Dios revelado no como poder, sino como
amor acogedor y solidario

EVS/FORMACION: Se suele decir hoy que los Evangelios sinópticos son la expresión escrita de los elementos más esenciales de la catequesis primitiva, como la síntesis de lo que creían los primeros discípulos y seguidores de Jesús. Estos Evangelios, antes de ser definitivamente fijados por escrito en la forma en que hoy los leemos, tuvieron una «prehistoria» de transmisión oral: los hechos y las palabras de Jesús se agrupaban para la catequesis y la predicación, formando lo que ahora quizá podríamos denominar «unidades didácticas», según unos determinados principios de agrupación. Esto queda reflejado en los Evangelios tal como ahora los leemos, en los que encontramos como «secciones» de discursos, de milagros, de parábolas, entretejidos con secciones narrativas de diversos hechos y jornadas de Jesús, discusiones con los fariseos, etc. El análisis literario e histórico de estas «formas» de la catequesis primitiva -que ha sido objeto de estudios muy minuciosos y cuidados en los últimos cincuenta años- explica en buena parte las semejanzas y las diferencias entre los distintos Evangelios y permite averiguar con un grado de probabilidad muy aceptable algunos aspectos importantes de la historia de la catequesis primitiva.

Según estos análisis, se puede decir que la catequesis cristiana (que en el momento más inicial había estado centrada en el testimonio y proclamación de la muerte y resurrección de Jesús) pronto se amplió con una recuperación de los principales hechos y palabras de Jesús, que arrancaba del hecho del bautismo de Jesús en el Jordán, de las denominadas «tentaciones» y de las primeras actuaciones en tierras de Galilea. Sólo en un segundo momento, cuando la comunidad creyente fue profundizando el sentido y significado de la persona de Jesús, se antepusieron a aquella predicación los relatos que hacían referencia al origen de Jesús, es decir, los evangelios del nacimiento y de la infancia, tal como los leemos en los textos de Mateo y de Lucas. El Evangelio de Marcos, que no contiene estos relatos, correspondería más a la forma de catequesis primitiva. A nosotros nos puede resultar iluminador retomar esta forma de catequesis primitiva a partir del bautismo de Jesús: a partir de ella podremos después comprender mejor el sentido de los «evangelios de la infancia».

Bautismo de Jesús: una catequesis programática 

Los tres evangelistas sinópticos tienen una forma casi idéntica de presentar a Jesús en los inicios de su actuación pública: Jesús comienza a manifestar su misión singular en el episodio de su bautismo, que va seguido por un segundo episodio de «tentaciones» que, a modo de contrapunto, forma como una unidad orgánica con el bautismo (1). Estos dos episodios son como una presentación programática de Jesús: tienen la función de dejar claro desde un principio quién es aquel del que se contarán los hechos y los dichos en el Evangelio que va a seguir.

Jesús es, pues, un hombre que, procedente de Nazaret de Galilea (Mt 3,13; Mc 1,9), aparece un día en la región del Jordán, donde un famoso profeta, Juan el Bautista, predicaba que era preciso cambiar de vida, porque estaban cerca los tiempos del reino de Dios (Mt 3,1ss; Mc 1,lss; Lc 3,1ss), y ofrecía un rito de purificación y de perdón, en forma de bautismo en las aguas del Jordán, «para remisión de los pecados» (Mc 1,4). Eran muchos los que se hacían bautizar «confesando sus pecados» (Mt 3,6), y Jesús se alinea en la fila de pecadores y pide también ser bautizado.

La situación es muy extraña: no parece muy lógico que quien ha de ser anunciado como Mesías y Salvador sea presentado como alguien que va a buscar el perdón entre los pecadores. La incongruencia era tan evidente que el evangelista Mateo intenta dulcificarla introduciendo un breve parlamento en que el Bautista declara que a él no le toca bautizar a Jesús; pero Jesús le responde que, a pesar de todo, lo haga, porque los dos han de «cumplir toda justicia» (/Mt/03/14-15). Esta incongruencia es la razón más fuerte que tenemos para no dudar de que Jesús fue realmente bautizado por Juan: una cosa tan incongruente no la hubiera inventado nadie; ni nadie hubiera tenido interés en conservar su memoria si no fuera porque era un dato conocido que no podía disimularse (2).

