V. "LEY ESCRITA EN EL ESPÍRITU Y EN EL CORAZÓN"


Ya los profetas de la antigua alianza vislumbraron la gloria y el esplendor de la nueva ley y de la alianza nueva; Jeremías, "profeta para las naciones" (Ier 1, 10), nos habla expresamente y con vivos acentos de esta nueva alianza; sus profecías culminan en la predicción de la alianza eterna. Después del fracaso de la antigua alianza (Ez 16, 59) y de las abortadas tentativas del rey Josías (2 Reg 23 ; of. 2 Reg 22, 19) para restaurarla, el plan de Dios se manifestará de nuevo a los hombres. Llegará el día de la catástrofe; subsistirá un pequeño resto (Is 4, 3), y Dios, como en los días de Noé (Is 54, 9s), concluirá con su pueblo una alianza para siempre. "Vienen los días -palabra de Yahvé- en los que pactaré con la casa de Israel una alianza nueva; no como la alianza que hice con sus padres el día en que, tomándolos de la mano, los saqué de la tierra de Egipto; esta alianza -¡mi alianza!- fue quebrantada por ellos. Entonces yo los rechacé -palabra de Yahvé-. He aquí el pacto que estipularé con la casa de Israel después de aquellos días: Palabra de Yahvé : Pondré mi ley en el fondo de su ser y la escribiré sobre su corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Ier 31, 31-33). La epístola a los Hebreos, que pone de relieve la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el sacerdocio del Antiguo Testamento, explica: "Cambiado el sacerdocio, necesariamente se ha de cambiar la ley" (Hebr 7, 12). Tras haber exaltado a Cristo, supremo sacerdote, al que el Padre juró: "Tú eres sacerdote para siempre" (Hebr 7, 21), añade el autor de la epístola que en el nuevo sacerdocio y en la nueva ley se ha cumplido la profecía de jeremías (Hebr 8, 8ss). Ahora es cuando Dios ha escrito efectivamente en el corazón de sus elegidos su ley: la ley de vivir en Cristo jesús (Hebr 8, 10).

35

a) Configuración sacramental e imitación de Cristo

Cristo, el nuevo Sumo Sacerdote, celebra con nosotros su alianza de amor en los santos sacramentos, principalmente en la sagrada eucaristía, centro de todos los sacramentos y alfa y omega de toda vida cristiana. Los santos sacramentos, acciones de Cristo realizadoras de la primacía del amor, expresan no tanto las exigencias de la ley moral cuanto la misericordia y benevolencia del Padre. Son, ante todo, los sacramentos dones inefables del amor redentor de Cristo; momentos oportunos para el encuentro personal con el Señor. Cristo, al darnos su Espíritu, escribe con letras de fuego en nuestros corazones sus hazañas sagradas —muerte y resurrección— como ley de nuestra nueva vida, haciéndonos al mismo tiempo miembros del pueblo "sacerdotal" de Dios. Bendecidos así por Cristo, asegurados en su amor de manera singular, no vivimos ya bajo el régimen de una ley exterior, sino bajo el suave señorío de la gracia del Señor (Rom 6, 14).

Honor cuya grandeza difícilmente podemos concebir, cuando Cristo, acercándose a nosotros en los sacramentos, nos llama por nuestro propio nombre y nos dice: "¡Ven, sígueme!" ¿Hay cosa más bella que ser discípulos de Cristo, aprender en su escuela a comprender la alianza y la ley del amor y ser por Él mismo enseñados y ayudados a cumplirla? Pero nosotros, pobres pecadores, nos preguntamos : ¿No es demasiado para nosotros? ¿Cómo podremos imitar, obediente y amorosamente, a Cristo, el único?

El seguimiento de Cristo no consiste en una reproducción mecánica de sus inimitables acciones ni en una copia de sus sentimientos de inenarrable dignidad. Es el mismo Cristo quien nos hace sus discípulos, quien nos hace semejantes a Él al comunicarnos su propia vida en los santos sacramentos.

La vida cristiana no consiste, por tanto, en la externa correspondencia a la ley ni en la servil reproducción externa de Cristo. Es ésta una verdad de la cual tuvieron clara conciencia los padres de la Iglesia. San Cirilo de Jerusalén (313-386), a quien citamos como testigo de la tradición de la antigua Iglesia, explica así la unión del bautizado y confirmado con Cristo: "Todos vosotros, en efecto, bautizados en Cristo y revestidos de Él (Gal 3, 27), habéis sido hechos semejantes al Hijo de Dios (Rom 8, 29). Pues Dios, que nos predestinó para la adopción (Eph 1, 5), nos hizo conformes al cuerpo glorioso de Cristo (Phil 3, 21). Porque habéis recibido parte en Cristo (Hebr 3, 14), con razón sois llamados Cristos (ungidos), y de vosotros dijo Dios : «¡No toquéis a mis ungidos!» (Ps 104, 15). Sois Cristos (ungidos, cristianos), puesto que habéis recibido el sacramento del Espíritu (la confirmación). En vosotros todo ha sido modelado de nuevo, puesto que sois imágenes de Cristo. Cuando Jesús se hizo bautizar en el Jordán, el Espíritu Santo descendió sobre Él en forma visible... Igualmente a vosotros, al subir de las aguas sagradas del bautismo, se os da el crisma, sacramento de la unción con que Cristo fue ungido: la unción del Espíritu Santo... Ungidos con el óleo, comunicáis con Cristo, participáis de Él..." (Catequesis mistagógica 3.°').

Así nos llama el Señor a su imitación: haciéndonos participar íntimamente en su vida y en su misión. Cristo nos enseña con palabras llenas de sabiduría, eficaces, e instruye nuestros corazones por el Espíritu Santo: imitar a Cristo significa corresponder fielmente a esta actividad interior de la gracia y del Espíritu.

Al exponer esta gran verdad podía referirse san Cirilo a la celebración litúrgica del bautismo y de la confirmación, puesto que en su tiempo los fieles comprendían todo su profundo simbolismo. Los santos sacramentos realizan lo que expresan y por su simbolismo revelan lo que realizan. Ninguna teoría, ningún esfuerzo humano son capaces de explicarnos el misterio de la imitación de Cristo ; sólo los sacramentos manifiestan las exigencias de la ley de la imitación de Cristo grabada en nuestros corazones: "Primeramente habéis recibido la unción sobre la frente para libraros.de la vergüenza que el primer hombre, después de su pecado, llevó por doquier consigo y para que contempléis de frente la gloria del Señor (como en un espejo) ; a continuación, la unción en las orejas, recibiendo así el sentido del oído para los misterios divinos según predijo Isaías: «Cada mañana despierta el Señor mis oídos para que escuche como los discípulos)) (Is 50, 4), y corno el mismo Cristo dice en el Evangelio: «El que tenga oídos para oir, que oiga» (Mt 11, 15) ; inmediatamente, la unción sobre la nariz, para que con el don de esta divina unción podáis decir: «Somos el buen olor de Cristo para Dios en medio de los que se salvan)) (2 Cor 2, 15) ; finalmente, habéis sido ungidos en el pecho para significar que, revestidos de la coraza de la justicia, debéis resistir valerosamente las insidias de Satán (Eph 6, 14; 11). Pues, así como Cristo, después del bautismo y de la venida del Espíritu Santo, salió a batalla y derrotó al enemigo, así vosotros, después de recibir el sagrado bautismo y la unción mística, revestidos con la coraza del Espíritu Santo, podáis resistir a la fuerza del adversario y derrocarlo diciendo: «Todo lo puedo, en aquel que me conforta» (Phil 4, 13). Ungidos, pues, con esta santa unción, conservad en vosotros inmaculada y limpia de toda culpa, progresad en buenas obras agradando a Cristo Jesús, autor de vuestra salvación : A Él la gloria por los siglos. Amén» (Catequesis mistagógica 3.a).

