Parte segunda

LA LIBERTAD DE LOS HIJOS DE DIOS


Nueve veces se repite en el sermón de la montaña la palabra "bienaventurados", como para poner bien de relieve el carácter alegre y dichoso de la nueva ley. Por ser ley de gracia y de amor, no se impone al cristiano desde fuera. Es más bien algo incluido en el mismo ser renovado por Cristo.

De aquí que esa ley sea "ley perfecta de libertad" (Iac 1, 25). En la medida en que la cumplirnos amorosamente, se desarrolla en nosotros la libertad de los hijos de Dios. Ya en el orden natural se corresponden mutuamente la ley y la libertad; lo mismo ocurre en la vida sobrenatural: la "ley del espíritu de vida" es la raíz misma de la que brota la libertad de los hijos de Dios. De igual manera, esa ley no puede ser comprendida ni cumplida sino dentro de la libertad sobrenatural de los hijos de Dios.

I. Tanto la nueva ley corno la libertad de los hijos de Dios se nos dan como fruto de la generosa oblación de Cristo en la cruz y como participación anticipada de la gloria de su resurrección.

II. Por esta razón la libertad de los hijos de Dios presupone una muerte liberadora del hombre viejo y de su obra en nosotros.

III. La caridad es la plenitud de la nueva ley ; por eso la libertad de los hijos de Dios se demuestra y perfecciona principalmente en el amor abnegado al prójimo.

IV. Y como también la creación ansía la "libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rom 8, 21), nosotros crecemos en la verdadera libertad mediante una unión cada vez más pura con todas las criaturas y con todos los campos de la vida.

V. La cristianización del ambiente, introduciéndolo en la libertad de los hijos de Dios, es el reverso de la glorificación de sí mismo; por tanto, sólo se puede lograr a fuerza de mansedumbre.

VI. La libertad de los hijos de Dios nos la ha conquistado Cristo con su obediencia hasta la muerte; por consiguiente, esa libertad ha de manifestarse también en la obediencia a la autoridad humana y en el ejercicio de la autoridad con espíritu cristiano.

VII. Finalmente, consideraremos la libertad natural en su relación con la libertad de los hijos de Dios; el desarrollo de aquélla bajo ésta.

VIII. Y sus peligros y obstáculos.

 

I. "CRISTO OS HA HECHO LIBRES PARA LA LIBERTAD"

La libertad para la que Cristo nos libertó (Gal 5, 1) no tiene nada que ver con la libertad por la que luchan los hijos de este mundo. Y, sin embargo, la libertad de los hijos de Dios reafirma y defiende todos los valores de la libertad natural: el estar libre de tiranía, el tener aunadas todas las energías de la voluntad y la libertad moral natural para el bien.

El cristiano sabe apreciar lo que significa el verse libre de tiranía y de una degradante dominación extranjera. Toda esclavitud exterior se opone a la dignidad del hombre y al honor del Padre celestial, y puede comprometer el ejercicio de la libertad moral.

El cristiano sabe medir en su justo precio el valor de una voluntad tenaz y enérgica. Hay hombres entregados al servicio del mal y a la búsqueda de sus fines reprobables con una obstinación y energía de voluntad como para humillar al cristiano cómodo, adormecido en su flojera. Y, sin embargo, con toda su fuerza de voluntad, no pueden considerarse como hombres verdaderamente libres. Están esclavizados por el pecado que los domina, utilizando los inapreciables recursos de su voluntad. "Todo el que obra el pecado es esclavo del pecado" (Ioh 8, 34). El infierno nos pone al descubierto el grado extremo de esta falta de libertad : en aquella sima de esclavitud, el hombre dejará de pertenecerse a sí mismo, ya no podrá amar ni alegrarse.

La libertad moral no se mide según la cuantía de las energías de que puede disponer la voluntad, sino según la fortaleza interior para decidirse por el bien y resistir al mal. Cuando la elección del bien es agradable, entonces la tensión en la ejecución es un gran bien y supone un fortalecimiento de la libertad moral.

El sentirse personalmente libre de toda servidumbre política y de toda subordinación indignante es de un valor precioso; por su parte, la libertad moral para el bien es algo inapreciable, fundamental y capitalísimo para nuestra vida moral y religiosa; pero la libertad de los hijos de Dios significa algo incomparablemente superior. Es un don divino que ni merecemos ni podemos merecer. Es, en su perfección última, la más excelsa participación de la libertad celestial del mismo Dios uno y trino.

Cristo nos ha conquistado la libertad de los hijos de Dios, pero nosotros la alcanzamos sólo con su imitación. "Si el Hijo os diere libertad, seréis realmente libres" (Ioh 8, 36). Él ha herido con golpe mortal las fuerzas esclavizadoras "del pecado y de la muerte" (Rom 8, 2).

La obediencia de Cristo en la cruz y su glorificación en la resurrección determinan la verdadera libertad y revelan la falsa libertad del pecador.

El primer Adán no quiso devolver a Dios su mismo ser, que de Él había recibido, y se lo tomó a su cargo. Engañado por el espíritu de orgullo, vio en el mandato divino una limitación de su libertad. Buscó la libertad en la propia voluntad; y así, en el mismo instante en que presumía ser él mismo su propio señor, perdió su lugar en el paraíso y el trato familiar con Dios, la participación de la bienaventurada libertad de Dios. El hombre irredento, en última instancia, sólo se buscó a sí mismo; en la transgresión de la ley se situó abiertamente contra la voluntad de Dios y en la misma aceptación de la ley de Dios se inclinó, como hombre irredento, solamente a buscar su propia seguridad en vez de entregarse totalmente a Dios y a su voluntad amorosa.

Cristo puede decir de sí mismo que no busca en nada su propia voluntad ni su propia glorificación. Busca solamente la voluntad y la gloria del Padre (Ioh 8, 28s; 4, 34; 5, 30; 6, 38, y otros muchos lugares). La mejor demostración de que no vive por sí, sino totalmente por el Padre y para el bien de sus hermanos los hombres, es la oblación de sí mismo en el leño de la cruz (Ioh 8, 28).

Con su amorosa obediencia en la cruz, Cristo hizo saltar en pedazos las cadenas que el hombre se había colocado a sí mismo, cuando prefirió vivir a su propio arbitrio en vez de dar el sí a la voluntad liberadora de Dios.

El Resucitado, que vive totalmente del amor radiante del Padre, nos da, con el Espíritu Santo, el poder de ser hijos de Dios: de no empeñarnos en volver a vivir de nuestro propio ser, sino decidirnos a recibirlo de Dios con humilde gratitud y a entregarnos a Él segura y confiadamente. "Donde está el espíritu del Señor, está la libertad" (2 Cor 3, 17).

La libertad de los hijos de Dios es un esbozo previo del estado glorioso en el que "todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, y así nos vamos transfigurando en la misma imagen de gloria en gloria. Éste es el influjo del Espíritu del Señor en nosotros" (2 Cor 3, 18). Nuestra glorificación en el cielo nos hará ver que nosotros, como hijos de Dios, liberados de nuestra soberanía, somos ennoblecidos por Dios con toda profusión y vivimos completamente para su gloria. Esto es obra del Espíritu Santo, el cual solamente nos lo puede enviar Cristo glorificado, pues Él es quien con su oblación en la cruz y con la gloria de su resurrección nos ha conferido "la potestad de ser hijos de Dios" (Ioh 1, 12).

Penetrados del Espíritu Santo y hechos hijos de Dios, exclamamos : "Abba! ¡Padre!" (Rom 8, 15 ; Gal 4, 6). En la intimidad de esta oración filial nos encontramos desprendidos de la voluntad esclavizante del hombre viejo, que pretendía vivir a su propio arbitrio. Así, agradecidamente, nos reconocemos a nosotros mismos como nacidos de Dios y nos entregamos de nuevo a Él filialmente, a imitación de su Hijo amadísimo. La tentación del primer hombre de querer disponer de su ser con entera potestad tuvo por fruto la muerte, pero la obediencia amorosa de Cristo en la cruz se reveló como el principio fundamental de la nueva vida: el hombre se ha de reconocer como un don de la voluntad amorosa de Dios y entregarse de nuevo a Él confiadamente; así triunfa la vida.

II. LIBRES POR LA NUEVA LEY

a) "Libertad" mortal y "muerte" liberadora

El primer Adán quería liberarse de la obediencia a la ley de Dios. La serpiente susurra al oído de nuestros primeros padres : "No moriréis en modo alguno. Es que Dios sabe que se abrirán vuestros ojos y seréis lo mismo que Él" (Gen 3, 5). Pero el hombre, que quiere ser tan libre como Dios, ha de experimentar el cumplimiento de su amenaza: "Si comes de ese fruto, morirás" (Gen 2, 17). La muerte, impuesta como castigo, demuestra que todo intento de la criatura por independizar su ser de la ley de Dios está sellado con la muerte (Rom 8, 13).

La muerte de Cristo, por el contrario, lleva consigo la plenitud de la vida; Cristo es para todos los que se le adhieren el manantial de la vida y de la nueva libertad, porque Él llevó a cabo la subordinación más radical a la voluntad del Padre. La obediencia amorosa de Cristo hasta la muerte dio el golpe de gracia al poder del pecado. Y por eso únicamente la gracia de Cristo y nuestro sí decidido a una obediencia semejante a la suya pueden alcanzarnos la libertad de los hijos de Dios. Esto supone para nosotros un penoso morir, un continuo mortificar el hombre viejo, que funda la libertad en su propio antojo.

