Parte tercera

DIOS Y EL CORAZÓN DEL HOMBRE


Hay en el libro sagrado del confucionismo una máxima que no está demasiado lejos del Evangelio: "¿Quieres gobernar el mundo? Esfuérzate en gobernar primero a tus súbditos. ¿Quieres dirigir bien a tus súbditos? Aprende primero a gobernar bien tu familia. ¿Quieres acertar en el gobierno de tu familia? Domina tu voluntad. ¿Quieres imperar sobre tu voluntad? Pon en orden tu corazón."

En todos nuestros afanes por un mundo mejor, imprescindible para la guarda del propio corazón y como expresión de nuestra entrega cordial a la causa de Dios, no podemos olvidar en ningún momento lo que sobre todo importa ante Dios: nuestro corazón; nuestros esfuerzos por colaborar en la creación del nuevo cielo y la nueva tierra servirán de poco mientras no ofrendemos a Dios con un corazón renovado nuestra voluntad y nuestras obras.

Norte de la vida cristiana ha de ser la palabra de Cristo: "¡Bienaventurados los limpios de corazón ! Porque ellos verán a Dios" (Mt 5, 8). A ellos está reservado el saborear la dicha de la nueva ley, que es para ellos "ley perfecta de la libertad" (Iac 1, 25).

La Sagrada Escritura emplea el término "corazón" en dos sentidos : unas veces designa la conciencia, centro existencial en que percibimos la llamada del amor divino (sección primera) ; otras, designa la disposición interior y los sentimientos del hombre, que son los "pensamientos del corazón", así como la intención y los motivos más íntimos, que condicionan fundamentalmente el valor de nuestra respuesta a la llamada de Dios (sección segunda).

 

Sección primera

LA CONCIENCIA

Por su más íntima naturaleza, la nueva ley es ley de amor. Es ley grabada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que es el mismo amor. A la nueva ley corresponde la libertad de los hijos de Dios, en virtud de la cual la respuesta del discípulo de Cristo a la llamada del amor debe brotar de un corazón libre y alegre.

Así pues, nos preguntamos ahora: ¿De qué modo llegan al corazón del hombre la ley y la invitación de Cristo? ¿Qué disposiciones debe poseer el corazón del hombre —la conciencia—para escuchar debidamente esa llamada e impulsar eficazmente al hombre a dar la respuesta debida?

Por ser el término "conciencia" de los que andan en boca de todos, es necesario explicar de raíz el significado preciso de lo que comúnmente se entiende por tal. Nadie consiente que le llamen "hombre sin conciencia" ; en nombre de la conciencia se toman y justifican toda suerte de decisiones.

I. La conciencia es lo más íntimo del hombre; es todo el hombre.

II. La comparación entre conciencia del creyente y del no creyente nos permite vislumbrar lo más íntimo del hombre.

III. Y nos muestra que el hombre no puede comprenderse en el centro espiritual de su existencia si no es partiendo del llamamiento divino.

IV. El hombre no llega a ser plenamente "él mismo" mientras no es limpio de corazón; es decir, mientras no se libera del orgullo y de cualquier complejo convulsivo interior, mientras no está totalmente dispuesto a seguir la llamada de Dios en conciencia.

V. La apertura a la llamada de Dios determina las relaciones con la autoridad humana, establecida por Dios. La conciencia y la autoridad tienen derechos y obligaciones mutuos.

VI. El corazón limpio, la conciencia totalmente dispuesta a escuchar la voz de Dios, es el más importante, pero no el único presupuesto de la virtud de la prudencia.

VII. Las reglas prudenciales ofrecen a la conciencia dudosa alguna ayuda para acertar en situaciones determinadas.

VIII. Un detenido examen del complejo problema de la escrupulosidad nos ayudará a conocer más a fondo la naturaleza de la conciencia sana y a estar en guardia contra desviaciones viciosas.


I. EL CORAZÓN DEL HOMBRE, TODO EL HOMBRE

Para conocer qué es la conciencia, lo mejor será comparar las diversas formas que tiene de expresarse en distintos hombres.

Supongamos, por ejemplo, un hombre que consagra todos sus caudales y energías a la causa de la Sociedad Protectora de Animales. Si le preguntamos qué es lo que le mueve a imponerse tales sacrificios, responderá simplemente: "Desde que comprendí que también los animales son criaturas de Dios, me siento impulsado por mi conciencia a protegerlos." Otro, apóstol de la paz, lucha con idéntico empeño contra todo brote de nacionalismo y contra todo amago belicista. Ha tenido que vivir la guerra con todas sus manifestaciones de odio y crueldad, y ahora su conciencia le impulsa al servicio de la paz y de la reconciliación entre los pueblos. ¿Qué mueve a esos "apóstoles" infatigables que se van hasta la India o el Japón para trabajar la opinión pública en favor de la reducción artificial, antinatural de la familia? También ellos nos lo aseguran: "¡ La conciencia!" Hasta los incansables predicadores de la revolución mundial se cuidan bien de apelar frecuentemente a su deber de conciencia. ¿ Tendremos que creerlos?

Evidentemente, no todo el que invoca su conciencia merece que prestemos crédito a sus palabras. Es posible que algunos se engañen a sí mismos. Pero no pasemos adelante sin destacar este hecho: la manera de expresarse la conciencia y la dirección de sus dictámenes pueden revestir matices muy diferentes. ¿En qué convienen todos los que afirman seguir su conciencia y en qué está el elemento distintivo?

a) Lo genérico de la vivencia

Todos cuantos se sienten impulsados por la conciencia están convencidos de que en lo más íntimo de su ser los mueve un valor que tienen por genuino (si bien puede resultar en fin de cuentas un valor no más que aparente). Todos concuerdan en afirmar que el bien, una vez conocido, nos fuerza a amarlo y realizarlo; y todo hombre de conciencia vigilante ve con claridad que no se trata simplemente de la pura aprehensión intelectiva, en la cual el entendimiento no compromete nada. Se sabrá o no se sabrá expresarlo con palabras, pero cuando llega ese momento crítico todos perciben con insoslayable luminosidad que todo propósito o acción dirigido advertidamente contra ese bien conocido desgarra al hombre hasta su más íntimo núcleo existencial.

En su epístola a los Romanos (sobre todo 7, 2lss) describe san Pablo la espantosa escisión en el corazón del hombre, obligado a reconocer que, mientras "según su hombre interior" (7, 22) acepta el bien claramente manifestado por Dios y se goza en él, experimenta, sin embargo, la rebelión de otro impulso en pugna "contra la ley de su espíritu" (7, 23). Lo tremendo de esta lucha le hace exclamar : "¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" (7, 24).

Esta pugna interior puede conducir a una escisión tan honda entre el apetito de la voluntad indómita y la parte más noble del alma, inclinada por su tendencia original al bien conocido, que el hombre ceda al fin y se entregue libremente a la "ley extraña que lleva en sus miembros", en contra de la ley divina, única, lo sabe muy bien, capaz de liberarle. En ese estado aparece de manifiesto toda la desgracia de una existencia caída en la muerte.

Es una "muerte", pérdida de la verdadera unidad interior, que se clava en el más hondo complejo vital del hombre con fuerza tan estremecedora como el desgarrarse de alma y cuerpo en la muerte física. Y, en cierto sentido, cuando esta escisión entre el conocimiento y la voluntad llega a una decisión plena contra el valor conocido, es un morir más profundo que la misma separación del cuerpo y del alma. Por muy estrecha que sea la compenetración de éstos para formar juntamente un solo hombre, sonmás insolubles todavía las fuerzas del entendimiento y de la voluntad, esencialmente compaginadas en el hombre para constituir una unidad vital. La fuerza del entendimiento y la voluntad son hasta tal extremo una sola cosa "en el fondo del alma", que pretender separarlas en la práctica, esto es, desear, decidir u obrar contra la luz clara del conocimiento superior, tendrá necesariamente que sacudir al alma hasta las más hondas raíces de su ser.

Sería un grave error creer que la voluntad no está por naturaleza más cerca del bien que del mal; que para la voluntad libre es cosa natural situarse indiferentemente a igual distancia del bien y del mal. Porque en realidad la voluntad del hombre, según su propia naturaleza, experimenta el mal como algo doblemente contrario a su condición, como algo que la destruye a ella misma: primero, por estar la voluntad racional, igual que todo el hombre, ordenada íntima y esencialmente hacia el bien; en segundo lugar, precisamente porque su radicación esencial e inseparable en el fondo del alma la hace depender necesariamente del conocimiento del bien, que reside en la misma alma.

La vivencia conciencial pone en conmoción a todo el hombre. La potencia cognoscitiva y la voluntad descubren en sí una afinidad con el bien verdadero, y simultáneamente experimentan lo peligroso de inclinarse hacia el mal. Pero es, sobre todo, la totalidad y unidad del alma lo que, al rechazar el bien conocido, les hace experimentar esa tremenda sacudida que repercute hasta la medula del ser. El mismo fundamento del alma se tambalea cada vez que la voluntad se aparta de la clara luz de la verdad; y se estremece aquel hondón en que la "centellica del alma" de que hablan los místicos medievales se sabe alimentada por el mar de la luz y el fuego divinos. En una palabra: es el corazón —el hombre todo— el que busca y reclama la unidad de entendimiento y voluntad en el bien.

Esta íntima unidad de entendimiento y voluntad en el fondo del alma (en la "centellica del alma") es lo que hace al alma humana, por modo maravilloso, imagen de la Santísima Trinidad. Las tres personas poseen una mismísima naturaleza, y esta naturaleza se encuentra igual en cada una de las personas. El Padre se entrega completamente al Hijo con su infinita verdad y amor, y el Hijo es, con todo lo que el Padre le ha comunicado, la respuesta total al amor del Padre en el Espíritu Santo. Lo que el Padre conoce y ama, lo conocen y aman del mismo modo el Hijo y el Espíritu Santo. El alma humana (no ya sólo en el orden de la naturaleza, sino con mayoría de razón en el orden de la gracia) lleva grabada en su más íntimo ser la imagen de Dios. Por eso es tan esencial al corazón del hombre esa ansia inextinguible de unidad entre el conocer y el apetecer.

Cuando la luz de la verdad y del verdadero bien se reflejan en el espíritu del hombre, entonces es su corazón, el fondo más íntimo de su alma, lo que satisface la sed connatural de unidad y armonía, presentando a la voluntad el bien conocido como bien suyo y dejándole al mismo tiempo entrever que sólo aceptando ese bien verdadero puede salvar su integridad.

La urgencia ardiente de ese apetito de unidad interior entre el conocimiento y la voluntad, decimos que prueba la semejanza del alma humana con Dios. Pues de la misma forma su condición de naturaleza creada, distinta esencialmente de Dios, aparece tremendamente de relieve cuando la voluntad se aparta de la luz verdadera del conocimiento superior para entregarse a la fuerza fascinadora de bienes aparentes que en lo más hondo del alma siente cómo chocan con el bien.

b) El elemento diferencial en la exteriorización de la conciencia

Vemos, pues, que en todos los hombres la conciencia coincide en una experiencia fundamental: obligación de seguir el valor conocido. Pero esto no debe hacernos descuidar las grandes diferencias que observamos en la forma de manifestarse la conciencia en los diversos hombres. ¿A qué obedece tal variedad? La respuesta a esta pregunta va a mostrarnos nuevamente que lo que aquí entra sobre todo en cuestión es el corazón del hombre como expresión de su ser más íntimo y esencial.

