ET INCARNATUS EST DE SPIRITU SANCTO EX MARÍA VIRGINE 

J. Ratzinger

1. La relación del cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en la reunión  de Loreto del 22 de marzo de 1995, por Joseph Ratzinger

La estructura básica de la profesión de fe nicena, como de todas las grandes profesiones de  fe de la Iglesia antigua, es una confesión del Dios trinitario. En su contenido esencial es decir sí  al Dios vivo como Señor nuestro, de quien procede nuestra vida y a quien regresa. Es una  confesión de Dios. Pero, ¿qué significa cuando llamamos a este Dios un Dios vivo? Con esto se  quiere decir que este Dios no es una conclusión de nuestro pensamiento, que nosotros ahora,  con la conciencia de nuestro conocimiento y nuestra comprensión colocaremos ante los demás;  si se tratase sólo de esto, este Dios sería sólo un pensamiento de los hombres, y toda tentativa  de dirigirse a él podría ser muy bien una búsqueda a ciegas llena de esperanza y de espera,  pero siempre llevaría a lo indeterminado. El que hablemos de Dios vivo significa que este Dios  se muestra a nosotros; él mira desde la eternidad en el tiempo y establece una relación con  nosotros. No podemos dar de él una definición según nuestros gustos. Él mismo se ha  "definido", de modo que ahora él está como nuestro Señor que es ante nosotros, sobre  nosotros y entre nosotros. Este mostrarse de Dios, por lo que él no es el fruto de nuestra  reflexión, sino nuestro Señor, constituye por consiguiente el punto central de la confesión de fe:  el reconocimiento de la historia de Dios en el corazón de la historia de los hombres no es algo  que complicaría la sencillez de la confesión de Dios, sino que es su condición interior. Por ello el  centro de todas nuestras confesiones de fe es el sí a Jesucristo: "Él se ha encarnado por obra  del Espíritu Santo en el vientre de la Virgen María y se ha hecho hombre". Ante esta frase  nosotros nos arrodillamos, porque en ese momento el cielo, el velo tras el que se esconde Dios,  se rompe y el misterio nos toca con inmediatez. El Dios lejano se convierte en nuestro Dios, se  convierte en Emmanuel, "Dios con nosotros". Los grandes maestros de la música sacra, más  allá de todo aquello que pueda ser expresado con palabras, y de manera cada vez nueva, han  dado a esta frase la resonancia mediante la cual lo indecible toca nuestro oído y nuestro  corazón. Estas composiciones son una "exégesis" del misterio que penetra más profundamente  que todas nuestras interpretaciones racionales. Pero puesto que es la Palabra que se convirtió  en carne, también de manera cada vez nueva hemos de tratar de traducir a nuestras palabras  humanas esta Palabra originaria creadora que "estaba junto a Dios" y "es Dios", a fin de oír en  las palabras la Palabra. 

