S A N T A    M A R Í A

 


SUMARIO: 

I. La santidad en la iglesia hoy

II. La santidad de María 
1. La luz de la biblia 

2. La tradición eclesial
a) La literatura teológica 
b) La eucología
c) El magisterio 

III. María, modelo de santidad 

1. Modelo eclesial
a) Dimensión de inocencia 
b) Dimensión virginal
c) Dimensión materna
d) Dimensión diaconal
e) Dimensión escatológica 

2. Modelo individual 
a) Dejarse amar por Dios 
b) Obedecer con inteligencia 
c) Escuchar en contemplación
d) Perseverar en la fidelidad 
e) Servir a quien debe ser servido
f) Permanecer junto a la cruz


La expresión santa María resume la totalidad de la experiencia de aquella a quien todas las generaciones llaman bienaventurada; de aquella en quien el Omnipotente ha llevado a cabo grandes cosas (Lc 1,48). La santidad de María tiene una trayectoria terrestre (las vicisitudes históricas, el camino en la vía del Espíritu) y tiene un cumplimiento escatológico (la actualidad eterna del reino de Dios, donde santa María es gloriosa porque participa de la gloria de Dios). Decir santa María equivale a volver a recorrer —en el estudio, en el conocimiento, en el canto, en la oración, en la contemplación— el itinerario que condujo a una creatura humana como es la madre de Cristo a ser santa; y equivale a volver a escuchar el eco de las voces de la historia que la reconocen santa, uniéndose a ellas. Santa María es un dato (la santidad objetiva de María) y es un reconocimiento (la santidad subjetiva, es decir, la manera con la que cada uno o miríadas de individuos han sentido y sienten la santidad de ella). Proclamar "santa María" es asimismo un acto de culto a Dios, dador de todo don, y a María, que ha hecho fructificar los dones recibidos. El culto se perfecciona por la imitación; por esto, también "como santa María".

1. La santidad en la iglesia hoy

"Sed santos, porque yo soy santo", dice el Señor Dios de Israel. Repetidamente el mandamiento antiguo es transmitido al pueblo en el libro del Levítico (/Lv/11/44-45; 19,2; 20,7.26, 21,6.8). El apóstol Pedro repite la divina exhortación invitando a los cristianos a la santidad. "A imagen del santo que os ha llamado, sed santos también vosotros en toda vuestra conducta, porque está escrito: Sed santos, porque yo soy santo" (1P/01/15-16). La santidad ritual y segregatoria del AT encuentra acogida en el NT, que confirma la cualidad de las motivaciones. Una cualidad que sobresale en la confiada amonestación de Jesús a sus discípulos: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (/Mt/05/48).

CR/SANTIDAD: Los discípulos de Jesús son llamados "santos" (p. ej., Ef 1,4) antes y más frecuentemente que "cristianos" (He 11,26). La santidad pasa del antiguo Israel a la iglesia. Permanece la santidad ritual; pero no como formalismo, sino como sustancia. Un rito, el bautismo, introduce en lo íntimo del hombre la santidad de Dios. La segregación o separación veterotestamentaria (santo como separado de lo profano o de lo impuro) no es ya ni defensa ni enfrentamiento con otras realidades, sino vocación o llamada de Dios a través de Cristo para construir la iglesia, pueblo nuevo, elegido y congregado con toda clase de gentes. La santidad es un don para el crecimiento como persona y como comunidad eclesial.

Esta benéfica corriente atraviesa la iglesia actual. La santidad es contemporánea a todas las épocas de la iglesia. La atención inmediata, sin embargo, se orienta hacia la santidad llamativa, proclamada por los sumos pontífices solemnemente, o sea, hacia el santo inscrito en las listas canónicas, es decir, canonizado. Este hecho es un lugar teológico que compromete al magisterio papal en la declaración de que el cristiano proclamado santo se ha salvado; que su destino, después de la muerte, ha sido la vida eterna. Y significa que su excepcional testimonio (heroísmo de la virtud) es laudable y sirve de modelo para todos. Esta santidad-canonizada es patrimonio también de la iglesia contemporánea, como lo demuestran las más recientes canonizaciones de hombres y mujeres que han vivido o muerto en este s. xx: papas como Pío X, sacerdotes como Cafasso, religiosos como Joaquina Vedruna o Maximiliano Kolbe, laicos como María Goretti o Contardo Ferrini... Todas las categorías, todas las vocaciones, producen frutos de santidad, incluso en los tiempos presentes. El numero exiguo de canonizaciones no agota la amplitud de la santidad actual. Existen santos oscuros a los ojos de la multitud, y otros conocidos como santos por el sentimiento popular (a veces enfatizado). Como ayer, también hoy la iglesia es una nación santa (1 Pe 2,9). La iglesia escatológica (celeste o triunfante) es definitivamente santa, está poblada de criaturas que poseen inseparablemente la gloria de Dios. Es una realidad actual, un punto de referencia de la santidad de hoy. Pero también la iglesia en marcha (itinerante o militante) es santa, aunque siempre necesitada de purificación (LC 8; GS 43). Tal capacidad de conversión es el lugar por donde entra en la iglesia la santidad. La capacidad de acoger la salvación es disponibilidad a la santidad. También hoy la santidad en la iglesia es, por una p:arte, experiencia luminosa, presencia exultante; mas por otra es una acuciante nostalgia de salvación, una enorme necesidad de conversión. Una humildad irreal, una sutil incredulidad impiden hoy tener una convicción generalizada, por parte de los discípulos de Cristo, de ser protagonistas de santidad.

