PARTE PRIMERA

LA LEY DE CRISTO

ES NUESTRA BUENA NUEVA

 

El hombre tiene absoluta necesidad de un orden moral: hoy y siempre. Y a todo hombre le faltan fuerzas para lograr la plena observancia de las leyes éticas, peso temible para la flaqueza humana.

Pero Cristo, el Señor, ha venido; ha transformado la vida y el mundo de los hombres. ¿Será el profundo sentido de su mensaje renovador capacitarnos para cumplir fiel y meticulosamente toda ley?

Es una actitud imperfecta, incluso peligrosa, vivir la vida cristiana, sobre todo y ante todo, como un deber que cumplir y ver en Cristo solamente una fuente de energía que posibilita el cumplimiento de la ley. En definitiva, continuaríamos prisioneros de nosotros mismos, "esclavos bajo la .ley", sin llegar a descubrir jamás las auténticas relaciones vitales con el Señor, sin penetrar en la anchura y largura, en la altura y profundidad del misterio de Cristo (Eph 3, 18).

Cristo es, en su amor y por medio de su misericordiosa regeneración, el camino, la verdad y la vida: Cristo es nuestra ley. Ya el piadoso orante autor del salmo 118, contemplando la ley como expresión de la alianza amorosa de Dios con su pueblo Israel, cantaba jubiloso: "Tu ley, Señor, es mi alegría" (Ps 118, 77). Con mayor razón, nosotros, cristianos, hijos de la nueva alianza, debemos ver la ley de la vida moral a la luz del amor de Cristo, como don de Dios. Porque el amor de Cristo es, en efecto, nuestra ley.

I. La puerta a la comprensión del mundo nuevo y de la ley nueva nos la abren las bienaventuranzas proclamadas en el sermón de la montaña.

II. El misterio pascual de la resurrección de Cristo confirma la ley nueva, llenándola de grandeza y alegría esperanzadoras.

III. El acontecimiento de pentecostés da a la ley nueva un ímpetu incomparable: por la acción poderosa del Espíritu Santo, queda convertida en la ley más profunda de nuestra vida. 

IV. El cristiano, por lo tanto, reconoce la primacía de la actitud religiosa sobre la exigencia moral, del don del amor sobre el precepto de amar y de este mandamiento del amor sobre todos los demás mandamientos.

V. Porque la nueva ley está escrita en nuestro espíritu, en nuestro corazón, impulsa al hombre a la total configuración en Cristo, principalmente por medio de los santos sacramentos.

VI. La nueva ley: vivir en Cristo Jesús, unifica en íntima profundidad interior todas las leyes que rigen la vida cristiana: ley natural moral, ley de gracia, leyes positivas, llamamiento de la hora o exigencias del momento.

 

I. LAS BIENAVENTURANZAS: LEY NUEVA

El sermón de la montaña, síntesis maravillosa del mensaje de Jesús, comienza con un "¡Bienaventurados!" En labios del Señor, este "¡Bienaventurados!", repetido nueve veces (Mt 5, 3-11), es revelación y llamamiento directo del misterio del amor divino que Padre e Hijo celebran eternamente en el Espíritu Santo. En Cristo quiere Dios Padre abrirnos las riquezas insondables de su amor beatificante. "¡Bienaventurados!", nueve promesas que garantizan la "nueva justicia", la "nueva ley del amor" proclamada por el Señor en el sermón de la montaña.

"No creáis que yo he venido para derogar la ley. He venido para llevarla a su plenitud" (Mt 5, 17). En el sermón de la montaña Cristo exige de sus discípulos una actitud interior pura; espera de quienes quieran seguirle una entrega completa a su persona y a su reino. Seremos sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5, 13) cuando nos hayamos entregado totalmente a Cristo. Y el Señor no deja lugar a duda: no basta escuchar la buena nueva: "Quien escucha mis palabras y no las pone en práctica es semejante al necio que edifica su casa sobre la arena. Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron sobre la casa, que cayó con gran derrumbamiento" (Mt 7, 26s). Con estas graves palabras cierra el Señor su sermón de la montaña.

