JESÚS,
MISTERIO INCOMPRENSIBLE
Es característico del testimonio evangélico sobre Cristo el
describirle superando todo lo comprensible con medios
psicológicos, biológicos, biográficos o históricos. Le tienen por un
extraño que no se adapta a categorías humanas y les hace sentir
una realidad que se impone. Esto se hace especialmente claro en el
hecho de que Cristo, a pesar de la proximidad y la confianza, sigue
siendo durante toda la vida un misterio incomprensible. Cuando
después de la primera multiplicación de los panes creyeron que le
tenían completamente al lado, otra vez tuvieron que sentir que se
les escapaba (Mc. 6, 31-45). Salta esto a la vista, sobre todo
cuando los discípulos le invitan a comer (Jo. 4, 32-34). A su
invitación: "Maestro, come", les contesta: "Yo tengo una comida que
vosotros no sabéis." Los discípulos se decían unos a otros: "¿Acaso
alguien le ha traído de comer?" Jesús les dijo: "Mi alimento es hacer
la voluntad del que me envió y acabar su obra." Lo mismo ocurre
inmediatamente antes de la Ascensión, cuando Cristo les habla del
mensaje del reino de Dios (Act. 1, 6-8). Sólo el cambio a que les
mueve el Espíritu Santo les abre una puerta al misterio de Cristo.
Del hecho de que Cristo fuera para ellos impenetrable y misterioso
mientras estuvo a su lado, se echa de ver que su figura hubiese
sido distinta de lo que es si hubiera sido inventada por los
discípulos. No la crean ellos con su intuición creadora, sino que les
sale al encuentro en una experiencia vivida de siempre renovada
admiración y asombro.
Este hecho es claro, sobre todo en San Pablo y San Juan. Para
San Pablo fue un enigma durante toda su vida el que Dios revelara
su gloria en la debilidad de la carne, en la locura de la cruz. Al
apóstol le hubiera sido mucho más propia e íntima, según su
primera representación de Dios, una imagen del Salvador
esencialmente distinta: la imagen del fuerte y poderoso que aplasta
a sus enemigos. En sus epístolas se adivina que en su interior tiene
que defenderse frecuentemente de esa representación de Dios
para poder librarse de la experiencia externa de Dios. Cuando en la
epístola a los romanos (1, 16) declara que no se avergüenza de la
cruz, expresa de un modo que le delata lo que desde el fondo de su
intimidad trata continuamente de salir a la luz. Lo mismo pudiera
decirse de su confesión, cuando dice que el mensaje de la cruz es
escándalo para los judíos y ridiculez para los paganos (I Cor. 1,
22-25). La gente se ríe de esa revelación de Dios. Sin duda, el
apóstol rastrea en sí la tentación de reírse también. ¡Cómo no va a
escandalizarse el hombre de un Dios débil, juzgado y condenado a
muerte por los hombres! Eso contradice a todas las
representaciones que el hombre tiene de lo divino y numinoso. Lo
que San Pablo dice de Dios, cuando predica al Crucificado, no ha
nacido del fondo de su corazón de hombre, ni en el corazón de
ningún hombre; nació de una experiencia venida de fuera y que le
arrojó al suelo y le destruyó la imagen de Dios, nacida de su
corazón de hombre. Ante las puertas de Damasco Cristo puso su
mano sobre él y contra toda esperanza le cambió tan radicalmente
que adoró al que antes había perseguido y alabó y predicó lo que
antes había condenado.
