MARÍA, MODELO PARA LA MUJER

 

I. Las mujeres de hoy en su problemática y en su referencia a María

La compleja cuestión femenina, que desde hace ya más de un siglo representa uno de los puntos cruciales e inquietantes del panorama socio-cultural de nuestra civilización es también punto de referencia obligado en la consideración de la mujer en relación con María. Después de siglos enteros durante los cuales la Virgen ha representado de hecho el modelo femenino, desde que las contestaciones y las reivindicaciones características de los movimientos feministas han adquirido tonos y medidas que han hecho inevitable su aparición histórica, esa identificación se ha resquebrajado y ha hecho crisis, hasta aparecer hoy del todo absurda.

En la cuestión femenina podemos distinguir, por comodidad de análisis, elementos teóricos y situaciones de hecho que actúan recíprocamente, aun sin situarse siempre en una relación precisa de causa y efecto. Por un lado, tenemos un discurso cultural, cuyas primeras expresiones pueden encontrarse ya en el medievo, que denuncia las injusticias de la condición femenina, reivindica el derecho de la mujer a la instrucción y pone de relieve las ventajas que la sociedad puede obtener de su participación en la vida social y en la producción haciendo fructificar sus dotes y sus capacidades específicas. Otro elemento más reciente: la reivindicación de un nuevo modo de considerar, y por tanto de vivir, la sexualidad femenina, ligado a la afirmación del concepto romántico del amor como motivación clave en la formación de la pareja.

Este discurso es solamente teórico hasta que los profundos cambios suscitados por la revolución industrial influyan también en la condición femenina; de ahí la entrada masiva de las mujeres en el mundo del trabajo, la afluencia a las ciudades, las alteraciones que se siguen especialmente en el planteamiento de la vida familiar, en las costumbres y en la moralidad corriente; además, como consecuencia del desarrollo de las ciencias aplicadas, la prolongación de la vida media, la desaparición de la mortalidad infantil y la posibilidad de un control cada vez más seguro de la facultad de procrear.

Los aspectos teóricos y prácticos de la cuestión poco a poco se han confrontado, enfrentado y sostenido mutuamente, llevando en algunos decenios a cambios sustanciales en la condición femenina, que hoy no conoce ya diferencias respecto a la masculina en el plano de los derechos y de las oportunidades sociopolíticas. Y, sin embargo, esas conquistas y cambios no parece que hayan resuelto el problema, puesto que la fase más crítica se ha abierto con el neofeminismo justamente cuando parecían logradas todas las reivindicaciones femeninas. El neofeminismo ha reiterado las acusaciones contra la prepotencia y la prevaricación del varón y de todas las estructuras de poder gestionadas por hombres, incluida la iglesia, ha declarado que el problema de la mujer está lejos de haber sido resuelto, ya que hasta ahora no se ha reconocido en medida adecuada una presencia femenina activa en la historia; ha rechazado toda definición y atribución de roles y funciones basados en la proclamación de correspondencias con la naturaleza femenina; por el contrario, ha reivindicado un factor femenino específico capaz de procurar a la vida de la humanidad aportes originales que pueden corregir las carencias más palmarias de una cultura y de una sociedad masculina caracterizadas por la eficiencia, la meritocracia, el racionalismo exasperado y el culto del poder y del éxito. Sin embargo, más allá del discurso propiamente feminista, que en sus expresiones más cualificadas ha estimulado indudablemente una reflexión crítica jamás desarrollada antes en ciertos niveles, así como toda una serie de profundizaciones científicas válidas (baste pensar en el actual florecimiento de investigaciones históricas sobre diversos aspectos y periodos de la condición femenina) para valorar el cambio de fisonomía del mundo femenino actual es preciso tener presente también el influjo de la vulgarización que han ejercido los medios de comunicación de masas de los principales temas feministas, y su impacto en la sociedad al tomar éstos cuerpo en una acción política (pensamos sobre todo en el divorcio y en la legalización del aborto).

Por tanto, sin pretender distinguir exactamente cuánto es atribuible en la actual situación del mundo femenino a las teorizaciones recientes o menos recientes y al cambio de las situaciones de la vida, podemos trazar a grandes rasgos el modelo que de hecho domina hoy en ese mundo, particularmente en el juvenil: una mujer con nivel de instrucción igual o parecido al del hombre con claras intenciones de trabajo, sobre todo en el periodo que precede al matrimonio, aunque con frecuencia también después; una mujer que considera la formación de la pareja fruto de una opción libre motivada por el amor y que a menudo no desemboca necesariamente en la institucionalización; una mujer que en las relaciones conyugales considera indispensable una igualdad absoluta de derechos, deberes y responsabilidades; que respecto a la maternidad establece una notable reestructuración ya sea cuantitativa (número muy limitado de hijos en programa), ya sea cualitativa (no es sólo ser madre lo que da significado a su vida).

