VIVIR EN COMUNIDAD

ASPECTOS PSICOLÓGICOS 
(4) 

ALESSANDRO MANENTI

 

EL ANIMADOR DE LA COMUNIDAD


ANIMADOR/MODELOS C/ANIMADOR LIDER//ANIMADOR 
ANIMADOR//LIDER C//GRUPO GRUPO//C: 
Es evidente que en todo grupo debe haber un líder. No por razón 
de orden y de control, sino por razón de «caridad», porque el líder 
ayuda a interiorizar los valores que se profesan a nivel intelectual 
favoreciendo la capacidad de trascenderse por el Reino y evitando 
con ello a los demás la penosa situación, no tanto de equivocarse 
cuanto de seguir repitiendo siempre los mismos errores. El arte de 
ser líder (llámese «superior», «maestro de novicios», «animador de 
grupo» lo que sea) consiste en el proceso creativo de quien acepta 
la responsabilidad de ayudar a los demás ­como individuos y como 
grupo­ a tender hacia aquellos valores en virtud de los cuales los 
propios individuos han decidido vivir juntos. Tiene, pues, una doble 
tarea: la de ayudar a los individuos a formarse su propia identidad y 
la de mantener al grupo abierto a los valores y al mundo exterior. 
No basta con haber sido legítimamente elegido superior para 
ejercer con eficacia el correspondiente servicio. Sucede muchas 
veces que el superior lo es de nombre, pero no de hecho; puede 
ocurrir que haya otros «superiores ilegítimos» que tal vez, 
oficialmente, ocupan un puesto más oscuro, pero que de hecho son 
quienes dictan el espíritu de una comunidad hasta el punto de 
llegar a neutralizar la influencia del líder legítimo. Tampoco basta 
con creer que «superior se nace, no se hace». Ni se desempeña 
debidamente el servicio de gobierno a base de resolver el dilema de 
si hay que ser tolerante o autoritario. El verdadero líder, si desea 
desempeñar su función de caridad, deberá más bien preguntarse: 
¿sobre qué bases fundamento mi legítimo poder?; ¿a qué es a lo 
que yo apelo para ejercer un influjo educativo en los demás? Para 
mí, ¿qué significa mandar: acaso castigar y recompensar, o 
hacerme querer por todos y mostrarme simpático, o ser 
competente. .. ? Hay muchas maneras de ser animador de la 
comunidad pero sólo una de ellas cumple su cometido: ser 
transparente a los valores trascendentes de la «consagración». 

Recompensa - castigo 
De acuerdo con este primer modelo, el líder ejerce su influjo 
valiéndose de premios y castigos. Ambos medios ­sobre todo si se 
emplean de manera simultánea­ proporcionan al líder un poder 
enorme, por cuanto que no permiten presentar ante el que manda 
ninguna otra alternativa. Los individuos se ven obligados a 
conformarse si desean evitar desagradables consecuencias. Es, en 
su más genuina expresión, la comunidad de observancia, con su 
recurso al método del chantaje. Esta «política de las 
consecuencias» puede adoptar formas muy elegantes, sin tener 
necesariamente que aparecer como algo oneroso e inhumano. En 
el fondo, si los padres prometen a su hijo una flamante motocicleta 
si saca buenas notas el hijo seguirá gustosamente el juego. 
¡Cuántas veces se han servido los superiores de los ministerios y 
las órdenes sagradas como instrumento de amenaza y de 
chantaje...!: «si no estudias y no apruebas todos los exámenes..., si 
no sientas la cabeza, despídete de ordenarte»; «si no asistes 
puntualmente a la oración comunitaria, no quiero volver a verte 
delante de mi.... no esperes de mí una sola palabra»... Pero ni 
siquiera hace falta decirlo con palabras; basta con darlo a entender. 
Esta «moral de las consecuencias» tiene la enorme desventaja de 
que lo único que fomenta es una aceptación pública del influjo. El 
individuo en cuestión podrá ir todos los días a misa sin llegar jamás 
a preguntarse si la misa significa verdaderamente algo para él; y 
soñará con el día en que esté ausente el superior para poder 
quedarse en la cama; estará más preocupado por buscar 
escapatorias y justificaciones que por trascenderse en la línea de 
unos valores evangélicos que sean para él significativos. 

