CUESTIONES ANTROPOLÓGICAS

     

  1. El sentido del humor en la educación

  2. El tiempo de la vida humana

  3. El destino del hombre: planteamientos

  4. Psicología del dolor: miedo, tristeza y sufrimiento

  5. La dignidad de la persona

  6. El afán de poder y la ley del más fuerte

  7. El sentido de la vida

  8. El fin de la vida social

Al hablar de la voluntad dijimos que una de las cinco formas de querer podía llamarse amor de benevolencia. La benevolencia como actitud moral también nos es familiar: consiste en prestar asentimiento a lo real, ayudar a los seres a ser ellos mismos. Si pensamos un poco más en esa definición, y sobre todo en esa actitud, enseguida descubriremos que consiste en afirmar al otro en cuanto otro. Esto también puede ser llamado amor: «amar es querer un bien para otro». El amor como benevolencia consiste, pues, en afirmar al otro, en querer más otro, es decir, querer que haya más otro, que el otro crezca, se desarrolle, y se haga «más grande». Esta forma de amor no refiere al ser amado a las propias necesidades o deseos, sino que lo afirma en sí mismo, en su alteridad. Por eso es el modo de amar más perfecto, porque es desinteresado, busca que haya más otro. También podemos llamarlo amor-dádiva, porque es el amor no egoísta, el que ante todo afirma al ser amado y le da lo que necesita para crecer. Por eso, amar es afirmar al otro. Sin embargo, también existe la inclinación a la propia plenitud, un querer ser más uno mismo. Esto es una forma de amor que podemos llamar amor-necesidad, porque nos inclina a nuestra propia perfección y desarrollo, nos hace tender a nuestro fin, nos inclina a crecer, a ser más. Por eso podemos llamarlo también amor de deseo. Esta forma de amor es el primer uso de la voluntad, que hemos llamado simplemente deseo o apetito racional. Según él, amar es crecer. En cuanto la voluntad asume las tendencias sensibles, en especial el deseo, éstas pueden llamarse también amor, en el sentido de amor-necesidad o amor natural: «se llama amor al principio del movimiento que tiende al fin amado», como dijimos al clasificar los sentimientos y pasiones. Hay que decir, sin embargo, que llamar amor al deseo de la propia plenitud, a la inclinación a ser feliz, a la tendencia sensible y a la racional, puede hacerse siempre y cuando este deseo no se separe del amor de benevolencia, que es la forma genuina y propia de amar de los seres humanos. La razón es la siguiente: el puro deseo supedita lo deseado a uno mismo, es amarse a uno mismo, porque entonces se busca la propia plenitud, y la consiguiente satisfacción, y, por así decir, se alimenta uno con los bienes que desea y llega a poseer. Pero a las personas no se las puede amar simplemente deseándolas, porque entonces las utilizaríamos para nuestra propia satisfacción. A las personas hay que amarlas de otra manera: con amor de amistad o benevolencia. Así pues, el amor se divide de un primer modo, que es considerando su forma, uso o manera, que es, como se acaba de ver, doble: el amor-necesidad y el amor dádiva. En las acciones nacidas de la voluntad amorosa, que se explicarán después, sucede algo realmente singular: el quinto uso de la voluntad (el amor dádiva) refuerza y transforma los cuatro restantes, empenzando por el amornecesidad o deseo. Hay, pues, una correspondencia del amor de benevolencia con el amor-necesidad y los restantes usos de la voluntad, de la cual resulta que éstos se potencian al unirse con aquél. Antes de exponer esas acciones, y para terminar la exposición general acerca del amor, son necesarias tres precisiones:

1) Todos los actos de la vida humana, de un modo o de otro, tienen que ver con el amor, ya sea porque lo afirman o lo niegan. El amor es el uso más humano y más profundo de la voluntad. Amar es un acto de la persona y por eso ante todo se dirige a las demás personas. Sin ejercer estos actos, y sin sentirlos dentro, o reflexionar sobre ellos, la vida humana no merece la pena ser vivida. De aquí se sigue que el amor no es un sentimiento, sino un acto de la voluntad, acompañado por un sentimiento, que se siente con mucha o poca intensidad, e incluso con ninguna. Puede haber amor sin sentimiento, y «sentimiento» sin amor voluntario. Sentir no es querer. En las líneas que siguen se pueden ver muchos ejemplos de actos del amor que pueden darse, y de hecho se dan, sin sentimiento «amoroso» que los acompañe. El amor sin sentimiento es más puro, y con él es más gozoso. Pero ambos no se pueden confundir, aunque tampoco se pueden separar. Ese sentimiento, que no necesariamente acompaña al amor sensible o voluntario, puede llamarse afecto. Amar es sentir afecto. El afecto es sentir que se quiere, y se reconoce fácilmente en el amor que tenemos a las cosas materiales, las plantas y los animales, a quienes «cogemos cariño» sin esperar correspondencia, excepto en el caso de los últimos. El afecto produce familiaridad, cercanía física, y nace de ellas, como ocurre con todo cuanto hay en el hogar. Pero además de afectos, el amor tiene efectos: como todo sentimiento, se manifiesta con actos, obras y acciones que testifican su existencia también en la voluntad. Los afectos son sentimientos; los efectos son obra de la voluntad. El amor está integrado por ambos, afectos y efectos. Si sólo se dan los primeros, es puro sentimentalismo, que se desvanece ante el primer obstáculo.

2) Uno de los efectos del amor es su repercusión en el propio sujeto que ama, y se llama placer, que es el gozo o deleite sentido al poseer lo que se busca o realizar lo que se quiere. De este modo «el placer perfecciona toda actividad» y la misma vida, llevándola como a su consumación. Se pueden señalar dos clases de placeres: «los que no lo serían si no estuvieran precedidos por el deseo, y aquellos que lo son de por sí, y no necesitan de esa preparación». A los primeros podemos llamarles placeres-necesidad, y nacen de la posesión de todo aquello que se ama con amor-necesidad, por ejemplo, un trago de agua cuando tenemos sed. A los segundos podemos llamarlos placeres de apreciación, y llegan de pronto, como un don no buscado, por ejemplo, el aroma de un naranjal por el que cruzamos. Este segundo tipo de placer exije saber apreciarlo: «los objetos que producen placer de apreciación nos dan la sensación de que, en cierto modo, estamos obligados a elogiarlos, a gozar de ellos», por ejemplo, todos los placeres relacionados con la música. Se sitúan en el orden del amor-dádiva porque exigen una afirmación placentera de lo amado independiente de la utilidad inmediata para quien lo siente. El término satisfacción, que se puede aplicar al primer tipo de placer, esclarece también lo que se quiere indicar con el segundo. La idea más habitual acerca del placer lo restringe más bien a la fruición sensible y «egoísta» propia de los placeres-necesidad (dejarse caer en el sillón al llegar a casa), pero tiende a dejar en la penumbra la satisfacción, más profunda, de los placeres de apreciación (encontramos un regalo en nuestra habitación). Los placeres gustan al hombre, de tal modo que los busca siempre que puede. Está expuesto por ello al peligro de buscarlos por capricho, y no por necesidad, haciendo de ellos un fin, incurriendo entonces en el exceso (beber más de la cuenta si estamos sedientos). Enseñar a alcanzar el punto medio de equilibrio entre el exceso y el defecto de los placeres corresponde a la educación moral, que produce la armonía del alma.

3) La división del amor en amor-necesidad y amor-dádiva se hace, como se ha dicho, según el modo de querer en uno y otro caso (primer y quinto uso de la voluntad respectivamente). Sin embargo, también se puede dividir el amor según las personas a quienes se dirige, según tengan con nosotros una comunidad de origen, natural o biológico, o no lo tengan. En el primer caso, se da una cercanía y familiaridad físicas que hacen crecer espontáneamente el afecto: padres, hijos, parientes... Este es un amor a los que tienen que ver con mi origen natural. Podemos llamarlo amor familiar o amor natural. Cuando no se da esta comunidad de origen, el tipo de amor es diferente: lo llamaremos amistad, que a su vez puede ser entendida como una relación intensa y continuada, o simplemente ocasional. Un tercer tipo es aquella forma de amor entre hombre y mujer que llamaremos eros y forma parte la sexualidad, y de la cual nace la comunidad biológica humana llamada familia: es un amor de amistad transformado, intermedio entre esta última y el amor natural.

