MARÍA Y LA PSICOLOGÍA HUMANA

 

Puede parecer extraño hablar de María de Nazaret desde el punto de vista de la psicología, considerando que no tenemos ninguna posibilidad de estudiar directamente su personalidad. Sin embargo, dos elementos justifican y autorizan el estudio psicológico de María: los escritos neotestamentarios y la influencia de su imagen. Los primeros nos ofrecen información sobre algunos eventos de su vida y de cómo su figura fue vivida por la primera comunidad cristiana. El segundo elemento es el hecho innegable de la influencia que su imagen ha ejercido y continúa ejerciendo sobre los seres humanos como lo testimonian múltiples manifestaciones artísticas, litúrgicas y de religiosidad popular. Hay aún otra consideración que legitima este estudio: ningún individuo humano puede entrar en relación con la realidad y vivirla si no es a través de la propia psique. Por esto, para comprender lo que significa la mujer de Nazaret para la experiencia humana, sobre todo religiosa, la aportación de la psicología constituye un componente insustituible.

I. La personalidad de María

No es posible decir mucho sobre la psicología y, por tanto, sobre la personalidad de María. Pero hay algunos elementos que no conviene descuidar. En primer lugar, sobre la base de los conocimientos adquiridos a propósito de la relación madre e hijo y de su importancia para la formación del carácter y, más globaLmente, de la personalidad de los hijos, es la figura de Jesús —tal como ha sido transmitida por los escritos neotestamentarios— la que nos puede suministrar importantes indicaciones. Considerando las características humanas de Jesús y teniendo en cuenta las nociones antes insinuadas, especialmente con referencia al papel materno en los procesos de identificación y en el desarrollo de las energías emotivo-afectivas, podemos inferir que su madre debía de ser una personalidad dotada de notable fuerza de ánimo, capaz al mismo tiempo de abandonarse a las expresiones más exquisitas de la sensibilidad del psiquismo humano: amistad, ternura, entusiasmo, compasión. Algunos datos históricos nos dan además ulteriores elementos para conocer la personalidad de María. Ante todo, el cántico que de ella toma el nombre expresa una apertura a la problemática y a las experiencias religiosas y sociales de su tiempo, mostrándola compenetrada de los fermentos más significativos de la cultura judía contemporánea. La anunciación constituye también otro momento significativo desde el punto de vista psicodinámico; ante una experiencia tan inesperada y arriesgada, parangonable a un shock, ella muestra una elevada capacidad de control de sus reacciones y de la situación, conduciendo el diálogo del modo más adecuado. Igualmente indicativo es el momento de su participación en la muerte del Hijo, ya que, además de una reacción extremadamente digna, hemos de deducir que María supo mantener una lucidez y conciencia tales que el Hijo pudo confiarle en aquel momento la iglesia naciente. Esto se confirma, en cierto modo, por el hecho de reunirse la primitiva comunidad cristiana en torno a ella como punto de referencia y factor unificador de las esperanzas de los creyentes asustados.

