EL CONFLICTO

Proceso, Muerte y Resurrección de Jesús

 

J. Mateos - F. Camacho. El Horizonte  Humano. Ediciones El Almendro, Córdoba, 1998, pp. 131-142.

 

El mensaje de Jesús y su actividad liberadora chocaron frontalmente desde el principio con la doctrina y los intereses de los círculos dirigentes. En cuanto éstos o sus secuaces se dieron cuenta de que Jesús anteponía el bien y el desarrollo del hombre al sistema legal religioso-político que les asegu­raba su posición privilegiada, decidieron acabar con él (Mc 3, 1-7a par.).

 

En Galilea

 

Durante su labor en Galilea, los principales adversarios de Jesús fueron los fariseos y sus maestros los letrados (tén­gase en cuenta que los letrados presentados por los evange­listas pertenecen al grupo fariseo). Estos últimos se oponían a la apertura del reino de Dios a los marginados de cualquier tipo, paganos o judíos (Mc 2,6s.15-17), anunciada por Jesús y que él mismo ponía en práctica al - admitir a su grupo des­creídos y recaudadores (Mc 2,1-13.14.15-17 par.; Mt 8,11).

Son los letrados, y precisamente los llegados ex profeso de Jerusalén para investigar lo que pasaba con aquel profeta provinciano, quienes difaman a Jesús por liberar al pueblo de la ideología que ellos propugnaban; le ponen la etiqueta de «agente del demonio», es decir, de enemigo de Dios, excluido, por tanto, del sistema religioso en el que ellos ejercían su magisterio (Mc 3,22-30 par.).

No pueden tolerar la libertad de Jesús frente a la Ley, instrumento de su dominio sobre el pueblo, y, cada vez que Jesús actúa en favor de los hombres, prescindiendo de lo establecido por la Ley, le salen al paso con sus críticas, insi­dias y descalificaciones (Mc 2,23-28 par.; Lc 13,10-17; Jn 5, 9-16; 9,13-34). Tampoco soportan que Jesús o sus discípulos ejerzan su libertad saltándose las normas de pureza que ellos, con pretexto de fidelidad a la Ley, habían prescrito (Mc 7, 1-13 par.; Lc 11,37-3$). En estas ocasiones, Jesús denuncia su hipocresía (Mc 7,6-13 par.; Lc 11,39-54), poniendo de relieve cómo su estricta observancia del detalle encubre la avidez de dinero y la injusticia (Mt 23,23-25; cf. Mc 12,38-40). Expo­nente de este enfrentamiento es la larga invectiva que dirige Jesús a fariseos y letrados en Mt 23 y en Lc 11.

La labor de Jesús en Galilea alarma también a la autori­dad civil, hasta el punto de que Herodes se propone matarlo (Lc 13,31-33), y sus partidarios, los herodianos, se confabulan con los fariseos para buscar el modo de eliminarlo (Mc 3,6). No es extraño que, ante el peligro que corre por su enfrenta­miento con el sistema religioso, sus propios familiares lo ta­chen de loco e intenten impedir su actividad (Mc 3,21).

 

En Jerusalén

 

El conflicto se agudiza cuando Jesús sube a Jerusalén, la capital del sistema judío. Allí, según los evangelios sinópti­cos, lo primero que hace es denunciar que el templo es un lugar de pillaje, calificándolo de «cueva de bandidos» (Mc 11, 15-18 par.; Jn 2,13-22). La institución que oficialmente era signo de la presencia de Dios en medio del pueblo, para Jesús se había convertido en un instrumento de explotación, en ma­nos de los dirigentes, que acumulaban allí como botín lo que, con pretexto de religión, expoliaban del pueblo.

La oposición no se hizo esperar. Los tres grupos que com­ponían el Gran Consejo: los sumos sacerdotes, los senadores y los letrados, reaccionaron al unísono preguntando a Jesús quién le había dado autoridad para actuar así. Jesús no se deja avasallar, y los pone en un aprieto al pedirles que se pronuncien sobre si el bautismo de Juan había sido cosa de Dios o cosa humana. Si era cosa de Dios, tampoco Juan tenía títulos oficiales para bautizar. Ellos, que no habían hecho caso de la llamada al cambio propuesta por el Bautista, no se defi­nen sobre la cuestión, porque no se atreven a desacreditar públicamente la figura de Juan, por miedo al pueblo. Ante el oportunismo, Jesús se niega en redondo a darles razones de su actuación (Mc 11,27-33 par.).