Referencia - atracción 
En este segundo modelo, el líder ejerce su influjo sirviéndose de 
su propio atractivo personal. Trata de hacerse atrayente y 
simpático; tiende a establecer una comunicatividad entre él y los 
miembros del grupo; insiste frecuentemente en lo hermoso que es 
estar juntos y quererse. Y evita las disensiones, considerando 
siempre como una amenaza la diversidad de puntos de vista dentro 
del grupo. 
Para promover esta uniformidad afectiva, se presenta como un 
estimulador de los afectos, como una persona cálida, maternal y 
exuberante que invita a los demás a expresarse. Desea inspirar una 
súbita simpatía y establecer una relación de amistad. Aspira a ser el 
punto de referencia para el grupo, presentándose como el modelo a 
imitar e invitando tácitamente a los demás a adoptar su estilo y su 
comportamiento. «Sé como yo», «fíjate en mí», «aquí estoy yo, 
omnipotente»...: éstos son los mensajes inconscientes que 
subyacen al caluroso y acogedor comportamiento de quien ofrece 
afecto, elogios y aliento. Gracias al poder personal del líder y a su 
fuerte personalidad, el grupo vive y camina. 
Este modo de ejercer el influjo es superior al precedente, porque 
muestra que el líder es una persona humana como los demás, que 
da y recibe afecto y comprensión, que se interesa por dialogar con 
los miembros de su comunidad y aspira a construir con ellos una 
alianza de ideas y de afectos, siempre útil para el camino común de 
trascendencia. 
Sin embargo, el poder de referencia, por sí solo, no favorece la 
interiorización de los valores vocacionales, sino que en realidad 
conlleva el peligro de limitarse a la comunidad de auto-realización y 
a unas relaciones basadas en el «inconsciente contrato 
inconsistente». De hecho, puede, equivocadamente, fundamentar la 
existencia del grupo en procesos emotivos (¡qué hermoso es estar 
juntos...!) más que en convicciones religiosas (estamos juntos para 
realizar valores trascendentes). De este modo, la supervivencia del 
grupo se ve condicionada por estos vínculos afectivos. Es por esto 
por lo que muchas comunidades, excesivamente vinculadas a un 
determinado líder, entran en crisis cuando dicho líder es sustituido 
por otro. Se piensa erróneamente que un líder atractivo es también, 
por ello mismo, un líder capaz de favorecer la interiorización, 
cuando, por el contrario, al convertirse en el polo de referencia del 
grupo, dicho líder vincula a los demás a su propia persona, en lugar 
de vincularlos a unos valores que están por encima de el y del 
propio grupo. Y así el grupo funciona no tanto porque crea 
intrínsecamente en los valores, sino porque se da una relación 
gratificante entre sus miembros y el líder. Esta es la razón por la 
que muchas veces este tipo de líder establece coaliciones con 
algunos miembros de su comunidad, pero no con todos. De este 
modo se crea la figura del confidente, la del consolador, la del 
consejero..., estableciendo, inconsciente e involuntariamente, las 
bases para la existencia de facciones en el interior del grupo. 
VALORES/CUALIDADES: El hecho de que hoy día el líder tienda 
frecuentemente a ser más atractivo que transparente no se debe a 
incapacidad personal o a mala voluntad, sino a que se ve movido a 
ello por la realidad y la mentalidad actuales, que, cuando no se 
consideran críticamente, hacen que disminuya la claridad de los 
valores últimos y los valores instrumentales; muchas veces no se 
poseen criterios objetivos que ayuden a ver con claridad a dónde 
hay que ir y cómo se puede llegar. Y de este modo, las cualidades 
personales de quien está cerca de nosotros resultan más 
importantes que los valores objetivos. 

El temor a la impopularidad crea falsos profetas 
Una de las mayores tentaciones del líder es, por tanto, el temor a 
la impopularidad. Olvida fácilmente que la renuncia es un medio 
positivo para llegar a amar libremente y tiende a satisfacer 
indiscriminadamente las exigencias de los demás, sin preguntarse si 
ello les ayudará a crecer o a repetir los errores y las decepciones 
del pasado. Por temor a verse excluido del grupo, el superior duda 
en proponer los valores evangélicos que hoy resultan 
particularmente dificultosos; su testimonio, en lugar de guiarse por 
la fidelidad al Evangelio en su integridad, corre el peligro de ser 
condicionado por la posible reacción del auditorio. 
PROFETA-FALSO: Una analogía puede ayudar a hacer entender 
esta dinámica. El falso profeta, debido al secreto temor a quedarse 
solo, difunde sus interpretaciones por doquier, con el fin de 
protegerse en todas partes de la carcoma de la duda. Impulsado 
por su propia incertidumbre, se siente obligado a iluminar el mundo 
y a buscar prosélitos que representen para él la garantía del valor 
de sus convicciones. A pesar de su superabundancia de 
conocimientos, no se siente lo suficientemente a gusto como para 
poder perseverar en ellos por sí solo. Entonces se sirve de su 
aparente seguridad para hacerse discípulos, los cuales se sientan a 
los pies del profeta y se guardan muy mucho de tener ideas 
propias. La pereza mental se convierte en virtud y todo el mundo 
trata de calentarse al sol del «gran líder»: los miembros del grupo 
se convierten en una mala imitación del cabecilla del mismo. 
De este modo, las diferencias individuales desaparecen y pasan 
a ser consideradas sospechosas, olvidando que todas las grandes 
acciones virtuosas son individuales. El individuo queda libre de su 
responsabilidad personal y se premia la mediocridad de quien está 
dispuesto a vegetar cómoda e irresponsablemente. Ya nadie 
entiende cómo alguien puede pretender algo distinto de lo que la 
masa desea. 