Obviamente, la realidad femenina no corresponde del todo a este cuadro; incluso, especialmente en determinadas zonas geográficas, niveles de edad y estratos sociales, sigue prevaleciendo netamente la figura tradicional de la mujer dependiente del hombre, cerrada material, afectiva y culturalmente en el ámbito de la familia, y que a lo sumo tiene presentimientos de las novedades descritas, que se traducen en una sensación de malestar difícil de precisar.

Pero el modelo de mujer que al presente se propone en todos los niveles no es ya ciertamente el de la mujer ángel del hogar, esposa y madre, que se contenta únicamente con el servicio del marido y de los hijos; así lo confirman las tendencias recogidas en todas las encuestas realizadas en este campo, especialmente entre las mujeres más jóvenes y más instruidas.

Para establecer ahora una relación entre estas constataciones y la figura de María hay que referirse ante todo a la marcha del culto mariano de estos últimos años, especialmente desde el Vat II en adelante. Indudablemente, ese culto se encuentra en crisis, hasta el punto de que algunos han hablado de "época glacial mariana". Después de un movimiento ascendente que alcanzó su momento cumbre bajo el pontificado de Pío XII con la definición del dogma de la asunción (1950) y con la celebración del año mariano (1954), se ha pasado a una fase en la que han destacado claramente los riesgos de un cierto tipo de piedad mariana elevada casi a religión, lo cual, por reacción, ha provocado formas de piedad que no dicen ya referencia alguna a la Virgen. A pesar de las claras orientaciones dadas al respecto por el concilio, especialmente en el c. Vlll de la constitución Lumen gentium, los años del posconcilio han registrado el retroceso, y a veces la desaparición, de prácticas tradicionales en honor de María, pero sobre todo una pérdida de interés por el tema mariano (si bien más recientemente se registra una notable recuperación de la mariología) y el silencio en la predicación.

Una causa posible de ello la indica la exhortación apostólica Marialis cultus en "la diversidad entre algunas cosas [del culto mariano] y las actuales concepciones antropológicas y la realidad psicosociológica, profundamente cambiada, en que viven y actúan los hombres de nuestro tiempo" (MC 34). Los hombres, pero sobre todo las mujeres. De hecho, a ellas María se les sigue proponiendo como virgen (con todas las dificultades para entender hoy el significado de lo que a muchos les parece sólo una renuncia penosa a la sexualidad), como madre (con toda la desmitificación, o algo peor, que se está realizando de la maternidad en estos años) o como dolorosa a los pies de la cruz (que subraya la identificación de la maternidad con el sufrimiento por y a causa de los hijos). La misma función de mediadora, que representa una de las características principales y más reiteradas en el culto mariano, reviste hoy menos importancia, ya que en la condición de la mujer contemporánea han desaparecido muchos de los nexos psicológicos y experienciales que establecían entre María y las mujeres una complicidad inmediata, en virtud de la cual la Virgen era la que mejor podía comprenderlas y ayudarlas en las angustias y en los sufrimientos femeninos.

Como justamente observa la Marialis cultus, "es difícil encuadrar la imagen de la Virgen, tal como es presentada por cierta literatura devocional, en las condiciones de vida de la sociedad contemporánea, y en particular de las condiciones de la mujer, bien sea en el ambiente doméstico, donde las leyes y la evolución de las costumbres tienden justamente a reconocerle la igualdad y la corresponsabilidad con el hambre en la dirección de la vida familiar; bien sea en el campo político, donde ella ha conquistado en muchos países un poder de intervención en la sociedad igual al del hombre, bien sea en el campo social, donde desarrolla su actividad en los más distintos sectores operativos, dejando cada día más el estrecho ambiente del hogar; lo mismo que en el campo cultural, donde se le ofrecen nuevas posibilidades de investigación científica y de éxito intelectual" (MC 34) Y, sin embargo, sería arriesgado y simplista extraer conclusiones negativas sobre la relación entre María y la mujer contemporánea. Precisamente porque el mundo femenino se encuentra en una fase de evolución profunda, y en consecuencia particularmente dispuesto a captar cualquier elemento de novedad, la confrontación con la figura de María mediante una consideración crítica encaminada a destacar sus aspectos verdaderamente esenciales puede ofrecer resultados inesperados.