El bautismo nos ha puesto fundamentalmente bajo la ley de Cristo y bajo su obediencia amorosa: "Fuimos bautizados en su muerte... y sepultados con Él para participar en su muerte." Por eso "estarnos muertos al pecado" (Rom 6, 2-4). Es, pues, absurdo que en su conducta el bautizado siga aún sus caprichos (Rom 6, 12), como antes. Significaría para él, en su actual condición de bautizado, vivir bajo una ley esclavizadora, completamente extraña, de la que él está ya liberado por derecho de justicia. "Daos cuenta de que también vosotros estáis muertos para el pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rom 6, 11).

El bautismo, por su misma naturaleza, nos impone el morir a nuestra antigua manera de ser. Nuestro sí consciente a esa necesidad es condición para alcanzar la vida, la resurrección y la libertad bienhadada de los hijos de Dios. Por la nueva creación que Dios verifica por el bautismo en nosotros, simbólicamente, pero con una realidad profundísima, hemos sido identificados con su resurrección (Rom 6, 5). En la vida presente sólo poseeremos la libertad de hijos de Dios si vivimos según la nueva ley. Por eso nuestra vida en este mundo, en el que incesantemente nos acosa el hombre viejo, significa un continuo combatir contra las "obras de la carne" (Gal 5, 19). Sin embargo, la lucha contra el pecado no es la esencia y el centro de la nueva ley; porque ésta consiste más bien en una conformidad como la de Cristo con la voluntad de Dios y con su ley de amor.

b) Libres de la ley que acusa, pero no sin ley

Estamos ante el testimonio decisivo de la doctrina de san Pablo sobre la libertad. Mientras el hombre busque en sí mismo su centro y, frente a la voluntad amorosa de Dios, no acierte a negarse a sí mismo, es imposible que se le revele la ley divina. Esta ley, que él experimenta en sí como una prohibición, le resultará un yugo duro, una barrera molesta, si es que no una provocación a la rebeldía. El hombre que vive bajo la ley con temor, viendo en ella una limitación de su voluntad, forzosamente se pondrá a medir hasta dónde puede avanzar sin constituirse en transgresor de la ley. Ese hombre es un contrabandista, trampeando siempre en torno a la frontera legal; esa postura, en virtud de una lógica intrínseca, no puede producir más que "obras cíe carne", entre las que hay que enumerar la indisciplina y el egoísmo con sus múltiples manifestaciones (Gal 5, 19).

Tal actitud está viciada por el orgullo y la autosuficiencia; entraña un ahuso de la misma ley de Dios, al convertirla en un medio de justicia legal con la cual el hombre pretende pasar por justo ante Dios en virtud de sus propias obras, o bien trata de encubrirse tras una mal entendida "libertad de los hijos de Dios" y de justificar con esa máscara su proceder arbitrario, sus "obras carnales". En este caso, la libertad de los hijos de Dios corre un grave peligro de degenerar en una concepción autócrata de la libertad, libertad centrada egolátricamente en torno al yo del hombre, en vez de permanecer abierta al tú de Dios y del prójimo. Por esto exhorta el Apóstol a los gentiles: "Hermanos, vosotros fuisteis llamados a la libertad; pero no toméis esa libertad como pretexto para soltar las riendas a los placeres carnales" (Gal 5, 13).

He aquí por qué los cristianos deben sostener una lucha inexorable contra "las obras de la carne". Pero sin olvidar que la salvación y la liberación no consisten en una actitud de simple defensa (en el puro estar en guardia para no incurrir en lo prohibido), sino en la entrega a la gracia de Cristo, a la voluntad amorosa de Dios. "No estamos bajo la ley, sino bajo la gracia" (Rom 6, 14). Ya no somos esclavos, sino hijos de Dios, pero sólo a condición de que "nos dejemos llevar del Espíritu de Dios" (Rom 8, 14). "Si os dejáis conducir del Espíritu, no estáis bajo la ley (Gal 5, 18).

En la entrega total a la "ley del espíritu de vida en Cristo Jesús" (Rom 8, 2), nos liberamos realmente de la sujeción puramente exterior a la ley y de la acusación de la ley Mohibitiva. Indicio claro de que el hombre viejo ya no retoña en el cristiano, es el que éste comience a fructificar en la fuerza del Espíritu de Cristo. "Y los frutos del Espíritu Santo son : caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, continencia. Contra tales cosas no hay ley. Mas los que son de Cristo crucificaron la carne con todas sus pasiones y concupiscencias" (Gal 5, 22ss).

No cabe duda de que la audaz doctrina del Apóstol sobre la libertad procede de la formidable novedad del Evangelio y de que él cree capaz de todo al hombre renovado por la gracia de Dios. Sin embargo, mientras vivamos en esta tierra, esta nueva libertad exige una lucha incesante contra las exigencias del yo humano naturalmente rebelde y ojos avisados para desenmascarar los disfraces de la falsa libertad.

c) Por el camino de la purificación a la nueva libertad

Lo que la Sagrada Escritura llama negación de sí mismo, mortificación, lo denominan los místicos y maestros espirituales vía purgativa, cuya finalidad es "despojarnos" del hombre viejo y cuya última etapa consiste en "la noche oscura del sentido y del espíritu". Mientras no hayamos logrado caminar sobre las huellas del Crucificado y no hayamos gustado el consuelo del trato familiar con Dios, nuestra correspondencia a Dios y a su ley está continuamente amenazada por el egoísmo y el amor propio. Cuando Dios nos regala con el éxito en su servicio (en el apostolado, por ejemplo) y con la alegría en la oración —una gota del mar de su felicidad—, el hombre apegado a su propio yo corre peligro continuo de ensalzarse a sí mismo, de poner en su propia cuenta lo que es dádiva de Dios. Y cuando Dios luego viene en nuestra ayuda y nos envía fracasos, contradicciones y desolaciones espirituales, a fin de ganarnos para el amor desinteresado, entonces todavía nos vemos tentados a buscar nuestro consuelo en las cosas de acá abajo. Lo cual es también una tentativa de tomar independientemente las riendas de nuestro ser.

Cuando en las pruebas que Dios nos envía para nuestra purificación renunciamos a toda evasión engañosa y nos abandonamos totalmente a su providencia y dirección, nuestro yo, todavía impuro, experimenta una oscuridad tan grande como si nos hundiéramos en la nada. Sin embargo, renovados por Cristo y llenos de fe viva, iremos sintiendo cada vez más que, al renunciar a nuestra voluntad propia y a nuestro egoísmo, donde realmente caemos es en los brazos misericordiosos de Dios y que allí nos libramos verdaderamente del engañoso cautiverio en el propio yo. Sentimos que la vía purgativa se va trocando progresivamente en vía iluminativa y unitiva. Poco a poco va Dios introduciendo y acostumbrando al alma en el trato confidencial con Él, en la feliz libertad de perderse en Él. Esto, que hace saltar de júbilo al hombre regenerado por Cristo, supone para el hombre viejo la retirada total. Pues, para el hombre no purificado de todo afecto pecaminoso, la proximidad de Dios es un fuego devorador que purifica en carne viva, porque supone el golpe de muerte al fútil empeño de la criatura de centrarlo todo en el propio yo.

"¡Bienaventurados los que lloran!" : felices nosotros, si no nos sustraemos al toque doloroso de este fuego del amor de Dios que purifica, si renunciamos a nuestra propia voluntad y no buscarnos el consuelo falaz de aturdirnos en una actividad excesiva. ¡Bienaventurada la tristeza que tan cargada viene de dicha! ¡Bienaventurada la feliz desnudez y la renuncia de sí mismo que nos conducen a la libertad de los hijos de Dios!


III. RENUNCIA DE LIBERTAD EN SERVICIO DEL PRÓJIMO

El apóstol Pablo ve la niás completa victoria sobre la falsa ambición de libertad, que en realidad esclaviza al hombre, en la caridad llena de atenciones y deferencia para con el prójimo, en el servicio de la caridad. "Servíos unos a otros por la caridad del Espíritu" (Gal 5, 13). También el apóstol Pedro, a sus advertencias ante los engaños de una libertad falaz, añade la consigna: "¡Honrad a todos ! ¡ Amad a los hermanos ! " (1 Petr 2, 17).

Cristo, que ha cargado como un esclavo con el peso de nuestro pecado y se ofreció por nosotros en holocausto de amor, nos enseña cuál es la verdadera libertad. Él, que vive en la libertad bienhadada, quiso hacerse nuestro servidor, y nos liberó de la ley de pecado y egoísmo que recaía sobre nuestro ser como fruto nefasto del pecado original, encargándonos hacer nuestra su ley. Esta ley es el amor que Él nos ha demostrado y el que nosotros debemos profesar a nuestro prójimo. "Llevad los unos las cargas de los otros. Así cumpliréis la ley de Cristo" (Gal 6, 2). Para permanecer "en la ley de Cristo", en Él mismo (1 Cor 9, 21) y tener parte en su libertad, es necesario que abunden en nosotros sus mismos sentimientos (Phil 2, 5) y que nos sometamos con alegría a la voluntad amorosa de Dios proyectando nuestro ser hacia el tú del prójimo, como Cristo.

