LA SALVACIÓN FUERA DE LA IGLESIA


¿Fuera de la Iglesia no hay salvación? 
Aun quienes sólo conocen de la Iglesia católica apenas más que su 
nombre han oído de ordinario alguna vez que ella se designa a sí 
misma como «la única que salva»; para quienes han entrado en 
contacto más estrecho con la Iglesia y la teología no es raro tampoco 
que tras esa frase simplificadora se esconda una proposición 
-negativamente formulada- que se remonta hasta la antigüedad 
cristiana: Extra ecclesiam nulla salus = fuera de la Iglesia no hay 
salvación. De la solicitud por la salvación de los no cristianos o de los 
no católicos, que hubo de producir originariamente esta proposición, ha 
surgido entretanto una pregunta a la Iglesia misma y una preocupación 
por la legitimidad de su fe. A la conciencia moderna se le impone con 
tan elemental energía la certeza de la misericordia divina, aun más allá 
de las fronteras de la Iglesia jurídicamente constituida, que eso ya no 
puede representar problema alguno. Pero en tal caso se hace tanto 
más problemática una Iglesia que, durante más de milenio y medio, no 
sólo ha tolerado la pretensión de la exclusiva de salvación, sino que la 
ha erigido en elemento esencial de la manera de entenderse a sí 
misma y parece haberla hecho una parte de su misma fe.
Si esta pretensión cae -y nadie la esgrime ya en serio-, parece 
ponerse en tela de juicio la Iglesia misma. El problema, por lo demás, 
queda en pie aun cuando se prescinda de la forma específica del 
pensamiento católico romano con su identificación de la Iglesia visible, 
constituida y congregada en torno al papa, porque, aun 
independientemente de eso, entra desde el principio en la esencia de 
la fe cristiana que ésta se entienda como el único acceso a la salvación 
dispuesto por Dios. La sola fides, que de alguna forma se encuentra 
desde luego en las cartas paulinas, no significa sólo un descanso y 
simplificación frente a la insoportable variedad de la piedad leguleya: 
«La mera fe basta», sino que incluye también una exigencia y un 
imperativo: Sólo la fe basta. La fe cristiana se ha presentado desde el 
principio como pretensión universal, con la que se ha enfrentado al 
mundo de todas las religiones. El lema de la salvación exclusiva en la 
Iglesia es sólo la concreción eclesial de tal pretensión, resultando ya 
desde el siglo II de la concreción eclesial de la fe. Sin esta pretensión 
de universalidad, la fe cristiana no sería ella misma; pero cabalmente 
esa pretensión parece estar definitivamente superada.
Así, la discusión mantenida desde hace algunos decenios con 
creciente viveza sobre la salvación fuera de la Iglesia se distingue por 
su orientación especifica del problema que en generaciones anteriores 
originó el salus extra... La cuestión primaria no es ya la salud eterna 
de los otros, cuya posibilidad en principio es cierta sin discusión 
posible; el problema realmente capital es más bien cómo haya todavía 
de entenderse, ante esa certidumbre que no puede rechazarse, la 
pretensión absoluta de la iglesia y de su fe. Pero si ello es así, si, en 
otras palabras, el problema real de la antigua proposición cristiana no 
se dirige ya a los de fuera, sino primeramente a nosotros, en tal caso 
no bastan ya las teorías sobre la salvación de los otros por ingeniosas 
que sean. En tal caso hay que plantear más bien la cuestión de si 
aquella pretensión histórica es compatible con nuestra conciencia de 
hoy; hay que poner en claro cómo puede la fe permanecer fiel a sí 
misma al haber cambiado las condiciones. Está sobre el tapete la 
identidad esencial de la fe de entonces y la de hoy y, por ende, la 
posibilidad en general de seguir siendo de manera sincera un creyente 
cristiano dentro de la Iglesia católica. No puede decirse, a despecho de 
los muchos estudios, en parte realmente valiosos sobre nuestro tema, 
que el problema haya sido examinado en toda su agudeza. Tampoco el 
esbozo siguiente puede naturalmente tener semejante pretensión. Sólo 
intentará aportar algunos elementos al común coloquio para ayudar a 
precisar mediante una formulación más precisa del modo con que hoy 
se nos plantea el problema, nuevos puntos de vista.

I. DESARROLLO HISTÓRlCO DE LA DOCTRINA 
Hugo Rahner ha llamado la atención sobre el hecho de que las 
raíces de la fórmula posterior: «Fuera de la Iglesia no hay salvación», 
se remontan al pensamiento del judaísmo tardío. El punto de enlace, 
que resultó también decisivo en la teología cristiana para el 
desenvolvimiento de la idea, lo forma el relato sobre la salvación de 
Noé del diluvio en que pereció todo lo demás bajo las aguas (cf. en el 
Nuevo Testamento 1 Pe 3,20s). La teología del judaísmo tardío ve en 
la salvación de solo Noé y su familia en medio de la catástrofe del resto 
de la humanidad un símbolo de la salvación del resto santo de Israel. El 
libro de la Sabiduría subraya en este punto un rasgo, que 
necesariamente había de estimular el posterior pensamiento de los 
teólogos cristianos: la salvación del pequeño resto comunitario se logró 
con el arca de madera: "La sabiduría salvó a la tierra, conduciendo al 
justo en un leño desdeñable» (Sab 10,4); la esperanza del mundo 
descansó en una tabla de madera. En el capítulo XIV brota de esta idea 
un grito de alabanza al mísero madero quo procuró la salvación en 
medio de la catástrofe universal: «Bendito sea el leño, por el que nos 
viene la justificación» (14,7). Para los santos padres se alza aquí la 
imagen de aquel madero, del que el cristiano espera la salvación y la 
gracia. El madero de la cruz viene a ser tabla salvadora, a la que 
puede asirse el hombre en medio del naufragio de la humanidad. El 
mísero madero de la cruz es la viga que salva en medio de la catástrofe 
universal.
En el Nuevo Testamento no se expresa en ninguna parte la 
exclusividad de salvación en la Iglesia, pero sí que se ponen las bases 
para el posible desarrollo de la idea. Recordemos dos textos en que 
aparece directamente el aspecto de la exclusividad. El llamado final de 
Marcos, cuya autenticidad se discute (16,16), transmite como palabra 
del Señor resucitado la proposición siguiente: «El que creyere y se 
bautizare se salvará; el que no creyere, se condenará». La exclusividad 
de salvación por la fe, que aquí se expresa drásticamente, la 
proclaman los Hechos de los Apóstoles como vinculada al nombre de 
Jesús: «No hay salvación en otro, porque no ha sido dado a los 
hombres otro nombre bajo el cielo, en que puedan salvarse» (Act 
4,12). Si quisiéramos dar una historia completa del axioma: «Fuera de 
la Iglesia no hay salvación», habría que mostrar cómo la idea continúa 
desenvolviéndose en Ignacio de Antioquía y en Ireneo hasta llegar a 
una formulación clara y casi simultánea en oriente y occidente, en 
Orígenes y en Cipriano.
