LA FORMACIÓN INTEGRAL, ¿UNA ANIMACIÓN PRENDIDA CON ALFILERES?

Rafael Reyes Galindo

«Para todo lo que se refiera en pedagogía, la norma más corta debe ser esta:
consulte la escuela de los jesuitas;
en ninguna parte se ha puesto en practica nada mejor» (Francisco Bacon)

 

ENTRE EL ESLOGAN Y EL EJERCICIO

Una preocupación muy acentuada de los Padres de la Compañía entregados al apostolado educativo se fundamenta en el peligro de que lo integral se convierta en un lugar común. Cuando nuestro Padre Rector inauguró el primer encuentro nacional de tutores regionales de la Especialización en Enseñanza religiosa, el 28 de septiembre de 1998, lo expresó en contenidos de advertencia que recogí en mis apuntes personales de la siguiente manera:

«Me preocupa que la formación integral se pueda quedar en un eslogan. Cuando uno escucha esta palabra en otros medios, en otros instituciones teme que se quede en un discurso sin contenido. Por lo tanto, es importante que tengamos el marco de referencia, los elementos que la constituyen, los sujetos de la formación integral, y cómo lo vamos a hacer. No se trata de llamar a alguien para que nos diga lo que hay que hacer o se ponga a realización la misión que nos corresponde a nosotros; todos debemos estar implicados»

La preocupación del Padre Rector se entiende si se advierte que la formación integral no son palabras... ¡ni siquiera obras!. Cuando para promocionar la formación integral nos dedicamos a hacer cosas y hablar mucho prendemos la formación con alfileres, se convierte «en un discurso sin contenido», expuesta a los vientos, propensa a la trivialidad, prisionera de la doxa.

El Padre Remolina, nos sugirió, en ese entonces, a los tutores regionales la forma de conjurar el peligro del eslogan: implicarnos. No hablaba para religiosos, ni para jesuitas: hablaba para seglares que nos hemos vinculado a su apostolado educativo y que espera de nosotros todo..., menos que seamos el palo en la rueda.

Nosotros los seglares, académica o laboralmente nos hemos incorporado a la Universidad Javeriana en un momento significativo de nuestra vida; y como señalábamos con un grupo de estudiantes en uno de nuestros encuentros de profundización, «no se trata sólo de que uno pase por la Universidad, sino que la Universidad pase por uno»

No se trata de reflexionar en la formación integral de las demás universidades del País. Habría que identificar sus horizontes de sentido, si los tienen; además la formación integral no se hace como observadores. Se trata, más bien, de apuntalar nuestro compromiso universitario desde nuestro propio horizonte de sentido, si es que lo identificamos... y nos identificamos desde él, claro está. Yo lo que quiero es conjurar el peligro de instrumentalizar lo integral, haciéndolo un discurso estratégico sólo hábil para abrirse campo en los círculos de influencia o para irradiar poder.

En la Pontificia Universidad Javeriana la formación integral, no es hija del argumento; derivada de aura ignaciana, dicha formación es un ejercicio, una constante del comportamiento, un modo de proceder, una talante espiritual, unos sentimientos, unas actitudes, unos rasgos... una elegancia. No es abstracción, es un hombre: Ignacio de Loyola, un seglar que en 1528 llega a la Universidad de París, ha cruzado Europa, con un programa de vida muy bien definido: quiere amar a Jesús, quiere amar «a los próximos»; el peregrino carga su carta de navegación, un librito, mejor dicho, unos apuntes, frutos de su conversión y de su nuevo horizonte de vida, unos apuntes forjados en su oración, a los cuales les ha puesto el nombre de Ejercicios Espirituales.

Hasta 1535 estará en los claustros de París; la Universidad pasará por él y quedará marcado por la experiencia pedagógica al «modo parisiense» Y para bien de la educación, la Universidad quedará marcada por Ignacio. El matrimonio entre los valores evangélicos y los valores académicos engendraron nuestro perfil de formación integral. Y como Ignacio es de aquellos que con poco dice mucho, lo expresó años más tarde, con dos palabras en las Constituciones que fue redactando en Roma: «virtuosos y sabios» (Const. 308).

Cierto que en este momento se pensaba en el perfil de los integrantes de la recién nacida Compañía de Jesús, pero cuando el Padre Diego de Ledesma organizó, hasta su muerte en 1575, los estudios de lo que hoy se llama la Universidad Gregoriana de Roma, redactó unas de las versiones más magistrales de la Ratio Studiorum donde el perfil de los formados en la pedagogía ignaciana se expresa de modo igualmente significativo: «virtud y letras»

Por eso, la Academia ya no será lo mismo sin Ignacio, y nosotros los implicados en ella estamos comprometidos a dotar a nuestros alumnos de «cierta ignacianidad».

No hay nada que más le preocupa a San Ignacio que la falta de amor, este es el fundamento: «el hombre fue creado para amar...» y el amor no es abstracción para Ignacio, son los «próximos...», aquellos que están al alcance de mi mano, en palabras que gustan mucho a los pensadores actuales, el amor pasa por los cuerpos.

