SAN CIRILO DE ALEJANDRIA

San Cirilo es el gran defensor de la maternidad divina. Hacía ya mucho tiempo que el titulo de «Madre de Dios» había sido dado a María. Nestorio, patriarca de Constantinopla, lo atacó. Cirito, patriarca de Alejandría desde el 412 y la más alta autoridad doctrinal del Oriente, tomó parte con una apasionada violencia y, enviado por el papa Celestino, obtuvo en el Concilio Ecuménico de Efeso, en el año 431, la condenación de Nestorio.

Por austero que sea el texto que sigue, nos ha parecido indispensable ponerlo aquí. Tiene la hermosura de una afirmación dogmátíca. En esta época solemne en que la Iglesia habla infaliblemente para proclamar a María Theotokos, es preciso oír la explicación de este término según su principal defensor.

Carta a los monjes de Egipto, antes del Concilio de Efeso, para ponerles en guardia contra la herejía de Nestorio:

... Me asombra que haya gente que se haga esta pregunta: ¿debe o no debe llamarse a la Virgen María Madre de Dios? Pues si Nuestro Señor Jesucristo es Dios, ¿cómo la Virgen, que le ha puesto en el mundo, no va a ser Madre de Dios? Esta es la creencia que nos han transmitido los Santos Apóstoles, aunque no se sirvieron de este término. Esta es la enseñanza que hemos recibido de los Santos Padres. Y muy particularmente de nuestro Padre de venerable memoria, Atanasio, que durante cuarenta y seis años iluminó la sede de Alejandría, y opuso a las invenciones de los herétícos impíos una sabiduría invencible y digna de los Apóstoles. Atanasio, que ha invadido con el perfume de sus escritos el universo entero, y a quien todos rinden testimonio por su ortodoxia y por su piedad; Atanasio, en el tercer libro del tratado que compuso sobre la Trinidad santa y consustancial, llama varias veces a la Virgen María Madre de Dios, Voy a citar textualmente sus palabras: «La Sagrada Escritura -lo hemos hecho notar muy a menudo- se caracteriza principalmente por esto: porque rinde a la persona del Salvador un doble testimonio. Por una parte, El es el Dios eterno, el Hijo, el Verbo, el resplandor y la sabiduría del Padre; por otra, en estos últimos tiempos y para nuestra salvación, se encamó de la Virgen María, Madre de Dios, y se hizo hombre.» Y un poco más adelante dice Atanasio: «Juan, estando todavía en las entrañas de su madre, se estremeció de gozo con la voz de María, la Madre de Dios.» Así habla este hombre considerable, tan digno de inspirar confianza, pues no habría dicho nunca nada que no fuese conforme con las Sagradas Escrituras...

Por otra parte, la Escritura, divinamente inspirada, declara que el Verbo de Dios se hizo carne, es decir, se unió a una carne dotada de un alma racional. Más tarde, el grande y santo Concilio de Nicea enseña que es el mismo Hijo único de Dios, engendrado de la sustancia del Padre, por quien todo fue hecho, en quien todo subsiste, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó de los cielos, se encarnó, se hizo hombre, sufrió, resucitó, y volverá un día como juez; el Concilio llama al Verbo de Dios el único Señor Jesucristo. Y hay que señalar que al hablar de un solo Hijo, y al llamarle Señor, Cristo Jesús, el Concilio declara que El es engendrado por Dios Padre, y que El es el Unigénito. Dios de Dios, luz de luz, engendrado, no creado, consustancial al Padre... Y desde entonces la Virgen María puede ser llamada a la vez Madre de Cristo y Madre de Dios, pues Ella ha puesto en el mundo no un hombre como nosotros, sino al Verbo del Padre, que se ha encarnado y se ha hecho hombre.

Pero se dirá: «¿La Virgen es, pues, madre de la divinidad?» A lo que respondemos: el Verbo vivo, subsistente, ha sido engendrado de la sustancia misma de Dios Padre, existe desde toda la eternidad, conjuntamente con el que le ha engendrado, es en El y con El. Pero en la continuación de los tiempos se hizo carne, es decir, se unió a una carne que poseía un alma racional, y desde entonces se puede decir que nació de la mujer, según la carne.