Toda la vida cristiana es considerada por san Cirilo a partir del don de la gracia admirablemente infundida en nosotros por los sacramentos del bautismo y de la confirmación. Gracia que nos impulsa a una vida cristiforme, a una vida de dócil fidelidad al sentido amoroso del Espíritu Santo. Por los sacramentos crea Dios Padre en nosotros un nuevo corazón y un nuevo espíritu... y nos señala una concreta tarea de gracia: "Discípulos de la nueva alianza, participantes por la gracia de los sagrados misterios, creaos un corazón y un espíritu nuevos... Quienes han recibido el sello espiritual deben corresponder a la gracia por el esfuerzo personal... Tarea de Dios es darte la gracia; la tuya, acogerla y conservarla" (Catequesis 1.a).

Partiendo de la expresión litúrgica de los sacramentos, pide san Cirilo amor al prójimo, amor a los enemigos, bondad, espíritu de concordia, castidad y lucha infatigable contra el reino del enemigo como quehacer que, por los sacramentos, Cristo ha escrito en nuestros corazones: "Como vosotros habéis llegado a ser partícipes del nombre de Cristo, a manera de sacerdotes ; como en vosotros ha sido impreso el sello de la comunidad del Espíritu... así caminad de modo digno de la gracia, en palabras y obras, para que podáis disfrutar la vida eterna... Por lo demás : «Alegraos siempre en el Señor: os lo repito : Alegraos», (Phil 4, 4) (Catequesis 18.a).

Dios Padre, al darnos su gracia en los santos sacramentos, nos configura a su Hijo: somos imitadores de Cristo por el don de los sacramentos: ésta es la gran ley de gracia, la gozosa buena nueva que estremece nuestros corazones. Para comprender esta nueva ley es preciso abrir el corazón a la alegría. Y es entonces cuando comprendemos su pujante urgencia y exigencia: "Si reconocéis todo esto caminaréis de acuerdo con el Espíritu; pues quienes se dejan guiar por el Espíritu son hijos de Dios" (Rom 8, 14). Para nada vale el haber recibido el nombre de Cristo, si no se llega a la madurez de las obras" (Catequesis 7.a).b) "Ley del espíritu de vida en Cristo Jesús"

Jesucristo nos ha hecho partícipes de su vida por el don del Espíritu. De la misma manera nos da su ley nueva por medio del Espíritu Santo. Su ley es actividad y quehacer del Espíritu en nosotros, mediante el cual nos enseña como a discípulos. Por el Espíritu Santo participamos de la vida de Cristo; el mismo Espíritu nos hace comprender la ley de Cristo; con otras palabras: portarse correspondiendo a la gracia recibida.

Con energía y audacia inauditas, dos grandes doctores de la Iglesia, san Agustín y santo Tomás, enseñan —siguiendo precisamente el ejemplo del Apóstol de las Gentes— que el Espíritu Santo concedido a nosotros es la plenitud de la nueva ley. "¿Qué otra cosa son las leyes divinas escritas por el mismo Dios en los corazones, sino la gracia del Espíritu Santo por cuya presencia en nosotros ha sido derramado en nuestros corazones el amor que es la plenitud de la ley?" (san Agustín). "El Espíritu Santo, produciendo en nosotros la caridad, que es la plenitud de la ley, es Él mismo la nueva ley (la nueva alianza)" (santo Tomás).

Comentando las palabras de la carta a los Romanos : "La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús me libró de la ley del pecado" (Rom 8, 2), escribe santo Tomás : "Esta ley puede ser llamada sin más el Espíritu Santo, en el sentido de que el Espíritu Santo es la ley. La ley ha sido dada para que los hombres fuesen conducidos hacia el bien... El Espíritu Santo, que habita en el corazón, no enseña solamente iluminando la inteligencia sobre lo que se debe hacer, sino también inclinando el alma hacia lo recto... Incluso la ley del Espíritu puede ser designada como la acción característica del Espíritu Santo, es decir, la fe viva y operante en la caridad que ilumina desde el interior y empuja al alma a la acción" (Comentario a Romanos, 8. 2).

La ley nueva, ley de la imitación de Cristo, es por tanto esencialmente una ley de vida; nos lleva, en efecto, al pleno desarrollo de la vida que nos ha sido comunicada en el santo bautismo. Es una ley que el Vivificador, el Espíritu Santo, mantiene viva y operante en nuestros corazones al haberlos escogido por morada. Logramos sentido cristiano en nuestra vida en la medida en que nos vamos alejando de la simple pregunta: ¿Qué debo hacer ineludiblemente para no ser castigado o para no condenarme?, y comenzamos a comprender con vivencia filial nuestra tarea de amor y los impulsos de la vida de Cristo presente en nosotros. No es, por tanto, verdadero discípulo de Cristo quien mira solamente a la ley exterior y a su letra, sin llegar a descubrir allí la realidad interior de la gracia y la exigencia del 'amor.

Cuando Pablo dice: "La letra mata, el espíritu, sitie embargo, da la vida" (2 Cor 3, 6), quiere afirmar con ello que debemos abrirnos a la acción poderosa y a la invitación acuciante del Espíritu Santo. Apelando a esta frase, nadie ha de pretender reclamar para sí una "religión del espíritu" sin ley alguna y desdeñadora de la palabra de Dios escrita. Claramente nos lo enseña el mismo Cristo en esta otra frase, muy afín a la de su Apóstol: "El Espíritu es el que da la vida, la carne de nada aprovecha" (Ioh 6, 63). Así replicaba a los judíos, grandemente escandalizados ante su promesa de que todo aquel que come su carne y bebe su sangre tiene vida eterna (Ioh 6, 54). Con semejante respuesta, de ninguna manera anuló Jesús su promesa eucarística. La infusión del Espíritu Santo a los suyos ni hizo ni hará jamás "inútil" la recepción de su cuerpo y su sangre en la sagrada comunión. Todo lo contrario: son realidades que forman una unidad maravillosa. Y lo mismo hay que decir de la correspondencia existente entre la obra interior de la gracia por el Espíritu Santo y las leyes de Dios y de la Iglesia, expresadas en palabras.