II. María y la psicología humana

Más amplia es la aportación que la psicología puede dar a lo que la figura de María significa para la experiencia humana en sentido profundo, existencial, hasta los niveles emotivos inconscientes de la personalidad. Mas para comprender y utilizar los datos es necesario escoger un modelo de personalidad que nos ayude a encuadrar e interpretar con metodología correcta los datos mismos. Nos parece que la teoría de referencia más adecuada a este fin es la psicología analítica de C.G. Jung. En esta hipótesis de funcionamiento de la psique hay una noción básica: la de arquetipo, es decir, de función psíquica originaria, que expresa y en cierto modo orienta en módulos de comportamiento las instancias psíquicas fundamentales de la especie humana, En otros términos: los arquetipos son modos de reacción producto de las experiencias positivas y negativas que la humanidad ha realizado con relación a los eventos axiales de la propia existencia; p. ej., el encuentro con la figura del padre o la madre, el amor, la enfermedad, la muerte, el odio, que han llegado a ser, por una especie de memorización, paradigmas de reacción ante los eventos concretos que de algún modo les dan contenido y los traen a la conciencia. Mas los arquetipos no son alcanzables directamente, por su precisa característica de ser modalidades, esquemas; pero pueden ser conocidos y comprendidos a través de símbolos o imágenes simbólicas tanto individuales como colectivas. Éstas expresan la síntesis entre el modelo originario arquetípico y su historización en una determinada cultura y en un determinado grupo o individuo. Una cualidad importante de los arquetipos, y en consecuencia de las imágenes simbólicas a través de las cuales se manifiestan, es la de canalizar intensamente la energía psíquica, ejercitando una particular fuerza de atracción sobre el individuo y/o sobre el grupo que alcanzan a percibirlos. Además es preciso resaltar que la dinámica de los arquetipos, justamente en cuanto resumen experiencias buenas y malas, cataliza una doble polaridad, positiva y negativa, sirviendo de vehículos a sentimientos, expectativas e imágenes que pueden ser enderezadas a la integración de las experiencias y por tanto a la evolución de la personalidad, o bien a la desintegración, y en este caso inducen componentes regresivos y hasta psicopatológicos.

1. EL ARQUETIPO DE LO FEMENINO. Entre los arquetipos fundamentales, constitutivos de la identidad personal, está el de lo femenino, o, como dice Jung, el del ánima. Este arquetipo estructura las necesidades y las actitudes que el individuo humano tiene, en razón probable de su misma identidad sexual a nivel cromosómico, hacia lo femenino entendido como un conjunto de características y cualidades psíquicas que se encuentran de modo típico en la mujer, pero que son integrantes de la madurez de todo ser humano. Aunque con significado diverso, lo femenino viene a concretarse en el individuo, macho o hembra, mediante las distintas realidades que encuentra, desde la figura materna, que es la fundamental, hasta los modelos antropológicos.

Nace de este proceso la tensión psíquica entre el modelo arquetípico, que da lugar a proyecciones y expectativas ideales, y los acontecimientos inmediatos del encuentro con la mujer concreta o de realización de la propia feminidad. Esta tensión se expresa en las necesidades profundas, casi insaciables, de protección, de ser objeto de cuidado amoroso de seguridad afectiva, que no sólo impregnan nuestra vida y nuestra actitud, incluso religiosa, sino que se manifiestan mediante imágenes simbólicas proyectadas hacia lo absoluto; nacen así las diferentes diosas: del amor, de la belleza, de la justicia, etcétera. Superando el dato ligado a las necesidades primarias, comprobamos que el arquetipo de lo femenino ha tenido una importancia enorme en la historia de la búsqueda religiosa de la humanidad.

Comprobamos en efecto que, en su necesidad de encontrar un significado a los interrogantes y misterios de la existencia, la humanidad ha recurrido de modo constante a imágenes simbólicas femeninas. Así vemos que el drama de la lucha entre la vida y la muerte encuentra una respuesta en la imagen simbólica de la diosa-madre, que con su eterna fecundidad sostiene la esperanza de que la vida continúa y al mismo tiempo da seguridad de que la muerte no es el fin de todo, pues en los hijos el hombre sigue viviendo y en el misterio de la fertilidad del seno supera la angustia de la muerte. La necesidad de superar el sentido de soledad o incomunicabilidad —de lo que forma parte también la dimensión sexual, en su ser-limite psico-fisico de la relación hombre-mujer—, unido probablemente a la necesidad de sentirse dominador de la propia energía del instinto, da lugar a la diosa-virgen. Igualmente la exigencia profunda de conocimiento y de participación cuasi mística en la vida y misterio de la divinidad se exterioriza en los varios mitos del hieros gamos, unión sagrada o nupcial con la divinidad, en la que, generalmente, el elemento humano que se une al divino es el femenino. A estas imágenes corresponden las negativas de la divinidad femenina, castrante, destructiva, vengadora.