Además la presunción farisaica, aunque inconsciente, de ser mejores, no hace más que impedir la santidad. Ésta es un don que el humilde reconoce. En efecto, "es Dios quien suscita el querer y el obrar conforme a su beneplácito" (Flp 2,13). En esta perspectiva, la santidad es vocación universal, para todos y para todo tiempo. El apóstol Pablo lo puso de relieve a sus discípulos: "Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación'' (1Ts/04/03). Y el Vat II lo recuerda a los cristianos contemporáneos: "Todos en la iglesia [...] están llamados a la santidad" (LG 39). La santidad es también una vocación individual, es decir, la traducción en la existencia de cada uno de la presencia del Espíritu Santo. Tal don no permanece como tesoro escondido, como bien que se gusta individualmente. "Por esta santidad se promueve en la sociedad terrena un tenor de vida más humano" (LG 40). El Vat II acentúa, con argumentación en consonancia con la sensibilidad actual, la eficacia social y comunitaria de la respuesta a la vocación a la santidad. Ésta no es un eufemismo, una hipótesis, una teoría genérica. Se trata de una realidad concreta y documentable, personalizada en figuras que viven una auténtica historia de salvación en un espacio no sólo eclesial, sino también categorial. Esta peculiaridad de una santidad que florece en las más variadas categorías de la existencia la reitera el concilio: "Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios... Cada uno debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra por la caridad, según los dones y funciones que le son propios" (LG 41). Este párrafo particulariza, sin pretensiones de ser exhaustivo, algunos lugares de explicitación personal de la santidad universal: el estado clerical (jerarquía, obispos presbíteros, ministros), la vida religiosa ("práctica de los consejos que se suelen llamar evangélicos"), la elección conyugal (signo y participación de aquel amor con que Cristo ha amado a la iglesia, esposa suya, por la que se ha entregado), la situación de viudez y de celibato (en la que es posible contribuir no poco a la santidad y actividad de la iglesia), las profesiones (ascensión hacia una santidad más alta), la condición de sufrimiento (unión especial con Cristo que padece por la salvación del mundo).

La santidad hoy en la iglesia es una vía abierta a todos; más aún, es un mandamiento dado a cada uno por Cristo, y ejecutado por el Espíritu Santo junto con el que secunda su acción. Santa María es un emblema único de la santidad en la iglesia.

II. La santidad de María

M/SANTIDAD: Como para todo discípulo de Cristo que camina por las vías del Espíritu, también la santidad para María fue un evento totalizante. La biblia y la tradición eclesial ayudan a adquirir este conocimiento e iluminan la consistencia de tal certeza.

1. LA LUZ DE LA BIBLIA.

No se encuentra en ninguna página bíblica el adjetivo santa aplicado a María de Nazaret. Los hagiógrafos se resisten a aplicar el vocablo santo —que sustantivado constituye el nombre de Dios— con referencia a un hombre (cf las rarísimas atribuciones en Si 45,2 a Moisés, en 2Re 4,9 a Eliseo, en Mc 6,20 al Bautista). Abundan, en cambio, las expresiones en que se atribuye al pueblo, a personas genéricas, a lugares y cosas, además de, obviamente, a Dios. La iluminación bíblica de la santidad de María brota, pues, de un contexto en el que la madre de Jesús tiene una ubicación propia y recibe seguras influencias.