La gran novedad que Dios Padre nos ofrece en este tiempo de salvación es un corazón nuevo; corazón que Él mismo nos infunde al requerirnos una actitud interior pura y un incondicional amor al prójimo. Son también buena nueva las palabras con que el Señor anuncia las más terribles catástrofes a quienes se contentan con escuchar su mensaje sin ponerlo en práctica, sin realizarlo en la propia vida: prueba de la tremenda seriedad con que apremia al hombre la buena nueva de salvación. Hemos sido llamados personalmente; tenemos empeñada nuestra responsabilidad personal desde el día en que por la fe y el bautismo la ley de las bienaventuranzas ha sido inscrita en lo vivo de nuestro corazón.

Cristo nos honra cuando, en vez de someternos como a esclavos a una ley de mínimas exigencias, nos pide una vida de gozosa alegría en el amor. Ciertamente no nos abatirán las exigencias de la ley si las vivimos a la luz del alegre mensaje del Señor expresado en su ley de las bienaventuranzas, en el don de la vida nueva.

La ley cristiana, no obstante el rigor de sus exigencias, no entraña, una disminución del alegre mensaje del amor del Padre; pertenece de suyo al júbilo de las bienaventuranzas. No son dos realidades que se excluyen mutuamente el que Dios nos haga felices con su don y exija, por otra parte, nuestra correspondencia. Cristo, entregándose al hombre, exige; pero no exige sino en cuanto se entrega. Así, su ley es siempre llamamiento personal de su amor.

¿El alegre mensaje del sermón de la montaña es válido solamente para los hombres moralmente perfectos? Con su grito de "¡Bienaventurados!", ¿se dirige el Señor únicamente a quienes, al mirar hacia atrás, pueden verificar una vida sin error ni tacha y ofrecer al Señor gavillas doradas, abundantes en buen grano? Cierto, Cristo espera de todos nosotros frutos "exuberantes de verdadera justicia y santidad". No lograremos la bienaventuranza de Dios ni contemplarle cara a cara mientras no seamos perfectos. Y, sin embargo, las palabras pronunciadas por Jesús en el monte son definitivas: serán bienaventurados los tristes y afligidos, los hambrientos y sedientos, los pequeños y pobres de la tierra que están ante su puerta... y llaman.

"Bienaventurados los pobres de espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3). Nada tenemos de nosotros mismos; nada podemos ofrecer al Señor antes de que Él, misericordiosamente, nos haya enriquecido con sus dones. Por eso es condición suya que nos hagamos semejantes a los niños (Mt 18, 3) y, agradecidos como los niños, reconozcamos: no somos nada, no tenemos nada; pero todo lo que necesitamos lo recibiremos de la inagotable bondad de Dios. "Te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios e inteligentes y las has revelado a los pequeños. Así, Padre, porque lo has querido" (Mt 11, 25s). A estas palabras Jesucristo añade inmediatamente la invitación a los pobres de espíritu: "Venid a mí todos los que estáis cansados y abrumados; yo os aliviaré" (Mt 11, 28). Cuando hayamos acogido en nuestro corazón con espíritu y sencillez de niños ese confortante "¡Bienaventurados!", experimentaremos también nosotros que: "El yugo del Señor es suave y su carga ligera" (Mt 11, 30).

"Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados" (Mt 5, 14). La bienaventuranza del Señor se dirige a todos aquellos que están "fatigados y agobiados" (Mt 11, 28), especialmente por el peso de la culpa. Cuanto más humildemente lloremos la bajeza de nuestro estado de pecadores, tanto más nos consolarán las palabras del Señor: "¡Bienaventurados los que lloran!" Quien, recordando el cariño de la casa paterna, se levanta de la culpa y emprende el camino del retorno, tal vez se presentará con las manos totalmente vacías. No tema. Oirá la voz del Padre: "Yo mismo soy tu consolador... Bien pronto será liberado el cautivo; no morirá en su mazmorra..." (Is 51, 12.14). La dulce experiencia del consuelo y de la alegría de la salvación, ya en esta vida, corresponde al empeño con que, impulsados por la gracia del Señor y conmovidos por una tristeza saludable, rompemos las ataduras del pecado. Consuelo y alegría que nos llegan del corazón de Dios, nuestro Padre.