1. Primeramente establezcamos una adecuada distinción de las formas de manifestarse la conciencia, partiendo de la diversidad de campo, natural o sobrenatural, cada uno con sus propios dones y tareas.

No tiene absolutamente nada de particular que un hombre, dotado tal vez para captar el "suspiro de la creación" incluso en el reino animal, maltratado por hombres insensibles, descubra su tarea peculiar en la protección de esos animales y consagre su vida a conseguir que los hombres honren al Creador también en esas criaturas. Pero se saldría de lo legítimo, por denotar una conciencia nada ilustrada, el que, precisamente dentro de una ciudad en la que miles de personas viven en condiciones infrahumanas, construyera ese buen señor con grandes dispendios un hogar para perros y gatos viejos. Ciertamente, hoy, después de guerras tan espantosas y frente a instrumentos bélicos de alcance inimaginable, es necesario que haya hombres consagrados con ardor sin igual a promover el amor de la paz y el entendimiento entre las naciones, a fin de que todos sientan la urgencia de esa tarea de pacificación y armonía universal que nos incumbe. Pero eso no quiere decir que debamos sacrificar en aras del ideal pacifista valores tan elevados como son el verse libre de la tiranía o el dar con todo arrojo la cara en defensa de la verdad absoluta o de la moralidad; en tales casos, éste será el mejor servicio a la paz, la respuesta auténtica a la voz de la conciencia.

La fidelidad de cada uno al llamamiento particular de su conciencia es la manera de que todos sirvan conjuntamente al desarrollo del conocimiento moral y a la promoción del bien común.

2. Aun cuando todos los que noblemente apelan a su conciencia están de acuerdo en que, por conciencia, se debe amar y en el momento preciso realizar el bien conocido, luego, ya en la práctica, al concretar en general o aquí y ahora dónde está efectivamente ese "bien", encontramos una pasmosa variedad entre los juicios que a cada uno sirve su conciencia. Cierto que aun en una misma situación pueden legítimamente dos hombres encontrar deis tareas divergentes; pero serán siempre tareas que mutuamente se complementen. Porque si, apelando ambos a su conciencia, cada uno adopta una forma de obrar que está en contradicción con la del otro, evidentemente, uno de los dos va animado en el fondo por un falso juicio de conciencia.

Un matrimonio joven, católico, siente la voz interior de la conciencia que le invita a dar testimonio de una vida familiar animada por la alegría de prole numerosa. Otro matrimonio, también de buena conciencia, pero al que peculiares circunstancias no consienten pasar de dos hijos, se hace a la idea de que cada uno debe cumplir en el matrimonio su misión creadora conforme a los dones que Dios le ha dado. Por su parte, Mr. Thompson, con los bolsillos repletos de dólares y un ejército de duchos especialistas, se embarca para el Japón para formar la opinión de este pueblo e introducir en él el control de la natalidad (con su espantosa secuela de prácticas abortivas). ¿Y quién le va a decir nada, si también él afirma que obra así movido por su conciencia?

No conocemos a ese buen Mr. Thompson, y por eso no podemos emitir un juicio sobre él. Pero, evidentemente, el juicio de su conciencia es equivocado. ¿ De dónde nacerá su error? Probablemente hay que buscar su raíz en el ambiente. Tal vez se educó en un medio de incredulidad, dominado por el materialismo, en el que regía el principio de que el matrimonio es para pasarlo bien. A ello vino posiblemente a sumarse el que en su ambiente, en charlas superficiales, la mayoría de las veces se enfocaban los problemas relativos a la vida desde un ángulo de nacionalismo mal entendido o bien desde el simple punto de vista politico-económico. Y si luego Mr. Thompson no aprendió —acaso por haber desperdiciado las ocasiones— a valorar esos problemas con un enfoque superior, fácilmente llegará a convencerse de que con su propaganda contra la bendición de la familia numerosa resolverá los problemas de la población en el Imperio del Sol Naciente y las tensiones de la política mundial. De ese modo, tal vez se mezcle en él la buena intención con errores crasísimas.

Una cosa debe quedar totalmente en claro : la culpa de esos funestos errores, que él difunde en nombre de la virtud y de la conciencia, recae igualmente sobre muchos otros, sobre todos los que han influido en la deformación de su conciencia; como, a su vez, esa propaganda, consentida o alentada por las autoridades competentes, será culpable de la falsa formación de la conciencia de incontables hombres.

El origen de un falso juicio de conciencia puede estar en falsos principios. Y éstos pueden adquirirse obrando repetidamente contra el dictado de la conciencia; por ejemplo, desoyendo la voz que más o menos claramente nos exhortaba a buscar con toda nobleza la verdad. El falso juicio de conciencia puede nacer también de un juicio erróneo sobre la realidad.

Una mujer casada puede creer justificado negar durante largo tiempo a su marido la comunidad conyugal por creer que éste ha cometido adulterio y que es ya incorregible. La causa de este juicio equivocado puede estar en las hablillas de parientes o vecinos; pero puede también ser la expresión de una actitud fría de la mujer, que nació poco a poco de pensamientos o palabras sin cariño, una y otra vez por ella repetidos. O, en fin, pudiera ser que las circunstancias estén tan enmarañadas y ofrezcan tales apariencias de verdad, que en el caso concreto el juicio erróneo de la mujer resulte exento de toda culpa.

Antes de seguir adelante, afirmemos esta conclusión: Puede darse el caso de que un hombre, realmente de conciencia, se forme en una situación difícil, sin culpa de su parte, un juicio equivocado. En tal caso, no podrá menos de sentir la obligación de someterse sin distingos a tal veredicto. Y su conciencia no sufrirá en absoluto. Él obra según los datos (erróneos) que noblemente se ha procurado. Su corazón y su voluntad van en busca de lo bueno y verdadero. A pesar de su error, camina por la senda de la luz.

Pero es más frecuente el otro caso: que ya en la búsqueda de la verdad falte la nobleza de intención y uno se amañe un " juicio de conciencia" sin atender a la voz que. desde el más íntimo fondo de su ser, le exhorta a buscar con más seriedad y nobleza el verdadero bien. En ese caso, el corazón de ese hombre (su conciencia) está ya de algún modo envilecido o encostrado. Eso que él denomina su conciencia, se queda muy en la superficie.

Debiéramos fijar particular atención en el caso de que este permanecer en la superficie fuera consecuencia de una falsa opinión colectiva, que uno acepta sin reflexión. Conciencia clara y profunda es lo que distingue del hombre masa al hombre con personalidad vigorosa, cerrada en sí, pero abierta a la verdad. La conciencia personal hace frente a los prejuicios colectivos.

Y no descuidemos tampoco la otra cara de la verdad: la conciencia del individuo que vive en un medio favorable, tanto en el esfuerzo por su madurez interior como en la lucha contra el mecanismo colectivo, ha de estar esencialmente influida por el elevado nivel de las experiencias y valoraciones morales de la sociedad en que vive. Si no se apropia esas cualidades más que superficialmente, sus juicios y sus obras estarán sin duda ordinariamente conformes con la verdad, pero su conciencia no alcanzará el pleno desarrollo, no será una conciencia alerta.

 

II. CONCIENCIA DEL CREYENTE Y DEL NO CREYENTE

Es perfectamente posible que un hombre en sí creyente no alcance una conciencia tan despierta y personal como puede poseerla un "incrédulo" que con toda nobleza busca la verdad y el bien. Y, efectivamente, no deja de ser un escándalo el formalismo de algunos cristianos en sus principios de moralidad y juntamente su torpeza y miopía ante situaciones apuradas, en las que quizá un no creyente se desenvuelve con cierta naturalidad y libertad. No hay cosa que oscurezca tanto como ese formalismo la noción de lo que ha de ser una conciencia propiamente creyente.

Eso no debe inducirnos, sin embargo, a introducir ahora un paralelo entre un cristiano superficial, formalista, y un no creyente cíe conciencia lúcida y de vigorosa personalidad. Métodos así no conducirían a ningún buen resultado; sería desconocer por completo tanto la sublime elevación de la conciencia verdaderamente creyente como la precariedad de la conciencia del no creyente.

El juicio cíe la conciencia del creyente coincide más de una vez en cuestiones particulares con la del incrédulo. Pues al fin ambos pueden sentirse ligados a idéntico bien. Sobre esa base conjunta es posible establecer un mutuo entendimiento y trabajar de común acuerdo en ese terreno. Esta posibilidad encierra no escasa importancia en un mundo como el nuestro, en el que apenas hay Estados y sociedades puramente cristianos. Aunque siempre debemos tener ideas bien claras sobre las diferencias fundamentales entre conciencia creyente y no creyente, a fin de sortear los peligros de la colaboración con los no creyentes en determinados sectores. Planteamos ahora este problema, sobre todo, para procurarnos la mayor claridad en torno a la naturaleza de la conciencia.

a) La conciencia del creyente

He aquí los rasgos principales de la conciencia creyente :

1. La conciencia ilustrada por la fe conoce el fundamento último de los postulados del deber moral: la santa y amorosa voluntad de Dios. La conciencia creyente no está bajo un principio desnudo; se sitúa frente al Dios personal. Esta posición fundamental pone de relieve la grandeza del hombre llamado en la intimidad de su conciencia, pero al mismo tiempo le indica su actitud de humilde adoración de una voluntad superior. La conciencia creyente sabe que no tiene en sus manos la últimainstancia; conoce, en cambio, el honor de hallarse directamente en presencia de la instancia suprema, en presencia del Dios santo, saberse llamada por Él en forma completamente personal.

2. No creamos, por eso, que la fe guarda en todo momento respuesta inmediata para todos los problemas concretos de la vida. Pero sí da seguridad en los principios y cuestiones más decisivos y fundamentales, que marcan la orientación de nuestra vida. La fe nos permite verlo todo a la luz de la sabiduría divina.

3. Fe no es solamente la respuesta infalible del magisterio eclesiástico sobre los últimos principios, ni tampoco una orientación autoritativa en los problemas más difíciles de nuestra época. La fe nos introduce en una comunidad de creyentes. En ella, mediante el ejemplo y las realizaciones concretas, aprendemos de forma intuitiva a formar nuestra propia conciencia y a tomar posición ante los variados problemas de la vida. Esos ejemplos vivientes, que permiten ver en presencia palpable los valores morales y las ricas posibilidades de realizarlos concretamente, ayudan al alma a preservarse de un formalismo indolente. Claro está que, junto a esta solidaridad para el bien, no podemos olvidar los daños que ocasionan al individuo las faltas de los demás.

