SAN BERNARDO

He aquí al devoto a Nuestra Señora por excelencia. (La denominación de «Nuestra Señora» va a ser popularizada, precisamente, por Citeaux.) Las páginas de San Bernardo (1090-1153), famosas entre las más famosas, hablan por sí mismas 1. Vamos a hacer algunas breves consideraciones.

Nos engañaríamos pensando que el corazón se derrama sin orden. San Bernardo estaba estrechamente ligado a la ortodoxia, e incluso se debe decir que la comprendía de un modo estricto. Rechazando, con derecho, los textos apócrifos, tal vez no creyó, equivocadamente, en la resurrección anticipada de María. Combatió vivamente la creencia de la Inmaculada Concepción. No se atrevió a llamar a María su Madre, probablemente, señala el P.Aubron, porque no encontraba esta expresión ni en San Ambrosio, ni en San Agustín, y, añade el P. Petit, porque San Agustín reservaba el nombre de Madre para la Iglesia y para la gracia. «Estamos, evidentemente -concluye el P. Aubron-, lo más lejos posible de una devoción que debiera su desarrollo a la imaginación popular o a las creaciones espontáneas de una mística liberada de toda atadura dogmática.»

El caso de San Bernardo es doblemente interesante. Por una parte se ve en él un alma de fuego, un corazón tierno que realiza plenamente todo lo que la Iglesia le enseña oficialmente, y por más que gustase quedarse en los dogmas sobre los que la Iglesia se había pronunciado, posee bastante contenido para crear una obra en donde todos los siglos descubrirán su riqueza.

Lo que es incomparable en San Bernardo, es el fervor con el que ha interpretado el sentimiento cristiano sobre la maternidad de gracia, sobre el ministerio misericordioso de María y sobre su mediación universal, sin que, a pesar de todo, se pueda precisar si pone el acento sobre la idea de mediación o sobre la maternidad.

EL «HÁGASE» DESEADO POR LA HUMANIDAD CAUTIVA

Acabáis de oír, oh Virgen, la maravilla que debe cumplirse y la manera como debe cumplirse, lo uno y lo otro no pueden sino admiraros y alegraros. «Alégrate, hija de Sión. Gózate, híja de Jerusa)ún» 1. Y ya que habéis oído la palabra de gozo y alegría, haced que nos sea dado, también a nosotros, el oír la bienaventurada respues. ta que esperamos, para que se conmuevan de gozo nuestros huesos humillados

Vos habéis oído la maravilla que debe cum. plirse, y habéis creído también la manera en que debe cumplirse: concebiréis y daréis a luz un hijo, no por obra del hombre, sino del Espíritu Santo. El ángel espera vuestra respuesta; es ya tiempo de que vuelva hacia Dios, que lo ha enviado. Nosotros esperamos, también, oh nuestra Soberana, la palabra de misericordia, nosotros los miserables sobre quienes pesa una sentencia de condenación He aquí que se pone en vuestras manos el precio de nuestra salvación. Aceptad, y seremos librados. Todos somos la obra del Verbo eterno de Dios 3 y debemos morir, pero decid una palabra y seremos restablecidos a la vida. Esta es la súplica que os dirige, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del cielo con toda su desgraciada estirpe; es la súplica de Abraham y la súplica de David. Es la plegaria urgente de todos los santos Patriarcas, vuestros padres, que habitan también en la región cubierta por las sombras de la muerte. Es la espera del universo entero postrado a vuestros pies. De la respuesta que saldrá de vuestros labios depende el consuelo de los desdichados, la redención de los cautivos, la liberación de los condenados, la salvación de todos los hijos de Adán y de su linaje. Oh Virgen, apresuraos en darnos esta respuesta. Oh nuestra Soberana, di la palabra que esperan la tierra, el infierno y los cielos. El Rey y Señor de todas las cosas espera El mismo, con tanto ardor como ha deseado vuestra hermosura, vuestro consentimiento que ha puesto como condición para la salvación del mundo. Hasta aquí vuestro silencio le ha agradado, desde este momento vuestra palabra le agradará más todavía; ¿no oís que os habla desde el cielo: «Oh, tú, bella entre las mujeres, hazme oír tu voz»? Si le hacéis oír vuestra voz, os mostrará nuestra salvación. ¿No es esta salvación lo que buscabais, lo que pedíais con gemidos y suspiros, orando día y noche? ¿Sois Vos aquella a quien la salvación ha sido prometida o debemos esperar a otra? . Sí, Vos sois la mujer prometida, esperada, deseada, de quien el santo patriarca Jacob, cercana ya su muerte, esperaba la vida eterna, y decía: «Espero tu salvación, Señor» . Es en Vos en quien y por quien Dios, nuestro Rey, ha decretado, antes de los siglos, obrar la salvación sobre nuestra tierra. ¿Por qué esperar de otra mujer lo que os es ofrecido a Vos? ¿Por qué esperar de ella lo que vamos a ver cumplirse por Vos, cuando deis vuestro consentimiento y pronunciéis una palabra? Responded presto al ángel, o, mejor dicho, por el ángel al Señor. Responded una palabra y recibiréis la Palabra, proferid vuestra palabra y concebiréis la divina Palabra, emitid una palabra pasajera y recibid la Palabra eterna. ¿Por qué tardar, y por qué temer? Creed, confiad, ¡recibid! Que vuestra humildad se haga audaz, y vuestro pudor confiante. Sin duda la sencillez virginal no debe hacer olvidar la prudencia, pero es aquí, Virgen prudente, el único momento en el que no debéis temer la presunción: si el pudor os mandaba el silencio, el amor os obliga a hablar. Bienaventurada Virgen, abrid vuestro corazón a la fe, y vuestros labios a la aceptación, y vuestras entrañas al Creador. El deseo de todas las naciones llama a vuestra puerta.