En las restantes bienaventuranzas sigue enseñándonos el Señor qué espera de cada uno de nosotros si nos decidimos a permanecer en su amor y gozo. Seguirle con "corazón limpio" es condición indispensable para conocerle, siempre de alegría en alegría, hasta llegar a contemplarlo cara a cara un día en el esplendor de su gloria (Mt 5, 8). Y, puesto que vivimos solamente por gracia de la bondad y misericordia de Dios, debemos ser "bondadosos y misericordiosos" para colaborar en la edificación de un mundo nuevo ("poseer la tierra", Mt 5, 5) y conseguir misericordia (Mt 5, 7). Si apreciamos el nombre glorioso de "hijos de Dios", seamos "heraldos de paz" (Mt 5, 9) para todos los hombres, nuestros hermanos. Santificados por la gracia del Señor, hemos de tener un celo ardiente ("hambre y sed") por la justicia de Dios para quedar saciados (Mt 5, 6) en la fuente de la salvación.

"Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 10). Si sufrimos por amor del Señor y con el Señor persecuciones y calumnias, dispuestos a soportarlo todo por su causa, viviremos en la alegre esperanza de una rica recompensa (Mt 5, 11); solamente acompañando al Señor en su camino de cruz y pasión podremos celebrar gozosos la fiesta de la resurrección.

 

II. LA LEY DE CRISTO A LA LUZ DEL MISTERIO PASCUAL

Antes de que el Señor anunciase a Pedro, Juan y Santiago su pasión y les permitiera convivir su amarga soledad de Getsemaní, les manifestó la magnificencia de su gloria. A la primera predicción de su subida a Jerusalén para padecer (Mt 16, 21), había precedido la confesión de Pedro, sugestionado por la persona y milagros del Maestro: "¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!" (Mt 16, 16). El segundo anuncio de la pasión (Mt 17, 22) está dominado igualmente por las impresiones de la transfiguración en el Tabor (Mt 17, 1-9 y paralelos). La invitación de Jesús a seguirle, incluso en el camino del dolor, podrá ser respondida cuando firmemente creamos y aceptemos el misterio de la resurrección y glorificación de Cristo. La vida cristiana tiene su fuente de alegría, su libertad y su grandeza en el misterio de la pascua del Señor, en la glorificación del Crucificado.

Cristo, inminente el momento de la suprema inmolación al Padre, levanta los ojos al cielo: "Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique. Yo te he glorificado sobre la tierra llevando a cabo la obra que me confiaste. Ahora, Padre, glorifícame con la gloria que contigo tuve antes de que el mundo existiese" (Ioh 17, 1. 4s). En el cuerpo de Jesús, quebrantado, derramando sangre, se revela visiblemente el misterio del amor del Padre hacia los hombres. El Hijo hecho hombre ofrece al Padre un digno sacrificio de amor y de obediencia. El Padre lo acepta. Y para confirmar su plena aceptación glorifica a su Hijo con la resurrección y exaltación a la derecha de su trono. Pasión y resurrección del Señor Jesús son un todo inseparable. Por eso antes de su partida descubre Jesús a sus discípulos el profundo sentido de su pasión: "Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre será glorificado. En verdad, en verdad os digo: Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, permanece solo, sin fruto. Pero si muere dará fruto abundante" (Ioh 12, 23s). Jesús mira con terror su muerte expiatoria: "Ahora mi alma se siente turbada. ¿Qué diré?: ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero... precisamente vine para esta hora. Padre glorifica tu nombre. Resonó entonces una voz del cielo: "Le he glorificado y de nuevo le glorificaré" (Ioh 12. 27s). Cristo no busca, su propia gloria (Ioh 8, 50), sino solamente la gloria de quien le envió (Ioh 7, 18). Y el Padre, por su parte, glorifica al Hijo, que se le ha entregado hasta la muerte de cruz.