Inmediatamente, Jesús pasa a la ofensiva. Con valentía, echa en cara a los supremos dirigentes religiosos su infideli­dad a Dios, bajo la religiosidad que aparentan (Mt 21,28-32), y añade una parábola en la que denuncia cómo se han apode­rado del pueblo, arrebatándoselo a Dios, han maltratado y dado muerte a sus enviados a lo largo de la historia y, para suprimir toda esperanza de liberación, se aprestan a asesinar al Mesías (Mc 12,1-9 par.).

Entonces los dirigentes le tienden una trampa. Le envían un grupo de fariseos y partidarios de Herodes para que se pronuncie sobre la licitud del pago del tributo al César ro­mano (Mc 12,13-17 par.). Si Jesús contestara que era lícito, quedaría desacreditado ante el pueblo, de sentimientos fuerte­mente nacionalistas. Si contestara que no lo era, las autorida­des romanas lo considerarían un sedicioso y, como mínimo, lo encarcelarían. La respuesta de Jesús los desconcierta: los acu­sa de querer obtener la independencia de Roma, pero aprove­chándose de su dinero. Es lo mismo que han hecho respecto a Dios: se han quedado con su pueblo para explotarlo. La primera condición para la independencia seria renunciar a la ventaja económica que sacan del dominio romano («Lo que es del César, devolvédselo al César») y, por supuesto, ser fieles a Dios restituyéndole el pueblo que es suyo («y lo que es de Dios, a Dios»).

En el mismo lugar, miembros del grupo saduceo, al que pertenecían los sumos sacerdotes, le preguntan acerca de la resurrección; Jesús les contesta que no conocen a Dios, por­que el dios que reconocen es sólo un dios de muertos (Mc 12, 18-27 par.).

La violencia del conflicto llegó a tal punto, que los diri­gentes, exasperados, se propusieron en varias ocasiones aca­bar con Jesús (Mc 11,18; 12,12). Por fin, aunque no se atrevían a detenerlo durante las fiestas de Pascua, por temor a la reacción del pueblo, no esperaron siquiera a que éstas terminasen para prenderlo a traición y condenarlo a muerte (Mc 14,1-2 par.).

 

La condena a muerte

 

El juicio de Jesús se describe de diferentes maneras en los sinópticos y en Juan. En los primeros, Jesús comparece ante el Gran Consejo (Mc 14,53-65 par.), que estaba decidido de antemano a condenarlo a muerte como fuera. Sometido a interrogatorio, las acusaciones proferidas contra él, a las que Jesús no daba respuesta, no justificaban una condena a muer­te. Ni siquiera el recurso a testigos falsos proporcionó moti­vos suficientes para ella. Finalmente, el sumo sacerdote en persona se hizo cargo del interrogatorio y preguntó a Jesús si él era el Mesías, el Hijo de Dios.

Jesús lo confirma, pero añade unas palabras que darán pie a su condena. Les dijo: «Y veréis al Hombre sentado a la derecha de la Potencia y llegar entre las nubes del cielo» (Mc 14,62). Con esto declara Jesús en primer lugar su condición divina, la de Hombre-Dios, y, por tanto, que su persona y su obra están incondicionalmente respaldadas por Dios; su de­claración implica que Dios desautoriza a los que lo condenan, a los dirigentes de la institución judía, que se consideran los legítimos representantes del Dios de Israel. En segundo lugar, predice Jesús la futura ruina de Jerusalén y de la nación («la llegada del Hombre»), mostrándoles las consecuencias de su opción contra él. Al condenar a Jesús, rechazando la vida que él ofrece, se condenan ellos mismos a la destrucción.

Los dirigentes religiosos no pueden soportar una declara­ción que les niega a ellos y a su institución autoridad divina; es más, que los acusa de injusticia y los presenta como enemi­gos de Dios. La reacción es unánime: el sumo sacerdote acu­sa a Jesús de blasfemia, y todos lo declaran reo de muerte. Para los dirigentes, la persona, la obra y las pretensiones de Jesús constituyen el máximo insulto a Dios. Dios está con ellos y habla por medio de ellos; quien pone en duda su legi­timidad o su doctrina, atenta contra Dios mismo.

En el Evangelio de Juan, los dirigentes, antes de detener a Jesús, acuerdan darle muerte, pretextando el bien de la na­ción, que podría verse amenazada por el poder romano (Jn 11,47-53). Cuando prenden a Jesús, no se describe un juicio propiamente dicho, pues la comparecencia ante Anás, el po­der en la sombra (Jn 18,12s.19-24), es puramente informa­tiva.