El bautismo de Jesús, aparentemente como pecador, a manos de Juan, acaba con una inesperada manifestación de Dios sobre él. Los tres evangelistas coinciden substancialmente, aunque se den pequeñas variaciones de detalle. Se abren los cielos, y el Espíritu de Dios baja «como una paloma» sobre Jesús, y la voz del Padre proclama que aquel es su Hijo amado, objeto de su complacencia. No es éste el lugar de discutir si hay que entender que se trata de un fenómeno constatable por los presentes o, más bien -como parece insinuar la literalidad del texto-, de una experiencia personal de Jesús. Lo que resulta importante es subrayar el profundo sentido teológico de este pasaje en el momento de la presentación pública de Jesús.

Lo que aquí se nos quiere decir, de forma muy visible y comprensible para todos los que tenían un conocimiento suficiente del Antiguo Testamento, es que aquel Jesús, un hombre desconocido, que procedía de un lugarejo insignificante de Galilea, donde se decía que había ejercido el oficio de carpintero, y que ahora se presentaba como un pecador entre los pecadores para someterse al bautismo de Juan, era nada menos que aquel de quien hablaban las promesas y los profetas, el esperado por el pueblo durante siglos, el Mesías o Cristo, que quiere decir «el Ungido del Señor». No sé si somos capaces de hacernos cargo del impacto que originariamente había de causar en los ambientes judíos esta primera catequesis inicial de los evangelios. Toda ella está plena de resonancias de la literatura mesiánica del Antiguo Testamento. El abrirse los cielos parece ser el cumplimiento del clamor profético «rorate coeli», «abríos cielos con vuestro rocío y que las nubes hagan llover al justo» (Is 43,8); «Ojalá que abrieses los cielos y vinieras» (Is 64,1). La venida del Espíritu de Dios había de ser un signo del comienzo de la era mesiánica: «sobre él reposará el Espíritu de Yahvé» (Is 11,2); «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Yahvé me ha ungido para anunciar la buena nueva a los pobres...» (Is 61,1). El sentido de este relato del bautismo de Jesús es claro: es ahora cuando tiene lugar esta «unción» con el Espíritu, y esta «misión», en la persona de Jesús. Y por eso es también evocada la otra profecía de Isaías: «He aquí mi siervo al que yo sostengo; mi escogido, en el que me he complacido: he puesto sobre él mi Espíritu...» (Is 42,1). San Lucas hará la referencia literal al Salmo 2,7, que no hace otra cosa que evocar la promesa mesiánica hecha a David (2Sam 7,14): «Tú eres mi Hijo: hoy te he engendrado». La teofanía del bautismo es, pues, una catequesis en la que, desde el principio, se proclama que aquel Jesús es el Mesías esperado, el que es ungido con el Espíritu de Dios, el que viene a traer la buena nueva del amor de Dios a los pobres, el que es proclamado por el mismo Dios como Hijo suyo, como su amado, como aquel en quien Dios tiene su complacencia: todo como lo habían dicho los profetas hablando del Mesías.

Esto es lo que habían de entender los que conocían un poco el Antiguo Testamento cuando escuchaban o leían este relato de la teofanía bautismal. Pero el sentido teológico más profundo no viene tanto del mismo texto como de la situación que presenta. Aquel de quien se dicen cosas tan extraordinarias es un oscuro artesano de un pueblecito de Galilea que, además, se presenta entre los pecadores. No parece poseer ningún tipo de credencial externa: no pertenece a los círculos sacerdotales o al de los entendidos en la ley; no se sabe que haya adquirido méritos especiales o que haya obrado nada extraordinario. Lo único que se ve es que va con los pecadores (y ésta será como una «querencia» que conservará mientras viva). Esto tenía que sonar muy extraño. Pero, pensándolo bien, uno podía recordar que del Mesías se había dicho también que «había de crecer como retoño ante todos, como una raíz en tierra árida, sin apariencia ni presencia... eran nuestros males los que acarreaba a sus espaldas, y soportaba nuestros sufrimientos... Yahvé descargaba sobre él las culpas de todos nosotros» (Is 53,2-6). La misma situación de Jesús entre los pecadores que buscaban perdón comienza a identificarle con esta figura profética, que se irá haciendo cada vez más presente en la historia subsiguiente.