El líder competente 
El líder competente -esto es, el líder que desea conducir a la 
interiorización de los valores- sabe que no puede establecer con el 
grupo una relación que sea un fin en sí misma, porque la única 
finalidad consiste en guiar al grupo a vivir los valores. Por eso, el as 
que guarda en su manga es el del radicalismo evangélico, no el de 
las cualidades personales. 
El líder «interiorizador» abre la marcha que lleva a Cristo, 
aceptando desde el comienzo la posibilidad de separarse de 
aquellos a quienes ha indicado el camino. Más aún, esta posibilidad 
será para él la señal de haber desempeñado con amor su tarea de 
precursor de Cristo. De este modo habremos aprendido que se 
puede iniciar la marcha hacia Cristo atraídos por la personalidad de 
un líder, pero también que dicha marcha sólo puede proseguirse si 
nuestra entrega es precisamente a Cristo. Y aun cuando el líder, 
por lo que fuere, cayera en desgracia a nuestros ojos o muriera en 
nuestro corazón, no por ello abandonaremos el camino que él nos 
había ayudado a iniciar. El verdadero animador de comunidad es 
como el andamiaje de una nueva construcción, cuyo éxito no 
consiste en llegar a formar para siempre una sola cosa con el 
nuevo edificio, sino en conseguir que éste sea capaz de sostenerse 
sobre sus propios cimientos.
El líder competente conoce la verdad. Y puesto que él ha 
recorrido con anterioridad el camino de fe que ahora propone a los 
demás, está en condiciones de dar respuestas correctas y 
apropiadas. El líder competente es creíble (no ya sólo atractivo, por 
lo tanto): no transmite los valores con segundas intenciones (temor 
al rechazo social, deseo de «hacer carrera», necesidad de dar una 
buena imagen ante sus superiores...), sino exclusivamente para 
servir a los miembros del grupo. El líder competente no busca 
gratificar o frustrar indiscriminadamente, sino atribuir significados, 
ofreciendo los elementos necesarios para interpretar la realidad y 
ayudando a elaborar un «mapa» que sirva para saber cómo 
cambiar, cómo crecer y cómo caminar. Por eso es tan importante 
que el líder haya recorrido ya este camino personalmente.
La atribución no es una función ejecutiva; el líder no dice tanto 
«lo que hay que hacer» cuanto «cómo» situarse frente a la 
realidad. Trata, por ejemplo, de hacer entender cuál es el clima 
espiritual del grupo y cómo está trabajando éste; pide que se 
reflexione sobre el porqué. En una palabra: no es el «factotum» ni 
el que dirige el tráfico (el que establece limitaciones, el que 
bloquea, el que premia, el que castiga, e] que hechiza...), sino que 
lo único que pretende es dar un significado a lo que se hace. De 
este modo, la existencia del grupo ya no se basa en procesos 
emotivos (¡qué hermoso es estar juntos... !), sino en procesos 
cognitivos (atribuir significados a la existencia). El líder ya no es el 
eje sobre el que gira el grupo, sino que se ha hecho transparente y 
conduce al grupo no hacia sí mismo, sino hacia los valores 
transcendentes. 

Tres criterios fundamentales 

1) Ante todo, el líder debe saber por qué motivos se ha fundado 
su comunidad. Es capaz de retroceder en el tiempo y meterse de 
lleno en la historia de su comunidad, con objeto de construir una 
comunidad de vida, en lugar de una simple asociación de trabajo. 
Muchas comunidades, totalmente consagradas a «hacer» 
apostolado, han perdido la libertad de «ser» apóstoles, perdiendo 
también de vista, progresivamente, los valores que en otro tiempo 
fundamentaron la opción apostólica. No es tiempo perdido el que se 
emplea en ayudar a las personas a contemplar las raíces de la 
propia comunidad y a percibir cuán sólidas permanecen aun 
cuando se ramifiquen en diversas actividades. No siempre los 
individuos en cuanto tales alcanzan a ver la aportación que su vida 
supone para el progreso de la comunidad. 

2) El líder debe correr el riesgo de la creatividad. Su función no 
es la de frenar ni la de hacerse simpático, sino la de guiar a los 
individuos a transcenderse por el Reino. Muchas veces la 
estabilidad y la tranquilidad de muchos años no desean verse 
sacudidas: «¿por qué cambiar, si siempre hemos hecho del mismo 
modo?». Escuchar a cada persona y responder de manera que 
todas ellas comprendan el progreso que supone el cambio exige a 
veces años enteros de trabajo. Toda decisión conlleva un riesgo 
(incluido el de la impopularidad), pero quien es capaz de arriesgar 
el futuro es siempre mejor que quien se encierra en el pasado. 

3) El líder no actúa con un grupo abstracto, sino con personas, 
cada una de las cuales tiene su propia personalidad. El ser 
conscientes de quiénes son en verdad las personas de un grupo 
convierte en verdaderamente absurdo el slogan de que «todos 
deben ser medidos por el mismo rasero». Lo cual no significa 
abogar por el favoritismo, sino por el discernimiento de lo que 
realmente desea Dios de cada una de las personas. 
La prioridad del servicio a las personas sólo es realizable si el 
líder se establece una jerarquía de funciones. El no es omnipotente 
y omnifaciente; si desea estar al servicio de las personas, deberá 
tener la humildad de delegar en otros parte de su trabajo, en la 
seguridad de que esos otros pueden estar en mejores condiciones 
que él para descubrir qué es lo que más conviene hacer. Lo cual, 
por otra parte, ayudará a los individuos a activar sus propios 
valores en favor del Reino, al tiempo que evitará al Iíder la 
frustración de no ser capaz de hacerlo todo. La certeza de que 
también los otros gozan de la estima de Dios y el realismo a la hora 
de valorar las propias posibilidades son dos virtudes distintivas del 
cristianismo. 
Si el líder consigue hacer suyas estas dos virtudes, se dará 
cuenta ­como persona competente de que no existe la maleza: sólo 
hay plantas, cuyas virtudes aún no han sido descubiertas. 


Apéndice
Los múltiples modos de
hacer comunidad 

La comunidad es en sí misma un fenómeno ambivalente: puede 
significar muchas cosas, según los motivos que mantengan unidas a las 
personas y según sean las características de estas mismas personas. A 
continuación presentamos el ejemplo de la comunidad educativa de un 
seminario, que da idea de lo vivos que son algunos problemas que pueden 
plantearse y que deben tenerse en cuenta a la hora de crear un verdadero 
clima formativo. Se trata de un texto del P. Amedeo Cencini. 

Durante el año escolar 1978-79 realicé una investigación entre 
los estudiantes de teología de un seminario regional de la Italia 
central ­lugar de afluencia de unas veinte diócesis­ que me ofreció 
un interesantísimo material de análisis y puede servir de guía 
orientadora de nuestra reflexión. 
La finalidad de la investigación consistía en determinar el nexo 
existente entre formación para el sacerdocio e identificación con un 
modelo. Ambos objetivos requerían un análisis profundo y 
pormenorizado de cada sujeto, de su estructura psicodinámica, de 
su historial psicogenético (desde la familia hasta los sucesivos 
ambientes de socialización) y, consiguientemente, de su vida de 
relaciones, con especial referencia a la situación concreta del 
seminario y, por tanto, a la vida de grupo, a las relaciones del sujeto 
con los superiores y los compañeros, etcétera. Y todo ello, 
lógicamente, sin perder nunca de vista el elemento último de la 
formación sacerdotal. He empleado métodos y sistemas de la 
psicología profunda aplicada a la vida sacerdotal y religiosa. Y en 
concreto he mantenido conversaciones por un total de siete horas 
con cada uno de los miembros de la referida comunidad educativa. 

