EL CIELO!

Apuntes tomados de la conferencia sobre el Cielo,
del M.R.P.J.M.L. Monsabré


Introducción

Es de capital importancia para el Cristiano tener del Cielo un conocimiento correcto, pues el Cielo es el premio que Dios tiene prometido a los que obran bien, a los que guardan sus Mandamientos, a los que siguen sus consejos.

Empleando nuestro pobre lenguaje y conceptos, podemos decir que el Cielo es la paga que Dios Nuestro Señor dará a nuestras buenas obras y esta paga es tan grande, infinita, que nada nos anima tanto a ser buenos como tener de ella un conocimiento cabal.

Si por velar una noche a un enfermo se nos ofrecieran cincuenta centavos, en caso de que aceptáramos ¡qué larga se nos haría la noche! ¡qué duro el trabajo! Pero si en vez de cincuenta centavos se nos ofrecieran cincuenta centenarios de oro ¡Con qué diligencia velaríamos al enfermo! ¡De cuántos cuidados le rodearíamos! ¡Qué breve se nos haría la noche!

Pues exactamente es el mismo caso tratándose del Cielo ¡Qué de extraño tiene que no pongan el menor empeño por lograrlo, tantos como hay que de él tienen un concepto tan equivocado!

La generalidad de la gente piensa del Cielo como un lugar de diversión en el que los que se salvan están como espectadores. Es éste un máximo error; la posición de nosotros en el Cielo, es muy diferente; pues es como la de un hijo en casa de sus padres, y del mismo modo que éste disfruta de todas sus riquezas, nosotros en el Cielo disfrutaremos de todas las riquezas, de toda la felicidad de Dios.

Hay por supuesto grandes diferencias en un caso y en el otro; desde luego las riquezas de un hombre, que podemos compartir, son extrañas a él: su casa, su biblioteca, sus muebles, sus carros, su jardín, su sala de billar, etc., etc., Todo esto es extraño a él, y la riqueza principal de Dios no es extraña a Él; es Él mismo, Tratemos de explicar esto:

Supongamos un gran sabio poseedor de grandes riquezas habita en un palacio hermosísimo, tiene grandes campos sembrados de algodón, grandes llanuras en que pasta un numeroso ganado, etc., pero no es eso lo que hace su felicidad, sino los estudios a que se dedica: él ha profundizado como nadie, el estudio del cáncer; poseedor de una gran inteligencia, goza lo indecible, pues entrevé, como final de sus trabajos, la fórmula para curarlo; él ha visto una y mil veces las desgracias que el cáncer origina y su gozo es inaudito imaginando el bien que con su descubrimiento va a hacer a la humanidad. Él imagina ¡cuántas penas voy a consolar! ¡A cuántas madres afligidas voy a aliviar en su dolor! ¡Y qué es esta felicidad comparada con la que podría traerle ser poseedor de tan grandes riquezas materiales!

Imaginemos ahora ¡cuál no sería la felicidad de un hijo suyo que pudiera compartir con él no solamente el goce de sus bienes materiales, sino que pudiera participar de la felicidad que le ocasionan sus estudios, poseyendo su misma inteligencia, su misma sabiduría, su mismo amor por la humanidad doliente!

Pues semejante a ésta será nuestra felicidad en el Cielo, seremos en el más felices que por habitar la mansión de Dios, por participar de sus Perfecciones infinitas.

En efecto, nos enseña la Teología que la felicidad del Cielo consiste en ver, amar y poseer a Dios; tratemos de entender lo que esto significa:

VER A DIOS: Claro es que la visión de Dios no será una visión material que consiste en verlo con nuestros ojos corporales, los que después de la muerte ya no pueden ver nada, sino que será una visión intelectual, un entendimiento de las Perfecciones de Dios. "Viendo" así a Dios, conscientes de su hermosura infinita, imposible de todo punto seria que no pudiéramos amarle.

AMAR A DIOS es desear poseer tanta belleza, tanta bondad, tanta felicidad; pues bien, por un misterio de la bondad infinita de Dios, nosotros participaremos como lo deseamos de todas sus perfecciones; esto es lo que sé llama poseer a Dios...

POSEER A DIOS es así ser en el Cielo sabios como Él, buenos como Él, Santos como Él, justos como Él, inteligentes como Él, felices como Él lo es.

La felicidad que nos está reservada en el Cielo no es así una felicidad humana, sino DIVINA.

Y hay otra cosa más aún que considerar: nos enseña la Teología, que no podemos propiamente decir que Dios es bueno, ni que es justo, ni inteligente, ni verídico, pues Él es la Bondad y la Santidad y la Justicia y la Inteligencia y la Verdad infinitas. ¿No acaso N. S. Jesucristo mismo nos dice "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida"? (Juan XIV, 6).

Todas estas cosas no son fáciles de comprender, escapan a la inteligencia de quien no tiene una preparación filosófica adecuada y más aún de quien no vive habitualmente en Estado de Gracia, condición indispensable para poder entender las cosas de Dios.

¿No acaso N. S. Jesucristo exclama: Yo te glorifico Padre mío, Señor de Cielo y tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes del siglo y las has revelado a los pequeñuelos (Mat. XI, 25)?