Pero Jesús se explicita más todavía. Sobre su misma palabra afirma, a renglón seguido del texto que acabamos de citar : "Las palabras que yo os he hablado son espíritu y vida" (Ioh 6, 63). Son en verdad expresiones de su Espíritu (Santo), cuya acción en nuestras almas tiene la eficacia de revelarnos el sentido de la Sagrada Escritura y de hacernos dóciles a las enseñanzas de la Iglesia. Porque todo cuanto está consignado en la Escritura ha sido inspirado en cuanto al sentido por el Espíritu Santo, que Cristo comunicó a sus apóstoles y a su Iglesia. Hay un solo Señor, Jesucristo, que nos envía el Espíritu Santo, nos enseña con palabras la plena sabiduría y ha fundado la Iglesia. El Espíritu divino que impulsa desde dentro a cada uno a la vida en Cristo es el mismo Espíritu prometido por el Señor a la Iglesia como Maestro de la verdad: "Os he dicho estas cosas mientras estaba con vosotros. Pero el Consolador, el Espíritu Santo que el Padre os enviará en mi nombre os lo enseñará todo y os recordará cuanto os he dicho" (Ioh 14, 26).

Existe, pues, evidente contradicción entre escuchar y realizar las palabras de Cristo según el Espíritu y una adhesión sin alma a la letra estancada en la pobre realización externa de la misma. En definitiva, es el cristiano quien debe decidirse. Cuando es verdadera y fecunda, nuestra vida cristiana no está bajo el dominio de letras y de leyes muertas, sino que asume la plena responsabilidad delante de un Dios vivo, personal, delante del Espíritu que da vida en Cristo Jesús. La vida cristiana es obra de la "ley del Espíritu", que no es otra, según la expresión de las Sagradas Escrituras, que una "vida en Cristo jesús" (Rom 8, 2). "Existir en Cristo", "seguir a Cristo", obedecer al llamamiento interior de la gracia no son sino diversos modos de expresar la grande y feliz realidad de cuyas raíces brota nuestro ser cristiano : estar constantemente abiertos a las sugerencias de la gracia, a la imitación amorosa del Padre, a las necesidades de nuestros hermanos. Precisamente la auténtica fidelidad a la gracia se patentiza en la real y sincera apertura a las necesidades de los hombres.

VI. L4 LEY DE CRISTO Y LAS LEYES

"Hay un solo Señor : Jesucristo, por quien existen todas las cosas" (1 Cor 8, 6). No puede darse oposición alguna entre la ley moral natural y la ley de gracia revelada: una es la palabra omnicreadora de Dios (Ioh 1, 3), que tomó forma de hombre para revelarnos el insondable y rebosante amor del Padre; un solo Señor nos ha (lado con la existencia las leyes fundamentales de conducta, grabándolas en lo íntimo ele nuestro ser, y nos manifiesta su voluntad en el llamamiento de la hora a través de los hechos y de las circunstancias invitándonos con su amor y su gracia. No puede haber, pues, ninguna oposición entre la ley de Cristo y las diversas leves.

Al cristiano deseoso de llegar a conocer adecuadamente la belleza de la doctrina moral cristiana y a un juicio maduro sobre su propia vida y sobre las corrientes del tiempo, le es necesario comprender las estrechas relaciones — de diversidad y al mismo tiempo de unidad —: a) entre la ley natural y la ley de gracia; b) entre las invariables leyes esenciales y las leyes positivas condicionadas por el tiempo y la historia; c) entre las leyes universales válidas para todos y el llamamiento particular dirigido al individuo en una situación concreta ; d) la ley de gracia brillará entonces esplendorosa dando unidad y sentido a todas las leyes.

a) Ley natural y ley de gracia

Es importante, para apreciar el inmerecido don de la gracia de Dios, distinguir netamente entre ley natural moral, escrita con caracteres indelebles en el mismo plan de la creación, y la ley sobrenatural de vida revelada en Cristo Jesús.

La ley natural moral, profundamente vinculada al hombre, no ha sido derogada ni por el pecado de origen, ni por sus tristes consecuencias, ni por la misericordiosa redención.

En realidad, Moisés, por la "dureza de corazón" (Mt 19, 8) de los israelitas, no les exigió la observancia absoluta de algunas leyes contenidas en el plan de la creación. Cuando, por ejemplo, codifica legalmente los límites del divorcio—tolerando en consecuencia un nuevo matrimonio — y de la poligamia—practicada sin escrúpulos antes de él —, con la intención de evitar en lo posible mayores desórdenes, no pretende aprobar moralmente y mucho menos alabar lo que ha sido jurídicamente tolerado en vista de las circunstancias. Por otra parte, el hecho de que incluso Moisés permitiera en la santa ley de la alianza, al menos en el orden jurídico, leyes que chocan profundamente con el plan de la creación y con la dignidad personal del hombre y de la mujer, demuestra la profunda violación de todo el orden natural causada por el pecado; el de nuestros primeros padres y, cada día en proporciones más vastas, el de sus descendientes.

Para la humanidad pagana permanecieron reconocibles los mandamientos morales más importantes inherentes a la misma estructura de la naturaleza humana. Los mandamientos que Dios, entre relámpagos y truenos, intimó sobre el Sinaí al pueblo de la primera alianza y esculpió sobre tablas de piedra como condición para la alianza de amor son un compendio de los principales mandamientos naturales. Entre los mismos paganos, los espíritus más nobles y piadosos los han reconocido siempre como inalterable ley de Dios.

San Pablo escribe: "Cuando los paganos, privados de la ley, cumplen naturalmente sus prescripciones sin poseer la ley, son para sí mismos ley; y prueban así la realidad de esta ley escrita en su corazón siendo testigo su conciencia..." (Rom 2, 14s). En la creación, Dios ha mostrado a los hombres sus derechos soberanos tan claramente, que quienes se niegan a glorificarle "son inexcusables" (Rom 1, 20; cf. Rom 1, 32). San Pablo acentúa, además, el hecho de la creciente ofuscación de los paganos consecuencia de sus pecados, sobre todo de su negativa a dar a Dios el honor debido (Rom 1, 28ss).

Con la revelación del plan de la redención y de la nueva ley de gracia, Cristo nos ha dado un más claro y seguro conocimiento de la ley natural restaurando sus rigurosas exigencias hasta tal punto, que los mismos apóstoles quedaron asombrados ; por ejemplo, en el problema de la indisolubilidad del matrimonio (Mt 19, 10).

La plena valorización de la ley natural presupone el nuevo plan de gracia, en el que se otorga a los creyentes "comprender" y cumplir el inexorable mandamiento (Mt 19, 11). Sin el auxilio de la revelación sobrenatural, la humanidad no podía conseguir, en su estado de naturaleza caída, con facilidad, certeza y seguridad, un pleno y adecuado conocimiento de todas las verdades morales, aunque en sí sean accesibles a la razón humana estando vinculadas al mismo plan de la creación (concilio del Vaticano, Dz 1716; santo Tomás de Aquino, ST r, q. 1. a. 1).

Pues plugo a Dios, "en la plenitud de los tiempos, reunir todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, en una sola cabeza, Cristo" (Eph 1, 10), "en quien y por quien ha sido creado todo y en quien todo subsiste" (Col 1, 16ss), no debernos imaginarnos el orden natural y el orden sobrenatural como estratos unidos sólo exteriormente. El ámbito de la moralidad natural —ampliamente accesible incluso a los no creyentes— no debe ser descuidado de los cristianos ni ser considerado como independiente.

