Por una pertenencia activa, gozosa y fiel a la Iglesia


JUAN MARTIN VELASCO
Prof. de Teología
Instituto Superior de Pastoral
Madrid


I/PERTENENCIA/CRISIS: Los datos recogidos en multitud de estudios 
sociológicos muestran el deterioro considerable que presenta en la 
vida de los cristianos actuales la pertenencia a la Iglesia. Es verdad, y 
más verdad que cuando lo escribía Guardini hace ya sesenta años, 
que la Iglesia se ha despertado en las almas de los cristianos. Buena 
muestra de ello son la mayor participación de un número cada vez 
mayor de seglares en las tareas de la Iglesia y el florecimiento por 
todas partes de pequeñas comunidades cristianas en las que va 
aconteciendo y cristalizando el ser y la conciencia de la Iglesia. Pero 
hay que reconocer, al mismo tiempo, que son muchos los indicios que 
muestran un deterioro notable y numerosas perversiones en la 
realización de la pertenencia a la Iglesia.

1. La crisis de pertenencia en la Iglesia actual
Sin pretender ser exhaustivos, señalamos los que nos parecen más 
importantes. En primer lugar, el número muy elevado de cristianos que, 
de forma casi siempre callada, como si caminasen de puntillas, se van 
alejando de la Iglesia. Es ese bloque de católicos más o menos 
asiduamente practicantes hasta hace unos años y que en los dos 
últimos decenios abandonan la práctica, se alejan de la fe, se desvían 
de las normas morales de vida cristiana y dan muestras de una 
progresiva desidentificación de la Iglesia. Es verdad que muchos de 
ellos vivían su pertenencia eclesial de forma puramente pasiva, 
basándose casi exclusivamente en la tradición, la costumbre, la presión 
social, la cultura ambiental. Y es verdad, por tanto, que en muchos de 
ellos el abandono significa la manifestación de una situación no 
conscientemente asumida, pero ya existente en el foro de sus 
conciencias y que las circunstancias socio-culturales impedían 
manifestarse. Pero también es verdad que esa pertenencia pasiva, 
debidamente cuidada por la acción pastoral, podría haber 
evolucionado hacia formas más personalizadas de relación con la 
Iglesia y, sin embargo, ha seguido el camino contrario.
Además, también los cristianos que van haciendo el camino hacia la 
personalización de su cristianismo aparecen —bajo distintas formas 
que el más somero análisis de nuestro catolicismo actual pone de 
relieve— síntomas preocupantes en relación con su pertenencia a la 
Iglesia. Por ejemplo, en ese grupo de cristianos que —a partir de los 
movimientos reformadores surgidos en la Iglesia ya antes y, sobre 
todo, después del Concilio— han descubierto el valor de la pertenencia 
activa a la Iglesia y han comenzado a vivirla con entusiasmo, sobre 
todo a través de la participación en pequeñas comunidades eclesiales. 
Muchos de ellos hicieron estos descubrimientos a través de una forma 
social y políticamente comprometida de vivir el cristianismo, 
privilegiaron las razones sociales e ideológicas a la hora de agruparse, 
seleccionaron algunos aspectos de la vida cristiana en detrimento de 
otros y hoy, al ver a la Jerarquía insistir en algunos de esos elementos 
"menos-preciados" por ellos y al interpretar algunas de sus decisiones 
como intentos de orientar a la Iglesia en una dirección contraria a 
aquélla gracias a la cual se despertó su vida cristiana, denuncian esas 
orientaciones como contrarias al Evangelio y prescinden en la práctica 
de los grupos cristianos que siguen una orientación diferente y de la 
misma Jerarquía y reducen la comunión eclesial a la pertenencia a la 
propia comunidad y a la simpatía con los grupos o las comunidades 
afines a la propia en sensibilidad, forma de pensar y orientación.
Pero un deterioro semejante de la conciencia de pertenencia, aunque 
de signo diferente, se manifiesta en otros grupos de cristianos también 
preocupados por vivir personalmente su cristianismo y también 
agrupados en pequeños núcleos, comunidades o movimientos. 
