APORTACIÓN BÍBLICA
por ÁNGEL GONZÁLEZ NÚÑEZ
EL TEMA
Sobre la vida y la muerte atesora la Biblia variadas y hondas
experiencias. El tema presenta desafíos, primeramente, por su
extensión. Es uno de sus grandes temas, en los libros narrativos, que,
en sus relatos de tipo biográfico y en las grandes versiones de la
historia humana, nos hace ver sus aspectos más fácticos y externos;
en los libros poéticos y sapienciales, que nos revelan el lado
emocional y el reflexivo; y en los libros visionarios, proféticos y
escatológicos, que orientan la atención a más allá del espacio y del
tiempo. El tema conduce al lector desde la creación hasta la
apocalipsis, de la protología a la escatología. El nuevo testamento gira
enteramente en torno a la resurrección, la victoria definitiva de la vida
sobre la muerte.
Pero, si uno se ve desbordado por la amplitud de los materiales, se
sentirá quizá desconcertado por el modo del tratamiento. Vida y
muerte aparecen enfocados en diversos sentidos o en niveles
diversos. Es la suerte natural del ser viviente, del nacer al morir; es la
realización moral de la persona, que cumple o no con lo que el ideal
humano espera de ella; es el destino y la suerte eterna, de salvación
o de condenación. Esos planos se relacionan de diversas maneras en
los textos: se diferencian o se confunden, colisionan o se armonizan.
A nosotros nos es imprescindible desdoblar los niveles, deslindar
los sentidos, si realmente queremos saber en dónde estamos y qué
valor tiene en cada caso el lenguaje. Establecer un poco de orden en
el maremagnum de los textos es, pues, la operación metódica primera,
contando con que, en muchos casos, los sentidos se imbrican de
modo inseparable, y sin la pretensión de aprehender todas las
ramificaciones de un texto. Distinguiremos, por lo tanto, la vida y
muerte natural, la moral y la escatológica, y las trataremos por
separado. No es nuestra intención afirmar dogmas, sino comentar
experiencias de la vida y de la muerte.
Otros factores de complejidad son todavía la evolución de los
conceptos y los géneros literarios. En los largos siglos que cubre la
literatura de la Biblia hay crecimiento de experiencias y variación de
puntos de vista, cambio de formulaciones y de acentos y
desplazamiento de ideas y creencias. Eso afecta considerablemente al
tratamiento de nuestro tema. Los varios géneros literarios de los
textos presentan diversos talantes, estilos e intenciones: el talante
informativo y el comunitario, el prescriptivo y el didáctico, el
proclamativo y el profético.
Pero la segunda operación, después de diversificar, será volver a
integrar los planos y los sentidos, para así conseguir al fin, la imagen
bíblica de la muerte y la vida. Por lo demás, en la experiencia del
hombre y en su ser, esos niveles se encuentran integrados: el hombre
es un ser natural, moral y abierto al infinito.
En cada uno de los niveles tendremos que preguntarnos qué son
allí la vida y la muerte y cómo se compaginan la una con la otra. En
cada paso dado debemos comprobar cómo se armonizan los diversos
niveles y cómo repercuten los unos en los otros.
Habrá algunos que digan que el tema es muy sencillo: la muerte
como problema tiene la resurrección como respuesta. Pero esa tan
simple sencillez es engañosa: requiere muchos supuestos y sólo es
válida para algunos. Y aun para los que vale, es una respuesta
compleja y misteriosa. Porque ¿qué es la resurrección? El lenguaje
sobre la muerte y la vida, a veces, en lugar de expresar, parece que
oculta. Lo cual se debe seguramente al desafío que esas realidades
plantean al lenguaje. Aun en los planos más sencillos queda algo que
el lenguaje no puede aprehender.
El título de nuestro tema podría concentrarnos en el acto mismo de
vivir el morir. Pero, realmente, la Biblia no abunda en contar agonías.
De lo que verdaderamente se interesa es de la vida y la muerte como
realidades sustantivas, duraderas. Así, la muerte comprende el morir,
a la vez que la condición natural de la persona, su opción moral y su
destino escatológico. La muerte es un componente de la vida, que
debe contar con ella y vivirla como una más de sus muchas vivencias.
Pero ¿cómo vivir una experiencia que es justamente lo opuesto de la
vida? ¿Puede, a su vez, la vida penetrar en los cerrados dominios de
la muerte?
VIDA Y MUERTE NATURALES
Qué es la muerte
En lugar de ofrecernos una explicación teórica del hecho, la Biblia
nos sitúa en presencia del muerto: dejó de respirar; Dios retiró su
aliento y dejó de vivir. La muerte es el cese de la vida natural de la
persona, el final de su existencia. La vida termina en ella, le cede el
puesto, y su implacable contrario la suplanta.
El nacer y el morir son las fronteras de la vida, una al principio y
otra al fin (Ecl 3, 2). La vida se define como la aventura que corre
entre los dos hechos, dos actos esenciales de su definición, como lo
son comprensiblemente los lindes de cada cosa. Se dice que «el amor
es más fuerte que la muerte» (/Ct/08/06), seguramente porque el
amor es la vida en plenitud y la muerte su vaciamiento.
Entre las dos es la primera la que tiene la primacía.
El que muere es el hombre, definido de muchas maneras por las
muchas antropologías. En contraste con la definición platónica del
hombre, que le ve como un espíritu encarnado, la Biblia lo conoce
como un cuerpo animado. Sus actividades espirituales emanan del
cuerpo mismo. Con el cese de la animación muere el todo. No hay
nada en él que pueda eludir la muerte, ni el cuerpo ni ese aliento
impersonal que es espíritu. El hombre es todo cuerpo y todo espíritu,
y la muerte lo alcanza todo, acabando con la persona.
El árbol tiene una esperanza:
aunque lo corten vuelve a brotar
y sigue echando renuevos...
Pero muere el hombre y queda inerte,
¿a dónde va cuando expira? (Job 14, 7.10)
¿Qué sucede cuando uno muere? Nadie tiene experiencia directa,
hasta que él mismo llega a ese momento; y entonces pocos habrá que
lo entiendan, lo vivan conscientemente, y, en todo caso, no le será
fácil expresar lo que acontece en el centro de su persona. Morir es
seguramente algo único, inefable, incomunicable. Pero antes que
llegue ese momento, el hombre ya tuvo experiencia de lo que es
desvivir, a lo largo de toda la vida. Desde fuera del trance vienen
datos que intentan decir en qué consiste. La Biblia dirá escuetamente
que, al retirarle Dios el aliento, el hombre se reintegra a la tierra.
Si Dios decidiere recuperar su espíritu y su aliento,
al instante los seres vivientes morirían,
volverían de nuevo al polvo (Job 34, 14 s).
Todos van al mismo lugar:
todos vienen del polvo
y todos vuelven a él (Ecl 3, 20).
Antes que el polvo vuelva a la tierra de donde vino
y el espíritu vuelva a Dios que lo dio (Ecl 12, 7).
Jesús dio otro fuerte grito
y exhaló el espíritu (Mt 28, 50).
Lo sabido sobre la muerte
A la luz de su observación, el hombre bíblico, como todos los
hombres, tuvo buena experiencia de la muerte: hizo constataciones,
consiguió evidencias y sacó conclusiones. Quizá la fundamental de
toda ellas es que el hombre es mortal, un ser vivo inexorablemente
avocado a la muerte. La conclusión la confirma, día tras día, el desfile
de los que mueren. Nadie oculta sus muertos; se muere a la vista de
todos, y así se puede observar el hecho y el modo. Consciente de su
finitud, el hombre contempla la muerte como el fin natural de su
proceso biológico y de su aventura biográfica. El que mantenga los
ojos abiertos podrá recorrer con luz el túnel de esa hora.
El capitulo primero de la historia del hombre en la Biblia se escribe
con una lista de descendientes de Adán, en la que se anota de cada
uno los años que vivió, los hijos que engendró y el dato indefectible «y
murió» (Gn 5).
Mi aliento no permanecerá para siempre en el hombre
que es de carne mortal (Gn 6, 3).
Todos hemos de morir:
Somos agua derramada en tierra
que ya no se puede recoger (11 Sm 14, 14).
(Son vanos los que pretenden):
Hemos firmado un pacto con la muerte,
una alianza con el abismo (Is 28, 15).
Ya sé que me devuelves a la muerte,
donde se dan cita todos los vivientes (Job 30, 23).
El hombre no es dueño de su vida
ni puede retener su aliento (Ecl 8, 8).
No presumas ante un muerto,
recuerda que todos moriremos (Eclo 8, 7).
No temas tu sentencia de muerte,
recuerda a los que te precedieron y a los que te seguirán.
Es el destino asignado a todos los vivientes (Eclo 41, 3 s).
Toda carne es como hierba,
como flor del campo su encanto (IS 40, 6).
Es de todos sabido que la muerte tiene su tiempo y su hora. «Hay
un tiempo de nacer y un tiempo de morir» (Ecl 3, 2). Pero esa hora es
incierta: el hombre no es dueño de ella «ni adivina el momento» (Ecl
9,12); lo más seguro es que le pille por sorpresa.
Insensato, esta noche te reclamará la vida (Lc 12, 20). Lo cierto es
que esa hora llegará temprano, en seguida, velozmente: la vida es
efímera.
Mis días corren más que un correo...
se deslizan como lanchas de papiro,
como águila que se lanza sobre la presa (Job 9, 25 s).
Mis días corren más que una lanzadera...
Recuerda que mi vida es un soplo (Job 7, 6 s).
El hombre nacido de mujer
tiene la vida corta (Job 14, 1).
Mis días son una sombra que se alarga,
me voy secando como la hierba (Sal 102, 12).
Los días del hombre están contados:
es mucho si llega a cien años (Eclo 18, 9).
El hombre es un soplo fugaz, una sombra que pasa:
se afana por cosas fugaces,
atesora y no sabe quien lo ha de recoger (Sal 39, 8).
Con esas características, el inexorable destino de la muerte pone
en la vida miedo y amargura. El hombre se está preguntando cómo se
enfrentará en su hora con la muerte. En realidad ya lo está haciendo
a lo largo de toda la vida. La muerte se hace vivir adelantada,
haciendo gustar la nada y asistir a la pérdida de la propia identidad.
Prototipo de pesadilla es la espera angustiosa
del día de la muerte» (Eclo 40, 2).
Agag, rey de Amalec, lucha por sobreponerse a su angustia
«Parece que pasó la amargura de la muerte» (I Sm 15, 32).
Uno llega a la muerte sin un achaque....
otro muere lleno de amargura (Job 21, 23.25).
Me envolvían redes de muerte,
me atrapaban los lazos del abismo (Sal 116, 3).
Me han arrojado vivo en un pozo
que taparon con piedras (Lm 3, 53).
(Jesús en Getsemaní:) Padre mío,
si es posible, que pase de mí este trago (Mt 26, 39).