1. Gramática y contenido en la frase de la profesión de fe 

Si ahora examinamos la frase ante todo según su estructura gramatical, se ve que incluye  cuatro sujetos. Se nombra expresamente al Espíritu Santo y a la Virgen María. Pero además  está también el sujeto "Él" de «Él se ha hecho carne». A este Él antes se le ha llamado con  diversos nombres: Jesucristo, el unigénito Hijo de Dios,... Dios verdadero de Dios verdadero...,  de la misma sustancia que el Padre. De modo que en este Él -inseparable de él- va incluido otro  Yo: el Padre, cuya misma sustancia comparte, por lo que puede llamarse Dios de Dios. Esto  significa: el primero y el verdadero sujeto de esta frase es -como inevitablemente era de esperar  tras lo dicho anteriormente- Dios, pero Dios en la trinidad de los sujetos, que sin embargo son  Uno solo: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La dramaticidad de la frase, sin embargo, está en  que no formula una afirmación sobre el ser eterno de Dios, sino una afirmación de acción, que  tras un atento examen resulta ser incluso una afirmación de "pasión", como una acción pasiva. A  esta afirmación de acción, de la que participan las tres personas divinas, cada una a su manera,  pertenece la expresión «ex María Virgine», o mejor dicho, de aquí arranca la dramaticidad del  conjunto, puesto que sin María la entrada de Dios en la historia no llegaría a su fin, y por  consiguiente no se habría conseguido precisamente lo importante en la confesión de fe: que  Dios es Dios con nosotros y no sólo Dios en sí mismo y para sí mismo. De este modo la mujer,  que se designó a sí misma como humilde, es decir, mujer anónima (Lc 1, 48), queda en el punto  central de la confesión en el Dios vivo y Él no puede ser pensado sin ella. Ella pertenece  irrenunciablemente a nuestra fe en el Dios vivo, en el Dios que actúa. La Palabra se hace carne,  el eterno y fundador significado del mundo entra en éste. Él no lo mira solo desde fuera, sino  que El mismo se convierte en sujeto agente en él. Para que esto pudiera ocurrir era necesaria la  Virgen, que pusiera a disposición toda su persona, es decir, su cuerpo, a sí misma, para que se  convirtiera en lugar del habitar de Dios en el mundo. La encarnación necesitaba la aceptación.  Sólo así se produce verdaderamente la unidad del Logos y de la carne. «Quien te ha creado sin  ti no ha querido redimirte sin ti», dijo san Agustín sobre esto. El "mundo", al que viene el Hijo, la  "carne" que él asume, no es un lugar cualquiera ni una cosa cualquiera: este mundo, esta carne  es una persona humana, es un corazón abierto. La carta a los Hebreos, a partir de los Salmos,  interpretó el proceso de la encarnación como un diálogo real intradivino: "Un cuerpo me has  preparado", dice el Hijo al Padre. Pero esta preparación del cuerpo ocurre en la medida en que  también María dice: «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo...  He aquí que vengo para hacer tu voluntad» (Hb 10,5-7; Sal 40,6-8). El cuerpo es preparado  para el Hijo en el momento en que María se entrega totalmente a la voluntad del Padre y así  pone a disposición su cuerpo como tienda del Espíritu Santo. 

2. Los antecedentes bíblicos de la frase 

Para comprender en su profundidad la frase central de la confesión de fe hemos de ir más  allá del Credo, remontarnos a su fuente: las Sagradas Escrituras. La profesión de fe, examinada  más atentamente, se nos revela en este punto como una síntesis de los tres grandes  testimonios bíblicos de la encarnación del Hijo: Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38; Jn 1, 13-14. Tratemos,  pues, sin entrar en la explicación pormenorizada de estos textos, de comprender algo de su  específica y particular aportación a la comprensión de la encarnación de Dios. 

2.1. Mt 1, 18-25 

Mateo escribe su Evangelio para un ámbito judío y judeo-cristiano. Por lo tanto su  preocupación es la de hacer resaltar la continuidad entre la antigua y la nueva alianza. El  Antiguo Testamento tiende a Jesús, en él se cumplen las promesas. El nexo interior de espera y  cumplimiento se convierte al mismo tiempo en la prueba de que Dios aquí actúa  verdaderamente y que Jesús es el salvador del mundo enviado por Dios. De ahí que ante todo  Mateo desarrolle la historia de la infancia a partir de san José, para mostrar que Jesús es hijo de  David, el heredero prometido que da continuidad a la dinastía davídica y la transforma en la  realeza de Dios sobre el mundo. El árbol genealógico, por ser árbol genealógico davídico, lleva  a José. El ángel se dirige en sueños a José como al hijo de David (Mt 1, 20). Por eso José se  convierte en aquél que da el nombre a Jesús: la asunción a la posición de hijo se cumple en la  imposición del nombre... 