También ellos han seleccionado aspectos de la vida cristiana, como el 
cultivo de la oración, la vida interior entendida de forma falsamente 
espiritualista; también ellos limitan en la práctica su pertenencia a la 
Iglesia a la pertenencia a su grupo o movimiento, y su adhesión a la 
Jerarquía se basa, sobre todo, en la convicción de que algunas de sus 
orientaciones coinciden con las del propio grupo, como muestra el 
hecho de que seleccionen a los representantes de la Jerarquía a los 
que se adhieren y muestren a algunos la adhesión que han negado a 
otros. También, pues, estos grupos de cristianos presentan carencias 
importantes en relación con la pertenencia, con la particularidad 
agravante de que se presentan a sí mismos como la única realización 
del cristianismo y tienden a excluir como herejes o cismáticos a quienes 
lo realizan de otra forma. En algunos casos se podría decir que, más 
que conciencia de pertenencia a la Iglesia, parecen tener conciencia 
de que la Iglesia les pertenece, y en exclusiva, a ellos.
CR/ECLESIALIDAD: Verdaderamente, aunque sea cierto que estamos 
viviendo "el siglo de la Iglesia", no podemos decir que el catolicismo 
actual sea un modelo de realización de la eclesialidad de la fe cristiana 
ni que los católicos actuales demos muestras de vivir de forma 
satisfactoria la pertenencia a la Iglesia. Ahora bien, si es verdad que la 
eclesialidad es un rasgo constitutivo del ser cristiano, si es verdad que 
no existe un cristianismo privado, esta erosión de la pertenencia 
amenaza con dañar la propia existencia cristiana y nos está 
exponiendo a los cristianos actuales a una verdadera perversión del 
cristianismo.
Por eso es importante que redescubramos los rasgos de la 
pertenencia eclesial y que nos ayudemos a despertar la conciencia y a 
purificar y revitalizar el sentimiento y la práctica de la pertenencia a la 
Iglesia.

2. Rasgos fundamentales de la pertenencia eclesial
I/PERTENENCIA/RASGOS: Todos tienen su raíz en la inclusión de la 
Iglesia en el orden del Misterio. Pertenecer a la Iglesia no es dar 
nuestro nombre a una asociación, apuntarnos a un club o sacar el 
carnet de un partido. Todas estas instituciones tienen en común el que 
surgen de la voluntad de asociarse de los miembros que las 
constituyen. La Iglesia, en cambio, es la última concreción visible de 
ese misterio de Dios, revelado en Jesucristo, que es su voluntad de 
salvar a los hombres haciendo de ellos su pueblo, convirtiéndolos en 
su familia santa. Por eso la pertenencia a la Iglesia no es, en primer 
término, el resultado de una opción por nuestra parte, es fruto de la 
convocación, de la llamada y del don de Dios Y antes de ser 
congregata, congregada, la Iglesia es congregans, es la que convoca 
a los que pasan a formar parte de ella. La pertenencia a la Iglesia está 
marcada por el carácter descendente y gratuito que caracteriza a 
nuestra relación con Dios. CON-D/QUE-ES: No conocemos a Dios 
abarcándolo y dominándolo, como hacemos con los objetos; conocer a 
Dios es dejarse penetrar por él, dejar que se transparente su 
presencia a través de nuestra conciencia; no amamos a Dios 
haciéndolo objeto de nuestro deseo, como hacemos con los bienes del 
mundo; amar a Dios es dejarse invadir por su amor. Y pertenecer a la 
Iglesia no es elegirla por nuestra parte, sino dejarnos llamar y elegir 
por Dios para ser miembros de su heredad. La pertenencia es un don 
que se nos otorga y no un favor que hacemos. Por eso resulta extraño 
escuchar a veces a algunos cristianos las razones por las que no 
abandonan la Iglesia, sin caer en la cuenta de que hay que estar 
dando siempre gracias de que ella no nos haya abandonado a 
nosotros.