Pues bien, entre otros resultados de la investigación, se ha 
destacado con claridad el siguiente dato, relativo concretamente al 
vivir comunitario: la existencia de diversos grupúsculos o «capillitas» 
en el seminario, en los que confluían, en diversas proporciones, 
todos los encuestados. 
Es decir, he constatado cómo dentro de la única comunidad 
educativa se hallaban significativamente presentes y efectivamente 
actuantes otras... pequeñas comunidades «nucleares» o, dicho de 
un modo más sencillo, una serie de «grupitos» y «clanes» cuya 
existencia era desconocida para todos, superiores y estudiantes, 
pero no por ello menos real. Una fuerza misteriosa, aunque no 
excesivamente ­más adelante la especificaremos­, impulsaba a 
todos ellos hacia uno u otro de tales grupos. Y de ello nacía un 
sentido de alianza entre los componentes del grupo en cuestión, así 
como un sentido de pertenencia al mismo, que acababan 
rompiendo en pedazos la unidad de la comunidad y que me 
sorprendían por la tenacidad y profundidad con que dicha alianza y 
pertenencia estaban arraigadas en cada individuo, aunque no se 
diera cuenta de ello. 
Pero consideremos tales grupos. Describirlos en todos sus 
componentes, por lo general ocultos o camuflados, servirá aunque 
no sea más que para dar una idea de cuáles son los factores que 
entran en juego en una comunidad educativa como es el seminario 
y, en definitiva, en toda comunidad, sobre todo si es juvenil. Una vez 
más quedará de manifiesto cómo no es posible actuar en un sentido 
verdaderamente formativo si no se encuentra el modo de incidir en 
todos los aspectos de la personalidad, en particular en los aspectos 
inconscientes, a fin de neutralizarlos si son negativos y de 
incrementarlos si son positivos, al menos en potencia. Y se vera 
concretamente cómo la comunidad es por sí misma impotente a un 
determinado nivel; más aún, es instrumentalizada en sentido 
negativo. 
GRUPOS/7-MODELOS: Veamos, pues, estos grupos, que son un 
total de siete. Al describirlos deberemos recurrir necesariamente a 
una cierta esquematización. El lector deberá tener en cuenta, pues, 
que en la práctica las cosas son bastante menos delimitables. De 
hecho, ningún grupo se da en estado puro; y los individuos, aun 
pudiendo encuadrarse preferentemente en un determinado grupo, 
fácilmente poseen también las características de otro, por lo que no 
siempre resulta fácil catalogarlos. Además, no es ésta mi intención 
en absoluto. No se trata de juzgar a nadie, esto es evidente, sino de 
individualizar los problemas, a fin de hallar el modo de afrontarlos 
mejor.

Los «poderosos» 
Según mi estudio, resultan ser entre el 8 y el 10% del total. Son 
aquellos que tienen o pretenden tener en sus manos la situación; 
los que crean opinión; los que condicionan pesadamente la marcha 
de la casa de formación con su actitud abiertamente agresiva o 
sutilmente dominante. En cualquier caso, siempre son muy 
influyentes a nivel de grupo. 
Se hallan en constante lucha con la autoridad constituida, a la 
que en ciertos casos desprecian o no consideran a la altura de las 
circunstancias, e instigan inteligentemente a «contestarla». En otros 
casos saben también ocultar hábilmente esta oposición que siempre 
albergan dentro de sí, pero que expresarán exteriormente con 
mucha astucia a través de una agresividad pasiva o delegada en 
otros. Son elementos que se coaligan fácilmente entre sí cuando 
prevén que ello podrá incrementar su capacidad de impacto y de 
dominio... Llegan incluso a establecer un tácito pacto de no 
agresión con la autoridad, si creen que esto puede servir a sus 
proyectos de poder. Pero reaccionan recuperando decididamente 
su espacio original apenas estas alianzas más o menos ficticias 
demuestran ser contraproducentes. La alianza se transforma 
entonces en abierta competitividad, cuando no en una especie de 
«cordial animosidad». 
En la relación con los iguales se descubre a menudo un sentido 
de dominio o de condicionamiento y manipulación. El «poderoso» 
no es capaz de relaciones profundas; y si tiene algunas relaciones 
que parecen amistosas, huelen más a «padrinismo» que a 
verdadera y auténtica amistad. 
Tiene además una notable tendencia a interpretar subjetivamente 
los valores, a los que suele reducir de acuerdo con sus puntos de 
vista, que naturalmente considera como los únicos correctos. 
En el grupo objeto de mi estudio, esta categoría corresponde, 
como ya he dicho, a un 8 ó un 10 %, pero en el grupo es muy 
superior. 
El descubrimiento y el análisis de estos sujetos me ha hecho 
pensar en una figura que, por desgracia, está a veces presente en 
nuestras comunidades: la del sacerdote o la religiosa dispuestos 
únicamente a actuar desde una posición de autoridad, pero 
incapaces de «colaborar», de aceptar una posición subalterna en el 
apostolado, de cooperar con una aportación desinteresada, 
discreta y silenciosa. 