 

Que se sopesen bien estas palabras: «Abrid vuestro corazón a la fe», etc. Se encuentra aquí el pensamiento profundo de San Agustín: la Virgen concibió por la fe antes de concebir en sus entrañas. Pero el pensamiento progresa. Encuentra un complemento, un desarrollo en esta idea: la Palabra divina espera la palabra de la Virgen para ser concebida en la humanidad. Aquí hay mucho más que un juego de palabras.

Es inútil insistir sobre la solemnidad de esta espera del «Hágase» liberador, que desean todos los seres.

MARIA MEDIADORA Y SUS PRERROGATIVAS

Mis amados hermanos, un hombre y una mujer nos han dañado grandemente, pero, gracias a Dios, hay también un hombre y una mujer que han restaurado todo, y con una gran sobreabundancia de gracia. No fue, en efecto, el don redentor como había sido la falta , sino que sobreabunda por sus efectos bienhechores al daño causado por ella. Así, Dios, el muy hábil y muy misericordioso artista, no acabó de romper la vasija resquebrajada, sino que la ha modelado de nuevo de forma más perfecta: por nosotros, ha sacado un nuevo Adán del antiguo, y ha transformado a Eva en María.

Sin duda Cristo nos era suficiente porque, todavía, todo lo que podemos en el orden de la salvación viene de El; pero no era bueno para nosotros que el hombre estuviese solo. Había una gran conveniencia en que los dos sexos tomasen parte en nuestra redención, como lo habían tomado en nuestra caída. Ciertamente, el hombre, es decir, Cristo Jesús, es el mediador plenamente fiel y todopoderoso entre Dios y-los hombres, pero su majestad divina les llena a los hombres de un temor reverencial. En El la Humanidad parece absorbida por la divinidad, no porque haya una mutación sustancial, sino porque todos sus actos son divinos. No se canta sólo la misericordia de Cristo, sino también sus juicios, pues si El aprendió, al sufrir, la compasión que le hace misericordioso, no deja de ser nuestro juez. En fin, nuestro Dios es un fuego que devora ; ¿cómo el pecador no temerá perecer al aproximarse a Dios, igual que la cera se derrite, en presencia del fuego?

Por eso no debe verse el papel de la mujer bendita entre todas las mujeres como un estar de más; Ella tiene su lugar preciso en esta reconcíliación, porque tenemos necesidad de un mediador para ir a Cristo mediador.

 

He aquí una afirmación famosa, que será muchas veces repetida. Hay que reconocer que no se puede presentar como un principio, y que necesita ser explicada. El mismo San Bernardo lo ha aclarado de una forma muy equilibrada: es el pecador el que siente la necesidad de recurrir a una intercesión misericordiosa que no le juzgue. En la Virgen, dirá en seguida, «no tenéis absolutamente nada que temer», mientras que en Cristo se da también el juicio.

Es necesario precisar que es en un sentido completamente diferente en el que Jesús y María son «mediadores». En sentido verdadero, Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres, ya que sólo El es a la vez Dios y hombre. María no será «mediadora» más que a la manera de una simple criatura, una de entre nosotros; pero que, siendo la Madre de Cristo y la Nueva Eva junto al Nuevo Adán, le está muy especialmente unida. Ella no se interpone entre nosotros y El, no impide las relaciones directas entre El y nosotros, pero nos introduce junto a El como no podíamos hacerlo por nuestros medios.