Abordamos pues, un tema muy superior a los habituales. Nos tememos que no resulte tan fácil de entender. Cómo va a ser fácil hablar con claridad del Cielo, dar una idea correcta de él, cuando el mismo San Pablo que tuvo del Cielo una visión momentánea, que bastó para producir un cambio radical y definitivo en su vida, nos dice: "Ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento, cuáles cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman" (1 Cor. II, 9).

Pedimos pues, que lo lea una y otra vez, despacio, meditando, en lo que lee, contemplándolo, que a medida que lo vaya entendiendo irá conociendo mejor a Dios y pronto podrá decir como San Francisco de Asís, al darse cuenta de la excelencia del premio que Dios nos tiene reservado: "Es tanto el bien que yo espero, que hasta en las penas me deleito".

Pedimos a Dios Eucaristía que la contemplación de los apuntes tomados de la conferencia del Gran Monsabré, que presentamos a continuación, lleve al lector a tener un mejor conocimiento del Cielo y por lo tanto de Dios, y que lo lleve a amarlo sobre todas las cosas, lo que es compendio y cifra de todas las maravillas de la Vida Cristiana, pues en ello se cumple esta máxima sapientísima del gran filósofo San Agustín, Obispo de Hipona "AMA A DIOS y HAZ LO QUE QUIERAS"

 

APUNTES SOBRE EL CIELO

Tomados de la Conferencia:

"El otro Mundo: El Cielo"
dictada en nuestra Señora de París; en la Cuaresma de 1889
por el M. R. P., J. M. L. MONSABRE de los Hermanos Predicadores

La Fe nos enseña que es horrible para el pecador caer después de la muerte en las manos del Dios vivo, frase que a muchos parece dura en demasía, lo que no es de admirar, pues hay en nuestra naturaleza caída cierto instinto perverso, que no quiere verse constreñido por la perspectiva de los tormentos de una eternidad desgraciada y sueña con un infierno dulcificado en el que fácilmente se pudiera consentir.

Pero esta clase de infierno no existe y debemos escoger así entre el tremendo y eterno suplicio con el que Dios amenaza al pecador y la real y eterna recompensa que ha prometido a sus justos.

Esta recompensa es el Cielo, gloriosa estación del otro mundo, hacia el cual vamos ahora a remontarnos tanto cuanto podamos, ya que el ojo de la Fe no puede más que entrever los esplendores divinos, pero basta con esto para dar a nuestras esperanzas un aliento sobrehumano, que las desprenda de las cosas perecederas, en medio de las cuales se lleva a cabo y se cumple nuestra prueba.

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Hay que esforzarse para que el prójimo no solamente tenga un mayor conocimiento de la Doctrina de nuestra Santa Religión, sino procurar que la estime, que aprenda a amarla, ganarle la voluntad para que la VIVA.

Para esto se requiere no dar la preferencia a que conozcan su parte negativa: el pecado, la muerte, el infierno; sino EXALTAR su parte positiva: La GRACIA, la excelencia de los Sacramentos, especialmente los del Orden y la Confesión, la riqueza de las Buenas Obras hechas en Estado de Gracia, LA MARAVILLA INCONCEBIBLE DE LA GLORIA.
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PRIMERA PARTE

El Cielo no es como lo imagina el hombre

Lógico es que, para conocer nuestro destino futuro, estudiemos las tendencias de nuestra naturaleza; si tal hacemos constatamos que el hombre no solamente busca la felicidad, sino que la quiere completa e inmutable; tal que no tenga que decir ni a su plenitud, ni a su duración: ¡todavía más! ¡Todavía más!

Y como ninguno de los bienes de que goza el hombre en este mundo puede satisfacerlo plenamente, sería indigno de su noble naturaleza transportar al otro mundo las pequeñas felicidades de esta vida, y sin embargo, esto es lo que hacen los que sueñan con un paraíso sensual y divertido, un paraíso de primavera eterna, de verdes praderas, de sombras frescas, de fuentes límpidas, de gratas conversaciones, de agradables ejercicios, etc., etc., con todas las limitaciones de la vida terrestre. ..

Bien podemos decir con Montaigne: "Cuando Platón nos describe el vergel de Plutón y las comodidades o penas corporales que nos esperan aún después de la ruina y anonadamiento de nuestro cuerpo y las acomoda a los sentimientos que tenemos de ellas en esta vida... Cuando Mahoma promete a los suyos un paraíso tapizado, ornado de oro y pedrerías, poblado de mujeres de excelente belleza, de vinos y de víveres singulares, veo bien que estos burlones se pliegan a nuestra animalidad y para mejorar sus opiniones y esperanzas, habría que decirles de parte de la razón humana: "si los placeres que tú nos prometes en la otra vida son de los que yo he gustado aquí abajo, ellos no tienen nada de común con lo infinito; cuando todos mis sentidos estuvieran colmados de alegría y mi alma sobrecogida con todo el contentamiento que puede desear y aspirar, ellos no serían aún nada, pues sería solamente algo mío y no tendría nada de divino", "Lo divino": he aquí lo que el hombre busca y persigue en la felicidad; "Y su corazón, dice San Agustín, no puede reposar hasta no haberlo encontrado".

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La Iglesia, que atiende a que las almas alcancen la felicidad en los Cielos, produce tantos y tan señalados bienes terrenales, como si su principal objeto fuese asegurar la prosperidad en la vida presente. S. S. León XIII.
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Diferentes modos de gozar de Dios

Hay varías maneras de reposar en Dios, de gozar de Dios.

