EADMERO DE CANTORBERY

El querido discípulo de San Anselmo, monje benedictino de Cantorbery, escribió un tratado en defensa de la Inmaculada Concepción, atribuido durante un largo tiempo a su maestro. Entonces la cuestión estaba muy tensa en Inglaterra. Por una parte, la intuición de la fe descubría que María había sido preservada del pecado de una manera mucho más perfecta que cualquier santo. Pero, por otra parte, ya que la misma María, como toda criatura humana para ser liberada del pecado original, tenía necesidad de la redención realizada por su Hijo, se dudaba en afirmar su Concepción Inmaculada. Se dudaba sobre todo porque, bajo la influencia de San Agustín, se tenía una idea muy material del pecado original, más o menos identificado con la concupiscencia, y se creía que todo acto carnal tenía algo de desorganizado que arrastraba una tara para el niño concebido. Se tendía a pensar que la hija de Ana y de Joaquín había contraído el pecado original, pero que, por un privilegio especial, Dios la había purificado desde el seno de su madre. La cuestión era especialmente debatida en Inglaterra, en donde una fiesta de la Concepción de María, originaria de la Italia bizantina -¡siempre el Oriente!- y celebrada luego en Irlanda desde el siglo IX o X, se había introducido antes del año 1030. Se perdió un poco después de la invasión normanda y tomó de nuevo una gran difusión al comienzo del siglo XII.

San Anselmo había mostrado en su obra ¿Por qué Dios se hizo hombre? que María podía ser purificada por una aplicación anticipada de los méritos de Cristo; pero no parece haber profesado personalmente la creencia de la Inmaculada Concepción. Su discípulo Eadmero, muerto en el año 1124, es el principal defensor de este dogma. Muy conscientemente, él forma parte de las almas sencillas, y combate contra los doctos que, a todo lo largo de esta historia, ponen límite a la piedad común. Razona a fortiori a partir de la santificación de Jeremías y de San Juan Bautista, pero sobre todo ve el privilegio de la Inmaculada Concepción como una exigencia del plan de salvación, para darle a María el lugar al cual fue predestinada desde toda la eternidad:

LA REINA UNIVERSAL PUEDE Y DEBE SER INMACULADA

Considerad una castaña. Cuando brota en el árbol, su envoltura está totalmente erizada y recubierta de una corteza de espinas. Pero en el interior germina la castaña, en primer lugar bajo la forma de un líquido lechoso que no tiene nada de áspero, ni hay en ello nada de lo nocivo de las espinas, ni se resiente de ninguna manera de lo que le rodea. En este medio muy dulce en que está conservada, cuidada, alimentada, es donde se desarrolla según su naturaleza y su especie, donde llega por fin a la edad adulta, que es cuando rompe su corteza, y sale madura sin tomar nada de las asperezas y la fealdad de su envoltura. Ved, si Dios da a la castaña el ser concebida, alimentada, y formada bajo las espinas, pero al abrigo de ellas, ¿no ha podido permitir a un cuerpo humano, del cual El quería hacerse un templo para habitar allí corporalmente, del cual El debía llegar a ser hombre perfecto, en la unidad de su persona divina, no ha podido, digo, dar a este cuerpo, aunque concebido entre las espinas de los pecados, el estar completamente preservado de ellos? El lo ha podido ciertamente. Si pues lo ha querido, lo ha hecho.

Cierto, todo lo más honorable que Dios ha querido siempre para alguien distinto de El, es sin duda alguna para Vos para quien lo ha querido, oh Vos, bienaventurada entre todas las mujeres. Pues El ha querido hacer de Vos su Madre, y porque lo ha querido lo ha hecho. ¿Qué digo? El ha hecho de Vos su Madre, El el Creador, el Maestro y el Soberano de todas las cosas; El, el Autor y el Señor de todos los seres no sólo inteligibles, sino de los que sobrepasan toda ínteligencia. El os ha hecho, oh Señora nuestra, su Madre única, y por ello os ha constituido al mismo tiempo en la Maestra y la Dueña del universo. Habéis llegado a ser la Soberana y la Reina de los cielos, de la tierra y de los mares, de todos los elementos y de todo lo que contienen, y para ser todo esto El os formó por obra del Espíritu Santo en el seno de vuestra madre desde el primer instante en que fuisteis concebida. Esto es así, oh Señora, y nos regocijamos de que así sea. Oh dulcísima María, Vos a quien tanta grandeza está reservada, Vos destinada a llegar a ser la Madre única del soberano Bien, la Reina prudente y noble, después de vuestro Hijo, de todos los seres pasados, presentes y futuros, ¿Vos habéis tenido un origen que se debe colocar al nivel o por debajo de alguna de las criaturas sobre las cuales, lo sabemos con certeza, ejercéis vuestro imperio?

El apóstol de la verdad al que vuestro Hijo, desde el cielo donde reina ahora, ha llamado «vaso de elección», afirma que «todos los hombres han pecado en Adán» . Esto es una verdad cierta que yo confieso, y que no está permitido negar. Pero considerando la eminencia de la gracia divina en Vos, oh María, yo sé que Vos estáis situada no entre las criaturas, sino, a excepción de vuestro Hijo, por encima de todo lo que ha sido hecho. De donde concluyo que, en vuestra Concepción, no habéis sido encadenada por la misma ley connatural a los demás hombres, sino que habéis quedado completamente exenta de todo pecado, y esto por una virtud singular y una operación divina impenetrable a la inteligencia humana. Sólo el pecado alejaba al hombre de la paz de Dios Para borrar este pecado y volver a llevar al género humano a la paz divina, el Hijo de Dios quiso hacerse hombre, pero de forma que en El no se encontrara nada de lo que desunía al hombre de su Dios. Por este decreto convenía que la Madre de donde este Hombre sería creado fuera pura de todo pecado. Sin ello, ¿cómo realizar de una forma tan perfecta la unión de la carne con la pureza suprema? y ¿cómo en la Encarnación el hombre y Dios serían uno hasta el punto de que todo lo que es de Dios fuera del hombre, y que todo lo que es del hombre fuera de Dios?

 

Eadmero roza, de alguna forma, el empleo de un principio dudoso, del cual se hará en las doctrinas marianas, sobre todo al fin de la Edad Media y desde el siglo XVII, un uso intemperante. Tiene un poco el aire de decir: Dios quiere honrar a su Madre; la Inmaculada Concepción es un privilegio honorable para Ella; pues Dios, ciertamente, se lo ha concedido. Este optimismo a priori no tiene sentido. No había privilegios que la imaginación no dotara a María desde el mo. mento en que pareciesen honorables. No es sufi. ciente que una proposición nos seduzca para que pensemos que ha sido realizada. Es necesario que la revelación dé lugar a pensar que la proposición es real. lo que hace Eadmero es mostrar que es muy probable que Dios haya querido la Inmaculada Concepción, pues es muy conveniente.