El pueblo al que María pertenece es "nación santa" (Éx 19,6; cf IPe 2,9). Éstas son las raíces teologales (don de Dios, el santo de Israel) también para María. Además, el contexto inmediato en que se desarrolla su singular historia está constelado de testimonios de santidad que se reflejan en la personalidad de María. José, su esposo, es un hombre "justo" (Mt I, 19). Zacarías e Isabel "eran justos delante de Dios, observaban irreprensibles toda la ley y las prescripciones del Señor" (Lc 1,6); durante la permanencia en su casa, María experimenta el carisma de la profecía dado por el Espíritu Santo a Isabel (ib, 1,41-45) y a Zacarías (ib, I,67). Otro encuentro con el profetismo lo tiene María cuando presenta su Hijo en el templo de Jerusalén. Simeón, "hombre justo y temeroso de Dios", poseído del Espíritu Santo, revela la vocación de Cristo y una consecuencia de la presencia de su madre junto a él (ib, 2,22-35). Ana, la "profetisa", que servia a Dios en el templo día y noche con ayunos y plegarias, habla del hijo de María a cuantos esperaban la redención de Jerusalén (ib, 2,36-38). Pero es sobre todo la presencia de Cristo la que enriquece la dignidad de María, su madre. Él —como se revela a María— es llamado "hijo del Altísimo", "hijo de Dios", "santo" (ib, 1,32-35, cf Mt 1,20). Sobre él está la gracia de Dios (Lc 1 40b.52). Jesús es reconocido como el "santo", tanto antes como después de pentecostés (Jn 6,69; He 3,14; Heb 7,26, etc.). La virginal maternidad de María es obra del Espíritu Santo (Mt 1,20, Lc 1,35). Este don tiene consecuencias para la santidad de María. María es kejoritoméne, es decir, colmada de gracia con plenitud (Lc 1,28). Tal gracia es un don totalizante ofrecido gratuitamente por Dios. En el contexto de los evangelios de la infancia aparece como una declaración de la cualidad de su participación en el proyecto de Dios (encarnación, redención) que se hace historia en la plenitud] de los tiempos, donde su maternidad es signo de que Dios ha enviado a su propio Hijo (Gál 4,4). María, además, "ha encontrado gracia delante de Dios" (Lc 1,30). La expresión evidencia un papel activo por parte de la doncella de Nazaret, un dinamismo meritorio grato a Dios. Tal gracia es salvación total (comenzando —según la sucesiva adquisición eclesial— por su concepción; es fe y disponibilidad de esclava del Señor; es acogida y presencia de Cristo. Esta gracia es el amor recibido de Dios y a Dios reservado. Alusiones a su santidad son los adjetivos "bendita" y "dichosa" aplicados por Isabel a María (ib, 1,42-45), que son como sinónimos de santa. Bendito es vocablo rarísimo en los evangelios, propio del mesías y de su reino (Mt 21,9; 23,39; Mc 11,10; Lc 13,35; 19,38, Jn 12,13), así como los discípulos salvados, es decir, juzgados dignos de entrar en el reino (Mt 25,34). María, la bendita, está unida al mesías y a su reino por medio del Espíritu Santo. Más frecuente es el vocablo bienaventurado, de ordinario sinónimo de discípulo, es decir del que escucha y pone en práctica la palabra. María es bienaventurada, es decir, está entre los discípulos en virtud de su fe, a veces fatigosa (cf Lc 1,34; 2,50; Jn 2,4 y contexto), pero siempre constante, como una connotación de su propia personalidad (Lc 1,29.45; 2,19.33.35 [la espada es también palabra de Dios: Heb 4,12].51; 8,19-21; 11,27-28; Jn 19,25 [la presencia junto a la cruz de Jesús es un vértice de fidelidad]).

Ser y permanecer entre los discípulos es respuesta a la vocación a la santidad (ITes 4,3.7). María no sólo está entre los discípulos en la primitiva comunidad (He 1,14; 2,1), sino que en ella se cumple plenamente (según la relectura eclesial) el proyecto de Dios sobre los salvados, escogidos antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en la caridad (Ef 1,4).

Una lectura tipológica de la biblia (usual en la iglesia) abriría ulteriores perspectivas para iluminar la santidad de María. Así, la "enemistad" primordial frente al maligno, garantizada por Dios a la mujer y a su descendencia al comienzo de la historia de la salvación (Gén 3,15 cf Ap 12,6.14), es el don que la madre del Salvador posee de una lejanía total del maligno, de liberación de su influjo nocivo. Esa "enemistad" se une con la "plenitud de gracia", que es su complemento positivo al comienzo de la "recapitulación" en Cristo, esto es, al comienzo de la nueva creación.

La santidad de cosas y lugares bíblicos puede ser un simbolismo que se desarrolla en la figura de María. María es como la tierra santa de la zarza ardiente e incombustible, lugar de la presencia de Dios (Éx 3,1-5). Madre de Cristo, el santo, María es como la ciudad santa de Jerusalén (Neh ll,l), como el templo santo, morada de Dios (Sal 22,4), el lugar más santo, como el santo de los santos (IRe 6,16).

2. LA TRADICIÓN ECLESIAL.

La tradición eclesial se configura como resultado de múltiples aportaciones tales como el pensamiento de los santos padres, la doctrina de los teólogos, las diversas liturgias, el magisterio, el sensus ecclesiae. Esta tradición es exuberante al proyectar luz sobre la santidad de María. Según la tradición, la santidad de María es su manera de ser global, una situación más amplia que los mismos privilegios, como concepción inmaculada, maternidad virginal, asunción. Jamás se sintió la necesidad de canonizar a María de Nazaret ni de proclamar dogma su santidad, a diferencia de la necesidad sentida de proclamar dogma aquellos privilegios singulares. En la tradición se encuentra la pura y simple atribución del calificativo, con los motivos y explicaciones más variadas.

a) La literatura teológica.

Los apócrifos —singular intento de releer en estilo bíblico los sucesos evangélicos, pero encallado en una paráfrasis llena de fantasía, desconocido por la iglesia— siembran los relatos marianos de adjetivos como bienaventurada y santa. El Verbo tomó carne "de la santa virgen" (Carta de los apóstoles, s. II); María es "la bienaventurada y santa virgen" (Libro armenio de la infancia 5, s. VI); incluso la "santísima virgen" (Transitus Maríae, s. IV-V). Ella es la "santa madre" (ib, 9); "nuestra Señora santa María" (Evangelio árabe de la infancia 30.45, s. VI-VII). Una página curiosa describe —sin duda por influencia de elementos monásticos— la conducta de la joven María en posesión de una precoz y altísima santidad, superior a la de cualquiera (Evangelios del pseudo-Mateo 6, s. VI).