En los días de su vida mortal ofreció sacrificios
y súplicas, a gritos y con lágrimas, al que podía salvarlo
de la muerte (Hbr 5, 7).
Circunstancias más dolorosas
Uno de los aspectos penosos de la muerte es la pérdida de todo lo
que se ha adquirido en la vida.
Como salió desnudo del vientre de su madre,
así volverá allí
y nada se llevará del trabajo de sus manos (Ecl 5, 14).
Pero más penosa todavía es la pérdida de las facultades, la idea del
apagamiento, progresivo o repentino, de la conciencia de uno mismo:
lo que fue. Mirando hacia ahí, desde la cercanía de la vejez, el sabio
piensa y sentencia: «No me gusta» (Ecl 12, 1). Y el factor de más
amargura es que ese viaje sea sin retorno.
Pasarán años contados
y emprenderé el viaje sin retorno (Job 16, 22).
Antes de que me vaya para no volver
a la tierra de tinieblas y de sombra (Job 10, 21).
Retira tu mirada para que respire,
antes de que me vaya y ya no exista (Sal 39, 14).
Circunstancia que aumenta la amargura y provoca el rechazo de la
muerte es la de su irrupción «en medio de los días», sin que la vida se
haya consumado ni se haya realizado el proyecto. Su Ilegada a
destiempo priva de la plenitud que la persona alcanza en su vejez, y
es como si viniera desde fuera, sin dar largas a familiarizarse con ella
desde dentro.
El rey Ezequías enfermo se lamenta:
A la mitad de mis días
tengo que franquear las puertas del abismo,
me privan del resto de mis años (Is 38, 10).
Se marchitarán antes de sazón
y no volverán a verdear sus ramas (Job 15, 32).
Los traidores y sanguinarios
no cumplirán la mitad de sus años (Sal 55, 24).
No seas malvado en exceso, no seas insensato,
¿para qué morir antes de su hora? (Ecl 7, 17).
Y otra circunstancia penosa de la muerte es el morir «sin hijos»,
privado del descendiente que consuele en esa hora, que perpetúe el
apellido y que ayude a vivir más allá de la muerte.
Abrahán: Señor, ¿de qué me sirven tus dones,
si me estoy yendo sin hijos? (Gn 15, 2).
Jacob: Mi hijo José no bajará con vosotros.
Si le sucede una desgracia en el viaje que emprendéis,
de la pena daréis con mis canas en el sepulcro (Gn 42, 38).
Oíd, en Ramá se escuchan gemidos y llanto amargo:
Es Raquel que llora inconsolable a sus hijos
que ya no están (Jr 31, 15).
(La peor de las maldiciones:)
Que su posteridad sea exterminada
y que en una generación se acabe su nombre (Sal 109, 13).
Actitudes frente a la muerte
¿Hay lugar a hacer algo ante la muerte? ¿Esperarla quizá
pasivamente, con fatalismo y resignación? No es esa la actitud que se
observa en los textos. El hombre es el único ser consciente de su
muerte; su atención a los muertos es una de las señales de su
humanización. Por eso no la mira llegar como algo ajeno o que viene
sólo de fuera, sino que la está aguardando como suya, viviéndola
desde dentro, convirtiéndola en acto humano. El trance le pertenece;
él es su sujeto y ni él puede ignorarlo ni otro puede privarle de él.
Seguramente lo habrá vivido a lo largo de toda la vida y le habrá
sacado partido: le habrá enseñado a calibrar el valor de las cosas.
¿Por que no ha de tener utilidad en la última hora?
Vale más visitar la casa de duelo que la casa de fiesta,
porque en eso acaba todo hombre y el vivo reflexiona...
El sabio piensa en la casa de duelo,
el necio en la casa de fiesta (Ecl 7, 2.4).
Hasta el último trance hay una oportunidad para encontrar o quizá
para conferir un sentido a la vida. La demanda de «conocer la
duración» no es sólo para quejarse de lo efímera que es la vida, sino
para reforzar la decisión de tomarla en la propia mano y defenderla de
la amenaza de la muerte que se avecina.
Señor, dame a conocer mi fin
y cuantos serán aún mis días,
a fin de que me dé cuenta de lo frágil que soy (Sal 39, 5).
Enséñanos a calcular nuestros días,
para que adquiramos un corazón sabio (Sal 90, 12).
La vida es el más valioso de los bienes: por ella el hombre lo hace
todo y lo da todo. Así lo asevera el satán del prólogo de Job.
Por la vida el hombre da todo lo que tiene (Job 2, 4).
¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero,
si malogra su vida (Mt 16, 26).
El hombre monta la guardia en su defensa y la lleva hasta la última
instancia en que alguien puede interesarse por su causa. Es lo que
vemos hacer al hombre orante en las súplicas del salterio. Como una
muestra de todas ellas, la antes citada de Ezequías.
Señor, recuerda que me he conducido en tu presencia
con corazón sincero e íntegro
y que he hecho lo que te agrada (11 Re 20, 3).
La solidaridad exige de todos trabajar con él en ese trance.
Libra al que llevan a matar,
no abandones al que está en peligro de muerte (Prv 24, 11).
El más horroroso de los crímenes es el del que atenta contra la
vida, derramando la sangre. La vida seguirá denunciando
eternamente al que la ha destruido.
A Caín: La sangre de tu hermano
grita desde la tierra (Gn 4, 10).
(Rubén, defendiendo a José:)
No derraméis su sangre...
no pongáis vuestras manos sobre el (Gn 37, 22).
Si uno derrama la sangre de un hombre,
otro derramará la suya (Gn 9, 6).
No matarás (Ex 20, 13).
Las comadronas respetaban a Dios
y en vez de hacer lo que les mandaba el rey de Egipto,
dejaban con vida a los recién nacidos (Ex 1, 17).
Sobre vosotros recaerá la sangre inocente,
derramada sobre la tierra,
desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías,
al que matasteis entre el santuario y el altar (Mt 23, 35).
Pero, a veces, la vida es tan pobre que el que la vive añora Ia
muerte. La valora como un alivio para su desesperación, un refugio
para evasión.
Elías, camino del Horeb:
Basta, Señor; quítame la vida,
que no soy yo mejor que mis antepasados (I Re 19, 4).
Jeremías: ¿Por qué no me hizo morir en el vientre?...
¿Para qué salí del vientre, para ver penas y tormentos?
(Jr 20, 17 s).
Job: ¿Por qué no quedé muerto desde el seno?
¿Por qué no expire recién nacido? (Job 3, 11).
Ojalá quisiera Dios aniquilarme,
dejarme de su mano y aventarme (Job 6, 9).
Consideré a los que ya han muerto
más afortunados que los que todavía viven (Ecl 4, 2).
Mejor la muerte que una vida amargada,
el eterno reposo que enfermedad incurable (Eclo 30, 17).
Oh muerte, que agradable es tu sentencia
para el hombre indigente y desvalido,
para el viejo cargado de años y problemas,
para el que se rebela, perdida la esperanza (Eclo 41, 2).
Pero lo más espantoso de la muerte es cuando uno se quita la vida
por su mano.
Judas arrojó en el templo las monedas,
se marchó y se ahorcó (Mt 27, 5).
En cambio, tiene sentido dar la vida por otros: hacerlo todo por ellos
y en ellos asegurarse la propia continuidad. Prototipos de esto, el
Siervo de Yavé y Jesús de Nazaret.
Por haberse entregado en lugar de los pecadores,
tendrá descendencia, prolongará sus días
y por medio de él tendrán éxito los planes de Yavé (Is 53,10).
Con dificultad se dejaría uno matar por una causa justa,
pero por una buena persona afrontaría uno la muerte.
Pero el Mesías murió por nosotros,
cuando éramos aún pecadores (Rm 5, 7 s). .
Presentándose como simple hombre,
se abajó, obedeciendo hasta la muerte (Flp 2, 8).
Celebración de la muerte
Las exequias, honras fúnebres, son el obsequio que tributan los
vivos al que muere. Es un acto comunitario, porque la muerte es algo
de todos: todos han de morir y el que muere es un miembro de la
comunidad. Pero son los seres queridos los que viven la muerte más
cerca. Seguramente no hay experiencia más honda de la muerte que
la que se vive cuando se quiere al que se muere.
Cierto, para los enemigos la muerte puede ser motivo de alegría: es
la inicua caricatura de la fiesta. Y es algo que preocupa ya al que va a
morirse, como si eso reforzara el poder destructivo de la muerte.
Que no se alegren a costa mía mis traicioneros enemigos,
que no se hagan guiños los que me odian sin razón
(Sal 35, 19).
Los que buscan mi muerte me tienden trampas:
¿cuándo morirá y se perderá su apellido? (Sal 41, 6).
No te alegres de la muerte de nadie,
recuerda que todos moriremos (Eclo 8, 7).
¡Cómo han caído los héroes!...
Que no se alegren las hijas de los filisteos,
que no lo celebren las hijas de los incircuncisos
(11 Sm 1, 19 s).
La verdadera celebración del hecho de la muerte es la que hacen
los familiares, los amigos y la misma comunidad. Con el enterramiento
y el luto expresan al que muere su humana solidaridad, prestándole el
obsequio de su acompañamiento y expresando el deseo del eterno
descanso. La Biblia registra sistemáticamente esos sentimientos.
Murió Sara... y Abrahán fue a llorarla
y hacer duelo por ella (Gn 23, 2).
Murió Raquel y fue sepultada en el camino de Efrata, Belén.
Jacob levantó una estela sobre el sepulcro:
es la estela del sepulcro de Raquel que todavía existe hoy
(Gn 36, 19 s).
Los israelitas lloraron a Moisés durante treinta días,
cumpliendo con ello el tiempo del luto por un muerto
(Dt 34, 8).
Samuel había muerto y todo Israel lo había llorado
y lo habían sepultado en Ramá (I Sm 28, 3).
Hicieron duelo, llorando y ayunando hasta la tarde,
por Saúl y por su hijo Jonatán (II Sm 1, 12).
Rasgad vuestras vestiduras,
cubríos de saco y haced duelo por Abner (II Sm 3, 31).
Todo Israel hizo gran duelo por Jonatán
y lo lloró durante muchos días (I Mac 13, 26).
Tobit: Si veía a alguno de los de mi raza muerto
y abandonado tras las murallas de Nínive,
lo enterraba (Tob 1, 17).
Llora por un muerto porque perdió la luz...
Siete días dura el duelo por un muerto (Eclo 22, 11 s).
José tomó el cuerpo de Jesús, lo envolvió
en una sábana limpia y lo puso en un sepulcro nuevo
que había hecho excavar en la roca... María Magdalena
y la otra María estaban allí, sentadas frente
al sepulcro (Mt 27, 5961).