El alcance teológico de todo esto es que el enviado de Dios para la salvación de su pueblo se manifiesta no como poder esplendoroso y dominador, sino como solidaridad amorosa y misericordiosa con los pobres y pecadores. Paradójicamente, Dios está con los pecadores, toma sobre sí sus males, se identifica con ellos y con su condición, a fin de liberarlos de su situación y de su pecado. Lo paradójico es que aquel hombre que aparece así identificado con los pecadores es declarado por Dios «su Hijo amado, en el que tiene su complacencia». Dios, en su amor, se complace manifestándose de esta manera: no en el brillo de su gloria y de su poder, sino en el amor hecho visible en la solidaridad, en el compartir la condición humana, pecadora y miserable. Desde la primera presentación de Jesús queda bien marcado lo esencial de la revelación cristiana: en Jesús, Dios se manifiesta no con ostentación de poder, sino con amor solidario; no salva a los hombres como desde fuera, sino identificándose con ellos y provocándolos, desde dentro de su situación, a convertirse y a entrar, por la vía del seguimiento de Jesús, en una nueva relación con Dios y entre ellos mismos.

Las «tentaciones» de Jesús J/TENTACIONES:

El episodio que sigue, el de las tentaciones, viene a corroborar esta interpretación. De nuevo resulta bien raro que quien acaba de recibir el Espíritu de Dios y es proclamado por Dios como Hijo suyo amado, en quien tiene su complacencia, sea «tentado» por el poder del mal: lo que cabría esperar sería más bien que enseguida empezara a dar muestras de su poder de Hijo de Dios y de la fuerza del Espíritu que acababa de recibir. Pero no es así: el evangelista nos dice que «fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado» (/Mc/04/01).

La narración de las tentaciones de Jesús, puesta en este lugar de la catequesis evangélica, parece como una recapitulación inicial y programática de diversas formas de «tentación» y de «tentadores» que veremos que han de acechar a Jesús a lo largo de su vida.

«En algunos momentos de su vida, Jesús parece haberse visto enfrentado con la posibilidad de utilizar su peculiar relación con Dios como Abba (Padre), ya en provecho propio, ya como medio contundente a fin de asegurar el éxito de su misión (3).

Vemos, por ejemplo, que los fariseos reclaman de Jesús que dé una señal definitiva para acreditar su misión; y Jesús, «con un gemido de su corazón», les contesta que «a esta generación no se le dará ninguna señal» (Mc 8,11; Mt 12,38; 16,1-4, etc.). En otra ocasión son los mismos parientes los que le empujan a ir a Jerusalén a «mostrarse al mundo» (Jn 7,3-4). Y en un momento en que Pedro le quiere apartar del sufrimiento previsto, Jesús le contesta: «Apártate de mí, Satanás» (Mc 8,33), la misma frase con que rechazó al tentador del desierto (Mt 4,10). Cuando, en la pasión, los apóstoles quieran defenderle con la espada, Jesús se lo ha de prohibir enérgicamente (Mt 26,53). Y en la cruz ha de experimentar una especie de tentación que tiene casi el mismo tono que las tentaciones primeras: «Si eres el hijo de Dios, sálvate a ti mismo y baja de la cruz» (Mt 27,40).

¿Qué sentido pueden tener todas estas «tentaciones» de Jesús, de las que la catequesis primitiva hizo como una presentación sintética situándolas en el desierto? La respuesta parece ser que Jesús, decidida y conscientemente, rechaza lo que, desde nuestra perspectiva y desde su mera conciencia humana, habría podido ser una verdadera «tentación»: la de intentar imponerse por el poder de Dios, más que manifestar la solidaridad de Dios y su amor misericordioso para con los pecadores y desvalidos; la de querer imponer por la fuerza su reino, más que ofrecerlo como opción responsablemente asumida por aquellos que quisieran seguirlo. El Reino de Dios no puede venir como ostentación o imposición de su poder mágico, sino como invitación y ofrecimiento a la libre responsabilidad y al amor.

Esto es lo que nos vienen a decir los evangelios sinópticos al presentarnos aquellas tres figuras de tentación de Jesús. Convertir las piedras en panes para saciar la propia hambre significaría presentar un Dios de poder mágico que fomentaría la irresponsabilidad de los hombres. Es la tentación de lo que ahora denominaríamos «alienación religiosa». Es creer en un Dios «paño de lágrimas» y «tapaagujeros». Jesús rechaza enérgicamente esta imagen de Dios. Aunque Dios sea Padre, y aunque el hombre sea Hijo de Dios («Si eres hijo de Dios...» /Mt/04/03), el hombre no ha de esperar vivir sólo del pan dado por el poder mágico de Dios (manipulado, quizá, con ritos religiosos y también «mágicos»), sino de la acogida «de toda palabra que viene de Dios», es decir, de la interpelación que Dios nos hace a vivir responsablemente en este mundo: nuestra relación correcta con Dios es la que resulta de una utilización agradecida y responsable de los recursos que Dios ha puesto en nuestras manos, de manera que vivamos, individual y socialmente, una vida humana con sentido.