No todo creyente posee la dicha de esa formación de su conciencia por vía intuitiva, porque la comunidad no es siempre lo que de sí cabría esperar: más de una vez los fieles que nos rodean no vivirán suficientemente su fe y no formarán, por lo tanto, una pujante comunidad de fe. Ciertamente, la fe es por su naturaleza gracia de lo alto, y toda conciencia dispuesta a responder en forma personal a la palabra de Dios merece el título de conciencia creyente. Pero si al conocimiento de las verdades de la fe falta el carácter vital y comunitario de la vida litúrgica y del esfuerzo común por transformar el ambiente en virtud de la fe, faltarán también a esa conciencia creyente las condiciones normales de su desarrollo. De por sí bastaría la fe para dar a la conciencia del individuo suficiente madurez y personalidad con que hacer frente al espíritu gregario ; pero lo cierto es que normalmente, si el cristiano no encuentra aliento y apoyo en una comunidad viva de fe, a la larga no podrá resistir las fuerzas destructoras del mal, que en el colectivismo materialista hallan terreno tan favorable a su desarrollo.

b) La conciencia del no creyente

Como antes notamos, al comparar la conciencia del creyente con la del no creyente, no adoptamos corno término de comparación precisamente a ese tipo de hombre "incrédulo" que, por la nobleza con que busca en todo la verdad, encarna ya más bien la actitud del creyente. Aquí entendemos por no creyentes a aquellos que ni creen en un Dios personal ni van verdaderamente en busca de la fe.

La conciencia del no creyente sufre sobre todo estos defectos :

1. Sus principios morales carecen de la fundamentación decisiva en la esencia y voluntad del Dios personal. El hombre que no tiene fe se figura enfrentarse en su conciencia con un puro principio impersonal. En el fondo, pues, no se siente obligado frente a un tú, sino solamente frente a su propio yo o bien frente a datos y factores impersonales. No hay duda de que también el no creyente percibe el deber moral ; pero a este deber le faltan la santidad e inviolabilidad fundadas en Dios. Es posible que el incrédulo sienta plenamente la diferencia entre el bien y el mal, entre fidelidad e infidelidad como postulados de su conciencia ; pero en estos juicios estará siempre solo ante sí o ante consideraciones buscadas en el yo, que no hacen justicia a la dignidad personal del yo llamado al bien.

2. El no creyente en sentido auténtico queda lejos de la exigencia más decisiva que se puede dirigir a la conciencia del hombre: la exigencia del amor divino. No logra saberse en definitiva obligado ante aquel de quien es todo cuanto posee. No se sitúa frente a un tú que le invita amorosamente y en forma totalmente personal. La respuesta de su conciencia a este o aquel valor aislado no logrará romper la soledad de su yo. Con ello priva a todo lo que aún puede presentarse a su conciencia corno obligatorio, grande o hermoso, de su auténtico brillo, del calor entusiasta que distingue a la conciencia creyente.

3. Como todos los valores tienen en Dios su último fundamento, es forzoso que la conciencia del ateo, ciega para el valor supremo, vaya también paulatinamente embotándose respecto de muchos valores particulares. Cuanto más se aparta el hombrede Dios, tanto más disminuye el número de los valores y verdades morales que le es dado reconocer.

4. Tal vez afirmará el ateo que obra únicamente por imperativo de su propia conciencia y que, por lo tanto, vive con más convicción y personalismo que su vecino creyente. Pero se engaña: mientras no sufra el influjo favorable que, aun sin que se dé cuenta, ejercerá sobre él la comunidad de los creyentes, estará sometido en gran escala, también sin advertirlo, al espíritu colectivista, a la opinión de la masa, a la solidaridad para el mal.

La teoría sociológica de la conciencia expuesta por Emilio Durkheim y otros que no ven en la conciencia más que la adaptación al ambiente necesaria para poder vivir, no es en el fondo sino la descripción de un hombre que, creyendo vivir según su propia conciencia, está en realidad entregado sin remedio a los tópicos de su ambiente.

5. Al describir la conciencia, dejamos ya en claro que bondad moral es la pronta disposición de la voluntad para responder al bien presentado por el entendimiento. Eso presupone una voluntad humilde y dispuesta a servir. Cuando el hombre se niega a entregarse al Dios personal y llega hasta no querer reconocerlo como superior a sí, alcanza su voluntad un grado pavoroso de autosuficiencia. En ese plan, apenas cabe ya esperar una auténtica disposición interior para abrirse en todo tiempo a la luz del conocimiento moral, y menos cuando éste exige humillaciones o renuncias costosas.

Así pues, la actitud propia del hombre sin fe implica una mutilación y una caricatura de la conciencia. En cambio, una conciencia despierta y atenta siempre a los valores morales decisivos es señal de que no tenemos que habérnoslas con un ateo en el pleno sentido de la palabra.

c) La conciencia entre la fe y la incredulidad

En la vida aparecen frecuentemente mezclados los frentes entre la comunidad de los creyentes y el colectivismo de los incrédulos. Así, existe el "creyente" que, aunque recita su credo en la iglesia, no vive su fe, sino que se deja llevar de la opinión de los otros, de tópicos superficiales, de la sugestión propagandística. Y existe también el "creyente" habituado a desobedecer en una y otra ocasión la voz de su conciencia, sin cuidarse en absoluto de orientar su vida conforme a los postulados de la fe. Cuando esta fe sufre el vendaval de la tentación o bien sucumbe en una apostasía colectiva, aparece en su aterradora evidencia qué poco se diferenciaba ya antes su vida de la de un incrédulo.

En la otra vertiente, existen "no creyentes" que siguen con fidelidad la voz de su conciencia, aun cuando no lleguen a percibir que tras esa llamada existe un Llamador personal. Tal vez mucho tiempo antes de doblar su rodilla para adorar a Dios como Padre y Señor poseían ya una actitud que correspondía más bien a la de tina conciencia creyente: prontitud para escuchar y entregarse al bien. Exteriormente, podrían parecer todavía no creyentes, pero su tacto moral y la sumisión de su conciencia estaban ya más informados por el espíritu de la comunidad de los creyentes, que lo está, en realidad, el exteriormente cristiano que se deja arrastrar por la corriente prácticamente incrédula de la palabrería de moda.

Un tipo extraño y no infrecuente es el del incrédulo de moral rígida que, habiendo apostatado de la fe, avergüenza con su intachabilidad o incluso con sus obras de caridad fraterna a las personas de su medio social que permanecen fieles a su religión. ¿ Cabrá suponer que su "apostasía" no es en el fondo más que una protesta contra el ateísmo práctico de un medio exteriormente creyente, un anhelo profundo de autenticidad, de radicalismo en su fe? Habría que examinar todo el caso en conjunto: formas de manifestarse exteriormente su conciencia, etc. Pero frecuentemente ese cacareado integrismo no es sino la escapatoria de una conciencia intranquila y un afán desmedido de autojustificación ante los demás. Ese tipo de moralidad no es vida según conciencia; en el fondo, no pasa de ser lo que (con caracteres inversos) describe Emilio Durkheim como intento feliz o infeliz de adaptación a la sociedad. Tampoco puede ser vida que brota del centro, del corazón de la existencia humana, como es la vida que fluye de una conciencia creyente.


III. LLAMADO POR EL NOMBRE

En la conciencia entran en juego la unidad interior y la totalidad del hombre; la voz de la conciencia conmueve las últimas fibras del alma, revuelve sus últimos fondos. En ello precisamente se manifiesta que, aun hablando en general, el hombre no puede entenderse, si no es partiendo del llamamiento divino.

El hombre no es un ser que, entre otras muchas cosas, ha sido también accidentalmente llamado por Dios, como quizá puede creer quien despierta por vez primera a la voz de su conciencia. El corazón ya plenamente despierto, la conciencia delicada, limpia, lúcida, lo ve todo necesariamente derivado del llamamiento de Dios.

El que llama es Dios: esto da a la voz de la conciencia su fuerza obligatoria, su condición personal; al mismo tiempo, descubre la dignidad del así llamado. Que el orgullo del incrédulo se esfuerce en explicar los postulados del deber recurriendo a un principio impersonal que le permite conservar la superioridad de su persona; nosotros ponemos nuestra superioridad sobre el espíritu de masa y la soledad del hombre cautivo en su minúsculo yo precisamente en el encuentro de nuestra conciencia con la llamada de un Dios personal. Un Dios que nos toma en serio, que nos llama desde el centro de nuestro ser. Dios quiere nuestro corazón. Y nosotros sentimos que su llamada significa vida para cuantos vivimos de Él.

También sabemos, es cierto, que la desobediencia o la huida ante llamada tan inapelable significan desgracia, muerte verdadera, desgarramiento en el centro mismo del ser. Siéntanlo o no, hasta al incrédulo y al hombre masa, en recua tras el "se" impersonal, toda huida ante la voz de su conciencia les acarrea una herida de muerte en el centro del corazón.

El mismo pecador ha de reconocer que no podemos vivir verdaderamente sino de la llamada de Dios: seguir esa voz es gozar de salud, desobedecerla es languidecer en la enfermedad. La Sagrada Escritura nos muestra de algún modo esta verdad en el ejemplo de Caín: Dios amonesta así a Caín, devorado por los celos : "¿Acaso si tú obras rectamente no podrás levantar tus ojos con libertad?" (Gen 4, 7). Después de su pecado, Dios pregunta al fratricida : "¿Dónde está tu hermano Abel?" (4, 9). Y la corroída conciencia de Caín no puede sustraerse a este continuo diálogo con Dios. Precisamente el alejamiento de Dios, la huida de Él muestran cuán imposible es a la conciencia escapar a su llamada. Así lo expresa el mismo Caín : "Tendré que ocultarme (le ti; habré de andar vagabundo y errante sobre la tierra" (4 14). Y si Dios no hubiera puesto "una señal a Caín" (4, 15), no hubiera podido vivir más huyendo de la presencia de Dios. Rechazar la llamada del Señor es mortal, pues el hombre vive de la voz vivificante de Dios. Todo su ser es don de la divina palabra. Por esa razón, sólo estando dispuesto a escuchar plenamente la llamada de Dios podrá volver verdaderamente a sí mismo.

¿Queremos afirmar con esto que en la conciencia nos habla Dios de forma totalmente personal ? Que la conciencia es la voz de Dios? Sí y no.

Dejando aparte contadas excepciones, Dios no se dirige a nosotros mediante revelaciones privadas o inspiraciones inmediatas, si bien en cada gracia toca inmediatamente nuestra alma. Ordinariamente, Dios nos habla en forma mediata. Dios, al crearnos, nos ha dado medios suficientes para que podamos conocer por nosotros mismos su santa voluntad : con la ayuda de comunidades de alto valor moral (familia, amistad, municipio, nación, Iglesia), sobre todo con la ayuda de la autoridad eclesiástica; pero también con el propio esfuerzo, poniendo en tensión todas nuestras facultades psíquicas, máxime cuando se trata de captar un contenido especialmente valioso en circunstancias moralmente importantes.

Dios nos habla realmente por su Verbo —su palabra— a través de la Iglesia, a través del orden de la creación y de las circunstancias particulares en que envuelve nuestra vida. Nos da los medios naturales y, sobre todo, la ayuda especial de su gracia para comprender su voluntad de modo justo y saludable.

Aun cuando se sirve de las causas segundas, Dios es realmente el que habla. Se dirige a nosotros de modo completamente personal. Él mismo abre con su gracia "nuestro oído, para que le prestemos atención de discípulos" (Is 50, 4). La conciencia es el órgano en que Dios hace valer sus exigencias.

