CENA - CRUZ - RESURRECCIÓN

 

J/PASION CZ/CENA/RS
En la meditación sobre la vida pública de Jesús descubrimos que 
la oración del Señor constituye la clave que nos permite 
comprender la estrecha relación que existe entre cristología y 
soteriología; la clave que nos revela la persona de Jesús, así como 
su obrar y su sufrir. Apliquemos ahora este conocimiento a los 
hechos de los últimos días de la vida de Jesús. A manera de tesis 
podemos afirmar: Jesús murió orando. En la última cena asumió 
anticipadamente su muerte en el momento en que se entregó en la 
Eucaristía, y así, desde dentro transformó su muerte en un acto de 
amor, en una glorificación de Dios.
Las narraciones de los evangelistas que nos transmiten las 
ultimas palabras de Jesús, aunque no coinciden en los detalles, 
concuerdan en lo esencial: según ellos, Jesús murió orando. Hizo 
de su muerte un acto de oración, un acto de adoración. Según 
Mateo y Marcos, Jesús gritó «con voz fuerte» las primeras palabras 
del salmo 21, el gran salmo del justo perseguido y liberado: «Dios 
mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (/Mc/15/34; 
/Mt/27/46). Ambos evangelistas refieren también que estas 
palabras no fueron comprendidas por las personas que se 
hallaban presentes, las cuales interpretaron el grito de Jesús como 
una llamada al profeta Elías. Pasados los hechos, sólo la fe 
alcanzó a comprender que este grito mortal de Jesús era la oración 
mesiánica contenida en el gran salmo de los dolores y de las 
esperanzas de Israel, que se cierra con la visión de la saciedad de 
los pobres y con la conversión al Señor de todos los confines de la 
tierra. Este /sal/021 fue para la cristiandad primitiva un texto 
cristológico clave, en el que encontró expresada no sólo la muerte 
en cruz de Jesús, sino también el misterio de la Eucaristía, que en 
la cruz tiene su origen, la verdadera saciedad de los «pobres» y la 
Iglesia de los gentiles, que proviene igualmente de la cruz. Así, este 
grito de muerte, considerado por los que se hallaban presentes 
como inútil invocación a Elías, vino a constituir para los cristianos la 
más profunda explicación que el mismo Jesús dio de su muerte. A 
él se aplicó la teología de la cruz implícita en este salmo, de la 
misma manera que se le atribuyó la profecía que contiene. Con el 
cumplimiento de la profecía se hizo clara la verdad de esta 
apropiación, y el salmo se reveló como palabra propia de Jesús; 
quien realmente ora en este salmo es el mismo Jesús, el 
desamparado, el escarnecido, pero acogido y glorificado por el 
Padre. Añadamos que toda la historia de la pasión ha sido tejida 
con los hilos de este salmo, que se traban y enlazan continuamente 
unos con otros, en un intercambio entre palabras y realidad. El 
suplicio por antonomasia, que este salmo indica sin nombrarlo 
expresamente, se hace aquí concreto y real; aquí se consuma el 
originario sufrimiento del justo aparentemente rechazado por Dios. 
De este modo, se hizo evidente que Jesús es el verdadero sujeto 
de este salmo, que él ha sufrido aquel dolor, del que brota el 
alimento de los pobres y el retorno de los pueblos a la adoración 
del Dios de Israel.
Pero volvamos una vez más a nuestro punto de partida. Como ya 
hemos visto, no hay una versión única de cuáles fueron 
propiamente las últimas palabras de Jesús. Lucas no las descubre 
en el salmo 21, sino en el otro gran salmo de la Pasión, el 31, en el 
versículo 6 (Lc 23,46); Juan escoge otro versículo del salmo 21, el 
15, y lo relaciona con el salmo de la pasión, el 68 (Jn 19,28s). La 
narración de los cuatro evangelistas se muestra unánime en tres 
puntos; en éstos, pues, ha de concentrarse toda interpretación 
teológica.