- Hay la que conviene a nuestra naturaleza humana que no va más lejos que la visión y la contemplación de las perfecciones divinas, a través de las cosas creadas. Díos se da a conocer a nosotros por las huellas de su belleza infinita sobre toda la naturaleza. Pero por más que lo gocemos así no llegamos a verlo sin sombras.

- Nosotros podemos imaginar, después de la muerte un estado en el cual el mundo purificado y adornado de nuevos esplendores, reflejará mejor las perfecciones infinitas y nos revelará los secretos de la grandeza, del poder, de la sabiduría y del amor que nos es imposible descubrir en el rápido paso de nuestra vida mortal: un estado en el cual el alma desprendida, más de lo que pueda estar aquí abajo de las obras de la carne, ve mejor, en la luz de sus facultades, la radiación de la belleza eterna; un estado en el cual el cuerpo, libre de toda enfermedad, satisfecho en sus apetitos legítimos, se somete sin resistencias y sin esfuerzos, a las santas exigencias de una vida superior; un estado, en fin, en el cual el hombre, seguro de la inmortalidad, se deja mecer eternamente en las dulces contemplaciones de las creaturas que le hacen conocer y amar a su Creador, sin que la gula o la indiferencia puedan jamás perturbar su corazón.

¿Es ésta acaso la beatitud que Díos nos ha prometido? "No", dice San Francisco de Sales; y añade en su lenguaje tan simple y encantador: "La naturaleza es, al gusto de Dios, una nodriza demasiado débil, y demasiado tímida para dar al hombre, hijo de su dilección, la leche de la felicidad".

- ¿Habrá pues que suponer que Díos mismo perfecciona el conocimiento que recibimos de las criaturas, por una iluminación íntima que imprima a nuestras almas como una semejanza de su Esencia divina: esplendor del Acto Eterno, rayo desprendido de su gloria, cuya luz permanente nos hable mejor que todas las bellezas creadas, de la Belleza Suprema? "No, dice Sto. Tomás, este esplendor, este rayo, esta luz permanente no es y no puede ser la visión divina que nos espera y que buscamos".

Cómo gozaremos de Dios en el cielo

- Escuchad esta adorable frase de la Escritura ya que todo el Cielo está en ella: "Yo soy tu recompensa sobremanera grande". (Gen. XV -1) más grande así que toda la felicidad, más grande aún que el deseo y el poder que tú tienes de ser feliz. ¡Nada de imágenes! ¡Nada de velos! ¡Nada de distancias!

Nuestra naturaleza marcaba el límite de la recompensa debida a nuestros méritos, pero, por una liberalidad incomprensible e inesperada de nuestro Creador, esta recompensa desborda la naturaleza, el pobre pequeño vaso de nuestra vida que quería ser llenado, Dios lo llena en el océano de Su Perfección. Esto es más que un exceso de gloria en un mundo nuevo y superior al triste mundo de aquí abajo; "Es la gloria sin medida en el punto más sublime que pueda alcanzar no solamente la naturaleza creada, sino cualquiera otra naturaleza creable" (2 Cor. XIV, 17).

Nosotros veremos a Dios; esta es la Beatitud prometida por Cristo a los que se han purificado para esta admirable visión (Mat. V, 8), seremos semejantes a los ángeles contempladores de la Belleza Eterna, que se muestra sin velos a su inteligencia extasiada (Mat. XXIII, 30); tendremos la última palabra del misterioso enigma que nos propone la naturaleza; iremos al original de esta vaga e imperfecta semejanza que refleja como un espejo la Obra de la Creación; saldremos de la sombra de la Fe; veremos a Dios cara a cara (1 Cor. XIII, 12); tal como Él es (1 Juan III, 2).

Así habla la Escritura y tal es el término sublime que proponen a nuestras esperanzas los piadosos cantores de nuestros destinos y los doctores de nuestra Fe: -"Entrar en la luz de Dios, vivir de la visión de Dios, llegar a la extrema perfección que nos permitirá contemplarlo claramente, devolverle, en su profunda naturaleza, la mirada penetrante que Él sumerge en la muestra (1 Cor. XIII, 12), penetrar hasta la sustancia por la cual Él es lo que es, en fin, ver su Naturaleza y su Vida". Y la Iglesia resume sus enseñanzas en estas breves palabras: "Sí, el alma desprendida del cuerpo, tendrá la clara visión de Dios mismo Uno y Trino, tal como Él es".

Por la Gracia podremos ver a Dios

¿Y cómo será esto? Constatamos entre el Ser infinito y nuestro ser finito una desproporción tal, que la visión de Él por nosotros parece una quimera y sin embargo las promesas de Dios no pueden engañarnos, puesto que Él nos llama a la visión de su Esencia, debemos creer que puede hacernos capaces de un acto tan grande.

Si Él ha creado una ley de óptica natural, que proporciona a este pequeño punto de nuestro ojo que se llama la retina, a tan bastas extensiones, yo no veo lo que pueda impedirle crear una ley de óptica sobrenatural, que proporcione nuestra inteligencia al infinito.