El mismo Pablo señala con su ejemplo en qué consiste la verdadera libertad del cristiano. "¿ No soy yo libre? ¿No soy apóstol?" (1 Cor 9, 1). Y, sin embargo, para no crear ningún obstáculo a la propagación del Evangelio, renuncia, por ejemplo, al derecho que se le debía en toda justicia de ser mantenido por la comunidad cristiana (1 Cor 9, 12ss). Se gana su sustento diario y el de sus colaboradores trabajando como tejedor de tiendas; y no hablemos de todo el cúmulo de sus trabajos apostólicos, que exceden toda medida. Pero va todavía más allá en la renuncia a la libertad y a lo que absolutamente le era debido. Él, que con tanta energía pregonó la exención de la ley ritual judaica, está dispuesto, por deferencia para con la comunidad de judíos, a comportarse según las antiguas costumbres del judaísmo y a observar sus innumerables reglas y prácticas, e igualmente se amolda a toda clase de pueblos extraños en todo lo bueno y lícito, con tal de que esto le sirva para convertirlos a Cristo. "Me he hecho todo para todos, para salvarlos a todos" (1 Cor 9, 22). "Aunque yo era totalmente libre, me hice esclavo de todos para ganar el mayor' número posible" (1 Cor 9, 19).

El Apóstol no espera del cristiano siempre y en todas partes una renuncia tan total a los propios derechos ; pero pide a todos un espíritu igual, si realmente quieren conservar la verdadera libertad de los hijos de Dios. En sus cartas a las jóvenes comunidades cristianas se contienen multitud de ejemplos de su preocupación por formar a los creyentes en la verdadera libertad.

En la comunidad de Roma había ciertos "fuertes" que se servían de su libertad frente a la ley judía sobre los alimentos, en una forma tal, que desconcertaban a los que aún se mantenían dentro cle las antiguas prescripciones. Dificultaban así la concordia en la comunidad y eran un obstáculo para la propagación del Evangelio. Pablo reconoce a los "fuertes" el derecho de sentirse fundamentalmente libres de la ley judía; pero lamenta el uso egoísta de esta libertad y los amonesta: "Nadie de nosotros vive para sí y nadie muere para sí. Pues, ya sea que vivamos, para el Señor vivimos; ya sea que muramos, para el Señor morimos" (Rom 14, 7s). "No hagas, pues, que por tu comida se pierda aquel por quien Cristo murió" (Rom 14, 15).

En la comunidad de Corinto llamaban la atención los espíritus libres, "ilustrados", quienes, haciendo caso omiso del escándalo que podían dar a los cristianos débiles, comían a vista de todos en el templo la carne sacrificada a los ídolos. Es verdad que tenían toda la razón al afirmar que, por no ser nada los ídolos, la carne de los sacrificios había que considerarla como otro don cualquiera del verdadero Dios y Señor. Pero hacían un uso egoísta de su ilustración y de su libertad, no molestándose en comprender la situación de los cristianos débiles, que todavía estaban inclinados a ver las cosas con una conciencia politeísta. Así daban pie a que los débiles en la fe hicieran otro tanto, pero con mala conciencia, y comieran la carne sacrificada más o menos con la secreta intención de asegurarse también el favor de los antiguos dioses. Por esta razón, advierte Pablo a los "fuertes", que no habían examinado su libertad ante la ley de la caridad: "Mas mirad que esa libertad que os tomáis no venga a ser tropiezo para los débiles. Pues si alguno te ve a ti, que tienes conciencia, en un templo idolátrico tomando parte en el banquete, ¿ no será inducida también su conciencia fluctuante a comer las carnes sacrificadas al ídolo?" (1 Cor 8, 9ss). El cristiano verdaderamente libre se comporta de otro modo: "Por lo cual, si tal o cual manjar escandaliza a mi hermano, no comeré carne jamás, para no escandalizar a mi hermano" (1 Cor 8, 13).

La vida nos ofrece casi a diario problemas semejantes, aunque no siempre de un alcance igual para la propagación de la fe. Nuestra conducta en los negocios, nuestro empleo de las horas libres, nuestra actitud ante los problemas que plantean la política, la moda, la amistad, los espectáculos, por no citar más que algunos ejemplos, todo ello debe ser considerado en su proyección sobre la salvación del prójimo.

Pongamos un ejemplo: Una señora piadosa, que tiene una opinión bien formada en lo tocante a arte y gusto, va frecuentemente a ver películas que la censura eclesiástica desaprueba; y no para mientes en que hay muchas otras personas que, en vez de orientarse por la censura de la Iglesia, se apoyan en su criterio para frecuentar, sin distinción, películas reprobables. Ella tendrá derecho a gobernarse por su criterio y conciencia formada; pero si le falta la delicada consideración para ponderar el influjo de su proceder en el alma de los débiles, su conducta no podrá juzgarse acorde con la caridad cristiana. Por la misma razón, una madre de familia tendrá que renunciar a retener ciertas revistas ilustradas tan pronto como observe el mal efecto que produce en sus hijos el que ella las retire de su alcance o les prohiba mirarlas.

El amor al prójimo y la preocupación por el bien de su alma no son reglas de aplicación puramente exterior en el recto uso de la libertad cristiana. Son más bien su medula, su más íntimo principio impulsor, porque la libertad cristiana, como don de Cristo, que vivió, padeció y murió por la gloria del Padre y por nuestra salvación, importa en nosotros un nuevo estilo de ser. Según él, no vivimos ya más de nuestro exiguo y, sin embargo, tan soberano yo, sino que vivimos para Cristo y para nuestro prójimo. Mientras el hombre no haya aprendido a medir toda su vida por la caridad, será siempre un prisionero de su ser viejo y terreno, condenado a muerte.

 

IV. LA PARTICIPACIÓN DE LA CREACIÓN EN LA LIBERTAD
DE LOS HIJOS DE DIOS

a) Solidaridad del hombre con la creación

La libertad de los hijos de Dios sobrepasa toda concepción natural. No consiste en ahogar las pasiones ni es, por el contrario, la carta de libertad que sirva de respaldo a las pasiones desatadas; no se caracteriza por un orgulloso desprecio de las cosas terrenales, retirándose eremíticamente a las puramente espirituales; pero mucho menos todavía lleva por nota distintiva el concentrar todas las fuerzas humanas en la dominación de la tierra. El monje budista, que desprecia todas las cosas creadas para hundirse en el estado abúlico del nirvana (el vacío), está tan lejos de la feliz libertad de los hijos de Dios como una sociedad dominada por la técnica, para la que un satélite artificial reviste mayor trascedencia e importancia que la dignidad humana, la oración y la santidad. Con lo cual no hay que olvidar que, aunque la libertad de los hijos de Dios ,es en sí don del Espíritu Santo y establece nueva relación con el corazón de Dios, esa libertad afecta también y muy esencialmente ,a nuestra relación con el mundo.

El hombre ha recibido con el don de la libertad, imagen fiel de la libertad divina, el encargo de sojuzgar la tierra y dominar sobre la creación en nombre de Dios (Gen 1, 27s). Cumpliendo rectamente este encargo, hubiera debido el hombre desarrollar también las nobilísimas virtualidades de su libertad. Pero su pecado fue un intento de disponer de todo con derecho de independencia, en vez de mirarlo con ojos sumisos como don y depósito de Dios. Al negarse el hombre a consagrar su existencia a la adoración de Dios, no sólo perdió él personalmente la nobleza divina de su libertad, sino que también arrastró consigo a la creación, haciéndola partícipe de la desgracia de su orgullo y entregándola a su misma esclavitud (Rom 8, 20).

La creación irracional fue confiada por Dios al hombre y por voluntad del mismo Creador constituida en relación de dependencia del hombre. Por lo mismo, corre la misma suerte que éste, participando a su manera en la esclavitud nacida del pecado : en el dolor, en toda caducidad, en la muerte.

Pero cuando el hombre recupera la libertad de los hijos de Dios y vive en ella no es sólo él quien se libera de esa esclavitud, sino que su liberación se extiende también a la creación.

b) Religación del hombre con su mundo ambiente

Según la doctrina de la Sagrada Escritura, la libertad plena de los hijos de Dios no se desarrolla solamente en el espíritu. Debe también extenderse al cuerpo y al mundo en derredor, como ordenado a nosotros. El espíritu del hombre está solidariamente unido en la desgracia y en la esperanza con el cuerpo y, de un modo semejante, con la creación, en cuanto que constituye su medio ambiente. Una vez que el hombre ha comenzado a percibir los frutos primigenios de la redención y vive en correspondencia con ella, también la creación debe rastrear algo de la naciente liberación de la "esclavitud del pecado".