I/CASA-RAMERA:I/SANTA-PECADORA:El texto correspondiente se 
encuentra en Orígenes, en la tercera homilía sobre Jesús, que sólo se 
nos ha conservado en la traducción latina de Rufino; el texto fue una 
vez más reelaborado en el siglo VI, pero todavía puede reflejar con 
suficiente claridad el razonamiento de ·Orígenes. Medita el intérprete 
alejandrino sobre lo que se cuenta de los exploradores israelitas, que 
en una exploración secreta sobre Jericó tenían que comprobar la mejor 
manera de conquistar la ciudad. Los exploradores hallaron escondrijo 
en casa de una ramera -por nombre Rahab- a la que prometen como 
pago de su ayuda perdonar su casa, que debería distinguirse por una 
cuerda roja colgando, en la proyectada destrucción total de la ciudad. 
Así se hizo efectivamente: «Después abrasaron la ciudad y cuanto en 
ella había..., pero Josué salvó la vida a Rahab, la ramera, y a toda la 
familia de su padre... (/Jos/06/24s).
Orígenes que lee el Antiguo Testamento a la luz de la fe cristiana y 
viendo una descripción anticipada de la misma en los símbolos de la 
historia de Israel, se plantea la cuestión de ¿Dónde está esa «casa de 
la ramera», única que procura la salvación en medio de la catástrofe de 
Jericó, es decir, del mundo? ¿Cuál es la casa con el hilo rojo de 
púrpura, que es signo de la salvación? La respuesta no puede ser 
dudosa. Esa casa es la Iglesia que, como Iglesia venida de los gentiles, 
fue antaño ramera, se prostituyó con los ídolos de este mundo y ahora, 
por la misericordia de Cristo, de ramera se ha hecho virgen, Iglesia, 
cuya casa ofrece seguridad. De este modo, la interpretación del 
acontecimiento de Josué se convierte inmediatamente en un reto para 
los contemporáneos de Orígenes, sobre todo para los judíos que 
poseen el Antiguo Testamento y deben aprender a entenderlo como 
llamamiento a la Iglesia y no sólo como recuerdo de su propia historia: 
«Quien de ese pueblo quiera salvarse, venga a esta casa para 
alcanzar la salvación. Venga a la casa en que está la sangre de Cristo 
como signo de redención... Nadie, pues, se forje ilusiones, nadie se 
engañe a sí mismo. Fuera de esta casa, es decir, fuera de la Iglesia, no 
se salva nadie. Pero si alguien se sale de ella, él mismo es culpable de 
su muerte».
En el fragmento citado resuena también la orientación cristológica 
que Orígenes da a su interpretaci6n de tipo eclesial: el «hilo rojo» que 
ofrece la garantía decisiva para que no se destruya la casa, es la 
sangre de Cristo, único de quien tiene la Iglesia su salvación en medio 
de la catástrofe del mundo. La sangre de Cristo es verdaderamente el 
«hilo rojo», que señala el camino a lo largo de la historia universal. 
Notemos todavía un bello rasgo en la exposición de Orígenes, que se 
pregunta por qué el hilo se cuelga de la ventana y se responde: sólo 
por la ventana de la encarnación miramos dentro de la luz de la 
divinidad; sólo así se abre a nuestra mirada una rendija para darnos el 
signo que señala el camino.
Puede naturalmente despacharse todo esto como un juego, pero así 
no se hace justicia a la lógica interna del texto ni a su profundidad 
teológica. No podemos desarrollar con detalle este punto, sino que 
hemos de limitarnos a saber qué significa aquí lo que se dice de la 
"exclusividad de salvación" en la "casa" de la Iglesia, en el momento en 
que esta tesis se formula por vez primera expresamente en la historia. 
Aun cuando las quiebras en la tradición textual de que hemos hablado 
antes dificulten un juicio inequívoco, puede reconocerse con claridad la 
parte decisiva. Para Orígenes se trata esencialmente de una parénesis 
a los judíos, a quienes grita: No os engañéis; creéis que tenéis el 
Antiguo Testamento y que eso basta. En realidad necesitáis también de 
la sangre de Cristo. También para vosotros es lugar indispensable de 
salud la casa de la ramera despreciable, llena de ídolos y abominación, 
la Iglesia venida de los gentiles, que por la sangre del Señor ha venido 
a ser su esposa. Por donde se ve que Orígenes no ha querido para 
nada desarrollar una teoría sobre la salvación del mundo y la perdición 
de los no cristianos; intenta simplemente dirigir un llamamiento a los 
que se aferran al Antiguo Testamento y creen que no necesitan de la 
ayuda de Jesucristo para salvarse. Para Orígenes se trata, si se 
quiere, de un trozo de diálogo cristiano-judío y no de una disquisición 
teórica sobre quién vaya al cielo y quién al infierno. La afirmación sólo 
tiene sentido en el diálogo, en el empeño de llamar aquí y ahora a los 
hombres para que no crean encontrar la salud eterna en el servicio de 
la ley, sino que aprendan a confiar únicamente en la sangre de Cristo 
que los sostiene. Apenas será menester observar que el propio 
Orígenes, que tan dramáticamente sabía llamar a los hombres a la 
Iglesia, estaba muy lejos de una teoría sobre la condenación de la 
mayor parte de la humanidad.
Algo más tarde, a mediados del siglo III, formuló ·Cipriano-san en 
occidente la misma idea partiendo de un contexto completamente 
distinto y, por tanto, también en otra dirección. En su obra sobre la 
unidad de la Iglesia dice: "La esposa de Cristo no puede cometer 
adulterio, es incorruptible y púdica. Sólo conoce una casa, guarda con 
casto pudor la santidad de un solo lecho. Ella nos guarda para Dios, 
ella destina para el Reino a los hijos que engendra. El que se separa 
de la Iglesia y se une a una adúltera se aparta de las promesas de la 
Iglesia, y no alcanzará los premios de Cristo, quien abandona a la 
Iglesia de Cristo. Es un extraño, un profano, un enemigo. No puede 
tener a Dios por padre quien no tenga a la Iglesia por madre. Si pudo 
escapar alguno que estuviera fuera del arca de Noé, escapará también 
quien estuviere fuera de la Iglesia... Quien rompe la paz y la concordia 
de la Iglesia, obra contra Cristo, quien recoge fuera de la Iglesia, 
dispersa a la Iglesia de Cristo» (versión sobre el texto latino).
El contexto histórico por el que deben entenderse estas 
manifestaciones, es completamente claro. Cipriano tenía que luchar 
contra los movimientos de escisión en la comunidad, en los que la 
apelación al carisma de los confesores amenazaba de hecho con 
conducir al desorden arbitrario. Contra ello le importaba defender la 
unidad de la Iglesia bajo el respectivo y único obispo y oponerse a todo 
intento de independización, de desprendimiento de la comunidad 
eclesiástica fundada en el obispo. La finalidad de sus explicaciones es, 
consiguientemente, poner de relieve lo ineludible de la estructura 
episcopal y lo indispensable de la unidad. La escisión es pecado, no es 
camino de salvación sino de perdición. El problema de la salud eterna 
de la humanidad está por completo fuera de la mirada del santo, a 
quien importa la unidad de una Iglesia sacudida de la manera más 
profunda fuera por la persecución y dentro por la escisión; pero no se 
trata en modo alguno de especulaciones sobre la suerte eterna de 
todos los hombres cualquiera sea el punto del tiempo y del espacio en 
que hubieren vivido. Como en Orígenes, tenemos aquí una vez más 
ante nosotros un texto parenético y no un axioma independiente de la 
situación. Si allí se trataba de un llamamiento a los judíos para que no 
se contentasen con el Antiguo Testamento, aquí se trata asimismo de 
un llamamiento a la unidad contra una escisión disfrazada de carisma, 
que es, sin embargo, escisión y, como tal, pecado1. 
