Parte cuarta

DE CORAZÓN A CORAZÓN


La ley corno expresión de la voluntad amorosa de Dios (capítulo primero), la libertad de los hijos de Dios como participación inicial en la libertad y amor de Dios propios de los bienaventurados (capítulo segundo), la conciencia como órgano que nos hace posible escuchar la voluntad amorosa de Dios, los sentimientos del corazón y los motivos de nuestras acciones (capítulo tercero), todo esto contribuye a afirmar más y más en nuestra alma una convicción consoladora : vivimos de Dios. Somos lo que somos porque Dios, en su amor, nos ha llamado a cada uno personalmente por nuestro nombre. Y seremos lo que debemos ser si, plenamente conscientes, hacemos de esta llamada el eje de nuestra vida y correspondemos a ella con amorosa obediencia.

El estudio de las virtudes teologales y de las cardinales (virtudes fundamentales de la vida moral) ha de mostrarnos ahora categóricamente cómo la verdadera vida cristiana es, en su más profundo sentido, diálogo entre Dios y el hombre, un diálogo de corazón a corazón.

Por la fe nos revela Dios los misterios de su corazón. Así, para creer con fe saludable y penetrar realmente en la profundidad (le los misterios de Dios, es del todo necesario creer con el corazón (seccción primera).

Por la esperanza nos promete Dios la riqueza desbordante de su amor y nos hace tender hacia Él con todas las fibras de nuestra alma. Desprender nuestro corazón de todos los apegos terrenos y orientarlo hacia las promesas divinas es encontrarse ya en el camino que lleva al corazón de Dios (sección segunda).

El diálogo amorosamente íntimo, de corazón a corazón, posible ya en esta vida por la virtud teológica de la caridad, es comienzo y prenda de nuestra dichosa participación por toda la eternidad en aquel círculo de amor en que el Padre se da al .Hijo y el Hijo al Padre en el fuego del Espíritu Santo (sección tercera).

 

Sección primera

LA FE

I. La fe nos libra de embarrancar en el egoísmo ; es, como dice el concilio de Trento, "principio de salvación, fundamento y raíz de toda justificación". La fe nos enseña que nuestra verdadera vida se alimenta de la palabra de Dios ; nos enseña que vivimos realmente de la palabra vivificante a través de la cual Dios se nos revela.

II. Al aceptar la fe con inteligencia, corazón y voluntad, damos entrada en nosotros, bajo la acción de la gracia, a la palabra purificadora de Dios.

III. Pero la fe, donación personal de nosotros a Dios y respuesta a su palabra, para revestir de nueva forma nuestra vida, exige que la confesemos ante los hombres.

IV. La fe es confesión en la comunidad, en la Iglesia, comunidad de fe.

V. La palabra de Dios da ser y vida al creyente, sin méritos previos de su parte. Pues precisamente en la fe está la fuerza no sólo para renovar el corazón, sino también para hacer brotar de los corazones renovados el fruto de las buenas obras.

VI. Así, la fe nos arranca de los lazos asfixiantes del mundo, sin que esto signifique un escapar del mundo, sino un llenarnos de fuerza para renovar, conscientes de nuestra obligación, la faz de la tierra.

VII. En fin, la fe ha de ser el granito de mostaza creciendo sin descanso en nuestro corazón y en el de todos cuantos nos rodean.


I. LA PALABRA DE DIOS

a) La palabra de Dios es don gratuito

El que piense que la fe es un asunto personal que el hombre ha de resolver por sí mismo, se equivoca. Para la fe no podemos apoyarnos en nosotros mismos. La fe no es el producto de nuestros hondos pensamientos. La fe nos enfrenta con el tú de Dios, nos pone ante su verdad y sus pretensiones. Con eso pone fin a nuestra independencia, es claro, pero también nos abre una puerta para salir de nuestra soledad desamparada. Pues las pretensiones de la palabra de Dios no tienen el carácter de exigencia que ordinariamente les atribuye el "hombre viejo". Que Dios pida al hombre se deje conducir a su verdad y a su amor, es evidentemente pura dignación y condescendencia de Dios y alto honor para su criatura.

La fe es don de Dios. Por eso, lo que sobre todo y decisivamente se nos pide ante la palabra del Señor es dejar ya de vivir encerrados en nosotros mismos, dejar de construirnos nuestra vida por nosotros mismos. En nuestra actitud frente a la palabra de la fe debemos hacer realidad la primera bienaventuranza : "Bienaventurados los pobres de espíritu" (Mt 5, 3), es decir, los que ante Dios se presentan humildemente "inclinados" (eso significa literalmente el término griego), conscientes de su pobreza y pequeñez. Ellos son, por lo demás, los únicos capaces de recibir el reino de Dios: "Yo te bendigo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas a los sabios y prudentes (a aquellos que creen ser sabios y prudentes por sí solos) y las has revelado a los pequeñuelos. Sí, Padre, pues así pareció bien a tus ojos" (Mt 11, 25s).

Por la fe nos revela el Dios santo, sin merecimientos de parte nuestra, los misterios íntimos de su vida. En su palabra eterna, expresión de sus conocimientos y de la riqueza de su amor, el mismo Padre se nos manifiesta. Pues "nadie conoce al Hijo, sino el Padre. Y al Padre no lo conoce nadie, sino el Hijo" (Mt 11, 27). El diálogo de amor, la respuesta entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo son para nosotros, los hombres, algo completamente inaccesible, algo que apoyados en la sola naturaleza no podemos alcanzar. Ahí está precisamente el carácter gratuito de la fe: por la gracia Dios Padre a través de su Hijo, de su palabra, nos da ya aquí (por la fe) un anticipo de este elevadísimo misterio. En la fe se preludia ya la visión de Dios cara a cara. El conocimiento de la fe sólo lo consigue aquel a quien el Hijo lo quiere otorgar (Mt 11, 27).

b) La palabra de Dios significa muerte o vida

La palabra de Dios se dirige a todos los hombres, ¿por qué, pues, no todos los hombres le dan fe? Cristo nos ha dado a esta pregunta dos respuestas que se completan :

Una : La fe es pura gracia. "Nadie viene a mí si el Padre no lo trae" (Ioh 6, 44). "Todo el que oye al Padre y recibe sus enseñanzas viene a mí" (Ioh 6, 45).

La otra respuesta : Quien no acepta la palabra de Dios, pone bien de manifiesto su soberbia. El soberbio no puede creer porque no quiere considerarse como dependiente de Dios ni vivir de la palabra divina. "¿Cómo podréis creer vosotros, que recibís gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene de Dios?" (Iob 5, 44).

Cristo, palabra del Padre, vive completamente del Padre, exulta al proclamar su esencial dependencia del Padre. Por eso no busca la alabanza de los hombres (Ioh 5, 41). No viene en nombre propio, sino en el nombre del Padre (Ioh 5, 43). Si viniera con misión propia y, por tanto, independiente, sería bien recibido por los orgullosos, pues no chocaría con su modo de ser. Pero Cristo, Verbo del Padre, y su mensaje de salvación tienen que chocar necesariamente con el orgullo humano. Sobre esta independencia autosuficiente del mundo recae la más severa sentencia por no haber recibido la palabra de Dios, la luz. Los hombres, cegados por sus malas obras, amaron las tinieblas más que la luz (Ioh 3, 18s).

La palabra de Dios es sentencia de muerte para el hombre viejo y rebelde que hay en nosotros. Como este hombre orgulloso no quiere dejarse vencer, considera inaceptables los derechos de Dios. Choca con el escándalo de la cruz, con la humildad del Señor, de ese mismo Señor que pretende imponerse a toda su vida. Muy al contrario, el hombre que, sacado de su letargo por la palabra de Dios, está pronto a reconocer su indigencia y a hacerse pequeño ante el Señor, siente que la palabra de Dios es vida. "El que escucha mi palabra y cree en aquel que me envió, tiene la vida eterna" (Ioh 5, 24; cf. 3, 16; 6, 40). "El que cree en mí tiene la vida eterna" (Ioh 6, 47). "Ésta es la vida eterna : que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a aquel que enviaste, Jesucristo" (Ioh 17, 3).