La segunda tentación es la que podríamos denominar «del prestigio». Consiste en creer que «el Hijo de Dios» puede utilizar a Dios para ostentación propia, para la autoafirmación de sí mismo frente a los demás. Es la tentación de creer que Dios se ha de manifestar en la espectacularidad: naturalmente, una espectacularidad que se hará rendir en favor propio. Jesús insistirá en que el Reino de Dios no es un reino de espectacularidad: es «como un fermento» (Mt 13,33), como una simiente sembrada que «crece sin que el hombre sepa cómo» (Mc 4,26ss). A los que, con evidentes ansias de espectacularidad, le preguntaban cuándo vendría el Reino de Dios, Jesús les contesta: «El Reino de Dios viene sin dejarse notar; y nadie ha de decir: "mirad, está aquí o está allí", porque el Reino de Dios está dentro de vosotros» (/Lc/17/20-21). El Reino de Dios es algo muy real, pero no con aparatosidad ostentosa. Jesús no viene a imponer el Reino con signos impresionantes, sino que viene a invitar a los hombres a la conversión, al seguimiento, a vivir el Reino tal como él lo vive, en total amor y solidaridad para con todos los hombres, y particularmente para con los más despreciados, desvalidos o marginados. Esperar el Reino como una ostentación espectacular del poder de Dios es «tentar a Dios» (Mt 4,7); es no entender nada de Dios y de su manera de actuar. Porque en Jesús Dios no se quiere manifestar como poder aparatoso, sino como amor solidario que invita a la solidaridad amorosa.

La tercera tentación según San Mateo -segunda en San Lucas- es la más clara: es la tentación del dominio y del poder simple y brutal. «Te daré todo el poder y toda la gloria de todos los reinos de la tierra», dice el tentador. Jesús le contesta que no hay otro señorío ni otro poder verdadero que el de Dios; que equivale a decir que todos los poderes de este mundo, en la medida en que no respetan el señorío y el poder de Dios, son falsos e inauténticos, y que lo que importa no es acumular poder, sino vivir responsablemente ante Dios, en la adoración y el respeto a Dios.

CULTO/MAGIA: De esta manera, los episodios del Bautismo y de las tentaciones de Jesús hacen patente, desde el inicio mismo del Evangelio, la imagen de Dios que él viene a manifestar, así como el sistema de relaciones entre Dios y los hombres -y, en consecuencia, el sistema de relaciones de los hombres entre sí- que él viene a inaugurar. En Jesús, Dios se manifiesta no como el poder mágico y alienador que los hombres pueden intentar manipular en provecho propio a golpe de prácticas rituales. Ni tampoco es el Dios que se manifiesta en formas espectaculares, de exhibicionismo del poder divino; ni menos todavía confirmando y garantizando los deseos ambiciosos de poder de los hombres en este mundo. Al rechazar estas tentaciones, Jesús discierne las falsas imágenes de Dios que los hombres están dispuestos siempre a construirse, de la auténtica imagen del Dios que él quiere manifestar, anunciando ya como el programa de lo que ha de ser toda su vida: presencia efectiva de Dios a la paradójica manera divina, y no a la manera humana -demasiado implicada con el pecado humano- en que nosotros esperaríamos que se manifestara. Contra nuestros deseos pecadores y nuestras expectativas, Dios se manifiesta no como el poder fácil, ostentoso y dominador, sino como amor solidario, acogedor, respetuoso de los hombres y de la condición humana. Un Dios decidido no a imponérsenos desde fuera con un acto de dominio, sino a transformarnos desde dentro.

J/RVD-PARADOJICO PARADOJA/RV: El Dios que se manifiesta en Jesús es verdaderamente paradójico: porque es un Dios que se manifiesta en el no-Dios y como privado del poder de Dios.

«Siendo de condición divina... tomó condición de esclavo»

En San Pablo hallamos plenamente explicitada la teología implícita en los relatos sinópticos del bautismo y de las tentaciones de Jesús. Como pasaje particularmente expresivo, examinaremos brevemente la exhortación que escribe «a todos los santos en Cristo Jesús que se hallan en Filipos, con los obispos y diáconos» (Flp 1,1). Se trata de una carta que se considera escrita, hacia el año 56, con la preocupación de que la comunidad destinataria se mantenga en la unidad «en un solo espíritu, luchando unánimemente como buenos atletas en la fe... teniendo los mismos sentimientos, la misma caridad, una sola alma, bien avenidos... sin procurar cada uno sus propios intereses, sino también los ajenos» (Flp 1,27ss).