Final terrible es el de aquél que queda sin sepultura y que muere
sin ser llorado, sin alguien que le despida y le desee el descanso. La
soledad de esa hora pesa sobre el que muere más allá de la vida. No
ha tenido a quien encomendársela o en quien depositar su última
mirada. Es el encuentro absolutamente a solas con la muerte.
Grandes y pequeños morirán en esta tierra sin ser enterrados ni
llorados; nadie se hará por ellos cortaduras ni se rasurará la cabeza;
nadie partirá el pan con quien está de luto para consolarlo por un
muerto; nadie le ofrecerá la copa de la consolación por el padre o la
madre (Jr 16, 6 s).
Terrible como no ser llorado es no llorar, tener que ahogar dentro
de sí el llanto por el que muere.
A Ezequiel: Hijo de hombre, voy a quitarte de repente a la que
hace tus delicias, pero tú no te lamentes, no llores ni viertas lágrimas.
Suspira en silencio, no hagas luto, ponte el turbante en la cabeza,
cálzate las sandalias, no te tapes la barba, no comas lo que te
ofrezcan los vecinos en día de luto (Ez 24,16 s).
Pero los ritos funerarios no son sólo de obsequio al que muere. Son
también providencia saludable en favor de sus familiares; y son para
todos desahogo del sentir solidario. Vivir un poco la muerte, para
luego volver a la vida. El sabio formula así la filosofía de las exequias:
acompañar al muerto en su paso, desearle el descanso, librarse de la
muerte y seguir viviendo. Conviene hacerlo así por uno mismo y por
él.
Hijo, por un muerto vierte lágrimas,
para expresar tu pena entona lamentaciones;
hazle un entierro como se merece
y no dejes de visitar su tumba.
Llora amargamente, da rienda suelta a tu dolor,
guárdale el luto que le corresponde...
pero luego consuélate de su pena.
Porque la pena acarrea la muerte
y un corazón triste quita las fuerzas.
Con los funerales pase también la pena, I
que una vida de tristeza es insoportable.
No abandones tu corazón a la tristeza,
recházala, piensa en el futuro.
Recuerda que no hay retorno;
al muerto no le aprovechará tu tristeza
y te harás daño a ti.
Ten presente que su suerte será también la tuya:
A mí me tocó ayer, a ti te toca hoy.
Con el reposo del muerto deja que repose su memoria,
consuélate de él después de su partida (Eclo 38, 1623).
Muy cerca de esos consejos está la enseñanza de Jesús, que llama
a no quedarse con el muerto en la muerte; por el contrario, tomar
enseguida el camino de la vida.
Señor, deja que vaya primero a enterrar a mi padre.
Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos
(Mt 8, 21 s).
A dónde van los muertos
Hay una respuesta inmediata, pero vaga, que remite también a un
lugar vago, sin contornos: al seol, la morada eterna de los muertos.
Morada sombría de vidas apagadas, más bien sombras de vida. Más
que de un lugar, se trata de una situación, de la cual no conocemos
datos positivos. Sin perderse en especulaciones sobre el tema, la
Biblia describe esa situación supuesta de los muertos como de
inanidad e inactividad, de total incomunicación y eterno olvido. De ese
lugar-situación «no hay retorno» (Eclo 38, 21).
Pero esa respuesta vaga no acalla las preguntas que se hicieron
los sabios. ¿Qué es, realmente, de los muertos? ¿Tiene sentido
preguntarse sobre su suerte y su condición? ¿Es la muerte un final
definitivo y total o, por el contrario, queda algo del que ha muerto?
La respuesta más espontánea sería la más pesimista. Pero lo cierto
es que con ella los sabios infiltran de nuevo la pregunta.
El hombre, cuando muere, queda inerte,
¿a dónde va cuando expira?...
El hombre que yace muerto no se levantará jamás,
se gastarán los cielos y él no despertará,
no volverá a levantarse de su sueño...
¿Puede un hombre muerto revivir? (Job 14, 10.12.14).
¿Es realmente la muerte el final absoluto de la vida? La Biblia se
muestra parca al respecto. Pero los moribundos que presenta y la
apreciación general de la muerte por parte de los vivos nos muestran
un panorama de sobria serenidad y una increíble contención de
sentimientos. ¿Significa eso resignación o fatalismo, aceptación o
conformidad?
Los sabios enfocan el tema de manera teórica y lo tratan como
problema. Antes de ellos la muerte es aceptada como suerte
inevitable, que se ve como normal y llevadera, siempre que cumpla
con unas condiciones: que la muerte llegue al final de una vida
cumplida y satisfecha; que de muerto reciba sepultura en la tumba de
sus antepasados, que le quisieron y le esperan; que el moribundo vea
a su lado un descendiente que prolongue su nombre hacia adelante.
En definitiva, es la solidaridad humana la que hace la muerte
llevadera: la deja, de alguna manera, enganchada a la vida.
Las fórmulas con que se pinta la muerte de una persona aluden
sistemáticamente a esas condiciones.
Expiró Abrahán, murió en buena ancianidad
y fue a reunirse con sus antepasados (Gn 25, 8).
Murió Isaac y fue a reunirse con sus antepasados,
anciano y lleno de días (Gn 55, 29).
Jacob a José: Cuando vaya a reunirme con mis antepasados
sácame de Egipto y entiérrame en su sepultura (Gn 47, 30).
A Moisés: Morirás allí en el monte
e irás a reunirte con tus antepasados,
como tu hermano Aarón (Dt 32, 50).
Gedeón murió en buena ancianidad
y fue sepultado en la tumba de su padre (Ju 8, 32).
Murió Josafat y fue sepultado con sus antepasados,
en la ciudad de David (I Re 22, 51).
Bajarás a la tumba sin achaques,
como una gavilla en sazón (Job 5, 26).
Llegará un día en que no habrá anciano
que no colme sus años (Is 52, 20).
La vida plena rebasa los límites del tiempo: tiene dentro eternidad.
La plenitud consiste en la perfecta integración personal, social y
cósmica. El que haya logrado la armonía en todos esos niveles, al fin,
descansará en ella. Cuando la vida alcanza plenitud, la muerte viene
sosegadamente desde fuera y desde dentro.
V/EXTENSA-INTENSA: Parece que se la acepta con el comprensible
realismo, con sosiego y en paz. La pérdida de facultades concentra el
interés del que se muere en unas pocas cosas, con lo que la vida
pierde en extensión, pero gana en intensidad. En el instinto para
valorar lo esencial radica la proverbial sabiduría del anciano. Cuando
de alguien se dice que muere con sus facultades y en pleno vigor, se
está describiendo una vida que ha alcanzado su plenitud.
Moisés tenía ciento veinte años cuando murió.
Ni sus ojos se habían apagado
ni se había debilitado en su vigor (Dt 34, 7).
Otra de las condiciones de la muerte tranquila y en paz es la
compañía, al lado del lecho y de la tumba, de un hijo o descendiente,
que garantice la prolongación de su vida hacia adelante. Es lo más
consolador en ese trance, junto con la idea de ir a reunirse con los
suyos, la raíz de la vida hacia atrás. El hombre bíblico vive muy hondo
el componente comunitario: su gente y su pueblo están en él y él en
ellos. En los pocos que le acompañen, en la ruptura de la vida, se
hace presente el amor de todo el pueblo y el de Dios.
En la antes citada lista de patriarcas prediluvianos (Gn 5), con el
dato de que «murió» se deja también asentado cuantos hijos dejó. La
lista no quiere ser una crónica de la muerte, sino una afirmación de la
continuidad de la vida, a pesar de ella.
Jacob a José: No pensaba volver a verte, pero Dios me ha
concedido ver incluso a tus descendientes (Gn 48, 11).
Jacob vio a los hijos de Efraín hasta la tercera generación. También
recibió sobre sus rodillas, al nacer, a los hijos de Maquir (Gn 50, 23).
Job conoció a sus hijos, a sus nietos, a sus bisnietos y, al fin, murió
anciano y colmado de días (Job 42, 16 s).
Cuando un padre tiene la suerte de bendecir a los hijos a la hora de
la muerte, después de enseñarles a vivir, les enseña a morir: «poner
en orden la casa» y transmitir el bien que él creó.
Muere el padre y como si no muriese
pues deja detrás de sí un hijo como él.
Durante su vida se alegra de verlo,
en el momento de la muerte no siente tristeza (Eclo 30, 4 s).
A falta de un hijo, puede valer también un sucesor, alguien que lleve
adelante el proyecto que el muerto no acabó. Es el caso de Moisés
con Josué (Dt 34,9), y de Elías con Eliseo (I Re 19, 20) y de Jesús con
sus discípulos (Mc 16, 20).
Si falta el hijo y el sucesor, están siempre las obras que uno hizo y,
eventualmente, un monumento que guarde la memoria.
Absalón se había hecho un monumento en el valle del rey,
pensando: No tengo hijos para conservar el recuerdo de mi nombre, y
había puesto su nombre al monumento. Todavía se le conoce
actualmente como el monumento de Absalón (I Sm 18, 18).
El recuerdo se valoró siempre como un modo de sobrevivencia.
El justo jamás sucumbirá,
siempre será recordado (Sal 112, 6).
Pero, frente a eso está la nota del escéptico, que contrapone al
recurso inseguro el olvido inmediato y cierto.
En el futuro no quedará recuerdo
ni del sabio ni del necio (Ecl 2, 16).
Es la aseveración fría de un sabio, implacable como el Qohelet,
que, vaciando la vida de valores, ve alzarse la muerte en su lugar
como un absoluto. Hay que advertir que el hombre del Qohelet es un
individuo solitario, sin conexión con la familia y con el pueblo. Eso es
raro en la Biblia. Si a él se le agranda la muerte como a nadie, es por
causa de su individualismo. El que en la vida no está obligado a nadie,
al final no encontrará una mano a la que pueda agarrarse. El hombre
muere, pero el pueblo, sustitutivo aquí de la especie, es eterno. Con
él sobrevive el hombre, que lleva marcado en su ser el componente
comunitario.
A David: Su estirpe durará siempre...
El hombre, como la hierba son sus días,
pero el amor de Yavé dura por siempre
para los que le temen (Sal 103, 15.17).
¿En qué medida responde todo esto a la pregunta «a dónde van los
muertos»? En medida pequeña, pero seguramente suficiente para
explicar la relativa tranquilidad ante la muerte y la docilidad del
hombre ante ella. No es ninguna doctrina, pero es más que eso: es
una experiencia, en la que se juntan constataciones, insinuaciones y
atisbos que llevan y anclan la atención más allá de la muerte. Ningún
componente de la persona es inmortal, todos se mueren. Y, sin
embargo, hay algo allí que se resiste a la aniquilación y que no
encuentra suficiente respuesta en la consideración naturalista de la
vida. Aunque nadie se libre de la muerte, el anhelo de vivir permite ver
más allá de ella: hay vivencias que la rebasan. La persona está tan
ligada a la vida, que la muerte no puede imponerle la anulación de
todo lo que fue y de todo lo que hizo.