Precisamente porque Mateo quiere hacer ver la correlación de promesa y cumplimiento es por  lo que surge la Virgen María junto a la figura de José. Todavía era incomprensible la promesa  que Dios había hecho por medio del profeta Isaías al titubeante rey Ajaz, quien aunque los  ejércitos enemigos acosaban cada vez más no quiso pedir a Dios ninguna señal. El Señor  "mismo os dará por eso la señal. He aquí que la virgen grávida da a luz y le llama Emmanuel  (Dios con nosotros)" (Is 7, 14). Nadie está en condiciones de decir qué quería decir esta señal  en la hora histórica del rey Ajaz, si fue dada, en qué consistió. La promesa va mucho más allá  de aquella hora. Siguió brillando sobre la historia de Israel como estrella de la esperanza que  orientaba la mirada hacia el futuro, hacia lo todavía desconocido. Para Mateo, con el nacimiento  de Jesús de la Virgen María, el velo se descorre: esta señal ahora ya está dada. La Virgen, que  como Virgen da a luz por obra del Espíritu Santo, es la señal. Con esta segunda línea profética  se conecta ahora también un nombre nuevo, que por sí solo da al nombre de Jesús su pleno  significado y su profundidad. Si a partir de la promesa de Isaías el niño se llama Emmanuel, al  mismo tiempo se amplía el cuadro de la promesa davídica. El reino de este niño va más allá de  lo que podía hacer esperar la promesa davídica: su reino es el reino de Dios mismo; participa de  la universalidad de la Señoría de Dios, porque en él Dios mismo ha entrado en la historia del  mundo. El anuncio, que se manifiesta así en el relato de la concepción y nacimiento de Jesús,  vuelve a ser retomado en realidad sólo en los últimos versículos del Evangelio. Durante su vida  terrenal Jesús se siente estrechamente ligado a la casa de Israel, aún no enviado a los pueblos  del mundo. Pero tras su muerte en la cruz, como resucitado, él dice: «Id, pues; enseñad a todas  las gentes... Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt 28, 1920).  Aquí él se muestra ahora como el Dios-con-nosotros, cuyo nuevo reino comprende todos los  pueblos, porque Dios es uno solo para todos. Coherentemente, Mateo modifica en el relato de  la concepción de Jesús en un punto la palabra de Isaías. Ya no dice: "Esta (la virgen) le pondrá  el nombre de Emmanuel", sino "Ellos le llamarán Emmanuel, Dios con nosotros". En este "ellos"  se preanuncia la futura comunidad de los creyentes, la Iglesia, que invocará a Jesús con este  nombre. Todo está orientado a Cristo en el relato de san Mateo, porque todo está orientado a  Dios. De este modo justamente lo ha comprendido la profesión de fe y lo ha transmitido a la  Iglesia. Pero puesto que ahora Dios está con nosotros, son de esencial importancia también los  portadores humanos de la promesa: José y María. José representa la fidelidad de la promesa de  Dios ante Israel; María encarna la esperanza de la humanidad. José es padre según el derecho,  pero María es madre con su propio cuerpo: de ella depende el que Dios se haya convertido  ahora en uno de nosotros.

2.2. Lc 1, 26-38 

Veamos ahora cómo presenta Lucas la concepción y el nacimiento de Jesús, no para hacer la  exégesis de este densísimo texto en cuanto tal, sino sólo para quedarnos con su aportación a la  profesión de fe. Me limito al pasaje del anuncio del nacimiento de Jesús por parte del arcángel  Gabriel (Lc 1, 26-38). Lucas deja entrever en las palabras del ángel el misterio trinitario,  otorgando al acontecimiento el centro teológico a que hace referencia toda la historia de la  salvación también en la profesión de fe. El niño que nacerá se llamará Hijo del Altísimo, Hijo de  Dios; el Espíritu Santo como fuerza del Altísimo llevará a cabo misteriosamente su concepción:  así se habla del Hijo, e indirectamente del Padre y del Espíritu Santo. Lucas utiliza para referirse  al descenso del Espíritu Santo sobre María la expresión "cubrir con su sombra" (Lc 1,35). Alude  de este modo al relato del Antiguo Testamento de la nube santa, que se paraba sobre la tienda  del encuentro para indicar la presencia de Dios. De este modo María queda caracterizada como  la nueva tienda santa, el arca de la alianza viviente. Su sí se convierte en lugar del encuentro,  en el que Dios recibe una morada en el mundo. Dios, que no vive en piedras, vive en este sí  dado con cuerpo y alma; aquél al que el mundo no puede contener puede tomar morada  totalmente en una persona humana. Este tema del nuevo templo, de la verdadera arca de la  alianza, lo toca Lucas dos veces, sobre todo en el saludo del Ángel a María: "Alégrate, llena de  gracia, el Señor es contigo" (Lc 1, 28). Hoy está casi unánimemente reconocido que esta  palabra del ángel transmitida por Lucas retoma la promesa de Sofonías 3, 14, dirigida a la Hija  de Sión y le anuncia la morada de Dios en ella. Así, con este saludo, María es presentada como  la Hija de Sión en persona y al mismo tiempo como el lugar de la morada, como la tienda santa  sobre la cual reposa la nube de la presencia de Dios. Los Padres han retomado esta idea, que  determina además también la iconografía paleocristiana. San José queda indicado mediante el  bastón florido como sumo sacerdote, como arquetipo del Obispo cristiano. María, por su parte,  es la Iglesia viviente. Sobre ella desciende el Espíritu Santo, y de este modo se convierte en el  nuevo templo. José, el justo, está presentado como administrador de los misterios de Dios, como  superintendente y guardián del santuario que es la esposa y el Logos en ella. Así él se  convierte en la imagen del obispo, al cual se le confía la esposa; ésta no está a su disposición,  sino sólo bajo su protección. Todo está orientado aquí al Dios trinitario, pero precisamente por  esto en el misterio de María y de la Iglesia queda particularmente de manifiesto y comprensible  su "ser con" en la historia. 