Sin embargo, no todo dictamen de la propia conciencia es realmente expresión de la voluntad de Dios. Nosotros tenemosque esforzarnos en percibir con toda fidelidad, sin variaciones, la voz de Dios. Debemos prestar gran atención. Que con mucha frecuencia no prestemos tal atención, no estemos prontos a escuchar la voz de Dios o bien no la entendamos sino a medias, es, como antes hemos expuesto, parte por nuestra propia culpa, parte por culpa de nuestro ambiente. Y también frecuentemente los fallos de nuestra atención han de sumarse, al menos en parte, a cargo de la herencia que nos ha caído en desgracia.

Cuando sin culpa nuestra fallamos el dictamen de nuestra conciencia sobre la voluntad de Dios, Él se contenta con la nobleza de nuestra buena disposición para escuchar y realizar su voluntad amorosa. En tal caso, vivimos realmente de la palabra de Dios y estamos ya en camino hacia la luz. Pero, mientras no nos esforzamos seria y noblemente por conocer la voluntad de Dios, nuestra conciencia y nuestro corazón no están en regla. En el centro mismo de nuestro ser permanecemos solos, cerrados, lejos de la llamada vivificante de Dios.

Es la verdad que san Agustín expresó concisamente, en su admirable estilo : "¡Ama y haz lo que quieras!" ; es decir, si tu corazón es limpio y busca el bien con pura intención, encontrará con precisión maravillosa la voluntad de Dios. Y cuando alguna vez, sin culpa suya, no logre conocerla plenamente, Dios aceptará graciosamente su noble intención. Claro que normalmente la orientación defectuosa del juicio de la conciencia en cuestiones esenciales es señal de una caridad todavía débil y no ilustrada. Cuanto más puro sea el amor, tanto más seguro será el dictamen de la conciencia.
 

IV. "BIENAVENTURADOS LOS LIMPIOS DE CORAZÓN"

La conciencia se revela como centro, totalidad y unidad del modo de ser humano. La calidad de la conciencia y de sus manifestaciones exteriores descubre los valores positivos o negativos de un hombre.

La pureza de conciencia es el factor decisivo que determina nuestro modo de conocer a Dios y el bien. Consideraremos primero la conciencia manchada, partida (a), para que luego, sobre este fondo oscuro, brille con tanta mayor claridad el corazón limpio, la conciencia intacta (b).

a) El corazón manchado

Cuando reiteradamente se aparta el hambre del bien moral que le propone la razón, y después no se arrepiente de ello, la conciencia, dispositivo psíquico, puede reaccionar en dos sentidos diversos: encerrándose bajo el impulso de la lucha convulsiva en una unidad de pura tiniebla, o bien disipando todas sus fuerzas en una existencia dividida.

1. Unidad de tiniebla: la conciencia es el impulso instintivo del alma por la unidad interior y la totalidad en la práctica de la verdad. Al obrar contra lo que se sabe mejor, se origina entre las fuerzas psíquicas una honda escisión que repercute con ardiente dolor hasta el fondo mismo del alma. Este desgarrón puede curarlo el arrepentimiento, que lanza al hombre en busca del médico divino. La conciencia, el corazón del hombre, sintiéndose desgarrada por el pecado, grita pidiendo curación, unidad en la luz. Pero si se cruza por medio el orgullo para impedir al hombre la confesión humilde y dolorosa de su culpa y someterse de nuevo a la ley moral que le acusa y reclama su obediencia, entonces ese anhelo insaciable de unidad que siente el corazón humano puede orientarse en sentido trágico : el alma, desgarrada por la culpa, ya no buscará su unidad en la luz, sino en la noche de la mala voluntad.

Primeramente, la conciencia intentará olvidar su culpa. "Dijo el orgullo a mi memoria: ¡ Tú no puedes haber hecho eso! Y aquel recuerdo me dejó; así pues, no lo he hecho" (Nietzsche). La culpa no lavada por el arrepentimiento queda reprimida en la oscuridad del inconsciente y subconsciente, donde podrá desplegar sin ser vista su poder entenebrecedor.

El paso siguiente del orgullo será negar la fealdad de la acción. Como no quiere dejarse ablandar por las nuevas decisiones de la razón, que todavía conserva su noble lucidez, vuelve cada vez más su vista hacia los fondos oscuros de su torpe apetito. Y si, a pesar de todo, el conocimiento del deber sigue reprochándole desde el fondo de la conciencia, se pondrá a buscar razones aparentes con que acallar el remordimiento. El orgulloso no tolera "verse continuamente manchado". Por eso toma por luz lo que es tiniebla y por tiniebla la luz. La voluntad autónoma, el apetito desordenado imponen poco a poco su dictado a la potencia cognoscitiva.

Así se restablece, pero de manera tremendamente oscura y negativa, la unidad entre pensar y querer. A esta alma se aplican aquellas palabras de Cristo: "Si la misma luz que hay en ti se torna oscuridad, ¡qué grande no habrá de ser tu oscuridad!" (Mt 6, 23s; Lc 11, 34ss).

Pero ¿es que realmente se ha restablecido la unidad del alma? Es verdad que el corazón ya no parece desgarrado en sí mismo. Pero está arrancado al reino de Dios. Está completamente sucio. Por eso el conocimiento de Dios y del bien no causa alegría al alma. El aspecto más oscuro del corazón alejado de Dios es que el alma concentre su fuerza para huir de Él.

Naturalmente, este paso no se da de golpe. Hace falta un largo proceso, durante el cual uno se empeña obstinadamente en engañarse a sí mismo; así paulatinamente se reduce a silencio lo noble en el corazón del hombre. La entrega apasionada a fines perversos, la propaganda en favor de torpes ideales no son frecuentemente sino un intento de tapar la violencia de la lucha en el propio pecho. Como a pesar de esa pasión el bien sigue siempre alzando su bandera, se arroja uno en simas cada vez más lóbregas, escapando de la presencia y de la voz divinas.

Y no es raro que los que así reaccionan sean precisamente los hombres de una sola pieza, con todos los presupuestos psíquicos para alcanzar la santidad, sólo que a condición de ser más humildes.

2. Conciencia dividida: junto a estos "espíritus fuertes" en el mal, está el tipo de los hombres débiles. Teóricamente reconocen el bien, pero prácticamente se guardan mucho de realizarlo.

Se empieza por pequeñas lesiones a la luz de la conciencia. Luego, no se lloran seriamente. Poco a poco uno se va creando el hábito de obrar contra lo que dicta la razón y confiesa la boca. Y así se labra el cuadro del "alma dividida", en la cual el conocimiento moral y la voluntad se apartan cada vez más uno de otra, de modo que el corazón del hombre, el fondo del alma, queda partido por esta herida desgarradora. La luz de la verdad no se ha extinguido aún por completo en la razón; pero es una luz que ya no ilumina, ya no calienta; ya no puede ser chispa que haga saltar la voluntad. El fondo del alma, principio de unidad interior, parece estar muerto.

Hasta el conocimiento moral sufre cada vez más bajo esta penosa escisión. Se torna cada vez más pálido y formalista; pues para que el ojo del hombre mire al bien con valor cara a cara es preciso que primero su corazón se incline vitalmente hacia él.

b) El corazón limpio

El reverso de esta triste imagen —la conciencia en tinieblas y dividida— nos deja ya entrever la importancia del corazón limpio. Pero ahora, a la luz de las promesas de Cristo, intentaremos comprender qué gran riqueza representa un corazón puro.

!A los "limpios de corazón" promete el Señor la suma bienaventuranza : "verán a Dios" (Mt 5, 8). Como las demás bienaventuranzas, estas palabras de Cristo se refieren sobre todo al estado perfecto. Sin embargo, éste va delineando ya sus trazos en el actual tiempo de salud. Ver a Dios cara a cara está reservado a la otra vida, cuando estemos ya totalmente purificados después de todas las gracias exteriores e interiores, tras todas las pruebas y tentaciones y, tal vez, por último, tras un largo purgatorio. Dios es el amor infinitamente puro, santísimo, entregándose a nosotros. Para comprender en plena bienaventuranza el brillo de su amor, tenemos que ser nosotros mismos puro amor desinteresado, estar abiertos totalmente a Dios, entregados de lleno a Él. Y, en la medida en que ya ahora nuestro corazón esté limpio, nos dará Dios ya en esta vida un anticipo o pregustación del conocimiento beatífico de la gloria.

En medio de un mundo corrompido y cargados tal vez con los rastros de numerosos pecados personales, no nos resulta cosa tan fácil mantener totalmente limpios nuestro corazón y nuestra conciencia. El paso primero e insustituible en esta obra de verdadera limpieza interior es reconocer humildemente qué lejos estamos todavía de la perfecta pureza. "¿Quién puede asegurar: Yo tengo un corazón limpio?" (Prov 20, 9; cf. 1 Ioh 1, 9).

El camino necesario para esta limpieza del corazón es, pues, la humildad de la primera bienaventuranza ("bienaventurados los pobres de espíritu") y la santa tristeza de la segunda. Luego, hace falta continua abnegación y trabajo tenaz y consciente sobre uno mismo. Se requiere una guerra a muerte contra el egoísmo y el amor propio hasta lograr que nuestro corazón quede totalmente limpio. Aunque para limpiar el corazón no basta la lucha contra todo brote de amor desordenado. Lo decisivo es que el corazón se deje invadir y dominar más y más por el verdadero amor. Corazón puro es corazón lleno de amor verdadero. (Al tratar de los sentimientos limpios, amorosos, y de la pureza de intención, tocaremos otro aspecto importante de esta cuestión.)

Nuestro corazón se hace puro cuando nos abrimos a Dios. La palabra que Dios nos dirige en la revelación por medio de la Iglesia y en el corazón por medio del Espíritu Santo tiene la virtud de limpiar nuestro corazón, porque es siempre palabra de su amor. Pero cuando la recibimos con un corazón dispuesto a obrar, a ponerla en práctica, su palabra penetra como bálsamo salutífero hasta el fondo del alma y allí, en el corazón, en la "centellica del alma", purifica nuestro entendimiento y nuestra voluntad. Dicho de otro modo : el conocimiento religioso y moral que recibimos no limpia verdaderamente nuestra conciencia sino a condición de que estemos amorosamente dispuestos a acomodar a él los dictámenes de nuestra conciencia.

La voluntad amorosa de Dios, que se nos manifiesta en su palabra, tiene la virtud de purificar entendimiento, voluntad y corazón cuando, agradecidos, le respondemos con nuestro sí. Por eso dice Cristo a los discípulos que recibieron con verdadera disposición su palabra : "Vosotros estáis limpios por la palabra que yo os he predicado" (Ioh 15, 3, afirmación de Cristo que es una invitación amorosa a meditar con frecuencia la "palabra de Dios", la Sagrada Escritura). Pero el conocimiento de la voluntad amorosa de Dios pone en acción toda su fuerza purificadora únicamente cuando permanecemos en unión con Cristo y vivimos en Él, que es fuente original de toda verdad y de todo bien. Por eso nos exhorta el Señor: "Permaneced en mí, y yo permaneceré en vosotros" (Ioh 15, 4). Cuando permanecemos en Cristo y recibimos con pronto corazón su palabra, toda ilustración sobre la verdad y el bien, Él nos ayuda a ser cada vez más puros practicando el bien y contemplando amorosamente a Él. "Yo soy la vid verdadera ; mi Padre, el viñador. Todo sarmiento que produce fruto, Él lo poda para que produzca más todavía" (Ioh 15, ls; 15, 7).