 

No pudiendo infligir la pena de muerte, el Gran Consejo decide acusar a Jesús ante el gobernador romano, Poncio Pi­lato. El tono de las acusaciones cambia por completo; no mencionan la blasfemia, cargo irrelevante para el gobernador, sino delitos políticos, que, dadas las frecuentes revueltas con­tra Roma, podían alarmarlo (Lc 23,1-2 par.).

A pesar de la resistencia de Pilato, que no encuentra mo­tivo para condenar a Jesús, y así lo manifiesta repetidamente, la saña de los sumos sacerdotes no desiste. Fuerzan al gober­nador, representante de la justicia de Roma, hasta que éste, temeroso de poner en peligro su propia posición, prefiere en­tregar al inocente al arbitrio de sus mortales enemigos (Mc 15,3-15 par.).

El pueblo, por su parte, que desde el principio de la acti­vidad de Jesús había mostrado su simpatía por él y habla go­zado con su crítica de los dirigentes (Mc 12,37), llegada la hora de la verdad se deja persuadir por los sumos sacerdotes y pide a gritos la muerte de Jesús (Mc 15,13 s). Entre la se­guridad que ofrece la solidez del sistema injusto y el riesgo que implica la oposición a él, eligen la primera. En el fondo, se trata de optar entre una institución poderosa y la debilidad de quien se enfrenta a ella sin otras armas que la verdad y el amor. El pueblo oprimido, que hasta el último momento había estado en favor de Jesús, al ver que se ha dejado pren­der sin resistencia y que a la fuerza de la institución no opone otra mayor, abandona su causa y, para congraciarse con los dirigentes, sus opresores, pide la muerte de Jesús.

Algo parecido ocurre con los discípulos. Hasta el final han esperado una reacción violenta de Jesús contra los diri­gentes. Como ésta no tiene lugar, Judas, al ver el peligro que corre la vida de Jesús y, en consecuencia, la suya propia, lo traiciona (Mc 14,10s par.). Los demás discípulos, defrauda­dos porque Jesús no opone resistencia cuando van a detenerlo, temiendo por sus vidas, lo abandonan y huyen (Mc 14, 50 par.).

El resultado final es el rechazo absoluto del proyecto de Jesús y el fracaso de su actividad con el pueblo judío. Ni el pueblo ni los discípulos han aceptado el ideal de plenitud hu­mana a que Jesús los invitaba; no comprenden la libertad, la responsabilidad, el amor y la vida que él les ofrecía y que habrían sido la base para una sociedad nueva; siempre han soñado con un Mesías de poder, con un déspota ilustrado que les señalase el camino y les resolviese los problemas. Creen en la eficacia del poder y no en la fuerza del amor.

 

Sentido de la muerte de Jesús

 

La insistencia de los evangelios en presentar y subrayar el conflicto permanente entre Jesús y los dirigentes judíos pone de manifiesto cuál fue el motivo histórico de su muerte. Los evangelistas pretenden mostrar a sus lectores las causas intrahistóricas que llevaron a la muerte de Jesús. Su condena fue la consecuencia del mensaje predicado por él y de su acti­vidad liberadora, expresión de sus propias opciones.

El enfrentamiento fue radical. Jesús nunca usó la violen­cia física, pero con su mensaje y actividad destruía los ci­mientos de la sociedad judía: la elección del pueblo, los ideales nacionalistas, la institución familiar, la doctrina oficial, la idea tradicional de Dios, el concepto de pecado, la margina­ción social, las instituciones religiosas (Ley, templo, sacrifi­cios, autoridad de los libros sagrados), la sacralidad del poder y, en general, el modo de entender la relación del hombre con Dios y con los demás hombres.

 

Queda, pues, claro que no fue Dios el responsable de la muerte de Jesús, sino los que se llamaban representantes su­yos, quienes combatieron tenazmente la propuesta que Dios mismo hacía a los hombres a través de Jesús. La muerte fue la consecuencia previsible del compromiso de Jesús por el bien de la humanidad, que encontró la oposición de todos los poderosos.

Dios, el Padre, no fue el responsable, pero aceptó esa muerte como necesaria para la salvación de la humanidad. De hecho, para mostrar el amor de Dios y su proyecto de pleni­tud para el hombre era inevitable que Jesús chocara con los poderes establecidos. Para ser coherente consigo mismo, Jesús no podía esquivar este choque ni sustraerse a sus consecuen­cias. Por su parte, tampoco el Padre podía ofrecerle una esca­patoria sin renunciar a su proyecto de amor. Jesús acepta la muerte como el precio que tiene que pagar para hacer creíble el amor de Dios por la humanidad y ser fiel a su compromiso; el Padre, a su vez, la acepta como el supremo gesto de amor de Jesús, que traduce su propio amor.