Sin duda, nosotros tendremos necesidad para esto de una transformación; pero, ¿no sabéis que esa transformación ha comenzado ya? ¿No es la Gracia una penetración de Dios, en nuestra esencia y en nuestras potencias, una participación de naturaleza, una comunicación de su vida, una forma divina que nos hace operar divinamente? ¿Y por qué, os lo pregunto, Dios nos hará existir y operar divinamente en este mundo, sino porque debemos verlo y poseerlo divinamente en el otro?

"Esta recompensa que nos está prometida, dice Sto. Tomás, es un bien fuera de toda proporción con la naturaleza creada, a tal grado que nosotros no podemos tener de ella, por nosotros mismos, el conocimiento y el deseo. Es preciso creer que ni nuestra naturaleza, ni ninguna naturaleza creada, es capaz de producir un acto meritorio del bien que nos es prometido, a menos que añada a sus fuerzas naturales un don sobrenatural: este don se llama la GRACIA. (Suma Teológica XX I-II p, 114 a. 2). La Gracia es pues aquí abajo el comienzo de la Gloria, que es el fruto de esta semilla divina, la última evolución y la última fase de nuestra transformación sobrenatural.

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Generalmente se piensa que estar en Estado de Gracia es no tener pecado mortal en la conciencia. Nótese la pobreza de esta idea del Estado de Gracia: según ella es algo simplemente negativo; "no tener" y el Estado de Gracia es por el contrario plenamente positivo, pues no consiste en carecer de algo, ni siquiera en tener algo, sino en tener TODO, en tener a Dios en nosotros presentes, viviente, santificado divinizando nuestra alma.
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La Luz de Gloria

"No, (es siempre Sto. Tomás quien habla) nosotros no podríamos ver la Esencia divina, aún cuando el mismo Dios aumentara indefinidamente las fuerzas propias y originales de nuestra inteligencia, porque habría siempre entre su Naturaleza y la nuestra, una distancia infranqueable. Es preciso pues, adquirir una disposición nueva de orden superior; esta disposición, es Dios quien nos la da por su Luz de Gloria: último acto de la unión inefable en la cual el Ser infinito viene a ser como la forma de nuestra inteligencia, para hacerse ver Él mismo, y se añade a nuestra naturaleza como el Sol a nuestra vista, a nuestro ojo, para que podamos elevar nuestras miradas hasta su resplandeciente deseo".

Así pues, cuando el alma justa entra en el otro mundo, o sale de los abismos donde ha terminado su purificación, oye una voz que la llama: "Ven amiga mía"; y en ese mismo momento, es cogida y transformada para siempre en una luz que la rodea, que la penetra, que le da una sublime semejanza con Dios (1 Juan III, 2) y le hace lanzar este grito de éxtasis: "¡Dios! ¡He aquí a Dios!".

Es así como la inteligencia del hombre toma posesión de la beatitud celeste; y es por esta visión de la inteligencia que esta beatitud se extiende en todo el ser humano.

La Visión de Dios, de la Santísima Trinidad.

Vosotros entendéis bien, yo digo la Visión, pues yo no olvido que Dios es incomprensible y que ningún espíritu creado puede conocerlo como Él mismo se conoce. Por tan maravillosamente transformada y perfeccionada que esté por su unión con Dios, en la Luz de Gloria, el alma humana no recibe de ella la infinitud y tan solo el infinito puede penetrar a fondo el infinito. Pero, qué importa, nuestra naturaleza limitada no experimenta y no puede experimentar la necesidad de una comprensión de la que ella es absolutamente incapaz, le basta para ser feliz, con ver los misterios de la vida de Dios, la sublime armonía de sus Perfecciones, los secretos profundos e inmensos de su Ciencia, ¿acaso no es esto bastante para extasiarnos eternamente?

¡Dios! ¡He aquí a Dios! Belleza suprema, junto a la cual las más perfectas bellezas de esta tierra y de todo el universo no son más que sombras lejanas. Si ya estas sombras tienen el poder extraño de seducirnos y de hacerse admirar en una larga y conmovedora contemplación ¡qué no será cuando estemos frente de su universal y radiante ejemplar! ¡Cuándo veamos el eterno principio de todo lo que es cierto, de todo lo que es bueno, de todo lo que es bello, hacer vivir bajo nuestros ojos su fecunda unidad! No será ya la fría abstracción que conciba nuestra razón, aplicada al conocimiento de Dios, ni la inmóvil luz que cree entrever en una lejanía inaccesible nuestra impotente imaginación, sino algo vivo, cuya fértil naturaleza no puede ni excederse, ni cansarse de producir: - Un Padre sin nacimiento, más Padre que todos los padres, haciendo pasar toda su fuerza generatriz en un Hijo cuya semejanza es tan expresiva y tan perfecta, como no se puede concebir que haya habido jamás otra: - Un Hijo siempre engendrado, esplendor, carácter, huella, figura sustancial de la sustancia del que lo engendra (Hebreos 1-3), Luz de Luz, semejante a su glorioso Padre como la luz se asemeja al sol que la proyecta, pero sin que se pueda desprenderla del Sol de Justicia, donde subsiste eternamente; un Verbo por el cual Dios dice todo lo que es y todo lo que puede ser; Arquetipo de todos los mundos reales y posibles, idea viviente que preside a la arquitectura sublime del universo; un Padre y un Hijo que se aman con un amor que se expresa no con palabras, cánticos y gritos apasionados, sino por un soplo viviente, subsistente, personal: el Espíritu Santo, que agota en sí la fecundidad de la Vida Divina sin manchar sus fuentes admirables.