Y lo mismo ocurre con el testimonio de San Juan. Y aún habría
que añadir (Guardini) que San Juan tenía por naturaleza una
enorme capacidad de amor, pero carecía de bondad, que amaba a
las cosas; pero no a los hombres; que era imperioso, impaciente y
fanático. A este amor despiadado corresponde el odio ardiente;
odio que sale a flote en la acritud con que San Juan se refiere a
Judas. El contenido de sus convicciones religiosas naturales le
aproxima al gnosticismo, concepción del mundo que ve la realidad
total dualísticamente; estaría compuesta de lo divino y demoníaco,
de bien y mal, de luz y tinieblas, de materia y espíritu, de odio y
amor, de un principio masculino y otro femenino. Ambos términos
opuestos serían realidades metafísicas. En el Evangelio de San
Juan se echa de ver que transformó del todo sus naturales
predisposiciones y sus primeras convicciones religiosas gracias a la
experiencia que tuvo de Cristo. Pero lo original y natural salta a
veces en su Evangelio como un relámpago. Si Juan hubiera creado
la imagen de Cristo sacándola de su misma intimidad creadora,
hubiera hecho una imagen gnóstica de Dios. Hubiera creado una
figura de Salvador fanático y ardiendo de odio contra sus enemigos.
Pero la imagen de Cristo que nos da en su Evangelio tiene
justamente los rasgos contrarios; San Juan no la ha creado, sino
recibido. Su Cristo no es un mito, sino historia; de ella cuenta.
Claro que muchas veces reviste su testimonio con el ropaje del
mito y le hace sensible en un lenguaje que es gnóstico; pero su
contenido no es más que el precipitado de lo que ha visto y oído. Y
San Juan insiste en ello muchas veces (I Jo. 1, 1-3; 14).
Si para los discípulos la figura de Cristo fue misteriosa y extraña,
para los ajenos que le veían desde lejos y para los que le odiaban
era incomprensible. Su mensaje de Dios y de los hombres, del reino
y del mundo chocaba de frente con todo lo que las masas
esperaban de Dios y del reino prometido. Las masas se irritan por
eso ante Cristo y su mensaje; sus ideas y esperanzas más queridas
son destruidas una a una. Y ellos se escandalizan de El. El
escándalo se les convierte en odio exacerbado y quieren
deshacerse de Cristo a cualquier precio. Ese odio no es un
fenómeno casual. Cristo mismo no lo hubiera podido evitar ni
superar por más cuidado y consideración es que hubiera tenido.
Era inevitable. En él se manifiesta la resistencia del hombre cerrado
a Dios y enamorado de sí mismo, frente a Dios quo le sale al
encuentro caminando hacia él.
El hombre autónomo y voluntarioso, seguro de sí mismo, no
soporta adorar a un Dios que se revela en la impotencia y debilidad
de los hombres y que, además, es juzgado y condenado a muerte.
Su oposición y contradicción, su irritación y odio, no nacen porque
Cristo perjudicara de algún modo la vida humana. Aunque para las
masas sea más claro que el día, que Cristo es también una garantía
del orden terrestre y de la vida humana digna, se escandalizan de
El por la sola razón de que el Dios que en Cristo les sale al paso es
distinto de los demás dioses, o mejor, de los demás ídolos que se
han creado ellos mismos y no quieren abandonar.
El hecho de que Cristo fuera condenado no se funda en una
incomprensión o en una torpeza táctica, sino en la esencia misma
de la relación entre el hombre que se cree señor de sí mismo y Dios
revelado en la debilidad de la carne. El hombre autónomo no puede
soportar a un Dios así. E1 hombre enzarzado en el pecado se
rebela contra el Dios viviente (/Jn/08/43-44).
Cristo era consciente de su extrañeza para el mundo de los
hombres autónomos. Tuvo que soportar esa terrible experiencia.
Sabía que parecía ajeno y extraño no sólo a éste o aquel hombre,
sino a todos. Tuvo que vivir en una insuperable soledad, a pesar de
la proximidad a los suyos. Si, como dijo, no tenía dónde reclinar su
cabeza, debió vivir en esencial extrañeza y lejanía del mundo.
En Cristo se cumple, resumido y agudizado, lo que dice Rilke de
la existencia de cada hombre: a ella está confiado y encomendado
el mundo. Tuvo que soportar solo y durante toda su vida el parecer
extemporáneo y anacrónico a sus fieles y enemigos, a sus amigos,
a los que le odiaban. Siempre parece anacrónico a los pecadores,
porque no se amolda a la autonomía de este mundo.