Ya en Lactancio2, pero sobre todo en Jerónimo3 y en Agustín4, la 
proposición cobra un sentido absoluto, sin desprenderse nunca 
enteramente del contexto parenético. Sólo un discípulo de Agustín, 
Fulgencio de Ruspe (468-533), creó aquellas fórmulas cristalinas que 
se grabaron con su dureza dialéctica en la conciencia cristiana de los 
siglos siguientes. En gran parte sus formulaciones fueron recogidas 
literalmente por el concilio de Florencia (1442) con lo que recibieron un 
peso oficial eclesiástico. Así, pueden ahora leerse en los textos de 
dicho concilio las proposiciones siguientes: «Firmemente cree, predica 
y profesa que nadie que no esté dentro de la Iglesia católica, no sólo 
paganos, sino también judíos, herejes y cismáticos, puede hacerse 
partícipe de la vida eterna, sino que irá al fuego eterno que está 
aparejado para el diablo y sus ángeles (Mt 25,41), a no ser que antes 
de su muerte se incorporase a la Iglesia». Aquí se han juntado por de 
pronto los distintos elementos tradicionales: aviso contra la escisión, 
llamamiento misional a los gentiles, parénesis de los judíos; pero, por 
esa misma fusión han cambiado, a lo que parece, esencialmente en su 
carácter para formar un contexto teórico sistemático. En realidad hay 
que preguntar también aquí si el paso de una alocución a una teoría 
objetivante es tan completo como parece a primera vista. La obra de 
Fulgencio está redactada en forma de diálogo y responde a las 
preguntas de cierto Pedro sobre la fe católica. Cada párrafo comienza 
por el imperativo: «Mantén firmemente y no dudes de que...» No habla, 
pues, inmediatamente sobre los de fuera, sino que está de lleno en la 
línea de pensamiento que hemos señalado al principio: se dirige a la 
persona del creyente y le instruye en el carácter absoluto e 
irrenunciable de la fe. Por modo semejante, tampoco el concilio de 
Florencia teoriza al aire, sino que trata de cerrar la grieta de 
separación entre oriente y occidente; justo en este empeño por superar 
el cisma de ambas partes de la única Ecclesia tiene lugar su fervorosa 
apelación a la Iglesia indivisible.
Deben además tenerse en cuenta tres nuevos puntos de vista, a lo 
que me parece, para entender tales formulaciones:
a) San Agustín de cuya escuela procede esta formulación y cuya 
obra hay que mirar como trasfondo de la tesis, a la vez que daba forma 
al concepto severísimo de la exclusiva de salvación en la Iglesia, 
desenvolvió la idea de Ecclesia ab Abel, de la Iglesia que existe ya 
desde el primer hombre; con lo que dio forma a la idea de una 
pertenencia a la Iglesia fuera del espacio de su visibilidad jurídica. Sólo 
con la inclusión de este contrapunto se puede entender rectamente el 
realce que se da a la Iglesia visible.
b) La proposici6n se desarrolló sobre el fondo de la antigua imagen 
del mundo, que entró en él y constituye uno de sus elementos. Por 
razón de esta imagen, al final de la era patrística el mundo pasaba por 
ser predominantemente cristiano. La impresión de lo que se sabía del 
mundo era que todo el que quisiera ser cristiano podía serlo y lo era. 
Sólo un endurecimiento culpable retraía aún al hombre de la Iglesia. A 
base de esta óptica se creía poder decir que quien estaba fuera de la 
Iglesia, era porque lo quería, estaba fuera por propia decisión. Por ahí 
se ve que también el lado geográfico y la imagen del mundo tienen 
importancia para poder valorar en concreto lo que pretende una 
proposición. Si se quiere llegar a un sentido teológico permanente, hay 
que arrancarla de la perspectiva de finales de la Antigüedad; no se 
intuye su verdadero fondo teológico, si no se logra separar del mismo 
la visión deformada que entraña esta imagen del mundo.
c) La proposición no está aislada. No es ella lo único que dice la 
historia de la Iglesia y los dogmas sobre este problema, sino que 
constituye un aspecto dentro del desenvolvimiento histórico-dogmático, 
en cuya totalidad debe insertarse como una parte. Así como no pueden 
juzgarse aisladamente las proposiciones de la sagrada Escritura, sino 
que deben leerse dentro de su contexto total, eso mismo hay que decir 
también sobre la historia de los dogmas: las proposiciones particulares 
sólo tienen su verdadero puesto y valor en el conjunto de esa historia. 
Concretémoslo muy brevemente con algunas indicaciones de tipo 
histórico. Al comienzo de la edad moderna, en el momento por 
consiguiente en que se desmoronaba la antigua imagen del mundo y 
aparecía un mundo nuevo, surgieron también nuevas experiencias 
misionales que introdujeron a ojos vistas un cambio de perspectivas en 
nuestra cuestión. Se comienza a separar como la cosa más natural el 
ingrediente de la imagen del mundo de la sustancia teológica. Por lo 
demás, en las declaraciones del magisterio aparece la nueva 
perspectiva por de pronto sólo de manera negativa: a través de la 
condenación del rigorismo jansenista. En este lugar se puede estudiar 
de manera particularmente instructiva cómo la Iglesia procura 
conservar concretamente la fidelidad a su herencia. Jansenio y sus 
adeptos insisten en una interpretación literal de Agustín. Se atrincheran 
en el historicismo de la rigurosa repetición de lo antiguo y desde un 
punto de vista superficial resultan inatacables. En realidad, cabalmente 
por este aferrarse a la letra, se les escapó el verdadero sentido, y la 
Iglesia, que condenó el agustinismo verbal, se mantuvo mucho más fiel 
al espíritu genuino de Agustín, que no sus repetidores demasiado 
literalistas. Al mantener Jansenio las fórmulas de Agustín, pronunciadas 
en una perspectiva enteramente distinta, en otra perspectiva de 
pensamiento, llegó a una visión deformada que se expresa en la 
siguiente fórmula: «Es semipelagiano decir que Cristo murió por todos» 
le. Pocos después, prolongando la misma línea, acuñó Quesnel esta 
proposición: "Fuera de la Iglesia no hay gracia". Ambas proposiciones 
fueron condenadas por el magisterio eclesiástico, con lo que quedaba 
trazada, de momento en forma negativa, la frontera frente a un falso 
agustinismo que se endurecía en una teoría negativa. Naturalmente, de 
esta manera no se creaba aún una nueva concepción positiva (lo que 
no es tampoco función del magisterio); pero, frente a todos los 
estrangulamientos y frente al prurito de sacar consecuencias falsas, la 
Iglesia se había dejado abierto el camino para repensar en una 
situación nueva el antiguo problema. Sobre todo la proposición: «Fuera 
de la Iglesia no hay salvación» no podía ni podrá mentarse en adelante 
sino en unidad dialéctica con la condenación de la tesis: «Fuera de la 
Iglesia no hay gracia». La aceptación consciente de esta dialéctica 
corresponde en adelante únicamente al estado de la doctrina de la 
Iglesia.