Es verdad que hasta el día de la vuelta de Cristo no lograremos el mundo nuevo y perfecto, ni la imagen absoluta de la perfecta libertad de los hijos de Dios, porque siempre habrá hombres que se alisten al servicio del "príncipe de las tinieblas", convirtiéndose en difusores de su "esclavitud de perdición", y además porque tampoco en nosotros, los cristianos, la libertad interior llega a ser tan irradiante como podría y debería ser. Pero el don de la libertad de los hijos de Dios que nos otorga la posibilidad de referir a Dios nuestro ser total sin excluir nuestra acción en el mundo significa también para la creación un nuevo comienzo. San Francisco de Asís, en su Cántico del Sol y en su dialogar fraterno con todas las criaturas, nos da un testimonio manifiesto de lo que podría significar para la creación entera el uso perfecto de este don divino de la libertad.

Sin embargo, no debemos limitar nuestra visión al influjo espontáneo de la libertad interior del hombre en el mundo que le rodea. Es necesario también que el hombre, precisamente porque ama su libertad, se muestre consciente de la responsabilidad que le incumbe sobre las criaturas para dominar y configurar su ambiente. Así como el ser humano se compone de cuerpo y alma, de manera semejante es además un "estar-en-el-mundo". El desenvolvimiento de su libertad dependerá también esencialmente del cumplimiento de su misión sobre la creación. Es, pues, evidente que, en razón de nuestro propio bien y de la gloria del Creador y Salvador, debemos tomar muy en serio la "espera de la creación por la manifestación de la libertad de los hijos de Dios". Lo contrario sería indicio de que aún no vivimos en la nueva libertad y no hemos comprendido nuestra posición en la vida.

La doctrina bíblica de que la libertad de los hijos de Dios también debe repercutir en la relación del cristiano con las criaturas es uno de los fundamentos de lo que llamamos "cristianización del ambiente", que es de incumbencia especial de los cristianos seglares.

La preocupación por la propia alma y por la salvación del prójimo, cuando no se amplía también al medio ambiente en que debemos lograr nuestra salvación, resulta, por un lado, ineficaz en gran manera y, por otro, tampoco responde a la verdadera naturaleza del hombre ni al primado de Dios sobre todas las cosas.

Importancia capital a este propósito la tiene el medio ambiente personal del hombre, las comunidades o sociedades de personas entre las que vive y trabaja. El espíritu y sello de dichas comunidades se imprime a todo el mundo de las cosas que las circunstancian (técnica, economía, vivienda, vestido, alimentación y tantas otras), v éstas recíprocamente ejercen también sobre ellas su influencia.

Este punto de vista sobre la precedencia de la libertad de los hijos de Dios y del medio ambiente personal sobre cualquier influjo del mundo de las cosas es lo que distingue nuestra concepción cristiana del mundo de la concepción marxista, que ve en el mundo material, principalmente en la estructuración económica, la base decisiva de toda la conciencia cultural, moral y religiosa del hombre y el único factor decisivo de la historia de la humanidad.

Al acentuar tan enérgicamente la reciprocidad de las relaciones entre el hombre y el mundo, y nuestra responsabilidad frente a toda la creación, nos distinguimos también de las corrientes protestantes que restringen la libertad cristiana a la "pura intimidad del yo" y más o menos pretenden abandonar la creación a "los poderes mundanales de las tinieblas" (Eph 6, 12).

El mundo grande y pequeño que los rodea compromete gravemente en muchos hombres la libertad moral, condición preciosa para el crecimiento de la feliz libertad de los hijos de Dios. Si hemos comprendido todo lo que implica esta libertad de los hijos de Dios, debemos orillar semejante peligro y resolvernos a emplear todas nuestras fuerzas en el empeño común de resistir y vencer en la estructuración del mundo a los poderes coaligados del materialismo.

c) La libertad de los hijos de Dios y el mundo de la técnica

El éxito de nuestros afanes apostólicos sobre nuestro mundo depende hoy día, en gran parte, de la actitud que tengamos ante la técnica y ante las ciencias naturales, también sometidas al hombre por divina disposición. "Dominad la tierra y sojuzgadla" (Gen 1, 28). El mundo actual se siente en estado de angustia ante las explosiones de las bombas H y ante el lanzamiento de los satélites artificiales. Pero esto no es motivo suficiente para desterrar y proscribir la técnica y los adelantos modernos como tales. Todo depende de la intención con que se utiliza la técnica y se emplean los inventos. También de este sector se dice con fundamento : "Todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo" (1 Cor 3, 23). Aquí está el secreto auténtico para la consecución del "mundo mejor". Como Cristo buscó en todo la gloria del Padre y la salvación de los hombres, igualmente debemos nosotros servirnos de todas las cosas para el mayor bien del hombre, con la mirada fija en su salvación eterna. Es inconcebible que los cristianos empleen las energías ocultas del átomo en la destrucción de los pueblos ; pero también es verdad que ellas, lo mismo que los otros inventos, de por sí pueden y deben servir para el bien.

Para el cristiano es una verdadera cuestión de conciencia el valorar adecuadamente la importancia de los inventos modernos y servirse de sus riquísimas posibilidades. Prensa, cine, radio, televisión, todos los medios modernos de difusión, la industria técnica, pueden convertirse en un peligro nada despreciable para la libertad natural y para la capacidad de reacción religiosa del hombre; solamente venceremos este peligro, si estamos dispuestos a aceptar todas las responsabilidades que acompañan al uso recto de todos estos medios colosales.

Basta un solo ejemplo: La producción industrial en serie hace posible el que innumerables bienes económicos y culturales que hace poco tiempo sólo eran accesibles a unos pocos hoy se hayan extendido a secciones mucho más amplias de población. La pseudorreligión materialista del nivel de vida convierte lo que en sí es bueno y saludable en un peligro para la libertad y dignidad humanas. Al cristiano antes que a nadie le toca obviar este peligro en la línea más avanzada de la responsabilidad mundial. Él debe armonizar el uso conveniente de todas las modernas adquisiciones que representan verdadero progreso y elevación del nivel de vida con la libertad interior y una sencillez ejemplar. Las clases sociales privilegiadas no deben subir su tren de vida a un punto tal que implique una provocación para todos aquellos que apenas cuentan con lo imprescindible para poder fundar y sostener decorosamente una familia.

Los países cristianos técnicamente muy desarrollados y con un nivel cíe vida proporcionado a su desarrollo técnico, deben, por espíritu de solidaridad humana y cristiana y por desapego interior de lo superfluo, ayudar eficazmente a los pueblos técnicamente subdesarrollados. Una ayuda prestada con liberalidad y sin el menor intento de hacer dependientes a los pueblos necesitados sería un elocuente testimonio de la libertad de los hijos de Dios.

En todos los intentos de cristianizar el mundo que nos rodea, se pone de manifiesto que el espíritu de caridad y la libertad de los hijos de Dios deben ir indisolublemente unidos, y que, en cierto modo, son prolongación en el mundo de la encarnación del Verbo divino. Del mismo modo que Cristo vino a servir, también la verdadera soberanía del cristiano sobre la creación se verifica sólo cuando el individuo se libera interiormente del egoísmo. El grado más elevado de la libertad cristiana aparece sólo como fruto maduro del amor que sirve al prójimo con desinterés y del celo por la gloria de Dios, Creador y Redentor de todas las cosas.


V. "BIENAVENTURADOS LOS MANSOS,
PUES ELLOS POSEERÁN LA TIERRA"

Mansedumbre, en sentido bíblico, es una expresión para designar la libertad de los hijos de Dios. Procede la mansedumbre del estar libre de cualquier convulsión del yo y supone todas las fuerzas vitales coordenadas para el bien. Ella es la que nos hace posible cumplir nuestro deber de liberar nuestro mundo.

Cuando los samaritanos no acogieron a Jesús porque iba de camino hacia Jerusalén, ciudad aborrecida por ellos, Santiago y Juan exclamaron, llenos de indignación : "i Señor !, ¿ quieres que (ligamos que baje del cielo fuego que los devore ?" Pero Jesús los reprendió severamente por esta intención. "No sabéis a qué espíritu pertenecéis" (Lc 9, 55). De manera parecida reaccionaron los discípulos de Jesús cuando vieron cómo Judas entregaba a su adorado Maestro con un beso hipócrita. "Señor, ¿no herimos con la espada?" (Le 22, 49). Y al instante ya Pedro había cortado una oreja al siervo del sumo sacerdote con un golpe certero. "i Mete la espada en la vaina !", reprendióle Jesús. "Todo el que empuña la espada, a espada perecerá" (Mt 26, 52).

No con la fuerza, sino solamente con la paciencia y la bondad hacia el hombre que nos enseñó el Maestro, es como debemos anunciar al mundo el poder liberador del amor de Cristo. Siempre que los cristianos defienden con celo violento, aunque a veces quizá bienintencionado, las cosas de Cristo, o cuando desvían ese celo para defender su posición preeminente, hacen traición a la libertad de los hijos de Dios. Sólo quien tiene paciencia y renuncia a la fuerza posee su alma y la salva (Lc 21, 19). Sólo si sabemos irradiar hacia el mundo una bondad desinteresada, lograremos liberarlo verdaderamente de la maldición del egoísmo y del despotismo.