Una de las primeras explicitaciones de la santidad de María está esculpida en la inscripción de Abercio (s. II con el adjetivo inmaculada aplicado a la Virgen. Este adjetivo no alude a su concepción inmaculada (adquisición más tardía), sino a una globalidad de pureza e integridad. El vocablo es negativo; indica ausencia de mancha, de culpa. Pero esto es también una componente de la santidad. Otras palabras como inviolada, incontaminada, intemerata, sin sombra de culpa, virgen, purísima, expresan análoga convicción de una santidad de María que es negación o preservación. Se trata de una santidad sentida —en el contexto cultural de pesimismo frente a la sexualidad— como virginidad, o sea, como logro de las metas de la esponsalidad y de la maternidad sin pasar por la vía de la sexualidad. "El seno de la bienaventurada Virgen —escribe san Gregorio Niseno (+ 394)—, por haber servido a un nacimiento inmaculado, es proclamado santo en el evangelio (Lc 11,27), ya que este nacimiento no destruyó la virginidad, y ésta no fue obstáculo a tan gran nacimiento" (De virginitate 19). Gran insistencia y fuerte realismo guían las ingeniosas reflexiones de los padres en torno al leitmotiv del "no-conozco-varón".

Un componente positivo de la santidad se pone de relieve en el paralelismo antitético Eva-María, propuesto por Justino (+ 165) por vez primera, tomado luego y desarrollado por Ireneo (s. III) La obediencia de la virgen María, razona Justino en el Diálogo con Trifón (100,4-6), pone fin a la desobediencia de la virgen Eva. Eva desobediente, dice a su vez Ireneo (Adversas haereses 3,22), fue causa de muerte para sí y para todo el género humano, mientras que María obediente fue para si y para todo el género humano causa de salvación. De tal posición se deduce que la santidad de María es su obediencia. Una acepción positiva del término inmaculada parece brillar también en un pensamiento de Gregorio Niseno dirigido a los que viven la virginidad monástica: "La plenitud de la divinidad que residía en Cristo brilló a través de María, la inmaculada" (De virginitate 2). Inmaculada es transparencia, luminosidad, la bienaventuranza evangélica del puro de corazón que ve a Dios (Mt 5,8). "Enteramente pura e irreprensible", exclama Germán de Constantinopla (+ 733) en una homilía sobre la anunciación. Agustín (+ 430), en el género literario del "interrogatorio a María" pregunta a la mujer de Nazaret "¿Quién eres tú que con tanta fe has concebido y pronto serás madre? El que te creó, ¿será en ti engendrado? ¿De dónde te viene tan gran bien? Eres virgen; eres santa" (Sermón 291).

La santidad se construye mediante la virtud, incluso en María. Testimonio patrístico significativo es una afirmación de Juan Crisóstomo (+ 407); comentando Mt 12,47, él —que en el contexto atribuye a María un "excesivo amor propio", y por tanto alguna imperfección— declara que "sin las virtudes de nada hubiese servido a la madre de Dios llevarlo en sus entrañas y traerlo al mundo del modo maravilloso que conocemos". Un vocablo sobre todo resume la búsqueda de atributos idóneos para cantar la santidad de María: santísima. Efrén Sirio (+ 373), un ejemplo entre mil, dice: "Santísima señora, madre de Dios, la única con total pureza de alma y cuerpo, tú superas toda pureza, toda virginidad, toda castidad; morada única de toda la gracia del Espíritu, superas sin comparación a todos los ángeles en pureza, en santidad de alma y de cuerpo". También la expresión toda santa recoge la admiración de la iglesia hacia la madre de Dios. Germán de Constantinopla, meditando "sobre la dormición de la santa madre de Dios", escribe: "Nuestros ojos no te pueden ver, oh toda santa, pero a pesar de ello tú estás presente en medio de nosotros, manifestándote de diversas maneras a los que juzgas dignos".

En el ámbito del monaquismo renovado, y después entre los frailes mendicantes (ss. XII-XIII), la presencia de "santa María" toma nuevo vigor. Afecta a la oración, la devoción (sobre todo la "dedicatio" de las personas y de los lugares) y a otros numerosos signos. El abad cisterciense Bernardo de Claraval (+ 1153) señala en cierto modo el comienzo de un nuevo camino de devoción a "santa María": la vía pulchritudinis. Dante Alighieri le llama "su fiel Bernardo" (Paraíso 31,100). El papa Juan decía de él: "Bernardo ha dicho las palabras más suaves y bellas en honor de María". Bernardo presenta a la santa Virgen como estrella con la cual orientarse.

Tomás de Aquino (t 1274) afronta sistemáticamente el argumento desde el punto de vista de la santificación de María, es decir, la santidad como don recibido (S. Th., lll q. 27). Así concluye su propio razonamiento silogístico: "Por donde razonablemente creemos que la bienaventurada Virgen [no utiliza el adjetivo santa, pero a él equivale el adjetivo bienaventurada] fue santificada antes de nacer" (ib, a. 1), aunque después de la "animación" (ib, a. 2; es la conocida posición anti-inmaculista tomista). Pero el de Aquino estaba convencido de que "María, a diferencia de todos los otros santos, obtuvo de Cristo la plenitud de la gracia" (ib, a. S).