Este misterio, por otra parte, tiene alguna analogía con nuestra misma generación. En efecto, en la tierra, las madres, según las leyes de la naturaleza, llevan en su seno un fruto que, obedeciendo a las misteriosas energías depositadas por Dios, evoluciona y finalmente se desarrolla en forma humana, pero es Dios quien en ese pequeño cuerpo pone un alma de un modo que sólo El conoce. «Es Dios quien hace el alma del hombre», dice el profeta. Una cosa es la carne, otra cosa es el alma. Sin embargo, aunque las madres hayan producido sólo el cuerpo, se dice que ellas han puesto en el mundo el ser vivo, cuerpo y alma, y no solamente una de sus partes. Nadie diría, por ejemplo, que Isabel es la madre de la carne (sarkotokos), y que no es la madre del alma (psychotokos), pues ella puso en el mundo a Juan Bautista, con su cuerpo y su alma, persona única, hombre compuesto de cuerpo y alma. Esto es en algo semejante a lo que pasa en el nacimiento del Emmanuel. El, hemos dicho, ha sido engendrado de la sustancia del Padre, siendo su Verbo, su Hijo único; pero cuando ha tomado carne, y se ha hecho Hijo del hombre, no hay, me parece, ningún absurdo en decir, sino que, por el contrario, es necesario confesar que ha nacido de la mujer según la carne. Exactamente como se ha dicho que el alma del hombre nace al mismo tiempo que su cuerpo y forma una unidad con él, aunque difiera completamente en cuanto a la naturaleza.

 

Cuando el concilio se hubo pronunciado, San Cirilo, en su nombre, prorrumpió en una aclamación a María:

Os saludamos, oh María, Madre de Dios, verdadero tesoro de todo el universo, antorcha que jamás se puede extinguir, corona de la virginidad, cetro de la fe ortodoxa, templo incorruptible, lugar del que no tiene lugar, por quien nos ha sido dado Aquel que es llamado bendito por excelencia, y que ha venido en nombre del Padre. Por Vos, la Trinidad es glorificada; la Cruz es celebrada y adorada por toda la tierra; por Vos, los cielos se estremecen de alegría, los ángeles se regocijan, los demonios son puestos en fuga, el demonio tentador cae del cielo, y la criatura caída es puesta en su sitio.

 

El resto sería demasiado largo de exponer; y termina con estas palabras:

Adoremos la muy Santa Trinidad, al alabar con nuestros himnos a María, siempre Virgen, y a su Hijo, el Esposo de la Iglesia, Jesucristo nuestro Señor, a quien corresponde todo honor y gloria por los siglos de los siglos.

 

El pueblo de Efeso aumentó todavía más el honor a la Virgen. Sus clamores, sus festejos, y aquel incienso que quemó, eran la manifestación oriental y sencilla, de la eterna devoción a María. Es hermoso, en el momento mds decisivo de la historia mariana, ver que la voz de los doctores del Concilio traduce la del alma cristiana corriente.

He aquí la descripción de la escena que Cirilo dirigió a su clero y a su pueblo de Alejandría.

Vuestra piedad reclamaría un relato más detallado de los acontecimientos, pero, apremiado por los correos, abrevio mi carta. Sabed que el vigésimo octavo día del mes de Payni, el Santo Concilio ha tenido lugar en Efeso, en la gran iglesia que lleva el nombre de María, Madre de Dios.. Después de un día entero, terminamos por condenar al blasfemo Nestorio sin que haya osado presentarse al Santo Concilio, y pronunciamos contra él la sentencia de excomunión y de deposición. Estábamos reunidos cerca de doscientos obispos. Toda la población de la ciudad permaneció, desde las primeras horas del día hasta el anochecer, esperando la decisión del Santo Concilio. Cuando se supo la deposición del miserable, todos, a una sola voz, se pusieron a aclamar al Santo Concilio y a glorificar a Dios por haber abatido al enemigo de la fe. Luego, a nuestra salida de la iglesia, nos condujeron hasta nuestra casa, llevando antorchas pues era de noche. Y hubo grandes festejos e iluminaciones por toda la ciudad; algunas mujeres llegaron hasta a precedernos con incensarios. Así es como el Salvador ha manifestado su omnipotencia a los que querían difamar su gloria. Nosotros, pues, una vez terminado el dictamen concerniente a la deposición, nos apresuraremos a reunirnos con vosotros.