A la Iglesia, como esposa de Cristo, nacida en pentecostés y que peregrina por la tierra hasta la vuelta del Señor, se le aplica el lema de su Esposo: "No he venido a que me sirvan, sino a servir" (Mt 20, 28). "En medio de vosotros estoy como quien sirve" (Le 22, 27). Quien pretenda encaramar a la Iglesia en las alturas del poder, oscurece su elevado destino de anunciar el reinado de Dios. Este intento se puede observar, por desgracia, con bastante frecuencia en la historia de la Iglesia. Ahí están, para no traer más que un ejemplo, los cruzados, que en cierto sentido acarrearon muy grave daño a la consideración religiosa del papado, cuando al filo de la espada y tras someterla a saqueo pusieron Constantinopla a los pies de Inocencio ui como nuevo "Imperio latino".

El alfa y omega de la cristianización del ambiente, esta importantísima misión de los cristianos seglares, es el desinterés, el estar libre interiormente de toda aspiración de dominio y del afán de interponer en todo la propia persona. Sólo así podrán los campos de la vida terrena convertirse, para gloria de Dios, en "nuestra heredad". Ésta es la divina paradoja, la sabiduría de la cruz, inaccesible al hombre viejo, de corazón terreno : cuanto más nos buscamos a nosotros mismos, más nos perdemos y perdemos también el dominio que Dios quiere tengamos sobre las cosas. Cuanto más nos desasimos de nosotros mismos y con mansedumbre seguimos las huellas de Cristo, más obtenemos nuestra libertad interior y nos constituimos en foco que difunde libertad sobre todo cuanto tocamos.

Al hablar Pablo, en la carta a los Romanos, del mundo como "herencia de Abraham y de sus descendientes" (Rom 4, 13), emplea las mismas palabras con que Cristo nos prometió, en el sermón de la montaña, la tierra como "herencia" (Mt 5, 5). Pero, mientras que Cristo pone la mansedumbre como condición imprescindible para la "posesión de la tierra", su Apóstol señala más bien la fe. Sin embargo, ambos están acordes. "No por la ley, sino por la justificación por la fe recibieron Abraham y su posteridad la promesa de ser herederos del mundo" (Rom 4, 13). Las obras solas no pueden liberarnos del egoísmo y de las resistencias de nuestro yo; tampoco lo puede el cumplimiento exterior de las obligaciones que impone la ley. Esa libertad nos la dará únicamente el rendimiento total de nuestra fe a Dios: eso significa en este lugar la palabra "fe". Quien no se entrega realmente a Dios con fe, esperanza y caridad, tanto en el cumplimiento de la ley de Dios, auténtica expresión del amor divino, como en la "cristianización" del mundo, se buscará a sí mismo y seguirá siendo un esclavo.

Es evidente que estamos obligados a cumplir a la perfección la ley de Cristo incluso en sus exigencias con el prójimo y con todas las cosas, si queremos conducir nuestro mundo a la libertad de los hijos de Dios; tampoco podemos dispensarnos de las leyes que nacen íntimamente de la psicología y de la sociología y que regulan el buen trato entre los hombres ; pero lo que propiamente nos hace libres es ante todo nuestra entrega desinteresada a Dios y a su causa, lo cual siempre lleva consigo el desasimiento de sí mismo, la renuncia al propio sentir y a la fuerza, es decir, la mansedumbre.

El hombre sin ley, arbitrario, que se constituye a sí mismo en "esclavo de la perdición" (2 Petr 2, 19), ¿ cómo podrá hacer libres a los demás? Pues bien, decimos que no es mejor la condición del que se acoraza tras la letra muerta de la ley, en vez de entregarse generosamente a la llamada de Dios en la situación concreta : este hombre está igualmente incapacitado para satisfacer las ansias de la creación por la revelación de la libertad de los hijos de Dios. Como él no quiere perderse en Dios, tampoco logrará conquistar ni un solo palmo de terreno para el imperio liberador de Dios: se lo impide la forma repugnante con que abraza la ley.


VI. SUMISIÓN A LA AUTORIDAD HUMANA

La libertad de los hijos de Dios, don totalmente gratuito, brota decididamente de la amorosa sumisión a Dios y se atestigua en la solicitud caritativa por la salvación del prójimo, y esto precisamente aun cuando de por sí no hay ninguna obligación de orden legal, ninguna barrera jurídica que estreche nuestras decisiones. ¿A qué viene, pues, la sumisión a la autoridad humana? ¿Es que el hijo de Dios, el hombre libre con la nueva libertad, aún la necesita? ¿Podrá el verdadero espíritu de libertad seguir prosperando aunque sometido a los otros hombres? Antes de nada, para dar una solución satisfactoria, excluyamos estos dos extremos :

La desobediencia a la autoridad humana, que se nos impone por ley divina, contradice totalmente a la libertad de los hijos de Dios; es más que otra cosa una manifestación de la soberbia del hombre viejo.

Hay, sin embargo, un modo de mandar, así como de obedecer, que son incompatibles con la verdadera libertad de los hijos de Dios, o que por lo menos dificultan su desenvolvimiento.

La libertad de los hijos de Dios, siempre en peligro y nunca perfecta, necesita someterse también a la autoridad humana. Pero tanto los que obedecen como los que mandan deben ser conscientes de su obligación de servir al desarrollo de la verdadera libertad.

Quien se sabe llamado a la libertad de los hijos de Dios no puede encastillarse en ningún sistema que tan sólo le obligue a una obediencia y ordenación puramente externas, a mantenerse en la corrección de un orden puramente exterior.

Dostoyevski nos presenta en la figura del "Gran Inquisidor" al tipo, en el fondo incrédulo, del superior que quisiera hacer saber al Señor que había confiado a sus discípulos demasiadas cosas y demasiado elevadas. Más le hubiera valido haberlos sujetado a todos ellos bajo un régimen legal exterior y despótico, antes que recomendarles adquirir conciencia de su propia responsabilidad y enriquecerlos con libertad para orientar sus iniciativas al bien.

Pero la tentación del "Gran Inquisidor" puede también hacer presa en el súbdito: éste, víctima de una inquietud o exagerada preocupación por sí mismo, no querrá dar un paso más si no está preceptuado claramente por la ley.

Hasta cierto grado, personifica esta postura el sacerdote honorable que cumple con todos los deberes apostólicos impuestos por las leyes eclesiásticas con la misma exactitud con que el buen maestro despacha sus deberes escolares. Pero que no esperen de él ingeniosas soluciones a los nuevos problemas pastorales. El rezo del breviario lo lleva siempre tan adelantado como lo permite la ley. Aun cuando cae enfermo con una fiebre alta que le pone en trance de muerte, lo sigue rezando, haciendo esfuerzos supremos. Si el médico le manda economizar energías, ya que la ley no le obliga en tales circunstancias, él responde: "Eso no se aplica en mi caso. Llevo ya 40 años convencido de que yo, en ninguna clase de circunstancias, puedo empezar a darme por dispensado ; pues, si no, ¡ sabe Dios adónde iría a parar !" Esta postura en un cristiano, a pesar de la impresionante buena voluntad que manifiesta, no nace de la fe en la libertad de los hijos de Dios. Ese buen hombre debería, ante todo, renunciar al fantasma de la seguridad personal, poniendo mayor confianza en la libertad que Dios le ha dado. De ese modo, seguro que en los días de salud rezaría el oficio con más alegría y estaría más abierto a la llamada del momento concreto y a las necesidades del prójimo. Claro que probablemente la culpa no la tiene él, sino una educación que, cargando con buena intención todo el acento sólo en la obediencia, ni siquiera tuvo valor para creer en la virtud de la libertad.

Por desgracia, no faltan entre los seglares piadosos quienes se aferran a determinados usos y leyes con una rigidez glacial, y no siempre con la misma humildad y predisposición al sacrificio. Así, más de un alma piadosa antepone sus rutinarias devociones, que ella misma se ha fijado como ley inexorable, a la oración que nace del corazón sincero; y sus costumbres sagradas a las exigencias genuinas y espontáneas de la caridad hacia el prójimo.

La verdadera obediencia tiene que nacer de la libertad cristiana; por eso no sabe obedecer quien no ha aprendido a prestar una sumisión alegre con los ojos abiertos al valor interno de la misma obediencia. Este valor descansa sobre todo en la fundamentación de toda autoridad humana sobre la autoridad de Dios. ¡Feliz el joven que sabe ver esto en las disposiciones de sus padres y educadores ! Por el contrario, cuando la confianza del niño en sus educadores y su fe en el valor intrínseco del mandato se ven socavadas por la insinceridad o el capricho del que manda, surge ordinariamente una catástrofe en la obediencia. Ésta será aún más lamentable si en la lucha no hay quien le ayude a comprender el sentido íntimo de la obediencia. Tan distante está del recto concepto de libertad cristiana la postura de simple sumisión de esclavos ante una ley manifiestamente desacertada, como la insubordinación abierta.