II. La relectura bíblica de la figura de María partiendo de la situación actual de la mujer

En esta línea de redescubrimiento de la autenticidad mariana, la ya citada exhortación Marialis cultus observa: "Ante todo, la virgen María ha sido propuesta siempre por la iglesia a la imitación de los fieles no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente socio-cultural en que se desarrolló, sino porque en sus condiciones concretas de vida ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios; porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio, es decir, porque fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente" (MC 35).

Es preciso distinguir además entre la imagen popular y literaria de María, que prevalece en la devoción más difundida, y su imagen auténticamente evangélica. Por eso no hay que atarse a los esquemas representativos de las diversas épocas culturales ni a las concepciones antropológicas particulares que les sirven de base. Ello significa adoptar un criterio exegético que distinga siempre entre condicionamientos históricos y esencia del mensaje bíblico, conscientes de que la forma cultural en que se expresa puede a veces entrañar dificultad de comprensión, e incluso de aceptación, por parte del que lo recibe en situaciones diferentes y con mentalidades diversas.

El problema reviste particular importancia para la mujer. Hoy, en efecto, se está efectuando una auténtica relectura de la historia de la mujer o, mejor, un descubrimiento de la presencia dentro y más allá de la historia oficial; lo cual lleva a dar una nueva dimensión a lugares comunes, a relativizar asertos considerados absolutos e inmutables sobre la naturaleza, el deber ser, los cometidos de la mujer y su condición típica. Ciertamente existe el riesgo en semejante planteamiento de pasar de una justa historización de situaciones, modos de vida y mentalidades a un historicismo que anule cualquier referencia a verdades y valores permanentes subyacentes a las diversas formas en que se expresan. Pero está también la justa exigencia de no desvalorizar la importancia de la experiencia particular, evitando una generalización que lleva a cierta abstracción carente de significado.

Se trata, en otros términos, de actuar a fin de que valores, mensajes y figuras relevantes para la vida de la humanidad estén en consonancia con la sensibilidad y la capacidad de comprensión de hoy. A este propósito, la Marialis cultus distingue en la experiencia de María algunos aspectos que estima particularmente aptos para ser captados y apreciados por la mujer contemporánea: "Su consentimiento activo y responsable... a la encarnación del Verbo; ... Ia opción del estado virginal no (como) un acto de cerrarse a algunos de los valores del estado matrimonial, sino (como) opción valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente al amor de Dios". Y la mujer contemporánea podrá constatar además que "María de Nazaret, aun habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante; antes bien, fue una mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos... una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio..., no madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo" (MC 37).

Para trazar sin deformaciones esta imagen de María, la mariología actual parte ante todo de la biblia una vez superada la fase inicial (s. XVII), en la que, tanto católicos como protestantes estaban de acuerdo en admitir un "silencio de la Escritura" sobre la Virgen. El planteamiento preferentemente bíblico permite además sacar a la mariología de una perspectiva propia de una teología del corazón, con todas las fáciles deformaciones de sentimentalismos y feminizaciones que de ahí se derivaban.

El movimiento bíblico, por el contrario, vuelve a colocar en primer plano el puesto único y ejemplar de María en la historia de la salvación, haciendo que surja al mismo tiempo la continuidad de un filón que ya en el AT presenta figuras admirables de mujeres de acción y de oración, que a menudo entonan los cantos más vigorosos y revolucionarios, de los cuales es digno remate el Magnificat puesto por Lucas en labios de María. En la perspectiva bíblica, María es una mujer muy concreta, que no tiene nada que ver con las divinidades femeninas de que estaba lleno el panteón de los gentiles. La plenitud de gracia, en efecto, no eximía a María de la condición de verdadera mujer, que hubo de afrontar una situación compleja y dramática, en contraste con la mentalidad de su tiempo y de su pueblo; que tuvo que esforzarse para aceptar y entender a aquel Hijo tan excepcional, y que sólo con una total docilidad a la acción del Espíritu pudo transformar en expectativa y esperanza aquellas dificultades. Por tanto, acercarse a María por medio del estudio actual de la Escritura ayuda a tener a aquella mujer, con demasiada frecuencia aislada en el mundo inaccesible de una consideración casi mítica de ciertas formas devocionales, mucho más cercana y comprensible incluso para la mujer contemporánea.

lIl. Actitudes respecto a la mujer y respecto a María a lo largo de la historia de la iglesia