Aparte la plenitud desbordante que la vida pueda tener, el vínculo
más fuerte que le amarra a ella es la solidaridad con sus seres
queridos y su pueblo, con antepasados y descendientes. A los
primeros les dio la mano y prolongó su vida hacia adelante. Ahora le
esperan: al morir, se reúne con ellos. A los segundos les encomienda
la guarda de su recuerdo, depositando en sus manos y en sus vidas
lo que él hizo y fue. Con los suyos, como con él, está el Dios de la
vida, que abre horizonte infinito al anhelo humano. Quizá aquí pueda
calmarse la angustia de soledad que, pese a todo, las compañías,
inevitablemente asalta al que muere. Rodeada de sus doce hijos,
exclama, sobrecogedora, una madre, momentos antes de morir: Sé
que estáis todos aquí, pero ninguno puede valerme.
Para vencer las incertidumbres que conllevan la intuición y la
esperanza de algún modo de sobrevivencia, el hombre de la Biblia,
pertrechado con otras representaciones y otros presupuestos, llegó a
afirmar la sobrevivencia en términos más audaces y con categorías
más contundentes. Pero éstas descansan en la base de las
temblorosas experiencias que hemos analizado. Quizá la respuesta
humilde que en este plano insinúa el hombre de la Biblia, siga siendo
tan significativa como las doctrinas más pretenciosas de la
sobrevivencia.
VIDA Y MUERTE MORALES
La realización moral humana
Los términos vida y muerte que en sentido directo designan
procesos biológicos, aparecen abundantemente en la Biblia en
sentido figurado para dar cuenta de la realización moral humana,
conseguida o malograda. La vida y la muerte se sitúan, así, dentro del
marco de la existencia, en el espacio delimitado por el nacer y el morir,
y están en las manos del hombre. Son categorías morales, que
definen calidades de vida. La vida propiamente dicha será la que
entrañe la realización cabal de la persona, según las exigencias de la
normal condición humana, el ideal marcado por la conciencia
personal y los valores vigentes en su ámbito. Muerte, por el contrario,
sería el modo de existencia que no cumple con esas condiciones, con
lo que no llega al nivel de lo que es propiamente vida humana. La
fidelidad a las normas de la realización ideal de la persona es principio
de vida; la infidelidad, por el contrario, es principio de muerte. Como
categorías morales que son, la muerte es el mal y la vida el bien.
El que actúa según justicia, vivirá,
el que persiga el mal, morirá (Prv 11, 19).
La clave de la vida y de la muerte está en las manos de la persona,
de su conducta moral. El hombre, ser libre y responsable, puede optar
por la una o por la otra. El que siembre el mal recogerá muerte; el que
siembre el bien tendrá frutos de vida.
El espacio hábil para hacer la opción es el de la vida natural. El
hombre hace en ella su opción fundamental y en ella puede también
dejar esa opción e irse a la contraria. La decisión para vida o para
muerte no es nunca definitiva: está en dinámico ejercicio a lo largo de
la existencia; ni es tampoco precisa, matemática: vida y muerte se
tocan; la una entra en terreno de la otra. La muerte física es la que
retira a la persona el tiempo de la opción, la que interrumpe el
dinamismo.
Relación del plano moral con el natural y el escatológico
El uso de los mismos términos en el plano moral y en el natural
supone una analogía: es lo que justifica el lenguaje figurado. El plano
natural ofrece al moral el espacio para la opción. La opción libre, por
su parte, es lo que hace decididamente del hecho biológico un hecho
personal, humanizando con ello la vida y la muerte. Lo que sería
destino común de todos los vivientes, se convierte en historia. En
realidad, lo que es experiencia y obra humana tiene siempre categoría
moral; pero ahora esta dimensión es la que prima. Y lo hace
confiriendo a la existencia natural un determinado cariz y un peso
específico. La muerte natural adquiere mayor gravedad con la muerte
moral; la vida, mayor densidad.
En el hombre real lo natural y lo moral se superponen: lo segundo
intensifica y califica lo primero. Pero, aunque se superpongan y se
influyan, no debieran, de manera ninguna, confundirse. Lo natural no
depende del hombre, le es inevitable; lo moral está en sus manos,
puede plasmarlo según su elección. No se puede, por lo tanto, decir
que la muerte moral, el pecado, la culpa del hombre responsable, sea
la causa de la muerte natural. Ésta está decretada por la misma
naturaleza y alcanza a todo hombre, justo o pecador. La muerte moral,
por el contrario, es fruto del hombre que actúa indebidamente y
traiciona el ideal del ser humano. La inmortalidad natural es una idea
extraña al pensar bíblico. El hombre paradisíaco, con la opción entre
vivir y morir, no es una figura natural, sino moral. La vida paradisíaca
es la propia del inocente, y el que la destruye es el hombre pecador.
La confusión entre los dos planos trae consigo aberrantes
concepciones, que crean problemas insolubles, para colmo,
problemas falsos.
La vida y muerte moral tienen también continuidad en el plano
escatológico que luego definiremos. Lo humano y lo trascendente no
tienen fronteras definidas. La moral bíblica no es autónoma, sino
heterónoma: lugar de convergencia de la autoridad humana y la
divina. La ley es considerada como palabra de Dios y es refrendada
desde el cielo. El criterio de la vida moral es Ia
obediencia-desobediencia a la ley y a los principios del evangelio. Con
la vida o la muerte moral el hombre prepara su suerte escatológica.
Pero, aunque las fronteras entre los dos planos sea permeables, no
debieran tampoco confundirse. Por definición, el hombre no puede
controlar el alcance del plano trascendente, terreno de lo gratuito. Por
su parte, el plano moral tiene su propia entidad, como se puede
observar en las motivaciones que acompañan sus normas y sus
principios: apelan a la experiencia y a criterios humanos.
El plano es intermedio al natural y al escatológico. Es terreno del
hombre, que desde ahí puede influir en la vida y muerte natural y en
la escatológica, aunque la una le preceda y la otra le sobrepase.
Opción entre la vida y la muerte
Al poseer el privilegio de la opción entre el bien y el mal, el hombre
decide también su vida o su muerte moral, dependientes de aquélla.
La Biblia establece, a su misma entrada, el valor de esa opción.
Del árbol de conocer el bien y el mal no comerás,
porque el día en que comas de él morirás (Gn 2, 17).
P/MU/VINCULACION MU/P/VINCULACION: : Es un principio, una
norma, un test de la obediencia al normador. Pero lo que se sigue
después de la transgresión no es muerte física: Adán y Eva siguen
viviendo y creando nueva vida. Lo que se sigue es la muerte moral,
que consiste en encontrarse con la propia creaturidad, la desnudez, la
conciencia de fallo y de fracaso, la vergüenza y el miedo. La Biblia
abundará luego en la expresión de esa experiencia de vida y de
muerte, dependiendo dE la opción del hombre libre.
Hoy te pongo delante vida y felicidad, muerte y desgracia.
Elige la vida y vivirás, tú y tu descendencia (Dt 30, 15.19)
Yo os pongo delante
el camino de la vida y el camino de la muerte (Jr 21, 8).
El justo vivirá por su fidelidad (Hab 2, 4).
Buscadme y viviréis, buscad el bien y no el mal (Am 5, 4.6).
Delante del hombre están muerte y vida,
se le dará lo que él elija (Eclo 18, 17).
Muerte y vida dependen de la lengua:
según se elija, así se recibirá (Prv 18, 21).
Los orgullosos que guardan su rencor...
y no imploran cuando Dios los encadena,
mueren en plena juventud,
su vida acaba en la adolescencia (Job 36, 13 s).
El hombre que es justo, que observa el derecho y la justicia...
ese hombre es intachable y vivirá (Ez 18, 5.9).
El hombre justo valora su justicia como un título de vida cabal. Las
protestas de inocencia que encontramos en Job y en muchos salmos
de súplica, reclaman una vida mejor.
Vinculación muerte-pecado
La muerte de que estamos hablando tiene que ver con el pecado.
Es su consecuencia o se le identifica. «El día en que comas de él
morirás». Insistimos en que no se trata de la muerte natural, que no
está en las manos del hombre. Es la muerte moral, la vinculada con el
pecado. El plano natural se contagia de ella.
Por la mujer entró la muerte en el mundo
y por ella morimos todos (Eclo 25, 24).
La muerte alcanzó a todos los hombres,
porque todos pecaron (Rm 5, 12).
Por la desobediencia de uno, todos pecadores;
por la obediencia de uno, todos justos (Rm 5, 19).
El pecado es ruptura de ligámenes vitales con los demás hombres y
con Dios. Esa ruptura despierta en el hombre la conciencia de culpa, y
la vida en esas condiciones es mísera y solitaria: una vida que es
como muerte. Por eso se habla oportunamente de pecado mortal. Y si
el pecado significa muerte, la inocencia es vida. Es la vida
paradisíaca. El hombre la pierde y la gana.
El temor del Señor alarga la vida,
los años del malvado se acortan (Prv 10, 27).
¿Podemos seguir con vida, si los pecados pesan sobre nosotros?...
Juro que no quiero la muerte del malvado, sino que cambie de
conducta y viva. Convertíos, cambiad de conducta, malvados, y no
moriréis (Ez 33, 10 s).
No os procuréis la muerte con vuestra vida extraviada, ni os
acarreéis la perdición con las obras de vuestras manos (Sab 1, 12).
Si yo digo al malvado que es reo de muerte y tú no le das la
alarma... para que cambie de conducta y conserve la vida, entonces el
malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre
(Ez 3, 18).
En el nuevo testamento es Pablo el que más profundiza en esta
suerte de vida y de muerte. El plano moral es el que predomina en su
lenguaje, aunque indisolublemente vinculado con el plano natural y
con el escatológico. El pecado es muerte, la inocencia es vida. Al
hombre se piden cuentas de su condescendencia con las tendencias
de la carne, que traicionan el ser cristiano. El hombre no puede
suprimirlas, pero puede controlarlas y hacer que prevalezcan las
tendencias del espíritu. Él es, por lo tanto, responsable de su vida y
de su muerte.
Las tendencias de la carne son muerte,
las del espíritu, vida (Rm 8, 6).
Del pecado viene a la muerte su venenoso aguijón (I Cor 15, 56).
Por un hombre entró el pecado en el mundo
y por el pecado la muerte,
y la muerte alcanzó a todos los hombres,
porque todos pecaron (Rm 5, 12).
El salario que paga el pecado es la muerte (Rm 6, 23).
Cuando estábamos sujetos a las apetencias desordenadas, las
pasiones pecaminosas, atizadas por la ley, producían frutos de muerte
(Rm 7, 5 s).
El que cultiva los bajos instintos, cosechará frutos de muerte;
el que cultiva el espíritu cosechará vida eterna (al 6, 8).
El pecado, para demostrar que lo era verdaderamente, me causó la
muerte, sirviéndose de la ley que en sí es buena (Rm 7, 13).