Necesitamos dice San Bernardo, de un mediador para ir a Cristo mediador, y nosotros no podemos encontrarlo mejor que María. Eva ha sido mediadora, pero qué cruel, porque por ella la antigua serpiente pudo inocular su dañoso veneno en el hombre; María es también mediadora, pero fiel, porque Ella da el antídoto de la salvación, tanto al hombre como a la mujer. Eva fue cooperadora de la seducción; María, de la propiciación. La primera nos ha sugerido la prevaricación, la segunda nos ha ofrecido la redención. ¿Por qué la fragilidad humana recela aproximarse a María? No hay nada duro en Ella, nada temible; es toda suavidad, ofreciendo a todos leche y lana. Recorred atentamente el Evangelio entero, y si encontráis en María algo de dureza, o el más ligero signo de impaciencia, consiento que desconfiéis de su mirada y temáis acercaros a Ella. Pero si, como sucederá, comprobáis que todos sus actos están llenos de bondad y de gracia, de mansedumbre y de misericordia, dad las gracias a Aquel cuya providencia muy dulce y muy misericordiosa os ha dado esta mediadora, en quien no tenéis absolutamente nada que temer. Ella se ha hecho toda para todos 1, y en su inmensa caridad se ha constituido en la deudora de sabios e ignorantes . Ella abre a todos el seno de la misericordia, para que todos reciban de su plenitud: redención el cautivo; curación el enfermo; consuelo el afligido; perdón el pecador; gracia el justo; alegría el ángel; y la Trinidad entera, la gloria, y el Hijo, una carne humana, de modo que nadie se sustraiga a su calor.

En cuanto a,! sufrir de la Virgen, que hace, si os acordáis, la doceava estrella de su diadema, lo encontramos afirmado tanto en la profecía de Simeón como en la historia de la Pasión del Señor: «Este Niño está en el mundo, dijo el santo anciano al hablar de Jesús, para ser signo de la contradicción.» Y, dirigiéndose a María, añadió: «A ti misma, una espada atravesará tu alma» . ¡Oh Bienaventurada Madre, la espada ha traspasado bien vuestra alma! ¿Cómo habría podido, sin atravesarla, penetrar en la carne de vuestro Hijo? En efecto, después que vuestro Jesús (que nos pertenece a todos, pero a Vos especialmente) hubo dado el último suspiro, la lanza cruel que, sin respeto por su Cuerpo en adelante insensible, le abrió el costado, no pudo alcanzar su cuerpo sino después de atravesar vuestra alma. Su alma no estaba ya en su Cuerpo, pero la vuestra sí. La agudeza del dolor ha traspasado vuestra alma, y por eso debemos proclamar que Vos sois más que mártir, ya que en Vos la compasión del corazón superó tan fuertemente a la pasión del cuerpo.

¿Acaso no fue más penetrante que una espada aquella palabra que taladró vuestra alma y llegó a dividirla del espíritu: «Mujer, he aquí a tu hijo»?. ¡Qué cambio! Juan os es dado en lugar de Jesús, el servidor en lugar del Señor, el discípulo en lugar del maestro, el hijo de Zebedeo en lugar del Hijo de Dios, un simple hombre en lugar del verdadero Dios. ¿Cómo esta palabra no hubo de traspasar vuestra alma amantísima, cuando su solo recuerdo rompe nuestros corazones, que son, sin embargo, de piedra y de hierro? No os extrafiéis, hermanos míos, si se dice que María sufrió el martirio en su alma. Para extrañarse sería preciso olvidar que San Pablo contó entre los más grandes pecados cometidos por los gentiles la falta de afecto. ¡Lejos de las entrañas de María una tal falta! Que esté también lejos de sus humildes servidores. Pero alguien dirá tal vez: ¿No sabía Ella que Jesús debía morir? Sin ninguna duda. ¿No esperaba verle resucitar pronto? Lo esperaba firmemente. ¿Y a pesar de esto sufrió al verle crucificado? Muy vivamente. ¿Quién eres, pues, hermano mío, y de dónde te viene esta sabiduría que te sorprende más ver a María condolerse que al Hijo de Mal-fa padecer? La muerte ha podido herir al Hijo en su cuerpo, ¿y no habría podido alcanzar a María en su corazón? Fue tal su amor, el que le hizo soportar la muerte del Hijo, que nadie ha tenido jamás uno más grande'; fue tal su amor, el que hizo sufrir la muerte en el corazón de la Madre, que no habrá otro semejante.