Al aceptar humildemente la palabra de Dios, renunciamos al empeño fatal de tomarnos a nosotros mismos por medida y de buscar la fuente de la vida dentro de nosotros. Por la fe nos dejamos penetrar de la palabra de Dios que nos trae la verdad y, con la verdad, la vida. Esta palabra de Dios es por su misma naturaleza palabra de vida. El Padre ha enviado a su Hijo al mundo para traernos la vida verdadera, la salvación. Objeto de nuestra fe son el Padre, que nos envió a su Hijo, y Cristo, que por nosotros murió en la cruz y por nosotros resucitó de entre los muertos para que pudiésemos participar de su vida.

c) Obras de Dios, palabra de Dios

La palabra de Dios, que por la fe nos da luz y vida, es una misma cosa con su obrar, con las obras redentoras de su amor. Nosotros creemos en Cristo, palabra del Padre, y en todas sus palabras. Pero por la fe en la redención creemos ante todo en las grandes obras de su amor, en su muerte y resurrección salvadoras. La palabra de Dios y las obras salvíficas de Cristo constituyen para la fe un único objeto. Las mismas obras redentoras de Cristo vienen a ser palabras supremas de Dios, la más luminosa revelación de los misterios de su corazón.

Esta identificación de la palabra de Dios y de las obras de Dios reclama nuestra fe de manera especial en la celebración de los santos sacramentos. Los sacramentos son signos operativos, palabras eficaces del divino amor, que suscitan y acrecientan nuestra fe; aseguran al corazón creyente que las obras redentoras de Cristo siguen teniendo eficacia para nosotros, se hacen realidad aquí y ahora en nosotros. Los sacramentos, en cuanto que son palabras eficaces de Dios, están ordenados a alimentar nuestra fe en los hechos redentores de la encarnación, muerte, resurrección y segunda venida de Cristo (cf. 1 Tim 3, 16).

De nada nos serviría la palabra de la revelación si sólo exteriormente le prestáramos oído. Cuando Dios amorosamente se dirige al hombre, penetra de tal forma en su corazón, en su voluntad y en su entendimiento, que lo transforma y renueva dándole un "oído de discípulo" (Is 50, 4), al estilo de la vida eterna. En la gracia de la fe, obra maravillosa de Dios, su voz y sus obras están operando eficazmente en cada hombre concreto.


II. RESPUESTA DEL CORAZÓN, DE LA INTELIGENCIA
Y DE LA VOLUNTAD

La palabra de Dios es el Verbo del Padre, que viene a nosotros en persona. Su mensaje y su redención nos atañen de modo absolutamente personal. Por eso nos exige a su vez una respuesta personal, una respuesta en la que toda nuestra personalidad se entregue a Él. Esta exigencia aparece clara sobre todo en la esencial unión que existe entre el acto de fe y la recepción de los sacramentos. "El que creyere y se bautizare, se salvará" (Mc 16, 16). La recepción del bautismo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo supone para el cristiano la confesión de fe en Él y la decisión de abrirse plenamente a Él y entregarse a su nombre, es decir, a su amoroso imperio.

Los ritos de los sacramentos son la más expresiva confesión de nuestra fe, porque en ellos el Verbo, la palabra de Dios, se dirige a nosotros inmediata y operativamente. Todos los sacramentos, comenzando por el bautismo, por el que recibimos y profesamos la fe, hasta la eucaristía, ante la que confesamos en adoración : " ¡Misterio de fe ! ", son a un tiempo, por parte de Dios, palabra operante y, por parte del hombre, respuesta de fe. Por la fe y los sacramentos recibimos la vida nueva que Dios nos da y nos entregamos a Dios con todo lo que somos.

La fe que nosotros profesamos es fe en Cristo, Verbo delPadre, y en las grandes obras de la redención : su muerte, resurrección, ascensión y segunda venida. Esta profesión de nuestra fe sólo tiene sentido como respuesta de todo el hombre, con "toda el alma, con todo el corazón y con todas nuestras fuerzas". Por la fe damos el sí de nuestro entendimiento a todas las palabras y obras redentoras de Dios, a todas las verdades que Dios nos ha revelado en su palabra y en la obra de su amor. La fe es para nuestro entendimiento antorcha luminosa.

Este sí del entendimiento es un sí no sólo a las verdades íntimas de Dios, sino también a las disposiciones de su voluntad, las cuales no son en realidad más que las mismas gracias en nosotros dadivosamente derramadas. Del carácter integral de nuestro asentimiento se deduce que la respuesta de la fe sólo puede concebirse como respuesta del entendimiento, del corazón y de la voluntad. La verdad de Dios ha venido a nosotros personalmente, en plan de franca amistad; luego, el sí de la fe a la palabra de Dios, para ser lo que debe, tiene que brotar de la total apertura de toda la persona ante el Señor y su acción redentora.

Cuando la Sagrada Escritura dice que la fe purifica nuestros corazones (Act 15, 9, y también Ioh 15, 3), entiende por "corazón" el centro y todo el conjunto de la persona humana. Si el corazón está limpio, está limpio todo el hombre, el entendimiento y la voluntad. Por consiguiente, la fe no nos purificará si no la recibimos con todas las fuerzas del alma.

El que da el sí de su fe sólo con la razón, mientras su corazón y su voluntad están, por el pecado, apartados de Cristo, el Señor y Redentor, tiene sólo una fe muerta, la cual no adquirirá su fuerza vivificadora hasta que el pecador, con la luz de la fe, reconozca su pecado y lo borre con el arrepentimiento. La fe muerta lleva en sí el estado de injusticia y supone una repulsa de la palabra revelada que procede del amor infinito y que tiene por fin la vida del alma en el amor. No obstante, la fe muerta es camino para recuperar la salvación. Mientras el pecador permanece firme, sin vacilar, en su fe, está condenando en el fondo sus propios pecados ; está haciendo que el juicio de la fe influya favorablemente sobre él y sobre su conducta.

De peores consecuencias que cualquier otro pecado son los pecados que destruyen la fe y cortan los puentes de salvación : pecados de herejía, de infidelidad, de apostasía y de duda voluntaria de la fe.

Comete pecado de herejía quien advertidamente niega una verdad revelada y propuesta por la Iglesia como dogma de fe. La palabra "herejía", en su origen griego, significa una elección independiente : por soberbia, la voluntad escoge, prefiere, el propio capricho a la palabra de Dios, no admitiendo otros valores que los de la propia escala o los que con su limitado entendimiento humano comprende.

Los miembros de confesiones cristianas que rechazan una parte de las verdades reveladas y expresamente enseñadas por la Iglesia, están objetivamente en la herejía. Esta afirmación no implica en modo alguno un juicio sobre cada sujeto en particular: no todos y cada uno serán reos de herejía. A todos los que, encontrándose sin culpa suya fuera de la verdadera Iglesia, dan de corazón un sí absoluto a la verdad revelada, Dios los reconoce como creyentes por razón de la sinceridad de su conciencia; tienen en sí la virtud de la fe.

Comete pecado de infidelidad quien, enfrentado interiormente con la obligación de decidirse por Cristo o contra Cristo, no quiere aceptar al Señor y rechaza de modo general su palabra. El pecado de infidelidad cobra mayor gravedad en el bautizado que, iluminado por la fe, vuelve la espalda a la religión cristiana. En este caso hablamos de apostasía (abandono total de la fe).

La herejía perfecta, la plena infidelidad apagan en el alma la virtud de la fe. Pero hay otro pecado que produce también esos mismos efectos : la duda voluntaria en materia de fe. Esta duda consiste en la afirmación insolente de que la palabra de Dios o una verdad cualquiera por Él revelada y propuesta como tal por la Iglesia es dudosa, esto es, no presenta garantías de credibilidad.

También aquí el hombre se atreve a erguirse como juez de la palabra de Dios. La raíz más íntima, tanto en este caso como en la herejía y en la infidelidad, es el orgullo de la voluntad y la corrupción del corazón por un amor equivocado de sí mismo.

Algunos cristianos se acusan sin razón, al confesarse, de haber dudado contra la fe, cuando en realidad sólo se trata detentaciones, pensamientos y dudas que los han molestado insistentemente sin que ello lesione absolutamente en nada la adhesión inquebrantable de su corazón y voluntad a la fe. Durante la tentación lo más importante es rezar, lo que es ya un signo de fe; cuando la lucha se hace violenta y persistente, son necesarias, ante todo, paciencia y entrega rendida en las manos de Dios.

La duda debida a la ignorancia de si esto o aquello es verdad de fe, no es duda contra la fe cuando interiormente se está dispuesto a someter el propio juicio a la autoridad de Dios que revela y de la Iglesia por Él establecida. Por otra parte, la ignorancia de las principales verdades de fe es pecado en la medida en que se deba a falta de interés por la fe o a pereza culpable.