Hay otro punto del relato de Lucas de la anunciación que me parece importante para lo que  venimos tratando. Dios pide el sí del hombre. Él no dispone de éste simplemente con un acto de  su poder. Él se ha creado en la criatura humana un interlocutor libre, y ahora necesita de la  libertad de esta criatura para que pueda convertirse en realidad su reino, que no está fundado  sobre un poder exterior sino sobre la libertad. Bernardo de Claraval representó dramáticamente  en uno de sus Sermones esta espera de Dios y la espera de la humanidad: «No calles, virgen  -tú, mujer reservada; no dudes- tú, mujer prudente. En este momento único habla, apresúrate  -nosotros necesitamos tu sí". Sin esta libre adhesión de María Dios no puede hacerse hombre.  Por supuesto, este sí de María es totalmente gracia. El dogma de la inmaculada concepción de  María, en realidad, tiene sólo este sentido específico, mostrar que de ningún modo es un ser  humano quien desencadena con su poder la redención, sino que su sí está enteramente  contenido en el amor de Dios que es desde el principio y que viene antes, que ya lo envuelve,  aún antes de que sea engendrado. «Todo es gracia». Pero la gracia no quita la libertad; por el  contrario, la crea. Todo el misterio de la redención está presente en esta narración y se resume  en la figura de la Virgen María: «He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra»  (Lc 1, 38). 

2.3 El prólogo de Juan 

Vayamos ahora al prólogo del Evangelio de Juan, sobre cuyas palabras descansa la profesión  de fe. También en este caso quisiera aludir sólo a tres conceptos. «La Palabra se ha hecho  carne y ha levantado su tienda entre nosotros». El Logos se hace carne: nos hemos  acostumbrado de tal manera a esta palabra que ya no nos asombra la inaudita síntesis divina  de lo que aparentemente estaba totalmente separado, síntesis en la que los Padres se  ensimismaron. Aquí se hallaba y se halla la verdadera novedad cristiana, que era insensata e  impensable para el espíritu griego. Lo que aquí se dice no deriva de una determinada cultura,  por ejemplo la semítica o la griega, como se afirma continuamente hoy sin reflexionar en ello. Es  algo que va contra todas las formas culturales que conocemos. Era tan incorrecto para los  hebreos como, por otras razones, para los griegos o los hindúes, pero también para el espíritu  moderno, para el que esta síntesis del mundo fenoménico y nouménico es algo completamente  irreal, por lo que nuevamente la rechaza con toda la autoconciencia de la moderna  racionalidad. Lo que aquí se dice es "nuevo" porque viene de Dios y sólo por Dios mismo podía  ser realizado. Para todos los períodos de la historia y para todas las culturas es algo  absolutamente nuevo y desconocido, algo en lo que podemos entrar en la fe y sólo en la fe, y  que luego nos abre horizontes totalmente nuevos del pensar y del vivir.