1. Todos los evangelistas comparten la convicción de que el 
salmo 21 guarda una particular vinculación con la pasión de Jesús, 
tanto con su realidad objetiva, como con la aceptación personal de 
la pasión por parte de Jesús; es cierto, además, que consideran 
indivisible la totalidad del salmo.
2. Por otra parte, todos concuerdan en que las últimas palabras 
de Jesús constituyeron la expresión de su obediencia sin reservas 
a la voluntad del Padre (J/MU/OBEDIENCIA); la última palabra de 
Jesús, según ellos, no fue una invocación dirigida a algún otro, sino 
palabra dirigida al Padre, en el interior de aquel diálogo que fue el 
fondo último de su ser. Todos los evangelistas están de acuerdo 
en que la muerte misma de Jesús fue un acto de oración, que esta 
muerte fue el tránsito de Jesús al Padre. Todos, en fin, se hallan 
también de acuerdo en que Jesús oró con la Escritura y en que la 
Escritura se hizo carne en él, es decir, pasión real, pasión del justo 
por excelencia. Todos, en consecuencia, coinciden en pensar que, 
de este modo, Jesús entrañó su muerte en la palabra de Dios, en 
la cual él había venido siempre y que en él vivió y se hizo 
manifiesta.
CENA/MU J/MU/CENA: Estas consideraciones nos hacen 
comprender en seguida la íntima conexión que existe entre la 
Ultima Cena y la muerte de Jesús. Las palabras pronunciadas en el 
momento de la muerte y las palabras de la Ultima Cena, la realidad 
de la muerte y la de la Ultima Cena, se hallan estrechamente 
vinculadas entre sí. El acontecimiento de la Ultima Cena consiste 
en el hecho de que Jesús distribuye su cuerpo y su sangre, es 
decir, su existencia terrena, entregándose a sí mismo. En otras 
palabras: la Ultima Cena es una anticipación de la muerte, la 
transformación de la muerte en un acto de amor. Únicamente en 
este contexto es posible comprender qué quiere decir Juan cuando 
se refiere a la muerte de Jesús como glorificación de Dios y 
glorificación del Hijo (Jn 12,18; 17,21). La muerte, que es de suyo 
el fin, la destrucción de toda relación, es transformada por Jesús 
en un acto de comunicación de sí mismo; en esta transformación 
reside la salvación de los hombres, por cuanto ella significa que el 
amor vence a la muerte. Podemos también expresar lo mismo 
desde otro punto de vista: la muerte, que es el fin de la palabra y 
del sentido, se hace ella misma palabra y morada del sentido que 
se ofrece.
La muerte de Jesús nos revela así la clave para comprender la 
Ultima Cena: la Cena es la anticipación de la muerte, la 
transformación de la muerte violenta en un sacrificio voluntario, en 
aquel acto de amor que redime al mundo.
La muerte sin el acto de amor infinito de la Cena sería una 
muerte vacía, carente de sentido; la Cena, sin la realización 
concreta de la muerte anticipada, sería un mero gesto despojado 
de realidad. Cena y Cruz son, conjuntamente, el único e indivisible 
origen de la Eucaristía: la Eucaristía no brota de la Cena aislada; 
brota de esta unidad de Cena y Cruz, como nos la presenta San 
Juan en su gran imagen de la unidad de Jesús, Iglesia y 
sacramento: del costado traspasado del Señor «salió sangre y 
agua» (19,34) (bautismo y Eucaristía, la Iglesia, la nueva Eva).
Por esta razón, la Eucaristía no es Cena simplemente: la Iglesia 
no la ha llamado Cena a sabiendas, para evitar esta falsa 
impresión. La Eucaristía es presencia del sacrificio de Cristo, de 
este acto supremo de adoración, que es, al mismo tiempo, acto de 
amor infinito, de un amor que llega «hasta el fin» (Jn 13,1) y, por 
ello, distribución de sí mismo bajo las especies del pan y del vino.