La palabra de Dios, como expresión de su más puro amor, tiene la virtud de purificar nuestro corazón si es un corazón dócil y obsequioso. Y, viceversa, cuanto más puro es nuestro corazón, tanto más profundo y dichoso es nuestro conocimiento de Dios y de su amorosa voluntad. Sólo "en conciencia pura podremos guardar el misterio de la fe" (1 Tim 3, 9) en su plena, reluciente hermosura y limpieza. El gozoso conocimiento del amor y de la voluntad amorosa de Dios en el misterio de la fe es principio de aquel pleno conocer sin velos, en puro amor, que nos anuncia la bienaventuranza del Maestro: "Verán a Dios." Entretanto, debemos luchar sin tregua y suplicar a Dios humildemente, diciendo : "Crea en mí, oh Dios, un corazón puro" (Ps 50, 12).

En la misa, antes de leer el evangelio, pide a Dios el sacerdote que limpie su corazón y sus labios para anunciar dignamente la buena nueva. Así deberíamos rezar todos, pidiéndole que limpie con su palabra nuestro corazón, para que toda nuestra vida sea testimonio en favor de la virtud purificadora de la palabra de Dios.
 

V. CONCIENCIA Y AUTORIDAD

La conciencia está esencialmente ordenada a la autoridad de Dios. A Él está sometida. De Él recibe toda luz y seguridad. La clara manifestación de su voluntad amorosa y la fiel obediencia por parte nuestra esclarecen y purifican nuestra conciencia. Pero también la autoridad de Dios se dirige a nuestra conciencia. Que es como decir: Dios no nos somete a una ordenación coercitiva puramente exterior. Únicamente los malvados y los irracionales han de ser sometidos por fuerza, para que no perturben el orden ni corrompan las buenas costumbres.

Dios nos habla en la conciencia de modo plenamente personal, como a hijos libres suyos. En la conciencia experimentamos la fuerza obligatoria de su revelación. En el centro de nuestro ser espiritual descubrimos nuestra religación con la voluntad amorosa de Dios. Aquí se aplica su palabra : "Yo la seduciré. Le hablaré al corazón" (Os 2, 14 [16]).

La conciencia rectamente orientada se sabe ligada en todo a la autoridad de Dios. Pero deducir de ahí que entonces está de más toda autoridad humana sería no entender ni la naturaleza de la conciencia ni la de la autoridad divina.

Para el pleno desarrollo de nuestra conciencia y para la recta comprensión de la voluntad amorosa de Dios, el Creador nos ha hecho depender de valiosas comunidades humanas; sobre todo nos ha sometido a la autoridad eclesiástica. En el orden actual, en medio de la corrupción del mundo, tenemos también necesidad del Estado, que proteja la conciencia de los buenos y frene eficazmente la perversión y violencias de los malos. Por conciencia debemos, pues, inclinarnos ante la autoridad del Estado siempre que nos mande en nombre de Dios; es decir, cuando manda rectamente (Rom 13, 5 ; donde el Apóstol aplica este principio precisamente a las leyes tributarias).

Evidentemente, con la ayuda de la divina revelación y guiados por el magisterio eclesiástico, debemos paulatinamente alcanzar tal estadio de madurez, que podamos aplicar a las exigencias de la autoridad humana la medida de una conciencia ilustrada, precisamente porque nuestra obediencia a la autoridad debe ser obediencia según conciencia, obediencia a Dios en último término y, por lo mismo, conforme con el orden realmente fijado por Dios. Querer someterse a las justas disposiciones de la autoridad humana con pura sumisión exterior y sin atender a la conciencia, sería dar ya por perdido el espíritu de libertad ; sería como un intento de sustraer a la conciencia, y en último término a la autoridad de Dios, todo un sector de la existencia humana. La obediencia a la autoridad humana se hace precisamente digna del hombre y digna también de ser ofrecida a Dios, cuando brota de una conciencia noble. Ésa es la razón por la cual estamos obligados a examinar las órdenes de la autoridad : para ver si concuerdan con la ley de Dios. Lo cual no quiere decir que nosotros estemos llamados a juzgar a la autoridad, sino que al obedecer hemos de prestar atención a nuestra conciencia.

Pero, así como nuestra conciencia está subordinada a la autoridad humana y debe estar pronta a corresponder a sus justas pretensiones, del mismo modo también la autoridad humana está a su vez dependiendo de la conciencia. Si quiere dirigir de una manera digna de la condición humana, debe dirigirse a la conciencia de sus subordinados. Quiero decir : debe mandar con toda fidelidad y justicia conforme a los mandamientos de Dios, y por cierto de modo que la conciencia de los de buena voluntad se sienta llamada, protegida y alentada en su desarrollo.

Meta de la educación dentro de la familia cristiana y del ejercicio de la autoridad eclesiástica ha de ser, sobre todo, la formación de conciencias ilustradas y bien despiertas que sepan verdaderamente obedecer según conciencia, tal como conviene a quienes gozan de la libertad de los hijos de Dios. Una educación que impida estos altos ideales tal vez alcanzará éxitos a corto plazo en el orden y disciplina exterior, pero bien poco habrá contribuido a la formación de los hijos de Dios. Porque no contribuye en absoluto a poner en orden el corazón del hombre.


VI. CONCIENCIA Y PRUDENCIA

ÍDe lo dicho hasta aquí debió quedar bien claro que nuestro empeño en poner tan de relieve el papel de la conciencia en la moral cristiana no tiene nada que ver con ese subjetivismo que, apelando a la aventura de la conciencia, pasa por encima de las leyes más santas sin preocuparse en absoluto de las consecuencias de tal modo de proceder. La conciencia verdadera y pura es ante todo y por encima de todo conciencia dispuesta a escuchar. La pureza de nuestro corazón y de nuestra conciencia exige que de nuestros dictámenes desterremos toda arbitrariedad, a fin de que la conciencia pueda formar y emitir un juicio realmente conforme con lo que Dios le pide.

La virtud que inclina al hombre de conciencia a comprender rectamente la voluntad de Dios en las diversas circunstancias e incluso a correr en situaciones comprometidas un riesgo razonable, es la prudencia.

a) Relaciones entre la prudencia y la conciencia

La elevada misión de la prudencia es cuidar de que el hombre capte realmente en su conciencia la voz de Dios, tal como se deduce de un recto juicio sobre la realidad. El dictamen de la conciencia se convierte así en orden de la prudencia, la cual, a fin de cuentas, no es sino el sí impertérrito a la voluntad de Dios.

Tratamos a continuación de las relaciones entre la prudencia y la conciencia según que se trate de un dictamen de conciencia cierto, culpablemente erróneo o inculpablemente erróneo.

La conciencia cierta (juicio de conciencia exacto), atendiendo a su contenido, no es sino el fruto de la virtud de la prudencia. Pero ese juicio de la prudencia necesita recibir en el alma del hombre la fuerza apremiante que le imprime la integridad de la conciencia.

La conciencia culpablemente errónea no puede provenir de la prudencia. Ni es tampoco —según hemos visto anteriormente—, en sentido propio, pleno, dictamen que brote de lo más íntimo de la conciencia, si bien ésta, al producirse tal dictamen, se ve por él afectada, en cuanto advertidamente la lesiona o bien no presta suficiente atención a sus indicaciones. La desobediencia culpable a la voz de Dios es en todo caso señal de que la conciencia está en plan cíe escapar de Dios. Cuando la conciencia se ha alejado totalmente de Él, aparece la prudencia de la carne, cuya preocupación general ya no es buscar la voluntad de Dios, sino servir de intento a los fines torcidos del mal corazón.

La conciencia inculpablemente errónea tiene tras sí toda la fuerza impulsora del organismo de la conciencia. Es también de algún modo dictamen de la virtud de la prudencia. No le falta la disposición fundamental: atención reverente a la voluntad de Dios, deseo de guardar en la acción el orden divino y cumplir así la tarea del momento actual. Que luego falle en la realidad, es indicio de que en tal caso faltaban todavía a la prudencia los aprestos necesarios. El fallo de la prudencia puede provenir de falta de ciencia. Otra causa frecuente y decisiva es que el ambiente no ofrece con bastante evidencia la experiencia del bien moral que era precisa. También puede provenir de que falta la necesaria perspicacia intelectual, o bien de que no se pesan las consecuencias para el futuro, o de otras causas del estilo.

Una de las raíces principales de esta falta de prudencia (no sólo de su equipamiento, es decir, del cortejo de virtudes que concurren en sus actos) es el embotamiento de la conciencia. El hombre de conciencia delicada advierte en seguida y con toda claridad la obligación de considerar atentamente las circunstancias, adquirir suficiente conocimiento de ellas y, si fuere preciso, buscar el consejo de otros. Quien, por el contrario, obra frecuentemente contra su conciencia, sin que le pese en absoluto, irá adquiriendo así poco a poco las características de la "existencia partida", no sentirá ya con suficiente fuerza la voz de la conciencia que le impulsa a buscar la verdad y fácilmente pasará por alto verdades de fundamental importancia o bien circunstancias dignas de ser tenidas en cuenta. Su juicio, a pesar de la buena voluntad momentánea, no hará justicia a la realidad. Sin advertirlo, se irá perdiendo en consideraciones superficiales de orden terreno.

Quien quiera ser prudente en el pleno sentido de la palabra, debe llevar en el corazón un amor grande e inflamado al bien. Así como los "prudentes de la carne", prudentes según el mundo, despliegan con frecuencia una fuerza y maña verdaderamente pasmosas para el logro de los fines que pasionalmente se han señalado, de la misma forma un corazón abrasado de amor divino desarrolla poderosas energías a fin de conocer claramente la voz de Dios y dar con la recta solución. Por eso dice santo Tomás : "La sindéresis (hábito de los primeros principios morales que está en la base del acto de conciencia) mueve a la prudencia" (ST THOM, q. 47, a. 6). 'Cuando flaquea la conciencia, también el ojo de la prudencia se vuelve romo e inseguro. Cuando la conciencia anda revuelta, falta también a la prudencia vista clara para descubrir la voluntad de Dios según la manifiesta el magisterio eclesiástico y las situaciones concretas. Cuando notemos que el dictamen de nuestra conciencia queda frío e inseguro ante el bien, veamos en ello un aviso: "¡Pon en orden tu corazón, limpia tu conciencia!"

b) Principales funciones de la virtud de la prudencia

La virtud de la prudencia está ordenada a la práctica. Presupone la sabiduría, la aclimatación de nuestra conciencia a lo divino. Como el presente tiempo de salud es tiempo de prueba, pide el amor de Dios que nuestra actividad sea obra de colaboración en edificar el reino de Dios; dicho con otras palabras : el don de sabiduría pide la virtud de la prudencia y su complemento, que es el don de consejo.