Y ahora, Madre de misericordia, por la compasión de vuestra alma purísima, que tenéis a la luna postrada a vuestros pies, os invoco, con piadosas súplicas, como mediadora después del Sol de justicia, y que en vuestra luz vea la luz de este Sol , que merezca por vuestra intercesión obtener la gracia del Sol que os ha amado verdaderamente por encima de toda creatura, que os ha ataviado con un vestido de gloria", y que ha puesto sobre vuestra frente una corona de belleza. Vos sois llena de gracia, inundada del rocío del cielo 5, protegida por vuestro bienamado, colmada de delicias II. Alimentad hoy a vuestros pobres servidores, oh Nuestra Señora, y que los cachorrillos puedan al menos comer las migajas ; y de vuestro vaso desbordante no deis sólo de beber al servidor de Abraham, sino abrevad también a los camellos", pues sois verdaderamente la novia elegida desde antes de todo tiempo y destinada al Hijo del Altísimo, que es, por encima de todas las cosas, Dios, bendito eternamente . Así sea.

MARÍA, MEDIADORA- «EL ACUEDUCTO>

 

También, «santificado sea», Señor, «tu nom. bre», que os pone ya en algún rnodo presente entre nosotros, este nombre que, invocado por nosotros, os hace habitar por la fe en nuestros corazones .. Pero que «venga a nosotros tu reino», y que la perfección suceda al esbozo imperfecto .

El Apóstol nos dice: «Vosotros tenéis por fruto la santificación, y por fin, la vida eterna».. La vida eterna es la fuente inagotable que riega la superficie entera del paraíso. Más aún, es la fuente embriagadora, la fuente que adorna los jardines, el agua viva cuyas corrientes impetuosas se precipitan desde el Líbano 5 e inundan de un río de alegría la ciudad de Dios . Pero ¿quién es esta fuente de vida, sino Cristo Nuestro Señor? «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces también os manifestaréis glorificados con EI» .. Sin duda, la plenitud, por así decirlo, se anonada a sí misma para llegar a ser nuestra justicia, nuestra santificación, nuestro perdón, no apareciendo todavía como la vida, la gloria y la beatitud. Las aguas de esta fuente han llegado hasta nosotros en las plazas públicas, por más que el extranjero no pueda beber'. Este hilo de agua celestial ha descendido a nosotros por un acueducto, que no nos distribuye todo el agua de la fuente, sino que hace caer la gracia gota a gota sobre nuestros corazones desecados, a unos más y a otros menos. El acueducto mismo está lleno, de suerte que todos reciben de su plenitud, sin recibir la plenitud que contiene.

Ya habéis adivinado, si no me equivoco, quién es este acueducto que, recibiendo la plenitud de la fuente que brota del corazón del Padre, nos distribuye en seguida lo que podemos recibir. Sabéis, en efecto, a quién se dirigían estas palabras: «Salve, llena de gracia.» ¿Pero no es sorprendente que se haya podido hacer un acueducto así, cuyo extremo deba no sólo alcanzar el cielo como la escala que vio el profeta Jacob, sino penetrar hasta llegar a la fuente de aguas vivas que brota de lo más alto de los cielos? Salomón mismo se asombraba y preguntaba como en último extremo: «¿Quién encontrará a la mujer fuerte?». Y si la gracia quedó tan largo tiempo sin llegar al género humano, es que no había aún, para traerla, este acueducto deseable de que hablamos. Pero no os asombréis que se la haya esperado tan largo tiempo; recordad cuántos años, Noé, este hombre justo, tardó en construir el arca que debía servir sólo para salvar un pequeño número de almas, ocho solamente, y por muy poco tiempo.

Pero ¿cómo nuestro acueducto puede alcanzar una fuente que brota tan alto? ¿No puede hacerlo sólo por el ardor del deseo, el fervor de la devoción y la pureza de la oración? Porque está escrito: «La oración del justo penetra en los cielos» . ¿Y quién es justo, sino María? ¿De quién ha nacido para nosotros el Sol de justicia? ¿0 cómo ha podido alcanzar esta inaccesible majestad, sino llamando, pidiendo y buscando?. Fínalmente, Ella ha encontrado lo que buscaba, ya que le fue dicho: «Has hallado gracia delante de Dios». María es llena de gracia, y ha encontrado un aumento de gracia. Ella ha encontrado la gra. cia que buscaba, pues una plenitud personal no le basta, y no puede contentarse con gozar sola de su bien, sino que, siguiendo lo que está escrito: « El que me beba tendrá todavía sed», Ella ha pedido una sobreabundancia de gracia para la salvación del mundo entero.