Son tres en el Cielo: El Padre, el Verbo y el Espíritu Santo: (1 Juan V-7), sus procesiones tranquilas siempre antiguas y siempre nuevas, marchan a través de todas las épocas y se unen, en una presencia inmutable, en las lejanas extremidades de los tiempos. Dios concibe ahí sin movimientos, sin trabajo, sin molestia, su beatitud es un descanso eterno. Es una igualdad donde nadie se sobrepasa en grandeza y en potencia; es una jerarquía donde los orígenes están subordinados a los principios, las misiones a los orígenes: igualdad sin confusión, jerarquía sin inferioridad, el más bello orden que se pueda concebir en una sociedad, la más bella sociedad que se pueda concebir en la unidad. Sí, en la unidad; pues las procesiones inmanentes de Dios se penetran. La misma e inseparable Naturaleza pertenece al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Permanecen ellos ahí sin confundirse, ni mezclarse, ni aproximarse, ni contenerse; son distintos sin diferencia; en fin. Ellos son Tres y estos Tres no son más que Uno. (Juan V, 2).

Es ya glorioso para nuestra inteligencia conocer estas cosas y debemos dar gracias a Dios de habérnoslas revelado; pero ¡qué felicidad verlas en la indefectible luz que penetrará nuestras almas!

El sabio estudia con pasión el germen de una planta; analiza la composición de ella, sigue paso a paso todas sus evoluciones; todo su desarrollo y cuando la ve llegar a la última fase donde se multiplica para reproducirse, él exclama: ¡La vida! ¡La vida! ¡Qué maravilla! Y más grande maravilla es aún, cuando el germen es el de un ser humano, donde se producen, en una admirable arquitectura, órganos tan admirables, tan admirables funciones, tan admirables movimientos; donde la libertad determina las acciones. Más grande maravilla, y también más grande admiración de la ciencia.

Pero, cómo la más bella vida creada es poca cosa en comparación con la Vida Divina que nos espera en los Cielos: donde ella se mostrará sin velos a nuestra inteligencia extasiada; cuando la veamos, mejor que como vemos nosotros nuestro propio pensamiento, extendiéndose en olas luminosas del Padre al Hijo y al Espíritu Santo, circulando en esta Trinidad Sagrada sin salir de su fuente, sin dividirse, sin desfallecer, siempre tranquila y siempre en movimiento, siempre llena y siempre fecunda, siempre produciendo sus actos y siempre llegando a su perfección; es entonces que nuestra admiración elevada hasta el extremo deberá gritar ¡La Vida! ¡La Vida, qué maravilla! ¡Oh Trinidad! ¡Oh Unidad!

En esta Unitrinidad, señores, todas las perfecciones son comunes; nosotros contemplaremos en ella la sublime armonía. Veremos acordarse en el mismo Ser la absoluta necesidad, con la soberana libertad; la ancianidad que precede todos los tiempos, con la perpetua juventud que recoge en un instante o inmutable la totalidad de su vida, la inmensidad que abraza todos los espacios, con la actividad fecunda; el poder de producir todos los seres y de dar todas las perfecciones, con la obligación de nada dejar escapar de su ser y de su perfección; y la fuerza sin límite, con la bondad sin riberas; la justicia infinitamente celosa de sus derechos, con la misericordia pronta a todos los perdones. Estos misteriosos contrastes, que han asombrado tan frecuentemente nuestra razón y tal vez escandalizando nuestra debilidad, los veremos fundirse sin que nada sea alterado, en una simple y única belleza; de la cual admiraremos el Ser puro, la Perfección suprema, el Soberano bien.

Sin embargo, no imaginéis la belleza de Dios con y una especie de la fotósfera que envuelve el Sol eterno y fija nuestras miradas sin permitirnos penetrar hasta su Esencia, es la Esencia misma de Dios la que veremos y, en esta Esencia, todas las bellezas capaces de encantarnos y de extasiarnos.

Lo que buscamos vanamente en las sombras del exilio, las formas e ideales que queremos desprender de las perfecciones creadas, las misteriosas realidades que persiguen nuestros sueños: todo está en Dios. El no puede hacerse ver sin hacernos participantes de su ciencia infinita según la medida de nuestros deseos, de nuestras fuerzas y de nuestros méritos. En nuestras carreras intelectuales, hemos recorrido el mundo de las ideas y de los principios, sin haber podido descubrir la ribera; hemos seguido con ojo inquieto la acción de la Providencia a través de los tiempos y las generaciones, hemos interrogado los siglos para que nos cuenten su historia; hemos subido las montañas para contemplar la naturaleza bañada en las sombras de la luz y hemos querido y hubiéramos querido que la tierra retrasara las curvas de su circunferencia para ensancharnos nuestros horizontes; hemos sumergido nuestras miradas en el firmamento y nuestra alma soñadora se ha perdido en medio de los mundos que lo pueblan; hemos preguntado a la naturaleza su secreto, a todos los seres su género, su especie, sus propiedades, la razón de su existencia; queremos saber; y bien señores ¡nosotros lo sabremos! No ayudándonos para ello de esta pequeña suma de experiencias, de recuerdos y de especulaciones que la humanidad, tantas veces secular, pone a nuestra disposición; pues lo sabremos, porque lo veremos!