CENA/CZ CZ/CENA: Si consideramos ahora brevemente las 
palabras de la institución de la Eucaristía, alcanzaremos a ver aún 
más de cerca la unidad de Cena y Cruz. Comencemos con las 
palabras centrales: «Esto es mi Cuerpo, éste el cáliz de mi 
sangre». Las palabras que aquí se utilizan provienen de la 
terminología sacrificial del Antiguo Testamento; con esta 
terminología se significaban los dones que habían de sacrificarse 
en el templo. Asumiendo este lenguaje y transformándolo en un 
lenguaje personal, Jesús expresa que él es el sacrificio real y 
definitivo, deseado y querido en todos los sacrificios del Antiguo 
Testamento. Los animales eran los sustitutos del verdadero 
sacrificio, comenzando por el carnero enredado por los cuernos en 
la espesura, que reemplazó a Isaac. Hablando así, Jesús muestra 
que Moisés escribió de él (/Jn/05/46). Hacia él aspiran todos los 
sacrificios: Dios no necesita toros ni terneros; Dios espera aquel 
amor infinito que es la única reconciliación verdadera entre el cielo 
y la tierra.
A estas palabras, que provienen de la teología del culto de Israel 
y de la teología de la alianza establecida en el Sinaí, añade Jesús 
una expresión de origen profético: «entregado por vosotros», 
«derramada por muchos para remisión de los pecados». Estas 
palabras se encuentran, en los poemas del Siervo de Dios que 
leemos en el libro de Isaías. Estos poemas presuponen la situación 
del exilio: Israel no tiene ya su templo, el único lugar legítimo en el 
que se podía adorar a Dios. De esta suerte, parece haberse 
extrañado incluso de Dios, huérfano en la soledad del desierto. Ya 
no se pueden ofrecer sacrificios de expiación y alabanza. La 
cuestión es inevitable: ¿cómo puede darse la relación con Dios, de 
la que depende la salvación del pueblo y del mundo? En esta 
pasión de una existencia vivida fuera de la patria, de una vida 
alejada del culto, Israel sufre una experiencia nueva: no era ya 
posible celebrar solemnemente la alabanza de Dios. La única 
posibilidad de acercarse a Dios era sufrir por él. Inspirados por el 
Espíritu Santo, los profetas comprendieron que el sufrimiento del 
Israel creyente constituía el verdadero sacrificio, la nueva liturgia, y 
que, en esta liturgia real, Israel representaba el mundo ante la 
presencia de Dios. Este pensamiento fue, al tiempo, una 
consolación, un imperativo y una esperanza. Una consolación: 
Israel sabía que su pasión le acercaba especialmente a Dios, que 
por este camino Dios hacía de Israel luz de los paganos. Un 
imperativo: sabía que tenía que aceptar la pasión de manos de 
Dios y que, en la fe, debía transformarla en un acto de alabanza de 
Dios, en una liturgia de la vida. Una esperanza: Israel advertía que 
esta figura del Siervo de Dios superaba en grandeza a los 
individuos, a los profetas, al pueblo entero. Israel tenía conciencia 
de que esta figura era un «sacramentum futuri». La esperanza de 
su pasión consistía en la certidumbre de que aquellos que 
soportaban el sufrimiento anticipaban al verdadero Siervo de Dios 
y, de este modo, como «sacramentum futuri», participaban de su 
gracia. Al recoger en la cena estas palabras sobre el Siervo de 
Dios, Jesús afirma: Yo soy este Siervo de Dios. Mi pasión y mi 
muerte son esta liturgia definitiva, esta glorificación de Dios, que es 
la luz y la salvación del mundo.
EU/V: Tocamos aquí un punto importante para vivir la 
celebración de la Eucaristía. Al participar en los sufrimientos del 
Siervo de Dios, Israel concelebraba con Jesús la Eucaristía. 
Participar en la Eucaristía, comulgar con el cuerpo y la sangre de 
Cristo, exige la liturgia de la vida, la participación en la pasión del 
Siervo de Dios. En virtud de esta participación, nuestros 
sufrimientos se transforman en «sacrificio», y así podemos suplir 
en nuestra carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col 
1,24).