Pero Juan tiene aquí en mente algo particular. La frase del Logos, que se hace sarx (carne),  anuncia el sexto capítulo del Evangelio, que en su totalidad desarrolla este medio versículo. Allí  Cristo dice a los hebreos y al mundo: " El pan que yo le daré (es decir, el Logos, que es el  verdadero alimento del hombre) es mi carne, vida del mundo" (Jn 6,51). Con la palabra sobre la  carne queda ya expresado al mismo tiempo el don hasta el sacrificio, el misterio de la cruz y el  misterio del sacramento pascual que de aquél deriva. La Palabra no se hace simplemente de  alguna manera carne, para tener una nueva condición de existencia. En la encarnación está  incluida la dinámica del sacrificio. Vemos de nuevo que subyace la palabra del Salmo: "Me has  preparado un cuerpo" (Heb 10,5; Sal 40). De modo que en esta pequeña frase queda contenido  todo el Evangelio; nos sentimos transportados a la palabra de los Padres: el Logos se ha  contraído, se ha hecho pequeño. Esto tiene dos valores: el Logos infinito se ha hecho pequeño,  un niño; y también: la palabra inconmensurable, toda la plenitud de las Sagradas Escrituras se  ha contraído en esta única frase en la que quedan sintetizados la Ley y los Profetas. Ser e  historia, culto y ethos quedan reunidos aquí en el centro cristológico, estando presentes sin  reducciones. 

La segunda indicación que me interesa puede ser breve. Juan habla de la morada de Dios  como consecuencia y objetivo de la encarnación. Él utiliza para esto la palabra tienda,  recordando de este modo nuevamente la veterotestamentaria tienda del encuentro, la teología  del templo, que se cumple en el Logos hecho carne. En la palabra griega usada para tienda  -skenè- también resuena, sin embargo, la palabra hebrea shekinà, es decir, la designación de la  nube santa del primer judaísmo, que luego se convirtió precisamente en el nombre de Dios y  que indicaba la graciosa presencia de Dios ante la que los hebreos se reunían para la oración y  el estudio de la ley. Jesús es la verdadera shekinà, por la que Dios está entre nosotros cuando  nos reunimos en su nombre. 