Las relaciones entre la consideración de María y el modelo femenino predominante en cada época han sido inevitables, aun sin poder establecer con precisión en qué medida ha ocurrido. María, en efecto, representaba y representa para la iglesia mucho más que una mujer, y en el modo en que ha sido vista en los diversos períodos históricos entran sobre todo motivos teológicos. Efectivamente, fueron cuestiones cristológicas las que llevaron a las primeras definiciones dogmáticas concernientes a María. Así, el concilio de Éfeso, que la proclama madre de Dios, pretendía con ello poner el acento en Cristo verdadero Dios y verdadero hombre frente a la herejía docetista. Y en cuanto madre de Dios, se la consideraba perfectamente santa: de ahí la raíz de la fe en su inmaculada concepción, cuya fiesta se celebraba ya en el s. VII en oriente, y desde el s. IX también en occidente. En los primeros siglos, María era considerada sobre todo en relación a Cristo. Se la invoca como mediadora hacia la mitad del s. IV, y desde el tiempo de Anselmo de Aosta es decir, en el s. XII, es llamada comúnmente madre nuestra. En el período patrístico María es juzgada no tanto en sus características personales cuanto como tipo de la humanidad que acoge la acción del Espíritu con actitud esponsal: no tanto modelo femenino cuanto modelo del creyente. Sólo cuando en la iglesia se radicaliza la relación jerarquía-fieles, disminuyendo en los últimos la conciencia de ser parte viva de la iglesia, se difunde la veneración a María madre nuestra. También la pérdida del sentido comunitario de la iglesia y una liturgia que, al acentuar el carácter sacral de los ritos y de los celebrantes, alejaba de ellos al pueblo fiel, contribuyeron a difundir una oración más individualista, en la cual la Virgen era interlocutora con funciones de mediadora; interesa menos la función que tuvo en el plano de la salvación, y más su actual función en el cielo en cuanto es capaz de obtener gracias para el que la invoca.

Honrar a la madre de Dios, rezarla con gran confianza e imitar sus virtudes se convierten en los ejes del culto mariano. Para Grignion de Momtfort (principios del s. XVIII), al cual se debe uno de los elogios más apasionados de María, la esencia de la devoción mariana consiste en la transformación de sí mismo en Cristo por medio de María. Todas las acciones del fiel se realizan por medio de María, con María y en María pero para llegar a Cristo y unirse a él.

Sólo en tiempos recientes, especialmente desde 1950 en adelante, se ha privilegiado en la mariología la dimensión eclesial. Considerando a la iglesia como sacramento de comunión de la humanidad con Dios, María se convierte en tipo e imagen de esta función de la iglesia. Así, el c. Vlll de la LC declara que "la madre de Dios es tipo de la iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo... La iglesia... por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al esposo" (LG 63 y 64).

Si, pues, son motivos y contenidos teológicos los que han llevado a evidenciar ora éste ora el otro aspecto de la figura y del significado de María, hay que preguntarse si se ha establecido también y de qué modo una relación con la mujer en lo que respecta específicamente a la vida de fe, y más ampliamente en lo que respecta a la misma vida cotidiana y a la posición femenina en la sociedad y en la cultura de las diversas épocas. Se ha dicho que en los primeros siglos del cristianismo María proporciona no tanto el modelo de la mujer cuanto el del creyente. También su característica más original, a saber: la virginidad, es cargada de significado ascético y salvífico, y percibida por tanto como valor propuesto a los creyentes independientemente de su sexo. La praxis de la virginidad es considerada, en efecto, como punto de ruptura con la cultura pagana del mundo clásico, pero también con la mentalidad judía, y por tanto como gesto de liberación. Por eso es importante que tal propuesta se hiciese desde el principio también a las mujeres. Y cuando la consagración total a Dios y la elección de la virginidad no se realizan ya privadamente, sino que adoptan formas institucionalizadas en el monaquismo, especialmente en el cenobítico, la presencia de la mujer en él refleja la convicción de que también ella es capaz de religiosidad y en grado tal que le permite colaborar a la construcción del reino de Dios, testimoniando así la gratuidad de los dones del Espíritu. Es también cierto que la perspectiva escatológica que dominaba a la iglesia primitiva llevaba a relativizar las distinciones de sexo, considerado como aspecto transitorio de la persona humana.

Existía, pues, en el mundo cristiano de los primeros siglos (claramente se expresa en el pensamiento de los padres de la iglesia) una profunda convicción de la igualdad de hombre y mujer ante Dios, y ello representaba indudablemente una notable evolución respecto al mundo clásico y judío; pero la cultura, las costumbres, la legislación de aquellas sociedades ejercían siempre un notable peso, impulsando a los mismos padres a formas de misoginia: la mujer era considerada estructuralmente débil desde un punto de vista moral, seductora, más sujeta por naturaleza a la concupiscencia, etc. La presencia en el horizonte cristiano de una figura como María era, sin embargo, al mismo tiempo un mentís a las valoraciones corrientes negativas sobre la mujer. También en el mundo bárbaro que se introduce en el imperio romano, y en el cual la mujer era reputada jurídica y moralmente inferior, María ejerce un benéfico influjo ayudando a comprender el carácter positivo de algunas características femeninas y a desarrollar las costumbres familiares a través de la propuesta de la familia de Nazaret.