Evidentemente, el hombre debe obedecer aun cuando la orden de la autoridad competente sea muy imperfecta, supuesto que no mande nada malo y que la ejecución no se oponga a ningún bien obligatorio. Pero la cuestión está en cómo nosotros llegamos con y por la obediencia a un desarrollo perfecto de la libertad natural y sobrenatural. Condición previa imprescindible es una educación y autoeducación en orden a conseguir una obediencia viva. El que manda y el que obedece tienen que esforzarse por desentrañar el valor íntimo de cada mandato y obediencia. Porque la nueva ley es "ley de perfecta libertad" (Iac 1, 25), no se puede caracterizar por la simple renuncia a toda interpretación inteligente de lo mandado. El mismo esclavo tiene que interpretar hasta cierto punto el sentido de las órdenes, si desea cumplir perfectamente lo que su amo intenta mandarle. ¡ Con cuánto más interés debe el hijo de Dios trabajar por comprender cada vez más profundamente la belleza intrínseca y el sentido íntimo de las disposiciones divinas y de la obediencia a su Dios! Pues bien, esto no tiene menor aplicación, sino mucho mayor, precisamente cuando Dios nos comunica sus órdenes por medio de otros hombres. Pues, como quiera que la obediencia a los hombres ha de contribuir al desarrollo de la libertad de los hijos de Dios, es imposible que se verifique sin que entre en juego un esfuerzo lleno de amor por comprender el significado íntimo de lo mandado, de manera que el que obedece vea brillar en ello la autoridad y el amor del Padre celestial. La autoridad, por su parte, debe, en la medida de lo posible, facilitar esto con su modo de hablar y legislar. Sin embargo, es fácilmente comprensible que circunstancias especiales pueden hacer, en un caso particular, imposible evidenciar el alcance y la fundamentación de una orden.

Responde a nuestra condición humana el que a veces tengamos que acatar un mandato o una ley cuyo sentido, con toda nuestra buena voluntad, quizá se nos oculte. La buena disposición para realizar esa orden o precepto puede ser entonces un paso en el camino de la libertad de los hijos de Dios: liberación del orgullo atenazador y de la propia voluntad. Pero por esto mismo no se puede sentar como principio una obediencia "sin alma" ("ciega"), un obedecer exteriormente mecánico.

Con las palabras "obediencia ciega", san Ignacio no quiso significar una obediencia sin espíritu, sino la humilde disposición para ejecutar lo mandado con prontitud y alegría aun cuando en alguna ocasión no se alcance el sentido oculto de una orden. Hoy, después de tanto equívoco, se debería evitar la denominación, si se quiere hablar de una obediencia que "ve" el fundamento último y el sentido del obedecer.

Verdaderamente ciega y sin espíritu es la obediencia inconsciente y mecánica a un dictador, al influjo de lo colectivo o de la opinión de la masa. Quien en la casa paterna y en su parroquia rural, anclada en las tradiciones de antaño, ha sido educado en una obediencia y sumisión puramente exteriores y no en el obedecer consciente y vivo, capaz de discernir, cuando se incorpore a una empresa que no esté animada del buen espíritu, o cuando se traslade a una gran ciudad moderna, vendrá a ser en corto plazo tan "obediente" a todo lo que hagan los demás como antiguamente lo era a sus padres y a los usos de su pueblo. En su interior — en su modo de obedecer — no habrá cambiado mucho. Y con el correr del tiempo aparecerán bien a las claras los efectos desoladores para el desarrollo de su personalidad y para los que le rodean, cuando esa ductilidad sin fundamento interior deje de estar sustentada por un medio de sanas costumbres y se vea sucumbir bajo la presión del materialismo colectivo.

Si bien en este libro hacemos resaltar tan a menudo la importancia del medio ambiente, es en este lugar sobre todo donde tenemos que recalcar con particular insistencia que no basta el que la moralidad pública se mantenga sana. En un tiempo como éste, de materialismo arrollador, el cristiano tiene que ser educado ante todo en la verdadera libertad interior. Sólo así se levantará su obediencia de la postración del hombre masa y sólo así será capaz de resistir, en comunidad de vida, al materialismo de las masas que le rodean.

A la nobleza de la libertad de los hijos de Dios le cuadra únicamente una obediencia amante, que no sólo cumple con alegría las órdenes justas, sino que además envuelve en un amor sincero al representante humano de la autoridad. Si siempre hemos de ver en la voluntad de Dios que nos manda la expresión de su amor, el intermediario humano que con su mandato nos explicita el querer divino merece de nuestra parte un amor agradecido y respetuoso.

Es verdad que la obediencia de los hijos de Dios a los hombres goza de libertad para distinguir entre orden y orden, pero esta libertad nunca puede degenerar en una crítica despiadada que no se conduce según los principios del reino de Dios, sinosegún los del propio juicio. Un cristiano adulto puede muy bien encontrarse alguna vez en la necesidad de decir francamente a su superior o a quien ostenta la autoridad una palabra de crítica. Esto es lo que hizo el Apóstol de las Gentes cuando a san Pedro "se le opuso abiertamente, porque estaba equivocado" (Gral 2, 11), cuando éste, con la mejor intención, dificultaba la evangelización de los paganos al acomodarse con demasiada condescendencia a los judeocristianos. Pero cada uno, antes de criticar, debe juzgar si es necesaria la crítica y si es él el llamado a hacerla; y ante todo debe hacerla como Pablo, con espíritu de caridad y verdadero celo por la salvación de las almas. Una crítica cruel, sobre todo si se hace a espaldas del superior, hiere profundamente la obediencia y la libertad de los hijos de Dios, y por lo mismo puede causar notables daños entre los que la oyen cuando se critica ante personas que no están suficientemente formadas.

Cosa muy diferente es hablar con personas formales y con espíritu de respeto y sumisión sobre órdenes menos acertadas de la autoridad. Esto puede ser alguna vez incluso necesario.

El problema de la autoridad es el de la justa moderación en las órdenes. Como el hombre tiene una energía espiritual limitada, el espíritu de vigorosa libertad y de alegre responsabilidad, la prontitud para actuar en toda ocasión según las exigencias del momento y la amorosa sumisión a la autoridad humana no podrán prosperar cuando el que manda sobrepase la recta medida.

Así, a un niño literalmente atosigado a puras órdenes y advertencias, no es fácil que se le ocurra ponerse a buscar de propio impulso qué será lo mejor; por ejemplo, cómo podría hacer algo especial para agradar a sus padres o a sus hermanitas. Lo mismo pasa al adulto cuya vista está fascinada por un cúmulo de prescripciones, órdenes y leyes. Tal vez alguno objete que la sumisión voluntaria bajo una regla religiosa, que lo determina todo hasta el mínimo, es, sin embargo, considerada como camino de perfección. Respondemos que precisamente las grandes reglas religiosas se caracterizan por una sabia mesura en el número de prescripciones. Y en todo caso esas reglas se dirigen a hombres que han recibido especial vocación para abrazarlas libremente. Cierto que a todos les es útil tener un buen orden del día. Sirve para ahorrar muchas energías ; pero el exceso y falso absolutismo de prescripciones humanas habrá de terminar bloqueando las más valiosas energías de la libertad.

El hombre necesita la ayuda de la autoridad humana para no incurrir en desorden. Pero también necesita cierto espacio para desarrollar su personal inventiva, su capacidad de decisión y la iniciativa personal, tan importantes para la sociedad.

Sería falso considerar la obediencia a la autoridad humana y la ley desde este único punto de mira. ¿De qué me sirve para el desarrollo de mi personalidad? Si tras la palabra "personalidad" está oculto un egoísmo soberano, centrado tenazmente en torno al yo, una pregunta así formulada significa, por lo mismo, la muerte de la libertad de los hijos de Dios y de la obediencia correspondiente. Aun cuando por "personalidad" entendamos al hombre llamado por Dios a desarrollar los talentos que le ha concedido, encierra también un peligro el atender exclusivamente al propio desarrollo. La obediencia tiene siempre una función decisiva para con la comunidad. Por esta razón determinadas órdenes que de por sí, al carecer de un fundamento que interiormente las justifique, no obligarían, han de ser observadas siempre y en cuanto que por determinadas circunstancias su transgresión ocasione a la comunidad un daño que tenemos obligación de evitar. En fin de cuentas, esta predisposición para obedecer aun cuando se nos exija una renuncia en favor del prójimo y de las exigencias de la vida comunitaria, es ciertamente expresión vigorosa de la libertad de los hijos de Dios.


VII. DESARROLLO DE LA LIBERTAD PSÍQUICA

a) Salud psíquica y santidad

El conocido aforismo : "Un alma sana en un cuerpo sano" más de una vez ha venido falsamente a significar algo así como si la salud del alma dependiera de la del cuerpo. La vida cotidiana y la vida de muchos grandes hombres y mujeres confirman el dicho de un médico de nuestros días : "¡Cuántas almas sanas hay en cuerpos enfermos, y cuántas almas enfermas en cuerpos sanos!"

Ni la salud psíquica, ni menos aún la santidad exigen como requisito la salud corporal. Taulero y santa Hildegarda de Bingen llegan hasta decir: "Dios no suele fijar su morada en un cuerpo sano." Y san Pablo afirma: "La virtud se perfecciona en la debilidad."

Mucho más difícil es determinar exactamente la relación entre santidad y salud psíquica o, más conforme con la cuestión que ahora tratamos, entre la libertad sobrenatural y la libertad psíquica natural.