La valencia religioso-arquetípica del arquetipo femenino encuentra quizá su culminación en la imagen simbólica de la diosa fortuna, intento de materializar lo imprevisible, el capricho y a veces lo absurdo del acontecer humano, y al mismo tiempo casi preverlo y controlarlo mediante las cualidades de protección materna y de atracción hacia el individuo humano que se atribuyen a esta divinidad. Pero la función de lo femenino no se agota en la esfera de las imágenes simbólicas en cierto modo trascendentes. Es interesante observar que varios aspectos de la vida, unidos de alguna manera con lo sagrado, aunque de modo extraño para nosotros han sido confiados a la mujer. Así encontramos la multitud de sacerdotisas, las guardianas de los valores sagrados (como las vestales de la antigua Roma) o las que pueden escrutar y revelar el misterioso designio de la divinidad (profetisas, sibilas, etcétera).

Estas breves anotaciones permiten caer en la cuenta de la enorme importancia que el arquetipo femenino ha tenido y tiene en la experiencia religiosa de la humanidad y en su capacidad de acercarse al misterio no sólo en el sentido de que la mujer tiene probablemente una sensibilidad y una disponibilidad para lo sagrado más profunda que el hombre, sino también de lo importante que es para la personalidad humana su componente femenina arquetípica inconsciente y el relativo proceso de simbolización y de toma de conciencia de las instancias soterradas para una religiosidad que compenetre creativamente la vida.

2. LA LECTURA CRISTIANA DEL ARQUETIPO. La hipótesis del arquetipo en su aplicación a la comprensión y a la interpretación de los fenómenos religiosos es extremadamente compleja por el estado actual de su sistematización teórica y por la peculiar naturaleza del dato religioso, especialmente del dato revelado. De aquí el riesgo de que el dinamismo arquetípico, aun presentándose como modelo descriptivo de funcionamiento de la psique para llegar con profundidad y creatividad a la realidad religiosa a nivel existencial, comporta ambigüedad y confusiones.

De hecho, las interpretaciones arquetipicas de las manifestaciones simbólicas de naturaleza religiosa, tanto individuales como de grupo, pueden inducir la sugestión de que son sólo proyecciones de instancias arquetípicas de la humanidad, aunque sean primordiales y originarias, pero a las que no corresponde ninguna realidad trascendente, y mucho menos revelada. Serían puras expresiones de necesidades psicológicas formuladas en clave religioso-sacral, porque este lenguaje es el más adecuado para expresar lo desconocido o cognoscible. Así, p. ej., los símbolos que se refieren al dios-hombre no tendrían otra valencia que la de condensar y representar de modo perceptible el deseo y la necesidad de divinización que hay en el hombre.

Adelantando que tal lectura no es a mi entender, correcta ni siquiera desde el punto de vista científico, es necesario, sin embargo, esclarecer el significado cristiano, según la tradición católica, de la hipótesis arquetípica. Desde este punto de vista sostenemos que los arquetipos son estructuras dinámicas inconscientes creaturales, es decir, proyectadas e integradas en el plan salvífico de Dios, y por tanto ordenadas al conocimiento de la verdad que emana de Dios. Podemos considerarlas como estructuras creadas y previstas para que la personalidad humana pueda recibir a nivel vital, tan íntimo que llega hasta lo inconsciente la realidad religiosa, que en último análisls nos reconduce hasta Dios mismo. Sin embargo, los múltiples condicionamientos de la realidad creada desde el primordial que llamamos pecado original, pasando por los que poco a poco se han ido estratificando en la historia y que influyen en la cultura en que vivimos, hasta llegar a los que están más estrechamente ligados a nuestra aventura personal, hacen necesaria una guía que nos permita decodificar estos dinamismos llevándolos a su significado salvífico originario.

Dentro de esta óptica corresponde a la iglesia asumir, en lo que concierne al fenómeno religioso, y particularmente al dato revelado, la tarea de captar el significado genuino de las instancias arquetípicas, y traducirlas luego al nivel consciente como entelequias existenciales. Así podremos ver que el símbolo de dios-hombre, p. ej., no es la proyección de una necesidad humana primordial, sino la realidad del Dios-Hombre, que se refleja en la dinámica simbólica correspondiente.