 

Detengámonos un instante para reflexionar sobre la forma en que la Iglesia de los cuatro primeros siglos ha tomado poco a poco conciencia de la Maternidad divina de María.

El término de Theotokos es de origen popular y traduce espontáneamente la admiración, el afecto de un corazón cristiano por la Madre de un Niño que es Dios Salvador. Es como el grito de la mujer que cuenta San Lucas: «¡Dichoso el vientre que te llevó!» Quizá el asunto parezca tan sencillo que algunos lectores se extrañen de nuestra insistencia. Pero es necesario comprender que en realidad esta forma de ver y de sentir toma la verdad primera del Nuevo Testamento en el sentido inverso a como es presentada a los hombres. Esta verdad primera es el «anonadamiento de Dios, tomando la forma de siervo», como dice San Pablo 1, es decir, el misterio por el cual Dios se hace esa nada que es el hombre, sin dejar de ser Dios. Por tanto, es natural, es legítimo, es necesario que se llegue a ver todo esto en el sentido inverso, esta es, que se admire la exaltación de la naturaleza humana recibida por Dios de María, y, en consecuencia, la dignidad de una Madre así. Hemos visto que el Evangelio invita a esto desde la escena de la Anunciación. Pero para que este modo de ver y de sentir sobrepase el simple grito de admiración, para que llegue a ser general en la cristiandad entera cuidándose de las desviaciones posibles de una mariolatría, y para, sobre todo, darse cuenta de lo que encierra de verdades relativas a la Madre de Dios, es necesario tiempo. En efecto, han hecho falta siglos.

A principios del siglo V, el título de «Madre de Dios, Theotokos», está de tal manera extendido que el mismo Nestorio llega a concederle que tiene como una especie de derecho de ciudadanía. El herético tiene, como todo el mundo, una veneración especial a la Virgen María y consiente en honrarla con un título en el que ve una especie de hipérbole. Sin embargo, la admiración del pueblo fiel necesariamente permanece confusa. El precisar el término será la misión de los teólogos. Pero cuando se ponen a reflexionar sobre este título, no es para decir su alcance, ni para reconocer cuáles son las grandezas personales de María y su preeminencia sobre las criaturas. Porque controversias demasiado graves les dividen con motivo de su Hijo. Los textos, bastante numerosos (por ejemplo, hay ocho de San Atanasio; son austeros, y una antología no es ciertamente el lugar para recogerlos), los textos que han llegado hasta nosotros, que recogen el término de Theotokos, no conciernen directamente a María, sino que afirman la divinidad y la unidad de Cristo. El dogma de Efeso, corroborado en Calcedonia, será, a fin de cuentas, la fórmula más neta de la fe cristiana en este tema. Por tanto, ninguna mariolatría ha presidido la explicitación del dogma. Es a Cristo a quien los doctores y los Padres han visto en el dogma, y apenas a María.

Notable conducta la del Espíritu Santo en este desarrollo. La grandeza de la Madre de Dios no aparece en el pensamiento cristiano más que al lado de su Hijo. María queda de tal modo envuelta de sol que no se la distingue. Pero reflexionar sobre esta sublime metafísica de la Madre de Dios obliga a ver a María en un orden aparte, y va a servir para descubrir sus privilegios, los cuales el pueblo presiente por un instinto filial. Los teólogos estarán como obligados por la evidencia de tales grandezas. Será preciso que ellos lleguen al estudio de la propia María. Entonces reconocerán cuán legítimo es el sentimiento del pueblo fiel y terminarán por expresarlo, se harán niños. Esta será sobre todo la obra de los grandes doctores griegos del siglo VIII, y luego la de nuestros contemporáneos.