Pero, como todos los dones de Dios, éste es un don personal que está 
pidiendo la aceptación y que puede, para desgracia del hombre, ser 
rehusado. Por eso es indispensable personalizar la pertenencia, que 
no puede reducirse a la herencia biológica o cultural, a mero resultado 
del condicionamiento social o de la pertenencia jurídica a una nación o 
a un estado determinado. La llamada de Dios tiene como finalidad la 
constitución de un pueblo, pero Dios quiere constituirlo con personas 
que aceptan libremente su designio y responden personalmente a él.
La inclusión de la Iglesia en el orden del Misterio hace que la 
pertenencia a ella confiera a quienes aceptan su llamada una nueva 
dimensión. Por eso los textos cristianos llaman a los miembros de la 
Iglesia "santos" y "ungidos". La Iglesia forma parte del Misterio de Dios, 
porque es el sacramento de Cristo y está animada por su Espíritu. Y la 
pertenencia a la Iglesia, introducción en el Misterio de Dios, incorpora a 
Cristo y permite la comunión en su Espíritu. Este es el núcleo de la 
Iglesia; ahí está la piedra angular del edificio que constituye, y hasta 
esa profundidad y hasta esa altura introduce al hombre su pertenencia 
a la Iglesia. Todo lo demás que pueda obtenerse en ella es accidente 
insignificante, y todos los beneficios temporales o culturales que pueda 
ofrecer no compensarían el terrible vacío que dejaría en ella el olvido 
de la presencia de Jesucristo. "Si Jesucristo no constituye su riqueza, 
la Iglesia es miserable. Si el Espíritu de Jesucristo no florece en ella, la 
Iglesia es estéril".1
Por eso, también, la pertenencia a la Iglesia no se basa en razones 
humanas. El cristiano no se decide a pertenecer a la Iglesia ni, en los 
momentos de tentación y de duda, se resuelve a perseverar en ella, 
por razones humanas, de cualquier tipo, que puedan darse: la 
seguridad psicológica que ofrece, la belleza de sus celebraciones, la 
intensidad de los lazos afectivos entre sus miembros, la coherencia de 
su doctrina. La razón de pertenecer a la Iglesia es que en ella nos ha 
salido y nos sale permanentemente al encuentro Jesucristo y su 
Espíritu como revelación de Dios. El único fundamento por nuestra 
parte para la pertenencia es la respuesta viva de nuestra fe a esa 
revelación de Dios. Y las vacilaciones en la fe desestabilizan la 
pertenencia; y cuando la pertenencia es puesta en cuestión en el 
interior del corazón, se hace problemática la fe.
Pero precisamente porque la revelación del Dios de Jesucristo 
acontece con ese sacramento de Jesucristo que es la Iglesia, tal 
revelación no es una comunicación privada de Dios al hombre, ni la fe 
es la respuesta de una persona aislada. La revelación y el encuentro 
con ella se producen en la congregación de la Iglesia. Por eso la última 
concreción visible del misterio de Dios es esa nueva congregación de 
personas antes dispersas, ese nuevo pueblo, compuesto por los que 
antes no eran pueblo, que es la Iglesia. Y por eso también, la raíz de la 
congregación no son ni las iniciativas de sus miembros, ni la simpatía 
mutua que puedan sentir, ni la familiaridad de la carne, ni la afinidad 
ideológica. El lazo de unión en la nueva familia es mucho más hondo y 
une .de forma más estrecha. Es la comunión en la misma vida de Dios, 
la comunión en el mismo Espíritu, capaz de unir más allá de la afinidad 
de pensamiento, la confluencia de intereses y la sintonía afectiva —o 
la falta de todas estas condiciones— entre los congregados en la 
Iglesia.
La insistencia en esta condición misteriosa de la Iglesia confiere a la 
pertenencia eclesial una dimensión también misteriosa y 
verdaderamente mística a la que es imposible renunciar si se quiere 
realizar con autenticidad y con hondura. Pero la Iglesia —precisamente 
por ser sacramento de Jesucristo— comporta igualmente un lado 
visible que determina la existencia de unos rasgos no menos visibles 
en la pertenencia eclesial.