Me parece que el movimiento litúrgico no ha prestado a este 
aspecto de la devoción eucarística toda la atención que merece; 
debemos descubrir de nuevo su sentido. Gracias a esta comunión 
de sufrimientos se hace concreta la comunión sacramental, 
entramos en las riquezas de la misericordia del Señor, y esta 
compasión arraiga en nosotros la capacidad de ser 
misericordiosos; aquí tienen su fuente las vocaciones que hacen 
de la misericordia el objetivo de su vida y que tanta falta hacen hoy 
en la Iglesia.
Volvamos a las palabras de Jesús en la Ultima Cena. En estas 
palabras hemos encontrado la tradición mosaica y la tradición 
profética de Isaías. Descubrimos en ellas, además, una tercera 
corriente: la teología de Jeremías, que se halla muy próxima de la 
teología sapiencial de los últimos siglos del Antiguo Testamento. 
Dice Jesús: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre» 
(/Lc/22/20), y de este modo recoge la promesa de una nueva 
alianza alentada por las profecías de Jeremías (/Jr/31/31). 
Jeremías anuncia una nueva alianza, cuyo centro ya no es el Sinaí, 
sino Sión; su ley se escribirá en las tablas del corazón y se fundará 
en el perdón de los pecados. Jesús afirma que esta nueva alianza 
se realiza en el momento de su muerte; con su sangre escribe la 
nueva ley en nuestros corazones: «Un mandamiento nuevo os doy: 
que os améis los unos a los otros; como yo os he amado, así 
también amaos mutuamente» (Jn 13,34). Siempre que recibimos la 
comunión sacramental, Jesús escribe la nueva ley en nuestros 
corazones. Santo Tomás interpreta este hecho con exactitud 
cuando dice que la "caritas" es la «res sacramenti» de la 
Eucaristía.
Una última observación. Aunque hasta el momento nuestras 
reflexiones han girado en torno a la relación que existe entre Cena 
y Cruz, no hemos dejado de hablar, en realidad, de la 
Resurrección. No sólo son inseparables la Cena y la Cruz: Cena, 
Cruz y Resurrección forman el único e indiviso misterio pascual. La 
teología de la Cruz es la Resurrección, porque la Resurrección es 
la respuesta y la interpretación divina de la Cruz. La teología de la 
Cruz es una teología pascual, una teología de la alegría victoriosa 
aun en este valle de lágrimas. Hemos hecho hincapié en que la 
Cena fue la anticipación de la muerte violenta y en que la Cruz, sin 
el gesto de la Cena, así como la Cena sin la realidad de la Cruz, 
estarían vacías de sentido. Ahora debemos añadir que la Cena 
anticipa también la Resurrección, la certidumbre de que el amor es 
más fuerte que la muerte. Este acto de amor que llega hasta el 
extremo es la transustanciación de la muerte, su radical 
transformación, la fuerza de la resurrección presente ya en las 
tinieblas de la muerte. La Cena sin la Cruz y la Cruz sin la Cena 
carecerían de sentido; pero ambas serían una esperanza 
fracasada sin la resurrección. La imagen del costado atravesado, 
fuente de agua y de sangre, es también imagen de la 
Resurrección, del amor que es más fuerte que la muerte. En la 
Eucaristía recibimos este amor, recibimos la medicina de la 
inmortalidad. La Eucaristía nos conduce a la fuente de la 
verdadera vida, de la vida invencible, y nos descubre dónde y 
cómo se encuentra la vida verdadera: no en las riquezas, en la 
posesión, en el tener. Sólo quienes siguen los pasos de Cristo 
cargado con la Cruz se hallan en el camino de la vida.
MU/RS: Añadamos a estos pensamientos bíblicos una reflexión 
antropológica. Ser hombre significa ir al encuentro de la muerte. 
