BERNHARD HÄRING

 

CRISTIANO

EN UN MUNDO NUEVO

 

PRÓLOGO A LA EDICN ESPAÑOLA

 

Una moral eterna en un mundo nuevo. Parecerá paradoja y, sin embargo, es realidad viviente. La perenne del Evangelio. La que hizo florecer sobre el mundo pagano la savia renovadora de las bienaventuranzas. La que ha atravesado la historia sin cambiar su contenido y ha entregado a cada época la eterna juventud de la buena nueva. La que hoy se enfrenta a un mundo que nace para entregarle el testimonio de que Cristo es de ayer, de hoy y de todos los siglos.

Esto es lo que el padre Bernhard Háring ha querido ofrecernos en este libro, brotado no sólo de su honda ciencia teológica, sino sobre todo de su rico corazón de apóstol.

Se pone con ello en la auténtica linea de la tradición redentorista -su congregación religiosa-, donde la figura de san Alfonso de Ligorio señala no sólo al gran moralista y doctor de la Iglesia, sino también al gran misionero de su época.

El padre Háring ocupa un puesto destacado en la gran renovación teológica de nuestro tiempo. Él ha querido -y de ello este libro es elocuente testimonio- presentarnos una teología moral de sólido fundamento bíblico. Darnos una visión positiva de los mandamientos, expresión clara de la ley de Cristo. Hacernos sentir la precedencia del precepto del amor sobre cualquier otro precepto. Conducirnos hacia la "perfecta ley de libertad" (Iac 1, 25), que se logra en la medida en que nos adherimos a la ley de gracia y de amor escrita en lo más hondo de nuestra existencia y renovada en el Evangelio.

Esta obra el autor la dedica preferentemente al laicado. Sabe que, en este mundo nuevo que emerge, los seglares tienen una misión definitiva e insustituible. Que, frente a un mundo que llega a su edad adulta, se necesita un cristianismo adulto. Y que uno de los signos de ese crecimiento es la promoción de los seglares en la vida apostólica de la Iglesia.

Bello libro que ilustra y que orienta; y que nos hace gustar ese gaudium de veritate -el gozo de la verdad- de que habla san Agustín. Pero, sobre todo, libro que acerca a Dios.

La teología, para que merezca llamarse tal, debe enseñar a Dios y conducirnos a Él. Es lo que el autor ciertamente se ha propuesto y logrado. De ahí que su título compendie su contenido: Cristiano en un mundo nuevo.

Auguramos que esta edición en lengua española sea para el laicado, al cual primordialmente se destina, y para todos el índice que les señala las grandes rutas misioneras que deben recorrer.

 + Manuel Larraín
Obispo de Talea
Presidente del CELAM


 

INTRODUCCIÓN

 

Vivimos en un mundo nuevo. Esta afirmación -y con ella el título de nuestro libro- se presta a varios significados.

"Vivir en un mundo nuevo" suena sin duda a los oídos del hombre de nuestro tiempo a toque de alerta que le invita a pensar en la rápida evolución del mundo que le rodea. La segunda revolución industrial, consecuencia de la automatización; la desintegración del átomo y el dominio de su energía; la conquista del espacio, anunciada por los primeros lanzamientos de satélites artificiales, son síntomas evidentes de un mundo nuevo. Un mundo próximo a nosotros, un mundo que ya ha comenzado.

El cristiano que vive en este mundo nuevo no puede desinteresarse de él abandonándolo a su suerte. En el momento de la creación Dios habló así a los hombres: "¡Someted la tierra!" (Gen 1, 28). El mandato del Señor conserva hoy -quizá hoy más que nunca- toda su firmeza y actualidad. El mundo es de Dios. Y sobre este mundo fue levantado el Hijo de Dios como señal de redención (Ioh 12, 32); desde entonces pesa sobre el cristiano la tarea de configurar, con el don, y la fortaleza del Espíritu Santo, una vida pública y privada de acuerdo con su fe.

El cristiano, como Cristo Jesús, su Señor y Maestro, no es de este mundo (Ioh 17, 14); debe, sin embargo, por su lucha decidida contra el maligno, "acreditarse de sal de la tierra y luz del mundo" (Mt 5, 13s). El cristiano debe anunciar a los hombres, sus hermanos, la gesta de quien nos llama de las tinieblas del pecado a la luz admirable (1 Petr 2, 9) de su verdad y de su amor.

Sería funesto que el cristiano, preocupado exclusivamente del problema de su salvación personal, sucumbiera a la tentación de abandonar al poder del enemigo este mundo nuevo lleno de arriesgadas posibilidades, de tensiones violentas y de peligrosos contrastes. Un enfermizo apego a formas vacías equivale a la muerte; en la hora crítica de nuestro mundo solamente lo enraizado profundamente, rico en vigor vital, puede sobrevivir a las sacudidas de estos tiempos de inesperadas transformaciones. El cristiano no se aferra a sistemas sociales precarios, como tampoco refrenda incondicionalmente lo nuevo por el hecho de ser nuevo.