En los horizontes del entusiasmo mariano se encuentran Luis María Grignion de Montfort (+ 1716) y Alfonso de Ligorio (+ 1787). Montfort prefiere mirar la santidad de María puntualizando la actitud del devoto consagrado a ella. Sin embargo, María permanece claramente como mediadora ante Cristo: "Si establecemos una sólida devoción a la santísima Virgen, es sólo para establecer más perfectamente la de Jesucristo y ofrecer un medio fácil y seguro para encontrar al Señor" (Tratado de la verdadera devoción a María 62). Ligorio, en cambio, admira la santidad de María en sí misma, contemplando y narrando sus "glorias" como testimonio, pues suscitan en el fiel la admiración y el culto. Es conocidísimo y estaba difundidísimo el manual Las glorias de María ( 1750), sobre el que se ha formado al menos una decena de generaciones de devotos de "santa María".

b) La eucología.

La eucología, ya desde los primeros siglos de la iglesia, recorre idéntico camino de proclamación de la santidad de María. La célebre súplica mariana más antigua (s. III o IV) ruega, según una de las redacciones, así: "Bajo tu misericordia nos acogemos, santa madre de Dios; no desprecies nuestras súplicas en las necesidades, sino líbranos siempre de todos los peligros, ¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita!" La eucología oriental llama a María panaguía (p. ej., en esta pericopa de la liturgia bizantina: "¡Cómo no admirar tu parto divino y humano, oh toda santa, oh toda inmaculada!").

Entre las formas de piedad popular hacia "santa María" destacan, por su acogida, las composiciones medievales de la segunda parte del Ave María: la invocación "Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros"; también las letanías (es altamente expresiva, entre otras, la fórmula de Aquileya, en la cual las 92 jaculatorias están precedidas de la repetición "santa María"); las laudes (una composición del laudario de Cortona —h. 1270— tiene el siguiente ritornelo: "Ave, mujer santísima, reina poderosísima"); las sagradas representaciones, etc. La iconografía presenta otra forma de homenaje a la santidad de María. Sobre todo los iconos orientales y en parte la pintura occidental (especialmente la latina; hasta el s. XVI (luego aparece una paganización de los temas sagrados) describen de forma visible a "santa María" como gloriosa (aureolas, luminosidad de su persona, perspectivas, representaciones de personas reverentes, rostros o presencia de ángeles). Unido a la imagen está el santuario como expresión de culto a "santa María": es como una entronización de la venerada "señora", la coronación arquitectónica de la gloriosa santa madre: "glorificación monumental", como decía el papa Juan. Análogamente, las otras formas artísticas, como la música, la poesía, etcétera, que pueden equipararse a una forma de eucologio, a una oración alternativa. Un poeta contemporáneo abre sus cantos a María con esta estrofa: "¿Cómo podremos cantarte, oh madre / sin turbar tu santidad / sin ofender tu silencio?" (D.M. Turoldo, Laudario alla Vergine, p. 21).

c) El magisterio.

También el magisterio se ha esforzado en iluminar la santidad de María. Para atenernos a algunas citas, basta recordar las fórmulas de las proclamaciones dogmáticas. El concilio de Éfeso (+ 431), al proclamar a María Theotókos, la denomina "santa Virgen". Pío IX, en la constitución Ineffabilis Deus (8 de diciembre de 1854), define como inmaculada a la "beatisima" virgen María, usando un superlativo que es sinónimo de santidad total y suprema. Pío Xll, al declarar dogma de fe la asunción, introduce en la fórmula el apelativo augusta, sinónimo áulico de santa, que no falta a lo largo de la bula Munificentissirnus Deus (I de noviembre de 1950).

El magisterio más reciente es sobrio, sobre todo en la adjetivación mariana, comprendido el vocabulario concerniente a la santidad de María (aparece el tradicional "bienaventurada" o "beatísima" y "santísima", como en LG 65.66, etc.). No renuncia, sin embargo, a reafirmar la santidad de la madre de Cristo, que es exaltación por la gracia de Dios por encima de todos, después de su Hijo; y, por tanto, la necesidad de un culto especial por parte de la iglesia (LG 66-67, Marialis cultus [Pablo V1, 2 de febrero de 1974], passim). Notable valor teológico y pastoral tiene esta afirmación conciliar: "Recuerden los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica, que nos induce a reconocer la excelencia de la madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra madre y a la imitación de sus virtudes" (LG 67). Las últimas palabras introducen el tema de la ejemplaridad de la santidad de María y de su imitación por parte de los discípulos de su Hijo.

lll. María, modelo de santidad

La sensibilidad contemporánea sobre todo acentúa la excelencia y exigencia de la imitación de María (lo mismo que en el medievo se estimulaba a la imitación de Cristo) Entre la documentación contemporánea destacan algunas posiciones conciliares y de los últimos sumos pontífices.. María en cuanto imagen y porción de la iglesia (SC 103, LG 68) "excelentísimo modelo de la fe y la caridad" (LG 53), es ejemplo de comportamiento eclesial e individual. El concilio —además de exhortar a todos a imitar las virtudes de María en el citado LG 67— dirige especialmente una invitación a los presbíteros ("De esa docilidad [correspondencia a las exigencias de su misión] hallarán siempre un maravilloso ejemplo en la bienaventurada virgen María, que guiada por el Espíritu Santo, se consagró toda al ministerio de la redención de los hombres": PO 18), a los religiosos ("Por la intercesión de la dulcísima madre de Dios, la virgen María, cuya vida es enseñanza de todos, se acrecentarán más y más cada día y darán más copiosos frutos de salud": PC 25 cf LG 46), a los seglares ("El modelo perfecto de esta espiritualidad apostólica es la santísima virgen María, reina de los apóstoles, la cual, mientras vivió en este mundo una vida igual a la de los demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajos, estaba constantemente unida con su Hijo y cooperó, de modo singularísimo, a la obra del Salvador": AA 4).