Los «gregarios parásitos» 
Si hay quien domina y condiciona, hay también quien se deja 
dominar y condicionar. Un primer tipo de personas condicionadas 
por los «poderosos» lo constituyen aquellos sujetos que se 
someten incondicionalmente a quien controla la situación, copian 
sus actitudes, imitan sus modos de obrar y, sobre todo, asumen sus 
motivos para la «contestación», aunque de un modo totalmente 
pasivo, y abrazan su causa, remedando con mayor o menor fortuna 
sus métodos «electorales». Por debajo de semejantes actitudes se 
ocultan muchas veces la debilidad y la pasividad, además del temor 
a un encuentro directo con la autoridad constituida, a la que 
externamente, sin embargo, reverencian y tratan de complacer. 
En la práctica no es sino la política de la ambigüedad: un pie 
aquí, el otro allá...; siempre al sol que más calienta, tratando al 
mismo tiempo de no deteriorar las relaciones con los superiores, 
porque, a efectos de «concesión de órdenes» o de acceso a 
puestos cómodos o de prestigio, los superiores cuentan mucho en 
la estructura... Se trata, pues, de actitudes gregarias y parasitarias 
que llevan a evitar cuidadosamente todo lo que signifique asumir 
responsabilidades o cargos que requieran una cierta implicación y 
valor para comprometerse. Son las actitudes que caracterizan a los 
«criticones de pasillo», que se quedan de improviso mudos en las 
reuniones cuando habría que tener el valor de hablar y de hablar 
muy alto. 
Su identificación con los «cabecillas» es, naturalmente, de origen 
defensivo: eligen parecerse a ellos precisamente porque sienten 
hacia ellos un temor tan reverencial como inconsciente. Y así 
también su identificación exteriormente complaciente con la 
estructura tiene el mismo tufo de actitud defensiva e interesada. 
Como es lógico, se alían entre sí, debido a esa atracción mutua que 
siempre existe entre «parientes pobres», con el fin de infundirse 
mutuamente valor. 
Es evidente que estos comportamientos tienen como 
consecuencia la renuncia a vivir de motivaciones propias o que se 
han hecho propias. 
En el plano apostólico, por ejemplo, es frecuente encontrar a 
personas carentes de inventiva, sin valor para explorar nuevos 
caminos, sin calor ni ansia creativa, siempre necesitadas de ser 
provocadas y llevadas de la mano en la acción apostólica, 
destinada a convertirse en seguida para ellos en una cómoda 
rutina. Son personas que se caracterizan por una profunda 
vulnerabilidad, a quienes determinadas situaciones y personas les 
producen verdaderas pesadillas; son incapaces de oponerse con 
firmeza, hétero-dependientes de por vida... 
En el grupo objeto de mi estudio, esta categoría significa un 18 ó 
un 20 %. Es un porcentaje extrañamente elevado, en contra de 
ciertas convicciones hoy en boga, inspiradas ­como suele decirse­ 
en la «recuperación del derecho a autogestionar la propia vida, en 
oposición a cierta concepción alienante de la vida religiosa y 
sacerdotal...». Tal vez alguna frase de este estilo es empleada por 
los que hemos calificado de gregarios-parásitos. Naturalmente, las 
han aprendido de los poderosos y, a pesar de las apariencias, 
constituyen la enésima consecuencia de esta singular relación de 
dependencia de personas débiles e inconsistentes con respecto a 
otras que consiguen enmascarar mejor sus propias inconsistencias. 
En realidad no parece que sea tan verdadera, tan auténtica y tan 
límpida esa proclamada exigencia de autogestión, siendo así que 
un tan elevado porcentaje está formado por personas incapaces de 
autogestionarse. 
En cualquier caso, el gregarismo parasitario no puede 
ciertamente favorecer ni un auténtico vivir comunitario ni, mucho 
menos, un anuncio valeroso del Reino. 

Los «pacifistas-apáticos» 
Es otro modo de reaccionar ante esa especie de régimen 
instaurado por los «poderosos», no ya identificándose con ellos, 
sino uniéndose a otros en una especie de alianza, más o menos 
santa, y bajo el lema: «¡qué hermoso es estar juntos y sin 
problemas...!»; o bien: «¡ea, vamos a querernos...!». 
Les asocia al grupo de los gregarios-parásitos su actitud 
defensiva ­tal vez más acentuada­, así como su profunda 
vulnerabilidad; les diferencia de ellos la ausencia de temas y 
actitudes agresivos y la presencia de una desconcertante apatía 
por lo que se refiere a la tensión hacia un ideal. 
La defensa, en este caso, se ejerce en parte contra los 
poderosos, culpables de romper la comunión y la unidad de la 
compañía, pero también contra el anhelo de una cierta soledad, de 
la que estos sujetos huyen como de una realidad insoportable; y 
también se defienden de todo cuanto pueda turbar una cierta 
tranquilidad interior y exterior. Y así, se unen en «conventículos» 
que se parecen mucho a una confraternidad de mutua ayuda, en la 
que brota una dependencia recíproca basada en una igualmente 
recíproca atracción. Una vez más, se trata, pues, de una 
identificación totalmente horizontal: amigo con amigo, el uno 
encuentra en el otro su modelo; modelo sumamente fácil, 
sumamente accesible, sumamente... reproducible, que no requiere 
ningún esfuerzo especial y se aviene perfectamente con un estilo 
de vida marcado por la apatía y la falta de compromiso. 
He descubierto que esta actitud se apoya de una manera 
evidente, aunque implícita, en la estructura. A este respecto, un 
componente de dicho grupo me definía candorosamente el 
seminario como una «casa de reposo» donde, según él, tenía la 
sensación como de «jugar en casa», empleando esta expresión 
deportiva; otro, sin embargo, me decía con el mismo candor que 
tenía el presentimiento de que «no podría soportar una mañana sin 
estructuras ni controles». Son éstos los dos aspectos centrales de 
este tipo de personalidad: una concepción de la vida fácil, cómoda, 
sin demasiados ahogos, inspirada en el principio de la «reducción 
inmediata y automática de la tensión», teorizado científicamente por 
Freud, y por otra parte, una profunda debilidad interior que hace 
extremadamente vacilante e inestable su personalidad.
Proyectados en el futuro, estos aspectos significarán una vida 
religiosa y sacerdotal apática, anémica, carente de entusiasmo y de 
ganas de trabajar, marcada por una mediocridad que no hace sino 
eclipsar miserablemente una existencia que debería ser capaz de 
aguijonear, de estimular, de provocar proféticamente. Mientras 
tanto, la debilidad intrapsíquica conllevará una adhesión puramente 
nominal y «oficial» a los valores, una disminución de la fuerza de 
tracción-atracción de dichos valores y un aumento de la 
dependencia de las necesidades. 
En cualquier caso, y de cara al exterior, estos sujetos no 
ocasionarán molestias, sino que, por el contrario, estarán de 
acuerdo con todo el mundo. Su relación con los superiores es 
positiva, pero la viven como de una manera neutra: por una parte, 
plenamente comprometida; pero, por otra, sin esa aspereza y 
agresividad que hemos detectado en los «poderosos» y en los 
«gregarios». Entre iguales, la relación es teóricamente abierta a 
todos, en el sentido de que su mensaje de «paz» se dirige a todas 
las personas de «buena voluntad», al menos a quienes prefieren la 
comodidad de lo mediocre a la incomodidad del compromiso, y por 
eso mismo tratan de evitar el tener que afrontar los problemas. 
El porcentaje que alcanzan los componentes de este grupo oscila 
entre el 20 y el 22 %; pero, al ser un grupo abierto y bastante 
atrayente, suscita aceptación y simpatía en gran escala. 