La libertad de los hijos de Dios es don puramente sobrenatural del cielo, que en ninguna manera puede ser resultado del desarrollo de la libertad natural. Pero, del mismo modo que generalmente todo lo sobrenatural se apoya en lo natural, también la libertad de los hijos de Dios tiene que apoyarse en la naturaleza. Es una realidad que tiene que abarcar y trans f orinar toda la vida espiritual e incluso, como veíamos, toda la creación. Así como la libertad psíquica pertenece a los dones más apreciados y decisivos de la persona humana e influye en todo el conjunto de la vida personal, donde esta libertad se halle impedida o destruida, la libertad de los hijos de Dios no podrá tampoco desarrollarse debidamente. Lo cual, sin embargo, no significa que esta libertad sobrenatural coincida en todo y sin más con la salud de las energías de nuestra alma y de nuestra voluntad.

Para demostrarlo, vamos a tomar un caso extremo, pero aún imaginable: Un hombre se da cuenta de que la fuerza de su libertad psíquica amenaza con quebrarse debido a una enfermedad. Es verdad que él hace todo lo que puede por remediar esta quiebra, y simultáneamente se pone en las manos de Dios con una oración plena de amor : "¡ Señor, si tu santa voluntad quiere que yo viva en adelante tan impedido espiritualmente y que muera en medio de la más espesa oscuridad, sea adorado y bendecido tu querer !" Aunque la libertad de su alma esté ya muy debilitada, con esta entrega incondicional y amante a la voluntad de Dios ha conseguido en una medida muy respetable la libertad de los hijos de Dios. Pero esta posibilidad no debe inducirnos a creer que el desarrollo perfecto de la libertad de los hijos de Dios vaya a dirigirse también a conservar, mantener y desarrollar la salud y la libertad natural de esa alma.

Normalmente, el crecimiento de la libertad sobrenatural de los hijos de Dios opera también un crecimiento y un ensanche de la libertad natural. Inversamente, una mayor elasticidad de la libertad natural no significa de por sí un adelanto en la libertad de los hijos de Dios; crea, sin embargo, una predisposición muy valiosa.

b) Libertad y herencia histórica

Las características y los límites de la libertad natural son en cada uno muy diversos según la herencia histórica que llevamos inscrita en nuestro complejo psíquico. Con todo, sería falso ver en la herencia espiritual sólo una limitación y empobrecimiento de nuestra libertad. En ella radican también latentes nuestras posibilidades peculiares. La misma limitación nos significa en múltiples aspectos ocasión de combate. Mientras recibamos estas limitaciones con humildad, previniendo los peligros posibles y nos formemos así una herencia positiva, estamos de hecho construyendo nuestra libertad moral en el sí dado a la voluntad de Dios

La libertad humana, tanto en sentido natural como sobrenatural, es al mismo tiempo don. y obligación. Mientras somos conscientes de los límites de nuestra libertad para obrar el bien y resistir valerosamente las amenazas del mal, vamos ensanchando el campo de nuestra libertad. Si aprovechamos fielmente todo el potencial concedido a cada uno de nosotros al nacer, nuestra libertad se desarrollará de tal manera, que con un esfuerzo común podríamos lograr unas condiciones de vida favorables no sólo a nosotros, sino también a muchos otros hombres para el desarrollo de la libertad personal.

c) Libertad y medio ambiente

Con lo dicho ya se ha evidenciado que la libertad sobrenatural debe estar amparada por el medio ambiente social. Ahora, con ejemplos concretos y en algunos principios importantes, nos proponemos demostrar cómo el medio ambiente es para nuestra libertad natural y sobrenatural no sólo un peligro, sino también y sobre todo una tarea. El medio ambiente, que en importancia está muy cerca de la función de la herencia y quizás antes que ella, es uno de los factores más decisivos para el desarrollo de la libertad espiritual; es el crisol de la libertad de los hijos de Dios.

Quien crea que las posibilidades y la dirección de la libertad moral están inalterablemente fijadas por el complejo hereditario, debe reflexionar ante ciertos hechos. Un joven de buenas disposiciones en un mal ambiente se pervierte y cada vez viene a ser más esclavo de sus instintos ; por otra parte, los cuidados maternales y el arte pedagógico de las religiosas hacen prosperar a ojos vistas a niños pobres con taras psíquicas profundas. ¿ No escogió san Juan Bosco a sus educandos de entre las filas de la juventud malograda, haciendo de ellos padres de familia ejemplares, misioneros relevantes y hasta grandes obispos?

El hermano Alberto de Polonia (muerto durante la primera guerra mundial), el santo fundador de los Albertinos y Albertinas, llevado de su ferviente caridad, se fue a vivir a las guaridas nocturnas de los bandidos y ladrones. Su fe le llevó a descubrir hasta en los más degenerados vagabundos "la imagen profanada" de Cristo, y, con inquebrantable confianza y la caridad más desinteresada, se propuso restaurar esa imagen. Y así, de entre esa gente que con tanta facilidad los hombres consideran caso perdido, logró sacar heroicos discípulos de Cristo y servidores de los pobres. Unía, al casi fanático optimismo de su fe y de su caridad, un sentido particular para el poder del ambiente. Su vida, como la de san Francisco de Asís, era una acusación penetrante de las deficiencias sociales de los pueblos cristianos. Pregonaba claramente que, mientras no se creen mejores condiciones ambientales, el mundo no podrá salvarse frente al comunismo. A los vagabundos, maleantes y rateros con quienes convivía, no comenzaba predicándoles los principios inexorables de la moral, sino haciendo más habitables sus covachas. Cantaba y representaba con ellos piezas de teatro; los invitaba a trabajar; en una palabra, procuraba ir cambiando todo aquel ambiente, utilizándolos e interesándolos a ellos mismos como primeros colaboradores. El éxito fue tan colosal, que hasta las mismas clases altas y los beatos, preocupados sólo de su incolumidad personal, tras haber torcido el gesto, tuvieron que pasmarse de lo que ahora veían (cf. M. Winowska, Das verhdhnte Antlitz. Das Leben des Bruders Albert, Otto Müller Verlag, Salzburgo).

Para llevar a cabo tales transformaciones en un mundo corrompido, hacen falta evidentemente verdaderos discípulos de Cristo con el corazón ya transformado por la libertad de los hijos de Dios. Sin contar con esa libertad, ¿ quién se hubiera atrevido a tales empresas? Y, sin embargo, esos héroes del apostolado no se han basado solamente en la fuerza irresistible del buen corazón ; en ella confiaban ante todo, pero el resorte decisivo para ir en ayuda de la amenazada libertad de sus semejantes fueron sus esfuerzos por crearles un medio más sano.

Si tenemos verdadero interés por el desarrollo pleno de nuestra libertad y de la de nuestros prójimos, hemos de tener valor para huir de vez en cuando de la masa, para sustraernos al influjo materialista que desde la gran prensa, desde las películas de alcance mundial, desde el aturdimiento de las diversiones, etc., se sirve a la masa y conforma la vida de nuestros contemporáneos.

En nuestra era de las sociedades masa y de las grandes influencias sociales, a través de la opinión pública, debemos examinarnos con doble atención sobre este punto: ¿Me dejo llevar de "lo que se piensa en mi derredor", de "lo que se hace junto a mí" ? Para nosotros mismos y para nuestro prójimo, el preventivo más eficaz contra la caída en ese impersonal "se" del torrente vital que nos envuelve, será preocuparnos por lograr en nuestro medio social un espíritu más elevado y un estilo de vida más sano, y abogar por una opinión pública mejor.

A la larga, sólo se opone con éxito a la corriente de la masa el que valerosa y desinteresadamente sale por la causa del bien, hace causa común con todos los de buena voluntad y no teme abrir la boca cuando es preciso, ni emprender una buena acción aun cuando nadie le anime ni le dé su aprobación.

El ambiente, sin embargo, no solamente significa para nosotros una carga y una tarea, sino también en muchos casos un don y una ayuda. Cuanto más agradecidamente miremos al buen espíritu en nuestro derredor y, viéndonos protegidos por valiosas instituciones, nos sintamos por gratitud responsables de su pervivencia, tanta mayor y más preciosa ayuda recibirá nuestra libertad de ese buen ambiente.

d) Las pasiones al servicio de la libertad

Las pasiones, tales como la ira, el ansia ardiente, las inclinaciones espontáneas, el temor, la angustia, la alegría, la tristeza, pueden convertirse en fuerzas impulsivas al servicio del mal, pero de por sí se nos han dado para que, dominándolas con mano férrea, las encaminemos hacia el bien. Sin pasiones ordenadas, la libertad del hombre está sin sangre y carece de vigor y elasticidad.

Cuando, por ejemplo, en un niño se ahoga sistemáticamente todo movimiento natural de la voluntad propia, cuando se reprimen con el mayor rigor toda iniciativa, el ingenio de invención y todo movimiento pasional, mientras se alaba y recompensa como ideal supremo la pura ductilidad y corrección exterior, ya podemos temer que ese "santo varón" padecerá toda su vida una lamentable falta de estímulos e iniciativa.

Es evidente, sin ulteriores explicaciones, la importancia fundamental del dominio de las pasiones en toda resolución libre; y, sin embargo, no podemos olvidar que falta algo esencial a la libertad del hombre si las fuerzas impulsivas de las pasiones y del temperamento están subdesarrolladas o atrofiadas.