Sinceramente nos alegramos al encontrar aquí un verdadero punto de contacto para dialogar y colaborar con los no cristianos de buena voluntad. Sin embargo, en nuestra vida personal y en nuestra tarea —constructores del reino de Dios, siendo sal de la tierra y luz del mundo— no olvidemos la íntima correspondencia y perfecta armonía entre el plano de la creación y el plano de la redención, dos momentos de la única historia que Dios ha iniciado y lleva a cabo entre los hombres. En Cristo, alfa y omega, tiene su fuente y plenitud toda bondad. Hagamos lo que hagamos, lo importante es hacerlo todo en nombre del Señor, correspondiendo fielmente al plan de Dios en el tiempo : proclamar el misterio de su gloria santificando a los hombres.

En el plano de la creación, la ley natural es ley de existencia, ley connatural al hombre; la ley de gracia, en cambio, no puede ser conocida sino mediante una expresa revelación de Dios. No intentamos afirmar, con esto, que solamente la ley natural es ley interior en relación con el ser de las cosas y del hombre; al contrario, la ley de Cristo, revelada en sus palabras llenas de sabiduría, interpretada por la Iglesia, es ley grabada en nuestro corazón más profundamente que la ley natural moral porque es expresión del misterio de la vida de gracia. Comprendiendo lo que Dios Padre nos ha dado con la gracia comprenderemos, iluminados y movidos por la misma fe, lo que pide y espera de nosotros. Como la ley natural es una imagen grandiosa del orden de la creación, así la nueva ley de Cristo es fiel expresión de la nueva creación obra de la gracia. Bajo esta ley están todos los hombres, puesto que todos son llamados a participar en la vida de la gracia. En esta ley, empero, sólo viven quienes poseen de hecho esa vida.

Así como el hombre honrado y noble tiende interiormente al bien, natural, así, y con mayor intensidad aún, la actividad del Espíritu Santo en nosotros nos hace dóciles a la ley de Cristo, inclinándonos a cumplir, con ánimo pronto y agradecido, todas sus exigencias en perfecta armonía con nuestro ser de gracia.

La ley natural moral no es un estéril formulario, sino la viva exigencia ele una conducta concorde con la misma naturaleza del hombre; esto no impide que sus principios fundamentales puedan estereotiparse en fórmulas generales de perenne validez. Igualmente hemos de considerar la ley del mundo nuevo de la gracia ; la ley de gracia es, ante todo, ley de vida, ley de existencia, connatural a la realización del reino ele Dios y grabada en nuestros corazones por la gracia; ley que no sólo respeta las posibilidades de la naturaleza, sino que las actúa de manera insospechable. Sus exigencias esenciales se concretan en las palabras de la Sagrada Escritura y en las enseñanzas de la Iglesia.

Quien quiera ser cristiano adulto no puede ceñirse a la fórmula desnuda, a la expresión formal de la nueva ley. La ley de gracia vivificará y hará feliz al cristiano sólo cuando éste se vaya enraizando cada vez más en la profunda realidad cíe la alianza cristiana : el amor. Es el sentido de las insondables palabras evangélicas : "Ésta es la vida eterna : que te conozcan, único y verdadero Dios, y a quien has enviado, jesucristo" (Ioh 17, 3). Descubrimos la belleza de la ley natural cuando sabemos escuchar y reconocer la palabra de Dios en el plano de la creación. De la misma manera —y con mayor razón— todo conocimiento de la ley de Cristo se centra en el amoroso conocimiento del Padre que está en los cielos y de su enviado, Jesucristo.

Por un procedimiento inverso podemos decir : Quien no cumple fielmente la palabra de Cristo tan pronto como la recibe, no llegará nunca a conocerle profundamente ni al nleno crecimiento en el orden de la gracia. Esta verdad encuentra, por otra parte, cierta correspondencia en la ley natural: Quien no practica el bien natural que ha conocido, va destruyendo gradualmente el plan de la creación escrito en su ser y en su corazón. El conocimiento seguro del bien se hará más difícil; v las posibilidades del hombre en el plano de la creación habrán menguado. En definitiva, quien se aparta de la ley de la propia vida se aparta del bien, se aparta de Dios; se va cegando progresivamente frente al propio destino.

 

Ley esencial y leyes positivas

Hay exigencias fundamentales inherentes a la esencia del hombre y al plano de la gracia : son válidas para todos los tiempos y para todos los hombres. Pero el hombre es hechura y hacedor de historia ; este carácter histórico de su existencia le liga a estructuras ya hechas y reguladas por leyes y códigos temporales. Cada generación tiene su tarea concreta condicionada por la herencia —buena o mala— del pasado y por los acontecimientos contingentes de la propia coyuntura. De ordinario, las circunstancias dejan el campo abierto a mil posibilidades. Tratándose de tareas referentes a un grupo de comunidad, la autoridad competente debe escoger entre las realidades posibles y concretar en términos precisos. Resultado: las leyes y ordenaciones positivas. Positivo no se opone a negativo ; significa aquí "norma promulgada por un legislador humano", derecho "organizado", "determinado". Tales leyes positivas del Estado son necesarias para la protección de la libertad de los buenos, sobre todo a causa del pecado original. Si todos los hombres fuesen de buena voluntad, la comunidad humana no necesitaría tantas leyes.

Es además un don de la sabiduría y providencia de Dios que a través de la mutabilidad de los tiempos y circunstancias recibamos de la autoridad competente las necesarias directivas. Evidentemente, no estamos por ello dispensados en manera alguna de la búsqueda personal del bien exigido por la ley de nuestra propia existencia y el llamamiento de la hora.

Las leyes justas de la legítima autoridad obligan en conciencia ; si bien parangonadas con las leyes estructurales del ser, natural o cristiano, presenten un carácter "contingente".

Las leyes o preceptos humanos en contradicción con la ley divina, natural o sobrenatural, carecen de fuerza obligatoria y no deben ser obedecidos: "Se debe obedecer a Dios antes que a los hombres" (Act 5, 29).

Así, por ejemplo, en ningún caso debe un soldado cumplir la orden de lanzar una bomba atómica en una zona habitada o llevar a cabo represalias inhumanas contra la población civil. Quien por fidelidad a su fe cristiana "quebranta" las leyes injustas del Estado no debe ser denunciado ni por personas privadas, ni por funcionarios estatales, aunque las leyes (injustas) del Estado lo impusieran categóricamente.

Las disposiciones humanas que no contradicen ciertamente a la ley de Dios pero que son inútiles o lesivas de nuestros justos derechos, de por sí no obligan, precisamente porque carecen de justicia legal. Pero hemos de procurar que la transgresión de una semejante ley no esté en desacuerdo con las exigencias del bien común —orden público, respeto a la autoridad, etc.—, del amor al prójimo y del amor bien ordenado a nosotros.

Ningún funcionario prudente exigirá hasta el mínimo determinados procedimientos legales cuando sean obstáculo para el rápido y provechoso desempeño de su cargo. Pero se atendrá a las mínimas formalidades cuando en otro caso se seguirían para otros o para él graves inconvenientes; por ejemplo, el peligro de impugnación de un documento o de una estipulación.

Principalmente en tiempos de rápidas transformaciones sociales, como son los que vivimos hoy, no es fácil a la autoridad adaptar convenientemente a las nuevas situaciones 'leyes creadas y promulgadas para circunstancias totalmente diversas. No basta entonces el mero conocimiento de las leyes esenciales, naturales o reveladas ; es necesaria una gran prudencia para valorar la realidad tan matizada y, a menudo, de difícil comprensión, y para encontrar las fórmulas y disposiciones oportunas.