Y, como sucede en otros aspectos del cristianismo, es la presencia de 
este lado visible y, sobre todo, su relación con su cara misteriosa lo 
que hace difícil la realización concreta e integral de la pertenencia 
eclesial. Porque la visibilización de Jesucristo que comporta ese 
sacramento de su presencia que es la Iglesia exige estructuras que 
tienen tendencia a endurecerse, a volverse rígidas y obstaculizar así la 
vida a la que tendrían que servir. Porque esa visibilización tiene lugar a 
través de personas que pueden no estar a la altura de su misión e 
incluso ser personalmente infieles a la presencia que están llamadas a 
visibilizar. Porque la condición sacramental de la Iglesia se encarnará 
en mediaciones cúlticas, sacramentales, jurídicas, todas ellas 
históricas, que con frecuencia se hacen inmutables y corren el riesgo 
de permanecer como fósiles, en lugar de transformarse para adaptarse 
a las nuevas condiciones de vida. Y la pertenencia a la Iglesia y la 
participación en el Misterio que visibiliza exige, por una parte, decir un 
"sí" decidido y sin reservas a la Iglesia concreta, que es la única que 
existe 2 y, por otra, mantener abiertas las concreciones de esa Iglesia 
(con frecuencia no sólo humana, sino demasiado humana) al ideal del 
Misterio al que remiten, contrastarlas con él e incluso reformarlas para 
que realicen mejor su función presencializadora.
Este lado visible de la Iglesia, hecho de fórmulas racionales en las que 
se reconoce la fe de los congregados en ella, de normas destinadas a 
expresar la forma que han de revestir las relaciones que los unen, de 
acciones rituales en las que la comunidad en su conjunto celebre la fe 
común en la presencia constituyente del Señor; este lado visible, 
formado sobre todo por las personas en las que se encarna la familia, 
el pueblo y la heredad a través de las cuales Dios quiere hacer llegar 
su designio a todos los hombres; esto, que es lo que permite la 
visibilización de la salvación, es lo que, debido a la rutina, a la debilidad 
o a la infidelidad de las personas y al peso y a la resistencia de las 
instituciones, puede convertirse en pantalla que impida brillar a la luz o 
en piedra de escándalo que haga a los hombres tropezar. Este lado 
visible es el que puede poner resistencia a la comunicación de la vida 
y, en ocasiones, convertirse en fuente de desilusión y de sufrimientos 
para personas despiertas a la acción del Misterio y capaces de medir 
la desproporción de la Iglesia concreta frente a la altura de su ideal y 
de su misión.
A este lado de la Iglesia se refieren las más frecuentes tentaciones 
contra una correcta pertenencia. Para algunos, porque, "chocados" 
por las limitaciones del lado visible, humano y demasiado humano, de 
la Iglesia, orientan su pertenencia hacia su cara invisible 
exclusivamente, y afirman tan sólo una Iglesia ideal que no existe más 
que en su fantasía; aceptan en teoría sus estructuras, pero rechazan 
la configuración histórica que de hecho revisten; reconocen la 
necesidad de los ministerios, pero prescinden de las personas que los 
encarnan de hecho, debido a las limitaciones o las deficiencias que 
arrastran; y al final, su afirmación de la Iglesia corre el peligro de 
reducirse a la afirmación de una teoría sobre la necesidad de la Iglesia 
y, por no confiar en lo visible, que es la condición de la realización 
efectiva, de la presencialización de la salvación, se quedan en una 
soledad orgullosa o desconfiada que tiene poco que ver con la 
economía de la encarnación en la que Dios ha querido comunicarnos 
su vida.
Para otros, porque, al absolutizar este lado visible, ignoran en la 
práctica su condición relativa; lo convierten en algo inmutable, 
insensible al paso del tiempo, separado de las circunstancias sociales 
y culturales; eluden confrontarlo perennemente con el Misterio al que 
sirve y en el que tiene su criterio de autenticidad; y al final, por una 
pretendida fidelidad a la Iglesia concreta, terminan por ser infieles a la 
Iglesia real: la que, por vivir de la presencia siempre actual del Misterio, 
no es anacrónica a ninguna época, sino que renueva 
permanentemente su. visibilidad y rejuvenece constantemente sus 
manifestaciones históricas, porque hace presente al que era ayer, es 
hoy y será siempre y al que ha dicho con toda verdad: he aquí que 
hago nuevas todas las cosas (Hb 13,8; 2 Cor 5,17; Ap 21,5).