Cristo, el hombre perfecto, fue varón de grandes pasiones. ¿Cómo podría, si no, encolerizarse contra el mal y la hipocresía? ¿Cómo hubiera podido, si no, alegrarse por la predestinación de los pobres y los pequeños? ¿Cómo entristecerse y llorar? ¡Qué grande era su cariño por sus discípulos! Pero sus pasiones estaban armonizadas en prodigiosa unidad con su amor a Dios y a los hombres, y llenas de ese mismo amor.

Nosotros, hijos de Adán, tenemos sin duda que luchar constantemente en nuestra vida para rectificar nuestras pasiones y para llegar a desenvolverlas en plena armonía al servicio del bien. Las pasiones sin dominar son peligrosos enemigos de la libertad. Cuando en un caso particular se desata una pasión muy fuerte por un motivo exterior de una violencia imprevista, la libertad puede ser refrenada y hasta suspendida. Pero sería un error apelar a lo violento del ataque para declararse bonitamente libre de toda responsabilidad moral. Libertad y responsabilidad no pueden juzgarse puntualmente sobre la base de una acción aislada. La libertad se nos da también como una tarea que, respecto de las pasiones, nos obliga a estar en vela sobre ellas y hacernos capaces de dominarlas. Esto no se puede lograr con un combate puramente defensivo. Sólo cuando alienta en nosotros una verdadera pasión por los intereses de Dios y cuando el lado verdaderamente amable de la creación encuentra en nosotros eco, podemos preservarnos de las pasiones destructoras e impuras. Sólo quien sabe llorar los pecados con santo dolor no pierde el tiempo llorando desconsoladamente las pérdidas terrenas. Sólo quien con noble enojo hace frente al mal evita malgastar su pasión en revueltas inútiles.


VIII. OBSTÁCULOS Y PELIGROS DE LA LIBERTAD

La herencia, el medio ambiente y las pasiones representan a menudo un obstáculo y un peligro para la libertad. Pero considerarlas ante todo desde este punto de vista, en una actitud defensiva y de huida, sería muestra de estrechez de espíritu y de falta de libertad, y necesariamente repercutiría en el campo de la libertad psíquica.

En cambio, la ignorancia e inadvertencia culpables, el dejarse llevar de la costumbre y la manía de las drogas, de cualquier clase que sean, constituyen por su misma naturaleza un obstáculo contra la libertad psíquica y moral. Por su parte, las enfermedades psíquicas originan según su género e intensidad una disminución de la libertad. Pero el cristiano ha de tener muy presente un principio de aplicación en todo lo que no sea pecado : "Para los que aman a Dios todo contribuye al bien."

a) Inadvertencia e ignorancia

Una falta de atención o una ignorancia inculpable en un caso particular pueden suspender la responsabilidad. Quien, por ejemplo, ha comido carne sencillamente porque ni se le ocurrió que aquél era día de abstinencia, se ha decidido a ese respecto sin libertad y, por tanto, no ha cometido pecado.

Pero hay también una inadvertencia culpable, una falta de consideración para con los valores y las verdades morales que se implanta en el alma a fuerza de costumbre. Esas faltas reducen a extremos peligrosos el espacio de la libre resolución moral. La ignorancia en cuestiones morales y religiosas no es el mejor suelo para que pueda prosperar una libertad alegre y fuerte. El desconocimiento de los valores morales y de la belleza de la ley cristiana menoscaba ante todo la fuerza de los móviles éticos y con ello indirectamente también la fuerza y vigor de la voluntad libre.

b) La fuerza de la costumbre

Los buenos hábitos aumentan la firmeza y la facilidad de las libres resoluciones para el bien. Son el supuesto indispensable para la prontitud de la virtud. Por el contrario, un proceder irreflexivo por costumbre, aun cuando en un caso particular sea bueno, representa una falta de fuerza en la libertad de la decisión.

Los malos hábitos, que con su peso plomizo recargan anticipadamente toda resolución moral con intenciones depravadas, disminuyen la libertad moral para el bien, y no sin culpa, ya que es la voluntad libre la que se ha ligado voluntariamente al mal.

Sin embargo, cuando la voluntad libre por su arrepentimiento y propósito se arranca radical y vigorosamente de la mala costumbre, un repentino e inadvertido retoñar del mal hábito puede estar libre de culpa. Así, puede ser que se le escape una blasfemia en un momento de excitación repentina a uno que antes tenía la costumbre de blasfemar, a pesar de que ahora no hay para él nada más entrañable que la gloria de Dios. El hecho de que en el acto lo lamente, demuestra que su libertad apenas participa en el rebrotar de la antigua costumbre.

c) Toxicomanía y libertad

En general, constituyen un serio peligro para la libertad las diversas formas de toxicomanía. El que se ha entregado abúlicamente al vicio del alcohol, pierde por lo mismo también en otros sectores una buena parte de su capacidad de resistencia. Igualmente, si bien es posible que un fumador tan empedernido que parece no podría vivir sin el tabaco sea por lo demás una bellísima persona, no cabe duda de que esa falta de voluntad frente a la nicotina tiene que suponer una pérdida en el vigor general de su voluntad. Y a la hora de una tentación grave eso puede traer lamentables consecuencias para otros sectores morales.

El hombre, efectivamente, es un todo, y su libertad es también ni más ni menos algo indiviso e indivisible. He aquí por qué nunca y en nada nos debemos dejar esclavizar. Al uso de todos los bienes terrenos buenos en sí mismos (por ejemplo: bebidas alcohólicas, nicotina, excitantes no perjudiciales —la morfina y otros análogos sólo son lícitos por prescripción médica—), como también al baile, al deporte, al empleo de la radio y de la televisión, etc., hemos de aplicar las palabras del Apóstol: "Todo me es permitido, pero no puedo dejarme esclavizar por nada" (1 Cor 6, 12).

d) Psicosis y psicopatías

1. Las auténticas psicosis (la demencia, la idiotez avanzada, la esquizofrenia, la locura maníaca y las demás formas de enajenación mental) destruyen por completo el uso de la libertad moral. Hoy, en que muchas de las psicosis son curables, al menos hasta cierto grado, y que se puede llegar a devolver parcialmente al pobre enfermo la dignidad de ser libre, recae sobre sus parientes el serio deber de preocuparse por que se le apliquen remedios médicos mientras haya esperanza de curación.

2. Las enfermedades psíquicas (psicopatías) se distinguen de las psicosis en que los afectados por aquéllas (los psicópatas) conservan aún más o menos clara conciencia de los extravíos de sus ideas y acciones, y además porque no han perdido el uso de la libertad moral en todas sus manifestaciones. Aunque las psicopatías tienen su raíz en el complejo hereditario, sus arrebatos y desarrollo dependen de modo muy acusado del medio ambiente que rodea al enfermo v del uso que él mismo hace de la libertad de que aún goza. No hasta el que nosotros compasivamente disculpemos a los psicópatas ; necesitan todo nuestro cariño, y un cariño particular. El amor y la comprensión pueden obrar maravillas en estos enfermos.

3. Una clase de perturbaciones psíquicas que antes se catalogaban simplemente entre las psicopatías hereditarias, hoy día reciben el nombre de neurosis. Ni fundamental ni preponderantemente vienen de herencia. Un ambiente muy desfavorable, un medio despiadado e inclemente, que influye de modo extraordinariamente deplorable en la edad más tierna y en la niñez, un lastre espiritual excesivo o también el continuo fracaso ante las dificultades que ofrece la vida, originan no raras veces en individuos hereditariamente sanos enfermedades psíquicas o al menos de origen psíquico, es decir, neurosis.

De neurosis están afectados ordinariamente los hombres de sentimientos delicados, hambrientos de cariño y que no logran dar sentido a su vida. La neurosis es consecuencia de una defectuosa asimilación de vivencias : "es una enfermedad del alma que no ha encontrado su sentido" (C. G. Jung). Nosotros podemos añadir : de un alma que en el fondo más íntimo de sí misma no ha acabado de ciar con el sentido de su vida. De las enfermedades psíquicas y de las neurosis hablaremos más extensamente en el capítulo sobre la conciencia, al tratar de los escrúpulos, página 132ss.

e) "Todo redunda en bien de los que aman a Dios"

Todo hombre debe examinarse acerca de sus dotes propias, para llegar a cerciorarse de si las desarrolla con plenitud y si agota todas las posibilidades de su libertad para obrar el bien. Pero tampoco tenemos que ocultarnos a nosotros mismos nuestros defectos espirituales. Debemos apreciar y admitir nuestras sombras. Aunque la mayor parte de los hombres no estén aquejados de psicopatías y neurosis declaradas, sin embargo, éstas se manifiestan en toda clase de debilidades y achaques. Si nos dejamos llevar de nuestras flaquezas, si no nos esforzamos por superarlo todo con espíritu de fe, corremos el peligro de no desarrollar y de perder definitivamente más y más la herencia natural más inapreciable, la libertad.

Toda deficiencia espiritual y toda enfermedad que disminuyen la libertad son una cruz para el paciente y para las personas que le rodean. De nada vale el rebelarse contra ello. Cuando nos disponemos solícitamente a curar con paciencia al que tiene esperanzas de curación y a sobrellevar con resignación al incurable, estamos sin duda sobre el camino de la imitación del Cristo paciente y crecemos decididamente en la libertad de los hijos de Dios de un modo definitivo.