En la misma linea interpretativa es posible darse cuenta de que los misterios cristianos y su expresión dogmática o litúrgica no son la continuación de determinados motivos arquetípicos expresados de distintas formas a lo largo de los siglos, sino que los diferentes ritos o mitos de las diversas religiones son como las huellas de una búsqueda y de una preparación de la humanidad que intenta acercarse gradualmente a aquellas realidades. Éstas se manifiestan en la revelación, de la cual los arquetipos son funciones perceptivas, mientras que las diversas imágenes simbólicas son esbozos incompletos, imperfectos o incluso erróneos del esfuerzo de percibir la profunda y misteriosa realidad a que hacen referencia.

3. MARÍA Y EL ARQUETIPO DE LO FEMENINO. La realidad personal e histórica de María ha sido un reclamo grandioso para las energías arquetípicas del inconsciente colectivo. Por un lado, su realidad personal e histórica ha atraído y como representado visiblemente las más relevantes y constantes polaridades numinosas positivas del arquetipo femenino. Por otro, su realidad metahistórica (fundada ante todo en su ser, desde el punto de vista exegético también una imagen colectiva) es simbólica y como un paradigma de la existencia cristiana, que decodifica en parte su misterio. Veamos algunos de los aspectos numinosos y de las valencias simbólicas que son mayormente incisivas —como lo prueba el dato histórico—en la conciencia religiosa.

a) "Icono" del Dios vivo. Hace pocos años que la reflexión teológica ha tomado conciencia de la parcialidad, y sobre todo del influjo cultural de nuestro modo de hablar de Dios como Padre. La virgen María manifiesta en alguna medida la dimensión femenina y aún más la materna del misterio trinitario, y particularmente del Padre. En María, en efecto, el individuo puede percibir también las cualidades femeninas y maternas del misterio trinitario, no sólo porque tal diferenciación cualitativa está presente en la realidad divina, sino porque nosotros no sabemos interpretar determinadas modalidades existenciales y psicológicas sino reconociéndolas como masculinas o femeninas. Por esto es necesario que la fuente de la vida, que es el término del doble camino humano, el masculino y el femenino, sea percibida como una totalidad que integre y supere la limitación-distinción sexual específica de gran parte de la realidad creatural, y fundamentalmente del hombre, que advierte el sentido de limitación con mucha mayor agudeza. La Virgen-madre supera en parte esta limitación y muestra las cualidades diferentes del Dios-Padre.

b) La Virgen-esposa. Una de las valencias simbólicas más importantes de María es la de la Virgen, cualidad cuya presencia en la historia de las religiones es antiquísima y de significado preñante. Esta imagen no tiene sus raíces tanto en el sustrato fisiológico cuanto en su potencialidad expresiva de la profunda libertad del individuo que se da y hace sagrado (consagrado) entregándose conscientemente al misterio. En las religiones antiguas, el significado simbólico de la divinidad femenina, a la que se reconocía la cualidad de la virginidad, era el de la conciencia que emerge intacta, y por tanto íntegra, del caos primordial y de las tinieblas, que de cuando en cuando expresan el predominio de las energías inconscientes o atónicas. Pero al mismo tiempo la diosa-virgen era aquella cuyo nacimiento y cuya presencia indicaban el comienzo de una nueva época, sea como un desarrollo diverso de la historia humana, sea como la aparición de un nuevo espíritu del tiempo.

En María la imagen simbólica adquiere toda su plenitud y su vigor. Ella es la conciencia que emerge del caos, es decir, la imagen de la creatura íntegra, tal como era la humanidad antes de que los condicionamientos del pecado original nublasen la nitidez de la conciencia humana acerca de la propia esencialidad y, por tanto, antes de que lo masculino y lo femenino dejasen de ser dos realidades complementarias que espontáneamente se integraban con referencia a la unidad originaria, para llegar a ser dos mundos en cierto modo ajenos, incluso incomunicables a determinados niveles emotivos. María encarna la plenitud de la virginidad como símbolo de aquella aspiración acuciante, siempre presente y jamás realizada, del ser humano a darse al misterio divino sin perder nada de la propia humanidad, incluso encontrando en ese darse a lo sagrado una forma creativa y excepcional de fecundidad.