 

El sentido del humor en la educación

1. EL BUEN Y MAL HUMOR

Definir lo que sea el sentido del humor no es tarea fácil. Se trata de un concepto que designa una actitud humana, un determinado talante ante la realidad en que vivimos y, por tanto no es un simple fenómeno, un hecho que podamos aislar, analizar y catalogar al lado de otros. Si se atiende a sus manifestaciones externas de modo exclusivo o principal, puede llegarse a desvirtuar su naturaleza, y no ser capaces de entender su profundo sentido: una persona con cosquillas fáciles no es, obviamente, una persona con sentido del humor, aunque éste se encuentre muy ligado a la risa y a la sonrisa; ni tampoco un espíritu burlón es fruto del sentido del humor, sino más bien su degradación o empobrecimiento. El sentido del humor se relaciona con rasgos tales como agudeza, finura, alegría, oportunidad, serenidad, ecuanimidad y muchos otros. Pero intentar su comprensión por medio de estos rasgos característicos puede ocultar su naturaleza en una maraña analítica de factores y sus relaciones. Por todo esto, en las líneas que siguen se intentará una explicación del sentido del humor partiendo de la raíz.

El "humor" es un término vago en cuanto que es metafórico en nuestro contexto. Cuando se habla de "sentido del humor", se emplea el término "humor" en sentido traslaticio o figurado, dándole una referencia espiritual a lo que, de suyo, tenía una referencia material. Efectivamente, el humor, o, mejor dicho, los humores, son líquidos internos del organismo humano que, en la concepción de la medicina antigua, eran la vía o cauce de la salud corporal. También este significado resulta vago e impreciso a la luz de los conocimientos actuales; pero, sin embargo, era mucho más preciso en el marco de los precarios conocimientos antiguos. Muchas enfermedades se explican entonces por un desajuste de los humores internos, o por una degradación o putrefacción de los mismos. De ahí el conocido y frecuente remedio de la sangría para eliminar sencillamente estos malos humores. Dicho de otra manera, el humor, los humores en sentido físico y material, son un exponente denotativo de la salud corporal. Buenos o malos humores denotaban respectivamente, buena o mala salud corporal. Analógicamente, se habla de "buen" o "mal humor" para significar una buena o mala salud espiritual. Y de la misma forma que la salud corporal consiste en la armonía de las diversas funciones orgánicas, la salud espiritual puede entenderse como la armonía entre los diversos actos del alma. Salud espiritual no significa estrictamente bondad o virtud. Del mismo modo que hay cuerpos débiles que, sin embargo, gozan de salud, también hay espíritus poco virtuosos que están saludables. Lo que ocurre es que, al igual que el cuerpo débil está más expuesto que el fuerte a perder la salud, también el espíritu poco virtuoso pierde más fácilmente la buena salud anímica, el buen humor.

2. EL SENTIDO DEL HUMOR

El buen humor o el mal humor, así como la buena salud o la mala salud, tienen como característica su inestabilidad; se pierden o se transforman unos en otros y, además, la mayoría de los casos, se pierden descontroladamente. No somos dueños de mantener una buena salud cuando existe un dolor corporal, ni tampoco podemos mantener el buen humor cuando nos embarga la tristeza, el dolor espiritual. El buen humor o el mal humor son disposiciones fluctuantes, inestables de suyo, aunque haya personas en las que redominan

más el buen o el mal humor, como puede predominar más la buena o la mala salud corporal. Los malhumorados frecuentemente están irritables, suspicaces, sombríos, pesimistas, hoscos; no tienen salud espiritual, y por eso sufren; por eso están tristes. Los que tienen buen humor transmiten el goce de su alegría, fruto de su buena salud espiritual; por eso se manifiestan pacientes, francos y abiertos, radiantes, optimistas, acogedores. Pero estos estados de ánimo, aunque pueden ser frecuentes y constantes, no son permanentes ni estables de suyo; siempre son susceptibles de ser modificados. Los humores son transitorios y no definen a la persona. La realidad vista a través de un humor tampoco es la realidad verdadera, tal cual ella es. El que entiende esto en profundidad y lo incorpora a su vida, tiene su sentido; en este caso, tiene el sentido del humor. Tener sentido del humor es, pues, entender, tener sentido de la apariencia y de la realidad, de lo mutable y de lo permanente, de lo accesorio y de lo esencial. Es saber percibir el humor, es decir, el estado de ánimo de las personas; pero, por debajo de ese humor transitorio y mutable y, por tanto, accesorio, tener sentido del humor es saber percibir lo esencial, radical y permanente de las personas. Tener sentido del humor es percibir el humor, pero justamente como tal humor, es decir, como apariencia accidental. Ahora bien, sólo puede percibirse la apariencia como tal apariencia cuando se percibe antes la realidad; sólo puede conocerse lo mutable desde el conocimiento de lo permanente; sólo se considera lo accesorio como tal cuando se ha contemplado lo esencial. Sólo puede entenderse el humor de las personas como tal humor, es decir, como estado mutable de ánimo, cuando se entiende a la persona en su ser real, es decir, como criatura, como destello amoroso de la divinidad. El que tiene sentido del humor es un buscador incansable del ser real de las personas en medio de las apariencias inmediatas que se traducen en el humor, bueno o malo. Es un rastreador constante de la alegría, como primer efecto de esa consideración de la bondad del ser personal. Por eso, es un buscador de la risa y de la sonrisa. Pero no toda risa y toda sonrisa le satisface, sino sólo aquélla que surge de la búsqueda de lo bueno en medio de lo que parece malo. De ahí que la burla, el sarcasmo y -frecuentemente la ironía no sean manifestaciones del sentido del humor, aunque te hagan reír o sonreír; pues éstas, en efecto, no responden a esa búsqueda de la bondad permanente en medio de los humores transitorios. Por el contrario, la burla y el sarcasmo persiguen resaltar lo malo, lo defectuoso. Un ejemplo está en las parodias o imitaciones personales: pueden hacerse con sentido burlesco, acremente, exagerando los defectos y complaciéndose en ellos; pero también pueden hacerse con sentido del humor, con dulzura, mostrando tanto los defectos como las buenas cualidades, enseñando el humor de la persona parodiada, es decir, dando ligereza a lo que resulta de suyo grave o solemne. La parodia hecha con sentido burlesco invita al menosprecio; en cambio, la parodia que proviene del sentido del humor propicia el cariño entrañable a la persona parodiada. Por eso, se considera propio del humorista el que dirige su sentido del humor hacia sí mismo en primer lugar.

3. COMPRENSIÓN, ALEGRÍA, INGENIO, ESPERANZA

La persona con sentido del humor es, en las relaciones humanas, comprensiva. Entiende, "tiene sentido" del humor, es decir, comprende lo que pasa a sus semejantes y a él mismo. Comprende que no es tan fácil mostrarnos tan buenos como somos debido al 'humor", a nuestro estado de salud espiritual. Por encima de nuestro carácter, de nuestras virtudes o cualidades sociales, de nuestro grado de armonía espiritual, somos buenos en cuanto que somos queridos por Dios. El comprensivo es el que entiende ésto en su corazón, el que comprende la flaqueza humana; el comprensivo es el que, sin transigir en los vicios, defectos o pasiones, tolera sus efectos en sus semejantes, y los fustiga precisamente con alegría, con la ligereza del chiste o la broma, y no con la gravedad de la reprensión o sanción legal. La persona con sentido del humor busca la alegría por encima de todo, porque, antes que nada, busca el goce de la felicidad, que es precisamente la alegría. El que tiene sentido del humor entiende profundamente que, primero que nada, importa la felicidad de las personas, y sabe que ésta es el verdadero camino de su perfección, de su mejora. Por eso, ante cualquier situación, sabe encontrar el aspecto más cercano a la felicidad y lo pone de manifiesto. Y si no acierta a encontrarlo, se alegra cuando otro lo encuentra y goza con él igualmente. Propio del sentido del humor no es sólo hacer reír y sonreír, sino participar de la risa y de la sonrisa. Propio del sentido del humor es saber reir y sonreír, esto es, buscar intencionalmente la alegría. Por eso, el sentido del humor es una manifestación inmediata de la inteligencia libre del hombre, del ingenio. Poder percibir el fondo de bondad y de alegría de una persona o de una situación, en medio del velo que tiende la apariencia del "humor", es un efecto de la inteligencia humana y de su libertad. Se requiere ingenio para descubrir el fondo de realidad esencial, que invita siempre a la alegría, cuando lo que se ofrece a la mirada es un conjunto de elementos ingratos y desagradables. Tal es la relación que guarda el sentido del humor con lo cómico. La comicidad se da cuando, en una situación de aparente seriedad y rigor, se descubre bruscamente un fondo de verdad que es visible. Ante esta situación caben dos reacciones: la estupefacción o la risa. El que carece de sentido del humor queda estupefacto, es decir, cobra conciencia de su estupidez. El que goza de sentido del humor, ríe, es decir, se rinde ante la realidad visible. Por último, la esperanza es otro puntal del sentido del humor. Se requiere comprensión hacia las personas, afán de alegría e ingenio para buscarla; pero la esperanza es condición de todo esto. Efectivamente, aparece primero lo ingrato, lo grave, lo riguroso de una situación o de una persona, y luego se acierta a ver que, en el fondo, todo es "humorístico", propio del humor. Pero lo primero es la apariencia grave e ingrata. Se requiere un arraigado talante de esperanza para enfrentarse a ello con perspectiva de humor.