El primer papa conciliar Juan XXIII (+ 1963), siembra sus mensajes de pequeñas exhortaciones a la imitación de María, a quien ve como "guía" (la Odigítria de los orientales, que conocía bien). Sus pensamientos son confidencias pastorales: "Si alguna vez en la vida cristiana el servicio de Dios puede costar mucho, ¡qué consuelo ver que María santísima nos ha precedido!" (19 de abril de 1959). "Pensando en Jesús y en María es imposible no amar al prójimo, ser quisquilloso, no querer a los otros" (3 de septiembre de 1960). Finalmente: "Fiel a Cristo, devota de la madre celestial, la iglesia prosigue en su misión: ir hacia el Salvador con la guía y la protección de la santísima Virgen y propagar los beneficios de la redención" (20 de noviembre de 1962).

El otro papa conciliar, Pablo VI (+ 1978), expresa su pensamiento orgánico en torno a la imitación de "santa María" en dos exhortaciones: Signum Magnum y Marialis cultus. La primera (13 de mayo de 1967) trata del culto que debe darse a la bienaventurada virgen María, madre de la iglesia y modelo de todas las virtudes. La Marialis cultus (2 de febrero de 1974), sobre el recto ordenamiento y desarrollo de dicho culto. Acerca del influjo del ejemplo de María, Pablo VI expresa su profunda convicción: "Ni la gracia del Redentor divino, ni la intercesión poderosa de su madre y madre nuestra espiritual, ni su excelsa santidad podrán conducirnos al puerto de salvación si a ella no correspondiese nuestra perseverante voluntad de honrar a Cristo y a la Virgen santa con la devota imitación de sus sublimes virtudes. Es, pues, obligación de todos los cristianos imitar con ánimo reverente los ejemplos de bondad que nos han sido dados por nuestra celestial madre" (Signum magnum 14-15) En la Marialis cultus la imitación de María por parte de la iglesia está canalizada a través del culto, que es una de las dimensiones de la santidad; María es modelo de la actitud espiritual con que la iglesia celebra y vive los divinos misterios (ib, 16). En la perspectiva existencial, María es modelo imitable en cuanto virgen que escucha (ib, 17), virgen en oración (ib, 18), virgen madre (ib, 19), virgen oferente (ib, 20). En fin, ella es "maestra de vida espiritual para cada cristiano" (ib, 21).

1. MODELO ECLESIAL

María pues, es modelo para la iglesia. Más aún, es el mejor, el más perfecto modelo con el que compararse y del que obtener inspiración para el propio camino en cada momento: el modelo mariano es contemporáneo a cada época de la iglesia. No es aventurado suponer que "santa María" es modelo también de la iglesia como ella actualmente gloriosa o triunfante, en la medida que una hipótesis de la cultura terrestre puede valer para una realidad escatológica. María será modelo del amor, de la alabanza, de la contemplación de la Trinidad santísima, ella que es santa como es santa la iglesia a la que pertenece. Pero la mujer de Nazaret es modelo sobre todo para la iglesia histórica, la iglesia "pueblo de Dios", que el Vat II ha descrito en la LG, c. 11.

a) Dimensión de inocencia

La santidad de María es inocencia, esto es, falta de experiencia del mal y del pecado, inocencia que no equivale a determinismo moral, o sea, a incapacidad de pecar por inducción exterior o por ausencia de libertad. La libertad de escoger entre el bien y el mal es una limitación, una acepción restringida de la libertad. Inocencia es, por don de Dios, capacidad de adecuar la propia voluntad al proyecto de Dios. Tal fue el comportamiento de María. Hay en la iglesia un alma inocente capaz de descubrir el designio de Dios y de secundarlo. Esta alma vivifica el cuerpo de la iglesia cuando, según la situación de los tiempos, activa el conocimiento del plan de Dios, acogido como propio Señor y Señor de la historia, y se adecúa a él. Esta actitud es también una dimensión esponsal, es decir, intercambio de amor.

b) Dimensión virginal

María es virgen sobre todo porque no el hombre, sino Dios mismo, ha cumplido en ella grandes cosas que ella ha aceptado. Virginidad significa, pues, por una parte, ausencia de hombre y, por otra, presencia de Dios. No es una situación de defensa, de rechazo, como una fuga de lo humano inducida por el pesimismo o por presuntuosa autosuficiencia. Es absoluta confianza en Dios, opción de pobreza. La iglesia imita esa virginidad cuando abandona o no busca al hombre y lo humano como protagonista de su propia historia: poder, honor, prestigio son tentaciones y pecados contra la virginidad eclesial. La iglesia imita a la virgen María no tanto proclamando con palabras su propio "no-conozco-varón", sino testimoniando una efectiva y confiada dependencia de Dios solo. La virgen-iglesia, como María, sirve al hombre; no se sirve del hombre, ni le somete, ni se deja someter por el hombre.