Precisamente en el interés puesto por conocer cada vez mejor las verdades de la fe y en penetrarse cada vez más de ellas, se verá si de verdad hemos aceptado la fe con el entendimiento, el corazón y la voluntad. El cristiano ha de poner gran empeño por conocer su fe todo lo más ampliamente posible, en su armonía cabal, en su grandiosidad y belleza. Aunque, naturalmente, el estudio de las verdades de la fe no puede ser la forma única y más perfecta de profundizar nuestra fe. El cristiano debe no sólo estudiar, sino también aceptar y meditar con un corazón lleno de amor las verdades de la fe. Esto se hace hoy doblemente necesario viviendo en un medio descreído y superficial. Debemos estar capacitados no sólo para justificar nuestra fe ante nosotros mismos, sino también para saber "responder" (así 1 Petr 3, 15) a cualquiera, ganándolo para la fe o afirmándolo en ella.


III. RESPUESTA CON EL CORAZÓN Y CON LA BOCA

"Con el corazón se cree, y esto lleva a la justicia. Con la boca se confiesa la fe, y es para nuestra salud" (Rom 10, 10).

El Verbo de Dios está muy cerca de nosotros. Tanto, que ha plantado su tienda entre nosotros. El Verbo del Padre nos ha hablado con palabras humanas, con palabras las más sencillas y comprensibles y con los hechos más reveladores de su amor. Dios mismo con su gracia pondrá en nuestros labios la respuesta; su gracia nos sustenta para sacar de lo más íntimo del corazón la respuesta de la fe. "Cerca de ti está la palabra; está en tu boca y en tu corazón" (Deut 30, 14; Rom 10, 8).

No basta responder sólo con la boca a esa palabra que Dios nos comunica en el mensaje salvador de la fe; como tampoco puede el creyente contentarse con una respuesta interna del corazón. Cuando hemos dado el sí de nuestra fe con entendimiento, corazón y voluntad, entonces, por lógica consecuencia, se viene también a confesarla exteriormente. "Si confesares con tu boca a Jesús por Señor y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo" (Rom 10, 9).

Por la fe se apodera de nosotros, de nuestra alma, la verdad salvadora de que Cristo, el Resucitado, es el Señor y Redentor de todos los hombres. A esta verdad tan grande y consoladora se aplica doblemente aquello de que "de lo que rebosa el corazón habla la boca" (Mt 12, 34). Y esta necesidad de confesar, de poner externamente de manifiesto los sentimientos más íntimos del corazón, no nace únicamente de un imperativo natural y psicológico. Es algo que además viene exigido por la naturaleza y el objeto de la fe: por ésta, efectivamente, confesamos al Resucitado, al Cristo glorioso, Señor de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles. La fe en Él no puede ser auténtica y sincera si no lo reconocemos públicamente como dueño de todo lo creado. No confesar a Cristo públicamente, considerar la religión como cosa de puro corazón, o como "asunto privado", es lo mismo que no reconocerlo a Él corno Señor. "Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, también yo me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; mas a quien me niegue a mí ante los hombres, también yo le negaré a él ante mi Padre que está en los cielos" (Mt 10, 32s).

Tenemos el deber estricto y sagrado, que es para nosotros al mismo tiempo un honor, de confesar nuestra fe ante los hombres con la palabra y con los hechos, siempre que lo exijan la honra de Dios y la salvación del prójimo. En ninguna circunstancia y a ningún precio podemos negar nuestra fe.

Nada, ni el miedo de las más terribles penas y sufrimientos, nos autoriza a negar la fe, aunque sólo fuera en apariencia. La negación de la fe es uno de los más graves pecados. Y no vale disculparse con la idea de que en el corazón se sigue creyendo.

No obstante, es lícito ocultarse de los perseguidores de la fe. Cuando alguien nos interroga sobre nuestra fe con mala intención y sin competencia para ello, podemos orillar sencillamente sus preguntas: "No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos" (Mt' 7, 6). Pero que esta actitud ante preguntas incompetentes de los perseguidores de la religión no sirva nunca de escándalo a cristianos débiles en su fe. No es lícito en ningún caso responder con evasivas si de ahí pudieran deducir personas menos formadas la claudicación o la negación de la fe, aunque sólo fuese en apariencia.

Cuando un no católico ha llegado ya al convencimiento interior de la verdad de la fe católica, debe también confesarla externamente. Si bien, por atención a su familia y por otras razones graves, puede ser lícito y aun necesario aguardar durante cierto tiempo el momento conveniente para manifestar públicamente su conversión.


IV. RESPUESTA DE LA FE EN LA COMUNIDAD DE LOS CREYENTES

Cristo, que por su resurrección y ascensión a los cielos se acredita como Señor de todo el mundo, dejó a sus apóstoles este encargo : "Se me 'ha dado todo poder en el cielo y sobre la tierra. Marchad, pues, a todas las gentes e instruidlas, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os ordené. He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos" (Mt 28, 18-20).

Cristo no es como el maestro que comunica y deja a los discípulos su doctrina como algo distinto y extrínseco a sí. Cristo es el Señor, el Esposo que, entregándose a la Iglesia, forma con ella una misma cosa. Sigue siempre presente en su Iglesia por la asistencia que le presta, de suerte que ésta no puede adulterar ni perder la verdad. La Iglesia es "la columna fundamental de la verdad" (.1 Tim 3, 15). Nosotros, los creyentes, "estamos edificados sobre el fundamento de los apóstoles" (Eph 2, 20). La Iglesia, al tener por misión defender y anunciar la palabra de Dios, tiene la promesa del Señor : "Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt 16, 18). "El sólido fundamento de Dios se mantiene firme" (2 Tim 2, 19).

Aceptar la palabra de la fe, creer en Cristo, el Señor, implica, pues, necesariamente creer también en la Iglesia y reconocer en todo momento que la Iglesia una, santa, católica y apostólica es la maestra de la verdad. La Iglesia nos propone el credo de nuestra fe. La demostración más importante y más significativa de nuestra adhesión a Cristo por la fe se da en la celebración de los sacramentos.

En el bautismo nos profesamos por las tres personas divinas: por el Padre del cielo, que nos recibe como a hijos suyos en el seno de la santa Iglesia; por nuestro Señor Jesucristo, cabeza de la Iglesia, el cual imprime en nuestra alma su imagen ; por el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia y hace que nuestros corazones abracen saludablemente la verdad que en ella recibimos y confesamos.

En la celebración de la eucaristía anuncia la Iglesia la muerte y resurrección del Señor "hasta que vuelva" (1 Cor 11, 26). Anuncia la muerte de Cristo como hecho salvífico que por la fe se actualiza aquí y ahora con su eficacia redentora. Por la Iglesia y en la Iglesia, Cristo, que ha muerto por todos nosotros, corresponde a mi fe en la celebración de la santa misa y en la recepción de su cuerpo inmolado, asegurándome : "También a ti alcanza todo este mi amor." La oración comunitaria, brotando de lo más profundo del corazón, es la respuesta de nuestra fe. Sabemos que es muy grata a Dios, porque es la confesión con que la Iglesia, la esposa amada de Cristo, le adora y ensalza.

En el sacramento de la penitencia el sacerdote y el penitente confiesan los dos su fe en la justicia y misericordia de Dios, alabándole y dándole gracias. El sacerdote comunica al penitente de modo completamente personal el mensaje de la fe: "Tus pecados te son perdonados." Y entre los actos que pone el penitente contrito se cuenta, junto a la declaración o confesión de sus pecados, la confesión de su confianza en los hechos redentores de Cristo. También aquí la Iglesia es quien transmite a nuestra fe la palabra de reconciliación y en su presencia, de la Iglesia, hacemos nuestra confesión de la justicia y misericordia de Dios.

Por ser el matrimonio un sacramento, no se puede celebrar sin la Iglesia ni, mucho menos, contra la Iglesia. Es ella, la esposa de Cristo, la que predica este "gran misterio" (Eph 5, 32) del amor como misterio (le fe y salvación. Y, si los ministros de la gracia son los mismos esposos, lo son únicamente en cuanto miembros de la Iglesia y actuando en presencia de la Iglesia. Los esposos cristianos, por su mutilo sí dado ante la Iglesia, confiesan su fe en la comunidad Cristo-Iglesia y en su participación por el sacramento en tan amoroso misterio.

Creer con la Iglesia y en la Iglesia es al mismo tiempo participar en el cometido que ésta tiene de llevar la fe a todos los hombres. La celebración comunitaria de la sagrada liturgia con orden y solemnidad es un espléndido y eficaz anuncio de la fe, un fortalecimiento de la fe débil y una invitación a la fe para los "mirones". Cuando todos, con un solo corazón y una sola boca, rezan y cantan alegres, respondiendo a Dios agradecidos con la confesión de su fe, forman ya entre sí una comunidad apretada, que luego también en la vida confesará prácticamente su fe.