Lo que Dios nos mostrará en el Cielo

Con los misterios de su Vida y la armonía de sus Perfecciones Dios nos mostrará los profundos y bastos secretos de su Ciencia: el inmenso reino de la verdad, la economía de su gobierno, la sabiduría de sus designios, la rectitud de sus días y la perfección de sus actos; veremos las ideas en una sola idea, los principios en un sólo principio. Las extremidades del tiempo vendrán a unirse bajo nuestros ojos, en un punto donde nosotros contemplaremos de un sólo golpe todos los acontecimientos. Nosotros contaremos los espíritus y los cuerpos, los ángeles y los hombres, los mundos y los átomos, las fuerzas y las leyes. Tendremos la razón de todas las existencias y de todos los movimientos, y para colmarnos Dios nos hará ver lo que nunca ha sido, lo que nunca será jamás, pero lo que podría ser, sin que sea posible sin embargo, explorar hasta el fondo el inmenso abismo de sus ideas y de su poder.

Durante los días turbados de nuestra dispersión, una mujer del campo, que no sabía leer ni escribir, fue introducida a la Biblioteca de uno de nuestros conventos. Ante los millares de volúmenes que llenaban los estantes su voz simple hizo una explosión, levantando los brazos al cielo ella exclamó: "Y decir, Dios mío, que sabremos todo esto allá arriba, todo esto que está en estos libros".

Ella tenía razón. La ciencia de los más grandes genios de este mundo no es más que tinieblas, si se la compara a la de los bienaventurados, aún en el alma de un niño. Sumergido en Dios el bienaventurado encuentra en Él por todas partes bellezas que admira, como el pez encuentra por todas partes las ondas del océano donde nada; el ave el aire donde vuela; el rayo que ha partido del centro, la circunferencia que lo termina. Dios no nos ha engañado cuando ha hecho decir al cantor inspirado de nuestra beatitud: "en su luz veremos la luz" (Salmo XXV) "Yo estaré satisfecho con la aparición de tu Gloria". (Salmo XVI).

Comprended bien esta saciedad: Si Dios, dejándose ver detuviera el impulso de nuestro corazón y no nos permitiera más que una adoración temblorosa, la Luz de Gloria vendría a ser para nuestra naturaleza un suplicio, porque ella comprimiría ahí el irresistible amor de lo que la inteligencia admira. Pero Dios no es de esas bellezas altivas que se calman con humildes homenajes y tienen los corazones a distancia. El no se muestra a nuestra alma más que para decirle: Ven a tomarme. Inmediatamente el amor celeste brota al golpe de la visión, más ávido, más violento y más triunfante que todos los amores. Es como un incendio que extiende sus brazos de llamas para coger el objetivo divino donde quiera que penetra la inteligencia; es una toma de posesión que permite al alma exclamar: "Yo he encontrado al que amo, yo lo tengo, yo no quiero ya separarme de Él" (Canto. III-4) y no solamente Dios deja hacer; sino que se da, estrecha, hace sentir su amor. Él es del alma: el alma es de Él; y la embriaguez de ésta profunda e íntima unión, la colma de una felicidad eterna (Suma Teológica Cuestión 96 a. 5).

Sí, de una alegría eterna: pues la plenitud de la felicidad celeste depende de su duración.

¡Qué catástrofe, gran Dios sería que vuestra Luz de Gloria viniera a extinguirse un día, y el abrazo de amor, que nos une a vuestra infinita belleza, se aflojara para dejarnos caer en el abismo de la nada, o en la noche de una nueva prueba! Pero los que han tenido esta idea cruel, no conocen ni vuestras promesas, ni vuestras Perfecciones. Justicia perfecta. Vos no podéis rehusar a nuestros méritos el precio que habéis prometido. Sois Vos quien nos ha prometido en los cielos "Un Tesoro incorruptible" (Luc. XII-32), una alegría que nadie podrá arrebatarnos (Juan XVI-22), una felicidad eterna (Mat. 25-46). Bondad Suprema, Vos no podéis atormentar a un alma que habéis colmado de una beatitud infinita con el temor de perderla aunque esto fuera después de siglos de gozarla: no podéis desprenderos de una pobre criatura que os habéis dignado tomar entre los brazos de vuestro amor; y el hombre, extasiado de vuestra belleza soberana, no puede ya preferiros a ningún bien, ni escaparos por el pecado. ¡No, no más inquietud, no más angustia, no más decepciones! El pasado ha desaparecido sin retorno (Apocalipsis XXI-4); ya no existe el tiempo (Apocalipsis X-6) pues la eternidad ha sellado su tumba.

¡He aquí señores, la plenitud de la felicidad para aquellos que Dios recompensa en el Cielo: visión, amor, posesión, alegría de la Unión Divina por toda la eternidad!

 

SEGUNDA PARTE

Diferentes grados de Gloria.

La felicidad que yo acabo de describiros es una felicidad privada, que no nos da la idea completa de lo que Nuestro Señor Jesucristo ha llamado su Reino. Bien que Dios baste a cada uno de los elegidos, no los separa en la Gloria, sino que todos juntos, forman una inmensa y radiante asamblea de la cual debemos, así como yo os lo he prometido, contemplar la belleza suprema. Esta vista de conjunto es necesaria para el perfecto conocimiento de nuestros destinos y nosotros encontraremos ahí contestación a ciertas inquietudes de la razón y del corazón, que creen entrever en el porvenir eterno, dificultades y accidentes capaces de turbar nuestra bienaventuranza o de hacerla menos perfecta.