Pero, en general, no es tanto la comprensión de la pertenecia como su 
realización efectiva lo que constituye una real dificultad para los 
cristianos. Por eso enunciaremos a continuación algunos principios 
para el ejercicio de la pertenencia eclesial en tiempos de crisis de la 
institución como los nuestros.

3. Algunos principios para el ejercicio de la pertenencia a la 
Iglesia

-Nunca lo repetiremos bastante. Nuestra pertenencia a la Iglesia tiene 
su origen en una llamada gratuita que ha hecho de nosotros, que 
éramos no compadecidos, personas en las que se ha derramado la 
compasión de Dios; de nosotros, que no éramos pueblo, ha hecho un 
pueblo; de los enemigos por el pecado ha hecho hijos de su familia: 
pueblo de reyes, asamblea santa, pueblo sacerdotal (/1P/02/09-11). 
Por eso el rasgo fundamental del ejercicio de la pertenencia como el 
del ejercicio de la existencia cristiana en su conjunto es el gozo 
agradecido de quien se ve beneficiario de un don que excede todas 
sus expectativas, que resulta inimaginable incluso para las mejores 
aspiraciones humanas, que excede cuanto nosotros podíamos 
esperar, y por eso se distingue de todos los otros gozos "motivados" 
—es decir, aquellos que son el resultado de la satisfacción de un 
deseo, de la solución de una necesidad— en que viene de más allá de 
nosotros, sobreabunda como la gracia y no es dominable por nosotros, 
porque no depende de nosotros. Desde ahí se comprenden las 
imágenes con que se ha simbolizado a la Iglesia. Ella es la barca que 
hace posible la travesía peligrosa de la vida; la viña plantada y cuidada 
por el Señor; la casa edificada sobre roca en la que encontramos 
refugio seguro y hogar cálido; ella es la madre en cuyo seno hemos 
nacido a la nueva vida. Por eso no tiene sentido una pertenencia que 
se ejerza bajo la forma de la obligación más o menos penosa 
—también en esto tenemos que pasar del régimen de la ley al de la 
gracia—, y menos todavía bajo la forma de un servicio que se preste o 
un favor que se haga a la Iglesia por el hecho de pertenecer a ella. 
Por eso también resultan difíciles de comprender los ejercicios de la 
pertenencia que, por dificultades para asimilar alguno de los aspectos 
de la visibilidad de la Iglesia o por disentir en relación con 
determinadas orientaciones de la jerarquía —cosa que puede ser 
legítima y hasta necesaria—, estando quienes la viven dentro de la 
Iglesia, establecen distancias y reservas y declaran pertenecer sólo 
parcialmente a ella. Porque, si es verdad que hay un largo camino 
hasta la pertenencia plena y que hay que respetar la situación de cada 
persona en relación con ella, lo que resulta difícil de entender es que 
las tensiones, los conflictos, las divergencias y los disentimientos en el 
seno de una Iglesia compuesta por cristianos de muy diferentes 
mentalidades y situaciones, justifiquen que ninguno de ellos se 
conforme con una pertenencia parcial a la Iglesia o se desidentifique 
en su interior en relación con ella. Al contrario, tales situaciones, que 
pueden justificar actitudes de crítica en relación con determinadas 
directrices incluso de la Jerarquía, exigen de los que se vean forzados 
a ellas un esfuerzo mayor de profundización en la pertenencia, de 
identificación más plena y de adhesión más cordial. Y es esta 
aceptación cordial de la pertenencia lo que dará validez a esas críticas 
y lo que evitará que los disentimientos se conviertan en disensiones 
que den lugar a rupturas en la comunión de la Iglesia.