Durante los ss. XI y XII prevalece en la consideración de María el aspecto regio: María como señora, como reina del cielo; su momento glorioso se desplaza de la encarnación a la asunción y coronación en el cielo. Una lectura laica de las variaciones del culto mariano interpreta la función real de María (en cuanto madre de Dios equiparada al emperador) como símbolo fundamental de poder, usado para reforzar la autoridad de la iglesia en la tierra y correspondiente a una estructura social (la feudal), en la cual la mujer-señora ocupaba un puesto de distinción. En ciertos aspectos se puede considerar el culto a la dama terrena como vertiente romántica del culto a la Virgen celestial, especialmente en su forma literaria más famosa, la del amor cortés cantado por los trovadores de la zona occitánica y cuyo eco resuena en el "dolce stil novo" de los poetas italianos del s. XIlI y en toda Europa. Algunas características del amor cortés (libremente buscado y libremente dado, que situaba a la mujer en una posición de superioridad respecto al amante, fuente de todas las cualidades admirables hasta el punto de que sólo a través de ella el hombre podía hacerse noble y virtuoso) justifican a primera vista el paralelismo y la hipótesis de que el culto a María está estrechamente ligado a ese amor cortés. Pero la poesía de los trovadores, especialmente en su primera fase, canta a una mujer inasequible, no tanto por su virtud cuanto porque el amor no debe degradarse cediendo a una satisfacción sexual. Sólo después del s. XII la mujer de la poesía se hace digna de amor, justamente por ser demasiado pura para corresponderle. Y aun así, María, reina del cielo, es considerada e invocada como principal antídoto del amor terreno (piénsese en la poesía religiosa de Petrarca).

Con la aparición de las órdenes mendicantes, especialmente del franciscanismo, María es apreciada y venerada como el ser que encarna en sumo grado las virtudes de la humildad y la pobreza. En la iconografía a la Virgen sentada en el trono le sustituye la madre que amamanta a su hijo con atuendo y actitudes sencillas y humildes. Obviamente, más aún que María es Cristo el ejemplar de la perfección de la pobreza, de la humildad y de la obediencia a la voluntad del Padre. Pero a partir de entonces se inicia el proceso que, a través de toda la obra formativa de la iglesia, ha privilegiado de hecho la adjudicación de tales virtudes a la mujer, considerando típicamente femeninas expresiones y actitudes que de ahí se derivan, tales como la docilidad, la paciencia, la gracia, enfoque educacional que demasiado fácilmente y con harta frecuencia ha llegado a ser funcional en un sistema social donde la obediencia se traducía en sumisión (de la mujer al cabeza de familia), la dulzura en incapacidad de opciones autónomas, la aceptación de la voluntad de Dios en saber soportar sin límites y en resignación pasiva, etc.

Después del período renacentista en el cual el culto mariano corrió el peligro de teñirse de colorido profano, con la contrarreforma se afirma una imagen de María debeladora de la herejía y, en general, de los enemigos de la iglesia. De hecho, la mariología nace en 1600 con la finalidad de dar gloria a María y de defenderla de las críticas protestantes. Y respecto al islam, es significativo el hecho de que la fiesta del rosario (práctica devocional que se había difundido en toda Europa desde hacía un siglo) se estableciera para celebrar la victoria de la flota cristiana sobre la turca en Lepanto (7 de octubre de 1571). En los siglos que siguen a la contrarreforma, María es invocada sobre todo como intermediaria entre los hombres y Dios. Su poder de mediación es absoluto, si bien la teología precisa siempre que no es ella la que otorga las gracias. Y como la intercesión es considerada función natural de una madre, es María madre de Dios lo que prevalece en el culto. Ni el título ni la devoción eran nuevos; sin embargo, la consideración de la maternidad de María, en un período (de 1700 en adelante) en el que se afirma la burguesía y su concepto de la familia y del papel de la mujer en ella, adquiere una resonancia particular. Por supuesto gran parte del énfasis que literatura, artes figurativas y discurso educativo pusieron entonces en la función materna encontraba argumentos y apoyo también en el culto mariano así configurado.