Nuestro divino Maestro sitúa con vigor la vida de su discípulo ante esta dura perspectiva: "El que ama su vida la pierde; el que aborrece su vida en este mundo la guardará para la vida eterna. Si alguno quiere servirme, sígame. Y donde yo esté, estará mi servidor; al que me sirve, mi Padre le honrará",(Ioh 12, 25s). A la luz del misterio pascual entrevemos el honor reservado por el Padre a los seguidores de su Hijo, Jesucristo. Entendámonos: No se trata de soportar primero penosamente la prueba de la mortificación y del sufrimiento y después, como feliz conclusión, recibir la recompensa de la filiación divina: la vida cristiana es, en verdad, pasión y muerte. Pero desde su primer momento se realiza en el glorioso esplendor del amor del Padre, a la luz de la resurrección de Cristo, por el don del Espíritu del Señor, en la firme esperanza de su venida: en poder y majestad.

Toda gracia es fruto de la muerte en cruz de Cristo y nos recuerda que hemos sido rescatados a gran precio (1 Cor 6, 20; 1 Petr 1, 18s). Toda gracia nos manifiesta el amor de Cristo hasta la muerte, nos mueve a la gratitud y nos señala el camino: imitación de Cristo crucificado. Y toda gracia es igualmente rayo esplendoroso de la gloria del Resucitado y garantía de nuestra propia resurrección. El misterio pascual confirma así la buena nueva de la vida cristiana anunciada por el Señor desde el monte de las bienaventuranzas.

 

III. LA NUEVA LEY, DON DEL ESPÍRITU DEL SEÑOR

Cristo, en quien se manifiesta el amor de Dios trino, nos ha revelado el alegre mensaje de una vida al servicio de su persona y de su reino. En su cruz y resurrección nos hace patentes la grandeza y magnificencia de su amor y la dignidad de su imitación. Dándonos el Espíritu Santo, convirtió estos acontecimientos de salvación en la ley más profunda de nuestra vida cristiana.

Cristo resucitado, glorioso, envía su Espíritu santificador; su Espíritu es nuestra nueva vida, arras de nuestra gloria futura, pues Cristo recorrió por nosotros el camino que va desde su pasión hasta su ascensión para sentarse en el trono magnífico de su gloria. A la conexión de tales sagrados misterios alude reiteradamente la Escritura.

Celebrándose la festividad de los Tabernáculos -y con ella el recuerdo del milagro realizado por Moisés cuando en pleno desierto hizo brotar de la roca una fuente de agua fresca-, Jesús "estaba allí y lanzó a plena voz: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba quien cree en mí. Según la palabra de la Escritura: Ríos de agua viva brotarán de su corazón»" (Ioh 7, 27s). Explica el evangelista: "Jesús se refería al Espíritu que recibirían los creyentes en Él; pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado" (Ioh 7, 39s). La roca es Cristo; de su corazón manan ríos de salvación, generosamente comunicados por el Espíritu, amor de Padre e Hijo. Para hacernos partícipes en la celebración de la gloria de este amor Cristo debió volver al Padre: "Es mejor que me vaya; si no me voy, no vendrá a vosotros el Consolador. Pero si me voy, os lo enviaré... Él me glorificará, pues tomará de mi bien para hacerlo vuestro" (Ioh 16, 7-14).

El Espíritu Santo actúa en el "hondón de nuestra alma". Pero también "renovará la faz de la tierra" (Ps 103, 30). Nuestra correspondencia a la obra del Espíritu Santo en nuestro corazón y la prontitud a colaborar con Él en la renovación del mundo realizan nuestra unión a Cristo. El Espíritu Santo produce en nosotros "caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, continencia` (Gal 5, 22).