4. EL SENTIDO DEL HUMOR EN LA EDUCACIÓN

Decía Hermann Nohí: un niño es una cosa muy seria, pero, ¿quién puede tomárselo en serio solamente? Para este autor, el sentido del humor es uno de los tres rasgos principales que conforman el ser del educador1. No es difícil conjeturar que la comprensión, la alegría, el ingenio y la esperanza son esenciales al educador. En la educación, el sentido del humor se revela en dos dimensiones radicales, tanto de una como del otro. Sentido del humor es también sentido del orden y sentido del fin. Donde no hay educación, hay desorden, y donde hay educación está presente el orden. No se indica aquí la educación de la virtud del orden, cuanto el orden como ambiente educativo: el orden en las acciones, en los objetivos y en los enseres materiales que sirven a ambos. Orden es la relación adecuada de algo con su razón de ser, esto es, con su origen y con su fin. La educación, pues, precisa del orden como del mantillo fecundo que la potencia y hace eficaz. Ahora bien, el orden, entendido en sentido humano, es relación adecuada al fin, y este fin es la felicidad. Y la felicidad se traduce en alegría. Cuando un determinado orden no promueve, a la larga o a la corta, la alegría, no puede hablarse de tal orden, porque no hay relación adecuada al fin. El orden que llega a atosigar y a ensombrecer el espíritu, no es un orden humano. Por eso, aunque genéricamente pueda afirmarse que es bueno que todo esté ordenado, no debe olvidarse que el orden humano debe entenderse -en palabras de J.J. Sanguinetti- como límite del desorden. En educación, el sentido del orden es el de límite del desorden. Y tal es también la percepción propia del sentido del humor: ver el desorden, fruto de la libertad humana, en la entraña del orden, controlado por éste, pero presente como alegre y libre de desorden. También el sentido del humor es sentido del fin, y esto es, así mismo, esencial en educación. El educador precisa, antes que nada, saber cuál es el fin de su acción, porque sólo así sabe utilizar eficazmente los medios de que dispone, y sabe incluso encontrar nuevos medios. Le es esencial al educador tener un sentido profundo del fin para no caer en una trampa mortal que Buchíer llamaba "adoración del método". Educar no es conocer bien los métodos ducativos, sino tener sentido del fin y poder, así, convertir los medios en métodos educativos. La metodología educativa puede aconsejar una acción,' pero si la realidad aconseja otra,' el educador prudentemente es atenderá la metodología. Y lo hará con sentido del humor, con alegría; sabiéndose reír de esa metodología que le era tan querida.

5. - EL SENTIDO DEL HUMOR Y EL DOLOR

El sentido del humor es una capacidad humana, o sea, responde al uso voluntario de unas disposiciones o posibilidades de acción. Como tal capacidad es susceptible de desarrollo intencional. Además, como se trata de una capacidad gratificante, su desarrollo es más fácil de lo que pudiera parecer. Puede promoverse el sentido del humor mediante la educación, y es uno de los mejores servicios que presta el educador, pues el sentido del humor es un poderoso remedio del dolor. El dolor, sea físico o espiritual, tiene sus grados, y esto es sabido. Pero no siempre se tiene en cuenta que pueden bajarse o subirse algunos grados según la actitud del sujeto que sufre. La razón humana implica reflexividad y conciencia; lo que significa que ante cualquier hecho subjetivo, se reflexiona y se toma conciencia de él. Ante el dolor, se sufre por el mismo dolor; pero también hay un sufrimiento añadido por la conciencia del propio sufrimiento; como hay una alegría añadida por la conciencia de la propia alegría. Es aquí donde tiene entrada el sentido del humor. El dolor implica pérdida de salud, tanto corporal como espiritual; y la mala salud se traduce en un mal "humor". Si se tiene sentido de ese humor, puede aliviarse el sufrimiento añadido por dicho mal humor, transformándose en alegría añadida al sufrimiento. Cuando aparece el dolor en la vida humana se sufre inevitablemente. Pero puede sufrirse menos si se tiene sentido del humor, que en este caso es también sentido del dolor. En medio del dolor puede buscarse también la alegría. Con ello, no se dejará de sufrir; pero se sufrirá menos al impedir que se añada la conciencia continua del propio dolor como un sufrimiento más. Hay ocasiones en las que la intensidad del dolor corporal o de la tristeza deja reducido al mínimo el sentido del humor. Entonces resulta casi imposible promover la risa. No obstante, aun entonces puede alegrarse uno con la alegría ajena. Pero ésto ocurrirá cuando el sentido del humor, antes de presentarse el dolor, haya alcanzado un nivel máximo; sólo entonces se conservará ese mínimo ante el zarpazo del sufrimiento. También en la educación pueden darse momentos en los que el sentido del humor será mínimo, prácticamente inoperante. Ocurre así cuando la educación es imposible, porque el educando se niega absolutamente a recibir la ayuda valiosa del educador. Entonces sólo queda la esperanza que es, como se dijo, la quintaesencia del sentido del humor; como lo es del sentido del dolor y del sentido de la educación. Comprensión en el corazón, alegría en la voluntad, ingenio en el entendimiento y, sobre todo, esperanza en el alma. Tales son las dimensiones esenciales de eso que llamamos sentido del humor, y de ahí se desprende su papel en la educación y su importancia ante el dolor.

El tiempo de la vida humana

Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de antropología", Eunsa, Pamplona 1996

Nuestro largo recorrido por el derecho, la cultura, la economía y la política nos ha obligado a hablar por extenso de la ubicación espacial del hombre en la naturaleza y en la vida social y urbana. Sin embargo, no hemos abordado todavía aquello que posiblemente es una de las facetas más fascinantes de su vida, origen de un sinfín de excitantes misterios: el paso del tiempo y nuestra capacidad de superarlo. No se puede de ninguna manera olvidar la antropología de la temporalidad, tan rica en implicaciones: el hombre es un ser temporal. Ya en su momento se señaló esa condición, y el carácter biográfico y cíclico del tiempo vital. En este capítulo vamos a detenemos en estas sugestivas realidades. De entrada nos detendremos a describir brevemente las características del tiempo humano y el modo actual de vivirlo. En primer lugar, conviene insistir en que el hombre puede trascender verdaderamente el tiempo. En los últimos siglos, autores ya citados, como Nietzsche o Heidegger, han dado una opinión más bien pesimista al respecto: de un modo u otro han identificado al hombre con su condición temporal, clausurándole en ella. En consecuencia, se han visto forzados a dar una contestación más bien fatalista o nihilista a la pregunta por el sentido de la vida: no podemos saber si hay algo más allá del tiempo, puesto que no somos verdaderamente capaces de superarlo. Según ellos, el horizonte temporal de la existencia humana es infranqueable. Continuando con nuestra inspiración clásica, nosotros hemos dicho desde el principio que sólo hay tiempo donde hay materia y exclusión de simultaneidad. Allí donde hay inteligencia, hay simultaneidad, instantaneidad entre una acción y su fin, por ejemplo cuando suspiramos, o amamos. Según este planteamiento, lo temporal y lo intemporal conviven juntos en el hombre: no se oponen, sino que se complementan y le dan su perfil característico. Por eso, sus actividades espirituales (amar, crear ciencia, arte y cultura, etc.) tienden a permanecer por encima del tiempo, y hacerse duraderas: incluso el hombre es feliz en la medida en que supera el tiempo mediante la esperanza, la ilusión y el amor. En segundo lugar, la manera más humana de superar el tiempo ya ha sido muchas veces mostrada: el hombre «ve» su vida por adelantado, es capaz de anticiparse a lo venidero, proponerse metas futuras y ordenar las cosas en relación con fines. Por eso el hombre es un ser futurizo, abierto hacia adelante, capaz de proyectarse y vivir la propia vida según ese proyecto, en busca de la felicidad. El sentido del futuro es que contribuya al crecimiento y perfeccionamiento del hombre, que le haga feliz. Esto es el amor-necesidad: inclinación a la propia plenitud futura. Así pues, el futuro es el lugar hacia el que nos dirigimos, con la esperanza de crecer, de ser felices. En relación con esto es preciso señalar en tercer lugar, muy brevemente, que el tiempo de la vida humana se compone, no de instantes aislados, sino de momentos sucesivos y articulados entre sí en una duración que fluye de modo permanente: «El momento no es una unidad cronológica -no tiene sentido «cuánto» dura un momento- sino vital, biográfica. El hombre vive momento tras momento -y éstos no son instantáneos-, y el engarce de unos con otros establece la continuidad articulada de la trayectoria biográfica». El contenido de la vida humana y de sus distintos momentos lo forman los «acontecimientos» que son aquello que «nos pasa», que nos «toca». Por último, «el carácter cíclico del tiempo biológico y terrestre, en cuanto condicionante de la biografía, es el medio primario de cuantificación del tiempo». La temporalidad humana se desarrolla según un ritmo cíclico, que destina un momento a cada cosa y repite una serie de alternancias: el día y la noche, el sueño y la vigilia, el descanso y el trabajo, la broma y lo serio, etc. El conjunto de esos momentos, sus alternancias y sus repeticiones son lo que llena la vida humana, y da estabilidad, variedad y color a su transcurso: «La vida cotidiana, mediante su reiteración, finge una ilusión de eternidad: aquello que hacemos «cada» día nos parece poder hacerlo «todos» los días, es decir, siempre. Al mismo tiempo, la variación y la innovación nos imprimen el carácter argumental. Y de ahí nacen todas las formas concretas de sentirse en relación con el tiempo: la expectativa, la espera, la esperanza, la desesperación ... ». La vida humana está inscrita en los ritmos del acontecer de la naturaleza y de los seres vivos: la gestación, el nacimiento, la niñez, la juventud, la madurez, la ancianidad y la muerte forman un arco de períodos que siempre se suceden y que forman las edades, que son «una acumulación de realidad» (J. Marías), de experiencias, que modula las posibilidades que se tienen en cada momento de la vida, y que están relacionadas con las potencias biológicas. Y tras una generación viene la siguiente. La ley de la vida tiene, pues, un ciclo que se repite. Hay que distinguir en ella lo más alto y lo más bajo: el crecimiento hasta la plenitud y el declive hasta el final. Destinaremos este capítulo a lo primero y al estudio de los momentos de la vida humana. Sin embargo el límite último de ésta es la muerte. Antes de su llegada, aparecen, como heraldos de ella, las formas inevitables de la limitación humana: el dolor, la enfermedad, el llanto, el esfuerzo, la fatiga, el fracaso, la ignorancia y el mal. Todos ellos constituyen el objeto del próximo capítulo, lo cual nos obliga a abordar, como colofón de la antropología, la grandiosa cuestión del destino del hombre con la que termina este libro y con la que podremos adquirir una visión global de la vida humana y de su sentido último.