Los «emparejados» 
Con esta expresión me refiero a otra categoría de sujetos 
(presente en mi muestreo en un 15-17 %) que se diferencia de los 
otros subtipos por su acusada tendencia a exclusivizar la relación 
con un «tú» He hallado en estos sujetos ciertos elementos que les 
asemejan indudablemente a los anteriores: debilidad interior, 
vulnerabilidad, una cierta apatía y desgana de obrar y, sobre todo, 
una identificación horizontal; pero no tienen la veleidad agresiva de 
los «gregarios» (a pesar de ser parásitos) ni la disponibilidad a la 
apertura universal de los «pacifistas» (a pesar de ser más bien 
indiferentes). 
Y aquí precisamente radica el elemento diferenciador: estas 
personas necesitan establecer una relación muy concreta (y 
tendente a ser cerrada) con otro; una amistad fija, a tiempo 
completo, en la que cualquier intromisión es cortésmente 
rechazada. Huyen de una realidad que perciben hostil y van en 
busca de un alma gemela o susceptible de serlo. De hecho, una 
conocida ley de la psicología social dice que de la simpatía nace la 
familiaridad, y de ésta brota la semejanza, y viceversa. Así pues, se 
sienten iguales, con las mismas necesidades que satisfacer y las 
mismas exigencias que gratificar. 
O bien se crea entre ambos una situación de complementariedad: 
en este caso el alma no es gemela, pero es hermana y presenta un 
cuadro psicodinámico en el que las necesidades y ciertas 
tendencias psíquicas encajan maravillosamente con las del otro. De 
todo ello resulta una especie de «puzzle» agradable y simpático de 
contemplar, pero pronto a saltar en el momento en que una 
necesidad no se vea satisfecha de manera adecuada, en el 
momento adecuado y al adecuado nivel. Entonces se producen las 
crisis de incomprensión, de celos, de envidia, con todo lo que de 
ello se sigue... 
De aquí es de donde nace (y es fácil de comprender) ese tipo de 
religioso o religiosa incapaz de sostenerse por su propio pie, 
incapaz de autonomía, constantemente necesitado de un apoyo 
que pueda sostener su «yo» vacilante. Se trata del religioso 
«apuntalado», que tiene siempre necesidad de una persona, de 
dentro o de fuera de la comunidad, que le comprenda, le gratifique, 
esté cerca de él y demuestre que le quiere. Y no es infrecuente que 
tal inseguridad afectiva conduzca a un deterioro del celibato, que 
comienza a verse tan amenazado como la propia persona. 
O bien, sin necesidad de que quede directamente afectado el 
celibato, la vida comunitaria de estos sujetos «emparejados» se 
caracteriza muchas veces por una selectividad exclusivista. Para 
ellos sólo existe la pareja, la persona del amigo; los demás, es como 
si no existieran. Su compromiso en las tareas apostólicas será 
proporcional al apoyo afectivo y a la gratificación que el sujeto 
recibe precisamente de dichas tareas, o al empuje y a los ánimos 
que alguien pueda proporcionarle. 