El mundo entero se cierra en odio contra El. La oposición, que
rastrea en El, está más allá de todas las demás; todas son nada
ante la mayor que ha habido en la historia: la de los hombres contra
Dios revelado en Cristo. Así se entiende que hasta enemigos
irreconciliables entre sí se unan como amigos en el odio a Cristo. El
pagano Pilato y el judío Herodes olvidan ante Cristo su larga y
honda enemistad. Todas las diferencias mundanas pierden
importancia ante la oposición a Cristo.
Cristo alude a este hecho en unas palabras en que aparece su
conciencia de la soledad, que le fue impuesta en este mundo: "Si el
mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí primero que a
vosotros. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo pero
porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por
esto el mundo os aborrece..." Pero es para que se cumpla la
palabra que en la ley de ellos está escrita: "Me aborrecieron sin
motivo" (lo. 15, 18-19, 25).
La razón más profunda de que Cristo sea ajeno y extraño al
mundo es el hecho de ser El de arriba y los demás de abajo. Cristo
no nació por voluntad de la carne ni por voluntad de varón, fue
enviado al mundo por el Padre. Es cierto que está dentro de la serie
de generaciones, pero también es cierto que, a la vez, supera todo
lo humano.
TEOLOGIA DOGMATICA III
DIOS REDENTOR
RIALP. MADRID 1959.Pág. 240 ss.)
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Cualesquiera que sean los rasgos que señalan los diversos
autores, sale de ellos un Jesús «inclasificable», aunque pueda
decirse -y ésa es mi opinión- que, de todos los partidos y posturas
de entonces, quizá Jesús anduvo más cercano a los esenios, y que
más tarde rompió también con ellos, haciéndose totalmente
inclasificable. Esa inclasificabilidad de Jesús hace, por ejemplo, que
resulte criterio de veracidad histórica, aunque no deba ser el único,
aquello que se aparta del mundo judío y del mundo griego; una
distancia que a veces se encuentra en los Evangelios. Y esa
inclasificabilidad es también la que lleva a un Jesús conflictivo,
precisamente porque es inmanipulable, porque está con los de
fuera y porque, siendo fiel, es libre, hasta la incomodidad, respecto
de todos los poderes. Un Jesús conflictivo -prescindiendo ahora de
que el conflicto concreto con la Ley, con el Templo, con el sábado,
con Pilato, etc, lo coloree cada exegeta de una manera distinta y
original-. Lo conflictivo de Jesús es un dato adquirido y es la razón
que le llevará a la muerte, corrigiendo así aquella concepción
soteriológica según la cual Jesús tenía que morir por una necesidad
metafísica de satisfacción.
J.
I. GONZALEZ FAUS
SAL TERRAE 1995/03
Lo que aquí decimos con palabras sobre Cristo y su mensaje no
es nada comparado con lo que la fe vislumbra y abraza agradecida.
«Cállate, recógete, pues es el Absoluto», decía Kierkegaard y lo
repetía Bonhoeffer al iniciar el tratado sobre Jesucristo. «Sobre
cosas que no podernos hablar», mandaba Wittgenstein, «debemos
callar» ". No obstante, tenemos que hablar sobre y a partir de
Jesucristo, no ciertamente para definirlo a él, sino a nosotros
mismos; no del misterio, sino de nuestra posición frente al misterio.
Todo estudioso de Jesucristo hace la experiencia que testimonió
san Juan de la Cruz, el místico ardiente: «Hay mucho que
profundizar en Cristo, siendo él como abundante mina con muchas
cavidades llenas de ricos veneros, y por más que se cave, nunca se
llega al término, ni se acaba de agotar; al contrario, se va
encontrando en cada cavidad nuevos veneros de nuevas riquezas,
aquí y allí, conforme atestigua san Pablo cuando dice del mismo
Cristo: 'En Cristo están escondidos todos los tesoros de sabiduría y
ciencia' (/Col/02/03)»