El cristiano deseoso de cumplir su misión en un mundo nuevo, fundamentalmente renovado por la muerte y resurrección de Cristo, ha de mantenerse en tensa vigilancia para no contagiarse del "espíritu de este mundo". A los deseos y exigencias del hombre viejo, egoísta, independiente, debe enfrentar la abnegación de sí mismo. "Quien quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24; Lc 9, 23). El cristiano ha recibido el Espíritu Santo como don de Cristo resucitado; encerrarse en una autodefensa sin alegría, consumirse en una lucha cerrada sobre sí mismo es un contrasentido, no le es lícito. En la vida del cristiano deben resplandecer con toda su magnificencia las bienaventuranzas proclamadas en el sermón de la montaña, la alegría de la fe en Cristo resucitado, la paz del Espíritu del Señor. Es la actitud cristiana. Así renovaremos la "faz de la tierra", de esta tierra que Dios nos ha dado en el día de la creación.

En las palabras de despedida antes de su pasión, hizo Jesús a sus discípulos una promesa totalmente incomprensible: "En verdad os digo, quien cree en mí hará las obras que yo mismo hago, e incluso mayores, porque yo voy al Padre" (Ioh 14, 12). Durante su vida terrena, el Hijo de Dios tomó la forma de esclavo (Phil 2, 7). Vino "para servir y dar su vida por la redención de muchos" (Mt 20, 28), y abrazó voluntariamente la pasión y la ignominia de la cruz; sólo con la resurrección y ascensión a los cielos entra victorioso en su gloria. El Espíritu Santo, don de Cristo resucitado, quiere llevar a cabo durante este tiempo entre el primer pentecostés y la vuelta del Señor algo todavía más grande contando con nosotros, cristianos: renovar y llevar a su plenitud el mundo nuevo.

¡ Sin Cristo no podemos hacer nada! (Ioh 15, 5). Conscientes de nuestra impotencia, abramos el corazón a Dios Padre en una plegaria humilde hecha "en nombre de Cristo". Entonces Él nos concederá todo "para que el Padre sea glorificado en el Hijo" (Ioh 14, 13). En la confianza filial de que Padre e Hijo nos envían el Espíritu de verdad para permanecer siempre en nosotros, la magnitud de la exigencia de la ley no nos aterra: " Si me amáis, guardad mis mandamientos" (Ioh 14, 15-17). Los mandamientos de Dios son gracia: exigen una respuesta amorosa: "Quien recibe mis preceptos y los guarda, me ama; el que me ama será amado de mi Padre; también yo le amaré y me manifestaré a él" (Ioh 14, 21).

La vida del cristiano no se mantiene firme y pujante sólo por la promesa de un mañana feliz. Las bienaventuranzas de la montaña la fundamentan desde ahora; anclada en el esplendor de la resurrección, la vida cristiana es, hoy, fruto del Espíritu Santo otorgado por Cristo resucitado a los suyos. Así la tarea confiada al hombre redimido -tarea que dona y exige amor- recibe un valor e importancia inigualables. No existen ley ni doctrina moral comparables a esta íntima vivencia de la que Pablo se ha hecho portavoz; "el amor de Cristo nos urge" (2 Cor 5, 14).

 

IV. PRIMACÍA DEL AMOR SOBRE LA LEY

El "¡Bienaventurados!" tan pródigamente repetido, el aleluya del mensaje pascual, la alegría en el Espíritu Santo culminan en el primer precepto del Señor: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu espíritu" (Mt 22, 37 y paralelos; cf. Deut 6, 5). Podemos amar a Dios "porque Él nos ha amado primero" (1 Ioh 4, 10); porque su amor "ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5, 5). El más alto mandamiento es, por tanto, un "¡Bienaventurados!" nacido del corazón del Padre, un mandamiento que nos colma de felicidad: "Alegraos siempre en el Señor; os lo repito: Alegraos" (Phil 4, 4).