El destino del hombre: planteamientos

Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de antropología", Eunsa, Pamplona 1996

A lo largo de estas páginas ha surgido ya muchas veces la cuestión del destino como horizonte último que da sentido a la vida humana y a cuanto en ella se contiene: la felicidad, el sufrimiento, y en último término la trascendencia y las grandes verdades. Vamos ahora a fijar nuestra mirada, como último colofón, en esa realidad futura a la que nuestra libertad se abre de modo radical, y a la que por ello nos encontramos abocados: el ser del hombre propiamente dicho «no radica en sí mismo, sino en la meta a la que tiende». El destino es, por así decir, la finalidad última de la tarea de vivir, el fin último del hombre, hacia el cual éste se dirige en último término, la realidad que responde a esta pregunta: al final, ¿qué será de mi? La cuestión del destino tropieza inevitablemente con un hecho indudable, que pone fin a nuestra vida, y que enseguida hemos de analizar: la muerte. Sin embargo, la pregunta señalada tiene fuerza suficiente para traspasar esa amarga y terrible experiencia, que todos hemos ciertamente de atravesar, hasta interrogar más allá de ella, y aventurarse incluso a encontrar una respuesta que le dé sentido. Las posibles soluciones que el hombre ha encontrado a la pregunta por el destino han sido y son las que se van a exponer a continuación. Cada una de ellas implica una postura clara y determinada respecto de la muerte, el más allá y la religión, y todas tienen evidente relación con las actitudes acerca del sentido de la vida y del sufrimiento que más atrás se expusieron:

1) La pregunta «al final, ¿qué será de mí?» carece de significado. Es una frase sin referente, un sinsentido, un malentendido lingüístico. No es ninguna pregunta racional, sino más bien expresión de un cierto sentimiento de miedo o incertidumbre. Nada más. Sencillamente: el concepto «destino» no significa nada, no existe en la realidad. Esta cómoda y expeditiva respuesta es la que suele aportar el positivismo cientifista, para quien las preguntas por el sentido, ( ... ), son irrelevantes. El problema de esta postura es que sólo se puede mantener desde el materialismo: el destino del hombre no es diferente al de una rata, puesto que ambos son animales diversamente evolucionados, «momentos» del proceso evolutivo del bio-cosmos; el origen de la persona, y consiguientemente su destino, consisten en el aparecer y reabsorberse de nuevo en ese gran proceso. Es una postura que elude la cuestión del destino a base de no mirar hacia él: los que la mantienen no se dan por ludidos con la pregunta, y reanudan su activídad ordinaria tras afirmar tranquilamente que el destino no existe. Para los materialistas, todas las realidades humanas reciben un tratamiento «adulto» y serio desde la ciencia y la técnica. Con eso es suficiente, y además no se puede hacer otra cosa. Por ejemplo, la muerte es un suceso que hay que organizar individual y socialmente de modo que se sufra lo menos posible: el dolor, el sufrimiento y las molestias han de ser cuidadosamente evitados mediante un hacer, un tratamiento «técnico», que evite los dramas. Es la postura del homofaber, «responsable», «madura» y tecnocrática, pero que en el fondo trivializa esta y otras grandes cuestiones de la vida humana...

2) La mayoría de los hombres encuentra insuficiente y pobre la actitud anterior. Una parte de esa mayoría, la más cercana al cientifismo o a la tecnocracia, reduce la pregunta por el destino a esto: el destino del hombre es vivir, es decir, Carpe diem!; puesto que no hay otra cosa que la vida que te ha tocado, aprovéchala. No hay nada más allá de la muerte; por tanto disfruta lo que tienes. Lo mejor es ignorar la muerte antes de que llegue, puesto que cuando lo haga nosotros habremos desaparecido. Lo resume la famosa frase de Epicuro: «La muerte no es nada para nosotros, porque mientras vivimos, no hay muerte, y cuando la muerte está ahí, nosotros ya no somos. Por tanto, la muerte es algo que no tiene nada que ver ni con los vivos ni con los muertos». Además del Carpe diem!, se pueden incluir aquí otras respuestas acerca del sentido de la vida, ya señaladas en la postura pragmática del interés, la búsqueda del poder, del dinero o del confort. Todas ellas son compatibles con esta idea de fondo: el destino del hombre es vivir su vida, y nada más. Es una postura volcada hacia el presente, hacia lo que se puede tener ahora. Si se radicaliza, conduce a la exaltación del yo: el destino del hombre es él mismo, en general o en concreto. Es la solución antropocéntrica.

3) El correlato inevitable y complementario de esta postura aparece en cuanto se intensifica la presencia de la muerte como algo que, quiérase o no, termina con esa vida tan exaltada. Entonces se afirma que el destino del hombre es morir. La muerte es el agujero negro de la humanidad: sólo cabe apropiársela, en un acto de adusta y angustiada autenticidad. Esto es abrazar la propia destrucción, la postura del nihilismo radical, con sus necesarios correlatos: desesperación, pesimismo, amargura, etc. Los nihilistas captan la grandeza del espíritu del hombre, pero la estrellan contra la muerte: por eso son inmensamente tristes, como un campo de batalla. El nihilismo comparte con el materialismo y el vitalismo la negación del más allá: la muerte es el final. Por eso estas tres primeras actitudes conectan y suman entre sí de muchas maneras.

4) La siguiente postura es ambigua, pero frecuente en una sociedad secularízada. Se trata de una variante de la señalada en primer lugar: se acepta ya al menos la duda acerca de un más allá de la muerte; no sabemos si «allí» hay algo o no; no se niega, pero tampoco se afirma. Se trata más bien de un encogimiento de hombros ante el más allá. Desde esta postura es difícil afirmar que el hombre sea dueño de su propio destino, puesto que ni siquiera sabemos si existe. Por eso, la frivolidad, el escepticismo y el fatalismo encajan con estas dudas, según las cuales el destino del hombre nos es desconocido: no se sabe nada de él. La muerte y la trascendencia son, pues, un misterio que no cabe desvelar. Sólo cabe conformarse con la suerte que a uno le ha tocado y no pensar mucho en el tema.