Es esta idea la que quieren resaltar aquellos textos del NT que interpretan teológicamente la muerte de Jesús como cum­plimiento de la Escritura (Mt 26,54.56; Mc 14,49; Hch 8, 32-35; 1 Cor 15,3s, etc.) o como acción del Padre, que entre­ga a su Hijo (Hch 2,23; Rom 8,32).

Otras veces, la muerte de Jesús se interpreta en el NT como «rescate» (Mc 10,45 par.; Rom 3,24; 1 Tim 2,6) o como «sacrificio»/«ofrenda» (Ef 5,2; Heb 9,26, etc.). En ninguno de los dos casos se trata de presentar esa muerte como el precio exigido por Dios para reconciliarse con la hu­manidad; si así fuera, la muerte de Jesús no sólo no sería la expresión suprema del amor de Dios a los hombres, sino que manifestaría la tremenda crueldad de un Dios que exige la muerte infamante de su Hijo para reparar su honor ofendido. La muerte como «rescate» incluye la idea de liberación de la esclavitud y significa lo costoso que fue para Jesús abrir el camino para la liberación de la humanidad. La muerte como «sacrificio» indica que Jesús no escatima su entrega, sino que llega a derramar voluntariamente su propia sangre para dar vida a los hombres.

Sin embargo, la muerte de Jesús no es equiparable a las de otros mártires de la humanidad ni, como ellas, sirve única­mente de ejemplo para el resto de los hombres; tiene un va­lor singular, que teológicamente se formula en categorías de «salvación». Jesús es «maestro», en cuanto es ejemplo para los hombres, y «salvador», en cuanto produce en ellos un cambio que les abre una nueva posibilidad de vida; ambos aspectos se verifican al máximo en su muerte. En ella demues­tra Jesús su amor sin límites tanto en la intensidad (hasta dar la vida) como en la extensión (por todos los hombres, incluidos sus enemigos); así da remate en sí mismo a la ple­nitud de la condición humana, la calidad de Hijo de Dios (el Hombre-Dios), realizando el proyecto de Dios sobre el hom­bre (Jn 19,30). Todo hombre que, por amor a la humanidad, dé su adhesión a este Jesús que ha dado su vida por ella, en­tra en comunión con él y recibe su mismo Espíritu, es decir, la capacidad de llegar a una entrega y una realización como la suya (Jn 1,12; 13,34; 15,12). En esta comunión de vida y amor con Jesús encuentra el hombre la salvación.

En la muerte de Jesús los evangelistas ven abierto para todos los hombres el camino de la plenitud humana (la salvación); de ahí que hagan coincidir con su muerte el don del Espíritu (Jn 19,30 par.).

 

La resurrección

 

Aparentemente, la vida y actividad de Jesús habían termi­nado en el más rotundo fracaso. Pero su muerte no fue la úl­tima palabra, su vida continuó.

Este hecho se formula en los escritos del NT de tres ma­neras distintas. En primer lugar, como que Jesús «sigue vivo» (Lc 24,5); en segundo lugar, como que «ha resucitado» (Mc 16,6 par.; Lc 24,34; Hch 10,41; 17,3; 1 Cor 15,4.12s; 1 Tes 4,14, etc.), y, finalmente, como que «ha sido exaltado», o su equivalente, «está a la derecha de Dios» (Hch 2,33; 5,31; 7,55; Rom 8,34; Flp 2,9; Heb 1,3; 10,12, etc.). Las tres formulaciones son maneras distintas, pero complementarias, de expresar una misma experiencia, la de que Jesús ha vencido la muerte.

 

La primera formulación, la de que Jesús «sigue vivo», pone el acento en que la muerte física no interrumpe la vida personal. Según la teología de Juan, esto se explica porque quien posee el Espíritu de Dios, que es la fuerza de vida de Dios mismo, goza de una vida que no puede ser destruida por la muerte. Por eso Juan señala el momento de la muerte de Jesús con la expresión «reclinó su cabeza», que asimila la muerte al sueño (Jn 19,30), indicando que esa muerte, aun­que real, no interrumpía la vida.

La formulación «resucitar de la muerte» describe lo suce­dido con Jesús desde el punto de vista de un observador que ha visto a Jesús tendido y exánime, y más tarde lo ve vivo, como si se hubiera levantado de su estado anterior. Este «re­sucitar» puede considerarse obra de Dios (Hch 2,24; 3,15; 4,10, etc.: «Dios lo resucitó/lo levantó de la muerte») o atri­buirse a Jesús mismo (Mc 8,31; 9,31; 10,34 par.; Hch 17,3: «y a los tres días resucitará/se levantará»). En el primer caso tiene un sentido polémico: cuando parecía que Dios había abandonado a Jesús, y que el sistema judío tenía razón en condenarlo, Dios reivindica a Jesús dándole nueva vida. En el segundo caso, vuelve a aparecer la idea anterior: Jesús mis­mo, por poseer el Espíritu de Dios, puede por sí solo levan­tarse de la muerte.