María, pues, no es extraña a las vicisitudes humanas, ora sean más específicamente espirituales, ora literarias y artísticas, políticas o sociales. Y, por tanto, no es extraña a las vicisitudes femeninas, sobre todo en lo que respecta al influjo que —conforme a los diversos aspectos adoptados por la devoción que se le profesa— ha tenido para esbozar la imagen que la conciencia colectiva de cada época se ha hecho de la mujer. Las críticas feministas a la mariología católica en este punto son duras: porque María habría sido propuesta a las mujeres especialmente como modelo de silencio, de ocultamiento, de pasividad; porque como virgen-madre constituiría un ideal irrealizable, y por tanto desesperante; porque como madre se la ha usado en defensa de la ideología que absorbe y agota a la mujer en esa función en detrimento de otras capacidades y aspiraciones suyas. Es muy cierto que el catolicismo ha exaltado siempre en María a la mujer. Mas esto, para el feminismo, es un fenómeno ambiguo; en efecto, puede ser un buen expediente en una sociedad machista elevar inconmensurablemente a una sola mujer, excepción irreal, para rebajar a todas las demás.

Queda en pie el hecho de que la iglesia entera siente ya la exigencia de una profunda revisión crítica de una cierta función ejercida por el modelo mariano: se trata de distinguir en él las modalidades más eficaces.

IV. Antropología de la mujer y mariología

La revolución más reciente en el campo teológico, y consiguientemente en el catequístico, consiste en destacar la importancia de la dimensión antropológica. Un discurso sobre Dios que no tenga en cuenta al destinatario del mismo, o sea, a la persona humana, sería vano y engañoso. Fidelidad a Dios y fidelidad al hombre son los criterios fundamentales de una catequesis renovada. Esto vale plenamente para la mariología. Incluso, como observa una carta pastoral de los obispos de Estados Unidos sobre la Virgen, la devoción mariana adquiere hoy una particular importancia en cuanto está en juego la humanidad misma de Cristo, "porque se corre el riesgo de espiritualizar a Cristo resucitado hasta el punto de olvidar su humanidad... Católicos y protestantes sufren hoy idéntica tentación: la de reducir las verdades centrales de la fe a puras abstracciones; y las abstracciones no tienen necesidad de una madre".

En cambio, tener bien firme la fe en la humanidad de Cristo significa convencerse al mismo tiempo de la importancia que tiene para la teología y para la vida de fe conocer al hombre y a la mujer también en su concreción histórica. Por eso no hay que devaluar la afirmación central de la llamada teología feminista: esto es, que la teología occidental la desconoce en absoluto por estar formulada desde una perspectiva exclusivamente masculina, no hallándose por tanto en condiciones de reflejar la realidad de Dios en la realidad de todos los seres humanos. La mujer ha permanecido hasta ahora excluida del área de la reflexión teológica y cuando ésta la ha tomado como objeto de estudio, se han dado a menudo definiciones y prescripciones insatisfactorias para las mujeres de hoy, objeto de las críticas despiadadas del feminismo. De esas críticas recogemos cuanto puede servir de estímulo para caminar hacia adelante: p. ej., el toque de atención contra el uso de una antropología de cuño filosófico, que procede por definiciones abstractas. Se recogen al mismo tiempo las exigencias positivas de la sensibilidad actual de la mujer, p. ej., el deseo de coparticipar en la historia y en la cultura, pero sin que otros definan previamente modalidades y límites, la crítica de un cierto modo estático y absolutizante de considerar la naturaleza humana, basando en esa visión la rigidez de los roles y funciones asignados a la mujer; la desmitificación de tales funciones naturales, no para demolerlas o rechazarlas en bloque, sino para descubrir de forma autónoma su significado más auténtico. Y en el ámbito religioso, la exigencia de superar una imagen de Dios marcadamente masculina a nivel de símbolo. La mariología ha tenido también ciertamente una función de reequilibrio de tal perspectiva, que, por lo demás, hoy es corregido también mediante una consideración profunda de la Escritura, donde Dios se presenta a menudo con las características de ternura, dulzura y misericordia consideradas habitualmente como propiamente femeninas. Pero redescubrir y corregir la perspectiva de un Dios exclusivamente padre significa al mismo tiempo ayudar al hombre (varón) a aceptar los componentes femeninos del propio ser y a comprender que las características veneradas en María se proponen a toda la iglesia.