El don de la sabiduría celestial (supremo de todos los dones, consumación de la caridad) nos da el gusto por las cosas divinas, nos permite verlo todo a la luz de la fe, nos hace alegrarnos en Dios y en todo lo que es agradable a Dios.

La virtud cristiana de la prudencia no se preocupa en primera línea del propio perfeccionamiento, de una especie de virtuosidad centrada en la observación de uno mismo. La prudencia, que guía el servicio activo a la caridad, "no busca lo suyo" (1 Col 13, 5), sino, por encima de todo, el verdadero bien del prójimo, el bien común de todos los hijos de Dios.

Es verdad que el sí al reino de Dios no consiste únicamente ni ante todo en la actividad exterior: lo que busca principalmente es apoderarse de nuestro corazón en la interioridad de la gracia y del amor. Pero este dominio de lo interior quiere y debe manifestarse a la luz: ahora, en el tiempo de prueba, mediante las obras ; y en el día del Señor en el pleno resplandor de la gloria de Dios reflejándose en nuestro cuerpo.

El reino de Dios es ya ahora realidad visible, pues Dios ha creado un mundo visible precisamente y quiso revelar en este mundo visible por medio de 'Cristo el reino de su amor. Y si los hombres han de dar gloria a Dios viendo nuestras obras (Mt 5, 16), es evidente que nuestras obras han de comenzar por estar ellas mismas de acuerdo con el orden fijado por Dios. Tienen que ser expresión realmente precisa de la gloria interior de la gracia, así como de los grandes órdenes de Dios en el mundo y en la Iglesia. De donde se deduce claramente por qué la prudencia presupone, sí, una rica vida interior de gracia y virtudes teologales, y también por qué éstas necesitan a su vez de la prudencia. Quien no está animado de celo ardiente por la causa de Dios, no puede tampoco ser prudente. Y, al revés : el que no es prudente, aquel a quien no le importa de verdad, seriamente, satisfacer en la práctica, cuanto le sea posible, todas las exigencias del reino de Dios, demuestra que tampoco es sabio; esto es. demuestra que no se abrasa de amor por Dios y por su reino.

De esto se sigue claramente que la virtud de la prudencia no dirige tan sólo nuestra dedicación a la actividad exterior, sino que regula también la recta armonía entre todo el conjunto de las fuerzas interiores y la actividad exterior.

Compete a la prudencia el valorar justamente, a la luz de la nueva ley, tanto las propias fuerzas como las exigencias del momento. El prudente ha de tener siempre la mirada abierta a la realidad. Debe sopesar consigo mismo en tranquila reflexión las diversas razones y, cuando fuere preciso, buscar el consejo de los más prudentes. Quien menosprecia un buen consejo del prójimo, demuestra su escasa prudencia; el orgullo no le deja ver los límites del conocimiento humano replegado en sí mismo.

Hemos de considerar dos veces imprudente al que desestima las enseñanzas de la Iglesia y su posición ante los candentes problemas de la época, viendo en las directrices del magisterio un obstáculo a su personal prudencia. Porque en realidad las normas de la Iglesia no dispensan al individuo de poner en tensión las fuerzas de su prudencia; más bien tienden a crear los presupuestos necesarios y el piso firme que posibilitan sopesar y enjuiciar prudentemente la situación. Aparte de que la Iglesia no puede sino indicar a grandes trazos un camino: es ya tarea de cada uno esforzarse en dar con el propio camino y adoptar la marcha que se le exige y le es posible.

Cuanto más escarpado suba el camino, tanto más debemos confiarnos a la virtud de la prudencia; el mismo Espíritu Santo le dará su última perfección con el don de consejo. Mientras que hacia abajo ha marcado la Iglesia en su ley, con agudísima precisión, los límites mortales que nadie puede trasponer, en su incansable invitación a ir siempre hacia arriba deja al individuo la máxima libertad. Cada uno, según las gracias y dones recibidos y las circunstancias particulares de su vida, debe tender siempre a superar el límite de la obligación general en busca del bien que particularmente le está reservado. Sólo así alcanzará el reino de Dios su formidable unidad en la multiplicidad, su riqueza en el despliegue de todas sus fuerzas.

c) El cultivo de la prudencia

La prudencia, como virtud al servicio del reino de Dios, es don del mismo Dios, fruto del sumo don, el don de sabiduría. Entra en el alma juntamente con la caridad y con ella crece. Por eso a todo el que tiende verdaderamente a la prudencia se aplican las palabras: "Corre tras la caridad" (1 Cor 14, 1). Implórala de Dios como su don supremo.

La potencia sobrenatural, la capacidad interior, es pura gracia; pero el hábito en la práctica de la virtud, la adquisición de todos los elementos para su funcionamiento perfecto, sin obstáculos, ha de realizarse con el propio esfuerzo.

El equipo de la prudencia ha de procurarse sin descanso: tenemos que grabar fielmente en la memoria los principios y mandamientos de la vida cristiana, al mismo tiempo que aprendemos a practicarlos en forma experimental. Para juzgar rectamente el lenguaje de la realidad, hemos de procurar entender la naturaleza de las cosas a la luz de Dios y meditar una y otra vez el plan salvífico de Dios. Debemos estar abiertos, como discípulos, a la dirección interna de la gracia y aceptar agradecidos todo dato exterior que nos ayude a comprender la situación. Cuanto más prudente se es, tanto más hay que estar dispuesto a aprovechar la experiencia de los otros y a procurar su consejo.

El que es inclinado a la timidez o indecisión debe aprender que el hombre es un ser imperfecto y, por tanto, no ha de pretender mayor lucidez que la que de por sí le es posible o le ha cabido en suerte; debe luchar por vencer toda pusilanimidad en sus decisiones. Si, en cambio, el peligro principal es la irreflexión en el juicio y en los actos, debe cultivar, sobre todo, la circunspección y la precaución: preguntarse qué efectos podrán tener sus acciones en uno mismo o en los demás. La precaución o cautela nos ofrecerá una valoración exacta de las fuerzas disponibles y de los obstáculos que posiblemente se opondrán a la realización de nuestras resoluciones.

Pero, sobre todo, debe no olvidar ni un solo momento que en el cultivo de la prudencia lo más importante es un corazón limpio, ardiente de amor a Dios y al prójimo, una conciencia delicada y vigilante. El cultivo de la caridad, de la conciencia y de la prudencia han de correr parejas, pues se influyen mutuamente.
 

VII. RIESGO EN EL JUICIO DE CONCIENCIA

En virtud de su más íntima naturaleza, la conciencia debe seguir la verdad. Reclama un obrar conforme a la verdad conocida y un esfuerzo serio por investigar noblemente la verdad : la ley de Dios y de la Iglesia, y la voz particular de Dios, conocible a través de la gracia interior y su providencia exterior.

Pero ¿qué ha de hacer la conciencia en situaciones confusas, cuando, a pesar de sus esfuerzos, no logra ver con claridad? En ese caso tendrá a veces que aventurar una solución. Más aún, en tales ocasiones ese mismo riesgo habrá de ser prudente.

Frente a los tanteos inciertos de una conciencia perpleja (a), distinguimos la audacia serena, apoyada en indicios certeros y ayudada de reglas generales de prudencia para casos en que no aparece clara una obligación de orden legal (b) o para el caso de colisión entre varios deberes (c).

a) Conciencia perpleja

Hay veces en que la conciencia, ante una situación difícil, se crea tal confusión, que todas las posibilidades se le presentan como pecaminosas. Así, el caso del que, angustiado, se imagina que para él no hay más solución que mentir o decir abiertamente la verdad con grave falta de caridad y de justicia. Otra conciencia bien formada por la prudencia, que reflexionase con calma, daría con la vía correcta : ocultar la verdad a preguntas inconsideradas o malévolas, sin necesidad de mentir. Con todo, aun al mentir en medio de esa confusión de conciencia, por considerar que en tales circunstancias la mentira es pecado menor, hay una muestra de buena voluntad, pues indica que de ninguna manera se querría cometer el pecado más grave. E igualmente, con ese apuro al creer que no hay más remedio que faltar a la verdad, se muestra de algún modo el amor a la misma verdad y la rectitud de conciencia.

Una conciencia, cogida así de sorpresa en medio de tal perplejidad, habrá de ser declarada libre de toda culpa, a no ser que la causa esté en haber descuidado culpablemente la recta formación de su juicio moral al debido tiempo. Ahora bien, esa disculpa no nos exime de buscar una vía normal para resolver las dudas de conciencia. El cristiano que quiere alcanzar la madurez y plena libertad de los hijos de Dios, procurará tener ya de antemano tan ejercitada la virtud de la prudencia y su conciencia informada de suerte que, aun en los casos perplejos que no puede resolver directamente, consiga, a pesar de todo, conducirse reflexiva y prudentemente.

A ese fin, nos ofrecen los moralistas largas disquisiciones sobre las "reglas indirectas de prudencia" o principios reflejosque garantizan la prudencia del riesgo en casos en que la conciencia no puede hacerse por sí misma una idea clara de la situación jurídica. En realidad, no son sino principios que todo hombre prudente "reconoce" sin más con seguro instinto. Pero hemos de conceder que para su clara formulación fue preciso no escasa labor de la ciencia teológica.

b) Las reglas de prudencia

Enumeramos aquí algunas de las más importantes reglas prudenciales, que iremos aclarando mediante ejemplos:

1. Mientras no se pruebe lo contrario, puede admitirse tranquilamente que el actual poseedor de una cosa o de un derecho los posee con justicia.

Cuando uno duda de si lo que poseyó largo tiempo de buena fe le pertenece realmente en justicia, y no puede salir de la duda a pesar de las diligencias al caso, puede retenerlo en paz. Lo mismo, naturalmente, hay que decir mirando las cosas desde el otro punto de vista: nadie puede basarse en la pura duda para poner en litigio una propiedad o derecho que el prójimo ha venido detentando durante largo tiempo pacíficamente. Nadie puede presentarse como auténtico dueño ni entablar un proceso apoyado sólo en la pura probabilidad.

Cabe aplicar la misma regla a nuestra relación con las leyes, pues también frente a ellas podemos tener buenos motivos para dudar de si realmente han sido dadas o bien de si se aplican en nuestro caso. En esta duda, si no se puede despejar directamente, se posee la libertad del súbdito. Es decir : podemos obrar el bien aun sin atender para nada a esa ley de existencia dudosa. Pero si, en el caso concreto, el verdadero bien coincide prácticamente con el contenido de la ley cuya vigencia es en sí misma dudosa, sería imprudente y, por lo mismo, ilícito obrar en contra de ella.

Esta norma prudencial es de gran importancia: nos ayuda a mantener despierto el espíritu de responsabilidad y a arriesgarnos con alegría y libertad en lo que nos pide la hora. Si todas las leyes dudosas ataran nuestra conciencia tan incondicionalmente como las ciertas, ¿a qué se reduciría el campo reservado para poner a prueba la libertad en la búsqueda del bien concreto? No podríamos responder suficientemente a las necesidades particulares del prójimo y a las exigencias concretas del reino de Dios, ni tampoco desarrollar todos los dones de Dios recibidos.