5) Por último, está la respuesta religiosa, según la cual el destino del hombre es una cierta vida más allá de la muerte. Sobre cómo sea esa vida suele haber coincidencia en lo esencial. Esta postura lleva a plantear la muerte dando por hecho de un modo u otro la supervivencia del alma después de ella y la existencia de Dios. Siendo ésta, en la teoría y en la práctica, la postura mayoritaria de la humanidad, conviene explicarla con mayor detenimiento, para mostrar cómo desde ella se aclaran un buen número de asuntos y verdades referentes a la muerte y el destino del hombre. La religión es en buena parte una explicación del más allá, de la trascendencia en sentido fuerte, y un conjunto de actitudes que permiten relacionarse con Dios. Aunque parezca chocante a primera vista, las posturas 1-4 han sido minoritarias en la historia de la humanidad, puesto que disminuyen, dificultan o hacen imposible la felicidad y la justificación última de la moral. En cambio, la humanidad encuentra en la religión una respuesta fiable y consoladora a la cuestión del destino y de la muerte. La religión, lejos de entristecer al hombre, como pensaba Nietzsche, le alegra, puesto que le asegura que la muerte no es el final de todo, que tiene un sentido, y que «las cosas» se arreglarán definitivamente «allí», tanto individual como colectivamente. Es un hecho que el hombre concibe el triunfo definitivo del bien sobre el mal como el verdadero final de la vida humana, puesto que ser justo y feliz no tendría sentido si el bien no triunfara sobre el mal. La dificultad para asimilar esta solución tradicional estriba en que nuestra sociedad está secularizada y nos induce a desconocer la religión o a pensar que es un engaño impropio de personas libres y maduras. Una vez analizadas las principales posturas acerca del destino, será más fácil tratar de la muerte y de lo que hay más allá de ella. La perspectiva que vamos a adoptar es la misma que hemos venido manteniendo hasta ahora: se trata de ofrecer una fundamentación antropológica de las actitudes humanas ante la muerte, el más allá, y la religión. No se trata de «demostrar» las verdades contenidas en esta o aquella religión, sino de señalar por qué el hombre tiene necesidad de ella, y por qué, por lo general y salvo excepciones más bien raras, es un ser eminentemente religioso.

Psicología del dolor: miedo, tristeza y sufrimiento

Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de antropología", Eunsa, Pamplona 1996

¿Por qué el dolor? Es esta una pregunta que tortura a muchos, hasta hacerles concluir que carece de respuesta, pues, no sólo es imposible que exista un ser todopoderoso e infinitamente bueno que consienta todas las desgracias que ocurren en el mundo, sino que, en tales circunstancias, la vida ni siquiera merece la pena ser vívida. Ambos argumentos serán examinados más tarde. Ahora hay que afirmar que la respuesta, clara y rotunda, a esta terrible y universal pregunta sí existe, y es ésta: el dolor existe porque somos vivientes, y la psicología de todo ser vivo incluye el sentirse complacido y atraído por lo que es bueno para él, mediante el placer y la esperanza, y sentirse molesto y asustado por lo que le supone un mal, mediante el dolor y el temor. Esto es algo intrínseco a nuestra condición de seres compuestos de materia viviente.

«Si la materia tiene una naturaleza fija y obedece a leyes constantes, sus diferentes estados no se acomodarán de igual modo a los deseos de un alma determinada, ni serán igualmente beneficiosos para ese particular agregado de materia que es su cuerpo. El mismo fuego que alivia el cuerpo situado a conveniente distancia, lo destruye cuando la distancia se suprime. De ahí la necesidad, incluso en un mundo perfecto, de señales de peligro, para cuya transmisión parecen estar diseñadas las fibras nerviosas sensibles al dolor». Esto quiere decir que el cumplimiento de las leyes inexorables de la materia, y su necesidad intrínseca, que son el modo de encauzar la fuerza natural, puede favorecer o dificultar la vida según las circunstancias concurrentes en cada caso, y convertirse entonces en bienes o males para ella en tales concretas situaciones, según la fortalezca o destruya: el mismo viento que empuja a un velero hacia su destino puede alejar a un náufrago de la costa.

Por otra parte, esa necesidad natural inexorable también puede ser aprovechada por la libertad de una manera u otra: «la naturaleza inmutable de la madera, que nos permite utilizarla como viga, también nos brinda la oportunidad de usarla para golpear la cabeza del vecino». En conclusión, la confluencia entre nuestras tendencias vitales y la fuerza de la materia y de la vida exteriores a nosotros puede ser armónica o disarmónica: en un caso se origina el placer, y en otro el dolor. «Si tratáramos de excluir el sufrimiento, o la posibilidad del sufrimiento que acarrea el orden natural y la existencia de voluntades libres, descubriríamos que para lograrlo sería preciso suprimir la vida misma». Esta es la raiz psicológica del dolor y del placer, sin la cual ambos difícilmente pueden ser comprendidos como compañeros inseparables de todos los seres vivientes. En suma, «el dolor es una señal al servicio de la vida ante lo que representa una amenaza para ésta». Para que esta raíz psicológica del dolor aparezca aún más clara es preciso decir que «los hombres son víctimas de muchas deficiencias» sencillamente porque su fuerza y energía vital son limitadas: todo movimiento vital consume una parte de ellas. El esfuerzo es el gasto de energía consiguiente a toda acción humana. No hay acción sin esfuerzo y gasto. Por eso, lo importante son las energías que se tienen acumuladas y la facilidad para el esfuerzo que llamamos virtud. Moverse supone ya un gasto, pues conlleva rozamiento, empleo de tiempo y energías, desgaste y, por tanto, fatiga. Fuerte es entonces aquel que tiene fuerza, y débil el que carece de ella, el que no aguanta el esfuerzo, el que se cansa enseguida. Hablar de fortaleza sólo como virtud moral es demasiado angosto: ser fuerte significa una cualidad muy positiva de la propia vida biológica, del propio cuerpo y del propio espíritu.

Es aquí donde puede recordarse que el mal es privación de bien, ausencia, en especial de vida, orden y plenitud: deformación, corrupción, límite, finitud, en suma, debilidad. El mal es lo que no me conviene, y el bien lo contrario. Malo es lo que me daña, lo que impide mi autorrealización, ser yo mismo, tanto en lo moral como en lo físico-biológico. El mal es la detención de mi ser, la falta de desarrollo, de libertad, la inmovilidad, la prisión en una situación que me atenaza. Ser fuerte significa aguantar esa detención, y atacar el obstáculo que la causa, quitándolo de delante: esto es justamente lo que busca el apetito irascible. El deseo o amor, como se dijo, inclina a poseer el bien presente, lo cual causa placer, y a rechazar el mal presente por el dolor que provoca. El impulso o apetito irascible, en cuanto mueve hacia un bien futuro, arduo pero conseguible, se llama esperanza, y en cuanto rechaza un mal inminente e inevitable, se llama temor o miedo. Y así, la psicología del dolor considera estas dos dualidades: placer-dolor, esperanza-temor. Estas son las reacciones de la sensibilidad humana ante el bien y el mal, el sí y el no de los apetitos. Y de este modo vemos que la causa del dolor es el mal, en cuanto me causa un daño sentido. El dolor tiene un primer nivel de manifestación, biológico y físico, en donde se manifiesta como reacción a un estímulo sensitivo perjudicial: el dolor es un daño sentido, primero en la sensibilidad, como un intruso punzante, que se presenta repentinamente y desorganiza la relación del hombre con su cuerpo. La diferencia que tiene con el placer es evidente: «en el placer hay una cierta liberación y fuga de la corporalidad, que se percibe como ingrávida y ligera. En el dolor, la corporalidad se percibe como impuesta, como un pesado fastidio atenazante, frente al que uno ya no es dueño de sí, y que casi nos obliga a capitular». Placer y dolor son reacciones contrarias, y paralelas sólo hasta cierto punto, puesto que «el abandono en la experiencia dolorosa es casi automático. Ante el dolor -que en última instancia no puede dejar de ser mi o su dolor- el hombre que es cada uno resulta siempre alcanzado y zarandeado». Espontáneamente se advierte que, en un segundo nivel, «la experiencia dolorosa es mucho más rica y compleja que la mera sensación de dolor». Esta última es simple dolor exterior, causado por un «mal presente, que es contrario al cuerpo», y percibido por los órganos corporales, mientras que la quiebra y el desgarro íntimos del afligido son dolor interior, sufrimiento. Conviene distinguir ambos con nitidez. La novedad está en que en el sufrimiento, o dolor interior, intervienen la memoria, la imaginación y la inteligencia, y por eso puede extenderse a muchos más objetos que el dolor puramente físico o exterior, puesto que incluye el pasado y el futuro, lo físicamente ausente, pero presente al espíritu. El dolor causado por la aprehensión interior, y no por la mera estimulación de las terminaciones nerviosas sensibles al dolor corporal, es mayor que este último, puesto que puede representarse imaginativamente males mucho mayores que los actualmente sentidos por el cuerpo. Cuando sufre, el hombre se duele por anticipado o por un dolor ya pasado, que se recuerda. En la capacidad de representarse e imaginarse grandes males, y tener miedo de ellos, aunque no estén inmediata y físicamente presentes, radica la posibilidad humana de aumentar el dolor real: esta es la raíz de la hipocondría, la aprensión, las fobias, etc. Por todo ello caben muchas especies de sufrimiento: tristeza, congoja, ansiedad, angustia, temor, desesperación, etc. Lo común a todas ellas, y al dolor exterior, es la reacción de huida. Las más específicas son la tristeza y el miedo o temor.

