LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACIÓN

TEXTOS

1.
Cristo vino al mundo para instaurar el reino de Dios (Mc., 1, 15) y 
para dar a quien se le somete la verdadera y auténtica existencia. 
Quien cree en El ganará la vida (Jn, 3, 16). Esta es la voluntad de Dios 
al enviar a su Hijo: que quien vea al Hijo y crea en El tenga la vida 
eterna y sea resucitado por el Hijo el último día (Jn 6, 41). Esta vida es 
íntima y esencialmente distinta de todas las formas empíricas de vida, 
que no son más que analogías de la vida auténtica y definitiva, 
aparecida y hecha accesible en Cristo. La razón de que el hombre 
pueda participar de la vida aparecida en Cristo es la unidad entre 
Cristo y la humanidad, la unidad entre Cristo y el cosmos; esta unidad 
es relacional: en Cristo están recapitulados el género humano y el 
cosmos (Eph., 1, 10). Cristo es la plenitud de todos los tiempos y, por 
tanto, el centro de la historia. Por eso la vida divina que con El entra en 
la historia humana no queda circunscrita a su naturaleza humana 
individual, sino que se extiende por todas partes; todos los hombres y 
todas las cosas deberán ser incorporados a esa vida. Cristo es, por 
una parte, la plenitud de los tiempos y, por otra parte, El mismo llega a 
la plenitud incorporando a los hombres a su vida divino-humana; así 
logra la integración en la totalidad prevista por Dios desde la eternidad 
en su plan de salvación. 

2. El universo fue consagrado y santificado por la Encarnación; en la 
Resurrección y Ascensión fueron infundidos en el cosmos los 
gérmenes de la glorificación. Incluso mientras transcurre su evolución 
participa la creación de la gloria del Señor glorificado; ahora, 
ocultamente, pero el día de la vuelta del Señor se romperán todos los 
velos y la creación será transformada en tierra nueva y cielo nuevo (Ap 
21, 22; ls. 69, 17; 16, 22; 2 Pet. 3, 13). 
3. El hombre debe participar de la vida de Cristo; él mismo es 
responsable de tenerla o no, no se le infunde automáticamente en un 
proceso natural parecido al crecimiento orgánico, sino sólo0 si se dirige 
y entrega en la fe a Cristo, a quien está ordenado según el eterno plan 
salvífico de Dios (Rom. 3, 24; 182). Sólo en este «encuentro» personal 
se realiza entre los hombres y Cristo la comunidad que condiciona la 
verdadera y auténtica vida. Surge entonces la cuestión: ¿cómo puede 
el que lo pretende participar del nuevo modo de existencia fundada en 
Cristo, en su nacimiento y muerte, en su resurrección y ascensión? Es 
evidente que no puede lograrlo mediante actos de su entendimiento y 
voluntad. «Por el solo hecho de tener a Cristo por Hijo de Dios y 
aceptar todos sus mandatos, por el solo hecho de amarlo e imitarlo no 
tengo su vida; del mismo modo que no aprehendería la vida concreta 
de Gothe, sino que le imitaría a lo sumo, quien por veneración a él 
configurara toda la vida a su estilo» (Joh. Pinsk).

4. Para que un hombre participe de la vida de Cristo tiene que ser 
incorporado a El y entrar en el campo de su vida y resurrección. Sólo 
eso significa para él la verdadera y auténtica existencia, la salvación 
que es a la vez protección y seguridad en la participación de la vida 
divina y plenitud en la participación de la infinita riqueza de la vida de 
Dios. Tal viva relación con Cristo sólo puede ser creada por Dios 
mismo, por su propia iniciativa; al hombre compete el estar abierto ante 
Dios (Rom. 3, 24). La predicación y los sacramentos están al servicio 
de ese proceso de iniciativa divina y patencia del hombre frente a Dios. 
La salvación viene de la fe, pero la fe presupone la predicación y el 
haberla escuchado (Rm 10, 14). La fe adquiere figura concreta en los 
sacramentos. Palabra y sacramento son instrumentos y garantía de la 
actividad salvadora de Dios de distintas maneras. En los sacramentos 
la obra salvífica de Cristo se hace presente de forma que se hace 
accesible a todas las generaciones posteriores a El. 

5. Como Dios no infunde a los hombres la vida aparecida en Cristo 
inmediatamente, sino mediante la palabra y los signos sacramentales, 
aunque palabra y sacramento son signos eficaces de salvación, son 
necesarios un predicador terreno y un administrador terreno de los 
sacramentos, porque palabra y sacramento son creados por Dios, pero 
son realidades y procesos formados de las cosas y fuerzas de la tierra. 
Cristo mismo creó un órgano mediante el cual realiza los signos de 
gracia por El determinados: es la comunidad de la Iglesia. El encuentro 
de Cristo y los creyentes no ocurre en un proceso individual de 
iluminación ni en un acto de personalismo salvador individual, sino en 
un proceso comunitariamente determinado. Antes de su partida, el 
Señor confió a sus apóstoles y sucesores -es decir, a la Iglesia- la 
misión que el Padre le había confiado a El. La Iglesia deberá actualizar 
la obra salvadora del Señor en todas las épocas, para que sea 
accesible a todas las generaciones que transcurran entre la Ascensión 
y la segunda venida. Cumple esta función de dos maneras: predicando 
la palabra y administrando los sacramentos, en cuyo centro está la 
celebración de la memoria del sacrificio de Cristo. La Iglesia tiene 
autorización, poder y deber para ello. 
La predicación y administración de sacramentos que hace la Iglesia 
significa una llamada y una oferta obligatorias que Dios hace a cada 
generación. Cuando la Iglesia cumple la misión que le fue confiada por 
Cristo, aparece en nombre de Dios con poder de soberanía. Con este 
poder soberano cumple la tarea salvadora que Cristo le impuso y 
confió.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA IV
LA IGLESIA
RIALP. MADRID 1960.Págs. 13-16

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