Finalmente, la formulación «ser exaltado» o «estar a la derecha de Dios» subraya la condición divina de Jesús y la gloria de su nuevo estado después de la muerte. Los evan­gelios sinópticos describen el estado glorioso del resucitado en la escena de la transfiguración (Mc 9,2-10 par.).

Los cuatro evangelistas describen la visita de seguidores de Jesús (mujeres o discípulos) al sepulcro donde lo habían puesto, y todos lo encuentran vacío (Mc 16,1s par.). El hecho podía interpretarse como que el cuerpo había sido robado (Jn 20,2.13), quizá por los mismos discípulos (Mt 28,13). Los primeros visitantes (María Magdalena, el grupo de mujeres, Pedro) no sacan la conclusión de que Jesús había resucitado. Solamente la explicación dada por alguna figura celeste (jo­ven, ángel, dos hombres, Jesús mismo) hace comprender que el sepulcro es figura del reino de la muerte y que Jesús, por estar vivo, no puede encontrarse allí. La función de estos re­latos sobre el sepulcro vacío es subrayar la dificultad que ex­perimentaron los discípulos en aceptar la posibilidad de vida después de la muerte. No pretenden ser una prueba histórica de la resurrección de Jesús, sirven para anunciar el triunfo del crucificado sobre la muerte.

En Mateo, Lucas y Juan se describen apariciones de Jesús a los suyos después de la muerte (Mt 28,9s.16-20; Lc 24, 13-49; Jn 20,11-21,23). Son formas de expresar la experien­cia de la comunidad cristiana de que Jesús seguía vivo y acti­vo. Las descripciones de Lucas y Juan señalan de diversas ma­neras la identidad del resucitado con el crucificado; por eso Jesús se presenta con las señales de su pasión. Lucas insiste también en que esa realidad de Jesús vivo después de la muer­te no es un producto de la imaginación de los discípulos; por eso describe la realidad del resucitado con términos pertene­cientes a la vida física (tener carne y huesos, comer).

En Mateo (28,16-20) se relata una sola aparición al grupo de discípulos, en un monte de Galilea. Tiene por objeto en­viarlos a la misión, continuando la obra de Jesús, pero con ámbito universal. También Lucas y Juan relacionan el en­cuentro con el resucitado con la misión que se recibe de él. Implícitamente, la idea aparece también en Marcos, en la in­vitación a los discípulos de ir a Galilea para encontrarse con Jesús (Mc 16,7).

Los relatos de las apariciones utilizan numerosos simbo­lismos. Por ejemplo:

- El día primero de la semana (Jn 20,19) alude a la pri­mera creación, y es símbolo de la nueva, del mundo definitivo que empieza con la resurrección de Jesús.

- El huerto/jardín (Jn 21,11-18) alude al paraíso origi­nal y muestra el principio de la nueva humanidad, al nuevo Adán, Jesús, y a la nueva Eva, María Magdalena, figura de la comunidad cristiana.

- Las puertas atrancadas simbolizan la situación en que se encuentra la comunidad; la primera vez que se mencionan se da como razón el miedo a los dirigentes judíos (Jn 21,19), mostrando la hostilidad de la sociedad hacia ella; la segunda vez (Jn 21,26) señalan la separación entre la comunidad y «el mundo» injusto.

- Jesús muestra las señales de la crucifixión (Lc 24,40; Jn 20,27). La función de este símbolo es identificar al resu­citado con el crucificado y mostrar la permanencia del amor demostrado en la cruz.

- En Mateo, el monte donde se aparece Jesús (Mt 28, 16) simboliza la esfera divina en contacto con la historia hu­mana. Corresponde al lugar teológico donde está Jesús tras su resurrección, desde donde colabora en la tarea de la transfor­mación de la humanidad.

La abundancia y variedad de símbolos indica que estos relatos no deben ser tomados literalmente, sino interpretados como formulaciones de una experiencia: la de Jesús vivo y activo para siempre en medio de su comunidad.

La vida de Jesús después de la muerte no es privilegio exclusivo suyo, es el destino que aguarda a todos los que po­seen su Espíritu, los que, como él y con él, dedican su vida al bien de la humanidad (Jn 11,25s; 1 Cor 15,20-22).