Por eso, la ignacianidad es un ejercicio, un modo de proceder, y la reflexión se podría disparar en varías direcciones, pero solamente voy a señalar tres de los muchos aspectos que se pueden detectar como rasgos ignacianos llamados al ejercicio en la cotidianidad:

  1. El cultivo de la grandeza de ánimo.

  2. La actitud de apertura a los demás.

  3. La disponibilidad a la comunicación continua.

1. EL CULTIVO DE LA GRANDEZA DE ÁNIMO

Muchas veces la espiritualidad de San Ignacio es conocida más por «hacerse contra» que como un ejercicio de alegría. En verdad, ninguna formación de personas puede asumirse sin ella. Una de las muchas formas como Ignacio expresa la alegría de la formación es la magnanimidad, como cuando describe la actitud típica del General de la Compañía:

«La magnanimidad y la fuerza del alma le son bien necesarias para soportar las debilidades de los muchos y para emprender grandes cosas al servicio de Dios Nuestro Señor, para perseverar en ello con constancia cuando fuere necesario, sin perder coraje ante las contradicciones»

La alegría es ejercicio de fortaleza. Nace del compromiso que el espíritu se impone de tender hacia lo sublime. La grandeza de ánimo nos hace conscientes que podemos tender hacia lo extraordinario y hacernos dignos de ello. No se deja distraer por cualquier cosa, se dedica a lo grande y a hacer grande todo acto cotidiano en apariencia pequeño.

Las palabras que tanto repite Ignacio, a la mayor gloria de Dios, no están inspiradas en un mero espíritu del vasallaje, la honra que defiende, la de su Señor, es a la que debe dedicarse todo hombre y mujer digno de tal nombre: quien tiene grande el alma sólo se dedica a aquello que tiene honor. Santo Tomas de Aquino lo expresó de la siguiente manera: «El que despreciare la honra hasta tal punto que no se preocupa de hacer aquello que honra merece, es de vituperar» (Suma Teológica 2-2, 129. 1d 3). En palabras más sencillas: quien desprecia cultivar el honor es un ser despreciable.

Por eso, quien cultiva la grandeza de ánimo es una persona sincera y honrada, ajena al miedo a la verdad y enemiga de la adulación. En la sociedad del mutuo elogio esta virtud ingnaciana nos protegería de componendas y arreglos, nos comprometería más con la verdad que con los compromisos de la amistad.

Esta grandeza de alma se confunde a veces con «mirar-por-encima-de-los-hombros-a-los-otros» En cambio, para Ignacio, toda virtud hace referencia «al próximo». Algunas veces usamos la arrogancia como mecanismo de defensa, los demás cargan con debilidades que no soportamos, aunque los demás deban soportar las debilidades que nosotros cargamos. La grandeza del alma «nos es bien necesaria para soportar las debilidades de los muchos» sus preguntas, sus impertinencias.

2. LA ACTITUD DE APERTURA A LOS DEMÁS

Tres siglos antes de que la ciencia hermenéutica se desprendiera de la teología, por obra del romanticismo, para constituirse no sólo en la interpretación de textos sino también como apertura hacia la comprensión de situaciones vitales, ya Ignacio había enunciado un maravilloso principio hermenéutico de la conversación y del diálogo: hemos de estar más pronto a salvar el punto de vista del otro que a condenarlo.

«Se ha de presuponer que todo buen cristiano ha de ser más pronto de salvar la proposición del prójimo que ha condenarla; y si no la puede salvar inquira como la entiende; y si mal la entiende corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve» (EE. 22)

Nosotros no podemos esperar que el País entero se reconcilie entre sí, ni la reconcialización de las Naciones, pero podemos convertirnos en factores de reconciliación construyendo entornos creativos hacia adentro. No podemos, tampoco, esperar que todos pensemos lo mismo, ni del mismo modo, pero desde los modos diversos podemos cultivar una misma concordia, con aquellas reglas básicas que enuncia en forma tan precisa una antigua máxima: "En lo necesario, unidad; en lo dudoso, libertad; y en todo, caridad".

Por eso, un camino hacia la comprensión mutua solo puede cumplirse partiendo en primer lugar de una reflexión en la herencia y en la tarea que nos ha sido confiada por más de cuatro siglos de experiencia educativa nacida de la contemplación a las orillas del Rio Cardoner y del fecundo silencio en la Cueva de Manresa.

Así vamos a sentir, en segundo lugar, como una necesidad reconoce lo que el otro tiene de propio.

Y esto exigirá, en tercer lugar, abordar al otro no desde la sospecha sino «inquiriendo» desprevenidamente cómo se le entiende.

3. LA DISPONIBILIDAD A LA COMUNICACIÓN CONTINUA

En nuestro esfuerzo de hacer las cosas bien, muchas veces, sucede que la comunicación con los demás miembros de la comunidad se limita a encuentros casuales; más que próximos somos extraños unos de otros, y las ideas que tenemos de ellos están más bien cargados de cierta opacidad.