No puede ser tema de este esbozo exponer en particular la ulterior 
evolución de las declaraciones doctrinales de la Iglesia sobre esta 
cuestión que, desde mediados del siglo XIX, determinó con fuerza 
creciente el empeño por la recta manera de entenderse a sí misma la 
Iglesia. Efectivamente, en esta sección no hemos intentado una 
extensa historia del axioma, sino examinar desde sus orígenes la 
orientación esencial de su sentido y establecer así la amplitud de 
significado que permite nuestra tesis en su forma clásica y dónde se 
encuentran las reinterpretaciones, que solo serían verdaderos 
subterfugios, los cuales, bajo el manto de interpretación, ocultarían el 
fracaso de todo un camino.
Así, para la historia de los últimos cien años pueden bastar algunas 
indicaciones. A primera vista parece que en Pío IX se da una radical 
agudización de la tesis. En su Syllabus, bajo el lema "Indiferentismo", se 
condena esta proposición: "Por lo menos deben tenerse fundadas 
esperanzas acerca de la eterna salvación de todos aquellos que no se 
hallan de modo alguno en la verdadera Iglesia de Cristo». Rechazar 
esta declaración nos parece por de pronto francamente enorme; sin 
embargo, antes de alarmarse habría que preguntar cuál sea 
propiamente su sentido. Ahora bien, las proposiciones particulares del 
Syllabus son, como se sabe, extractos de alocuciones y encíclicas del 
papa; para entender su verdadera intención es menester buscar su 
contexto. En este caso el contexto se halla en una alocución del año 
1854 5 y en una encíclica de 1863 6. La tendencia a la agudización se 
puede reconocer también aquí cuando, siguiendo a la bula Unam 
sanctam de Bonifacio VIII, en lugar del simple extra ecclesiam o del 
posterior extra catholicam ecclesiam, se dice ahora, por vez primera 
extra apostolicam Romanam ecclesiam y se recalca que la vinculación 
de la salud eterna a la misma debe ser ex fide tenendum, con lo que la 
fórmula se califica de dogma, esto es, que pertenece objetivamente al 
depósito esencial de la fe7. Pero este texto conciso hace resaltar 
claramente la declaración precisa que en el Syllabus sólo está indicada 
con el lema «indiferentismo». Debe, consiguientemente, rechazarse «la 
impía y triste opinión», según la cual, en cualquier religión podría 
encontrarse el camino de la salud eterna, es decir, la idea de que en el 
fondo todas las religiones son sólo formas y símbolos de lo indecible e 
incomprensible, en las cuales a la postre lo importante no sería el 
contenido sino únicamente el elemento formal de lo «religioso» como 
tal. Ahora bien, si por «indiferentismo» sólo se entiende concretamente 
este concepto de religión y sólo a él se refiere la condenación, se 
comprende cómo el papa pueda afirmar, sin contradicción, en el mismo 
discurso que no se trata de «poner barreras a la misericordia divina, 
que es infinita», y cómo pueda seguir diciendo que la "ignorancia 
invencible de la verdadera religión" no implica culpa alguna. En la 
encíclica de 1863 se añade expresamente que tales personas «pueden 
alcanzar la vida eterna», si cumplen los mandamientos grabados por 
Dios en sus corazones8. Con ello se recoge de hecho la dialéctica 
antes descrita entre universalismo como exigencia y universalismo 
como promesa, entre obligatoriedad universal de la fe y posibilidad 
universal de la gracia. Al mismo tiempo esa palabra difusa de 
«indiferentismo» recibe un sentido preciso; quiere decir la identificación 
de todas las religiones, que estriba en un concepto puramente formal y 
simbólico de la religión, que está siempre pronto a estimar el fondo 
religioso únicamente como manifestación mutable y nunca como 
auténtico contenido. Así, se trata simplemente del título de revelada 
que corresponde a la fe cristiana, a fin de establecer que el Dios 
callado se ha hecho realmente en Jesucristo «palabra», discurso para 
nosotros, que no es mero símbolo de nuestra búsqueda, sino la 
respuesta que El nos da.
En Pío XII se encuentra sistematizada esta dialéctica y concretada en 
su fondo. Enlaza con una doctrina bien precisa de la incorporación y de 
la ordenación a la Iglesia así como con una reflexión sobre la manera 
particular en que son «necesarios» ]os Sacramentos y la misma Iglesia. 
Para ello desarrolla la doctrina sobre el «deseo implícito» de la Iglesia, 
que se da sencilla y realmente con aquella «recta constitución del alma, 
en virtud de la cual quiere una persona que su voluntad se conforme 
con la voluntad de Dios». Como determinaciones reales de una 
voluntad así constituida se citan la «caridad» y la "fe"9. El concilio 
Vaticano II ha proseguido esta línea sometiendo otra vez a discusión 
aquellas cuestiones, a las que Pío IX intentó por vez primera responder 
expresamente. Después de prevalecer durante siglos el gesto de 
repulsas, después que el universalismo de la fe fue entendido sobre 
todo como pretensión y exigencia, el Concilio ha intentado entender el 
universalismo también como esperanza, como promesa y seguridad 
para todos destacando, consecuentemente, los elementos positivos de 
las religiones, aquello que también en ellas es «camino». También para 
el concilio Vaticano II sigue siendo verdad indiscutida e indiscutible que 
sólo Cristo es «el» camino, pero de ahí no ha deducido que todo lo que 
aparentemente está fuera de Cristo, sea solo extravío; sino que todo lo 
que fuera de él es camino lo es partiendo de él y le corresponde por 
tanto en realidad a él, que es camino del camino. La orientación 
fundamental del Concilio es clara; las formas en que la explica 
presentan matices diversos y desde luego no son concluyentes. Las 
declaraciones de la Constitución sobre la Iglesia permanecen, en 
conjunto, dentro de la línea de Pío XII, cuyo complicado sistematismo se 
simplifica en la afirmación de que una vida conforme a conciencia bajo 
la influencia de la gracia conduce a la salvación. Más sutil, en cambio, 
es la declaración de la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el 
mundo de hoy. Esa declaración ve el centro del cristianismo en el 
misterio pascual, esto es, en el «tránsito» de la cruz a la resurrección. 
Ese tránsito, la "pascua" cristiana, no es empero otra cosa que la 
traducción del «tránsito», que es el amor, a la realidad histórica de una 
existencia vivida enteramente por amor. De donde se sigue que el 
camino cristiano de salvación, el camino de salud que se llama Cristo, 
se identifica con la «pascua», con el misterio pascual. Se tiene parte en 
el "camino" Cristo en la medida en que se participa del misterio de la 
cruz y de la resurrección (Constitución Pastoral p. 1, c. 1, 22). Pero 
con ello estamos ya en medio del empeño teológico de hacer entender 
de nuevo la herencia de la tradición dentro de nuestro mundo. Que tal 
empeño puede legítimamente darse, que en el interior de la tradición 
haya espacio para esa búsqueda y planteamiento, tal vez haya 
quedado claro con el presente esbozo. Tratemos ahora de encontrar 
una forma de comprensión que se acomode a las exigencias de una fe 
que vive en el hoy. 