Por el contrario, nada hará más despreciable a los ojos de los hombres nuestra fe que ese modo frío y mecánico de "cumplir con el precepto dominical" sólo externamente o esa manera de portarse en la celebración y recepción de los sacramentos como puros espectadores a los que todo aquello tiene sin cuidado.

Una joven católica llevó consigo a la misa de nochebuena a su novio protestante, que se sentía inclinado hacia la verdad católica. Al terminar, dijo él: "No vuelvo a asistir más a cultos católicos. Las personas que estaban junto a mí no tenían fe. Allí nadie cantaba ni rezaba en común. Y no sólo eso, sino que tenían entre sí unas conversaciones que, como cristianos, deberían avergonzarlos aun fuera del templo." ¿Qué hubiera pasado en el alma de este buen protestante si se hubiera encontrado con una comunidad católica verdaderamente creyente que cantase y orase en común?

Pero las relaciones de nuestra fe con la Iglesia no están sólo circunscritas a la celebración de la sagrada liturgia. Nuestra fe va de tal forma ligada con la Iglesia, que separarse de ella implica necesariamente la pérdida de la fe. Fuera de la Iglesia no hay fe salvadora ni salvación. Esto, sin embargo, hay que entenderlo. No es una afirmación que tienda a poner un muro entre nosotros y los cristianos no católicos que creen honrada y seriamente de buena fe. Esta verdad nos une con ellos por los lazos internos de la fe y las gracias de salvación; a todos los que de corazón dan a Cristo la respuesta de su fe, la verdad los vincula a la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Los no católicos participan de la fe a través del mensaje de la Iglesia. En el seno de la Iglesia católica, bajo la inspiración del Espíritu Santo, fueron consignados en los libros del Nuevo Testamento los dogmas y verdades fundamentales del mensaje de la salvación. A la Iglesia le fueron confiados. Sin ella, no hubiera llegado a los cristianos no católicos el mensaje de salvación. Y la respuesta creyente que un piadoso cristiano evangélico hace brotar de su corazón preparado por la gracia lleva consigo implícita la voluntad sincera de pertenecer a la verdadera Iglesia de Cristo, para confesar en ella y con ella su fe.

La confesión de fe de una comunidad protestante piadosa que expresa su fe en cantos y plegarias es agradable ante Dios. Sin duda, Cristo está entre ellos con su gracia. Pero esto no precisamente por ser comunidad separada de la verdadera Iglesia (pues es claro que a Dios le tiene que desagradar que se viva fuera de la verdadera comunidad de salvación), sino en cuanto y en la medida en que sus miembros estén animados por la intención sincera de aceptar la fe de la verdadera Iglesia y confesarla ante Dios por medio de esa misma Iglesia.

Frente a los muchos cristianos separados de la Iglesia católica, lo que sobre todo hemos de hacer los católicos es preguntarnos si por nuestra conducta verdaderamente cristiana, por la adoración de Dios en espíritu y verdad, y sobre todo por el ejemplo del amor cristiano demostramos práctica y palpablemente que la Iglesia es la señal de fe y caridad levantada en alto sobre las naciones. ¿No seremos nosotros también responsables de que esos hermanos nuestros vivan separados de la verdadera Iglesia?

Por lo dicho se ve fácilmente que un protestante que advierta que su iglesia no es la verdadera ni enseña toda la fe, o no la enseña en su pureza, debe sacar las consecuencias y realizar también externamente su conversión a la Iglesia católica, a la que ya anteriormente pertenecía por su excelente disposición hacia la fe.

Por el contrario, se ve también fácilmente cómo un católico que ha recibido la fe del magisterio de la verdadera Iglesia y que ha sido instruido en ella debidamente no puede abandonar la Iglesia sin ofender con ello a Dios gravemente y "padecer naufragio en la fe". Tal paso tiene siempre sus raíces en alguna grave infidelidad precedente contra la conciencia (cf. 1 Tim 1, 19). Su estado no se puede comparar en modo alguno con el de un protestante de buena fe o el de un hereje que vuelve a la verdadera Iglesia, dice el concilio del Vaticano. Al que vuelve a la Iglesia, Dios le guía con su gracia. Y Dios no puede conducir a nadie al error, no puede llevar a nadie fuera de la verdad. Para encontrar un estado de conciencia comparable con el del católico apóstata, habríamos de suponer el de un no católico que exteriormente se pasara a la Iglesia por puras consideraciones terrenales en contra de su conciencia.

Para todo cristiano de verdad, la unión de todos los cristianos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica debe ser una de las grandes intenciones de su oración. En todo tiempo, pero sobre todo en las actuales circunstancias, ese ideal debe hacerle sentirse santamente obligado además a la práctica activa de la caridad fraterna.
 

V. LA RESPUESTA DE LA FE EN LA VIDA Y EN LAS OBRAS

Dios nos ha revelado los misterios de su corazón en su palabra y en sus obras. Ha puesto ante nuestros ojos su verdad y su amor por medio de los hechos salvíficos. Como objeto de nuestra fe están en primera línea la muerte y resurrección de Cristo. Siendo nuestra fe esencialmente fe en las obras de amor de Dios, tiene que ser una respuesta del corazón, de la boca y de toda nuestra actividad.

El contenido central del evangelio es la venida del reino de Dios, es decir, del imperio amoroso y salvador de Dios; pero a este imperio de Dios no se entrega uno con puras palabras. Aceptarlo equivale a entregarse a él con el corazón, la boca y las obras. "No todo el que me dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre celestial" (Mt 7, 21). Aquí precisamente están el mérito y lo bueno de nuestra fe : poder llamar padre nuestro a aquel que es el Creador y Señor de todas las cosas y que ha manifestado en Cristo el imperio de su amor. Decir sí a Él por la fe es decir también sí a su santa voluntad. Así, la fe implica desde su raíz una decisión de hondo sentido moral, una resolución que va directamente contra toda independencia en el obrar, una resolución de someterse al total imperio de Dios que exige para sí todas nuestras fuerzas.

Por eso el Apóstol llama a la fe no sólo un escuchar la palabra de Dios, sino además un "obedecer al Evangelio" (Rom 10, 16). Para escuchar debidamente es necesario situarse en la "obediencia de la fe" (Rom 1, 5; cf. 16, 19; 2 Cor 10, 5s).

Del sí sincero a la fe nacen por necesaria consecuencia "las obras de la fe" (1 Thes 1, 3). Lo cual quiere decir no sólo que nuestras obras deben estar objetivamente de acuerdo con las exigencias de la fe, sino que además todo nuestro obrar debe fluir conscientemente de la fe.

No recibimos la vida de gracia en virtud de nuestras propias obras, sino en virtud de la fe (Rom 1, 17; Gal 3, 11; Hebr 10, 38). Las obras que no están radicadas en la fe carecen por sí mismas de todo valor para la vida eterna, pues no están en proporción con ella. Y precisamente porque la vida eterna depende de nuestra fe, ésta debe animar vitalmente todas nuestras acciones y aspiraciones. "Pues si la fe no produce obras, está en sí muerta" (Iac 2, 17-20).

Obrar por la fe, vivir teniendo por norma la fe, ésta es, en el pleno sentido, confesión pública de la fe. Y sólo esta fe perfecta puede ayudarnos a profundizar más en el misterio de la fe. La verdad de la fe no podrá hacernos libres (Ioh 8, 32) si no "permanecemos en la palabra de Cristo" (Ioh 8, 31) por la obediencia a la fe. Nuestra naturaleza está concebida para la acción, está hecha para obrar según verdad; pues bien, siendo la fe esencialmente una respuesta dada con el corazón, con la boca y con las obras, corremos peligro de naufragar en la fe si no mantenemos en nuestra alma la disposición de obrar conforme a la fe. El Señor mismo habla con claridad sobre esta íntima dependencia entre la fe y las obras : "El que quiera hacer la voluntad de mi Padre que está en los cielos conocerá si mi doctrina es de Dios o si yo hablo por mi propia cuenta" (Ioh 7, 17).

La fe que no "obra por la caridad" (Gal 5, 6) está muerta. Sólo una fe pronta a obrar e inflamada de amor puede hacer nuestros ojos claros y lúcidos para entender el Evangelio y labrar nuestra salvación.

El pecado, especialmente el pecado mortal cometido por un creyente, choca directamente contra la fe confesada con los labios. El pecado del fiel que obra mal aun sabiendo que va contra la voluntad expresa de Dios, es más grave que los pecados de aquellos pobrecitos que sin culpa suya aún no han llegado a la luz de la fe.

