Iglesia. Lo cual no significa que dentro de la Acción católica quede ya descartada la iniciativa de los seglares, ni mucho menos. Precisamente aquí tendrán no pocas ocasiones de manifestarla, poniendo a sus jefes espirituales al tanto de las realidades de la vida concreta, de tan gran influjo en la pastoral, así como ayudándolos con su consejo y experiencia a dar con la forma de ejercer su misión apostólica más conforme con la realidad. Es cierto que en la Acción católica siempre compete al prelado la última palabra, pero normalmente éste discute antes sus decisiones con los seglares especialmente indicados. El seglar no es un puro instrumento ; es constituido colaborador eficaz de la jerarquía dentro de un terreno en sí propio sólo de ésta. Su misión tiene gran parecido con diversas funciones de apostolado inmediato (por ejemplo, catequesis, enseñanza de la religión, ayudas pastorales en general) que en todo tiempo se han confiado a los seglares.

No hay duda de que la Acción católica puede desempeñar un papel extraordinariamente eficaz como instrumento de la pastoral del ambiente, entendiendo aquí por tal un trabajo directo e inmediato de orden pastoral. Sus principios básicos y su organización garantizan una rigurosa coordinación de fuerzas y una excelente colaboración entre clero y laicado.

Las secciones de la Acción católica, que toman a su cargo tareas apostólicas especializadas en un determinado ambiente, se distinguen ordinariamente de la "Acción católica general". Ésta, en efecto, no se divide por clases o profesiones, sino según las cuatro ramas, por sexos y edades: hombres, mujeres, los jóvenes y las jóvenes. La tarea específica de la "Acción católica general" es, ante todo, una formación religiosa de los católicos abierta al mundo de hoy y ser expresión de la opinión pública de la Iglesia.

En su discurso al II Congreso Mundial del Apostolado Seglar, insistió el papa Pío xii en señalar que la Acción católica no puede en modo alguno pretender para sí el monopolio del apostolado, no sólo del apostolado con grupos organizados, pero mucho menos del apostolado en general. Si bien la Acción católica, conforme a su misma naturaleza, debe tender a que sus miembros constituyan una clase selecta, eso no quiere decir que las demás asociaciones que no entran en ella sean de más escaso valor.

Según la noción que hemos dado de la Acción católica como consagración a tareas de apostolado que no van de por sí unidas con el estado seglar en cuanto tal, debemos concluir que no se puede sin más obligar al cristiano a inscribirse en la Acción católica en sentido estricto. Esto, naturalmente, no excluye que alguien pueda sentir, en virtud de gracias especiales y de una necesidad particularmente urgente, la invitación clara a seguir el llamamiento de su prelado.

Hay tareas de apostolado individual que no puede asumir la Acción católica, precisamente porque según su naturaleza el suyo es un apostolado comunitario. E igualmente hay importantísimas tareas de apostolado ambiental indirecto que son hasta tal punto incumbencia de los seglares en general, que no pueden ser acaparadas por la Acción católica, si no es desconociendo la naturaleza del estado laical o de la misma Acción católica.

Las secciones o movimientos especializados de la Acción católica podrán encargarse también marginalmente de empresas de tipo cultural, social, asistencial o económico. Aunque es obvio que en estas vertientes la dirección espiritual de la Acción católica no posee la misma competencia que en las tareas inmediatas de apostolado.

Sociedades económicas, agrupaciones culturales, instituciones sociales, sociedades de educación física (peñas deportivas), asociaciones científicas, centros de información y otros grupos por el estilo son por su misma naturaleza asociaciones laicales con responsabilidad laical, aun cuando, como es su deber, se lancen con toda la fuerza de su fe a la cristianización de sus diversos sectores. Las asociaciones benéficas (Caritas), dadas sus estrechas relaciones con las tareas de apostolado directo, pueden ser anexionadas a la Acción católica, pero esto, de por sí, no lo exige su naturaleza.

Del ámbito de la Acción católica hay que excluir todo lo que tenga sabor a partido o agrupación política. Ni la Acción católica puede convertirse en partido político sin renunciar a su naturaleza, ni puede partido alguno, así sea el más declaradamente católico, erigirse en rama especializada de la Acción católica. No obstante, aun siendo la Acción católica esencialmente apolítica, no debe desentenderse de contribuir a la formación de la conciencia cristiana respecto a los asuntos económicos y políticos.

La postura de la Acción católica frente a los problemas culturales, económicos, sociales y políticos debe corresponder a la del magisterio eclesiástico. Así como éste se puede expresar sobre ellos en cuanto afecten inmediatamente a la fe o a las costumbres, así puede también la Acción católica decidirse en el mismo sentido por estas cuestiones.