Pero la virginidad de María está caracterizada por otra cualidad, indisolublemente asociada y del todo original: ser esposa. María es, en efecto, la Virgen-esposa. Ésta es una imagen del todo ausente, en su dimensión simbólica, en las experiencias religiosas precristianas y cuya valencia psicodinámica es enorme. Ante todo, su doble condición de esposa, la ligada a José y la ligada al Espíritu Santo, es el símbolo de la posibilidad de mantener íntegra (virgen) la fidelidad a lo humano y a lo divino. Su virginidad esponsal señala además el emerger de un espíritu del tiempo verdaderamente nuevo: aquel donde la materia y el espíritu lo humano y lo divino no son ya polaridades antinómicas, sino que la realidad queda unificada en el encuentro entre lo divino y humano en la persona y en el símbolo de la Virgen-esposa.

María tiene aún una tercera valencia simbólica como la Virgen-esposa, el hieros-gamos, la posibilidad del matrimonio divino, es decir, de la forma más intima de compenetración que podemos imaginar y expresar entre la humanidad y el misterio de Dios, donde la implicación emotiva y el sentido de deseo y de límite a la vez, inherente a este concepto, se manifiesta en nuestro mismo lenguaje: Virgen-esposa, expresión de la fusión de la virginidad y esponsalidad, sin que ninguna de las dos componentes pierda su propia integridad, es un concepto que sólo un lenguaje límite (es decir, integrador de conceptos opuestos) puede denotar. El mítico y arcaico sueño humano de la unión con lo divino se hace así realidad en la unión hipostática a la que, en María, está asociada potencialmente la humanidad.

c) La madre. Evidentemente la maternidad es una de las imágenes simbólicas más profundas y radicadas en la experiencia psíquica humana. La religiosidad precristiana en el culto de las diosas-madres había intuido la riqueza arquetípica de la fecundidad, de la capacidad de entrega absoluta, de la enorme potencia de la esperanza representada en el seno que engendra la vida. Estos valores son resumidos, renovados y llevados a plenitud en María, madre de Cristo. En su cualidad de madre del Verbo ella representa, por un lado, la fuente misma de la vida, que se hace perceptible, asible y en cierto modo copartícipe de la humanidad: el Hijo, divinidad que se hace carne. Pero en su dimensión de engendrar la Palabra por la acción del Espíritu representa la maternidad que le es dado realizar a cada creyente: engendrar, en la fe y en el Espíritu la palabra que salva. Ésta es la raíz de la esperanza de que la humanidad no tendrá fin, de que todo pesimismo es sombra, mutismo de la naturaleza destinado a ser iluminado y armonizado por quien, entregándose al misterio, engendra continuamente de nuevo al Verbo encarnado.

Esta dimensión de maternidad de la virgen María asume además unos matices particularismos, si reflexionamos que se pone como figura humana de la paternidad divina, como modalidad exterior con que el individuo humano puede palpar e imaginar el inefable rostro de Dios Padre. Más aún, la teología oriental llega a afirmar que en este ser-figura de la paternidad de Dios, María Theotókos representa la más sólida razón de nuestra esperanza sobre la profunda humanidad y misericordia del juicio final; ella, en efecto, es la puerta a través de la cual el creyente se presenta ante aquel que juzgará el mundo, como Hijo de la mujer de Nazaret y como hermano de cuantos en su maternidad cósmica han llegado a ser sus hijos al pie de la cruz. Se trata de un simbolismo de altÍsima expresión religiosa, que apela a las más generosas y comprometidas energías humanas, donde la devoción a la madre de Cristo se hace verdaderamente compenetración y entrega plena a los valores que esta imagen implica. En esta imagen de maternidad toda ansia y aspiración de protección, guía y sentido de fecundidad de la propia existencia encuentran su razón y su espacio.