Por el contrario, el pecado de un cristiano que persevera en la fe a pesar de la confusión que le produce su pecado no encierra la perversidad de los pecados del no creyente que no quiere creer para librarse así de las normas que dicta la fe. El creyente que peca está confesando siempre contra sí mismo: "Señor, tus mandamientos son buenos, pero yo soy malo."


VI. LA RESPUESTA DE LA FE EN NUESTRO CAMPO VITAL

La fe rompe con todas las medidas y escalas del mundo. Los que por la fe dan su adhesión a Cristo "no son del mundo" (Ioh 17, 14), como tampoco Cristo es del mundo. En presencia de la fe el mundo se recluye en sus tinieblas porque "sus obras son malas" (Ioh 3. 19). El creyente se coloca en abierta oposición contra el mundo, que es únicamente "concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia de la vida".

Y, sin embargo, la fe es todo lo contrario de una huida del mundo buscando el retiro de la "pura interioridad". El "mundo malo", del que habla frecuentemente la Sagrada Escritura, no es el mundo creado por Dios; esa expresión se refiere más bien al modo equivocado e insolente de organizar la vida sin tener a Dios en cuenta.

Hemos de buscar en la palabra de Dios la verdadera actitud a tomar ante la obra de la creación y ante las leyes supremas de la creación y redención. La fe, que extiende sus relaciones a todos los ámbitos de la vida, nos impone una misión apremiante: organizar el mundo según su ley. Esto es lo que Cristo nos dice en su oración sacerdotal en aquellos momentos solemnes que precedieron al comienzo de su pasión : "¡Padre, conságralos en la verdad! Tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo a ellos al mundo. Yo me consagro a mí mismo por ellos, para que también ellos estén consagrados en la verdad" (Ioh 17, 17ss). La fe es en cierto sentido una consagración del hombre creyente para la gran tarea de llevar nuevamente el mundo a los brazos de Dios. Es una consagración que actúa eficazmente sobre el mundo en virtud de los hechos salvíficos de Cristo.

'Cristo es redentor del mundo en todos sus aspectos, y no sólo de las almas cerradas en su pura soledad. Cristo quiere recobrarlo todo para gloria del Padre. Pues bien, el valor de nuestra fe debe probarse en la cristianización del mundo. Con los ojos de la fe vemos ya las líneas fundamentales de un mundo nuevo. Con espíritu de fe nos arriesgamos a aspirar, dentro de nuestro tiempo en continua transformación, a la realización de un verdadero "nuevo mundo". Por la verdad de la fe y por la redención de Cristo estamos consagrados para grabar en todas las creaciones del hombre el sello de la verdad de Cristo, la impronta de nuestra fe.

De otro modo, más temprano o más tarde, tendríamos que contentarnos con guardarnos nuestra fe en el fondo del corazón o, a lo sumo, en nuestra vida privada, pues las manifestaciones de la vida pública, la cultura, la economía, la política, las conversaciones en el pequeño círculo de nuestras amistades y, sobre todo, la formación de la opinión pública en la prensa, en el cine y en la radio no estarían ya informadas por la fe y aun serían del todo opuestas a ella.

Mientras experimentemos en nosotros oposición a ese estado de cosas y trabajemos con todas nuestras fuerzas para conseguir unas costumbres públicas mejores, mientras la comunidad creyente de los verdaderos cristianos se acredite uniendo sus fatigas y esfuerzos para cristianizar el ambiente, no podrá el demonio arrancar de nuestros corazones la fe. En cambio, desde el momento en que dejemos de trabajar para ponerlo todo sometido a la ley de la fe, desde pese momento comenzará a empobrecerse nuestra confesión cristiana, que es la alegría de nuestra vida, y a la larga quedaremos expuestos desesperadamente a las consignas de un mundo ciego a la fe, a la que combatirá.

El mejor modo de robustecer personalmente nuestra fe y defenderla en los débiles es trabajar denodadamente en equipo para poner en todo el mundo la marca de la fe. Para esto se precisa,por supuesto, un esfuerzo siempre renovado y dirigido a cimentar en nosotros mismos bien honda nuestra fe, que domine todos nuestros sentimientos y deseos. Así, toda nuestra actividad exterior cobrará por la fe brío y pujanza. De otra manera corremos el peligro de ceder a una vida lánguida y de sufrir finalmente el contagio del "espíritu de este mundo", al carecer nuestra fe de hondura y esplendor.


VII. CRECER EN LA FE

La fe es como un granito de mostaza. Es el don precioso que Dios depositó en nuestra alma por el santo bautismo. Dios pone por su parte todo lo que puede favorecer el desarrollo de esta semilla pequeñita. La Iglesia, como maestra de la verdad, sus sacerdotes, sus cuidados pastorales, el ejemplo de los santos y más especialmente el influjo de la gracia por medio del Espíritu Santo y las disposiciones de la divina providencia respecto de nuestra vida, todo esto va únicamente orientado al crecimiento de nuestra fe.

Pero precisamente porque la fe nos ofrece la verdad que es válida para todas las cosas y porque exige que la sirvamos con todas las fuerzas de nuestro ser, sólo puede crecer si nos damos a ella con una entrega absoluta, si todo lo vemos a su luz, si obramos en todo según su espíritu e impregnamos de ella nuestra vida en toda su extensión y amplitud.

La fe alcanza su máxima perfección en la caridad. Todo crecimiento en la caridad es también crecimiento en la fe. Mas tanto la fe como la caridad sólo alcanzan la vitalidad perfecta con los dones del Espíritu Santo, por los cuales el verdadero creyente se hace dócil discípulo de Cristo. El don de ciencia nos ayuda a penetrar a fondo en los misterios de la fe; nos hace captar la belleza de la fe por la armonía y trabazón íntima de todo el mundo sobrenatural. Luego, este don influye también sobre nuestra vida, pues la fe, operante por la caridad (Gal 5, 6), examina todas las cuestiones vitales a la luz de las verdades eternas. El don de entendimiento ilumina con luz sobrenatural todo lo creado; todo lo considera partiendo de los hechos salvíficos de Dios; encamina todo este universo natural a la salvación de nuestra alma. Este mismo don nos confiere el recto sentido de la fe frente a las relaciones privadas, porque ilustra nuestra alma para que distinga entre lo que se presenta y no se presenta investido de la alta dignidad de pertenecer al campo de la fe.

Y como el último porqué de la fe es su carácter de don gratuito de Dios, debemos suplicar siempre : "¡ Señor, auméntanos la fe ! "


Sección segunda

LA ESPERANZA

De la virtud teologal de la esperanza hemos hablado ya dete,nidamente al tratar de los motivos fundamentales de la vida cristiana. Toda nuestra vida va marcada con el sello de la esperanza, junto con el de la fe y de la caridad. Es natural, por lo tanto, que no se pueda hablar de ninguna cuestión importante sin tocar el tema fundamental de la esperanza cristiana: toda la moralidad del cristiano es un canto de acción de gracias por el cúmulo de tan valiosos dones ya recibidos y una confiada espera en la plenitud y consumación definitiva.

Aquí trataremos de la esperanza desde otro punto de vista: la esperanza como revelación de las insondables riquezas del corazón de Dios y medio para abrir gradualmente nuestro corazón a su amor y al de nuestro prójimo.

I. La esperanza es camino para el amor de Dios hasta nosotros e impulso de nuestro corazón hacia Dios. Esto lo vemos de un modo especialmente claro por el contraste existente entre la esperanza cristiana y las promesas terrenas de redención y progreso.

II. También el temor santo de Dios, que va unido a la esperanza, es una llamada del corazón amoroso de Dios y camino de nuestro corazón hasta Él.

III. Grandes signos de nuestra esperanza son el corazón traspasado  de Jesús, María, la Madre de misericordia, y el sacramento del perdón.

IV. La esperanza del cristiano no se dirige sólo a la salvación personal, sino que piensa también en la realización plena de la salud, en el gran día de Cristo.


I. EL AMOR, CAMINO Y META DE LA ESPERANZA

La esperanza cristiana se basa absolutamente en Dios, que nos ofrece los tesoros de su corazón, nos invita a gozar eternamente de su amor trinitario, nos anima por sus promesas, ya aquí inicialmente cumplidas, y aviva con la esperanza nuestro amor en esfuerzos de perfección. La esperanza cristiana tiene su estrella en Cristo, que por nuestro amor bajó de los cielos.