En el ejercicio de la autoridad es imprescindible conocer los límites del hombre, su imperfección e insuficiencia. Esta realidad de todos los días hará humildes a las autoridades responsables. Realidad igualmente válida para el súbdito : no le es justo criticar despiadadamente toda orden defectuosa y toda disposición legal menos adaptada, ni adoptar ante la autoridad una actitud de despectiva indiferencia. No se debe exigir demasiado a la autoridad humana.

Debemos considerar igualmente las imperfecciones de la legislación humana a la luz de las amorosas intenciones de Dios. En consecuencia, hemos de refrenar nuestro orgullo, como ha de ser excluido todo absolutismo de la autoridad humana y de sus órganos. Cristo, por nuestro amor, aceptó el peso de la obediencia sometiéndose generosamente a las autoridades humanas y a sus leyes imperfectas ; el seguimiento de Cristo se caracteriza, por lo tanto, por la aceptación y sumisión a las autoridades humanas y a sus leyes imperfectas. En la obediencia mortificante, frecuentemente acompañada de agravios y sinsabores, a hombres imperfectos y a leyes defectuosas se realiza nuestro "morir en Cristo" : lema de nuestro bautismo. Naturalmente, las autoridades deben esmerarse en mandar con el espíritu de mansedumbre característico de la ley de Cristo.

La ley de Cristo, feliz exigencia del estado de gracia y de la acción de Dios en nosotros, es en su más íntima esencia "yugo suave y carga ligera" (Mt 11, 30). Lejos de constituir una colección de rígidas fórmulas, el derecho natural —verdadera tarea confiada por la sabiduría de Dios con la creación— corresponde perfectamente a las exigencias del corazón humano. Por el contrario, la ley humana —desde las disposiciones de los padres hasta las leyes positivas del Estado y de la Iglesia— puede resultar más o menos inadaptada y gravosa. Y tales leyes y disposiciones serán peligrosas si impiden al hombre el libre acceso a la ley de Cristo, ley de amor y felicidad. Pero quien considera las leyes humanas a la luz de la ley de gracia y las acoge en "la ley del espíritu que da vida en Cristo Jesús", creyendo, esperando y amando, encontrará en ellas, no obstante sus imperfecciones, bendición y gracia.

De manera particular deben ser consideradas y aceptadas las leyes positivas eclesiásticas, pues son un auténtico don del amor de Dios concedido gracias a los solícitos cuidados de la madre Iglesia. Pero con su código de leyes la Iglesia no pretende agotar la norma propia y definitiva de la vida cristiana; su primera tarea es anunciar la buena nueva, celebrar los misterios de la redención donde la ley de Cristo se practica, con alegría y amor, hasta sus últimas consecuencias. El Código de Derecho Canónico no es la plenitud de la ley de Cristo; es más bien un muro de protección. Puesto que Dios quiere redimirnos en sociedad, en nuestro ambiente histórico y en nuestra evolución temporal, es misión específica de la Iglesia ayudarnos, con sus disposiciones positivas y susceptibles de cambio, a cumplir mejor nuestra vocación cristiana, superando las dificultades propias de cada época y de cada cultura. Expresaremos así la realidad histórica de la redención, de nuestra común unión con Cristo hecho hombre por nosotros, sometido a los signos de su hora histórica, logrando así la redención de la historia de la humanidad.

Precisamente en nuestros tiempos la Iglesia revisa su legislación, adaptándola a las circunstancias de hoy. Este hecho nos permite penetrar más profundamente en el espíritu y en la intención de las leyes de la Iglesia al mismo tiempo que comprobamos las notables diferencias existentes entre las leyes inmutables de la existencia y las puramente positivas y variables. Veamos unos ejemplos :

1. La última legislación sobre el ayuno eucarístico puede parecer a algunos una gran innovación. Llama la atención que, en una cosa causa de ansiedades y escrúpulos a veces excesivos, la Iglesia haya dado tantas facilidades. En realidad, ¿de qué se trata? .Hoy como ayer, la Iglesia no sólo pretende que sepamos distinguir con el máximo respeto el cuerpo del Señor de cualquier otro alimento, sino, además, que manifestemos a Dios, con un agradecido sacrificio, nuestra estima por el pan del cielo, el mayor de todos los dones. Con las facilidades acordadas, la Iglesia se propone darnos una prueba convincente de que a ningún hombre de buena voluntad — y en la buena voluntad, naturalmente, entra cierta disposición para el sacrificio — dificulta la participación en el banquete eucarístico. Además, la nueva legislación intenta educar a los cristianos en la generosidad: hacer el sacrificio más con el amor de una voluntad generosa, que por el temor de pecar.

2. Lo mismo podemos decir de la abstinencia del viernes, que era para muchos la ley estereotipada de sus confesiones. Se acusaba uno aun cuando se había comido carne una sola vez por mero descuido o por un motivo razonable. La Iglesia nos muestra ahora, mediante la amplitud con que exime o dispensa a grupos enteros de cristianos, que no se trata de forzar el cumplimiento exterior. Prohibiendo algunos alimentos quiere más bien formarnos en el espíritu de renuncia y sacrificio, en el recuerdo agradecido de la muerte de Cristo. Además, como en la mayor parte de las leyes eclesiásticas, no debemos perder de vista su aspecto comunitario. Toda la comunidad cristiana, mediante la observancia de tal precepto, testimonia la imitación del Crucificado. El cambio de las circunstancias ha venido a dar la impresión de que el precepto en su forma antigua no era, al menos en parte, adecuado a las nuevas exigencias. Los católicos viven con frecuencia en ambiente no católico, descristianizado. La vida profesional moderna, entre otras causas, hace frecuentemente difícil el cumplimiento. de la ley de la abstinencia. Con todo, hay que conservar la actitud fundamental cristiana: atención a la intención de la Iglesia y radical disposición humilde y obediente ante la ley. Y con este espíritu aceptar las circunstancias como son. La prudencia cristiana puede impulsar a servirse tranquilamente de las posibilidades de dispensa y exención ofrecidas por la Iglesia y distinguir el viernes de otra manera mediante la renuncia al fumar, a una diversión... antes que obstinarse en un vacío formulismo y prepararse, mientras tanto, una comida suculenta y concederse toda clase de comodidades. "Pero llega ya la hora — y es ésta — en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; tales son los adoradores que busca el Padre. Dios es espíritu y quienes le adoran han de hacerlo en espíritu y en verdad" (Ioh 4, 23s). Igualmente para la Iglesia es cuestión de espíritu ,y no '.de letra, aun cuando el espíritu deba concretarse en la letra, en la forma exterior y, a ser posible, en el sentido determinado por la Iglesia.

3. Se puede también preguntar: ¿ Por qué la Iglesia prohibió en el pasado las misas vespertinas y las permite ahora? La Iglesia celebraba la eucaristía por la mañana cuando generalmente era posible estar libre en esas horas y el ritmo de la vida era menos rápido por la mañana. Hoy las cosas no son así, y la Iglesia lo ha tenido en cuenta.