La primera está provocada por el mal presente, pues procede «de la carencia de lo que se ama, causada por la pérdida de algún bien amado o por la presencia de algún mal contrario». El daño propio de la tristeza es una carencia actual sentida de lo que amamos o deseamos. «El temor, en cambio, se refiere a un mal futuro, al que no se puede resistir», porque «supera el poder del que teme». El miedo es un sentimiento de impotencia, un verse amenazado por un mal inminente que es más poderoso que nosotros. Los remedios de la tristeza son principalmente el placer, el recrearse en el bien presente; el llanto, la compasión de los amigos, la contemplación de la verdad, el sueño y el descanso. Los remedios para el miedo son la esperanza, por la que nos dirigimos a los bienes futuros arduos, pero posibles; la audacia o valentía, que nos lleva a afrontar el peligro inminente; y todo aquello que aumente el poder del hombre, como por ejemplo la experiencia, que «hace al hombre más poderoso para obrar». Puede sorprender que se hable del llanto como remedio de la tristeza, pero es obvio, puesto que en muchas ocasiones llorar es exteriorizar el sufrimiento interior. El llanto auténtico es el que expresa una pena sentida porque un bien, en especial una persona, se fue de nosotros, y su ausencia nos entristece; nos vemos sin él y nos apenamos por nosotros mismos, pues descubrimos nuestra impotencia y nos sentimos íntimamente dañados. Por eso, llorar requiere una previa posesión y conciencia de la pena, y sirve para expresarla y «realizarla», hacerla verdadera y manifiesta: es el lenguaje de la tristeza y el miedo, y dice que ya no podemos seguir amando, que sufrimos un mal no merecido, o no esperado. La posesión de la pena necesaria para llorar también puede ser de otros: amigos, parientes, etc. En tal caso la hacemos nuestra; incluso cuando no es «de verdad», como sucede al llorar «dentro» de una película.

«Es esencial para la irrupción del llanto el repentino tránsito de la actitud tensa a la actitud abandonada y suelta». Aflojar la tensión que produce lo serio es causa de que se pueda llorar de emoción, y de una emoción alegre, en especial cuando se alcanza un bien larga y penosamente deseado, o se recupera a una persona que se creía perdida. Se llora de alegría sobre todo cuando se ha sufrido antes de alcanzar aquello de que uno ahora puede por fin alegrarse: ha sucedido entonces algo increíble para nosotros.

La dignidad de la persona

Ricardo Yepes

1. Concepto de dignidad humana

La preocupación por la dignidad de la persona humana es hoy universal: las declaraciones de los Derechos Humanos la reconocen, y tratan de protegerla e implantar el respeto que merece a lo largo y ancho del mundo. Los errores que pueda haber en la formulación de esos derechos no invalidan la aspiración fundamental que contienen: el reconocimiento de una verdad palmaria, la de que todo ser humano es digno por sí mismo, y debe ser reconocido como tal. El ordenamiento jurídico y la organización económica, política y social deben garantizar ese reconocimiento. Cuanto más fijamos la mirada en la singular dignidad de la persona, más descubrimos el carácter irrepetible, incomunicable y subsistente de ese ser personal, un ser con nombre propio, dueño de una intimidad que sólo él conoce, capaz de crear, soñar y vivir una vida propia, un ser dotado del bien precioso de la libertad, de inteligencia, de capacidad de amar, de reír, de perdonar, de soñar y de crear una infinidad sorprendente de ciencias, artes, técnicas, símbolos y narraciones. Por eso, dignidad, en general y en el caso del hombre, es una palabra que significa valor intrínseco, no dependiente de factores externos. Algo es digno cuando es valioso de por sí, y no sólo ni principalmente por su utilidad para esto o para lo otro.

Esa utilidad es algo que se le añade a lo que ya es. Lo digno, porque tiene valor, debe ser siempre respetado y bien tratado. En el caso del hombre su dignidad reside en el hecho de que es, no un qué, sino un quién, un ser único, insustituible, dotado de intimidad, de inteligencia, voluntad, libertad, capacidad de amar y de abrirse a los demás.

La persona es un absoluto, en el sentido de algo único, irreductible a cualquier otra cosa. Mi yo no es intercambiable con nadie. Este carácter único de cada persona alude a esa profundidad creadora que es el núcleo de cada intimidad: es un "pequeño" absoluto. La palabra yo apunta a ese núcleo de carácter irrepetible: yo soy yo, y nadie más es la persona que yo soy. Nadie puede usurpar mi personalidad.

Sólo el Creador puede ser fundamento de la dignidad humana

. El fundamento úlimo de la dignidad humana

La persona tiene un cierto carácter absoluto respecto de sus iguales e nferiores. Pues bien, para que este carácter absoluto no se convierta en una mera opinión subjetiva, es preciso afirmar que el hecho de que dos personas se reconozcan mutuamente como absolutas y respetables en sí mismas sólo puede suceder si hay una instancia superior que las reconozca a ambas como tales: un Absoluto del cual dependemos ambos de algún modo.

No hay ningún motivo suficientemente serio para respetar a los demás si no se reconoce que, respetando a los demás, respeto a Aquel que me hace a mí respetable frente a ellos. Si sólo estamos dos iguales, frente a frente, y nada más, quizá puedo decidir no respetar al otro, si me siento más fuerte que él. Es ésta una tentación demasiado frecuente para el hombre como para no tenerla en cuenta. Si, en cambio, reconozco en el otro la obra de Aquel que me hace a mí respetable, entonces ya no tengo derecho a maltratarle y a negarle mi reconocimiento, porque maltrataría al que me ha hecho también a mí: me estaría portando injustamente con alguien con quien estoy en profunda deuda. En resumen: la persona es un absoluto relativo, pero el absoluto relativo sólo lo es en tanto depende de un Absoluto radical, que está por encima y respecto del cual todos dependemos. Por aquí podemos plantear una justificación ética y antropológica de una de las tendencias humanas más importantes:

el reconocimiento de Dios, la religión.

Si la dignidad de cada ser humano nace del ser peculiarísimo e irrepetible que somos cada uno, el fundamento de la dignidad de la persona está dentro de ella misma, y no fuera. Por eso tiene valor intrínseco. Esto nos plantea una pregunta inquietante : ¿cuál es el origen de la persona? ¿de dónde "sale"? Lo más evidente es esto: toda persona humana es hija de otra. Ser hijo no es un accidente, sino algo que pertenece a la condición misma del ser personal. Ser hijo significa ser engendrado, proceder de otro ser personal. Y todo ser humano es hijo de otro. Pero si nos remontamos hacia arriba en la cadena de las generaciones, surge la pregunta por el origen, no sólo de cada ser personal en particular, sino de todos en general.

La persona como tal, en primera instancia es fruto de una elección trascendente La única explicación satisfactoria de verdad a la pregunta por el origen de la persona es decir que es fruto de una elección deliberada: aquella según la cual el Absoluto decide que existan los seres humanos.

Cada persona humana no puede ser un accidente, surgido al azar: el amor de una madre por su hijo es una semejanza del amor con el cual el Creador ha creado a cada persona. En ambos casos se trata de un amor que quiere a esa persona, y no a otra. Ser hijo significa precisamente eso: ser querido por ser uno la persona que es, independientemente de si es guapo o feo, listo o torpe, alto o bajo. Un hijo es querido, no porque traiga al hogar una cuenta corriente, o un abrigo de pieles : es querido por ser él, y porque es precisamente él. El hogar es el primer lugar, y a veces el único, donde el ser humano es querido por sí mismo, independientemente de los defectos y limitaciones que pueda tener su cuerpo, su inteligencia o su carácter. Por eso, ese amor por la persona concreta del hijo que se da en el hogar es una cierta imagen del amor con que Dios nos quiere a cada uno.

Todo esto quiere decir que para fundamentar adecuadamente algo tan serio como la dignidad humana, en último término hay que aceptar que la persona tiene un origen trascendente, más allá de la genética y de la materia: esto es lo que asegura de verdad su carácter incndicionado. En caso contrario, se puede incurrir en una postura materialista o, sencillamente, eludir el problema.

Entonces empiezan a surgir problemas.