Para comprender más claramente todo lo que para nosotros significa la esperanza cristiana, comencemos por compararla con la doctrina de liberación que por sus promesas ha atraído a sus filas a tantos hombres de nuestros días : la esperanza predicada por el marxismo. No tratamos en modo alguno de hacer una exposición polémica contra el enemigo; es más provechoso preguntarse si la verdadera imagen de nuestra esperanza cristiana no está empañada también por ilusiones y esperanzas semejantes, alimentadas secretamente, y si el abandono de la esperanza cristiana por parte de muchos cristianos no es uno de los hechos que hacen posible la extensión de las nuevas doctrinas redentoras.

La doctrina marxista niega la providencia amorosa de un Dios personal velando por nosotros. Carlos Marx cree que en la base de la existencia no hay más que una despiadada "dialéctica" (= un progreso que se desarrolla a saltos y entre violentas antítesis) traducida para los hombres en la lucha y el odio de clases. "Hasta ahora toda la historia no es sino historia de la lucha de clases" (Manifiesto comunista). Ésta le parece a él la ley más radical, que permite calcular de antemano el desarrollo ulterior del progreso económico y de la historia de la humanidad. ¿ No se sigue de este enfoque un radical fatalismo, una teoría de la vida sin lugar para la humana esperanza, al negar toda posibilidad de mejora y redención? Y, sin embargo, Carlos Marx podía arengar a las masas como un profeta, porque para después del período de tirantez y lucha propio del desarrollo histórico, ya fijo de antemano, les anunciaba un estado final de concordia y amor. Así pues, aun bajo las esperanzas salvadoras, en parte groseras, de la dialéctica, palpita en el fondo el corazón hecho para el amor, para la paz, para la concordia.

La gran diferencia entre las doctrinas redentoras predicadas por Carlos Marx y la esperanza cristiana no está solamente en que en el reino de la paz terrena que el marxista espera no reina ningún dios de amor, sino, sobre todo, en que el camino que señala es totalmente distinto del que debe conducir a la realización de sus esperanzas. Pues, si el progreso de la historia (progreso científicamente fi jable partiendo de la economía) debe realizarse a fuerza de tensiones cada vez más agudas y de luchas de clases siempre más encarnizadas, la esperanza de un reino de paz ha de quedar forzosamente más allá de nuestro actual momento histórico: no podrá influir, por tanto, en su proceso.

La esperanza cristiana, en cambio, no sólo mira al reino del amor eterno, a un amor que supera todo entendimiento y que para el hombre sensual es absolutamente inconcebible (Hebr 11, 1), sino que además el camino de la esperanza en pos de esa nieta está señalado también por el amor.

¿Cuál es .el objeto de la esperanza cristiana, cuál el camino que lleva a su realización y a quién dirige su mensaje? En ningún lugar lo tenemos expresado con mayor claridad y relieve que en el sermón de la montaña, en las bienaventuranzas.

"Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados" (Mt 5, 4). do a anunciar a los pobres la buena nueva (Le 4, 18). Sin embargo, no les promete riquezas terrenas; a los ricos que sólo piensan en aumentar su caudal y elevar su nivel de vida, lanza el Señor su grito de alerta: "1 Ay de vosotros !" (Le 6, 24s; cf. Iac 5, lss). Es que los pobres de la primera bienaventuranza no son en modo alguno la clase proletaria pospuesta que se consume de odio por las injusticias del mundo y concibe su existencia como una lucha rabiosa de envidia contra la clase privilegiada. Son, por el contrario, aquellos que ansían únicamente los bienes de la redención y que saben que esos bienes no se pueden sacar del cielo a mano armada, sino que hay que esperarlos humildemente de la mano de Dios. "De ellos es el reino de los cielos", el reino del amor, reino que constituye el mismo cielo y que está ya fundado inicialmente en el corazón de los creyentes, unidos en fraternidad cristiana.

"Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados" (Mt 5, 4). Los pobres "de corazón contrito" reciben del Señor la salvación (Le 4, 18). Contra la tesis de Carlos Marx de que el camino hacia el paraíso sin clases transcurre por una indigencia y depauperación de la clase obrera cada vez más agobiantes, destinadas a crear la amargura necesaria para lanzar al proletariado al combate, ofrece el Señor su promesa de plenitud de consuelo y paz para quienes sientan en sí una saludable tristeza por la injusticia y miseria del pecado. Esa otra amargura social no ha recibido del Señor ninguna promesa. La pobreza y el dolor tienen en el camino de la esperanza cristiana un valor tan grande, porque mantienen el corazón del hombre abierto al amor que sufre por los ultrajes causados a Dios y por la necesidad de nuestro prójimo.

La lucha por un mundo mejor no se define por la amargura de la lucha de clases, sino por el amor. Sólo el Espíritu de amor puede renovar la faz de la tierra. Por eso continúa: "Bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra" (Mt 5, 5). Para tal meta, tal camino. Característica de la esperanza cristiana en su lucha por el reino de Dios es la mansedumbre, la renuncia a la violencia y a la venganza, apoyarse únicamente en la fuerza intrínseca del bien. Aunque ciertamente aquellos cristianos que no piensan más que en asegurar su entrada en el cielo y dejan que el mundo siga devorado por la injusticia no están en el verdadero camino de la esperanza. A ellos cabe también su culpa de que hombres, lanzados con toda el alma a la lucha por la justicia social, afirmen blasfemamente, en contrapartida, que "el cielo allá se queda para los gorriones". Consagrarse de lleno, sin violencia pero con todas las fuerzas, a la implantación del reino de Dios en el campo social es también propio de la mansedumbre que Cristo ensalza.

El verdadero discípulo de Cristo encuentra ciertamente algo de verdad, según la moral cristiana, en las acusaciones de los comunistas contra el acaparamiento y la injusticia social. Pero sufre mucho más por la injusticia del pecado, que por cualquier otra injusticia terrena. Sufre sobre todo por los que viven privados de la gracia, que es justicia de Dios. Su "hambre y sed" tienen por objeto la justicia mejor, y ellos saben que su hambre no es inútil (Mt 5, 6). Pero, como la justicia de Dios somete todos los campos de la vida a las exigencias de su amor, la esperanza cristiana pide también garantías de justicia social. El cristiano no puede creer en la ley despiadada de una oposición cada vez más aguda entre el pobre y el rico, sino que busca su reconciliación en el amor y comprensión mutuos, pues su vida está bajo la ley de la misericordia del Señor (Mt 5, 7). El drama final de la historia de la humanidad no se abrirá con una revolución sangrienta y bajo la dictadura del proletariado ; el drama empezó ya con la muerte sangrienta del Justo en la cruz. "Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia. De ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 10). El sufrimiento de los oprimidos y de los pobres sólo tiene valor si es sobrellevado por el nombre de Cristo, pues entonces es alistarse a la batalla definitiva en la cual ganarán premio cierto y victoria segura quienes, al lado de Cristo, padezcan en sí calumnia y persecución (Mt 5, lls).

No es el éxito ni el progreso técnico o económico, sino el corazón limpio (Mt 5, 8), el corazón lleno de amor desinteresado a Dios y al prójimo, el que hace realidad la esperanza de ver a Dios; porque Dios es amor y sólo a los verdaderamente enamorados de Él les será posible conocerle aquí en la tierra y verle un día cara a cara en el cielo (1 Cor 13, 12).

El materialismo dialéctico ve un obstáculo para alcanzar rápidamente el paraíso sin clases en todo intento de establecer la concordia social entre las clases, pues para él la victoria se reserva al odio más fuerte y éste nace de la injusticia y crece proporcionalmente con ella. El cristiano sabe que no puede haber paz a medias tintas entre el reino de la luz y el reino de las tinieblas. En la lucha contra el pecado y contra el príncipe de las tinieblas, la esperanza cristiana exige una decisión radical, una guerra abierta. A pesar de ello, sigue afirmando que en esta batalla sólo triunfa el amor. Únicamente la caridad puede abrir todos los corazones que no están encallecidos en el odio, reconquistándolos para la paz. "Bienaventurados los pacíficos. Serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9).

El materialismo histórico deriva su fuerza de la solidaridad en el dolor, en el odio, en la lucha. La esperanza cristiana vive, por el contrario, de la solidaridad liberadora con aquel que por amor se ha entregado por todos nosotros. Carlos Marx profetiza, a los que ahora están oprimidos y sufren estrechez, un paraíso en la tierra. Cristo, por el contrario, nos tiene preparado después de esta vida un reino eterno de amor. Pero las fuerzas básicas de este reino, la caridad, la paz, la solidaridad de todos los que esperan, están ya actualmente en acción. Nosotros podemos esperar con plena confianza que toda la historia de la humanidad se consume en el reino eterno de la paz, porque —contra lo que defiende Carlos Marx— no es el odio el padre de todo movimiento, sino Dios, que es el amor por esencia (1 Ioh 4, 16). En el corazón de todas las cosas, quien manda en último término es el amor. Y el amor de Dios se ha hecho presente al mundo con sus obras. Por amor ha creado Dios el mundo y nada es capaz de hacer desaparecer las huellas de ese amor en él impresas. En el centro de la historia de la salud ha enarbolado Dios la gran señal de reconciliación. "Tanto amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo unigénito" (Ioh 3, 16s).