Desde luego, la unidad de objeto en la bienaventuranza no impide la infinita variedad de la recompensa. "Es una corona de justicia la que nos espera", dice el Apóstol (2a. Tim. IV-8) y ahora la justicia quiere que cada quien reciba según sus Obras. Esto es lo que nos ha prometido el Hijo de Dios (Mat. XVI, 27). Cuando vendrá en su gloria, Él asignará a cada uno de nosotros el lugar que debe ocupar en la casa e su Padre y en ella hay una multitud de moradas (Juan IV-2). Del lugar que nos será asignado, veremos todos al mismo Dios y viviremos de su misma Vida; pero sin embargo, no de la misma manera. La potencia de visión estará medida conforme a nuestras virtudes y a nuestros méritos y entraremos así más o menos profundamente en los Misterios del Ser Divino. ¿Pero qué importa, desde el momento que tendremos nuestra plenitud? Si las estrellas del firmamento pudieran hablar, no se les oiría ninguna queja, ningún murmullo de las bóvedas del azul donde están suspendidas. Y sin embargo, dice S. Pablo, "Su claridad no es la misma" (I Cor. XV-41). Pero cada una de ellas está contenta con el manto de luz del que Dios la ha revestido.

Es lo mismo, de los astros vivientes, se abrevan eternamente en las claridades de la Esencia Divina; todos tremolan del mismo contentamiento, pero no todos brillan con la misma gloria.

En la multitud de los espíritus bienaventurados, cuyos esplendores varían según la medida de las comunicaciones divinas, se ve resplandecer la aureola de los Mártires, de los Apóstoles, de los Doctores y de las Vírgenes, (Suma Teológica, Cuestión 97) La Fe, el amor, la ciencia, la pureza, son recompensadas en proporción de los esfuerzos que han hecho para crecer en este mundo y bien lejos está que se les envidie; reciben con el Dios que los corona, el homenaje de una admiración universal. Escuchad, os lo ruego, el diálogo conmovedor de Dante y del alma celeste que él interroga.

"Dime, tú que eres aquí bienaventurada, ¿anhelas una esfera más elevada a fin de ver de más cerca y de sentir más el amor?

"Hermano, la Virtud de caridad, calma nuestros deseos apagando en nosotros la sed de cualquier otro bien, ella no nos deja querer nada más allá de lo que nosotros tenemos.

"Si nosotros deseáramos estar más alto, nuestros deseos estarían en desacuerdo con la voluntad del que nos ha asignado nuestro lugar y limita nuestra felicidad: Míralo bien, tú verás que este desacuerdo no existe en ninguno de los círculos celestes, y que es necesario, si consideras bien su naturaleza, que la caridad habite en estos lugares.

"Es esencial a nuestra condición de bienaventurados quedar contenidos en la Voluntad divina, para que nuestras voluntades mismas se confundan en una sola.

"Que seamos colocados de grados en grados, (de escalones en escalones) en este reino, esto place a todo el reinado y al Rey que nos lo hace desear.

"Su voluntad hace nuestra paz: es el mar hacia el cual mueve, todo lo que crea y todo lo que produce la naturaleza".

Y entonces, exclama el poeta: "Es claro para mí que todo lugar en el Cielo es paraíso, aunque la gracia del Soberano Bien no se esparza Igualmente".

La variedad infinita en la unidad es el primer aspecto del orden celeste y el primer carácter de su belleza. He aquí otro:

La felicidad en la vida de reposo

Hombres de poca imaginación y filósofos cortos de vista, han acusado las enseñanzas Católicas de prepararnos en el Cielo una felicidad soberanamente aburrida, en una mortal uniformidad. Escuchándolos parecería que nosotros no tenemos otra idea del Cielo que la de un vasto circo, donde cada quien permanece en su lugar, hipnotizado por la contemplación de un triángulo radiante, en el cual se concentran las Perfecciones divinas.

Lógico es que un Cielo semejante cause pavor a los "amantes de la ciencia pura y del progreso".

Nosotros, señores, no nos hacemos solidarios de la responsabilidad de estas imaginaciones y de muchas otras, de que se sirven los artistas y los poetas para representar lo que el ojo del hombre nunca jamás ha visto; lo que el oído no ha oído jamás, lo que su corazón nunca ha podido presentir; y nosotros no tememos responder a los filósofos que se equivocan cuando afirman que la contemplación eterna de una misma perfección, es un detenimiento eterno de la vida, cuya ley es el movimiento.

Ellos preferirían a esta contemplación, el progreso indefinido de nuestros conocimientos, siempre aguijoneados por el deseo y la esperanza; olvidando que un ser no se mueve y no marcha hacia adelante, más que para llegar a alguna parte; que el deseo y la esperanza deben tener un término; y que es absurdo asentar en principio que el fin del hombre es el de no tener fin.

¿Cómo regulará Dios para cada uno de nosotros la visión de su esencia? No lo sabemos, muchos doctores nos dicen "Que Dios no cesa nunca de instruir a los elegidos; que ellos no cesan nunca de aprender, que sus riquezas no tienen medida, ni límites su sabiduría, que es un progreso de eternidad en la eternidad".