A fin de impulsar a los cristianos de Filipos a la humildad y a la caridad necesarias para preservar la unidad, el Apóstol les exhorta a tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). Y entonces presenta como una densa síntesis teológica de lo que es Jesús y de lo que significa su presencia entre los hombres (4).

«Cristo Jesús... el cual, siendo de condición divina, no hizo alarde de aferrarse a su igualdad con Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres y hallado en su comportamiento como un hombre cualquiera; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre... y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (/Flp/02/05ss).

En este texto queda absolutamente patente la «naturaleza divina» de «Cristo Jesús». Fijémonos bien: no se afirma sólo la divinidad del Verbo o del Hijo de Dios preexistente o atemporal, sino la «condición divina», es decir, el carácter, cualidad y dignidad divina de «Cristo Jesús», del hombre Jesús de Nazaret, ungido como «Cristo» o «Mesías». Se trata de una de las afirmaciones más claras de la divinidad de Jesús que se encuentran en el Nuevo Testamento.

De este Jesús, hombre de naturaleza y cualidad divinas, y que por ello es «igual a Dios», se dice que no quiso «aferrarse a su igualdad con Dios, sino que se anonadó tomando la condición de esclavo». Es decir, en este hombre, que es de condición divina y por el que Dios mismo se hace presente entre los hombres, Dios no se manifiesta con atributos divinos, con la gloria, poder y majestad que le son propios, sino que se manifiesta «hecho semejante a los hombres y hallado en su comportamiento como un hombre cualquiera», en una forma «anonadada» (¡y resulta muy expresiva esta palabra!), «en condición de esclavo», en solidaridad con las formas de esclavitud que sufren los hombres. No forzamos en absoluto las cosas si decimos que hallamos aquí expresado ya con lenguaje teológico lo que en los pasajes del bautismo y de las tentaciones se expresaba de una manera directa y como visible: Cristo en la fila de los pecadores que iban a bautizarse en el Jordán, o Cristo rechazando aparecer como poder mágico o dominador, como sugería el tentador, es visiblemente el Cristo «tomando la condición de esclavo», de que habla San Pablo; el Cristo como solidaridad de Dios con los hombres sometidos a las esclavitudes de los pecados personales y sociales; el Cristo que no «se aferra a su condición divina», sino que «se anonada» y se hace «tentado en todo, de una forma similar a nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15).

La gran manifestación definitiva de Dios en la «plenitud de los tiempos» (Gal 4,4) toma, pues, esta forma singular e inesperada: Dios no viene como poder dominador que se impone a los hombres desde fuera y les impone su dominio y su reino, aunque sea un reino de felicidad y bienaventuranza. Dios viene en Cristo como solidaridad desde el interior y como invitación a entrar en un nuevo sistema de relación de los hombres con Dios y entre sí. Y aquí no hemos de perder de vista el contexto en que Pablo nos presenta su síntesis cristológica, que es el de la necesidad del seguimiento y la imitación de los «mismos sentimientos de Cristo Jesús» por parte de los cristianos de Filipos y de todos los discípulos. Cristo es el prototipo, el modelo de la nueva vida según Dios; la vida cristiana ha de tener como meta «hacernos conformes a la imagen de su Hijo, a fin de que él sea primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29).

RD/QUÉ-ES LBT/DON-D: De esta manera, el nuevo Reino de Dios no será sólo una ostentación del poder de un Dios omnipotente, sino, ante todo, la manifestación del amor y la solidaridad de Dios con los hombres. Diríamos que Dios estima tanto a los hombres que no se decide a imponerles nada, sino que tiene gran cuidado de respetar su libertad.

Aunque los hombres sólo puedan ser salvados por donación y gracia gratuita de Dios, este don de Dios sólo puede ser dado como invitación que ha de ser libremente acogida y como tarea a la que nos hemos de entregar voluntariamente. Un don, aunque sea de Dios, sólo es digno y respetuoso con el hombre cuando no es impuesto, cuando deviene realmente tarea y responsabilidad del hombre. Un beneficio o un don impuesto no es más que un acto de dominio que humilla y esclaviza al hombre, como lo vemos tantas veces en el caso de muchos «benefactores» humanos que utilizan sus dones para tener bien sometidos a sus beneficiados. No es así como actúa Dios; Dios se nos da primero él mismo desde nuestro nivel, haciéndose como uno de nosotros e invitándonos a ser como él es en este nivel: todo solidaridad, todo generosidad, todo responsabilidad, todo amor.