Y esto no impide que el cristiano reconozca también que en esta vida una cruel dialéctica de clases e intereses opuestos amenaza dividir a la humanidad. Pero no se entrega a esta lucha colectiva, sino que cree en la ley del Señor, que llegó a rezar por sus perseguidores y que dio a sus discípulos el mandamiento de amarse mutuamente e incluso de responder a los enemigos con amor. El cumplimiento de este mandato es un supuesto básico de la esperanza cristiana. Los hombres verán el signo del nuevo tiempo que hoy avanza ya triunfante y el principio del reino de la paz sin fin en el amor cristiano de unos para otros (Ioh 13, 35).


II. ESPERANZA, TEMOR Y AMOR

Por la esperanza comenzamos a comprender que nuestro fin, nuestra perfección y santidad no se encuentran en nosotros mismos. En la esperanza cristiana está en juego algo más importante que nuestra simple perfección personal. Está en juego la victoria del amor de Dios en nuestros corazones y en el mundo. Está en juego la comunión eterna del amor de Dios.

Las promesas divinas son tan sólo medio para abrirse Dios paso hasta nuestro menguado corazón. Ése es, en cierto modo, el único acceso posible a nuestro corazón cuando vivimos tan excesivamente preocupados de nosotros mismos. El primer estadio de la esperanza cristiana es un amor a Dios, más que nada, interesado. Luego, cuanto mejor vamos comprendiendo la naturaleza de las promesas divinas, tanto más nos desprendemos de nosotros mismos para entregarnos confiadamente a Dios. De esta suerte, la esperanza prepara el camino al amor. La primera llamada de la esperanza que puede hallar eco en nuestra pobreza es: "Venid a mí todos los que andéis fatigados y agobiados. Yo os aliviaré" (Mt 11, 28). Según avanzamos por el camino hacia la meta, robusteciéndose y purificándose al paso nuestra esperanza, escuchamos cada vez con más anhelante amor aquella otra palabra: "Gustad y ved qué bueno es el Señor" (Ps 33, 9).

Aun la esperanza que no ha llegado todavía a un grado perfecto tiende, cuando menos, al amor. Y la virtud perfecta de la esperanza vive de las raíces de la caridad : el amor lo "espera todo" (1 ,Cor 13, 7). La esperanza cristiana sólo puede ser verdaderamente viva, consoladora, auténtica cuando Cristo habita en nuestros corazones Por la caridad,

Si la esperanza no vive arraigada en la caridad ni orientada eficazmente hacia ella, muerta está. Si le falta el temor santo de Dios, fácilmente degenera en presunción; si el temor es más fuerte que el amor, entonces produce un angustioso encogimiento indigno de Dios o, en el peor de los casos, la desesperación. La presunción, la desconfianza de la misericordia de Dios y la desesperación total destruyen absolutamente la virtud teologal de la esperanza.

Quien por el pecado grave ha perdido con la gracia la caridad, puede conservar aún la esperanza como semilla preciosa que le hará florecer en vida, en anhelos de caridad. Esta esperanza, de sí impotente, se hará presuntuosa si el pecador cree que Dios le admitirá de nuevo en el reino de su amor, aunque por su parte no ponga esfuerzo alguno para lograrlo, o si cree que le perdonará los pecados aunque no se vuelva a Él contrito y arrepentido, o bien que le dará el premio del amor sin que antes haya producido el amor de su corazón "frutos dignos de penitencia". La presunción, por consiguiente, no es sólo un pecado contra la propia salvación (santificación), es ante todo un pecado contra la santidad de Dios, que necesariamente odia el pecado y rechaza lejos de sí al pecador impenitente y soberbio.

Si el que está en pecado mortal quiere correr la aventura de que Dios le dé a última hora la gracia de la conversión, mientras él va dejando pasar continuamente la oportunidad de la gracia, su "esperanza" no es presunción en pleno sentido, pero está completamente muerta, es perfectamente inútil.

El mayor pecado contra la virtud de la esperanza y contra las promesas de la infinita misericordia y el que, junto con el odio de Dios, infiere mayor ultraje a su amor, es la desesperación: imaginarse el hombre que sus pecados son mayores que la misericordia y el amor de Dios.

Daremos con el justo medio entre la presunción y la desesperación, si a la confianza de nuestra esperanza añadimos en la debida proporción el temor santo de Dios. Es el compañero inseparable de la virtud teologal de la esperanza. Por él la esperanza aún no perfecta se depura y fortalece, pues el santo temor tiene su fundamento en las amenazas del Dios santo, digno de infinito amor. Dios, con su amor de Padre solícito, nos ha dicho claramente que ninguna cosa impura puede entrar en el cielo (cf. Is 66, 24; Apoc 22, 15). Y esta advertencia va dirigida ante todo a quienes se hallan alegremente enredados en las cosas terrenas, bien seguros de sí; esta divina amenaza debe hacerlos saltar de su aturdida despreocupación. Si el temor santo no espolea al siervo malo y perezoso, éste no reflexionará sobre las promesas de Dios, o creerá que las tiene seguras aun sin su cooperación personal. Además, sin el temor no llegará a comprender bien cómo el amor es el término de la esperanza, ni se lanzará tras él con todas las fuerzas de su alma ; no comprenderá que las amenazas de Dios, lo mismo que sus promesas, son una prueba de su amor. Cuanto con mayor "temblor y temor realicemos nuestra salvación" (Phil 2, 12), tanto más firme y sinceramente tenderán todas nuestras esperanzas al Señor, "que produce en vosotros el querer y el obrar" (Phil 2, 13).

El temor santo y la esperanza son la defensa de la caridad mientras no alcanza la perfección de su término. Pero el centro de todo es el amor. Sin él, la esperanza es nula. Si la esperanza no tiende por lo menos, al amor, está muerta y no sirve de nada. Permanecemos firmes en la esperanza, porque "hemos sido cogidos por Cristo" (Phil 3, 12). El temor ante la santidad de Dios y la conciencia de nuestra propia debilidad nos recuerdan que todavía no somos perfectos, que aún no hemos alcanzado la meta (Phil 3, 13). Así, "olvidando lo que queda atrás y lanzándonos a lo que tenemos ante nosotros, corremos hacia la meta, hacia el premio de la vocación soberana de Dios en Cristo Jesús" (Phil 3, 13s).

Nuestra esperanza cristiana está animada de temor y de amor, porque el término y fundamento de toda nuestra esperanza es Dios, a un tiempo sacrosanto y digno de amor. En la medida en que, junto con la esperanza y el amor, crece en nosotros el reconocimiento de la santidad y amor de Dios, el temor se depura y se confunde con el gozo espiritual. Porque "en esperanza hemos sido salvados" (Rom 8, 24). Nuestra salvación sólo será efectiva en el grado en que, por el amor y el temor, conservemos firme nuestra esperanza con mérito para la vida eterna.

La esperanza, que recibe de la caridad su brillo, es para nosotros como fuente de gozo, brotando cada vez con mayor transparencia. "Por la esperanza nos alegramos" (Rom 12, 12) aun en medio de las pruebas y tribulaciones, pues Cristo es nuestra esperanza (Col 1, 27; 1 Tim 1, 1). En Él, que vive en nosotros, están toda nuestra salvación y toda nuestra gloria.


III. SIGNOS DE LA MISERICORDIA DE DIOS PARA NUESTRA ESPERANZA

El fundamento decisivo de la esperanza cristiana es la misericordia de Dios. "Su misericordia perdura de generación en generación" (Lc 1, 50). Con sus promesas aviva Dios nuestras ansias de felicidad, despierta nuestro corazón a su amor; pero con la revelación de su misericordia fortalece nuestra confianza, que es el acto principal de la esperanza. Todo lo que Dios en Cristo ha hecho y hará por nosotros hasta el último día son obras de su amor misericordioso. Incluso los condenados tendrán que confesar eternamente que la misericordia de Dios hizo todo lo posible por salvarlos. "Todos los caminos del Señor son misericordia y lealtad para los que guardan su pacto y sus preceptos" (Ps 24, 10). "Alabad al Señor porque es bueno. Su misericordia, para siempre" (Ps 117, 29).