Detrás de estos mecanismos de vida y de muerte moral se asoma el
supuesto de un ordenamiento general, como un orden primigenio,
según el cual debería darse una correspondencia entre la conducta y
la suerte y una segura correlación entre la obra y su resultado. En ese
supuesto se basa el principio de la retribución, que daría
indefectiblemente a cada uno su merecido: tal conducta, tal suerte; y
eso debería verse ya en la vida en el mundo.
Muchos de los que duermen en el polvo despertarán, unos para
vida eterna y otros para ignominia perpetua (Dn 12, 2).
Un día el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de
Abrahán. También murió el rico y fue sepultado. En el abismo, entre
tormentos, levantó el rico los ojos y vio desde lejos a Abrahán y a
Lázaro en su seno (Lc 16, 22 s).
Aquí el lugar de destino no es el anodino seol que iguala a todos,
independientemente de sus conductas: es ya lo que corresponde al
cielo y al infierno. La conducta moral es refrendada desde más allá de
la muerte por suertes diferentes.
RETRIBUCION/GOTERAS: Es verdad que la doctrina de la
retribución tiene muchas goteras. Las dificultades para admitirla
provienen, sobre todo, de que se espera que funcione a la vista, en la
historia. Pero la experiencia no puede confirmar que a los malos les
vaya mal (muerte) y a los buenos les vaya bien (vida). Con frecuencia,
lo que se ve es justo lo contrario. La doctrina se desatasca, al
abrírsele como espacio el más allá de la muerte. Quizá el principio no
deba tomarse a la letra, sino como norma de conducta, aunque no se
pueda verificar el resultado.
Una misma suerte toca a todos:
al inocente y al culpable, al puro y al impuro,
al que ofrece sacrificios y al que no,
al justo y al pecador,
al que jura y al que tiene reparo en jurar (Ecl 9, 2).
Con frecuencia el malvado llega a la muerte sin achaques,
del todo tranquilo y en paz,
mientras el justo muere en la amargura,
sin haber conocido nunca el bien;
uno y otro se encuentran juntos en el polvo,
cubiertos de gusanos (Job 21, 23.25).
Experiencia de la muerte moral
No es una entelequia: se la vive como experiencia. En Gn 3, como
ya vimos, la desobediencia a la norma trae consigo la experiencia del
fallo y del fracaso, del miedo y de la vergüenza.
Es la muerte anunciada en el morirás: muerte moral.
En las personas y cosas de su alrededor, Caín percibe voces que le
piden cuentas de la sangre de su hermano. Su tierra le echa fuera y,
por donde quiera que vaya, la muerte le va siguiendo. Y su grito
desesperado: «Mi pena es demasiado grande para poderla soportar»
(Gn 4, 13).
El crimen cometido acarrea una suerte de muerte del culpable: «una
turbación y un remordimiento que inquietan la vida» (1 Sm 25, 3). En
las Lamentaciones, los salmos penitenciales (Sal 6; §1...) y las
grandes confesiones comunitarias de época tardía (Sal 78; Bar 1,
15-2, 10; Neh 9, 5-37), las desgracias y las calamidades de la vida
conducen al hombre y al pueblo a entrar en sí mismos. El examen de
la conducta moral despierta en ellos sentimientos de culpa,
susceptibles de arrancar su confesión y su conversión. La muerte
moral se asocia ahí con los precursores de la muerte natural, las
perturbaciones de la vida.
Señor, no me reprendas en tu ira
ni me corrijas en tu enojo...
Sáname, que mis huesos están descoyuntados...
En la muerte nadie se acuerda de ti,
en el seol ¿quién puede alabarte? (Sal 6, 2s.6).
Mi alma está harta de males,
mi vida, al borde del seol,
contado entre los que bajan a la fosa,
como un hombre acabado (Sal 88, 4 s).
Sofocaron mi vida en una fosa
y echaron piedras sobre mí (Lm 3, 53).
Yo callaba y mis huesos se consumían...
mi vigor se debilitaba
como un campo en los ardores del estío.
Reconocí mi pecado, no oculté mi culpa....
y tú me absolviste de mi culpa,
perdonaste mi pecado (Sal 32, 35).
El pecado se ve asociado con la muerte y la muerte con el pecado.
Se trata de la muerte moral, que no puede disociarse de la muerte
natural; pero de aquélla se vuelve a la vida por la conversión y el
cambio de conducta. De esa muerte se puede revivir.
Respetar al Señor es manantial vivo
que aparta de la muerte (Prv 14, 27).
El triunfo de la vida
En esos mismos contextos de experiencia de pecado y de muerte,
se experimenta también, por la conversión, el retorno a la vida. Era
muerte vencible. Está en las manos del hombre, que puede
restablecer los lazos vitales que haya roto: la cabal relación con los
demás hombres y con Dios.
También el corregido por el dolor de su camilla....
si hay junto a él un mensajero
que le diga cuál es su deber....
su carne se renovará con vigor juvenil,
volverá a los días de su adolescencia (Job 33, 19.23.25).
Si yo digo al malvado: Vas a morir,
y él se convierte de su pecado
y practica el derecho y la justicia,
ciertamente vivirá y no morirá (Ez 33, 14 s).
Devuélveme el gozo y la alegría
y exulten estos huesos que tú has quebrantado.
Retira tu vista de mis pecados
y borra todas mis culpas (Sal 51, 10 s).
Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida,
estaba perdido y ha sido hallado (Lc 15, 24).
Mantente fiel hasta la muerte
y te daré la corona de la vida (Apc 2, 10).
Convertirse es recuperar la armonía consigo mismo, por la vuelta a
los otros y a Dios. Es un ejercicio en que el hombre estará toda la
vida. El camino de la vuelta está señalado por los valores, las normas
y los principios que buscan la realización cabal de la persona.
Presentan tonalidades y acentos distintos, todos complementarios, en
las leyes y en la sabiduría, en las interpelaciones del hombre
carismático y en los consejos del evangelio. El revivir en el plano
moral despeja el horizonte hacia la vida escatológica. Frente a la
muerte natural, el bien que uno haya puesto en el mundo le da paz y
sosiego; por medio de la bendición lo entrega en herencia, y así
seguirá viviendo el que hace el legado.
Ninguno de los pecados que cometió se le tendrá en cuenta
ha observado el derecho y la justicia
y ciertamente vivirá (Ez 33, 16).
Es preferible no tener hijos y poseer virtud,
porque la virtud se recuerda para siempre:
es conocida por Dios y por los hombres (Sab 4, 1).
El justo, aunque muera prematuramente,
hallará el descanso (Sab 4, 7).
Creyeron los insensatos que habían muerto,
tuvieron por desdichada su salida de este mundo,
pero ellos están en paz...
El final de la gente perversa es, en cambio, cruel (Sab 3, 2.19)
El momento de mi partida es inminente.
He competido en noble competición...
y desde ahora me aguarda
la corona de la justicia (2 Tim 4, 68).
La clarificación de la responsabilidad de la persona en su vida y
muerte moral proyecta una nueva luz sobre la vida y la muerte natural
y también sobre el plano escatológico. En el plano moral decide el
hombre el sentido de su vida y confiere a la existencia la profundidad
y la calidad que corresponden al ser humano. Lo que en esa
realización se haya logrado proyecta su plenitud desbordante hacia
adelante y abre la puerta hacia la vida escatológica, la que rebasa las
categorías del tiempo y del espacio. Con ello la hora de morir la
muerte exigida por la naturaleza, no es ciego ni vacío. Es el momento
de recoger el premio de la vida y de decidir cómo se quiere sobrevivir
a ese trance.
MUERTE Y VIDA ESCATOLÓGICAS
Muerte y vida esenciales, universales, escatológicas
Aunque originarias del plano biológico, las categorías vida-muerte
no enfocan ahora entradas, presencias y salidas del hombre de este
mundo, ni tampoco conductas morales, como figurativamente denotan
esos términos, sino suertes definitivas, esenciales, que atañen al
hombre universal. De conceptos existenciales, pasan ahora a ser
símbolos de suertes humanas, fuera de las coordenadas del tiempo y
del espacio; destinos escatológicos, finales, definitivos, en lo que
suele llamarse otro mundo. Aparentemente se alejan de la esfera de
la existencia; pero ello no es porque estén fuera de ella, sino porque
la desbordan por su alcance. En realidad le atañen en su esencia, en
cuanto horizonte de expansión de la condición natural y de la
categoría moral de los seres humanos. No hay, por lo tanto, que
considerar esas acepciones de vida y de muerte como productos de
exportación a otro mundo, sino como bien para consumir en este
mundo. Nosotros no las vamos a enfocar como doctrina, sino como
experiencia. Para hacerla, no hay que esperar a un más allá: es
experiencia que se hace en este mundo.
No temáis a los que matan el cuerpo, pero no el alma,
temed a los que pueden llevar alma y cuerpo
a la perdición (Mt 10, 28).
Los términos vida y muerte en esta acepción reparten la realidad
humana y cósmica en dos campos, exageradamente estereotipados
en su oposición: vida y muerte se enfrentan como categorías
definitivas y en el antagonismo más absoluto. Sus sinónimos y
equivalentes, también absolutizados, son el bien y el mal, el caos y la
creación, la bendición y la maldición, la salvación y la perdición.
Si escuchas atentamente la voz de Yavé tu Dios...
vendrán sobre ti y te alcanzarán todas estas bendiciones...
Si no escuchas la voz de Yavé tu Dios,
vendrán sobre ti y te alcanzarán todas estas maldiciones
(Dt 28, I s.l5).
El sujeto de estas experiencias no es específicamente el hombre
natural ni el moral, sino el hombre religioso, el atento a la presencia
trascendente activa en el mundo. Ése entiende que más allá del
hombre hay quien tiene señorío sobre la vida y la muerte.
Dios creó al hombre para la inmortalidad,
por envidia del diablo entró la muerte en el mundo
(Sab 2, 23 s).
Eso no implica depreciación del plano natural ni del moral, sino
apertura de los mismos hacia más allá de las coordenadas del espacio
y del tiempo. Allí encontrarán su expansión y su corroboración. Sobre
cómo son esa muerte y esa vida que trasciende lo empírico, la Biblia
no especula. Lo que realmente le interesa es el adelanto de su
experiencia, lo que supone contar con ellas para la humana
existencia.
El orden de los conceptos debe ahora invertirse: muerte-vida, en
lugar de vida-muerte. Y ello porque la muerte es el punto de partida y
la vida es la meta intencionada. El plano natural y el moral son el
marco en donde se fragua esa nueva creación y orden nuevo. El
protagonismo divino que en ello se manifiesta no pone al hombre
fuera de juego; al contrario, le compromete en la creación de ese
orden definitivo. Se supone que éste tiene que producir frutos
históricos: debe orientar hacia esa meta la vida del hombre en la
tierra. Si el orden moral convierte en historia el orden natural, la
orientación escatológica debe hacer de la historia el Reino. Éste no
implica escapada a otro mundo, sino la transformación de éste en un
mundo nuevo.