Dios nos ama. Tanto, que sólo codicia nuestra respuesta de amor. Dios Padre quiere nuestro amor: en toda nuestra actividad cotidiana, en toda oportunidad. Los mandamientos no son sino expresión del amor del Padre invitándonos, e incluso mandándonos, amarle, corresponderle en el amor. Todo debemos ofrecérselo en agradecido homenaje de amor, ennoblecido por la intimidad de nuestro diálogo en el amor, divina resonancia del amor de Padre e Hijo: sea testimoniando en nuestro ambiente social con la propia vida el gran precepto del amor, sea colaborando directamente en la propagación del reino de los cielos. "El mismo Padre os ama porque me habéis amado y creído que yo he salido del Padre" (Ioh 16, 27).

El amor con que Padre e Hijo nos aman, y con el que debemos corresponder, no es solamente el centro y la meta de todos los mandamientos y de toda nuestra vida moral; Cristo, al revelarnos el gran misterio de su amor, nos ha dicho claramente que nuestro quehacer es un quehacer de amor, un quehacer del Espíritu Santo. "De ahora en adelante no os llamaré siervos, porque el siervo ignora lo que hace su Señor; os llamo amigos, pues todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Ioh 15, 15). Y de este misterio del corazón de Dios, revelado por Cristo a sus amigos, se nutren no solamente nuestra fe y nuestra plegaria; también nuestra conducta moral, nuestra responsabilidad ante los hombres y ante las leyes humanas han de ser realizadas y logradas a la luz de este venturoso misterio de salvación.

La primacía del amor se concreta en todas las verdades de nuestra fe que nos hablan de la gracia como misteriosa participación en la vida trinitaria; de modo particular en las virtudes teologales, diálogo confiado donde Dios se revela y entrega, y en los santos sacramentos, signos eficaces del amor de Cristo. La primacía de la gracia de Dios sobre la acción del hombre caracteriza y dignifica la vida cristiana con todas sus aspiraciones religiosas y morales. No recibimos la gracia del Señor como una ayuda accesoria al fallar nuestras débiles fuerzas humanas. El primado de la gracia de Dios significa en nuestra vida mucho más: por encima de todo nuestro esfuerzo y actividad, el misterio inefable de la condescendencia y amor de Dios Padre aceptándonos en su Hijo Jesucristo y elevándonos, sin mérito alguno de nuestra parte, a la celebración de su amor. Todo nuestro esfuerzo moral debe expresar esta gran realidad: vivimos en la gracia del Padre y somos santificados por su amor.

San Pedro, poniendo en guardia a los cristianos contra los falsos doctores, motiva sus exhortaciones y preceptos morales en dos realidades religiosas del plan de la salvación: la participación en la naturaleza divina por la gracia y la esperanza del glorioso retorno de Cristo.

"El divino poderío del Señor nos ha otorgado todo lo referente a la vida y a la piedad, dándonos a conocer a quien nos llamó a su propia gloria y poder; así, nos hizo merced de las preciosas y más grandes promesas para hacernos partícipes de la divina naturaleza: huid, pues, de la corrupción que reina en el mundo, de la concupiscencia" (2 Petr 1, 3s). Por esta misma liberalidad de Dios -continúa el Apóstol-, poned sumo empeño en mostrar por vuestra fe energía moral, en la energía moral conocimiento, en el conocimiento templanza, en la templanza constancia, en la constancia piedad, en la piedad amor fraterno, y en el amor fraterno caridad" (2 Petr 1, 5-7). ¿ Se podía afirmar más claramente que la omnipotente acción de la gracia divina precede y dirige todo esfuerzo ético del cristiano desde su misma raíz y fundamento?

Cuando vivimos la alegre realidad de la gracia, nuestra vida se orienta hacia el continuo crecimiento en la fe y en la caridad, esperando confiadamente la plena revelación del amor de Dios. El Príncipe de los Apóstoles continúa: "En efecto, si tales cosas tenéis y van en aumento no os quedaréis inactivos ni sin fruto en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo" (2 Petr 1, 8). "Testigos oculares de la gloriosa manifestación" de Cristo (2 Petr 1, 16), los apóstoles anuncian "el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo" (2 Petr 1, 16). Este mensaje de la gloria de Dios, ya hecha constar, y de su manifestación definitiva "es como una lámpara que brilla en la oscuridad hasta que comience el día y se levante en nuestros corazones el lucero de la mañana" (2 Petr 1, 19).