La insistencia de la teología feminista en la necesidad de resolver este aspecto del problema puede parecer, especialmente en algunas de sus formulaciones, una exageración sectaria. Pero también es cierto que no se trata de una cuestión exclusivamente lingüística, puesto que una imagen simbólica (p. ej., Dios padre) es plasmada por el que la recibe y al mismo tiempo plasma los modelos de vida de la gente, asumiendo así una función sexista. El renovado interés por la mariología puede representar un importante elemento de evolución del concepto que la iglesia tiene de la mujer, siempre que no nos limitemos a afirmaciones que pueden sonar solo como compensatorias. Es decir, no basta afirmar, p. ej., que "María es el modelo de toda mujer verdaderamente libre", si luego en otros planos se define esta auténtica libertad de la mujer basándose en prioridades de funciones establecidas de una vez por todas. Un discurso verdaderamente liberador respecto a la mujer tropieza aún demasiado frecuentemente con el temor a lo nuevo, a lo arriesgado, a lo que pone en discusión antiguas certezas masculinas y femeninas. A este respecto, uno de los puntos más estimulantes del cap. Vlll de LG es el que afirma: "Así avanzó también la santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz"; y que en el cenáculo el día de pentecostés "también María imploraba en sus oraciones el don del Espíritu, que en la anunciación ya la había cubierto a ella con su sombra" (LC 58 y 59). Así pues, la virtud de la fe no aparece en María vinculada a la seguridad proporcionada por fórmulas preconstituidas, sino que implica el riesgo de lo posible, el valor de aceptar todas las potencialidades del hoy proyectado hacia el futuro. La cuestión femenina interpela hoy a la humanidad en esta dirección: la figura de María podría proporcionar elementos beneficiosos de reflexión y de aliento en tal sentido.

V. Promoción eclesial de la mujer a la luz de María

En la vida del cristiano, María representa indudablemente el ejemplo más alto de colaboración al plan de Dios llevado a cabo por una mujer. Y ello es tanto más ejemplar cuanto menos se considera a María como una criatura celestial, destacando en cambio su plena y rica humanidad. La ya citada Marialis cultus, enumerando los "sólidos fundamentos dogmáticos" del culto a la Virgen, subraya cómo su gloria ennoblece a todo el género humano, puesto que "María es de nuestra estirpe, verdadera hija de Eva, aunque ajena a la mancha de la madre, y verdadera hermana nuestra, que ha compartido en todo, como mujer humilde y pobre, nuestra condición" (MC 56).

María se coloca ante todos los fieles como modelo de virtud. Y se trata de "virtudes sólidas y evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la palabra de Dios, la obediencia generosa la humildad sencilla, la caridad solícita, la sabiduría reflexiva; la piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos, agradeciendo los bienes recibidos, ofreciendo en el templo, orando en la comunidad apostólica; la fortaleza en el destierro, en el dolor; la pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor; el vigilante cuidado del hijo desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz; la delicadeza previsora; la pureza virginal; el fuerte y casto amor esponsal... La iglesia católica basándose en su experiencia secular, reconoce en la devoción a la Virgen una poderosa ayuda para el hombre hacia la conquista de su plenitud. Ella, la mujer nueva, está junto a Cristo, el hombre nuevo, en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre, como prenda y garantía de que en una simple criatura, es decir, en ella, se ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para la salvación de todo hombre" (MC 57).

M/MUJER-NUEVA: María, mujer nueva, en el curso de los siglos ha ejercido innegablemente una función de promoción de la mujer en la iglesia y en la sociedad, pero en la medida en que se ha tenido de ella una visión bíblicamente fundada y teológicamente correcta. En caso contrario —ya lo hemos visto— no han faltado ambigüedades y desvíos, y no cesan de dejar sentir su peso también hoy. Ya el plantearse el problema de la promoción de la mujer en la iglesia es síntoma de una situación insatisfactoria; y el hecho de que las voces femeninas de denuncia sean mucho más frecuentes y numerosas que en el pasado hace que la cuestión se vuelva candente.

Por lo demás, no hay necesidad de proclamarse feminista para ver que todo el discurso eclesial sobre la mujer lo han desarrollado siempre voces masculinas. Las raras excepciones que se han dado no han tenido una acogida pacífica (piénsese p. ej., en Teresa de Jesús, definida por el nuncio papal "fémina inquieta y andariega, desobediente y contumaz, que a título de devoción inventa malas doctrinas, andando fuera de clausura contra la orden del concilio Tridentino y prelados, enseñando como maestra contra lo que san Pablo enseñó"). Por eso, cuando se habla de promoción, las mujeres se sienten en la situación del que ha de ser promovido (pero que también puede ser rechazado), cuando se habla de función complementaria de la mujer respecto al hombre, la óptica es la masculina ("No es bueno que el hombre esté solo"...: ¿habría sido entonces creada la mujer para el hombre?): si se le hacen concesiones a la mujer en el campo pastoral y litúrgico, es siempre una autoridad masculina la que decide. Los términos del discurso suenan y seguirán sonando a insatisfactorios mientras se trate de un monólogo sobre la mujer, y no de un diálogo en el que la mujer sea interlocutora a título pleno.