Experiencia de la muerte y de la vida escatológica
La muerte y la vida escatológicas no son pura especulación: tienen
su fundamento en la experiencia. Ésta tiene que ver con la experiencia
del mal y del bien en grado incontrolable, desbordante, y de un modo
que sobrecoge. Sobrepasado por esa fuerza tanto del mal como del
bien, de la muerte y de la vida, al hombre se le abren los ojos hacia un
horizonte infinito, desde donde el trascendente, Dios, viene a su
encuentro. La comunión con él confiere a la vida una fuerza, capaz de
desafiar el poder de la muerte.
Tú no abandonarás mi alma en el seol
ni dejarás a tu amigo ver la fosa.
Tú me enseñas el camino de la vida:
en tu presencia hay gozo hasta la hartura,
a tu diestra, delicias eternas (Sal 16, 10 s).
De la soledad impotente ante la muerte se salta así,
milagrosamente, al rapto místico, plenitud de la vida.
Pero tú estás siempre junto a mí:
me tomas de la diestra,
me guías con tu consejo
y al fin me recibes en tu gloria.
¿Qué otro hay para mí en el cielo?
Estando junto a ti, no hallo gusto en la tierra (Sal 73, 2325).
En las súplicas del salterio nos encontramos con verdaderas
vivencias de la muerte. El hombre se siente atrapado por la fuerza del
mal, empujado por todas las miserias hacia las puertas del seol. Un
grito hacia la fuente de la vida, un proceso de lucha y,ahí mismo, el
salto milagroso, que conduce al rapto místico. En el curso de una
oración tiene lugar ese milagro, consistente en saltar de la muerte a la
vida.
Olas de muerte me circundan,
las aguas del averno me atropellan,
me rodean los brazos del seol,
delante de mí hay trampas de muerte.
En la angustia clamé hacia Yavé,
hacia mi Dios elevé un grito,
y él escuchó mi voz desde su santuario,
mi clamor alcanzó sus oídos (Sal 18, 57).
Respóndeme, Yavé Dios mío,
ilumina mis ojos,
no me duerma en la muerte (Sal 13, 4).
Pero Dios rescatará mi vida,
me arrancará del poder del seol (Sal 49, 16).
Yo espero que he de gustar la bondad de Yavé
en la tierra de los que viven (Sal 27, 13).
A ti clamo, Yavé, y digo:
Tú eres mi refugio,
tú mi porción en la tierra de los que viven (Sal 142, 6).
Ten piedad de mí, Yavé,
rescátame del poder de la muerte.
Yo cantaré tus alabanzas
a las puertas de la hija de Sión,
celebraré con júbilo tu auxilio (Sal 9, 14 s).
En la muerte nadie se acuerda de ti,
y en el seol ¿quién puede alabarte? (Sal 6, 6).
Tú, Yavé, sacaste mi vida del seol,
me arrebataste de entre los que descienden a la fosa (Sal 30, 4).
A la hora de la vejez no me rechaces,
no me abandones, cuando decae mi vigor (Sal 71, 9).
Le daré bienes a hartura
y le haré gustar mi salvación (Sal 91, 16).
En ti está la fuente de la vida (Sal 36, 10).
Del poder del seol nos librará,
de la muerte nos rescatará (Os 13, 14).
La experiencia y la esperanza hablan conjuntamente, en estas
expresiones calientes, de liberación de la muerte y de afianzamiento
de la vida. De la experiencia se pasará, en su momento, a
afirmaciones doctrinales.
Yavé da muerte y da vida,
hace bajar al seol y retornar (I Sm 2, 6).
Bienes y males, vida y muerte,
pobreza y riqueza vienen de Yavé (Eclo 11, 14).
No fue Dios quien hizo la muerte:
él todo lo creó para que subsistiera (Sabe 1, 13 s).
Después de sentirse creados y salvados, tanto el individuo como el
pueblo, después de experimentarlo así en la vida y en la historia,
pasan a reconocer a Yavé Dios como su creador y salvador. Es
justamente lo que proclaman en las grandes versiones de la creación
cósmica y de la historia humana, el eje de toda la Biblia.
La protología conoce las cosas saliendo del no ser a la existencia,
del caos a la creación, para llegar a hacerse todas buenas La historia
de la salvación presenta la humanidad encarnada en un pueblo, en
trance de hacer el camino hacia la realización definitiva. La
escatología dibuja el proyecto protológico perfectamente acabado.
Esas son las coordenadas de la temática de la Biblia. Tan audaz y
halagüeña visión tiene su fundamento en la experiencia, lugar en el
que convergen como agentes el trabajo humano y el poder gratuito
del Eterno.
Expresiones de la victoria de la vida sobre la muerte
Resurrección, inmortalidad. Muchos son los lenguajes con los que
la Biblia expresa la victoria de la vida sobre la muerte. El más
experimental es seguramente el de la vivencia del salto milagroso de
la muerte a la vida, que observamos en las citadas súplicas del
salterio.
En el género narrativo y de tipo más anecdótico, están las leyendas
sobre personas a las que Dios habría preservado arrancándolas del
mundo de la muerte, como Enoc y Elías (Gn 5, 24; Il Re 2,11); y están
también los relatos de reanimación de ciertas personas que, por obra
de un poder taumatúrgico, retornan de la muerte a la vida.
Elías reanimo al hijo de una viuda (I Re 17, 1724).
Ezequiel ve cómo el espíritu de Dios
convierte en seres vivientes los huesos de un cementerio (Ez 37,
114).
Jesús reanima a la hija de Jairo (Mt 9, 18.24 s).
Pedro vuelve a la vida a una mujer (Hch 9, 36 ss).
Por medio de una persona, el poder de la vida se impone al poder
de la muerte. Ésta no puede retener al que ha sido su presa.
La tierra devolverá sus muertos
y éstos revivirán (Is 26, 19).
Yo sé que mi redentor está vivo
y que él, al final, se alzará sobre el polvo,
y después que mi piel se haya consumido,
con mi propia carne veré a Dios (Job 19, 25 s).
La apocalíptica, a partir del siglo segundo a. C., intensifica el
antagonismo entre la muerte y la vida y cuanto estos conceptos
representan. La muerte es el mundo malo en que reina el satán; la
vida es la nueva creación en que la muerte no tendrá cabida. Termina
un eón, el del mundo malo, y empieza el eón del mundo redimido. El
categórico dualismo «este mundo otro mundo» se resuelve en la
victoria del segundo sobre el primero. Es la victoria de la vida.
El maravilloso acontecimiento encuentra en esta época tardía dos
términos que lo expresan: resurrección e inmortalidad.
La resurrección, concepto en vigor desde el siglo II a. C., no
consiste en la reanimación que hace volver a una persona de la
muerte a la vida mortal, sujeta de nuevo a la muerte. Es el despertar
del cuerpo animado, la persona con sus facultades, a una vida sin fin
en la nueva creación o en el reino. Es algo que tendrá lugar al final de
los tiempos, en la cima de la historia. Hasta entonces, los muertos la
esperan.
Los muchos que duermen en el polvo de la tierra despertarán,
unos para la vida eterna, otros para el oprobio (Dn 12, 2).
Los que mueren por la ley resucitarán para la vida eterna (11 Mac
7, 9).
Por eso tiene sentido el rezar por los muertos.
Judas Macabeo, al hacerlo, «actuó recta y noblemente,
pensando en la resurrección» (II Mac 12, 43).
En el siglo I a. C. se abre camino en el judaísmo otro término,
inmortalidad, que proviene de la tradición religioso-filosófica griega.
De raíces más débiles en la tradición de Israel, sería complementaría
y eludiría aspectos difíciles de la resurrección de un cuerpo
descompuesto. La inmortalidad no es retorno de un muerto a la vida.
Es la misma supresión de la muerte, en cuanto que lo esencial del
hombre, el alma, es inmortal por naturaleza. Si la resurrección
resquebraja el sepulcro, la inmortalidad elimina la muerte. Es la
afirmación mas categórica del triunfo de la vida.
Si el alma es naturalmente inmortal, también lo es el hombre,
porque aquélla es su esencia. La filosofía platónica que concibe al
hombre como un espíritu encarnado, se hizo aceptar por el
cristianismo. Lo que muere es el cuerpo, pero el alma no muere. Vivir
la muerte no tiene sentido, en este caso, porque muerte de lo que es
propiamente el hombre no existe.
Habría, no obstante, que matizar que Platón no dedujo esa verdad
de las luces de su razón, sino de una tradición religiosa basada en los
mitos órficos. Es, por lo tanto, verdad religiosa! antes que filosófica.
En la tradición judía y cristiana, al menos la original, la inmortalidad no
es propiedad congénita del alma espiritual, sino don de Dios al
hombre justo. No se deduce de la razón, sino de la experiencia
religiosa. Si el alma humana fuera por naturaleza inmortal, no tendría
sentido decir que los malvados quedarán en la muerte eterna.
El alma de los justos está en las manos de Dios
y no les alcanzará tormento alguno...
Su esperanza estaba llena de inmortalidad (Sab 3, 1.4).
La inmortalidad acompaña su recuerdo (Sab 4, 1).
Dios lo traslada al cielo (Sab 4,10, con alusión a Gn 5, 24).
La novedad del nuevo testamento
El cristianismo inició su andadura en el marco de la apocalíptica.
Pero su gran novedad es que no vino marcado por el dualismo
óntico-cósmico de aquélla, separando temporal y espacialmente dos
eones, este mundo y el otro mundo. En el cristianismo naciente los
dos mundos se entrecruzan, se enlazan y conviven.
Aunque no del todo, el nuevo eón ya está ahí, en el viejo que
continúa. La resurrección de los muertos, el gran acontecimiento del
final de la historia, se adelantó a esa hora y se hizo ya hecho del
presente en la resurrección de Jesús. Ése es el mensaje central del
nuevo testamento. Jesús es la primicia de ese acontecimiento, en
principio tan distante, que «muchos judíos» rechazan (I Cor 15,12) y
que hace reír a los griegos que oyen hablar a Pablo (Hch 17, 36).
¿Qué hay detrás de ese término que pretende victoria definitiva de
la vida sobre la muerte? ¿Tiene apoyo en alguna experiencia? ¿Cómo
encaja ese eterno futuro en este fugaz presente?
Jesús frente a la muerte
La resurrección de Jesús plantea, de entrada, la pregunta sobre su
actitud frente a la muerte y su actividad en contra de ella. Quizá valga
como respuesta que entre las señales que le definen, en la
contestación a los enviados del Bautista, está la de que «los muertos
resucitan» (Mt 11, 5). En la persona y obras de Jesús se nota un
poder taumatúrgico: «actúan en él poderes milagrosos» (Mt 14, 2),
empleados en superar la muerte y dar la vida. El plano en que eso
sucede es indistintamente el natural, el moral y el escatológico,
complementarios los unos de los otros. Jesús reanima en el plano
natural, regenera en el moral y resucita en el escatológico.
Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto...
Éste que dio la vida al ciego ¿no podría haber hecho algo para evitar
la muerte de su amigo?... El que cree en mi, aun que muera, vivirá (Jn
11, 21.25.37).
Y ¿cuál es la actitud de Jesús frente a su propia muerte natural? La
suya es una de las agonías más detalladamente pintadas en la Biblia.
Jesús siente en ese momento el rechazo que sienten todos.
Padre mío, si es posible, aparta de mi esta copa de amargura... Si
no es posible que esta copa de amargura pase sin que yo la beba,
hágase lo que tú quieras (Mt 26, 39.42).
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34)
Y, con todo, la muerte parece un dato integrado en la vocación
misma de Jesús, un componente de su misión. ¿No es eso lo que
significa su decisión de ir a su encuentro en Jerusalén?
Jesús empezó a manifestarles que el hijo del hombre tenia que
sufrir mucho, que había de ser rechazado... y que le matarían (Mc 8,
31).
Ya véis que vamos camino de Jerusalén. Allí el hijo del hombre será
entregado a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la ley:
ellos le condenarán a muerte y le pondrán en manos de extranjeros,
que se burlarán de él, le escupirán y le matarán (Mc 10, 33 s).
¿Por qué tenía que entrar la muerte en su misión? Se dirá que ésa
era la suerte de un profeta.
Os aseguro que Elías ya vino y ellos no le reconocieron, sino que le
maltrataron cuanto quisieron. Y el hijo del hombre va a sufrir de la
misma manera a manos de ellos (Mt 17, 12).
Si nosotros hubiéramos vivido en los tiempos de nuestros
antepasados, no nos habríamos unido a ellos para derramar la sangre
de los profetas (Mt 23, 30).
¿No tenía que sufrir el Mesías todo esto antes de entrar en su
gloria? (Lc 24, 26).
Los judíos fueron los que mataron a Jesús, el Señor, y a los
profetas (I Tes 2, 15).
En efecto, la gente reconoce en Jesús la personalidad de un profeta
y él, a su vez, se presenta como tal.
En todas partes es estimado un profeta, menos en su propia tierra y
en su propia casa (Mt 13, 57).
¿Quién es el hijo del hombre?... Unos dicen que es Juan el Bautista,
otros que Elías y otros que Jeremías o algún otro profeta (Mt 16, 14).
Jesús es, seguramente, el profeta escatológico, anunciado en la
persona del primero de los profetas, Moisés (Hch 3, 22, con Dt 18,
15).
Este hombre tiene que ser el profeta que iba a venir al mundo (Jn 6,
14)
Que el Mesías había de sufrir era algo que de antemano habían
anunciado los profetas.
Dios mismo os lo entregó conforme a un plan proyectado y conocido
de antemano, y vosotros... Ie clavasteis en la cruz y le matasteis (Hch
3, 18).
La aceptación de la muerte por parte de Jesús recuerda
concretamente la figura del Siervo de Yavé (Is 52,1353.12). Dos
razones aclaran, en ambos casos, el sentido de la aceptación de la
propia muerte: que es por otros, en su bien, y porque es una muerte
que tiene por delante la perspectiva indudable de la vida.
Sufrió el castigo para nuestro bien y con sus llagas nos curó...
Mi siervo traerá a muchos la salvación, cargando con sus culpas (Is
53, 5.11).
El hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino para servir y dar
su vida en pago de la libertad de todos los hombres (Mc 10, 45).
Si un grano de trigo no cae en tierra y muere, seguirá siendo un
único grano, pero si muere, producirá fruto abundante (Jn 12, 24).
Cristo murió por nuestros pecados, conforme a lo anunciado en las
Escrituras (I Cor 15, 3).
Y la otra razón de la aceptación de la muerte por parte del Siervo de
Yavé es que la muerte no era su final: el final era la elevación, el
triunfo de la vida.
Mi siervo va a prosperar, crecerá y llegará muy alto...
Por haberse entregado a la muerte en lugar de los pecadores,
tendrá descendencia, prolongará sus días
y por medio de él tendrán éxito los planes de Yavé (Is 52, 13; 53,
10)
¿Y el final de Jesús?
Dios resucitó a Jesús de entre los muertos
Lo fundamental de la fe cristiana está en saber que Jesús resucitó
o que Dios le elevó de entre los muertos. La resurrección, concepto
en perfecta armonía con la antropología de la Biblia, afirma la
recuperación para la vida de la persona integral, cuerpo y espíritu, no
en una nueva existencia histórica y mortal, sino en una existencia
escatológica, del final de los tiempos. La resurrección de Jesús hace
que ese final futuro sea ya un presente.
Dios le ha resucitado,
librándole de las garras de la muerte (Hch 2, 24).
El crucificado no está aquí:
ha resucitado, tal como había dicho...
Anunciad a los discípulos que Jesús ha resucitado,
que va delante de ellos, camino de Galilea.
Allí le veréis (Mt 28, 6 s).
La muerte no era sino el paso hacia la vida, la cima de la verdadera
esperanza.
El que vive preocupado solamente por su vida, terminará por
perderla; en cambio, el que no se apegue a ella en este mundo, la
conservará para la vida eterna (Jn 12, 25).
El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que dé su vida por
mi causa, ése la salvará (Lc 9, 24).
Con su muerte y su resurrección, Jesús el Cristo derribó el poder
absoluto de la muerte: representaba a todos aquellos que buscan la
vida verdadera.
Estuve muerto, pero ahora, ya ves: mía es la vida y tengo en mi
poder las llaves de la muerte y del abismo (Apc 1, 18).
Y como último enemigo destruirá la muerte (I Cor 15, 26).
RS/EXPERIENCIA: EXP-DE-RS: ¿Cómo se sabe de esa victoria de
la vida sobre la muerte? La resurrección de Jesús es una realidad que
tiene su apoyo en la experiencia. Fue vivida por sus discípulos. En un
primer momento, la muerte del Maestro fue para sus seguidores
escándalo y decepción. Habían esperado siempre una victoria; pero
esa muerte física les arrebató a ellos la vida: moral y espiritualmente
estaban muertos. La muerte natural no había hecho con el Maestro
ninguna excepción. Pero discípulos y seguidores se vieron
sorprendidos por su nueva presencia y descubrieron una suerte de
vida que no es destruida por la muerte natural. Esa presencia les hizo
a ellos revivir, y por eso le reconocieron a él vivo. Era la experiencia
de la resurrección ya acontecida. Los relatos de las apariciones se
basan sobre esas experiencias transformadoras, que de esclavos de
la muerte y del pecado hicieron personas libres (Flp 2, 4 s); de
amedrentados, testigos valientes; de personas vencidas, taumaturgos
capaces de hacer milagros (Hch 1, 8).
Sobre esa base entienden los discípulos qué es la resurrección o,
más que entenderla, la viven. Es un encuentro con el Maestro en otra
clave: en sus propias vidas. Su vida no es la de un reanimado que
vuelve a la vida mortal, sino vida total y definitiva, vida escatológica
que desafía la muerte y que anima otras vidas. Es la experiencia que
viven los discípulos en virtud de la poderosa presencia del Maestro.
La muerte en la perspectiva de la resurrección
La solidaria vinculación de los discípulos con la suerte del Señor
muerto y resucitado cambia todas sus vidas. Los cristianos entienden
que ha comenzado el orden nuevo de la escatología iniciada. Si el
Maestro resucitó, resucitarán también los que le siguen. El revivir que
experimentan en sus vidas, antes muertas, es la prueba de la
resurrección del maestro y de la suya.
Jesucristo murió por nosotros, a fin de que, despiertos o dormidos,
vivamos siempre con él (I Tes 5, 10).
Si se proclama que Cristo ha resucitado, venciendo a la muerte,
¿cómo andan diciendo algunos que los muertos no resucitan? Si los
muertos no resucitan es que tampoco Cristo ha resucitado (I Cor 15,
12 s).
Dios que resucitó a Jesús, el Señor, nos resucitará también a
nosotros (11 Cor 4, 14).
Si el espíritu de Dios que resucitó a Jesús vive en vosotros, él
mismo infundirá nueva vida en vuestros cuerpos mortales (Rm 8, 11).
Nosotros creemos que Jesús ha muerto y ha resucitado; y así Dios
ha de llevarse consigo igualmente a quienes han muerto unidos a
Jesús (I Tes 4, 14).
Si morimos con Cristo, viviremos con él (11 Tim 2, 11).
Esta perspectiva de vida escatológica plantea requerimiento a la
vida terrena. El discípulo debe hacer suya la suerte de Jesús y vivir
según su evangelio. La vida nueva es para aquellos que muestran
anhelarla en que han hecho algo por ella. La vida eterna produce
frutos en la vida terrena: son las señales y los fruto de la
resurrección.
¿Podréis vosotros beber la misma copa de amargura que yo bebo
o recibir el mismo bautismo que yo recibo? ... Sí, podremos hacerlo
(Mc 10, 38 s).
Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo, quedando asimilados
a su muerte. Por tanto, si Cristo venció a la muerte resucitando por el
glorioso poder del Padre, preciso es que también nosotros
emprendamos una vida nueva (Rm 6, 4).
Habéis resucitado con Cristo. Orientad, pues, vuestra vida hacia el
cielo... Poned el corazón en las realidades celestiales y no en las de la
tierra. Muertos al mundo, vuestra vida está escondida con Cristo en
Dios. Cuando Cristo, vida vuestra, se manifieste, también vosotros
apareceréis, junto a él, llenos de gloria (Col 3, 14).
Ahora vivo para Dios, crucificado juntamente con Cristo. Ya no soy
yo quien vive; es Cristo quien vive en mí (Gal 2,19 s).
Quiero conocer a Cristo, experimentar el poder de su resurrección,
compartir sus padecimientos y morir su misma muerte. Espero así
alcanzar en la resurrección el triunfo sobre la muerte (Flp 3, 10 s).
Amando a nuestros hermanos, hemos pasado de la muerte a la
vida. En cambio, el que no ama sigue muerto (I Jn 3,14).
La efectividad de la vida escatológica -de resucitado- en el hombre
hace que éste no tropiece, ya en su vida mortal, con la muerte-pecado
como barrera infranqueable, pues han sido vencidos. En su lucha
moral, la persona se siente asistida: ahora ya puede enfrentarse con
un poder que ha dejado de ser absoluto.
Así como el pecado trajo el reinado de la muerte, así también será
ahora la gracia la que reine por medio de Jesucristo (Rm 5, 21).
Cuando erais esclavos del pecado, os considerabais libres respecto
al bien... Pero todo aquello venía a parar en muerte. Pero ahora
habéis sido liberados del pecado, sois siervos de Dios... y tenéis por
meta la vida eterna. Porque el salario que ofrece el pecado es la
muerte, mientras que Dios ofrece como regalo la vida eterna por
medio de Cristo Jesús (Rm 6, 2023).