J/OBEDIENCIA/CONDI-H J/MU/OBEDIENCIA Este es el sentido de otra expresión de San Pablo (/Flp/02/06-11) en el pasaje que comentamos. Nos dice que, al tomar la condición de esclavo Jesús «se humilló haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz». ¿A quien se hizo obediente Jesús? Yo diría que, antes que nada, a la misma condición de hombre y de esclavo. Es decir, Jesús no se hizo hombre y esclavo con restricciones y condiciones especiales, como guardándose siempre -podríamos decir- un triunfo en la manga, en previsión de que las cosas se torcieran. Era el tentador quien sugería utilizar la carta de la divinidad en el momento dificultoso. Jesús, Dios entrado en la condición humana por amor a los hombres, permanecerá obediente y fiel a la condición humana. Y si la condición humana es tal que los hombres no pueden tolerar la doctrina y el modo de vida que Jesús profesa, y finalmente deciden quitárselo de enmedio con el suplicio más cruel de la época -el de la cruz-, Jesús será obediente a la condición humana «hasta la muerte, y una muerte de cruz». Y de esta forma será también obediente al Padre y cumplidor de su voluntad de amar a los hombres por el camino de la solidaridad y de la oferta incondicional de amor y de perdón hasta la muerte.

Esto había de trastornar, evidentemente, todas las ideas humanas sobre Dios. La idea de un Dios crucificado y muriendo de amor no corresponde precisamente a la idea que los hombres acostumbran a hacerse de Dios. San Pablo lo sabía, y habla sin tapujos del «escándalo de la cruz» (/Ga/05/11). Sobre este escándalo habremos de volver. Pero, hablando a los filipenses, una comunidad convertida recientemente y con fe todavía tierna, San Pablo no quiere remarcar precisamente este aspecto chocante y escandaloso de la automanifestación de Dios en Jesucristo. Más bien subraya que, por este camino de solidaridad humillada y anonadada hasta la muerte, se manifiesta de una manera impensada y paradójica el verdadero poder de Dios por encima y más allá de la muerte y de lo que es causa de muerte en este mundo... «Por esto Dios ha exaltado a Jesús» -mediante la resurrección- «a fin de que toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre». Esta es la suprema manifestación de la gloria de Dios. Su gloria no la manifiesta Dios como poder dominador, sino como poder en el amor y la solidaridad; habiéndose hecho obediente al amor supremo, de una forma que parecía fracasar en la muerte, Dios triunfa. Lo máximo que los hombres podemos hacer en el desamor es matarlo en su «condición de esclavo, semejante a todos los hombres». Sólo entonces se manifiesta en Jesús su verdadera «condición divina», y «toda lengua ha de confesar que Jesús es Señor». Verdaderamente, como dice todavía San Pablo en otro lugar, «Dios nos ha manifestado su amor -haciendo resplandecer así su gloria- en el hecho de que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros... Porque, cuando nosotros éramos todavía indignos, Cristo murió por unos impíos» (Rom 5,6ss). Esto es lo que revela el auténtico ser de Dios, el «corazón de Dios»:

«El ser de Dios consiste en la soberanía de su amor. Por eso se puede dar radicalmente sin destruirse. Al introducirse en lo que es distinto de sí mismo, se halla en sí mismo tal como es. En el vaciarse de sí mismo muestra su condición de Dios. Por eso el modo de manifestarse la gloria de Dios en el mundo es el modo de ocultamiento» (5).

«Por nosotros los hombres... se hizo hombre» Ahora estamos en mejores condiciones, quizá, para volver a los evangelios que hablan de la encarnación y del nacimiento de Jesús. Sólo puedo hacer aquí unas breves sugerencias. Estos evangelios presentan, en forma de narración de la manera como apareció Jesús en nuestro mundo, el núcleo de esta teología de la manifestación de Dios en lo no-Dios por vía de solidaridad y amor humillado, anonadado y, por ello mismo, destinado a ser crucificado. Cuando Lucas nos dice que Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de María, nos quiere decir fundamentalmente -y de una manera seguramente más sencilla y más directamente captable- lo mismo que nos dice San Pablo cuando afirma que Jesús, «siendo de condición divina, tomó la condición de esclavo y se hizo hombre». No se trata, en la concepción de Jesús, de un hecho sólo natural; al contrario: el que nacerá del seno de la Virgen como un hombre -«y será hallado en su comportamiento como un hombre cualquiera»- será en realidad «el hijo del Altísimo... que reinará por siempre en la casa de Jacob» (Lc 2,32). Y este «Hijo del Altísimo» no sólo se comportará en todo como un hombre, sino que además se someterá a las condiciones de esclavitud en que de hecho viven los hombres como consecuencia de sus pecados, «hasta la muerte, y muerte de cruz».