Para concluir, insistamos todavía, a fin de evitar equívocos, que, como advertía ya Pío xri en el discurso citado, queda aún cierto margen para la justa discusión en torno al empleo de los términos "apostolado" y "Acción católica". Cuando en los documentos eclesiásticos se designa a veces el apostolado dentro de la Acción católica como el "auténtico" y todo otro apostolado como de algún modo "no auténtico", ese uso de tales términos no presupone nada contra nuestra concepción de que la actividad dentro de la Acción católica no es el campo de trabajo propio del estado seglar en cuanto tal. Sí, en cambio, es innegable que la actividad en el seno de la Acción católica puede recibir el nombre de apostolado en manera sobresaliente atendiendo al significado original de la palabra, que designa una misión expresa; en la Acción católica, efectivamente, a la vocación general, grabada en el mismo ser del cristiano, se añade una misión especial para tareas especiales.
 

VIII. LOS BIENES TERRENALES AL SERVICIO DE LA CARIDAD

El amor, infundido y exigido a un tiempo en nosotros por el mismo amor de Dios, lo quiere todo: no se puede amar verdaderamente a Dios si no se ama al prójimo, y no se puede amar al prójimo verdaderamente si no se le ama en Dios. Pero aún no está dicho todo : tanto el que ama como el que debe ser amado han de tomarse en su totalidad: no se puede amar el alma del prójimo si no se toman también en serio sus necesidades terrenas y corporales; no puede uno entregar las fuerzas de su alma al amor del prójimo si no quiere poner fundamentalmente sus haberes terrenos al servicio de la caridad. "El que, teniendo bienes de este mundo, cerrare su corazón al hermano que ve necesitado, ¿cómo podrá permanecer en ese tal el amor de Dios?" (1 Ioh 3, 17).

Todos nuestros esfuerzos por el alma del prójimo, por más que aseguremos que no deseamos sino su mayor bien, han de aparecer rotundamente insinceros si, pudiendo ayudarle, nos cerramos en banda ante su necesidad física y material.

Ya es mucho la sola necesidad material, pero si a ella se añade el fuerte contraste del desamor y la injusticia de un ambiente embriagado en lujos y superfluidades, ¿a qué grado de amargura no llegará el corazón de los pobres necesitados y oprimidos? "Cuando el hermano o la hermana están desnudos y faltos del alimento cotidiano, ¿de qué les aprovecha que les diga uno de vosotros: ¡Id en paz; andad, calentaos y hartaos ! Si no les da nada, ¿de qué les va a servir?" (Iac 2, 15s).

El hombre es un todo, una unidad : si en el campo de los bienes materiales ha tenido que experimentar durante largo tiempo la falta de amor e injusticia, mal dispuesto va a estar para las experiencias del amor sobrenatural. Que los cristianos se muestren en este punto duros e insensibles, es un indicio tremendo de que todavía no han descubierto o no quieren ver a su hermano o hermana en Cristo. Hombres que han sido repetidamente víctimas de la injusticia, que no han recibido nunca la más pequeña muestra de amor, será muy difícil que alcancen una experiencia vital y pujante de la comunidad sobrenatural de amor en Cristo : les falta la fuerza liberadora del auténtico amor. Aquí vemos que la caridad, aun en el campo de los bienes terrenos, tiene siempre esencialmente un matiz apostólico, expresión de la caridad sobrenatural y preparación para su más fácil y profunda experiencia.

Los bienes materiales son dones del Padre común que está en los cielos. Por eso deben contribuir a estrechar los lazos del amor entre los hombres, que formamos la gran familia de Dios.

Y sobre todo en el seno de la familia esta solicitud común de unos por los otros en lo que respecta a los bienes materiales debe ser fruto constante del mutuo amor y contribuir a su arraigamiento. La "separación de bienes" en la familia, situación en que cada uno de los miembros se preocupa únicamente de sí y quiere que sus bienes sean sólo para sí, indica bien a la claras que van de mal en peor la unidad y la caridad.

Pero la comunidad humana en el terreno económico sobrepasa los límites de la familia. El intercambio de bienes y los mutuos servicios sociales no han de servir tan sólo para unirnos materialmente en el negocio; es una ocasión para que, consciente y gustosamente, reconozcamos la necesidad que tenemos en lo social de depender los unos de los otros. ¿Por qué no pensar, por ejemplo, alguna vez en tantos hombres como han contribuido a que podamos nosotros tomar con tanta paz y tranquilidad este apetitoso almuerzo?

Más: sobrepasemos la obligación y hagamos con gusto de nuestras fuerzas y de nuestros bienes materiales, que son precisamente dones del amor de Dios, dones de nuestro amor a los otros hombres, nuestros semejantes. En todo caso, cumplamos siempre nuestra obligación en las prestaciones económicas y sociales con espíritu de caridad y justicia. De poco vale dar y distribuir limosnas a diestro y siniestro si no se empieza por poner buena base con el fiel cumplimiento de la justicia. Esas limosnas no nacerán de un verdadero sentimiento de estima del prójimo ni conducirán al establecimiento de una comunidad en el amor.

El liberalismo económico de Adam Smith (j 1790) se negó a fijar ideales y normas obligatorias de moralidad para la vida económica : la economía no tiene otra regla que las leyes del mercado, la ley de la oferta y la demanda; el único resorte justo, que no debe ser estorbado por el "moralismo", es el propio lucro bien entendido. La práctica del primero y del alto capitalismo, cimentados en tal doctrina, puso en aterradora evidencia los frutos que produce la ley del propio lucro y el desorden que trae a todo el terreno de la economía y de la misma convivencia humana.