La nota de la actualidad de esa vida escatológica es tema insistente
en Juan. Jesús, su vida, su evangelio y sus frutos, están todos
presentes en la comunidad que vive en torno a él. Esa vida es el fruto
palpable de la resurrección: la vida eterna presente en el tiempo. En
éste se puede experimentar su realidad.
Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6).
Yo soy el pan de vida.
El que viene a mí jamás tendrá hambre (Jn 6, 35).
Yo soy el pan bajado del cielo.
El que coma de este pan vivirá para siempre (Jn 6, 51).
Yo soy la resurrección y la vida.
El que cree en mí, aunque muera, vivirá (Jn 11, 25).
El que beba el agua que yo quiero darle
nunca más volverá a tener sed.
Porque el agua que yo quiero darle
se convertirá en su interior
en un manantial capaz de dar vida eterna (Jn 4, 14).
Tanto amó Dios al mundo
que no dudó en entregarle a su hijo único,
para que todo el que crea en él no perezca,
sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16).
Si vivimos, para el Señor vivimos.
Si morimos, para el Señor morimos.
En vida o en muerte, del Señor somos (Rm 14, 8).
En Pablo la vida terrena se ve como tiempo transitorio, anhelante de
vida eterna, la vida verdadera del hombre espiritual. En la vida de este
hombre están juntos lo transitorio y lo eterno. El hombre está a la vez
en los dos polos, que ya dejan de serlo, porque la eternidad se mete
en el tiempo. Con intención a la vez proclamativa y didáctica, Pablo
trabaja así el orden nuevo.
Aunque nuestra condición física va desmoronándose, nuestro ser
interior va recibiendo cada día vida nueva (11 Cor 4, 16).
Se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual. Pues si
hay cuerpo animal, también lo hay espiritual... El primer hombre
procede de la tierra y es terreno; el segundo viene del cielo... Y así
como hemos incorporado en nosotros la imagen del hombre terreno,
incorporamos también la del celestial (I Cor 15, 44.47.49).
A los que vivimos en esta morada corporal nos abruma la aflicción,
pues no queremos quedar desnudos, sino sobrevestidos, de modo
que lo mortal sea absorbido por la vida (11 Cor 5, 4).
Valor del lenguaje escatológico
Muerte y vida son en el plano escatológico términos simbólicos:
desde el nivel natural, analizable, orientan la atención hacia un nivel
profundo, misterioso, no abarcable ni por la ciencia ni por la razón. La
muerte y la vida tienen aquí carácter de absolutos, y el lenguaje no los
comprende. Los símbolos hacen pie sobre una analogía que se
espera que haya entre lo natural-moral, accesible a la comprensión, y
lo escatológico desbordante. Se entiende que las realidades deben
ser homogéneas: lo escatológico sería lo negativo y lo positivo de la
muerte y de la vida en grado sumo. Pero, en definitiva, se trata de un
destino que, si bien preparado por el hombre y en correspondencia
con su opción, le es dado, le espera y le llega, desbordando todas sus
capacidades y sobrepasando su tiempo de acción.
El supuesto escatológico cuenta con la continuidad de la persona
más allá y por encima de la muerte, fuera del régimen de las
categorías del espacio y del tiempo. ¿Es realmente asumible ese
supuesto? ¿Tiene lógica ese lenguaje? ¿Es, de alguna manera,
objeto de vivencia para que se pueda hablar de vivir la muerte y la
vida en ese plano? En cualquier caso, tenemos un sujeto, que ha sido
consciente de sí y del mundo de su alrededor; que ha hecho cosas
que que dan en el mundo; que ha cultivado relaciones por las que ha
entrado en la historia humana y cósmica, y que ha mantenido una
comunión con el Dios trascendente, supuestamente señor de la
muerte y de la vida. Cimentado en lo más profundo de su ser, ese
sujeto sintió siempre una repugnancia irreprimible hacia la aniquilación
y un anhelo irrenunciable de vivir, no acallado ni por la evidencia de
los sentidos ni por las seguridades de la razón en sentido contrario.
Más todavía, ese sujeto entiende que ha saboreado adelantos de lo
que pudieran ser la muerte y la vida absolutas, en los
desbordamientos del mal y del bien que ha conocido a lo largo de su
vida. Y cuenta, incluso, experiencias de haber sobrevivido a muchas
formas de muerte en su vida, lo cual le ha dado pie para anhelar la
victoria definitiva de la vida sobre la muerte. Es lo que se proclama
con los términos resurrección e inmortalidad.
¿Valen algo esos títulos? En el fondo no son razones tan diversas
de las que alimentaban alguna esperanza de vida más allá de la
muerte en el plano natural. Las de ahora se asientan sobre ellas, pero
son más audaces, en cuanto que se hacen soporte de la acción
sobrehumana. Pero de ésta no hay prueba objetiva, porque su objeto
no es racionalmente abarcable ni científicamente analizable. El
lenguaje que habla de ella no es doctrina capaz de comprender, es
símbolo que sugiere, que apunta, que insinúa. Pero hay que decir que
lo que sugiere entra de lleno en la vida, tiene más férrea realidad que
objeto alguno. Ese lenguaje, por lo tanto, no tiene valor de ciencia o
de teoría, pero sí de experiencia, que llega a mayor hondura. Cierto,
para que el lenguaje mantenga su valor, la experiencia ha de estar
siempre en activo. Si dejara de haber quien viva esa experiencia, el
lenguaje se quedaría sin apoyo.
CONCLUSIÓN
Armonización de niveles
La Biblia, lo hemos visto, ahonda en el tratamiento de la vida y de la
muerte en sus varios niveles. Distinguirlos era metodológicamente
indispensable para penetrar en los entresijos de esas experiencias
cardinales del sujeto humano, conociendo en cada momento el
sentido y valor del lenguaje. Al verlos individualizados, alguno tal vez
decidirá aceptar como válido un nivel y excluir otro. La verdad es que
se entrecruzan de tal suerte que es casi imposible aislarlos. Quizá el
que excluya alguno, en realidad, lo dejará sumergido en los otros,
pues se trata de componentes que integran el mismo sujeto humano,
que es naturaleza, responsabilidad y esperanza.
Reintegrar otra vez esos niveles es también metodológicamente
necesario, si se quiere enfocar al hombre entero, integrado por lo
biológico, lo moral y lo religioso o, lo que es lo mismo, por la obra de la
naturaleza, la acción personal y el favor del Dios trascendente.
La existencia encuadrada entre el nacer y el morir es el espacio
natural, el campo de oportunidades, para decidir la muerte o la vida
en el plano moral, o para realizarse como persona, conforme a
criterios de conciencia, de valores y de ideales; y esos planos natural
y moral son los espacios dados para preparar la muerte o la vida en el
sentido escatológico y para experimentar ya la una o la otra.
La vida y la muerte en el plano natural vienen ya dadas y no están
en las manos del hombre; en el plano moral el hombre es dueño de
optar entre una u otra, con lo cual se cultiva como ser humano, decide
la calidad de su existencia y prepara su último destino. Desde el plano
moral el hombre controla de alguna manera los restantes. Desde ese
centro humaniza su condición natural y la convierte en historia; y
también desde ahí se abre camino hacia más allá del tiempo y espacio
de la historia, y se asoma al Reino. Aquí la muerte y la vida son
definitivas, intemporales y eternas, cualidades que apuntan a la
resolución sobrehumana de lo humano.
En la vida y la muerte natural cuenta el plano moral: en éste el
hombre trabaja para mejorar el proyecto humano; pero los dos se
orientan al plano escatológico, en el que la muerte o la vida se
consuman. Propiamente sólo la vida es aquí meta: la derrota de todas
las muertes. El Reino es la suprema aspiración, y a ella el hombre no
puede renunciar. Pero el presentismo de la resolución escatológica no
quita a la muerte física su amargo sabor. Éste es un componente de lo
humano que nadie le puede ahorrar. El despliegue de las dimensiones
moral y escatológica lo hacen más soportable.
La plenitud de vida que ya se experimenta en el grado más
elemental de la vida humana, se corrobora y se refuerza en los otros
niveles. El hombre cabal, la persona humana, se realiza con la
integración y armonización de las tres dimensiones: ser natural, moral
y religioso. La vida escatológica salta de los esquemas del espacio y
del tiempo; pero es en la mundana existencia en donde se la conoce,
y también allí donde se empieza a vivirla. La eternidad entra por ella
en el tiempo.
Vivir la muerte
MU/QUE-ES-VIVIRLA: Pese a tan amplio tratamiento de la vida y de
la muerte, la Biblia no nos hace asistir a muchas agonías. Y es que allí
la muerte no espera a ser vivida en el trance mismo de morir. Este
momento es generalmente imprevisible, impreciso, con frecuencia
inconsciente. En todo caso, el moribundo es raramente capaz de
hacer giros que aporten algo nuevo, no vivido ya previamente.
Realmente la muerte se vive en el desvivir que se escalona a lo largo
de toda la vida, en el contexto de otras experiencias y con muy
variada incidencia. La muerte esta en la misma vida como un
componente de su definición, como criterio de valoración y como
principio de acción. El hombre la vive cuando asume su condición y
cuando hace su opción por su destino, por su modo de sobrevivir. Es
vivencia que llena el tiempo de la existencia, rebasando sus limites.
Vivir la muerte es tenerla presente en la conciencia y sacarle partido
en favor de la vida. Esto lleva consigo no mirarla pasiva y
resignadamente, como una fatalidad que llega desde fuera, sino como
hecho humanizable que viene desde dentro. Desde aquí se la siente
venir y se la acoge como una vivencia, con una beligerancia frente a
ella que ya tiene carácter de victoria. Hemos visto cómo esto ocurre
en los varios niveles. En vista de ella se adoptan actitudes, se toman
decisiones, se deciden comportamientos, todo eso que constituye el
entramado de la vida. La muerte pregunta a la vida cómo quiere
sobrevivir. Y la vida responde haciéndose sus caminos.
¿Aprender a morir? Un capitulo de la asignatura de aprender a vivir.
La vida sabia es la que se hace cargo de la muerte, ganándole la
delantera para que no sorprenda "como ladrón inesperado». No es el
caso de anticipar la vivencia de ese momento, ni de pretender mirarlo
estoicamente, como algo que no nos afecta. Es el caso de utilizarla
para aquilatar los caminos de la vida. Para el que la tiene presente,
cuando llegue, será en armonía con lo que desde antes le ha
significado, en función de la condición natural, de la opción moral y del
destino escatológico. La vida en su campo de prácticas, en que la
muerte se ha desabsolutizado, es un límite limitado, tratable,
superable por la fuerza de la vida. «El amor es más fuerte que la
muerte» (Ct 8, 6).
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