EVS/HT-LEYENDA: Cuando Lucas y Mateo narran -cada uno a su manera- las incidencias del nacimiento de Jesús y de sus primeros pasos en este mundo nuestro, nos hacen ver las consecuencias concretas de aquel «tomar la condición de esclavo»; es decir, estar obligado a «obedecer» al engranaje de las relaciones interesadas y egoístas de los hombres presentadas bajo la forma del capricho dominador de la autoridad que ordena el empadronamiento, o del egoísmo de los que no quieren acoger a la pobre familia que ha de dar a luz, o de la prepotencia de Herodes que mira con recelo cualquier otro poder que no sea el suyo. Se podrá elucubrar hasta qué punto todo esto son datos «históricos» en el sentido habitual del término. Pero se deberá decir que es algo muy real y muy «histórico», al menos en el sentido de que quien se hace «en todo semejante a los hombres» ha de padecer inevitablemente este género de contratiempos, sufrimientos y dificultades que comporta vivir en una sociedad de hombres egoístas y pecadores. Son los evangelios apócrifos los que sitúan la infancia de Jesús en un mundo irreal y «sobrenatural», donde, a fuerza de prodigios y milagros, todo parece preparado y manipulado para subrayar una imagen de Jesús tan «superman», tan irreal y tan poco histórica como los mismos ambientes en que la sitúan. Pero los evangelios que la fe de la Iglesia ha reconocido como normativos no van por este camino: Jesús es el Hijo del Altísimo, pero entra en un mundo completamente real e histórico y sufre las consecuencias de ello . Esto lo ha visto incluso un hombre tan independiente y poco sospechoso de connivencias eclesiásticas o pietistas como es Ernst Bloch:

«Se reza a un recién nacido en un establo. No es posible una mirada a las alturas hecha desde más cerca, desde más abajo, desde más en casa. Por eso el pesebre es verdadero: un origen tan humilde para un fundador no se lo inventa absolutamente nadie. Las sagas no pintan cuadros de miseria, y menos aún los mantienen durante toda una vida. El pesebre, el hijo del carpintero, el visionario que se mueve entre gente baja, y el patíbulo al final... todo esto está construido con material histórico, no con el material dorado tan querido por la leyenda... » .

En este sentido hay que decir que es profundamente «histórico» -y a la vez «teológico», es decir, revelador del ser de Dios- el hecho de que sean unos pastores -categoría social pobre y despreciada en la época- los que primero reconocen y acogen a Jesús; o unos pobres ancianos piadosos y sencillos -y no los sacerdotes o los letrados- los que primero le reconocen en el templo. Todo esto quiere expresar, al menos, el auténtico ambiente histórico y social de la actividad de Jesús como manifestación de Dios en solidaridad con los pobres, sencillos y pecadores, que no tuvo acogida por parte de los entendidos en la Ley y de las autoridades religiosas. Los cánticos que Lucas intercala en estos relatos, el Benedictus, el Nunc Dimittis y, sobre todo, el Magnificat, son maravillosas síntesis teológicas que explican el sentido de aquella nueva forma de manifestación de Dios. Antes Dios se había manifestado en su gloria, mediante el fuego o la nube, el arca o el templo, con manifestaciones parciales y pasajeras. En Jesús se manifiesta Dios como amor solidario en una persona humano-divina, niño, débil, pobre, para acompañar, ya para siempre, a los hombres en sus debilidades. En frase de un teólogo reformado, «Dios ha decidido perder poder a fin de poder ofrecer comunión». Dios no quiere ya permanecer como aislado en su trascendencia soberana. Quiere ser «Dios-con-nosotros», Emmanuel. Los Padres de la Iglesia hablaban de la condescensión de Dios, del abajamiento de Dios, que, como dice nuestro Credo, «bajó del cielo». Ahora podemos hablar, con razón, de «la humanidad de Dios» (7).