Personas que no compensan

3. Inconvenientes de otras explicaciones de la dignidad humana En efecto, cuando no se acepta este valor de la persona en sí misma, se abre la puerta que conduce a dejar de respetarla. Por ejemplo: si se dice que un ser humano sólo es persona cuando se comporta como tal (cuando estudia matemáticas, cuando acaba la carrera, cuando vota, cuando es capaz de hablar, de comunicarse con los demás y ser consciente de sí mismo y de su libertad, en suma, cuando ejerce SUS capacidades), entonces todos los seres humanos que no se comportan como tales, porque están dormidos o inconscientes o porque son no nacidos o discapacitados, no serían personas, lo cual significa que son seres humanos de segunda clase, y por tanto gente que vive vidas imperfectas que en algunos casos puede compensar no prolongar.

Hombres que no son personas

Todos los seres humanos son personas por el mero hecho de ser seres humanos, puesto que estos últimos son siempre personas. La distinción entre ser humano y persona es falaz y resbaladiza hacia justificaciones que atentan contra la dignidad de toda persona humana. Pretender que hay un momento en el cual el embrión "se convierte" en persona es mantener una distinción sumamente arbitraria y que no tiene una justificación verdadera. El embrión es un ser humano en potencia y una persona "que está en camino", y ambas cosas vienen a ser lo mismo.

Desde aquí se pueden entender los reparos morales a la manipulación genética, a la eutanasia y al aborto. La base de esos reparos es la dignidad humana de la que aquí se está hablando.

Diferentes del animal sólo en la conducta El materialismo, tanto teórico como práctico, es un punto de vista que sitúa el origen de la persona en el proceso orgánico de la vida, y por tanto para un materialista no hay diferencia apreciable entre un hombre y una rata: la única diferencia verdadera es que uno y otro se comportan de distinta manera. Pero para poder comprobar esto último hay que esperar a que crezcan: mientras el hombre y la rata no son seres desarrollados todavía no se comportan como los individuos adultos de cada una de esas especies. El materialismo deprime la dignidad de la persona humana individual, y considera que esa idea es una cuestión cultural, una pauta de valor que los individuos de la especie humana han encontrado recientemente. El materialismo constituye hoy la postura más generalizada, y al mismo tiempo más elaborada, desde la cual se devalúa, no sólo la dignidad de la persona humana, sino el sentido del dolor y del sufrimiento, el fenómeno de la muerte y la posibilidad de un más allá de ella, el comportamiento amoroso desinteresado, capaz de sacrificio, hacia los demás, y en definitiva la respuesta a las grandes preguntas acerca del sentido de la vida.

Los criterios de dignidad

meras cuestiones de opinión

Otra explicación poco satisfactoria de la dignidad humana, que muchas veces acompaña a la postura materialista, es decir que consiste sólo en una convención social o cultural: no tenemos más fundamento para reconocer que todo hombre es digno que el estado de opinión contemporáneo acerca del asunto. En épocas anteriores este estado de opinión no existía, y había esclavos, bárbaros, mujeres sometidas a los varones, maltrato a los niños, etc. Según este modo de pensar, el respeto que el valor intrínseco e inviolable de la persona merece no pasa de ser una convención, una opinión mayoritaria que algún día cambiará.

Semejante postura es muy de temer y muy poco defendible, porque viene a decirnos que la dignidad del hombre no se basa y consiste en el valor intrínseco de la persona humana, sino en algo tan extrínseco y mudable como la opinión cultural. Si esto fuera así, estamos en manos de esa opinión mudable, y el día que se haga general la opinión de que las personas bajitas no pueden tener calidad de vida y es preferible eliminarlas, ese día todos los bajitos o africanos, o enfermos terminales, etc., deben salir huyendo del país si quieren salvarse. La dignidad de la persona humana existe, es real y objetiva, independiente y previamente a que sea reconocida por la opinión pública, los gobernantes y el ordenamiento jurídico. Es más, precisamente porque es algo objetivo y previo, la opinión pública, los gobernantes y el ordenamiento jurídico deben respetar ese valor inviolable.

La dignidad humana no es un asunto que dependa de la opinión que se tenga de ella, porque hay mucha gente a la cual esa dignidad no le importa nada, y no por ello se puede uno avenir a las pretensiones de esa gente, por ejemplo acerca de que los bajitos no pueden tener calidad de vida.

El afán de poder y la ley del más fuerte

Por Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de antropología", Pamplona 1996

Hay bastante gente que en su conducta demuestra un gran afán de poder. Se mueven por el afán de tenerlo y conquistarlo, aunque sea en una dosis miserable. Cuando se les pregunte sobre ello, negarán que en eso cifren la felicidad, pero de hecho se comportarán como si así fuera, como si sólo pudiesen descansar una vez que hayan levantado una trinchera en tomo a su territorio y hayan dicho: «¡Esto es mío y sólo mío! ¡Aquí mando yo!». El hombre tiene una tendencia, secreta o manifiesta, a dominar a otros y a no dejarse dominar por ellos: los clásicos la llamaban hybris, que aproximadamente quiere decir orgullo, deseo de sobresalir. Por tanto, la voluntad de poder no es sólo una teoría filosófica de Nietzsche, sino el afán continuo que el hombre tiene de dominar a los demás y someterlos a sus dictados, aunque sólo sea dentro del hogar. Este afán suele aparecer como autoridad despótica, que consiste en no querer súbditos, sino esclavos. Es un uso de la voluntad que incurre en una confusión lamentable: olvida que a los hombres no se les domina, ni se les desea o se les elige, como si fueran platos de comida, sino que se les respeta, se les aprueba o rechaza, y se les ama.

Sin embargo, exaltar la voluntad de poder y aplicarla a nuestros semejantes es una postura que tiene más sentido del que a primera vista puede parecer. El argumento más eficaz consiste en decir que en la vida los que triunfan son los fuertes, y que para triunfar hay que imponerse a los demás. Lo que triunfa es la fuerza, no la justicia. Es más, la justicia no es otra cosa que el nombre que se le pone a lo que me conviene, a aquel estado de cosas que favorece mis intereses y mi

poder. La justicia es la ley que el más fuerte impone al más débil. El hombre, para ser feliz, necesita ser ganador. Desde esta postura, a la pregunta ¿merece la pena ser justo? hay que contestar: ¡NO! ¿Por qué? Porque cuando tratas de ser justo lo que sale perdiendo son tus intereses personales frente a los de los demás: te conviertes en perdedor. Pensar que compensa ser justo (no robar, no mentir, no aprovecharte del prójimo cuando puedes hacerlo, etc.) es, según esta mentalidad, una ingenuidad, porque si tú no dominas a los demás, ellos te dominarán a ti. No compensa ser justo, porque es hacer el idiota y quedarse con la peor parte.

Debajo de la justificación práctica de la voluntad de poder entendida de este modo está, como se ve, la convicción de que no existen acciones desinteresadas y de que las relaciones entre los hombres son siempre de dominio de unos sobre otros. Sin embargo, lo específico de la justificación práctica de la voluntad de poder es que desprecia la justicia que la mentalidad burguesa y el individualismo todavía aceptan como un valor. Para este modo de ver la vida, tú puedes delinquir siempre que no te castiguen, porque no te descubren, o porque eres demasiado poderoso para que se atrevan a acusarte públicamente. Por tanto, no tiene sentido ser justo, sino dominar a los demás: la justicia no es otra cosa que la ley del más fuerte". Quien ha expresado teóricamente esta postura con frases más rotundas es Maquiavelo.

La lógica de esta postura es, pues, la ley del más fuerte: éste debe dominar sobre el débil, que es despreciable e inferior. La voluntad de poder pone a su propio servicio todos los medios de que dispone. Uno de ellos, hoy quizá el más importante, es el dinero. Cuando éste se hace instrumento de esa voluntad, se utiliza para abrir todas las puertas, suavizar todas las voluntades y comprar todas las libertades, sin detenerse en «prejuicios» de tipo moral. Cuando rige esta ley, la moralidad es ridícula, y el espacio social se divide en esferas de influencia, dentro de las cuales hay una ley férrea de tipo mafioso, en la que rige una justicia consistente en que el que está arriba es todopoderoso, dentro de su esfera de dominio, para premiar, castigar, e incluso matar. Esta postura considera la ley como un instrumento más de dominio, pues ya se dijo que no cree en la justicia. La voluntad de poder conduce rápidamente a la infelicidad y a veces a la cárcel: 1) no respeta a las personas como fines en sí mismas; 2) incurre en las peores formas de tiranía; 3) lanza a unas personas contra otras, porque instaura la ley del más fuerte; 4) destruye la seguridad, el derecho, el respeto a la ley y a la justicia dentro de una comunidad, y con frecuencia conduce a la guerra; 5) envilece la convivencia, porque justifica todas las mentiras, aumenta el rechazo sistemático contra la verdad y genera un espíritu de resentimiento y de desquite; 6) destruye los restantes valores morales y, en consecuencia, la misma sociedad.