Si creemos en el Dios de amor, que nos ha dado los bienes terrenos en usufructo, tiene que hacérsenos incontestable el deber de significar a Dios nuestro amor y gratitud en éste como en cualquier otro sector de la vida, por la consideración recíproca de unos con los otros, demostrando prácticamente ese amor con el ejercicio de la caridad fraterna. Aparte de que el cristiano sabe de sobra que es absolutamente imposible el amor bien ordenado de sí mismo cuando falta un auténtico y hondo amor al prójimo.

Nuestra verdadera postura frente a los bienes materiales, en cuanto son dones de la paterna liberalidad de Dios, no es otra que la disponibilidad para convertirlos en medios de practicar la caridad fraterna.

Está ya claro que el cristiano no puede ver en la rentabilidad desenfrenada hasta su último grado la medida definitiva de la vida económica. Naturalmente, toda empresa, para poder subsistir, ha de contar también a la larga con cierto margen de rentabilidad; pero nuestra comunidad humana pide que la postura fundamental ante la vida económica sea el espíritu de servicio social, tendiendo a cubrir las necesidades, mas sin perder de vista la solidaridad de todas las criaturas. Pensar exclusivamente en función de los sumandos de rentabilidad y dejándose arrastrar por un desmedido afán de lucro, conduce a la división de los hombres y convierte la vida de los negocios en un tormento. Si, por el contrario, fuera todo animado por el espíritu de caridad, tendríamos por fin la oportunidad de establecer una razonable moderación en la producción y consumo de los bienes y de conseguir pacíficamente la nivelación entre las diversas clases de la sociedad.

Una ordenación en justicia y caridad dentro del campo de los bienes terrenos debe preocupar al cristiano mucho más que el puro avance del bienestar económico, lo cual es para el marxista el último fin y el substrato decisivo para todo el resto delas manifestaciones humanas. Para nosotros, los cristianos, tanto los bienes materiales como las relaciones económicas ocupan un segundo lugar. Nuestro paraíso no consiste en la sobreabundancia de bienes terrenos. Aunque el reino de Dios, que viene a nosotros en amor, debe caracterizar también la vida económica de los cristianos. En todos los terrenos tenemos que dar testimonio de que hemos aceptado el reino de Dios y vivimos empeñados en hacerlo realidad. Incluso en el sector de los bienes materiales no se trata en definitiva sino de Dios y de su amor.

En la atmósfera del egoísmo, los bienes terrenos poseen una fuerza que no sólo divide, sino también ahoga y esclaviza el corazón. En un mundo que ya no piensa en la bondad dadivosa del Padre común de los cielos, en que cada uno se busca a sí mismo, esos bienes que provienen del amor de Dios y deberían despertar en nosotros el amor a Dios y contribuir a acercarnos más los unos a los otros, se convierten en "injusto Mammón", en ídolo peligroso al que se atribuyen el culto y el amor de Dios (Mt 6, 24s).

La codicia, la carrera desmesurada y sin escrúpulos en pos de un nivel de vida siempre más alto, tienen en sí verdaderamente algo de idolátrico (cf. Col 3, 5; Eph 5, 5). El corazón de esos idólatras del nivel de vida se vuelve inaccesible a la palabra de Dios (cf. Mt 13, 22) y queda embotado frente al prójimo. Por algo nos advierte el Señor : "Alerta: guardaos de toda codicia; porque, aunque uno ande sobrado, no depende su vida de los bienes que posee" (Lc 12, 15). En cambio, usar de los bienes creados en espíritu de caridad y para el servicio de la caridad es liberarse de los lazos asfixiantes de la esclavitud del dios dinero y prepararse para ser admitido en el reino eterno del amor (Le 16, 9).

Los bienes materiales han de servir para elevarnos eficazmente a los bienes superiores de la salvación. Su consciente utilización al servicio del prójimo hará libre nuestro corazón para un amor a Dios sin reservas. Aunque compremos y negociemos como los demás, debemos interiormente ser tan libres como si nada poseyéramos (1 Cor 7, 30s). Así viviremos como hombres "escatológicos", que aguardan a pie firme, con las antorchas ardientes de la caridad, la vuelta del Señor, entregados, en medio de la vida económica y de los cuidados de cada día, con plena confianza, a la divina providencia.

En su descripción del juicio final, nos ha dicho el Señor bien claro que el ejercicio de la caridad en el campo de los bienes terrenos ha de ser la señal últimamente característica para sus discípulos (Mt 25, 34-46).

Por su parte, los padres de la Iglesia insisten repetidamente, en sus sermones, en que es imposible participar en la celebración del gran banquete eucarístico del amor, en el que todos formamos una verdadera fraternidad amorosa, si no veneramos ni amamos a Cristo en el hermano necesitado. La comunidad amorosa en torno al altar ha de manifestarse también en la misericordia y asistencia a los pobres y en nuestra relación con los bienes económicos.