2. Acciones y hechos dudosos no pueden fundar una obligación de tipo legal.

Por ejemplo, si uno, después de cuidadoso examen, duda de si cometió pecado grave o de si el pecado que ciertamente cometió era grave, no está sometido al precepto estricto de acusar todos los pecados mortales en la confesión. Lo cual no quita que, excepto en casos de escrupulosidad, sea cosa buena manifestar espontáneamente al confesar el hecho tal cual, por espíritu de penitencia y buscando la verdadera pureza de corazón. Pero por sólo una duda de ese género no se debe dejar la comunión, sobre todo si no hay ocasión de confesarse.

San Alfonso enseña, y con razón, que el que comete habitualmente pecados graves, cuando le surja la duda de si en determinada ocasión pecó también gravemente, hará bien en resolver la duda a su contra. Normalmente, dará así en la verdad. Pero esta afirmación no contradice la norma prudencial anterior, porque en ese caso la duda estaba ya prácticamente resuelta en virtud de experiencias precedentes (cf. la cuarta regla, que se indica más adelante).

Quien duda de si durante el tiempo obligatorio para el ayuno eucarístico tomó alguna cosa, puede acercarse tranquilamente a la sagrada comunión.

3. Cuando una acción o un hecho se han puesto ciertamente, hasta que no se pruebe lo contrario, puede y debe admitirse, según prudencia, que están bien realizados.

Así, concluido un matrimonio en la forma prescrita, surge una duda sobre alguna condición para la validez (que acaso había algún impedimento dirimente o faltaba la necesaria intención o el consentimiento) ; pues bien, en ese caso el derecho canónico reconoce la validez de tal matrimonio hasta no probar lo contrario.

Es una norma que debe aceptar también cada uno para su propia conciencia. Porque es regla de prudencia bien fundada y acreditada. Si uno suele confesarse con sinceridad, cuando luego dude sobre la validez de una confesión por ese capítulo, téngala tranquilamente por válida. Cuando dude de si en confesiones precedentes olvidó este u otro pecado, haga como que todo está en orden. No tiene que volver a confesarlo.

4. Lo que ordinariamente acontece, puede admitirse que aconteció igualmente en un caso de duda, mientras no se demuestre lo contrario.

Por ejemplo, quien suele pagar regularmente a cierto plazo deudas, sueldos y jornales, si luego, tal vez después de años, duda si habrá pagado este u otro servicio, mientras no le conste lo contrario, puede quedar tranquilo, pues existe suma probabilidad de que lo pagó. Quien, por el contrario, duda seriamente de si saldó una deuda ciertamente existente y no tiene indicios para salir indirectamente de la duda, no tiene otro remedio que pagar simplemente lo que debe o procurar conseguir noblemente un arreglo (para el que, naturalmente, ha de sopesarse la respectiva posición económica).

El caso traído en la regla segunda puede esclarecerse también según esta norma: cuando un hombre de buena conciencia duda de si cometió o no pecado grave, puede acercarse sin angustia (haciendo antes el acto de contrición por todos sus pecados) a la sagrada comunión. Porque en él el pecado grave es cosa desacostumbrada y, por lo mismo, en caso de duda no se ha de "suponer".

Es obvio que el discípulo de Cristo no ha de ver en todas estas distinciones un intento de escapar cómodamente de la ley de Dios, sino el noble empeño de atenerse al orden real de las cosas.

Ésa es precisamente la razón por la cual no debe atarse a legalidades dudosamente existentes cuando siente en dirección contraria la llamada urgente de la hora. El cristiano cumple con igual disposición lo prescrito por la ley general como la obligación impuesta por las circunstancias, que no pueden caber en la ley.

No sólo para el confesor, sino también para todo cristiano de conciencia resuelta, vale el principio de san Alfonso: "Es un crimen explicar la observancia de las leyes divinas más laxamente de lo justo; pero no es menor mal hacer a los otros el yugo de Dios más duro de lo que conviene. Porque la excesiva severidad, impulsando a los hombres a lo arduo, les cierra el camino de la salvación" (Theologia Moralis, lib. 1, tract. I, n.° 82).

Quien se sustrae, por comodidad, a la ley divina, teniéndose a la menor duda por dispensado, podrá seguramente considerarse hombre de lo más "libre". Y quien se ciñe cuidadosamente a toda la letra de la ley, por dudosa que sea su obligatoriedad, se irá preciando de su "obediencia". Pero ni uno ni otro es verdaderamente libre, ni está alegre y responsablemente abierto a las necesidades del prójimo y a las exigencias del reino de Dios. Ninguno de los dos es obediente o prudente, ni penetra por regla ordinaria en el núcleo de la realidad.

Para el hijo de Dios verdaderamente libre y de ánimo optimista, hay algo más importante que resolver interesadamente el dilema "ley o libertad" ; lo decisivo es hallar según la prudencia la voluntad de Dios aquí y ahora. Según eso, es improcedente atarse a lo más difícil, únicamente por ser más difícil, aun sabiendo que de otra forma se serviría mejor a la causa del bien. No es virtud, sino que a la larga hasta representará un grave peligro, considerarse obligado por toda ley dudosa. Pues así puede irse apagando la alegría en el servicio divino y perderse la apertura, ingeniosa y maleable, a la llamada divina en medio de la situación concreta.

Es evidente que cuando entran en juego bienes de orden superior que hay que proteger a toda costa, como, por ejemplo, el bien de la propia alma o la salvación del prójimo, no es lícito seguir una opinión realmente dudosa. Aquí se ha de hacer lo imposible por seguir el camino más seguro. Así, a no ser que le fuerce la necesidad, nadie puede ponerse en peligro próximo de pecado, fiándose en la pura probabilidad de que tal vez no caerá.

Si no puede evitar ese peligro próximo, debe hacer cuanto esté en su mano para armarse contra él. Por idéntica razón, más vale omitir una acción no necesaria, que dar al prójimo una ocasión de escándalo, ante la cual posiblemente sucumbirá. Las reglas prudenciales (o principios reflejos) sólo tienen aplicación cuando se trata, por un lado, de una atadura legal puramente exterior y, por otro, de la rectitud moral, interior de una acción.

Finalmente, interesa a todo el conjunto de nuestras decisiones morales hacer resaltar claramente que, en nuestra actual condición humana, no podemos tornar en consideración dudas de cualquier monta. No toda duda ligera nos exime sin más ni más de una obligación, pero tampoco la funda. En el terreno de la decisión moral, una vez que salimos de los principios generales, no podemos alcanzar completa seguridad. San Antonino expresaasí esta misma verdad: "Es propio del hombre disciplinado contentarse con el grado de seguridad que corresponde a cada terreno" (Summa, p. i, tít. iii, cap. 10).

Sería imprudente e indisciplinado concentrar todas las energías en la solución de dudas sobre cuestiones legales de ninguna importancia; pues con ello al fin se acabaría con las fuerzas para cuestiones más trascendentales, como la caridad fraterna y el alegre cumplimiento de la voluntad de Dios.

c) Colisión de deberes

Esta búsqueda de un camino seguro se hace particularmente penosa y difícil cuando la conciencia se ve acuciada por varios deberes que, en realidad o aparentemente, se excluyen unos a otros. Aquí es donde fácilmente se origina la perplejidad que anteriormente describíamos. La conciencia timorata sufre visiblemente en tales casos bajo la limitación de nuestro ser creado y el caótico desorden de un mundo pecador. Habría tanto que poner en orden a nuestro alrededor, tantas calamidades que están gritando remedio, y, sin embargo, con demasiada frecuencia nuestra precaria condición y las heridas de la propia alma no nos permiten atender a un tiempo a todos esos deberes tan urgentes.

Es verdad que la conciencia puede y debe decirse que Dios, Señor de todo bien, no puede pedirnos cosas contradictorias. Por lo mismo, no habrá desobediencia de Dios, lesión del orden moral, porque un hombre no pueda satisfacer a un tiempo varios deberes cuya urgencia comprende, pero cuyo cumplimiento simultáneo, al menos en el caso concreto, se hace imposible. Lo que en tal situación deberá hacer una conciencia madura es procurarse una idea clara sobre qué deber, qué valor predomina sobre los otros.

A este respecto pueden establecerse algunos principios claros cuya aplicación a la práctica exige, sin embargo, en frecuentes ocasiones un alto grado de prudencia:

1. Cuando surge un conflicto entre la ley esencial (ley incluida en la misma esencia del orden natural o sobrenatural) y una ley puramente positiva, prevalece siempre, evidentemente, la ley natural (cf. cap. primero, sobre todo pp. 39-55).

Así, por ejemplo, no se podría realizar una acción impura ni decir una mentira para cumplir de ese modo una ley puramente humana, todo lo justa y decisiva que se quiera. Si para conseguir la libertad necesaria para asistir al culto divino del domingo no hubiera otro remedio que mentir abiertamente a los padres o al cónyuge, sería preferible renunciar al cumplimiento del deber dominical y a la alegría de la participación en la santa misa antes que decir la mentira.

Una madre que tiene en casa a su chiquito enfermo de cuidado y no puede cumplir con la obligación de oir misa sin descuidar su deber para con su hijo, no puede en tales condiciones ir a la iglesia.

Si la observancia del ayuno eclesiástico muy probablemente ha de causar notable daño a la salud, no se puede ayunar ; porque la atención razonable a la salud es de ley natural, mientras que el ayuno en tiempos determinados es ley eclesiástica que puede variar.

2. Hay que estar fundamentalmente dispuestos a preferir el valor superior al inferior.

Esta ley de prelación vale sobre todo e inexorablemente para la disposición o actitud interior; pero en cuanto sea posible debe manifestarse también en la práctica.

Así, un padre de familia que supiera que sólo podría conservar derechos o bienes materiales, no de absoluta necesidad, a costa de grave lesión en la fama de la familia, debería atender sobre todo a esta última, a la buena fama. Igualmente debe estar dispuesto a la renuncia de una colocación, ventajosa para él y para la familia, si ese empleo llevara consigo el traslado a un ambiente en que peligrarían notablemente su fervor religioso y hasta su fe.

Hay que decidirse a gastar cantidad, aun apreciable, de tiempo, trabajo y dinero para asistir, al menos de vez en cuando, a la celebración de la santa misa, si bien una molestia extraordinaria excusa de la asistencia regular. El cultivo y conocimiento de la fe, junto con el alto honor y gracia de poder celebrar en común la santa eucaristía, han de estimarse en más que la ganancia de tiempo y dinero.

3. En la situación concreta, hay que atender no sólo al mayor o menor valor de los diversos deberes, sino también a su respectiva urgencia.

La oración es, de por sí, valor más elevado que el ganarse el pan. Y, sin embargo, a veces la necesidad de procurarse el sustento indispensable puede revestir tal urgencia, que uno esté dispensado por algún tiempo de la oración y de la misma asistencia a la misa dominical, y hasta, en circunstancias muy apuradas, estar obligado a la omisión a fin de ganar para la familia lo más necesario para la vida. Pero en ningún caso podrían considerarse el disfrute de una vida cómoda o el afán de riquezas como "más urgentes" que el fervor en la oración o la asistencia a la misa del domingo.
 