4. La nueva ordenación de la liturgia de la semana santa es, según todos los indicios, sólo el principio de una más amplia renovación de las formas actuales de las celebraciones litúrgicas de acuerdo con el espíritu de la tradición viva y adaptada al estilo de vida de los hombres de hoy. Parece que en el porvenir, y de manera semejante a los católicos orientales, la lengua vulgar tendrá mayor acogida en las celebraciones litúrgicas, principalmente en el anuncio de la palabra. Creemos también poder confiar en que pronto, dentro de la misa, la buena nueva será anunciada en nuestra lengua materna. No debemos impacientarnos en esta legítima esperanza. La Iglesia debe pensar en todos. A quienes aún no están abiertos a la reforma les dejará el tiempo suficiente para prepararse gradualmente. Y sólo la autoridad eclesiástica es competente para determinar el momento oportuno de tales acomodaciones.

 

c) Ley universal y llamamiento de la hora
(exigencia del momento)

Con el nombre de ley universal (= general) entendemos la ley inmutable del orden natural y sobrenatural; secundariamente —y con las necesarias limitaciones—, las leyes generales (= universales) pero variables de la autoridad humana. Con el término llamamiento de la hora nos referimos al quehacer personal exigido por la acción peculiar de la gracia de Dios en nuestro corazón y de las particulares circunstancias de la vida. El llamamiento de la hora nos viene de las necesidades apremiantes del prójimo y de la comunidad en que vivimos.

En el problema de las relaciones entre la ley general y el llamamiento de la hora particular es fácil determinar múltiples posturas extremas correspondientes a los diversos tipos humanos.

Tenemos al "fanático de la ley" : solamente son válidas las formulaciones claramente perfiladas de la ley general. Probablemente pertenecen a este tipo el sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 30ss). Entregados continuamente al celoso cumplimiento de las leyes y preceptos positivos, nada les dice la necesidad de la víctima de los ladrones abandonada junto al camino. En sus prescripciones estaba expresamente escrito: "Pagarás el décimo del anís y del eneldo" ; y esto los impresionaba más profundamente que la extrema necesidad de un hombre. A esta actitud contrapone Cristo la superioridad moral del samaritano : "... viéndole, se compadeció. Y acercándosea él derramó óleo y vino sobre sus heridas y las vendó..." (Lc 10, 33s).

El polo opuesto del legalista es el "hombre a la buena", sin la más pequeña preocupación por las leyes, dominado completamente por las circunstancias y por los primeros sentimientos suscitados por ellas. Un tipo semejante ha sido descrito, grosso modo, por Graham Greene en su novela El corazón de todas las cosas. El bonachón espadachín se hace adúltero por pura compasión hacia una pobre chica. No queriendo hacer mal a su mujer, ni a la infeliz muchacha, ni, mucho menos, continuar ofendiendo a Dios, termina atentando contra su propia vida. En su actitud moral a lo que salga, aunque sincera, falta la decisiva orientación de la estrella polar de la ley moral; en consecuencia, se enreda en un inextricable laberinto de contradicciones en el que se pierde juntamente con sus seres más queridos. Casos semejantes no ocurren solamente en las novelas. Un ejemplo histórico: Una mujer que cohabitaba con un mutilado de guerra — en el llamado "concubinato de renta" — suplicaba hasta las lágrimas al misionero para que la admitiese a los santos sacramentos ; lo pedía seriamente. Pero no quería separarse del hombre, aun cuando no existía entre ellos una verdadera relación sexual. "No me atrevo a hacer semejante cosa con tal hombre. Casarme... no puedo, y, francamente, no me gusta." Se necesitó Dios y ayuda para hacer comprender a aquella buena mujer que el suyo no era verdadero amor, que con su conducta no pecaba contra una ley arbitraria, sino contra la ley de Dios, salvación y defensa de la dignidad humana, y se estaba haciendo, además, cómplice de los pecados ajenos.

El burocratismo de nuestro tiempo ha favorecido en el ambiente seglar, y a veces también en el eclesiástico, el tipo repelente del "hombre de la ley". No pocos sacerdotes han acentuado demasiado unilateralmente en el confesionario las diversas obligaciones legales, al mismo tiempo que se olvidaban del plan de Dios sobre cada cristiano y de sus verdaderas necesidades personales. Escandalizan aquellos "piadosos" que angustiosamente indagan si hay en la sopa del viernes el más insignificante rastro de carne, mientras parecen estar embotados para los problemas esenciales de la caridad.

El rigorismo legal de la ética —principalmente en el ambiente seglar— ha contribuido a provocar, como contrapartida, el extremo opuesto : la ética de la situación: las exigencias morales provienen de la situación concreta, existencial, y carece de valor coercitivo toda ley universal. Esta violenta reacción de la moral nueva puede, en parte, explicarse por el hecho de no haber tenido en cuenta la diferencia entre las leyes esenciales, estructurales, naturales o reveladas y las leyes positivas, mudables, contingentes.

La ley positiva, humana, debe y a veces quiere ceder el paso ante las exigencias del momento. En este punto concuerdan moralistas católicos tradicionales y defensores de la ética de la situación. La ley positiva humana no prevé todos los casos; en consecuencia, no pretende excluir radicalmente un proceder distinto en circunstancias concretas extraordinarias. Sin embargo, la auténtica exigencia del momento nunca puede ir en contra del deber escrito por Dios en la naturaleza de las cosas y del hombre. Dios no se contradice.

Es oportuno advertir, además, que la falsa ética de la situación en las dificultades particulares de determinado momento de la existencia siempre deja el camino abierto hacia lo negativo, hacia lo moralmente inferior.

Así, uno de los representantes más radicales de la moral nueva, Ernesto Michel, opina que cuando en un matrimonio ha muerto el amor entre los esposos no queda a los cónyuges otra solución que obrar en consecuencia y separarse. En tal situación, única y particular, no habría por qué oponer la ley general de la fidelidad y de la indisolubilidad a un nuevo matrimonio.

La doctrina católica de las exigencias del momento, por el contrario, es una valiente consigna hacia arriba, una oportunidad para el heroísmo y la santidad. El cristiano abierto al llamamiento de la gracia y de las exigencias del momento no se estanca en los ínfimos límites de las exigencias generales e impersonales de la ley. ,Como todo hombre personaliza de manera única e incomunicable la esencia del hombre —a veces con riqueza extraordinaria de dones—, así igualmente está obligado a corresponder a la ley universal de la naturaleza humana en medida proporcionada a los dones recibidos. Dios ha dado a cada uno dones personales de naturaleza y de gracia; en correspondencia con estos dones —"talentos", según la expresión bíblica—, Dios espera de cada uno frutos personales.

Todo auténtico cristiano debe ayudar a su hermano en el camino hacia el Padre. Pero de un san Pablo, llamado en su situación de perseguidor a la vocación de apóstol de la Iglesia, Dios tiene todo el derecho a esperar un celo devorador por la salvación de los hombres. Ningúncristiano debe enredarse en las cosas de este mundo. Un san Francisco de Asís, sin embargo, debía vivir anticipadamente el absoluto desprendimiento del mundo, experimentando al mismo tiempo la íntima alegría espiritual nacida de tal sacrificio. Todo discípulo de Cristo debe perdonar de corazón a su ofensor. Pero no a todos pide el Señor recibir al enemigo en la propia casa corno a un hermano. Todo esposo verdaderamente cristiano se empeña con todas sus fuerzas en conservar con pureza virginal — de acuerdo con la advertencia del Apóstol (1 Cor 7, 29) — su corazón para Dios; es decir, en buscar a Dios por medio del recíproco amor conyugal. Sin embargo, la gracia de Dios no a todos los esposos cristianos exige el sacrificio heroico de san Nicolás de Flue cuando, con constancia invencible, pidió a su mujer, la madre de sus nueve hijos a quienes amaba entrañablemente, plena libertad para llevar vida eremítica.