d) La Dolorosa. Figura ésta desconocida en la experiencia religiosa precristiana, la mujer del dolor, en sus variantes de corredentora, de piedad, de María al pie de la cruz, es una de las imágenes simbólicas más importantes y radicales para la experiencia cristiana. La antigüedad conoció diosas y heroínas que sufrían por la muerte del hijo, pero su mensaje era la representación de la desesperación o de la rebelión frente al destino inexplicable. Con la Dolorosa, la iglesia decodifica, simbólicamente, el sentido del dolor, el misterio del mal. Ante todo, en las diversas presentaciones de las circunstancias de sufrimiento que la Virgen-madre afronta en su vivir terrenal tenemos una excepcional posibilidad de sentirnos verdaderamente participes de una experiencia común, sentimos que María de Nazaret es verdaderamente una como nosotros, que su ser-figura-colectiva no es sólo un tema teológico abstracto, sino proclamación de una realidad que nos une a ella en lo más profundo más allá del tiempo y del espacio. Y es estimulante observar que en el momento culminante de su historia de dolor, la crucifixión de su Hijo, ella logra dar un sentido al dolor haciéndolo fuente de vida. En efecto, cuando se destruye la morada terrenal de su Hijo y su misión aparece concluida y fallida, cuando el misterio del mal y del dolor abraza la totalidad de su experiencia —física y psicológica—, justamente entonces ella se hace de nuevo madre, pues le es dada la misión de engendrar a la iglesia.

En este símbolo se afronta y en cierto modo se decodifica uno de los nudos cruciales del misterio de la existencia y de su aparente contradicción. Nos indica, si no el porqué existen el mal y el sufrimiento, al menos el sentido que tienen y la potencialidad que encierran para el creyente: hacerse fuente de una nueva vitalidad, de relaciones diversas con la humanidad, para realizar aquellas relaciones de comunión que constituyen uno de los aspectos fundamentales de la novedad cristiana. En la imagen simbólica de la Dolorosa se ofrece, pues, a cada creyente la posibilidad de superar el limite del mal a los pies de las infinitas cruces donde a toda horas Cristo es crucificado.

e) Asunta al cielo. ASU/SIMBOLISMO: La última imagen simbólica de la virgen María que presentamos es la Asunta: un grandioso reclamo al deseo más intimo, profundo e irrenunciable que es el objeto del deseo humano: la vida sin fin. La Asunta es la mujer que materializa el pensamiento divino sobre la historia, la sofía bíblica, haciéndola paradigma de la existencia redimida. Con la Asunta el símbolo revela y anticipa que el deseo de la humanidad se realizará porque ya se ha verificado en ella; que el sentido de nuestro destino no es un oscuro misterio, angustia del futuro, ni tan sólo fe en la palabra escrita que nos ha sido transmitida. Es más todavía. Es fe en la palabra escrita, pero ya realizada en una creatura humana: María asunta a los cielos. El sentido más íntimo de lo femenino como arquetipo del rostro materno de Dios encuentra aquí su más clara explicación. ¡El pensamiento de Dios sobre la humanidad es que habitaremos conjuntamente en su misma casa!

Si reflexionamos un poco, vemos que esta aspiración es enormemente embriagadora, y al mismo tiempo suscita, por su misma grandiosidad, el temor de ser irrealizable. Por eso la mayor parte de las experiencias religiosas precristianas han osado soñar esta realidad, y después se han retirado en seguida de ella; hasta tal punto que algunas culturas, nobilísimas por lo demás, han creído que el aniquilarse en la nada era una expectativa más realista, y en todo caso costaba menos sufrimiento que orientarse hacia el sueño —imposible— de que el sentido último de nuestro destino fuese habitar con Dios...