II. ESTADO ACTUAL DE LA CUESTIÓN 
La primera característica de la situación actual es una nueva 
ampliación de nuestra imagen de la historia, que supera en 
profundidad a la que se dio como consecuencias de los grandes 
descubrimientos geográficos al comienzo de la edad media. E1 
principio de la historia humana se remonta, según el estado actual de 
nuestros conocimientos, a medio millón de años aproximadamente, de 
suerte que la historia sagrada de la Biblia aparece ya sólo como un 
punto diminuto en la totalidad de la historia. Mas, por lo que atañe al 
futuro, dada la proporción que existe entre el crecimiento de la Iglesia 
y la multiplicación de la humanidad, hay que contar con una progresiva 
reducción de la presencia eclesial en el mundo. La primacía numérica, 
que de momento conceden todavía las estadísticas al catolicismo frente 
a las otras religiones de la humanidad, tal vez no pueda ya resistir 
demasiado tiempo. Para todo el que tenga ojos puede ya hoy resultar 
harto problemático, porque sabe lo poco que espiritualmente significa 
el fenómeno estadístico para el «catolicismo». También Hitler, Himmler 
y Goebbels figuraban en las estadísticas como católicos; sólo una 
fracción de quienes, por cualesquiera convenciones, gustan todavía do 
llamarse así, está de verdad afectada por el Evangelio de Jesucristo. 
En esta situación, no se trata ya de lograr ningún tipo de seguridades 
tranquilizadoras sobre la salud eterna «de los otros», que de muy atrás 
han venido a ser en sentido literal nuestros "prójimos", sino de 
comprender de nuevo la posición y misión de la Iglesia en la historia de 
una manera positiva que nos permita creer tanto en la universalidad de 
la oferta divina de gracia, como en la necesidad ineludible del servicio 
de la Iglesia para alcanzarla.
Consecuentemente, hemos afirmado ya en la introducción que para 
nosotros el planteamiento del problema ha experimentado un cambio 
radical. A la postre, no nos mueve ya el problema de si los «otros» 
pueden salvarse -eso podemos dejarlo confiadamente en manos de 
Dios-; a nosotros nos mueve más bien esta pregunta: ¿Por qué tengo 
que creer yo a pesar de todo? ¿Por qué no tengo que escoger también 
yo el camino aparentemente más cómodo, pasar de uno que tiene 
nombre y obligación de cristiano, a un «cristiano anónimo», que deja a 
los otros las dificultades que este nombre lleva consigo? No se trata de 
echar las cuentas de los demás, sino de comprender nuestra propia 
tarea. Pero con ello volvemos puntualmente al origen de nuestra 
proposición, que era un llamamiento a los cristianos y no una teoría 
sobre los no cristianos. De donde se sigue que no pueden hoy día 
satisfacernos todas aquellas respuestas, que reducen la salvaci6n de 
"los otros" pura y simplemente al «deseo implícito de la Iglesia» que se 
les atribuye, deseo que por añadidura, se identifica con una especie 
muy vaga de buena fe y de buena voluntad. Con ello no se dice que 
parejas reflexiones sean absurdas. Son sólo insuficientes y caen desde 
luego fácilmente en las cercanías del pensamiento pelagiano, según el 
cual, bastaría en definitiva la buena voluntad para redimir al hombres. 
Hoy día debería ser patente para nosotros lo poco que puede la buena 
voluntad por sí sola para redimir al hombre, hasta qué punto es un 
consuelo vacío remitir a la buena voluntad, consuelo que sanciona lo 
existente y no contribuye en modo alguno a la liberación del hombre.
El problema sobre la salvación no puede plantearse desde el sujeto 
aislado, que no existe siquiera como tal; juntamente con las 
condiciones subjetivas de salvación, hay que considerar su posibilidad 
objetiva. Si así se hace, aparece de suyo clara tanto la amplitud 
ilimitada de la salvación (universalidad como esperanza), como la 
indispensabilidad del hecho de Cristo y de la fe en él (universalidad 
como imperativo). Tratemos, pues, de explicar ambos aspectos.

1. El aspecto subjetivo de la cuestión SV/COMO Por lo que a la 
actitud del sujeto atañe, hay que empezar interrogando sin más a la 
sagrada Escritura: ¿Qué debe propiamente tener un hombre para ser 
cristiano? El Nuevo Testamento da a esa pregunta dos respuestas que 
se completan y que juntas ofrecen una explicación perfectamente 
suficiente de cuándo pueda hablarse teológica y legítimamente de un 
votum ecclesiae. La primera respuesta dice: El que tiene la caridad, b 
tiene todo. Eso basta de manera completa, simple y absoluta. Así se 
desprende del coloquio entre Jesús y el doctor de la ley (Mt 22,35-40 
par); también de la doctrina de Pablo, que califica la caridad como la 
"plenitud" de la ley (Rom 13,9s); pero señaladamente de la audaz 
parábola del juicio final (Mt 25,31-46), en que el juez del mundo no 
pregunta lo que cada uno ha creído, pensado y conocido, sino que 
juzga única y exclusivamente por el criterio de la caridad. El 
«sacramento del hermano» aparece aquí como el único camino 
suficiente de salvación, el prójimo como la «incógnita de Dios», en que 
se decide el destino de cada uno. Lo que salva no es que uno conozca 
el nombre del Señor (Mt 7,21); lo que se le pide es que trate 
humanamente al Dios que se esconde en el hombre, La viejísima fe de 
los pueblos de que en el huésped puede estar oculto un dios, está 
confirmada de manera inesperada por Jesús, que nació en Belén fuera 
de los albergues de los hombres. En los más pequeños viene 
constantemente de incógnito a nosotros el que se haría «el más 
pequeño» de los hombres.
Podemos, pues, retener por ahora la respuesta del Nuevo 
Testamento: el que tiene la caridad lo tiene todo, se salva y no necesita 
de nada más. A esta información liberadora, que se da partiendo de 
Dios de manera absoluta, sin condición ni «pero» alguno, se 
contrapone un «pero» únicamente por parte del hombre, tan fuerte 
desde luego que parece poner en peligro de la manera más profunda 
la totalidad de lo dicho. Este «pero» dice: Nadie tiene realmente la 
caridad (cf. Rom 3,23). Todo nuestro amor está una y otra vez corroído 
y deformado por el egoísmo. De ahí viene en efecto la peculiar 
ambigüedad de la palabra «humano» (o «humanidad»), que puede 
comprobarse en muchas lenguas: «Humano» significa de una parte, lo 
humano en buen sentido (lo humanitario) y encierra una chispa de la 
«ágape» o caridad; pero significa, a la par, lo humano o demasiado 
humano que nos recuerda que el egoísmo ha venido a ser una 
segunda naturaleza para el hombre. Todos somos egoístas, nadie 
tiene realmente la caridad. ¿Quiere eso decir que todos estamos 
condenados sin remedio? Aquí viene la segunda respuesta del Nuevo 
Testamento, que dice: Por derecho todos estaríamos condenados; 
pero Cristo cubre con el superavit de su amor representativo el déficit 
de nuestra vida. Sólo una cosa es menester: que abramos las manos y 
aceptemos el regalo de su misericordia. Este movimiento de abrirse 
para recibir el regalo del amor representativo del Señor lo llama Pablo 
«fe». Resulta evidente que esta fe, en su sentido pleno, supone la 
plenitud entera de las realidades atestiguadas en la Biblia. Pero 
también resulta claro precisamente en esta descripción de la fe que 
puede haber algo así como una «fe antes de la fe», que no tenemos 
por qué buscar ya una vaga buena voluntad , sino que la podemos 
describir puntualmente. Es lo contrario de aquella actitud que los 
antiguos llamaban hybris, la negación de la propia complacencia y de 
la justicia a fuerza de brazos, la sencillez de corazón, que podemos 
encontrar en la Biblia bajo el nombre de «pobreza de espíritu». Aquí 
tiene su razón el hecho de que el Evangelio de Jesús sólo fuera 
recibido en Israel por los llamados anawim, los «pobres de espíritu». La 
fe explícita es la prolongación del espíritu que animaba a aquellos 
pobres.