-Pero (otra vez como toda la vida cristiana) la pertenencia a la Iglesia, 
además de don, es tarea. Pertenecer a la Iglesia exige del cristiano la 
puesta en ejercicio de una serie de actos y actitudes sin los que la 
pertenencia se reduciría o a dato jurídico o a realidad pretendidamente 
mística sin contenido real en la vida de las personas. Pertenecer a la 
Iglesia es haber sido convocado a formar parte del pueblo de Dios y, 
por tanto, ejercer en todos los niveles de la vida una existencia de 
miembro de ese pueblo, una vida de persona realmente congregada. 
La forma de vida del pueblo de Dios puede resumirse en una palabra: 
la comunión. Como todos los imperativos cristianos, ésta tiene su base 
en el indicativo de un hecho nuevo. En este caso, la participación por 
todos los miembros de la Iglesia del mismo espíritu que el Resucitado 
ha ganado para ellos. De esta unanimidad fundamental (un mismo 
Espíritu) se sigue, como primer nivel de la comunión eclesial, la 
necesidad de unas acciones comunes en las que todos los miembros 
de la Iglesia tenemos que colaborar: escucha de la Palabra, 
participación en los sacramentos, difusión del Evangelio, 
transformación del mundo... Pero por debajo de estas acciones está la 
conciencia de la corresponsabilidad de una Iglesia que es cosa de 
todos y de cuya vida y crecimiento todos tenemos que responder. Más 
allá de esta actitud corresponsable se sitúa todavía la convivencia 
—en el sentido más fuerte; la co-existencia, en el sentido literal— con 
la vida misma de Dios que es la gracia; convivencia que, si no quiere 
quedarse en piadoso deseo, deberá manifestarse en la realización de 
una vida comunitaria que llegue a compartir en alguna medida hasta 
los bienes.

-Pero también la comunión puede sufrir distorsiones. Todos tendemos 
a representárnosla —y los miembros de la Jerarquía en todos sus 
grados más que el resto de los cristianos— como la adhesión de los 
demás a nuestra forma de entender y vivir el cristianismo. Nos 
representamos así la comunión como como un movimiento de abajo a 
arriba por el que los fieles se adhieren a las normas, la disciplina o la 
interpretación del evangelio que nosotros proponemos. La verdadera 
comunión, en cambio, actúa en todos los sentidos y fuerza a los 
diferentes grados jerárquicos a escuchar al Espíritu, presente en todo 
el pueblo de Dios, y permitir el desarrollo de todos sus dones. Así, el 
servicio de la comunión por la Jerarquía, más que imponer a los 
cristianos la propia "sensibilidad", deberá garantizar el desarrollo de 
todas las que caben dentro de la vasta Iglesia, sin conceder la 
preponderancia a ningún grupo o corriente ni marginar en la práctica a 
otros.

-Pero no nos quedemos tan sólo en las posibles desfiguraciones de la 
comunión. Aludamos al estilo de vida que comporta su realización. Vivir 
la comunión es fomentar la relación efectiva entre los diferentes 
miembros del pueblo de Dios. Es comunicarse y, por tanto, dialogar, es 
decir, escuchar la voz del otro como capaz de enriquecer la propia 
visión de la realidad y aportarle lealmente la que nuestra experiencia y 
nuestra reflexión nos han permitido adquirir. Y esta comunicación tiene 
que llegar a ser una verdadera communio in sacris, es decir, 
participación de las mismas raíces de nuestra vida cristiana: la fe, la 
esperanza y la caridad. Pero el diálogo supone que todos nos dejemos 
enseñar y que nadie se arrogue el oficio de maestro único, que sólo 
corresponde al Señor; vivir la comunión es buscar y fomentar las 
fuerzas centrípetas de nuestra vida, aquellas que parten del centro 
común y nos conducen a él, en lugar de aferrarnos cada uno a la 
parcial configuración que adquieren esas fuerzas cuando pasan por 
nuestra sensibilidad, nuestra mentalidad, nuestros intereses y nuestra 
historia. Ejercer la comunión significará, además, participar con las 
fuerzas propias en la mutua edificación —en la edificación de la casa 
común, de la comunidad—, en lugar de emplearlas en parapetarnos, 
defender nuestras posiciones y disolver lo que otros construyen, sólo 
por la razón de que no coincida con nuestros gustos. Ejercer la 
comunión supondrá, en ocasiones, denunciar las deficiencias que nos 
parezca ponen en peligro la identidad de la Iglesia, en cualquier nivel 
que esas deficiencias se produzcan. Y una Iglesia en la que el 
ministerio ordenado o los laicos callen las deficiencias que observan en 
los demás, por cobardía o por complacencia, será una Iglesia de 
componendas, de consensos humanos, pero sin comunión, porque 
ésta supone el Espíritu, y donde está el Espíritu están la verdad y la 
libertad. Cómo deba realizarse esta tarea para que no dañe a la 
realización de la comunión a la que quiere servir es cuestión delicada. 