Uno de los puntos cruciales del discurso y de toda la actitud consiguiente de la iglesia respecto a la mujer es indudablemente el de la maternidad, y es el punto que liga mayormente la consideración de la mujer a María. Ésta, en efecto, entra en la historia de la salvación como madre del Salvador, y por ningún otro título. Por este motivo, así como por la manifiesta importancia social de la función materna, la mujer es considerada todavía hoy por la iglesia ante todo como madre (efectiva o potencial; y en la potencialidad entra el tema de la "maternidad espiritual", que caracteriza también la formación de quienes, como las vírgenes consagradas, renuncian a la maternidad física).

Pero el enfoque tradicional del discurso sobre este punto suena hay a anacrónico y extraño a gran parte de las mujeres, las cuales pretenden eventualmente redescubrir valores y características de la maternidad partiendo de exigencias menos sociales y de principio y más personalistas (con el riesgo, ciertamente, de que se queden sólo en egoístas). No es sólo el hecho de que la mujer contemporánea viva a menudo con igual intensidad y afán la experiencia laboral relativizando en muchos casos el significado de la experiencia materna; debe tomarse en cuenta también una sensibilidad educativa medianamente desarrollada, que tiene muy presente la necesidad de una copresencia del hombre en sus responsabilidades paternas, así como todo un conjunto de costumbres en evolución dentro de la organización de la vida familiar, que hace mucho menos rígida que antaño dentro de ella la distribución de los cometidos entre hombre y mujer.

El problema es ciertamente muy vasto. Es significativo que en las proposiciones finales del sínodo sobre la familia (1980) se tomara en cuenta el cambio de la situación sin deplorarlo o echar de menos el pasado. En efecto, entre otras cosas se dice: "En la promoción de los derechos de la mujer se debe ante todo reconocer la igualdad entre las tareas relativas a la maternidad y la familia y las actividades públicas y otras profesiones determinadas". Y también: "La iglesia podría servir de ayuda a la sociedad contemporánea reconociendo el valor del trabajo doméstico y de la educación de la prole, ya se trate del hombre o de la mujer. Todo esto es de gran importancia para la educación de los hijos, puesto que la raíz de la discriminación entre los diversos trabajos y profesiones puede ser eliminada sólo cuando esté claro que todos se aplican a todas las actividades con el mismo derecho y con la misma responsabilidad. También de esto se seguirá más claramente la imagen de Dios".

Se señala aquí con claridad uno de los principales motivos de la pendiente cuestión femenina, a saber: que detrás de todas las bonitas palabras reservadas en diversos ámbitos a la mujer, la cultura y la sociedad no han colocado efectivamente hasta ahora en el mismo plano, desde el punto de vista de la estima, del prestigio y de la importancia social, lo que es propio de la mujer. Las dificultades principales que se oponen a un cambio decidido de orientación se deben al temor de perturbar equilibrios seculares con consecuencias imprevisibles. Y, también en la iglesia, las mujeres tienen la impresión de que cuanto se les concede en el plano de las declaraciones de principio no encuentra luego paralelo en el plano de los hechos por temores humanamente comprensibles, pero no muy fundados evangélicamente. (Tal parece haber sido el trato dado a la cuestión de la mujer seglar en el Sínodo de 1987). Estas rémoras y temores se han visto a menudo fomentados por una cierta visión de María y un modo de proponerla ejemplarmente a las mujeres, modo que hoy, según se ha visto, está en vías de una radical corrección. En efecto, la Marialis cultus afirma que la figura de la Virgen ofrece a los hombres de nuestro tiempo "el modelo perfecto del discípulo del Señor: artífice de la ciudad terrena y temporal, pero peregrino diligente hacia la celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la caridad que socorre al necesitado, pero sobre todo testigo activo del amor que edifica a Cristo en los corazones" (MC 37). Modelo para todo creyente, no para las creyentes; modelo de empeño en la construcción del reino, donde no se estima necesario precisar cometidos masculinos y femeninos.

Si un enfoque por el estilo aparece hoy más en consonancia con las expectativas y la sensibilidad de la mujer contemporánea, ello no obedece a veleidades de un igualitarismo abstracto. Al contrario, justamente un discurso auténticamente evangélico, también por lo que respecta a María, aúna el máximo de la libertad (cada uno es amado y llamado por Dios independientemente de cualquier dote terrena) con el máximo de la concreción y particularidad histórica (el que responde a ese amor es asimismo un hombre preciso o una mujer precisa, y su respuesta se encarna en modalidades marcadas también por su sexualidad).

Por eso es importante profundizar y dar a conocer este nuevo enfoque de la mariología, a fin de que la imagen de María se ofrezca a todos los cristianos, y en particular a las mujeres, como signo de radical libertad en la obediencia al amor de Dios.

M. T. BELLENZIER
DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1390-1402