c) Dimensión materna

María es madre de Cristo, hombre-Dios, por obra del Espíritu Santo. Virginidad y maternidad se funden en un único misterioso acontecimiento. De María brota la novedad, la salvación, la vida. María es "madre de la iglesia" pero también modelo de la iglesia madre. La maternidad de la iglesia se explícita en la dimensión mariana cuando transmitiendo la gracia hace vivir o revivir a Cristo en el hombre, cuando hace vivir al hombre en Cristo, María es reconocida como "madre de misericordia". Una cualidad del amor materno de la iglesia que intenta imitar tal modelo es, mucho más que la intransigencia, la misericordia, la cual es paciente, generosa, solícita y solidaria. La iglesia madre permanece fiel al modelo mariano cuando, como ella, proclama tangiblemente la misericordia del Señor que se extiende de generación en generación (Juan Pablo II, Dives in misericordia 15 [30 de noviembre de 1980]).

d) Dimensión diaconal

María ha testimoniado fiel coherencia a su propia palabra: "He aquí la esclava del Señor" (Lc 1,38). Todo siervo es diácono, como Cristo (Rm 15,8). En la lógica del evangelio, la diaconía no es esclavitud, porque el siervo de Jesucristo es "liberto", rescatado por él para la libertad. María es libre esclava del Señor, colabora no con ciego sometimiento, sino con inteligente y penetrante conciencia de la palabra que escucha y pone en práctica (Lc 8,19-21; 11,27-28). La iglesia imita la diaconía de María cuando cede el puesto a Dios, cuando escucha y se aplica primeramente a sí misma la palabra; cuando no sustituye la palabra con su propia explicación contingente; cuando se hace mediadora de salvación traduciendo en lenguaje comprensible la petición mariana: "Haced lo que él [Jesús] os diga" (Jn 2,5). La iglesia únicamente es sierva de la redención. Como María, cercana al hombre y a todas sus vicisitudes, la iglesia sirve a la redención permaneciendo cerca de cada hombre (Juan Pablo II, Redemptor hominis 22 [4 de marzo de 1979]).

e) Dimensión escatológica

La existencia humana de María ha concluido. Ella vive en el hoy glorioso de Dios. Esta existencia metahistórica constituye la meta escatológica de la iglesia. En tal dimensión, María es, sobre todo, signo de aquello que la iglesia será. Pero durante la peregrinación terrestre de la iglesia se pueden saborear anticipaciones de esa escatología. Es una sensación, más que una equivalencia comprobada. Pero puede ser una dimensión de ejemplaridad, sobre todo como camino hacia la escatología: la espera vigilante, la firme esperanza, el sentido de lo efímero y de lo transeúnte la nostalgia del futuro, la prioridad de la contemplación. La particularidad de ese modelo está en relación con la globalidad de imitación: estas y otras dimensiones constituyen un unicum, lo mismo que la persona de María es única y la iglesia es una. Éstas, y otras son vías de santidad para la iglesia, como lo fueron para María.

2. MODELO INDIVIDUAL

La iglesia es una, es único pueblo de Dios. Pero es también comunión de personas, pluralidad de individuos. María se presenta, en varios niveles, como modelo también para cada uno de los discípulos de Cristo, su Hijo. En esta perspectiva los caminos de imitación son todavía más abundantes. El principio en que actualmente se insiste, María "modelo de los cristianos", encuentra innumerables aplicaciones con relación a la sensibilidad, a la cultura, a la vivencia y a las perspectivas de cada uno. Y cada uno, en última instancia es juez de la validez de la elección de los caminos personales para seguirla. Es éste el espacio intimo de construcción de la santidad individual, que se alimenta también de tales aportaciones. Pero subsisten no pocos senderos obligados, como paradigmas de verificación de la autenticidad de una imitación personal de María.

a) Dejarse amar por Dios

Existe, proclamado con claras palabras el mandamiento de amar a Dios (Mt 22,37). No ocurre lo mismo con su correspondiente "déjate amar por Dios". Éste se sigue de la revelación de que Dios es amor, que Dios ama (IJn 4, passim). Cada uno intenta obedecer al mandamiento escrito de amar a Dios; incumbencia no difícil y gozosa, porque Dios se deja amar, concede el don de amarlo. Aunque no lo parezca, es menos fácil dejarse amar por Dios: distracciones, pseudo-humildad o presunción obstaculizan la propia entrega total al Dios que ama. Dejarse amar por Dios es el origen y la subsistencia de la santidad. Como María, dejarse amar por Dios significa acoger sus dones, confiarse a su guía, saber darle gracias, crear un propio "magníficat", un propio "aleluya".