Pero recordemos las normas sobre la corrección fraterna como posible 
punto de partida para ese necesario y difícil arte del disentimiento en el 
interior de la comunión. Y en un terreno en el que, tal vez como en 
ningún otro, estamos expuestos a la debilidad, a la equivocación y a la 
torpeza, no olvidemos que los escritos apostólicos están llenos de 
recomendaciones a la paciencia, a sobrellevarse mutuamente y, 
cuando sea necesario, al mutuo perdón, recordando que a nosotros 
nos han perdonado antes.3

-El ejercicio de la pertenencia eclesial se ha viciado a veces, en la vida 
de los cristianos, por reducirla a un acto por el que nos acogemos a la 
Iglesia —arca y tabla de salvación— para librarnos del naufragio en un 
mundo lleno de peligros. Pero el ser de la Iglesia no se agota en esas 
imágenes, ni nuestra pertenencia a ella puede reducirse a que nos 
acojamos a su amparo La Iglesia es luz, sal y fermento para la 
salvación del mundo Y pertenecer a ella comporta, por tanto, participar 
en su misión al mundo para servirlo y salvarlo. Porque una pertenencia 
vuelta exclusivamente hacia el interior desemboca con frecuencia en 
ese narcisismo espiritual que se ha denunciado como eclesiocentrismo. 
No; la Iglesia es —como el Dios de Jesucristo— por los hombres y para 
los hombres, y tiene que construirse en todos sus niveles, y también en 
estos más profundos con referencia a aquellos a los que ha sido 
enviada. ¡Cuántas pequeñas querellas internas, además, desaparecen 
con sólo mirar hacia las tareas urgentes que nos aguardan y que esas 
querellas están dificultando! Además de que el Señor ha dado como 
señal por excelencia de credibilidad para los suyos el amor mutuo y la 
unidad entre ellos (Jn 17,21), ya que mal podremos anunciar el 
proyecto de Dios de hacer de todos los hombres un pueblo si nos 
mostramos incapaces de realizarlo en los límites estrechos de nuestra 
misma comunidad

-El ejercicio de la pertenencia exige, sobre todo, de esos miembros que 
somos los hijos de la Iglesia (necesariamente diferentes por talante, 
mentalidad, intereses, sensibilidad e incluso por tener distintas 
funciones en su seno) fidelidad de cada cual a su don y a su tarea 
como don y tarea del Espíritu. El peligro aquí es que una tarea, un 
ministerio, por importante que sea, pretenda acaparar el Espíritu o 
pretenda interponerse entre El y el resto de los cristianos, haciendo 
vana la única mediación de Jesucristo. Desde la fidelidad al propio don 
como don del Espíritu, desde la transparencia al Espíritu que podemos 
llamar santidad —esa santidad a la que todos somos llamados—, no 
habrá peligro de que el ejercicio incluso apasionado de los propios 
carismas conduzca a la ruptura de la comunión, con tal de que esa 
fidelidad vaya acompañada del respeto cuidadoso, la aceptación y la 
promoción de los dones de los demás.