Si bien Dios no nos pide los hechos extraordinarios que pidió a los santos de la Iglesia, cuyos ejemplos admiramos, ninguno de nosotros es, con todo, un cualquiera, un número entre muchos: a cada uno Dios Padre ha llamado por su nombre. A cada uno le llega su prueba, porque cada uno tiene su vocación, un quehacer personal muy concreto en favor de la humanidad y de la familia de los redimidos.

San Pablo explica la multiplicidad de vocaciones y tareas con la imagen del cuerpo. El cuerpo tiene miembros; cada uno goza de una función peculiar dentro del todo. "Si todo el cuerpo fuera ojos, ¿dónde estaría el oído? Si todo fuera oídos, ¿dónde estaría el olfato? Ahora bien, Dios ha dispuesto según su voluntad los miembros en el cuerpo, dando a cada uno su cometido" (1 Cor 12, 17s). Lo mismo sucede en cada una de las comunidades de salvación, llamadas por san Pablo "cuerpo de Cristo". Todo cristiano, reconociendo alegre y agradecido su vocación personal y su quehacer propio, debe corresponder cumplidamente : es la mejor manera de servir al todo. San Pablo concibe, pues, la exigencia del momento —y, por tanto, la tarea personal de cada uno— en real colaboración y dependencia de la solidaridad de salvación de todos en Cristo Jesús. Comprenderemos del modo más perfecto el llamamiento de la hora, no cuando sólo miremos egoísticamente a favorecer nuestros derechos —o, como dicen los moralistas de la situación, "a desarrollar nuestra personalidad"—, sino cuando estemos dispuestos a servir a la comunidad y a nuestros hermanos con nuestros dones y aportaciones.

Respondida queda también, al menos en parte, la pregunta trascendental: "¿Cómo conocer la voluntad de Dios en cada una de las situaciones?" Volveremos sobre el problema en otro contexto (véase : "Virtud de la prudencia y dones del Espíritu Santo", capítulo tercero, sección primera). Dios ha asignado una tarea peculiar a cada pueblo en la historia del mundo y en la historia de la salvación; de la misma manera, Cristo nos ha escogido para constructores del nuevo cielo y de la nueva tierra, dando a cada uno una vocación especial y un cometido personal: es éste un honor sin medida. Las leyes naturales, las disposiciones legales de la autoridad legítima y el llamamiento de la hora son, ante todo, don de Dios. El cristiano no puede comprenderlas ni aceptarlas mejor que con una viva actitud de agradecimiento. Así lo expresan las geniales palabras de san Agustín : "Ama y haz lo que quieras." No son estas palabras una patente de exención para quien desea vivir sin ley. Esto es amar : corresponder amorosamente al amor del Padre, buscar en todo momento la justa respuesta a su amor, acoger todo como don y gracia del amor de Dios, vivir abiertos y preocupados de las necesidades del prójimo. Este amor luminoso, lleno de agradecimiento, participación en la fuerza penetrante y en la luz esplendorosa del amor de Dios, es la ayuda eficaz y oportuna para descubrir con seguridad el bien aun en las más confusas situaciones de la vida.

 

d) Multiplicidad de leyes y unidad de vida

Un grave peligro amenaza la vida moral del cristiano : considerar la moralidad como un conjunto de leyes incoherentes. Cuanto más crezcamos en Cristo por la fe y el amor, tanto más clara y magnífica será nuestra visión unitaria de la vida cristiana. "Vivir en Cristo", acoger agradecidos sus dones y gracias, penetrar amorosamente en los "pensamientos de su corazón" : siempre es diálogo de amor.

Ley natural y exigencias esenciales del estado de gracia, prescripciones legítimas de la autoridad humana, quehacer de cada hora y de cada situación, todo es uno en la ley eterna de lasabiduría divina. La vida y la muerte de Cristo, su obediencia y su amor hasta el sacrificio, nos lo atestiguan admirablemente : esta ley es presentada a nuestra fe por el magisterio de la Iglesia; y por el Espíritu del Señor la hará ley de vida en Cristo en nuestro propio corazón. El Espíritu Santo es, al mismo tiempo, amor y vínculo de unidad. Cuando procuramos cumplir lo que en sincera correspondencia de amor reconocemos como tarea confiada por el amor de Dios, el Espíritu dador de la "vida en Cristo Jesús" (Rom 8, 2) otorga, además, a nuestros corazones la plenitud de esta vida. Cuanto más vivamos en común unión con Cristo, tanto más lograremos en nuestra vida personal la unidad interior y exterior.

Llamados a una responsabilidad personal, debemos expresamente, conscientemente preocuparnos de realizar toda nuestra vida conforme con la gran ley del amor. Ilustremos esta realidad con algunos ejemplos :

1) El precepto de la misa dominical

Quizá alguno argumente : "La obligación de la misa dominical proviene solamente de un precepto positivo de la Iglesia; es, por consiguiente, una simple limitación jurídica externa. Cumplo este precepto oyendo misa entera siempre que no esté legítimamente dispensado por causa de enfermedad o de deberes inaplazables. Es obvio que durante la santa misa no debo ocuparme en cosas ajenas a ella. Pero el que yo rece y lo que rece no puede caer nunca bajo una ley externa de la Iglesia." Quien quiere cumplir el precepto dominical con estos sentimientos lo desgaja de sus verdaderas raíces. Su vida moral pierde en pujanza y unidad.

En la unidad, plena de vida, de la ley del espíritu de vida (Rom 8, 2), el precepto dominical tiene un alcance y un sentido mucho más vastos : Como bautizado, miembro vivo del pueblo santo de Dios, de la "estirpe real de los sacerdotes" (Ex 19, 6; Apoc 1, 6; 5, 10), debe el cristiano cifrar su gran honor y su deber más sagrado en concelebrar el sacrificio de la nueva alianza. El signo del bautismo y de la confirmación, grabado en el alma. es una invitación sin igual de Cristo, y el Precepto de la Iglesia expresa en palabras lo que el dedo de fuego del Espíritu Santo ha impreso en el alma congo título de gracia que al ágape nos convida. Lo que la Iglesia pretende es sacudir a los negligentes y asegurar el cumplimiento del precepto que el Señor le dio en orden a la común obligación de su acto de amor ("Haced esto en memoria mía"). Mi primera preocupación será, por consiguiente, que yo, como miembro vivo del pueblo de Dios, participe en el sacrificio de la Iglesia de Cristo en estado de gracia y "en espíritu y en verdad" (Ioh 4, 24). La segunda será el que yo esté allí con lozanía de corazón y haga todo lo que me sea posible por proclamar con mis oraciones y cantos mi vinculación con el pueblo de Dios. Si realizo con esta postura espiritual la celebración dominical de la solemnidad del amor, no me sentiré ya como un esclavo bajo la ley, sino como un amigo de Cristo, "bajo la gracia" (Rom 6, 14).