b) Obedecer con inteligencia

Si obedeces, te salvas; sobre todo te realizas, porque haces eficaz y efectivo en ti el proyecto de Dios o un momento del mismo. La virgen María obedeció a Dios, pero con su inteligencia, porque quiso comprender antes de dar su adhesión. Tal comportamiento, por una parte, refleja el respeto de Dios por la criatura humana y por otra parte, señala una cualidad del comportamiento humano con respecto a Dios. La inteligencia es una cualidad que explícita la imagen y la semejanza de cada uno con Dios. Obedecer con inteligencia no sólo no está prohibido, sino que es un mandato, una obligación. La obediencia es una fase del diálogo interpersonal entre el hombre y Dios; por tanto, comporta presencia vigilante, atención lúcida, comprensión aguda, esto es, inteligencia. María expresa ejemplaridad como persona no sólo que obedece a Dios, sino sobre todo como mujer que obedece con una obediencia personalísima, inteligente, con fe libre (LG 56).

c) Escuchar en contemplación

El discípulo de Cristo es persona que escucha, como María es la virgen a la escucha. Escuchar es el primer impacto en relación con la palabra; es una especie de recogida de datos. La contemplación es la elaboración de los datos recibidos en la escucha. Esta relación con la palabra es física y espiritual; persigue la disponibilidad de toda la persona, ante todo purificada (otocatharía: pureza del oído, cardiocatharía: pureza del corazón). La contemplación es el momento virginal de la relación con la palabra. Por eso queda como emblemática la actitud de la virgen María. Más que exégesis lejana o retórica homilética, la escucha contemplativa es, como para María, custodia del corazón, defensa de la palabra, confrontación de los mensajes, paciencia en la incomprensión, silencio protector del entorno.

d) Perseverar en la fidelidad

Como los siervos de Yavé y los discípulos del Señor, María peregrinó en el camino de la fe (LG 58). Este camino es perseverancia. La fidelidad episódica, el entusiasmo de un impulso es cosa fácil. Pero la validez de un discipulado se mide por la perseverancia en la fidelidad. Se trata de una fidelidad global: a Dios, a sí mismo, a la propia misión, a las otras personas, a la creación entera. Esta fidelidad no puede quedarse sólo en un compromiso negativo, en un no al pecado y al mal; es perseverancia en la construcción del reino de Dios. La perseverante fidelidad de María se configura, sobre todo, como presencia junto a Cristo (es fuertemente simbólica la angustia con que lo busca cuando él sustrae a ella —no es ella quien lo pierde— quedándose en el templo, en Jerusalén, Lc 2,41-51). Perseverar en la fidelidad equivale para el discípulo a traducir constantemente la cercanía a Cristo.

e) Servir a quien debe ser servido

SERVICIO/IMPORTANCIA: María se declara y se propone como sierva del Señor; el Señor la acepta como su sierva, es decir, con la misma calificación de Cristo (He 3,13.26; Flp 2,7), de los apóstoles (Rm 1,1; Flp 1,1; 2Pe 1,1; Jds I,1) de los discípulos (Jn 12,26; 15,15 etcétera). La idea evangélica de servicio no lleva sobrentendida una idea de subvaloración de la persona como si servir implicara menospreciarse. Al contrario, significa valorizarse, porque es una invitación a poner a disposición cuanto se es y cuanto se tiene. Auténtico y óptimo es servir a quien debe ser servido. No existen criterios para descubrir a priori quién debe ser servido sin caer en lo genérico. Sentido contemplativo, atención desarmada, familiaridad con el Espíritu, disponibilidad permiten reconocer en cada momento al que debe ser entonces servido Este estilo se puede reconocer en María, sierva del Señor, aunque sean muy escasos los testimonios escritos de su servicio. Indudablemente es un servicio no genérico, sino puntual y personalizado.

f) Permanecer junto a la cruz

La madre de Jesús, sin duda, ha de enseñar los gozos de la vida, aunque los testimonios silencien este sentimiento suyo (excepto ella misma una vez: Lc 1,46-47). Los testimonios recuerdan más bien su dolor. Este tuvo su culminación en el Calvario, Junto a la cruz de Jesús: la madre estuvo de pie junto al Hijo crucificado hasta su muerte (Jn 19, 25-27). Es ejemplar el valor de María, la fidelidad compartida con poquísimos de los ya no numerosos discípulos de Jesús, su participación en ese momento decisivo de la redención. Ahora aquel Jesús ya no sufre ni sufrirá, como María no es ya la Dolorosa (M/DOLOROSA). Ahora es preciso estar al pie de las infinitas cruces de las cuales pende el Hijo del hombre en sus hermanos. María es la imagen conductora de cada discípulo.

Múltiples, en resumen, son las vías a lo largo de las cuales María pasó caminando hacia la meta de la propia santidad, dejando detrás de sí un perfume, una estela luminosa, como invitación a recorrer gozosamente y con suma entrega los caminos trazados por Dios a cada uno y que cada uno ha de descubrir: la oración, la humildad, la pobreza, la laboriosidad.. Diversos maximalismos o minimalismos pueden alterar las perspectivas del modelo y desequilibrar la imitación de una santidad singular, como singular es cada santidad en cuanto a individualísimo e Irrepetible amoroso coloquio personal entre Dios y el alma. Pero es sobre todo el estilo, la pasión, la calidad del compromiso evangélico de María para permanecer fiel más que todos los discípulos de Cristo, lo que justifica e invita a la imitación de "santa María".

L. DE CÁNDIDO
DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 1804-1816