Ser hombre significa tener que morir, ser una realidad herida por la 
contradicción: biológicamente hablando, es natural y necesario 
morir; pero en esa vida biológica se abre un centro espiritual que 
aspira a la eternidad, y, desde este punto de vista, la muerte no es 
un hecho natural, sino un absurdo, porque significa expulsión de la 
esfera del amor, destrucción de una comunicación que es anhelo 
de eternidad.
J/MU: En este mundo vivir significa morir. Decir que el Hijo de 
Dios «se ha hecho hombre» significa, pues, que también él ha ido 
al encuentro de la muerte. La contradictoriedad propia de la muerte 
del hombre asume en Jesús su máxima exasperación. En él, que se 
halla enteramente inmerso en la comunión con el Padre, la 
absoluta soledad de la muerte se hace del todo incomprensible. 
Por otra parte, la muerte reviste para Jesús una necesidad 
específica. En efecto, ya hemos visto cómo precisamente su unión 
con el Padre es motivo de la incomprensión que sufre por parte de 
los hombres, de su soledad en medio del ir y venir de su vida 
pública. La ejecución capital es la consecuencia última de esta 
incomprensión, del rechazo del incomprendido a la zona del 
silencio.
Partiendo de aquí, es posible alcanzar algún vislumbre de la 
dimensión interior, es decir, teológica, de su muerte. Porque morir 
es siempre para el hombre un acontecimiento biológico y, al mismo 
tiempo, humano-espiritual. La destrucción del instrumento corpóreo 
de la comunicación interrumpe, en el caso de Jesús, la 
comunicación con el Padre. Cuando se destruye el instrumento 
humano, desaparece también, temporalmente, el acto espiritual 
que sobre aquél se funda. En la muerte de Jesús, por consiguiente, 
se rompe algo mucho más profundo que en cualquier otra muerte 
simplemente humana. Se interrumpe aquel diálogo que es, en 
realidad, el eje de todo el universo. El grito de agonía del salmo 21, 
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», nos 
permite asomarnos a la profundidad de este proceso. Pero como 
este diálogo hace de Jesús un ser absolutamente singular y motiva 
el carácter particular de su muerte, en él está ya presente la 
resurrección, aun velada por la sombra de la muerte. Y puesto que 
el diálogo con el Padre es el fundamento sobre el que se asienta 
también el ser humano de Jesús, su humanidad se halla inmersa 
en el mismo intercambio trinitario del amor eterno. Siendo esto así, 
esta humanidad no puede desaparecer; se halla cimentada sobre 
la roca del amor eterno: resurge necesariamente más allá del 
umbral de la muerte y asume de nuevo su plenitud humana, la 
indivisible unidad de alma y cuerpo.
H/DIGNIDAD/J J/REVELADOR-DEL-H ENC/DIGNIDAD-H: La 
resurrección nos revela lo que realmente significa el artículo 
decisivo de nuestra fe: «Se hizo hombre». A su luz sabemos que es 
para siempre verdad que El es hombre. Lo será eternamente. A 
través de El, la humanidad ha sido introducida en la naturaleza 
misma de Dios: éste es el fruto de su muerte. Nosotros existimos en 
Dios. Dios es el totalmente otro y, al mismo tiempo, el no-otro. 
Cuando, unidos a Jesús, decimos Padre, lo decimos en Dios 
mismo. Esta es la esperanza del hombre, la alegría cristiana, el 
Evangelio: El sigue siendo hombre en la actualidad. En El, Dios se 
ha hecho verdaderamente el no-otro. El hombre, este ser absurdo, 
ha superado el absurdo. El hombre, este ser desventurado, se ha 
liberado de su desventura: debemos alegrarnos. El nos ama, y 
Dios nos ama, hasta tal punto, que su amor se ha hecho carne y 
permanece siendo carne. Esta alegría debería transformarse en 
nosotros en el más intenso de los impulsos, en una fuerza 
arrolladora que nos impeliera a comunicar a los hombres la buena 
nueva, para que también ellos celebraran la luz que se nos ha 
manifestado en nosotros y que anuncia el día en medio de la 
noche de este mundo.

JOSEPH RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR MADRID-1990.Págs. 120-129