Por eso, el pensamiento contemporáneo, ha ido advirtiendo, que el acceso a Dios se ha perdido en el mismo momento en que se nos refundió el camino hacia el otro. Parece que el rastro del Otro, sólo es perceptible en el rostro del otro; esta nostalgia expresada por pensadores como Levinas, Horkheimer y otros son ecos de la nostalgias de Heidegger, «sólo un Dios puede salvarnos». Se advierte que las condiciones de posibilidad de esta comunicación se da ineludiblemente en el amor:

«El amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, dar y comunicar el amante al amado lo que tiene, o de lo que tiene o puede y así, por el contrario, el amado al amante; de manera que si el uno tiene ciencia, dar al que no la tiene, si honores, si riquezas, y así el otro al otro» (EE 231)

El fenómeno es extraño, pues la sensación de la opacidad del otro, no es pretexto para cerrarnos en nosotros mismos. Ni podemos juzgar que los otros tienen la culpa de la incomunicación. El amor es creador y por su propia naturaleza opera desde la nada. «Donde no hay amor -decía San Juan de la Cruz- ponga yo amor y recogeré amor». Que a los demás no les importa la Universidad, administran mal los recursos que se le suministran, son amargos en los comentarios sobre la Institución: es una pena, ¡pero no importa! yo puedo poner amor donde no hay y recogeré amor: puntualidad, lealtad, transparencia, alegría y generosidad no es el compromiso de los demás, es la elegancia mía.

Además, el amor es ímpetu, no puede permanecer inactivo, se mueve por necesidad, es movimiento hacia algo, es emigración hacia el otro, hacia lo amado. Amar y servir es peregrinación hacia el otro como lo mostró San Ignacio, peregrino sólo y a pie como lo señaló una vez Ignacio Tellechea, biógrafo de nuestro Modelo Educativo.

El amor consiste en la «comunicación de las dos partes» depende de dos para que se cierre totalmente, pero sólo depende de uno, para que se mantenga abierta.

A MODO DE CONCLUSIÓN

La presencia de los jesuitas, sacerdotes y religiosos, no garantiza por sí sola la formación integral, ni es responsabilidad de la academia, ni solo de la pastoral universitaria; es un proyecto que involucra a toda la comunidad, a todos los que trabajamos en ella, a todos a los que ella reúne. Lo que el Padre Kolvenbach señala como tarea de la comunidad de jesuitas, debemos atribuírnosla, con toda propiedad a nosotros, profesores, los que hemos recibido la posta de la animación ingnaciana:

«En esta materia, la comunidad de jesuítas en la universidad debería hacer sentir no su poder, sino su autoridad: es decir, debería ser «autor» principal de una tarea que han de llevar a cabo todos los miembros de la comunidad educativa. Su papel es el de garantizar con todos los miembros de la comunidad educativa, y a través de ellos, la transmisión de los valores evangélicos y el hallazgo de una orientación de vida evangélica que son la marca de la universidad católica»

La Pontificia Universidad Javeriana ha asumido el pluralismo de hoy, le ha abierto espacios a su interior para su libre expansión y desarrollo, ¿pero acaso no estará colocando la luz bajo el celemín, al mostrarse reservada, tímida en el momento de presentar de modo explícito, en los contenidos y en la expresiones, las implicaciones cristianas del horizonte cristiano en la existencia humana?

¿Qué horizonte de sentido fundamenta la «orientación de vida» que comunicamos a nuestros estudiantes? ¿Cuál es el concepto de persona humana que utilizamos como punto de partida para transmitir valores? ¿En qué medida dichos valores, evalúan nuestras prioridades docentes y nuestro compromiso en la animación de la formación integral al modo ignaciano? EL Padre General continúa:

«Con demasiada frecuencia esta «animación» de la universidad es algo prendido con alfileres, al margen de la docencia y la investigación: uno tiene la impresión de que la docencia y la investigación son el núcleo de la empresa, y que todo lo que suena a evaluación o animación es un adorno, trabajo extra, algo que se puede dejar caer fácilmente por falta de tiempo, de motivación o de energía. Pero, a menos de que esta evaluación revigorice el propio corazón de la universidad, se volatilizará la esencia de la obra y acabará convirtiéndose en una máquina de sacar títulos» (Pastoral Xaveriana, Vol. 5. No.1. 1999, página 25).

La imagen de la animación prendida con alfileres la tomé del Padre General. La urgencia del llamamiento de los Padres, sólo es perceptible en la medida en que comprendamos, nosotros los profesores, que no estamos en una Universidad cualquiera, ni en una Universidad Católica más, por venerable que ella sea. Dicha percepción depende de nosotros, de la grandeza de ánimo, de la coherencia profesional y del sentido de responsabilidad en lo cual cada uno sólo manda.