/Jn/01/13:Para terminar hemos de considerar también el versículo 13. A aquéllos que lo han  recibido, Él -el Logos- les ha dado el poder de convertirse en hijos de Dios: "A aquellos que  creen en su nombre, que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón,  sino de Dios son nacidos". Para este versículo existen dos diferentes tradiciones textuales,  siendo así que hoy no podemos establecer cuál es la original. Ambas parecen del mismo  período e igualmente autorizadas. Está la versión en singular: "Que no de la sangre, ni de la  voluntad carnal, ni de voluntad de varón, sino que de Dios fue engendrado"; pero está también  la versión en plural: «Que... sino que de Dios fueron engendrados». Esta doble forma de la  tradición es comprensible, porque el versículo en todo caso se refiere a ambos sujetos. En este  sentido hemos de leer siempre juntas ambas tradiciones textuales, porque sólo juntas hacen  que emerja todo el significado del texto. Si tomamos como base la habitual versión plural,  entonces se habla de los bautizados, a quienes se participa a partir del Logos el nuevo  nacimiento divino. Pero el misterio del parto virginal de Jesús, el origen de este nacimiento  divino nuestro se trasluce tan claramente que sólo un prejuicio puede negar esta correlación.  Pero si consideramos también la versión singular como si fuera la original, queda patente la  relación con "todos aquellos que lo han recibido". Queda claro que la concepción de Jesús por  parte de Dios, su nuevo engendramiento está orientado a esto, a asumirnos a nosotros, a  darnos un nuevo engendramiento. Así como el versículo 14, con la palabra de la encarnación  del Logos, preanuncia el capítulo eucarístico del Evangelio, del mismo modo es evidente aquí la  anticipación del coloquio con Nicodemo del tercer capítulo. A Nicodemo Cristo le dice que el  engendramiento en la carne no basta para entrar en el reino de Dios. Es necesario un nuevo  engendramiento desde lo alto, una re-generación desde el agua y el espíritu (Jn 3,5). Cristo,  que fue concebido por la Virgen por obra del Espíritu Santo, es el comienzo de una nueva  humanidad, de una nueva forma de existencia. Hacerse cristiano significa ser recibido en este  nuevo inicio. Hacerse cristiano es algo más que un simple dirigirse a nuevas ideas, a un nuevo  ethos, a una nueva comunidad. La transformación que aquí se realiza es tan radical como un  verdadero renacimiento, una nueva creación. De este modo es como la Virgen-Madre se halla  de nuevo en el centro del acontecimiento redentor. Ella garantiza con todo su ser la novedad  que Dios ha realizado. Sólo si su historia es verdadera y está en el principio es válido lo que  dice Pablo: «De suerte que el que es de Cristo se ha hecho criatura nueva» (2 Cor 5,17). Dios no está ligado a piedras, pero Él se liga a personas vivas. El sí de María le abre el  espacio donde puede levantar su tienda. Esta misma se convierte para él en la tienda, y de este  modo ésta es el comienzo de la santa Iglesia, que a su vez es anticipo de la nueva Jerusalén en  la que no existe templo alguno porque Dios mismo mora en ella. La fe en Cristo, que  confesamos en el Credo de los bautizados es, pues, una espiritualización y una purificación de  todo lo que la historia de las religiones había dicho y esperado sobre la morada de Dios en el  mundo. Pero al mismo tiempo es también una corporización y una concretización que va más  allá de toda espera en el ser de Dios con los hombres. «Dios es en la carne»: esta unión  indisoluble de Dios con su criatura constituye precisamente el centro de la fe cristiana. De modo  que se comprende que desde un principio los cristianos consideraran santos los lugares en los  que se había producido este acontecimiento. Se convirtieron en la garantía permanente del  ingreso de Dios en el mundo. Nazaret, Belén y Jerusalén se convirtieron de este modo en  lugares en los que de alguna manera se pueden ver las huellas del Redentor, en los que el  misterio de la encarnación de Dios nos toca muy de cerca. Por lo que concierne al relato de la  anunciación, el Protoevangelio de Santiago, que se remonta de todos modos al segundo siglo y  que a pesar de sus muchos elementos legendarios podría también conservar recuerdos reales,  subdividió este acontecimiento en dos lugares. María «tomó el cántaro y salió por agua. He aquí  que una voz dijo: Salve, llena de gracia, el Señor sea contigo, bendita entre todas las mujeres".  Ella se giró a derecha e izquierda para ver de dónde procedía esa voz. Y se turbó, entró en su  casa, dejó el cántaro, tomó la púrpura, se sentó en su taburete y la tendió. Y he aquí que un  ángel del Señor apareció de repente ante ella y dijo: "No temas, María, porque has hallado la  gracia ante el omnipotente y concebirás de su palabra"» (11, 1 ss.). A esta doble tradición  corresponden los dos santuarios, el santuario oriental de la fuente y la basílica católica,  construida alrededor de la cueva de la anunciación. Ambas tienen un sentido profundo.  Orígenes llamó la atención sobre el hecho de que el tema del pozo informa toda la historia de  los Padres del Antiguo Testamento. Allá donde llegaban cavaban pozos. El agua es el elemento  de la vida. De este modo el pozo se convierte cada vez más en el símbolo de la vida, hasta el  pozo de Jacob, ante el que Jesús mismo se revela como la fuente de la verdadera vida, de la  que la humanidad tiene profunda sed. La fuente, el agua que surge a chorros se convierte en el  signo del misterio de Cristo, que nos dona el agua de la vida y de cuyo costado abierto sale  sangre y agua. La fuente se convierte en el anuncio de Cristo. Pero al lado está la casa, el lugar  de la oración y del recogimiento. «Cuando quieras rezar, entra en tu cuarto...». La realidad más  personal, el anuncio de la encarnación y la respuesta de la Virgen exigen la discreción de la  casa. Las investigaciones del padre Bellarmino Bagatti han puesto de manifiesto que ya en el  segundo siglo una mano trazó en la cueva de Nazaret en lengua griega el saludo del ángel a  María: "Ave María". Gianfranco Ravasi observa muy oportunamente que este testimonio del  investigador atestigua «que el mensaje cristiano no es una colección abstracta de tesis  teológicas sobre Dios, sino el encuentro de Dios con nuestro mundo, con la realidad de  nuestras casas y de nuestra vida». Precisamente de esto se trata aquí, en la santa casa de  Loreto y en el año de su gran Jubileo: nosotros nos dejamos tocar por lo concreto de la  actuación divina para proclamar con renovada gratitud y autoconciencia: «Él se ha encarnado  en el vientre de la Virgen María y se ha hecho hombre.».