Se trata, por tanto, de un planteamiento extremadamente degenerado y pernicioso, aunque pueda explicarse su sorprendente aceptación y puesta en práctica por el hecho de que algunos siguen, y probablemente seguirán, sucumbiendo a la tentación de tratar de dominar a los demás a su antojo. Esta es la causa principal de la mala situación política que desde hace tiempo padecemos y de los numerosos conflictos que asolan la vida social. Después de analizar estas alternativas o ideales de felicidad, reaparece una verdad muy clara: no está asegurado que el hombre llegue a ser feliz. El camino no parece otro que tener una adecuada comprensión y puesta en práctica de lo que el hombre es y del tipo de acciones y hábitos que le perfeccionan. De lo que no cabe duda es de que, si el hombre no se eleva por encima de sus intereses exclusivamente personales, no será feliz. Esto nos lleva de nuevo a la consideración de la dimensión social humana como algo completamente irrenunciable: la persona no puede llegara la felicidad si no ejerce el tipo de actos que tienen como destinatarios a los demás. Por eso hemos de hablar ahora con más detenimiento de la dimensión social del hombre.

El sentido de la vida

Por Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de antropología", Pamplona 1996

Apenas hemos dicho nada hasta ahora del sentido de la vida. Podemos describirlo como la percepción de la trayectoria satisfactoria o insatisfactoria de nuestra vida. Descubrir el sentido de la propia vida es, pues, alcanzar a ver a dónde lleva, tener una percepción de su orientación general y de su destino final. Si se ven las cosas a largo plazo, lo importante es el final, el destino. Pero normalmente, como se ha dicho antes, la vida tiene sentido cuando tenemos una tarea que cumplir en ella. Eso es lo que, al despertarnos, introduce un elemento de estabilidad, de ilusión, de expectativa concreta, y por tanto de una cierta felicidad para el día que comienza.

«Cuando hay felicidad se despierta al día, que puede no ser muy grato, con un previo sí. Si uno se despierta con un sí a la vida, con el deseo de que siga, de que pueda continuar indefinidamente, eso es la felicidad. En cambio, si esa cotidianidad se ha roto o se ha perdido, si uno despierta a la infelicidad que está esperando al pie de la cama, no hay más remedio que intentar recomponerla, buscarle un sentido a ese día que va a empezar, ver si puede esperar de él algo que valga la pena, que justifique seguir viviendo» Esto quiere decir que el sentido a la vida «no se identifica con la felicidad, pero es condición de ella», pues cuando falta, cuando los proyectos se han roto, o no han llegado a existir nunca, comienza la penosa tarea de encontrar un motivo para afrontar la dura tarea de vivir. Por tanto, la pregunta por el sentido de la vida y del mundo surge cuando se ha perdido el sentido de orientación y de uso de la propia libertad, cuando no se tiene una idea clara de adonde conducen las tareas que la vida a todos nos impone, y sobre todo cuando disminuye el nivel medio de felicidad de una sociedad.

Hoy ese sentido aparece muchas veces como algo problemático y de ninguna manera evidente, pues hay una fuerte crisis de los proyectos vitales, de los ideales y valores: faltan convicciones, no hay verdades grandes ni valores fuertes en los que inspirarse de una manera natural, sobreviene la falta de motivación y la desgana, no se percibe ninguna orientación definida, decae la magnanimidad en los fines, el proyecto vital está constantemente en revisión, los ideales no son suficientemente valiosos para justificar el aguantar las dificultades que conlleva ponerlos en práctica, etc. La ausencia de motivación y de ilusión es el comienzo de la pérdida del sentido de la vida. Puede llegar a constituir una patología psíquica, y ocasionar sentimientos de inutilidad, de vacío, frustraciones e incluso depresiones. Cuando no se encuentra el sentido del propio vivir, sólo hay dos soluciones: «una posibilidad es la atomización de la vida, la equivalencia, siempre fraudulenta, de los placeres o los éxitos con la felicidad; y esto conduce a la inautenticidad, a la vida en hueco; la persona que no encuentra sentido a su vida y la llena de placeres o de éxitos como equivalentes, hace trampa y deja introducirse la falsedad en su vida (...). La otra posibilidad es reconocer con sinceridad la pérdida de sentido: esto es el nihilismo.

Responder de una manera convincente a la pregunta por el sentido de la vida exige dos cosas: tener una tarea que nos ilusione y enfrentarse con las verdades grandes, con los grandes interrogantes de nuestra existencia. Quien sabe responderlos, encuentra una dirección satisfactoria para su vivir e incrementa tremendamente su expectativa de felicidad en la realización de sus tareas ordinarias, pues sabe lo que verdaderamente le importa, lo que se toma en serio: «¿ qué me importa de verdad? es el camino para la pregunta por el sentido de la vida. Dicho de otro modo: saber cuáles son los valores

verdaderamente importantes para mí es lo que hace posible emprender la tarea de realizarlos. Dicho crudamente: se es hombre cuando se tiene saber teórico y capacidad práctica para responder a estas tres preguntas: ¿Por qué estoy aquí? ¿ Por qué existo? ¿ Qué debo hacer?.

El fin de la vida social

Ricardo Yepes Stork, "Fundamentos de antropología", Pamplona 1996

La visión clásica de la vida social, hoy reivindicada, ponía como fin de la ciudad (entendida como comunidad social) la vida buena, cuyos elementos ya fueron analizados, porque se pensaba que era capaz de dar el bienestar o bíen-ser en que ella se cifra. Aquí trataremos de entender la vida social sin perder esta inspiración clásica, que podemos describir así: «El fin de la ciudad es la vida buena», y no sólo la conveniencia, o el simple vivir. El «vivir bien» o «bienvivir» supone la convivencia con otros, y ésta es obra de la amistad. Por tanto, los hombres se asocian no sólo para sobrevivir y satisfacer sus necesidades materiales más perentorias, sino sobre todo para alcanzar los bienes que forman parte de la vida buena, y ésos sólo se alcanzan gracias a la amistad en sentido amplio, es decir, a las buenas relaciones interpersonales entre el conjunto de los ciudadanos, las cuales ya son en sí uno de los principales elementos de la vida buena.

En consecuencia, mantiene Aristóteles, la justicia, el respeto a la ley, la seguridad, la educación, y sobre todo, los valores aprendidos que guían la libertad, la amistad y la virtud son los bienes que constituyen el fin de la vida social, pues sólo en ella se pueden alcanzar. Por tanto, vida buena y fin de la vida social se convierten. De ello se derivan entonces estas sorprendentes conclusiones: 1) El fin de la vida social es la felicidad de la persona; 2) En consecuencia, la sociedad y sus instituciones (a esto llama Aristóteles «la ciudad», la «polis») deben ayudar a los hombres a ser felices y plenamente humanos, lo cual consiste en conseguir el conjunto de bienes que integran la vida buena, entre los cuales están los que perfeccionan moralmente la naturaleza humana y la libertad: ser justos, amantes de la ley, de su familia y amigos, magnánimos, amantes de la sabiduría, etc.; en suma, virtuosos. El fin de la ciudad es entonces lograr «lo que conviene para toda la vida», es decir, para una vida plena y completa, para una vida buena. Todo esto se puede resumir así: si la vida social es el conjunto de las relaciones interpersonales, cuando éstas se ejercen en su forma más alta, el hombre alcanza su realización en y con los demás, en la dinámica del coexistir.

De aquí se derivan muchas e importantes consecuencias. La primera de ellas es que la vida social, y en consecuencia, la vida económica, cultural y política, tienen mucho que ver con la ética, porque pueden asegurar o impedir el desarrollo y perfeccionamiento de las capacidades humanas, y en consecuencia favorecer o impedir la libertad y la felicidad, como se vio al hablar de la miseria. Y la segunda es que no podemos considerar la vida social separada de su fin: dar al hombre los bienes que le permiten llevar una «vida buena» y en consecuencia ser feliz. Por tanto, se puede sentar como principio la siguiente afirmación: corresponde al conjunto de la sociedad, y no sólo a cada individuo aislado, conseguir los bienes que constituyen la vida buena para aquellos que están dentro de ella.

 

 

Autor:

Iván Escalona M.

ivan_escalona@hotmail.com

resnick_halliday@yahoo.com.mx

 

Estudios de Preparatoria: Centro Escolar Atoyac (Incorporado a la U.N.A.M.)

Estudios Universitarios: Unidad Profesional Interdisciplinaria de Ingeniería y Ciencias sociales y Administrativas (UPIICSA) del Instituto Politécnico Nacional (I.P.N.)

Ciudad de Origen: México, Distrito Federal

Fecha de elaboración e investigación: Junio del 2000

Profesor que revisó trabajo: Francisco Quezada Ramírez (Director del Atoyac) alias el Fraquez