Resumiendo, podemos afirmar una vez más que el Nuevo 
Testamento da dos respuestas a la pregunta sobre lo que se le exige al 
hombre para salvarse; dos respuestas que, en su aparente antítesis, 
forman una unidad. El Nuevo Testamento dice a la par que «la caridad 
por sí sola basta» y que «sólo la fe basta». Pero ambas afirmaciones 
juntas expresan una actitud de salir de sí mismo, en que el hombre 
comienza a dejar a las espaldas su egoísmo y avanza en dirección al 
otro. Por eso, el hermano, el prójimo, es el verdadero campo de prueba 
de esta disposición de espíritu; en su «tú» viene al hombre de incógnito 
el «tú» de Dios. Si, consecuentemente, miramos al prójimo como la 
incógnita primaria de Dios, siempre será también cierto que puede, 
además de eso, escoger muchas otras incógnitas; es decir, que 
múltiples circunstancias del eventual orden religioso y profano pueden 
ser para el hombre llamamiento y ayuda con vistas al éxodo salvador 
de salir de sí mismo. Pero es también evidente que hay cosas que no 
pueden nunca convertirse en incógnita de Dios. «Dios no puede 
escoger la incógnita del odio, del egoísmo ávido de placer o la 
incógnita de la soberbia». Esta proposición que parece evidente 
permite algunas conclusiones importantes. Muestra, en efecto, la 
falsedad de una idea muy difundida, según la cual, cada uno debería 
vivir precisamente según su convicción y se salvaría por su 
"conciencia" así demostrada. ¿Debería entonces mirarse como una 
especie de votum ecclesiae el heroísmo del hombre de las SS 
hitlerianas y la cruel puntualidad de su pervertida obediencia? ¡Jamás! 

Ahora bien, con este ejemplo extremo aparece clara toda la 
problemática de tal idea y de su punto de partida. Porque, el identificar 
la voz de la conciencia con cualesquiera convicciones que impone la 
situación social e histórica, conduce a la concepci_n de que un hombre 
se salva por la concienzuda observancia del sistema en que se 
encuentra o al que se ha adherido cualquiera sea el modo. La 
conciencia degenera entonces en escrupulosidad y el sistema eventual 
se convierte en "camino de salvación». Parece sonar a humano y 
generoso decir que un muslim para salvarse debe ser cabalmente un 
«buen musulmán» (¿qué significa eso propiamente?), un hindú, un 
buen hindú y así sucesivamente. Pero ¿habrá que añadir entonces 
también que un caníbal deba ser cabalmente un buen "caníbal» y un 
convencido de las SS un nacional-socialista de cuerpo entero? 
Evidentemente, aquí desafina algo; una «teología de las religiones» 
que se desenvuelva partiendo de aquí, sólo puede conducir a un 
bosque sin sendero.
Pero ¿qué es aquí propiamente falso? Ante todo, la divinización del 
sistema y de las instituciones. Tesis como las que acabamos de 
formular (el muslim quédese muslim, el hindú quédese hindú) sólo 
aparentemente son «progresivas»; en realidad elevan el 
conservadurismo a ideología: cada uno se salvaría con su sistema. 
Pero ni el sistema ni la observancia de un sistema salvan al hombre; 
sólo lo salva lo que está por encima de todos los sistemas y lo que 
representa la apertura de todos los sistemas: el amor y la fe que son el 
verdadero término del egoísmo y de la hybris autodestructora. Las 
religiones ayudan a alcanzar la salvación en la medida que introducen 
en esta disposición de espíritu; son obstáculos para la salvación, en la 
medida que impiden esta disposición de espíritu en el hombre. Si las 
religiones o los sistemas ideológicos existentes como tales salvaran al 
hombre, si fueran su camino de salvación, la humanidad quedaría 
eternamente prisionera en sus particularismos. La fe en Cristo significa, 
por lo contrario, la persuasión de que hay un llamamiento para superar 
esos particularismos y que sólo así, al acercarse a la unidad de Dios, 
alcanza la historia su cumplimiento.
CONCIENCIA/QUÉ-ES:CONCIENCIA/FALSA:Con ello parece un 
segundo punto. La tesis de que cada uno debe vivir conforme a su 
conciencia es en sí misma -ya se sobrentiende- absolutamente recta. 
Sólo cabe preguntar qué se entienda por «conciencia». Si con la 
conciencia se afirma la fiel permanencia en cualquier sistema, en tal 
caso conciencia no quiere decir evidentemente el llamamiento de Dios, 
común a todos, sino un reflejo social, el super-yo del grupo 
correspondiente. Pero ¿debe conservarse de hecho ese super-yo, o 
hay que disolverlo, puesto que obstaculiza el verdadero llamamiento de 
Dios y se identifica falsamente con él? La conciencia misma, la 
conciencia real única que puede pedir obediencia, no dice a cada uno 
algo distinto: que el uno deba ser hindú, el otro musulmán y un tercero 
caníbal, sino que en medio de los sistemas y no raras veces contra 
ellos dice a todos que sólo está mandada una cosa: que cada uno sea 
humano con su prójimo y lo ame. Un hombre tiene un votum (el "deseo 
de Cristo"), cuando sigue esta voz. Vivir conforme a la conciencia no 
significa encerrarse en la propia convicción, sino seguir el grito que se 
dirige a cada hombre; el grito que llama a la fe y a la caridad. Sólo 
estas dos disposiciones de espíritu, que constituyen la ley fundamental 
del cristianismo, pueden crear algo así como un «cristianismo 
anónimo» -si es lícito mentar aquí, con toda reserva, este problemático 
concepto.

2. El aspecto objetivo 
En la determinación que acabamos de ensayar del elemento 
subjetivo de la salvación (del votum ecclesiae, consiguientemente) 
queda sobrentendido ya, quod rem, el factor objetivo en su necesidad 
interna. Y es así que al describir la caridad como lo que 
verdaderamente salva, hubimos ya de afirmar que en todo amor 
humano hay un terreno abonado para el egoísmo, que lo corrompe y 
acaba por hacerlo impotente. De ahí la necesidad del servicio 
representativo de Jesucristo, el único que da sentido al gesto de salir 
de sí por la fe y de declarar la propia insuficiencia. Sin el servicio de 
Jesucristo este gesto cae en el vacío. Pero en este punto comienza 
también lo que podemos llamar necesidad de la Iglesia para salvarse. 