Cristiano en un mundo nuevo. A la luz de la fe descubrimos en este hecho una segunda dimensión más valiosa: un mundo verdaderamente nuevo que, inaugurado con la encarnación del Hijo de Dios, es ya realidad comenzada en la Iglesia y en el corazón de cada uno de los cristianos, en espera de la manifestación, al fin de los tiempos, de "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Apoc 21, 1). El hecho de ser ciudadano en este inundo nuevo -cuya ley fundamental es la cruz, cuyo triunfo se manifestó en la resurrección del Señor- da al cristiano confianza y alegría: el mensaje llegado a nuestros oídos es una gozosa buena nueva. Vivir la novedad de este alegre mensaje es tan necesario al hombre moderno de occidente como lo era a los primeros cristianos, como lo es a los neófitos en tierras de misión.

¿Cómo modelar nuestra vida cristiana en este mundo nuevo? ¿Dónde encontraremos la fuerza necesaria para este quehacer?

En el reducido espacio de estas páginas, no podemos abordar, uno a uno, los múltiples problemas que surgen ante el hombre moderno para buscarles una solución. Preferimos esbozar para los cristianos de nuestros días, que han de vivir en este mundo nuevo, el amplio panorama de la riqueza de nuestra fe, de la belleza y del valor de la vida cristiana, de la plenitud confortante de la gracia de Dios. Esta visión de conjunto de la vida cristiana pondrá en evidencia de manera espontánea y natural los principios fundamentales de la conducta moral y las orientaciones concretas en los problemas particulares más importantes.

Una exposición de la moral cristiana presentada a cristianos adultos o, al menos, aspirante a serlo, no puede limitarse a interpretar los signos del tiempo y señalar los correspondientes deberes personales. Condición indispensable para una vida cristiana vigorosa, fiel a la tarea de ser luz del mundo (Mt 5, 14) es la fe en la altura y profundidad del amor de Cristo que supera todo amor (cf. Eph 3, 18s). Solamente sobre el fundamento de la buena nueva, del evangelio, revelan los deberes y mandamientos su íntima belleza y su verdadero sentido.

Dios nos ha dado su ley. Lo cual no quiere decir que nos haya reducido a la triste situación de esclavos vinculados por un sinfín de preceptos. Dios, al crearnos a su imagen y semejanza (Gen 1, 26s), nos ha llamado a cada uno personalmente dándonos un nombre. En el santo bautismo nos impone el nombre de hijos para que podamos invocarle con toda confianza "Abba!, ¡Padre!" (Rom 8, 15). "Ved el inmenso amor que el Padre nos ha demostrado para que seamos llamados hijos de Dios, como en verdad lo somos. Por eso el mundo no nos conoce" (1 Ioh 3, 1).

 

La vida cristiana se realizará en este mundo nuevo en la medida en que se nutra de la palabra de Dios. Esta vida cristiana es, ante todo, una respuesta amorosa: "Habla, Señor: tu siervo escucha" (1 Reg 3, 9); así responderá el cristiano, con presteza y agradecimiento, cuando comience a percatarse de que la ley de Cristo (Gal 6, 2) es el alegre mensaje del amor (parte primera: La ley de Cristo es nuestra buena nueva).

Si el cristiano acepta de buen grado la palabra de Dios, comprendiendo la propia existencia como don de la generosidad del Señor y entregándose sin reserva a la inspiración de la gracia, logra la feliz experiencia de la gozosa libertad: de los hijos de Dios (parte segunda: La libertad de los hijos de Dios).

Dios habla al corazón del hombre. En nuestro diálogo con Él importa ante todo un corazón puro, es decir: una conciencia limpia, sentimientos de amor genuino y rectas intenciones (parte tercera: Dios y el corazón del hombre).

Dios quiere nuestro corazón: "Dame, hijo mío, tu corazón" (Prov 23, 26). Si comprendiendo con fe y amor los "pensamientos de su corazón" reconocemos y aceptamos la revelación de su verdad, sus promesas, sus enseñanzas e invitaciones como expresión de su amor, nuestra respuesta será, sin duda, una respuesta del corazón. La exposición de las virtudes teologales -fe, esperanza, caridad- nos mostrará cómo la vida cristiana no es, en definitiva, sino un diálogo de corazón a corazón (parte cuarta: De corazón a corazón).

La virtud de la religión nos presenta la comunidad cristiana y al individuo en humilde adoración ante Dios, revelador de su propia gloria y santificador. En la solemnidad de la misa, en los santos sacramentos, en toda plegaria sincera nos sentimos llamados por nuestro nombre por Dios Padre y personalmente respondemos con nuestra fe, esperanza, caridad y adoración (parte quinta: Amor en adoración).

 Las virtudes morales -veracidad y fidelidad, respeto al honor propio y al del prójimo, justicia, continencia y templanza, fortaleza y paciencia-, en cuanto frutos del único e indiviso amor a Dios y a los hombres, injertan toda la actividad del cristiano en la expresión adorante de fe, de esperanza y de caridad, colaborando así a la madurez de una vida configurada por la fe (parte sexta: Las virtudes en el reino del amor).

¿Cómo logrará el pecador esta cordial adhesión a la magnánima voluntad de Dios? ¿Cómo alcanzaremos la feliz libertad de hijos, el íntimo contento en la ley divina, la pureza de corazón, el diálogo amoroso con Dios? La respuesta nos llega con el alegre anuncio de la conversión y del continuo progreso en el amor (parte séptima: Amor y conversión).

 

En la presentación y desarrollo de nuestras ideas queremos abrirnos continuamente a la palabra de Dios revelada en la Sagrada Escritura. "Señor, ¿a quién iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna" (Ioh 6, 69).