lIl. Aspectos particulares y psicopatalógicos

De cuanto hasta aquí se ha dicho resulta evidente la riqueza del arquetipo de lo femenino en la dinámica psíquica del individuo humano. María de Nazaret representa sin duda aquella luminosa expresión y realización de las expectativas arquetípicas de la humanidad; pero también puede prestarse a producir la polaridad negativa del arquetipo de lo femenino. Un primer dato al que prestar atención desde el punto de vista psicológico son las apariciones. Es un fenómeno que, al menos en tiempos recientes, parece referirse especialmente, si no exclusivamente, a la madre de Cristo. El riesgo de estas situaciones es que un conjunto de miedos y de conflictos personales, no controlados por la estructura cognitiva del individuo, se vean aumentados por impulsos arquetipicos y proyectados al exterior en forma de visiones o apariciones, que por lo demás se caracterizan generalmente por contenidos de tipo apocalíptico.

Es claro que donde no haya una base fundada de equilibrio psíquico y de profunda vivencia cristiana, estas imágenes, generalmente de naturaleza alucinatoria y delirante, expresan el complejo arquetípico negativo de la madre mala, la que anuncia venganza, castigos, catástrofes. Igualmente, en las visiones de la Virgen llorando puede fácilmente expresarse en forma proyectiva una situación personal del vidente, que expresa su luto psicótico frente a la vida y otros componentes de la dinámica inconsciente de lo femenino, atribuyendo a la madre por antonomasia y por excelencia sus propios sentimientos, haciéndolos así más creíbles y autorizados. La actitud de las personas que son causa de su situación subjetiva se convierte en un hecho universal, del cual el vidente —narcisísticamente— es el mediador, y también el intérprete y garante.

Igualmente es digno de consideración que en situaciones francamente patológicas, como el delirio de fondo religioso, sea frecuente la presencia de la figura de María. Hay que observar además, basándose también en experiencias históricas, que frecuentemente posiciones individuales o de grupos que expresan dinamismos mentales particularmente rígidos o intransigentes frente a los comportamientos morales, y en particular, frente al comportamiento psico-sexual, hacen referencia a una declarada devoción mariana muy pronunciada.

Debemos, asimismo, recordar que por el proceso de identificación que forma parte del normal desarrollo de cada ser humano, y por el papel fundamental que la figura materna y más en general las primeras figuras femeninas revisten en los primeros años de la vida, es posible, y hasta incluso probable, que la figura de María sea un ideal en el que se funden y confluyen también experiencias negativas y frustrantes que cada uno ha encontrado, con particular referencia a la estructuración de los mecanismos de defensa y a la psicosexualidad. Por esto es necesario ser muy cauto en reconocer lo que hay de verdaderamente religioso en estas manifestaciones y lo que sirve más bien de vehículo a elementos psicopatológicos.

Por último, no hay que olvidar el riesgo de que en ciertas formas de supuesta devoción a la Virgen, sobre todo como madre, o en devociones muy sectoriales y particulares, se encuentre una legitimación de inmadurez y de dinámicas regresivas personales y colectivas que encuentran en este abandono en la madre o en el corazón materno y otras expresiones semejantes la posibilidad de legitimar y sostener, incluso institucionalmente, su dificultad, imposibilidad o rechazo al crecimiento y a asumir responsabilidades unidas a la aceptación consciente de la fase adulta de la vida.

Conclusión En síntesis podemos decir que la psicología, sobre todo en el ámbito del modelo aquí utilizado, es un instrumento que nos permite comprender más a fondo el significado experiencial de María para cada creyente: un paradigma de referencia, un modelo de lo que es la función y la realidad de cada cristiano: personaje iluminado y transformado por el Espíritu Santo en el momento en que acoge con lealtad la Palabra, hecho como la virgen María fecundo en energías renovadoras para la vida, portador de reconciliación, que en el misterio de la vida difunde y prepara al mismo tiempo el momento en que todos y todo serán asuntos en la ciudad de Dios.

María en su-ser-mujer representa la prueba y la anticipación de la potencialidad creativa y religiosa que se ha dado a la humanidad.

L. PINKUS
DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1674-1683