Los «integrados» 
He aquí un modo alternativo de ser dentro del grupo. En realidad, 
estos sujetos se diferencian sustancialmente de todos los anteriores 
por lo que respecta al punto de referencia que informa su 
agrupamiento. Se refieren directa y explícitamente a la autoridad 
constituida, al poder legítimo, tanto en el sentido de la estructura en 
general como de los superiores en particular. Son probablemente 
los representantes del viejo modelo identificador, que da primacía 
precisamente a la identificación vertical, mientras que los grupos 
que hemos visto hasta ahora adoptaban, sin ningún género de 
dudas, un criterio de identificación horizontal. 
Los «integrados», pues, no agreden a los superiores ni activa ni 
pasivamente, ni se coaligan en «pías confraternidades» con sus 
iguales, en una actitud apática y alegre, ni siquiera se asocian «en 
pareja». Simplemente optan por ponerse de parte del superior; 
sienten la necesidad de su aprobación y hacen todo lo posible por 
obtenerla. 
Así pues, si bien es cierto que ha cambiado sustancialmente el 
punto de referencia, no es menos cierto que, en el fondo, hay otras 
muchas cosas que no han cambiado con respecto a la 
psicodinámica de los precedentes grupúsculos, porque, de hecho, 
también aquí se da una situación de dependencia (no sólo afectiva) 
y una búsqueda de compensación de su propia debilidad. Son 
siempre las razones emotivo-afectivas las que prevalecen sobre las 
contenístico-ideales y las que determinarán este concreto tipo de 
agrupamiento. 
Se trata, pues, de personas siempre muy correctas, respetuosas 
de las normas disciplinarias, obedientes a la autoridad constituida. 
Y todo ello para satisfacer su extrema necesidad (de carácter 
defensivo) de ser aceptadas dentro de la estructura que les 
proporciona protección y seguridad. No crean problemas a sus 
superiores; sin embargo, dada su rigidez, sí pueden creárselos a 
quienes viven con ellas. En realidad, los «integrados» son los 
sustentadores, teóricos y prácticos, de la «comunidad de 
observancia», donde todo está previsto por una regla sumamente 
detallada que se interpreta como si fuera un dogma y que hace que 
todo funcione a la perfección; cada norma está en función de la 
adaptación de las personas a las exigencias de su papel; todo se 
realiza siempre de manera uniforme y estable; y se siente un 
sacrosanto pavor al más mínimo cambio, al tiempo que no se hace 
la menor concesión a las necesidades particulares, que se 
sacrifican siempre en aras de la comunidad, las cuales, sin 
embargo, sirven inconscientemente para defender y satisfacer las 
propias necesidades de dependencia, seguridad y protección. 
En el grupo objeto de mi estudio, estos «integrados» significan un 
porcentaje que oscila entre el 13 y el 15 %. 

Los «independientes» 
Este último grupo reúne a individuos de una cierta 
heterogeneidad que, sin embargo, tienen en común una 
fundamental independencia con respecto a sus iguales y con 
respecto también a los superiores y a la estructura. 
No pretenden dominar el ambiente ni aceptan ser condicionados 
por los que gritan más de la cuenta, como tampoco sienten la 
necesidad de establecer aquellos pacíficos pactos de alianza o de 
«arrullarse» con alguien, ni siquiera de defenderse tras la pantalla 
de la autoridad constituida. Estas personas saben adoptar una 
actitud relativamente independiente con respecto a estas diversas 
situaciones. Pero ¿cómo viven esta independencia? 

a) Los independientes «enrolados» 
Algunos, incapaces de soportar un cierto tipo de realidad 
seminarística y comunitaria hecha de suficiencia, de ligereza, de 
presunción y de inmadurez, se aíslan psicológicamente y, en cierto 
sentido, también materialmente, como si buscaran su propia vida de 
formación y realización personal. 
En el grupo por mí analizado dicha vía la constituían el estudio y 
el éxito en el mismo. Pero, tanto en la teoría como en la práctica, si 
nos ponemos en la situación existencial del sacerdote o del 
religioso, esa vía puede venir representada por otras expresiones y 
otros contextos de vida en los que el sujeto piensa que puede tener 
éxito y en los que, consiguientemente, invertirá toda o casi toda 
aquella energía que, normalmente, debería invertir en sus 
relaciones con los demás y con los superiores. 
Volviendo a mi grupo, advertí en algunos una especie de manía 
por su preparación cultural, como si el estudio no sólo fuera el 
cauce privilegiado de su formación, sino que pudiera garantizarles 
además, el día de mañana, un éxito social en su ministerio 
sacerdotal, hasta el punto de representar su «modo» personal de 
ser sacerdotes (se da, como puede verse, una identificación con el 
«rol»; por eso hablamos de «independientes enrolados»). 
Su número está en torno al 13 %. Algunos, por ejemplo, 
identificados con su «rol» de clérigos-estudiantes, rechazaban esas 
tareas ministeriales que sirven de aprendizaje para el joven 
aspirante al sacerdocio. Los componentes de este grupo son los 
fautores de la «comunidad de autorrealización»: según ellos, la 
comunidad debe satisfacer las necesidades de los individuos y 
permitir a cada uno ser él mismo, conforme a sus exigencias, 
referencias y tendencias. Es una concepción opuesta a la de la 
«comunidad de observancia», pero igualmente insuficiente. De 
hecho, estos sujetos vivirán aislados, tal vez encerrados en su 
gabinete de estudio, sin relaciones amistosas, con una actitud de 
velada superioridad sobre los demás, de no-apertura para con los 
superiores, de no-compromiso, de desinterés por los asuntos de la 
comunidad, de egoísta concentración en su propia autorrealización. 

La suya es, por consiguiente, una independencia más exterior 
que interior, más a nivel de relaciones interpersonales que de 
mecanismos psíquicos; en el fondo, se trata de una independencia 
ficticia que tiende a crear «islas» en el seno de la comunidad, y 
«técnicos» en lugar de apóstoles. 