Afirmemos por de pronto que toda la humanidad vive del acto de amor 
de Jesucristo, del «en favor de» en que expuso su vida (cf. Mc 10,45; 
14,23 con referencia a Is 53,10-12). La vocación de la Iglesia es entrar 
en este servicio representativo de Cristo, que él quiso realizar -como se 
expresa hermosamente Agustín- como «el Cristo entero, cabeza y 
miembros». Dicho de otro modo, en toda salvación de un hombre, 
según la fe cristiana, actúa Cristo. Ahora bien, donde está Cristo, toma 
también parte la Iglesia, porque Cristo no quiso estar solo, sino que 
acontece, por decirlo así, un doble derroche al tomarnos también a 
nosotros a su servicio. Cristo no es nunca un mero individuo que se 
contrapone a la humanidad entera. El que Jesús de Nazaret sea «el 
Cristo», significa cabalmente que no quiso quedarse solo, sino que 
creó un «cuerpo». «Cuerpo de Cristo» significa precisamente 
participación de los hombres en el servicio de Cristo, de suerte que 
vienen a ser como sus «órganos» y Cristo no puede ya ni siquiera 
pensarse sin ellos. Solus Christus numquam solus, pudiera decirse 
desde este punto de vista: sólo Cristo salva, cierto; pero este Cristo, 
único que salva, no está nunca solo. Y su acción salvadora tiene su 
particularidad específica en que no hace simplemente al otro receptor 
pasivo de un don concluso en sí mismo, sino que lo incorpora a su 
propia actividad. El hombre se salva al cooperar a la salvación de los 
otros. Uno se salva siempre, por decirlo así, para los otros y, en este 
sentido, se salva también por los otros (H.U. von BALTHASAR: 
"Incomprensiblemente se dio un tiempo en teología la opinión de que 
cada uno puede tener para si mismo la esperanza, aquella esperanza 
cristiana que "no falla". Se debiera decir antes bien lo contrario. Cada 
uno debe tener la esperanza para todos sus hermanos; para sí mismo, 
empero, difícilmente puede renunciar por un momento al temor"). 
En el fondo, sólo puede ser así, si se reflexiona una vez más sobre la 
naturaleza de la acción de Cristo. Henos dicho que la orientación 
existencial do Jesús, su verdadera esencia, se caracteriza por el «en 
favor de». Si la «salvación» consiste en hacernos como él, en tal caso 
debe presentarse concretamente como participación en ese «en favor 
de». En este caso, el ser cristiano debe significar la «pascua» 
constante de la transición de ser para sí al ser unos para otros. Con 
ello podemos retornar al problema total y realmente angustioso: ¿Por 
qué es uno propiamente cristiano? Ahora podemos decir que el pleno 
servicio de la permanencia expresa en la Iglesia no se cumple desde 
luego por todos, pero sí se cumple para todos. La humanidad vive de la 
existencia de ese servido. Creo que podría verificarse sociológica e 
históricamente de manera muy concreta este pensamiento: si ya no 
hubiera Iglesia, si ya no hubiera hombres que cargan con toda la 
responsabilidad de la fe en la Iglesia, el mundo presentaría otro 
aspecto. Si se extinguiera la fe de los cristianos, de hecho -podemos 
decirlo sin exageración- «el cielo se le caería encima» al mundo. La 
consecuencia no sería su liberación, sino su destrucción. De Möhler 
son estas hermosas palabras: «Sin la Escritura, se me privaría de la 
verdadera forma de los discursos de Jesús; no sabríamos cómo habló 
el Dios-hombre y paréceme que no querría ya vivir si no le oyera ya 
hablar». Variando estas frases, yo añadiría tranquilamente que no 
querría vivir, si no existiera el reducido grupo de los creyentes, que es 
la Iglesia; es más, podríamos completarlo diciendo que no podríamos 
ya vivir, si ello fuera así.
CR/SOLIDARIO: Volvamos al núcleo de la cuestión. No se es 
cristiano para sí mismo, sino para los otros; o más bien: sólo se es para 
sí mismo, cuando se es para los otros. «Ser cristiano es un llamamiento 
a la magnanimidad del hombre, a su generosidad, a que esté dispuesto 
a caminar con Simón de Cirene bajo la cruz de Cristo que proyecta su 
sombra sobre la historia universal. El cristiano no comparará, mirando 
envidiosamente de reojo, el peso de las exigencias que sobre él 
gravitan con el peso, en todo caso aparentemente menor, do aquellos 
de quienes cree que van también al cielo, sino que abrazará 
gozosamente su propia misión... El servicio no es para él grande, 
porque se salve él mismo y los otros se condenen (eso sería la actitud 
del hermano envidioso y de los trabajadores de la primera hora), sino 
porque por él se salvan también los otros». 
Esto nos lleva a una observación postrera, que nos retrae otra vez al 
principio. El fenómeno Iglesia se torna cada vez más minúsculo en 
nuestra óptica dentro de la totalidad del cosmos. Si se entiende a la 
Iglesia partiendo de lo que hemos dicho, no hay por qué maravillarse 
de esta su insignificancia en el mundo, que está por lo demás predicha 
de varias formas en la Escritura (cf. por ejemplo, Ap 13,3.8.13s). Para 
poder ser la salvación de todos, no debe la Iglesia identificarse aun 
externamente con todos. Su esencia es más bien representar, a 
imitación del único que tomó sobre sus hombros la humanidad entera, 
el grupo de los pocos, por los que Dios quiere salvar a los muchos. 
(Los padres griegos ven en la oveja perdida del Evangelio una imagen 
de la naturaleza humana, a la que el Logos en la encarnación tomó, 
por así decir, sobre sus hombros). La Iglesia no lo es todo, pero existe 
para todos. Es expresión de que Dios edifica la historia en la recíproca 
referencia de los hombres partiendo de Cristo. Congar ha seguido esta 
idea a través de toda la Biblia, en la que halla constantemente presente 
el principio de pars pro toto, la "minoría al servicio de la mayoría". 
Congar hace ver la desestima de la Biblia por el aspecto cuantitativo de 
las cosas, que se expresa señaladamente en la desestima de las 
estadísticas. Recoge las palabras de Gustave Thibon: «Todo orden 
que trasciende a otro sólo puede insertarse en éste bajo la forma de un 
infinitamente pequeño»; esta ley cósmica es también ley de la historia 
universal y de la «historia sagrada». Ella confirma una vez más todo lo 
que acabamos de meditar.
A veces se tergiversan estas reflexiones como si con ellas se 
declarasen superfluas las misiones, como si se pudiera decir: «Si hay 
representación, ¿qué falta hacen ya las misiones?» Ahora bien, no me 
parece a mí que el acceso al sentido de las misiones quede de hecho 
cortado por declarar a las otras religiones, como tales, camino de 
salvación. Con lo dicho nos hemos cabalmente opuesto a pareja 
fantasía. Hay que conceder con franqueza que lo hasta aquí dicho no 
suministra un fundamento a las misiones; está ordenado a otro 
planteamiento de la cuestión, que es complemento del problema 
misional. Expresado de otra manera: está abierto al imperativo de las 
misiones sin que lo fundamente de modo directo.