Si a pesar de mi buena voluntad compruebo alguna vez, después del servicio divino del domingo. que he estado muy distraído, puedo, con todo, tener la seguridad plena de que Cristo y la Iglesia me tienen en cuenta la buena voluntad. Y aun cuando quizás la distracción haya sido culpable en algo, no necesito asistir de nuevo a otra misa (dominical). Pero sí debo esforzarme en estar más atento la próxima vez.

Sería más grave si alguno participase en el santo sacrificio en estado de pecado mortal y sin ningún intento de arrepentimiento, no mostrándose intranquilo, ni preocupado por no vestir el "traje nupcial".

Quien permanece charlando delante de la iglesia durante la misa, o pierde el tiempo de cualquier otro modo, cumple tan mal el precepto de la Iglesia, como el que se queda en su casa sin razón suficiente. Pero además ha escandalizado a la comunidad religiosa. Por consiguiente, un cristiano de esta clase no sólo es como un esclavo "bajo la ley", sino que hasta exteriormente es un anárquico ; se constituye sin ley.

La madre, por el contrario, que en domingo debe permanecer en casa para cuidar a su hijo enfermo y, no obstante, con su corazón está tan unida a la comunidad que celebra el sacrificio como su hijo, no solamente no ha quebrantado ninguna ley, sino que realmente es miembro del pueblo sacerdotal de Dios y participa en los frutos del sacrificio de Cristo. Su servicio junto a la cama del enfermo pasa a ser "adoración a Dios en espíritu y en verdad", porque ella, sacrificándose según lo exige la necesidad de la hora, está con el espíritu totalmente pronto para participar en la celebración de la comunidad cristiana.

2) El precepto de la abstinencia

Es evidente que el precepto de la abstinencia no tiene un fundamento para obligar con tanta fuerza como el de oir todos los domingos la santa misa. Por esta razón un cumplimiento puramente exterior de este mandato de la Iglesia no supone un desvío tan profundo. Con todo, aun en este caso la ley del vivir en Cristo exige que el cristiano se esfuerce por penetrarse de la intención de la Iglesia. En consecuencia, cuando él se juzgue razonablemente dispensado del precepto exterior, deberá tener presente con mayor claridad todavía que él, como cristiano, ha de seguir al Señor en el camino de la cruz, y lo demostrará imponiéndose ciertos sacrificios voluntarios.

Un obrero debe llevar consigo la comida al lugar del trabajo; por este motivo se ve precisado, contra su deseo, a comer carne también en viernes, pero en compensación se priva voluntariamente del cigarrillo en este día como acto de agradecimiento a los dolores que padeció Cristo. Éste ha comprendido verdaderamente la intención de la Iglesia y se comporta según el justo medio.

Tú eres convidado a la mesa en viernes por un amigo protestante. Si la familia, sin pensarlo, sirve carne a la mesa, tú, evidentemente, deberás comerla sin escrúpulos y sin decir una palabra. Pero te abstendrás si sabes que se te sirve la carne con mala intención y con desprecio claro de tu fe.

Estás tú convidado en casa de tu hermano y su esposa se ha olvidado de que es viernes; entonces no pongas tú a nadie en confusión con tu palabra o rechazando el plato de carne.

Pero si sabes que tu hermano es poco esmerado en cumplir el precepto de la Iglesia, entonces tal vez tengas en la mano la ocasión oportuna de hacerle una advertencia fraternal por medio de una palabra bien dicha o dejando disimuladamente la carne. Pero lo más probable es que tu hermano tenga en juego otros problemas religiosos más imprescindibles y esenciales. En este caso, sería imprudente, por las circunstancias, que comenzasen tus esfuerzos para animar su fe precisamente con una amonestación sobre el precepto de la abstinencia.

De lo dicho resulta claro que nosotros nunca debemos instalarnos en un solo punto de mira, sino que debemos tener la situación compleja ante nuestros ojos. Solamente así llegaremos a coordinar el llamamiento de la hora con el precepto de la Iglesia, orientándolo todo al gran precepto del amor.

3) La situación: ¿la hora de la gracia o el riesgo de la salvación?

Decisivo para la inteligencia de la situación es la disposición de ánimo con que se aborde. Quien vive preocupado por el reino de Dios y por el mandato del amor al prójimo, interpretará mejor el signo de la hora que aquel que solamente se preocupa de su propia salvación.

Bárbara, a los 20 años de edad, deja la aldea, en que se vive profundamente el catolicismo, y obtiene un empleo en una gran ciudad. Ya desde el primer día advierte que aquellos que dirigen la empresa no respetan la fe ni la sensibilidad moral de los demás. Se da también cuenta de cómo igualmente esta gente señala y censura a un par de sencillas muchachas que no opinan como ellos. Bárbara era en su casa una cristiana valiente. ¿ Cómo debe conducirse ella en una situación tal? Rezará, pedirá consejo, según las circunstancias lo consientan, a un sacerdote o a un buen cristiano. También esta inesperada y lamentable coyuntura puede constituir para ella una tentación difícil o tal vez incluso un riesgo no pequeño para la salvación. Pero, si ella ha aprendido a ver en todo una llamada de Dios, sabrá precisamente ahora madurar en su alma una resolución más decisiva y una vigilancia mayor. Puede ser que ella reconozca que el peligro está sobre sus fuerzas. Entonces abandona el lugar de su trabajo tan pronto como le es posible, manifestando con ello ser poseedora del espíritu resuelto que corresponde a los hijos de Dios: "Buscad primero el reino de Dios" (Mt 6, 33). Quizás en este momento comience ella a comprender lo que significa el que es preferible sacarse un ojo y entrar así en el reino de los cielos, que con los dos con una buena ganancia y sin llamar la atención — correr a la perdición (Mt 5, 29ss; 18, 8).

Puede ocurrir también, sin embargo, que Bárbara no piense solamente en la propia salvación, sino que se estremezca interiormente de que las calladas y tímidas muchachas se encuentren solas, y por este motivo sean demasiado débiles para perseverar a la larga dando honor a Dios. Ella se preocupa más que hasta ahora de su simpática y desinteresada compañía. Comienza a hablar a solas con ellas, que son de buena voluntad. Pronto forma Bárbara con sus amigas el núcleo de un grupo recto. Con entusiasmo y decisión se quitan la máscara y logran que bastantes cosas vayan cambiando en la empresa. Aunque esto no sucediese al principio, sin embargo, ya es algo grande el que unas cuantas muchachas se mantengan juntas para dar gloria a Dios y trabajar por una atmósfera más sana. Un cambio profundo ha habido en sí mismas. Han llegado a ser cristianas más pujantes, han entendido lo que es el llamamiento de la hora y observan que siguiendo este llamamiento han profundizado más en el conocimiento de la ley de Cristo y de la invitación de la gracia.

Es una obligación impuesta firmemente al cristiano, la de unificar en su vivir personal la vida natural y sobrenatural dadas por Dios. Para esto es necesario que oriente su alma hacia lo recto, que se abra a las demandas del prójimo, al mismo tiempo que en su interior se dispone fervorosamente para que el Espíritu Santo encienda en su corazón el más vivo amor de Dios.