VIII. LA CONCIENCIA ESCRUPULOSA

No podríamos hacernos una imagen acabada de la naturaleza y dignidad de la conciencia y de la tarea que nos incumbe de cultivarla y conservarla incólume, sin echar una ojeada a las múltiples y complejas formas de escrupulosidad. Las palabras del Apóstol: "Llevamos este tesoro en vasos frágiles" (2 Cor 4, 7), valen también para la conciencia, en la cual brilla de manera particular nuestra semejanza divina.

La herencia psíquica, el ambiente y nuestras propias decisiones libres —con frecuencia todo ello entremezclado— constituyen el fondo sobre el que hemos de establecer el examen de las diversas formas de escrupulosidad.

a) Turbación esporádica de la conciencia

Mientras que el psicoterapeuta ordinariamente no ve en la escrupulosidad más que una enfermedad psíquica, nosotros afirmamos la existencia de formas que muestran una crisis de crecimiento, más o menos normal, en la personalidad moral y religiosa. Y no nos referimos simplemente a la crisis por el contraste de una mayor delicadeza de conciencia que choca con el estado anterior de torpe embotamiento. Pensamos más bien en fases periódicas que agudizan de manera sorprendente la seguridad del juicio moral y ponen en súbita y violenta conmoción la conciencia.

Ya el cardenal Gerson (+ 1429), el gran teólogo del concilio de Constanza, señaló expresamente que la aparición del escrúpulo con carácter pasajero al principio de una vida verdaderamente religiosa no tiene nada de particular; más aún: en ciertas circunstancias, hasta puede ser de gran utilidad. Es natural que quien durante largo tiempo se había hecho a vivir en las capas superficiales de la conciencia, luego, después de la conversión, dominado por la luz potente de Dios, sienta una violenta sacudida en la falsa inocencia en que hasta entonces se amparaba. Es normal que durante algún tiempo hasta pierda bien tan deseable como la seguridad en el dictamen de conciencia.

Esta "escrupulosidad" esporádica es, en definitiva, un estadio creador en el camino hacia una humilde y bien fundada seguridad de juicio ético, a condición de que ese trastorno inicial se enfoque rectamente y sea superado a base de fidelidad. Ayuda inapreciable en tal situación será un confesor avisado, capaz de indicar con cautela, pero también con pulso firme, el camino de la salud, que está en la profundidad de la conciencia y en las alturas dichosas de una vida cristiana decidida.

Si el sacerdote aclara así a la conciencia turbada el sentido religioso de su pasajera confusión, ahorra de antemano el tratamiento de una neurosis. Pues en el fondo toda neurosis no es más que un grito en demanda de una más radical y plena posesión del verdadero sentido y alegría del vivir. Por lo demás, es discutible si en el caso citado de una conciencia turbada podemos hablar de neurosis en sentido propio, aunque ambos fenómenos tengan algo de común.

b) Escrupulosidad y neurosis

La enfermedad del escrúpulo aparece frecuentísimamente en forma de neurosis obsesiva y de angustia. La mayor parte de las veces ambas formas se entremezclan ; sin embargo, en unos casos predomina más la angustia, un estado general de fobia o depresión, mientras que en otros aparece sobre todo la obsesión psíquica. En ocasiones, a la propia escrupulosidad con neurosis de angustia u opresión viene a sumarse un afán histérico de hacerse el interesante en la confesión con "escrúpulos" de todo género ; si bien de por sí esas formas de escrupulosidad no tienen nada que ver con la histeria.

No basta percatarse de la disposición psíquica favorable o propensa a tales perturbaciones neuróticas del juicio de la conciencia. Hay que preguntarse además por la razón última que hace que en un hombre determinado la neurosis se revele precisamente en el terreno moral y religioso, mientras que en otros la enfermedad se manifiesta como agorafobia, manía de los números, temor a los bacilos. Aunque quizá éstos están más enfermos que el escrupuloso, cuya neurosis al fin y al cabo revela, aunque en enmarañada confusión, el ansia íntima del hombre de penetrarse más hondamente de verdadera responsabilidad ante Dios. Del escrupuloso neurótico no se puede decir que haya perdido por completo el sentido de Dios y de la responsabilidad. Sólo que, por desgracia, la forma de comprender su responsabilidad presenta rasgos morbosos.

Examinaremos ahora detenidamente las diversas formas de escrupulosidad por neurosis obsesiva o de angustia, señalando lo que en ellas puede haber de predisposición psíquica hereditaria y más aún la influencia de falsas actitudes religiosas. Con ello, sin embargo, no pretendemos indicar la raíz última de la enfermedad en cada caso : si es la herencia psíquica o bien una falsa actitud religiosa adoptada con culpa o sin ella.

Hay que distinguir primero la neurosis general de angustia, que en el aspecto religioso echa frecuentemente sus raíces en una religión de temor que falsea las pretensiones soberanas de Dios sobre el hombre. Origen de esta concepción es no pocas veces el haber experimentado de joven la dureza de un padre severo, un ambiente familiar demasiado rígido o bien la influencia de maestros y educadores de idéntica laya.

Existe además la fijación y represión neurótica de angustia: una actitud que hace al enfermo sentir en todo, tanto en las acciones propias como en las ajenas, culpa y pecado. Tales representaciones obsesivas van preferentemente ligadas al esfuerzo por la veracidad y la castidad : estos enfermos no se cansan de repetir, por ejemplo en la confesión, una y mil veces pecados reales o imaginarios; así, obsesionados y oprimidos en todo momento por tan angustiosos pensamientos, caen en representaciones obsesivas que pueden conducirlos hasta la masturbación involuntaria, con lo cual, no percibiendo en su estado morboso el carácter angustiosamente involuntario del fenómeno, aumenta más todavía su sentimiento de culpabilidad. Frente al prójimo, exageran una actitud por sí misma tan estimable como la corresponsabilidad.

En algunos escrupulosos toda su atención se centra y fija en la observancia de determinadas prescripciones, como las normas para el ayuno antes de la sagrada comunión o el examen retrospectivo de las confesiones precedentes. Esta forma de escrupulosidad la designamos neurosis obsesiva fijada en minucias legalistas.

Hay otra que se manifiesta en un morboso afán de intachabilidad, de una perfección inasequible que pretende ignorar las tachas y la esencial imperfección del hombre caído y que, por lo mismo, ocasiona mayores sufrimientos a cada nueva falta.

Finalmente, viene el tipo llamado escrupulosidad de compensación. El enfermo alza como defensa una extremada exactitud y corrección en un reducido conjunto de prescripciones legales de menor importancia y pretende, inconsciente o subconscientemente, compensar con ello sus faltas en los aspectos más decisivos de la vida religioso-moral (caridad con Dios y con el prójimo). Un ejemplo bien claro de tal escrupulosidad nos lo ofrecen en la Sagrada Escritura aquellos fariseos, observantes fidelísimos de la ley, que pagaban religiosamente el "diezmo de la menta, el hinojo y el comino" (Mt 23, 23), mientras pasaban por alto al prójimo necesitado, sin remorderles en absoluto la conciencia y hasta sin darse cuenta.

Al encontrarse con tales escrupulosos o al advertir en uno mismo los rasgos de tal escrupulosidad, es preciso ante todo, para dar con la postura correcta, tener bien claro que se trata de manifestaciones morbosas y que, por tanto, no basta querer para que sin más desaparezcan de en medio.

Para un escrupuloso, el paso primero y decisivo es resolverse a un sí dispuesto a soportar lo que en su enfermedad haya de incurable. Pero, evidentemente, no debe perdonar medio alguno a su alcance para curar lo que tiene remedio. Y corno toda neurosis es, a su modo, un grito pidiendo una más esencial estructuración de la existencia y cada neurosis tiene su peculiar historia, hace falta la ayuda de una persona prudente y experimentada que pueda explicar ese anhelo de vuelta a lo esencial. Quien ayuda a un escrupuloso a encontrar un buen confesor, le hace una gran obra de caridad. En casos más serios será imprescindible la ayuda del médico o del psicoterapeuta, o incluso de ambos.

El proceso de curación o bien, si se trata de algo incurable, la aceptación resignada del mal, dan un apreciable paso cuando el enfermo, con la ayuda del director o del psicoterapeuta, va aprendiendo a distinguir cada vez con más claridad entre los verdaderos móviles de su conciencia y las puras afecciones de la angustia, ideas o impulsos opresivos. En el fondo conoce ya de sobra diferencia tan esencial; pero una mayor conciencia de esa realidad puede ayudarle a poner interiormente a cierta distancia sus escrúpulos. Mientras que la conciencia y sus movimientos representan lo más íntimo —el corazón— del hombre, los escrúpulos han de tratarse como un cuerpo extraño. Para lograr esa distancia interior hacen falta sobre todo serenidad y humor. Dichoso el cristiano que sabe reírse de todo lo que no sea pecado; por tanto, hasta de sus mismos escrúpulos e ideas opresivas (¡perolos sanos no pueden divertirse con los escrúpulos del prójimo!). Cuando uno empieza a mirar humorísticamente sus propios escrúpulos, está ya en vías de curación.

Los motivos de meditación que más convienen al enfermo son las consoladoras verdades de nuestra fe. Debe tener siempre muy presente que la fe es buena nueva para el hombre, para el hombre caído y enfermo, noticia feliz: anuncio del amor de Dios, que todo lo cura, que todo lo vence. "No vine a buscar a los justos, sino a los pecadores" (Mt 9, 13).

Esos pobres enfermos deben hacerlo todo para liberarse de la estrechez y represión angustiosa de su vista miope. Y precisamente en la confesión, que es donde para los católicos se concentran sobre todo esas manifestaciones morbosas, no deben repasar inútilmente lo confesado, ni romperse la cabeza con cavilaciones sobre la vida pasada. Concretamente, el sexto mandamiento no debe ocupar aquí en ninguna circunstancia el primer lugar en el examen o en la acusación. Un escrupuloso cuyas confesiones se habían ceñido hasta ahora a ese terreno debe en adelante dirigir su atención a vivir siempre en alegre armonía con sus semejantes, siempre servicial, resuelto a que no pase día sin hacer algún servicio al prójimo, etcétera. No tiene más remedio, si quiere verse curado y libre de su enfermedad. Pues lo que necesita sobre todo es centrarse en una piedad personalista, tender al encuentro vital con Dios, a una vida normal dominada no por la idea de arduos deberes exteriores, sino por el amor a Dios en total donación.

El enfermo ha de encontrar en torno mucha bondad y cordial comprensión. Que no es hombre de mala voluntad, sino enfermo necesitado de toda nuestra caridad.

Precisamente por ser los escrupulosos con tanta frecuencia víctimas inocentes de las burlas crueles de cuantos los rodean, debiéramos tratarlos siempre con más miramiento. Conociendo las raíces íntimas de su enfermedad, primero estaremos en guardia frente a procesos errados de nuestra vida ética, y luego nos haremos comprensivos y serviciales para ayudar al prójimo que sufre. Sobre todo, aprenderemos que, con nuestra conducta equilibrada al educar a otros y con el trato general con los demás, podemos contribuir a la profilaxis de tal desgracia.