¡Tratemos de ver todavía algo más claramente esta interior apertura 
de la idea! Hemos dicho que la Iglesia no es un cuerpo de salvados 
subsistente en sí mismo, en torno al cual existirían luego los 
condenados; existe antes bien por esencia para los otros, es una 
realidad abierta a los otros. Pero con ello nos encontramos realmente 
con la idea de las misiones, que son en efecto simple y llanamente la 
ineludible expresión de aquel "en favor de", de aquella apertura que 
define en su sentido más profundo a la Iglesia desde Cristo. Como 
signo del amor divino, de la mutua referencia por la que se salva la 
historia y vuelve a Dios, la Iglesia no puede ser círculo esotérico, sino 
que es esencialmente un espacio abierto. Aquí podemos recordar un 
pensamiento formulado por el Pseudodionisio con énfasis particular, 
pensamiento que fue luego singularmente caro a toda la Escolástica: 
Bonum est diffusivum sui; el bien tiene necesariamente que derramarse 
fuera de sí mismo, el deseo de comunicarse pertenece íntima y 
necesariamente al bien como tal. Con ello se significaría ante todo la 
esencial apertura de Dios: Dios, como la bondad en persona, es a la 
vez comunicación, efusión, salida de si mismo y regalo de si mismo. 
Pero el principio vale además para todo lo que es bueno por venir de 
él, Bien supremo. Tampoco la Iglesia puede realizarse sino por el 
diffundere, por el comunicarse, por el salir misionero de sí misma. La 
Iglesia es una realidad dinámica; sólo permanece fiel a su sentido, sólo 
cumple su misión, si no reserva para sí sola el mensaje de que se le 
hizo merced, sino que lo transmite a la humanidad entera. 
Aprovechando el lenguaje figurado sinóptico podría reducirse lo mismo 
a la fórmula de que las misiones son expresión de la divina 
hospitalidad; son el salir de los heraldos que llevan al mundo la 
invitación al banquete divino de bodas. La transmisión constante de 
esa invitación entra indispensablemente en el servicio que la Iglesia 
presta a la salvación de los hombres; aunque sabe que la misericordia 
de Dios no tiene limites, a ella se aplica la palabra del Apóstol: «¡Ay de 
mí, si no predicare el Evangelio!» (1 Cor 9,16). El servicio al Evangelio 
es para ella una necesidad del amor (2Cor 5,14), del que ella procede 
y cuyo servicio es su única justificación. 
....................
1. Esta finalidad del texto ha sido puesta de relieve por H. DE LUBAC en su 
imponente librito: Geheimnis, aus dem wir leben, Einsiedeln 1967, 150s (versión 
cast.: El misterio del sobrenatural, Estela, Barcelona), con razón contra G. Baum: 
"Pero el famoso axioma: "Fuera de la Iglesia no hay salvación" no tenía 
originariamente en los padres de la Iglesia el sentido general que se imaginan 
muchos hoy día; tenia presentes en situaciones muy concretas a aquellos 
culpables que tenían sobre su conciencia un cisma, una rebelión, una traición 
contra la Iglesia.» 
2. Divinae institutiones 4,30, 11s en CSEL 19, 396: "Sola igitur catholica 
ecclesia est quae verum cultum retinet. Hic est fons veritatis, hoc domicilium fidei, 
hoc templum Dei: quo si quis non intraverit vel a quo si quis exierit, a spe vitae ac 
salutis alienus est. Neminem sibi oportet pertinaci concertatione blandiri. Agitur 
enim de vita et salute; cui nisi caute ac diligenter consulatur, amissa et exstincta 
erit".
3. Ep. ad Damasum 2 en CSEL 54, 63: "Ego nullum primum nisi Christum 
sequens beatitudini tuae, id est cathedrae Petri, communione consocior. Suprl 
illam petram aedificatam ecciesiam scio. Quicumque extra hanc domum agnum 
comederit, profanus est. Si quis in Noe arca non fuerit, periet regnante diluvio.»
4. Sermo ad Caes. eccl. plebem 6 en CSEL 53, 174: "Extra catholicam 
ecclesiam totum potest (sc. aliquis) praeter salutem: potest habere honorem, 
potest babere sacramenta, potest cantare alleluia, potest respondere "amen", 
potest evangelium tenere, potest in nomine patris et filii et spiritus sancti fidem 
habere et praedicare, sed nusquam nisi in ecclesia catholica salutem potest 
invenire.» - De todos modos, también aquí subsiste la situación kerygmática de 
polémica contra el cisma, que da su orientación concreta a lo que se dice. En 
cambio, E. LAMIRANDE acentúa el carácter general del aserto del santo, en su 
comentario de la Bibliothèque augustinienne, t. 32 = Traités anti-Donatistes, vol v, 
Desclée de Brouwer, Brujas 1965, 740ss.
5. Singulari quadam, Dz 1646ss (no recogido ya en DS). 
6. Quanto conficiamur moerore, DS 2865ss (Dz 1677).
7. Unam sanctam (DS 870-875, Dz 468s) no tenía aún la fórmula "extra 
apostolicam Romanam ecclesiam", pero se anticipó a su contenido al acabar 
fundiendo las expresiones de Cipnano citadas al comienzo en la tesis: "Porro 
subesse Romano Pontifici omni humanae creaturae declaramus, dicimus, 
diffinimus omnio esse de necessitate salutis". Sobre la cuestión de la validez de 
Unam sanctam cf. la importante observaci6n de K.A. Fink en ThQ 146 (1966), 500. 
Fink advierte que en la fórmula definitoria falta la palabra pronunciamus. Esta 
observación es importante, porque la fórmula breve corresponde a las decisiones 
consistoriales de aquel tiempo y desaparece el carácter dogmático o la 
"proposición teológica irreformable". El papa quería dar una decisión doctrinal y 
decir que no debía ya enseñarse (en Paris) lo contrario. Pero nadie se preocup6 
por ello; pues, como es sabido, la Sorbona fue el Magisterium ordinarium de la 
baja edad media. Sobre la frase citada de Singulari quadam es de notar que la 
afirmación hecha en una alocución papal de que algo sea dogma, no representa 
naturalmente una definición de fe y necesita por tanto de un reexamen a fondo. 
8. DS 2866 (Dz1677).
9. Estas declaraciones se encuentran en DS 3866-3873, en uma carta del 
Santo Oficio al arzobispo de Boston (fechada a 8 de agosto de 1949) condenando 
decididamente la doctrina defendida en St Benedict's Center y Boston College, 
según la cual todos los no católicos, a excepción de los catecúmenos, estarían 
excluidos de la salvación. La carta repite en lo esencial las tesis correspondientes 
de la encíclica Mystici Corporis de 29 de junio de 1942 (DS 3802 y 3821). Por lo 
demás se mantiene también aquí ia condena de la proposición: "Homines in omni 
religione aequaliter salvari posse" (3872). Respecto de la descripción del camino 
de salvación de los no cristianos cabe comprobar cierta vacilación. Por una parte 
se le hace consistir en que el hombre "voluntatem suam Dei voluntati 
conformem velit" (3869); pero, por otra, se recalca que el desvo debe estar 
informado perfecta caritate y se exige una fides supernaturalis (3872).

JOSEPH RATZINGER
EL NUEVO PUEBLO DE DIOS
HERDER 101 BARCELONA 1972 Págs. 375-399