Quisiera acabar subrayando todo lo que esto significa para la identificación cristiana de Dios -y también para la identificación cristiana del hombre y de su historia mundana- con unas palabras de mi colega J.I. González Faus:

«Si un elemento de nuestra historia (una "humanidad") es Palabra, comunicación de Dios, esto significa que Dios no es algo extraño respecto de esta historia, ni un irruptor advenedizo. Y, por tanto, que el hombre no necesita "salir de la historia" para encontrar a Dios...: Pero esto significa también que la historia no es Dios y que el hombre nunca podrá apresar a Dios recurriendo a esa fácil identificación. Sólo podrá dejarse apresar por El en la llamada a la novedad de esta historia. En adelante, pues, ser cristiano quiere decir saber pensar lo Absoluto en lo no absoluto, la Palabra Divina en la historia, lo Universal en el hombre particular Jesús de Nazaret... Y precisamente toda la dogmática cristológica que va a seguir será la historia del esfuerzo por pensar la Trascendencia en una humanidad histórica. En esta contradicción, que parece insoluble, está quizás todo el sentido y toda la dificultad del ser cristiano» (8).

La manifestación de Dios en Jesús, Dios-humano, nos lleva, así, no sólo a una imagen de Dios que rompe toda idea excesivamente rígida de su innegable trascendencia, sino también a una imagen de la historia, y sobre todo del hombre como centro de esta historia, que rompe toda idea de la historia y de la humanidad como algo cerrado en su propia inmanencia. El hombre en su historia y en su situación en el seno del mundo creado es un ser abierto a Dios, capax infiniti, no sólo en el sentido de que un hombre concreto, Jesús de Nazaret, puede ser real y efectiva presencia de Dios en este mundo, por el que Dios mismo habla y hace efectiva su salvación desde el interior de nuestra realidad humana, hecho solidario con ella, sino que cualquier hombre, por la gracia y la fuerza del mismo Dios -la fuerza de su Espíritu-, puede acoger aquella Palabra y aquella Salvación y ser transformado por ella (9). La encarnación es la insospechada revelación, a la vez, de la grandeza del amor solidario de Dios y de la grandeza de la dignidad del hombre, hecho objeto de aquel amor.

................

1. Esta unidad de ambos episodios es expresada literariamente por la frase de transición con que los tres evangelistas subrayan que «entonces» (Mt 4,1), «inmediatamente» (Mc 1,2), «al volver del Jordán» (Lc 4,1), Jesús fue llevado al desierto «por el Espíritu» que acababa de manifestársele en el Bautismo.

2. APOCRIFOS/LOGICOS: En el evangelio apócrifo denominado «de los Hebreos», la incongruencia es sencillamente eliminada. Allí dice Jesús: «¿Qué pecado tengo yo para que deba bautizarme?». Y rehúsa bautizarse. Los evangelios apócrifos casi siempre son más lógicos según la lógica humana; pero precisamente por eso se esfuma la lógica divina.

3. J.l. GONZÁLEZ FAUS, La Humanidad Nueva, Santander 1984, 6ª edic., p. 169. Recomiendo el capítulo IV de esta obra, que trata de forma excelente la cuestión de las tentaciones de Jesús.

4. Para nuestro propósito no es necesario discutir aquí si esta síntesis expresa las reflexiones personales de San Pablo en el momento de escribir, dada la situación de los Filipenses. o si, como piensan muchos exegetas, el apóstol se sirve de un «himno cristológico» con el que algunas comunidades expresaban ya los elementos esenciales de su fe en Cristo. En esta segunda alternativa, las comunidades tendrían ya una fe muy madura y profundizada en el sentido que quisiéramos indicar en nuestra exposición.

5. W. KASPER, Jesús el Cristo, Salamanca 1981, 4ª edic., p. 101.

6. E. BLOCH, Das Prinzip Hoffnung, Frankfun a.M. 1967, p. 1.482.

7. Este era el título de un opúsculo de Karl Barth que hizo época. Últimamente, J.M. ROVIRA I BELLOSO ha publicado un importante libro con el mismo título La Humanitat de Déu. Barcelona 1985.

8. La Humanidad Nueva, cit., p. 382.

9. Este es un tema desarrollado particularmente en la teología de la encarnación de Karl RAHNER. Ver: Escritos de Teología IV, Madrid 1961, pp. 139ss.; Meditaciones sobre los Ejercicios de San lgnacio, Barcelona 1971, p. 113.

JOSEP VIVES
SI OYERAIS SU VOZ
EXPLORACION CRISTIANA DEL MISTERIO DE DIOS
Sal Terra.Col. Presencia Teológica, 48
SANTANDER 1988. _PRESENCIA-TEOLÓGICA.Págs. 125-138