Una de las raíces de la desorientación moral está en el apego a lo caduco y transitorio, en la atrayente fascinación de las cosas de este mundo, que inutilizan toda llamada y amonestación moral. No es posible ser luz de la tierra y sal del mundo sino cuando nuestra fe sea barrunto de lo nuevo que el Padre ha realizado en nosotros y de nuestro grandioso porvenir, garantizados por la resurrección de Cristo y por el don de la gracia infundida en nuestros corazones: "Puesto que todo lo mundano debe disolverse, debéis preocuparos de mantener una conducta santa y piadosa, esperando y deseando la llegada del día de Dios... Pues esperamos, según su promesa, un cielo nuevo y una tierra nueva donde tendrá su morada la justicia (2 Petr 3, 11ss). En esta grandiosa visión de los acontecimientos de la historia de la salvación usa el Apóstol palabras gravísimas al referirse a quienes, "después de haber sido librados de las corruptelas del mundo por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, de nuevo se enredan en ellas y son vencidos" (2 Petr 2, 20) Sin embargo, la gravedad de estas advertencias deriva igualmente de la buena nueva de la salvación ya iniciada y en marcha.

Incluso la revelación del infierno refuerza la fe en el amor sólo en el sentido -suficientemente expresivo por su parte- de ser gracia de Dios Padre, que oportunamente nos avisa para que no caigamos en él. El infierno es una concluyente demostración de la seriedad con que Dios nos ama. Nuestro sí alcanzará en el cielo su plenitud; nuestro definitivo no al amor de Dios se petrificará en la glacial soledad del infierno. El infierno no es solamente motivo de temor saludable; es, además, persuasivo pregón de la grandiosa majestad del amor divino; signo elocuente, revelador de que en nuestra vida moral está en juego toda nuestra existencia humana y cristiana: nuestra amistad o enemistad con Dios, Creador y Padre.

Amenaza y angustia no constituyen, empero, la tónica fundamental de la vida cristiana: la victoria de Cristo, la comunidad de salvación de los cristianos en Él, es la bandera y enseña de la auténtica vida cristiana. "Hijos de la luz", "bienaventurados", llenos de valor y empuje, no tememos los más tremendos peligros en nuestra lucha contra el mal. Cuanto más nos hayamos compenetrado con el mensaje de la salvación, sostenidos por el optimismo de Cristo resucitado, tanto más resueltamente lucharemos contra los enemigos del reino de Dios.

La primacía de la gracia sobre los preceptos morales no significa relajación de las exigencias de la ley; por el don. del amor, esas exigencias se traducen en términos de alegría y felicidad.

El hecho de haber sido confortados con la gracia y las promesas de la gloria -fijas nuestras miradas en la meta, esperando de Cristo la plenitud de los cielos nuevos y de la tierra nueva- rompe el apego a la figura de este mundo, al mismo tiempo que nos alienta en la carrera emprendida por la causa de Dios, por la edificación del mundo nuevo que ya hemos comenzado.

Primacía del amor sobre la ley significa reconocimiento del liberador señorío de Dios. Todo esfuerzo moral, todo intento de mejorar el mundo están abocados al fracaso si colocamos en el proscenio de la conciencia la licitud y la obligatoriedad. La fuerza de la gracia hará maravillas en nosotros y por nosotros tanto más espléndidamente cuanto más intensamente nos pleguemos, libre, humilde y amorosamente, a la iniciativa de Dios Padre, que en Jesucristo nos regala y nos pide su amor. "Sí, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias soportadas por Cristo: porque cuando soy débil entonces soy fuerte" (2 Cor 12, 10).