Y en efecto, el Ser divino, su vida, sus perfecciones, su ciencia, su fecundidad inagotable, son abismos donde el alma extasiada, amorosa y feliz, puede hundirse eternamente, marchando de claridad en claridad, de transporte en transporte, de ebriedad en ebriedad.

Pero aún cuando Dios mismo nos mostrara de un solo golpe todo lo que debemos ver eternamente, para contemplar los misterios de su Vida, la armonía de sus Perfecciones, los profundos y vastos secretos de su Ciencia: la fuente de los seres y todos los seres en su fuente: la noble pequeña naturaleza humana debe desplegar una prodigiosa actividad.

Y si yo puedo decir de un espectáculo, de una Obra donde el genio parece haber fijado el ideal: -"No se cansa uno de ver esto": ¿cómo me cansaré de ver la Belleza infinita en la cual "Viven y palpitan todas las bellezas? -viéndola, ya no tengo más qué buscar, ni qué desear, tengo bastante para pasar toda la eternidad de mi vida en la posesión de lo que me extasía".

Tercer aspecto del Orden celeste y 3er. carácter de su belleza: la fusión íntima y profunda en la multitud inmensa.

¿Nos reconoceremos en el Cielo?

Nuestros corazones, heridos sobre esta tierra por separaciones crueles, se preguntan con inquietud si se reconocerán en los Cielos y se hace hablar, para consolarlos, a los Santos Doctores que nos representan a los que nosotros hemos amado, esperando en la Gloria a que vayamos a reunirnos con ellos, y la alegría de su encuentro y de sus abrazos. Pero no era necesario que ellos hubieran dicho nada, ya que tenemos el ejemplo de la Sagrada Familia y que Cristo nos dijo "Estaríamos consumados en la unidad" (Juan XVII- 23). Sí, nosotros nos reconoceremos en el Cielo, todo el mundo se conocerá. Bañados en la misma Luz de Gloria, todos los espíritus bienaventurados, se ven, se penetran, los que fueron desde el origen de los siglos los habitantes del reino celestial y los que han venido de la tierra de exilio o de los mundos errantes que habitaban esperando la felicidad eterna, y la claridad divina, nos dará la medida de la admiración, del respeto y del amor que cada uno se debe.

Los afectos que Dios ha podido bendecir en este mundo, transformados y fijados por su Santo Amor, nos acercarán a aquellos que hemos amado más (Suma Teológica II-II P. Cuestión 26, A. 15) y todos los corazones se enviarán, del uno al otro, una común acción de Gracias.

No turbará nuestra felicidad en el Cielo la suerte de las personas que amamos y que se condenaron.

Nada vendrá a turbar esta dulce y pacífica intimidad: ni aún el recuerdo de los ausentes eternos, que amamos en la tierra pero que se hicieron indignos ultrajando, por un voluntario renunciamiento; al Dios que ha hecho de nuestros pensamientos y de nuestros sentimientos los piadosos esclavos de sus sabios designios y de sus justas voluntades.

Cuando veo aquí abajo entibiarse por su mala conducta, el amor apasionado por una criatura y aún hacernos olvidar las más legítimas y las más santas afecciones, comprendo cómo el amor infinito hacia el Soberano Bien, sofocará en nuestros corazones hasta el recuerdo de los miserables que lo han renegado y que lo reniegan eternamente. (Sto. Tomás). El Orden Celeste que se lleva a cabo, pues, en la inalterable paz y la dulce intimidad de los elegidos; se expresa por una armoniosa y unánime alabanza. Es la música de los espíritus; el eterno cántico de adoración, de amor y de reconocimiento, cuyas notas, partiendo de las más lejanas riberas del mar viviente, donde cada ola es una armonía, se enriquece con nuevos motivos y con nuevos acordes, atravesando las cimas de las santas jerarquías, subiendo, siempre más sonora, más grandiosa, más expresiva, hasta el trono de Dios, de donde parten inconmensurables cataratas de gloria y de felicidad, en respuesta del Trisagio sagrado: Santo, Santo, Santo...

Pero ¿qué he dicho Dios mío? Perdonadme. He querido seguir el rayo luminoso de vuestra revelación hasta el mundo celeste; penetrar en la mansión de vuestros elegidos y describir sus bellezas, pero me apercibo que nada he dicho y que es preciso atenerse a estas palabras del Apóstol: "El ojo del hombre nunca jamás vio, ni el oído nunca jamás entendió, su corazón no pudo presentir, lo que Dios prepara en los Cielos a los que lo aman". (1a. Corintios II-9). Yo tan solo estoy más ávido de veros y de poseeros y mi alma exclama como el Salmista: "Como el siervo sediento corre a las fuentes. Del agua viva, así se lanzan hacia Vos los deseos de mi corazón (Salmo XLI) ¡Quién me dará alas como a las palomas, y yo volaré hacia Ti y yo me reposaré en Ti, Belleza Divina, único objeto digno de mi amor! (Salmo LIV-..).

INSTRUCCION RELIGIOSA y EUCARISTIA

Bibliografía:
Pedro Sembrador
11a. Edición 2000
Folleto E.V.C. No. 272
Sociedad E.V.C. Apdo. Postal 8707, 06000, México, D.F.