SAN ALBERTO MAGNO

Estamos en este ambiente, y por eso se puede decir que sobre estas experiencias han trabajado los grandes doctores medievales. Les son deudores y, a la vez, contribuyen ellos mismos. Cuando se habla de la devoción medieval a María, de ordinario sólo se piensa en formas conmovedoras que han cuajado en efusiones de toda clase, y en leyendas; se olvida que sus dos representantes más eminentes son Santo Tomás de Aquino y Dante. En las grandes épocas hay una continuidad perfecta entre las diversas formas de la devoción mariana. No sólo se unen, sino que se confunden unas formas con otras.

Por eso el escolástico San Alberto Magno (1206-1280> es, muy probablemente, el autor de una homilía que termina con esta página tan emotiva:

EL DESEO DE VER A MARÍA

 

Ah, ¡qué bella y graciosa estáis en medio de vuestros encantos! ¿No es delicioso ver y cumplir lo que es tan agradable de decir y meditar? Yo no hablo al corazón frío y desdeñoso, sino al corazón piadoso. Pensad, os ruego, en esto: una joven, Virgen y Madre a la vez, tenía en su seno virginal a su propio Hijo, y sabía que era Dios y hombre; y El, con sus tiernas manos, abrazaba el pecho sagrado de la Virgen, y ella con sus bienaventurados brazos envolvía el pequeño cuerpo de su Hijo; El, bebiendo, levantaba los ojos con bondad hacia el rostro de su madre, y Ella, inclinando su santa cabeza, miraba con devoción a los ojos de su Hijo. Pero todo esto es bien poca cosa sin el misterio de su intimidad. En todo lo que acabamos de decir, ¿cuáles serían los pensamientos de los corazones de la Madre y del Hijo?: Teniendo a su pequeño, Ella meditaba cómo lo había tenido, de dónde le había venido, y todo lo que había visto y oído por el ministerio de los ángeles, de Isabel, de los pastores, de los Magos, y todo ello le llevaba a meditar sobre lo que debla sucederle en el mundo a este pequeño; y El, por su parte, acostado sobre el seno de la humilde joven, a quien sus propios vecinos no se habían preocupado de reconocer, pensaba de qué modo la propondría a los hombres y a los ángeles y la haría invocar por todos como el abogado de los suyos: y mientras bebía de su seno, decidía ya, secretamente, la redención del mundo...

Ella lleva un fruto que sobrepasa toda dulzura. Todo lo que está en María, todo lo que viene de María es dulzura. Dulce es el espíritu de María, como Ella misma lo atestigua'. Mi espíritu es dulce . Dulce es Mal-la, que puso en el mundo un hijo tan dulce, del cual Ella misma dijo: Mi bienamado, es todo deseable . Dulces son los pensamientos de María, de quien San Jerónimo dijo en un sermón: «La gracia del Espíritu Santo la había colmado plenamente. El divino Amor la había inflamado por completo, tanto que no había en Ella nada que estuviese atado al mundo, sino que todo era fuego continuo y embriaguez de un amor desbordante» . Dulce era la palabra de María, como así lo atestigua su Esposo: «Miel destilan tus labios, miel y leche están en tu boca» . Dulce fue la entrada de María en este mundo, puesto que fue preservada de toda mancha de pecado. Dulce fue su vida, pues fue preservada de toda caída en el pecado actual.

De esto San Agustín da testimonio: «Cuando se trata de los pecados no quiero hacer mención de Ella.» Dulce fue la partida de María, ya que fue preservada de las amarguras de la muerte, a la que todos estamos entregados, según el testimonio de la Iglesia: «La Santa Madre de Dios sufrió la muerte temporal, pero no pudo ser retenida en los lazos de la muerte.» Dulce es el nombre de María, que por todas partes promueve la devoción a la Iglesia de los fieles. Decidrne, os lo ruego, de dónde vienen esos suspiros, y el murmullo, y la postración de la muchedumbre piadosa con la Iglesia, cuando un clérigo pronuncia el nombre de María. Ella es como un dátil lleno de dulzura, y es dulce en nosotros. También la Iglesia canta: Oh dulce María . Dulce es la imagen de María, que los artistas hacen, con tanto esplendor, tanto celo y tanta dulzura, con preferencia sobre las imágenes de los otros santos, y que los fieles veneran con tanta alegría, antes que a cualquier otra. ¿No veis que las iglesias están llenas de la imagen de María? Esto es señal evidente de que todo corazón debe estar lleno de su memoria. He aquí los dulces frutos de la palmera. He aquí estos dátiles que María ha derramado sobre la tierra de los mortales. ¿De qué calidad serán los que distribuye a los ciudadanos de allá arriba en la patria de los vivos? Allí la veremos, no en su imagen de oro o de marfil, sino cara a cara, en su cuerpo santísimo. Allí veremos su rostro con nuestros ojos, que hemos deseado ver, llorando, por tan largo tiempo aquí abajo. Allí nos sentaremos cerca de nuestra Madre, de la que ahora estamos tan alejados. Allí podremos hablar no de Ella, sino con Ella. Allí no abandonaremos ya nunca su gloriosa presencia. Oh, ¿cuándo llegará eso?

¿Pensáis que la veremos? ¿Pensáis que perseveraremos? ¿Pensáis, Madre de Misericordia, que esté escrito en alguna parte en el libro de vuestro Hijo que debamos veros así con El? Que esperándolo, os lo ruego, «vuestras lágrimas nos sean el pan y el día y la noche» hasta que nos sea dicho: ¡Hijo, he aquí a tu Madre! ¡Niños, he aquí a vuestro Hermano!...