Pero hay tres manifestaciones de la misericordia de Dios que hablan de un modo especial a nuestra alma : el corazón de Jesús, la figura de María, Madre de misericordia, y el sacramento del perdón.

La encíclica del papa Pío XII sobre el culto al sagrado Corazón (15 de mayo de 1956) enseña cómo todas las expresiones y figuras que en el Antiguo Testamento nos describen la compasión cariñosa y paterna de Dios y todos los hechos y expresiones del Nuevo Testamento sobre el Dios amoroso y compasivo han encontrado su plasmación más acabada en el corazón de Jesús. La cordial misericordia de Dios se ha concretado en el corazón de Jesús.

"Al dar culto al corazón de Jesús, el fiel adora juntamente con la Iglesia al signo y como huella de la caridad divina, que ha ido hasta el extremo de amar con el mismo corazón de su Verbo hecho carne al género humano contaminado con tantas culpas" (Pío xii, enc. citada). Por pura compasión se hizo hombre el Verbo del Padre. En Cristo se manifestó "la bondad y el amor de Dios nuestro Salvador a los hombres" (Tit 3, 4).

No se avergonzó de llamarnos hermanos (Heb 2, lls). "Y pues los hijos participan de la carne y de la sangre, también Él participó de ambas. Por lo cual debía hacerse semejante en todo a sus hermanos, para presentarse ante Dios como pontífice compasivo y fiel y expiar los pecados del pueblo" (Heb 2, 14.17).

Hasta qué punto palpita el corazón de Jesús de compasión por nosotros, nos lo expresa Él mismo repetidas veces: por ejemplo, en la parábola del hijo pródigo y en la figura del buen pastor. Jesús llora y se lamenta sobre Jerusalén como una madre por el hijo perdido (Mt 23, 37). Con mayor elocuencia todavía nos habla su corazón abierto por nosotros y traspasado en la cruz. "Fue traspasado su corazón, para que por la herida visible viéramos la herida invisible del amor" (san Buenaventura, La viña mística, cap. Iii). Insistentemente nos repite el magisterio pontificio: "En esta señal hemos de poner toda la esperanza. De Él hay que esperar e implorar la salvación" (León xiii, citado por Pío xii en la encíclica antes mencionada).

Las llagas del Señor, resplandeciendo a la luz de la resurrección, y, ante todo, su corazón, fulgurante de gloria, son la garantía divina de que nuestra esperanza se cumplirá en nuestro Señor Jesucristo.

Muy cerca del corazón de Jesús y en estrecha relación con Él, encontramos el corazón maternal de María como señal poderosa de la misericordia divina. "Apareció una gran señal en el cielo : una mujer vestida del sol, la luna a sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas" (Apoc 12, 1). San Juan presenta a los cristianos la persona de María luchando con el dragón en los horrores de los últimos tiempos. Ella, la madre de los dolores, que, al ver morir a Cristo entre las más crueles amarguras de su purísimo corazón, nos recibió por hijos (Apoc 12, 2 ; Ioh 19, 26s). Ella es el prototipo de la madre Iglesia, que sufre por nosotros dolores de parto hasta que Cristo tome forma en nosotros y se complete el número de los elegidos. María y la Iglesia son para nosotros una señal de confianza en la victoria y de la tierna compasión de Dios en medio de la lucha, cuando ante el peligro de pecar sentimos urgencia de gritar en demanda de ayuda.

Y propiamente no es que Dios tenga que ser invitado por María a usar de misericordia. María es, más bien, una prueba dirigida a nuestro corazón, un mensaje de la misericordia divina. Cuando dirigimos nuestra mirada a su corazón de madre, aumenta nuestra confianza en el corazón compasivo de Dios.

María, la humilde doncella, ensalzada y fulgente en la gloria de Dios, se nos presenta como una prueba de que Dios "ensalza a los humildes" (Le 1, 52). Al contrario, "la otra señal que apareció en el cielo", Satán con sus siete cabezas y con las siete coronas que en su orgullo él mismo se puso (Apoc 12, 3), nos advierte que Dios "arroja del trono a los orgullosos" (Le 1, 51s). El ángel soberbio, que no quiso someterse, cae precipitado con una tercera parte de las estrellas del cielo como un rayo sobre la tierra (Apoc 12, 4; Le 10, 18).

No vencemos por nuestras propias fuerzas; no conseguimos la entrada en la gloria por méritos propios. Y, aunque según la voluntad de Dios tengamos que conseguir la salvación contando con los méritos que con su gracia podemos adquirir, sin embargo, en último término podemos y debemos esperarlo todo, la fidelidad cotidiana, la gracia de la perseverancia final, exclusivamente de la misericordia de Dios. La perseverancia hasta la muerte es de modo especialísimo gracia de Dios completamente gratuita y que, sin embargo, debemos pedir a Dios por la oración con inquebrantable confianza.

La Iglesia cumple sus deberes de madre compasiva principalmente en el sacramento de la penitencia, que es justamente el sacramento de la misericordia de Dios. En él siente palpable y prácticamente el pecador que Dios es para con él padre misericordioso, con tal de que busque humildemente la gracia. Este sacramento de la misericordia invita a todos los que están en la desgracia del pecado a volver al corazón de Dios (véase la parte séptima : Conversión, p. 363ss).


IV. ESPERAR LA PLENITUD DE LA SALVACIÓN

La esperanza cristiana ensancha y esponja el corazón. El que sólo se preocupa de su propia alma y de su perfección personal, tiene una idea todavía muy imperfecta de la esperanza cristiana. Esperamos el gran día del Señor, cuando ante todos los pueblos se ha de manifestar la plenitud de la salvación. No sólo se salvará nuestra alma, sino que también nuestro cuerpo brillará en el coro de los santos con la luz de Cristo resucitado.

Esperamos nuestra salvación dentro del arca de la nueva alianza, la comunidad de salvación de la Iglesia. La realización de nuestra salvación es una misma cosa con la salvación efectiva de todos los elegidos. En la comunidad de la Jerusalén celestial alabaremos todos juntos eternamente el amor y la misericordia del Dios trino.

Esperamos "nuevo cielo y nueva tierra", la satisfacción del anhelo de todas las criaturas. La esperanza cristiana no excluye de su ámbito nada de lo que Dios ha hecho. Pero sí nos preserva del encadenamiento a lo terreno, purifica nuestro corazón del falso amor a las criaturas y de toda falsa esperanza. Nosotros no ponemos nuestra esperanza en la riqueza, ni en la fuerza, ni en los éxitos terrenos (1 Tim 6, 17). Sabemos bien que debemos sufrir aquí con el Señor para ser después con Él glorificados (1 Petr 5, 9s). Cristo no nos ha prometido ningún paraíso en este mundo. Y, a pesar de todo, la esperanza cristiana no reza con la inacción indiferente ante la miseria y la injusticia. La esperanza cristiana da a todos nuestros esfuerzos por un mundo mejor la alegre y certísima convicción de que para los que aman a Dios todo redunda en bien. Nada de nuestros esfuerzos honrados, nada de nuestra paciencia en la lucha y en el sufrimiento por la causa del mundo mejor se pierde. Todo ha de servir; todo se andará, tal vez de modo muy distinto e infinitamente superior de lo que nosotros al presente calculamos. Los que aman, los que no buscan ni su medro ni ganancia, son los únicos capaces de vislumbrar por qué cauces maravillosos "para los que aman a Dios todo confluye al bien (Rom 8, 28).

Y, porque sabemos que nuestra salvación está en el fondo unida a la realización de todo lo que esperamos y aguardamos, la virtud teologal de la esperanza no permite que por un odioso egoísmo pensemos sólo en nuestra personal salvación. Ciertamente, ante todo se nos ha encomendado la nuestra propia, y nuestra propia libertad, nuestra cooperación a la gracia. Pero, al estar englobada nuestra salvación en la salvación del mundo entero, nuestra cooperación a la gracia de Dios supone al mismo tiempo nuestra solicitud por la salvación del prójimo y nuestro trabajo en común para lograr una organización del mundo que sea manifestación concreta de nuestra fe cristiana y que haga a los débiles niás fácil la permanencia en su esperanza de la salvación final.

Nuestra esperanza mira hacia el reino eterno del amor. El camino hacia él pasa a través de la comunidad sobrenatural de todos los que esperan. La salvación final está prometida al amor que se interesa por el prójimo y al testimonio en favor del reino de Dios que ha empezado a amanecer.