30-DIAS/1995/91.Págs. 65-73

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2.ENC/ESCANDALO:

Evidentemente, las categorías bíblicas de pensamiento representan un mundo completamente  original: basta comparar el «humanismo» de la Escritura con el humanismo clásico grecolatino  para captar el contraste. A los ojos de ·Celso, el cristianismo es una doctrina «bárbara,  absurda, para gente sin cultura». La idea de que la sabiduría de los hombres es locura para  Dios tenía que emocionar al defensor de la cultura griega. 

Celso ha visto claramente que el fundamento de la paradoja bíblica es la encarnación de  Dios, punto central de la nueva fe:

«Si... los cristianos -dice- sostienen que un Dios o un hijo de Dios descendió o debe  descender a la tierra como juez de todo lo terrestre, esa es la más vergonzosa de sus  pretensiones. No hay necesidad de un largo discurso para refutarla. ¿Qué sentido puede tener,  para un Dios, un viaje como éste? ¿Será para aprender lo que pasa entre los hombres? ¿Pero  no lo sabe todo? ¿Es incapaz, con su divino poder, de mejorarlos, si no envía corporalmente a  alguien? ¿O hay que compararlo con un advenedizo, desconocido hasta entonces de las  multitudes, e impaciente por exhibirse ante sus ojos alardeando de sus riquezas?... Y si, como  afirman los cristianos, vino para ayudar a los hombres a entrar en el camino recto, ¿por qué se  dio cuenta de ese deber solamente después de haberlos dejado errar durante tantos siglos? Si  Dios desciende en persona a la humanidad, es que abandona su morada. Y al mismo tiempo  trastoca el universo. Que cambie la menor parcela de este universo y todo él va al desastre...  Dios es bueno, hermoso, dichoso. Su situación, la más bella y la mejor. Si desciende hasta  nosotros es porque se somete a un cambio, y ese cambio (fatalmente) irá de bueno a malo, de  hermoso a feo, de dichoso a desgraciado, de muy bueno a muy malo. ¿Quién puede desear  semejante cambio? Además, lo mortal está por naturaleza sujeto a vicisitudes y  transformaciones. Mientras lo inmortal permanece, por esencia, siempre idéntico a sí mismo.  Así, pues, Dios no podría sufrir semejante cambio» (1). 

A través de simplificaciones muy arbitrarias, este texto manifiesta un sentido exacto del hecho  central del cristianismo: Dios «se mueve»; entra en la Historia. La fe cristiana está fundada en  un acontecimiento histórico, que renueva la historia y tiene repercusiones decisivas sobre el  desarrollo del universo en el espacio y el tiempo. Newman afirmó con frecuencia, por ejemplo,  que la revelación cristiana no es exactamente una «doctrina sagrada», la manifestación de  verdades eternas, sobrenaturales, sino esencialmente un acontecimiento histórico, «una verdad  que ha llegado»; la Biblia es su primer «tiempo», que el «tiempo de la Iglesia» continúa a lo  largo de los siglos (2).

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1) Bible et Vie chrétienne, núm. 4, pág. 3. 

2) Cf. C. TRESMONTANT, Essai sur la pensée hébraïque, traducido al español en Ed. Taurus, y Bible et Vie  chrétienne, núm. 4, pág 107.

CHARLES MOELLER
BIBLIA Y PEDAGOGIA DE LA FE
CELAM-CLAF.MAROVA.MADRID-1969.Pág. 91 s.