b) Los independientes autónomos 
Estos otros se encuentran en condiciones de vivir auténticamente 
de un modo autónomo sin necesidad de rechazos defensivos ni 
«peloteos» ambiguos. En mi estudio se encuentran en torno al 13 
%. Son clérigos que saben afrontar la vida de grupo con sus 
múltiples facetas, con sus inevitables contradicciones, con las 
limitaciones más o menos acusadas de quien la vive; pero sin 
aislarse, porque saben mantener un cierto equilibrio y una cierta 
distancia interior. 
No pertenecen al grupo de los «poderosos», pero saben 
defender abiertamente sus propias convicciones sin necesidad de 
tomar prestados argumentos y contenidos de otras personas; 
afrontan con valor las normales asperezas de la vida y no tratan de 
neutralizar, mediante «pacíficas» justificaciones de grupo, las 
provocaciones que presenta el ideal; son capaces de intimidad, 
viven la amistad como reciprocidad en dar y recibir, pero no se 
limitan a la pareja fija y establecida, sino que permanecen abiertos 
a relaciones más amplias. 
Y así, por lo que se refiere a los superiores, son capaces de ver 
sus defectos, criticarlos y hablar con ellos directamente, pero sin 
alterar los datos del problema y reconociendo también sus aspectos 
positivos.
E igualmente observan con mirada libre la estructura: manifiestan 
poseer convicciones independientes, no determinadas por la 
necesidad de sentirse protegidos ni por la necesidad contraria de 
agredir a la institución, haciendo de ella el blanco preferido de sus 
críticas. 
No hay la menor huella, pues, de identificación de apoyo en el 
«rol», sino compromiso decidido y generoso en las diversas 
actividades de estudio y de ministerio. No se reúnen en «capillitas» 
para defenderse, gratificarse, vivir en paz, agredir, etcétera, sino 
que caminan hacia un ideal muy concreto y exigente, y únicamente 
en función de él interpretan su vida en comunidad. En otras 
palabras: tienen ante sí un valor trascendente que absorbe todas 
sus energías y todo su tiempo; que tiene la virtud de impedirles 
replegarse en sus propias necesidades y orienta sus energías 
hacia un objetivo que trasciende precisamente una cierta realidad 
hecha de mezquindades e inconsistencias; mezquindades e 
inconsistencias que, como hemos visto, determinan la aparición de 
los diversos grupos que hemos visto anteriormente. 
Podríamos establecer el siguiente principio: en la medida en que 
el valor trascienda esas mismas realidades inauténticas, en esa 
misma medida estarán estas personas por encima de aquellos 
grupos. 
Dentro de su comunidad, estas personas funcionan como 
elementos que, por un lado, tratan de establecer un cierto equilibrio 
(aun a expensas suyas), negándose a ser absorbidos por los 
grupúsculos y sin oponerse sistemáticamente a los demás. Por otro 
lado, son elementos «que provocan», debido a que observan una 
conducta inspirada en los valores; son un continuo acicate para 
quienes inspiran su conducta en las necesidades, aunque sea de 
modo inconsciente. Por eso pueden también provocar rupturas, ser 
malinterpretados y padecer el rechazo: es inevitable. Pero, a pesar 
de no sentirse «héroes», siguen provocando a la comunidad, de 
manera silenciosa pero eficaz, hacia la trascendencia. 
Al actuar de este modo, se disponen a desempeñar una 
verdadera actividad «apostólica» en función del Reino. Su 
capacidad para vivir en comunidad hoy preanuncia la validez de su 
apostolado de mañana: un apostolado libre de toda búsqueda de 
gratificación afectiva, de apoyos compensatorios, de desahogos 
agresivos, de fácil des-compromiso, de apática neutralidad... 
Evidentemente, es una descripción un tanto idealizada; como 
también ­vale la pena repetirlo­ las descripciones que hemos hecho 
de los otros grupos han sido forzosamente esquematizadas «en 
negativo». Es obvio que cada persona es un caso aparte, con unas 
características irrepetibles. Mi pretensión no ha sido la de 
establecer graduaciones de méritos ni la de emitir juicios sobre las 
personas, creando grupos de clase A, de clase B y de clase C. 
Entre otras cosas, porque todos somos hijos de Dios, todos somos 
significativos para su Reino; y no sólo entre los «independientes 
autónomos» se dan vocaciones auténticas. Pero también es 
evidente que, al igual que el pecado no contribuye a una auténtica 
realización vocacional, así tampoco pueden contribuir a ella las 
inconsistencias vocacionales (que no sólo por mi propio estudio, 
sino por otros muchos, rigurosamente científicos, han demostrado 
estar presentes en un 60-80 % de los «llamados»). Ahora bien, 
aquí está precisamente el asunto: es preciso que la persona 
adquiera conciencia de sus propias inconsistencias si de veras 
desea crecer en la vocación.
Cuando, al término de mis análisis psicodinámicos, fui 
encontrándome por tercera vez con cada uno de los sujetos del 
seminario para comunicarles el resultado personal de la 
investigación, invité a cada uno a que señalara el grupo al que 
creía pertenecer, de entre los siete que les presentaba, y que 
hicieran un breve comentario explicativo. Pues bien, casi ninguno 
consiguió... dar con su grupo. Lo cual demuestra que la inmensa 
mayoría ignora la naturaleza de sus propios conflictos internos. 
Ahora bien, ¿qué eficacia puede tener una dinámica formativa 
que no sea capaz de ayudar al sujeto a descubrir sus propias 
inconsistencias y faltas de madurez, al objeto de poder liberarse de 
ellas? Y no es éste el único interrogante que brota de este estudio, 
el cual constituye también una confirmación de lo que decíamos al 
principio, a saber, que «no es la comunidad en cuanto tal la que 
hace avanzar o retroceder en la internalización de los valores». 
Existen otros fenómenos de grupo, imprevisibles como tales, que 
resultan del encuentro entre las diversas psicodinámicas de los 
individuos y que pueden infiltrarse, especialmente cuando no se les 
controla, en lo más vivo de la dinámica comunitaria, haciendo que 
ésta degenere. 
Y son precisamente estos factores ­primero a nivel individual, 
después a nivel de grupo­ los que amenazan con romper la unidad, 
distorsionar los objetivos y hacer baldía la acción de la comunidad 
religiosa. 

ALESSANDRO MANENTI
VIVIR EN COMUNIDAD
Aspectos psicológicos
SAL TERRAE SANTANDER 1984. Págs. 95-123