-La pertenencia eclesial, por último, tiene que ver también con nuestra 
forma de vivir el tiempo y la historia. Pertenecemos a una Iglesia que 
constituye el comienzo del final —si cabe hablar así— en la historia de 
la salvación. Por estar en la línea del final, no cabe esperar una etapa 
posterior a ella dentro de la historia. Esta es ya la era del Espíritu, y 
cualquier milenarismo está excluido por la donación del Espíritu que el 
Señor nos ha otorgado. Pero la Iglesia vive todavía en el tiempo y tiene 
que hacer crecer la presencia del Reino en el mundo, tiene que ir 
aproximándolo a él. Por tanto, la pertenencia a la Iglesia no significa 
anclarse en ninguna de las épocas pasadas de su historia ni mirar con 
nostalgia a otras, aunque nos parezcan mejores. Son muchos los datos 
que nos permiten dudar que lo sean de verdad. Y en todo caso, a 
nosotros nos toca construir la Iglesia en nuestro tiempo. Y si la 
pertenencia comporta fidelidad a la tradición, esta fidelidad exige de 
nosotros el esfuerzo por reasumirla e incluso recrearla en las 
circunstancias propias de nuestra época. Secularizado, envuelto en un 
clima cultural de increencia, alejado o en trance de alejarse de la 
Iglesia, injusto nuestro mundo, y nuestro mundo occidental, es la hora 
en que el Señor nos ha llamado a trabajar en su viña. Y no faltan 
indicios de que también en él —yo me atrevo a pensar que tanto como 
en otros momentos históricos— hay puntos de conexión para la 
edificación de una Iglesia con los materiales que él nos proporciona. Y 
no sería buena forma de pertenecer a la Iglesia intentar construirla en 
nuestros días con estilos que reproduzcan las formas de otro tiempo. 
Ni el neotomismo ni la neoescolástica, ni el neogótico ni el 
neoconfesionalismo, ni ninguno de estos viejos "neologismos prácticos" 
son fórmulas adecuadas para edificar la Iglesia ni fórmulas que 
proponer a los cristianos para pertenecer a ella. Con nuestra fidelidad 
a Dios, contemporáneo de todos los tiempos, a Jesucristo que era 
ayer, es hoy y será siempre, al Espíritu que sigue hablándonos a 
través de los signos de los tiempos, y a los hombres nuestros 
hermanos, a los que la convocación a la Iglesia nos envía a servir, 
podemos reconstruir con nuestra pertenencia gozosa, activa y fiel la 
Iglesia en nuestros días, haciéndola avanzar hacia el ideal de la que 
desciende de los cielos, ataviada como una novia, sin arruga y sin 
mancha, verdadera morada de Dios con los hombres (Ap 21).

-Pero bien sabemos que este ideal está lejos. Muchas cosas la afean 
hoy a la vista de todos: su connivencia con el poder, su debilidad 
frente a los poderosos y su rigor con los débiles: su miedo a la libertad; 
su acomodación al espíritu del mundo; sus rigideces y 
acantonamientos; su ridícula afición a la ampulosidad, el boato y la 
vanagloria; su tendencia a convertir las rutinas en leyes; su afán de 
dominio de las conciencias, cuya interioridad pertenece sólo a Dios; su 
afición a las fórmulas elocuentes y sonoras que no se corresponden 
con la realidad de su práctica... y así podríamos seguir casi 
indefinidamente. Y bien sabemos, además, que estas plagas de la 
Iglesia se las producimos entre todos: con nuestra infidelidad, nuestra 
torpeza, nuestros miedos, nuestra falta de fe y esperanza; con la 
lejanía de nuestras vidas en relación con el Evangelio; con nuestro 
lejano y superficial seguimiento del Señor. Por eso nuestra acusación a 
la Iglesia se vuelve contra nosotros y se torna invitación a la 
conversión como condición de una más perfecta pertenencia. Y aun 
siendo conscientes de estas plagas y arrugas de nuestra Iglesia 
concreta, somos también conscientes del beneficio inmenso que 
supone el simple hecho de pertenecer a ella (De Lubac); sabemos que 
en ella hemos orado y suspirado por la eternidad del Dios Santo; en 
ella hemos escuchado las palabras de vida eterna que el Señor pone 
en su boca; en ella hemos experimentado la gracia que nos transmite a 
través de sus sacramentos; por ella hemos experimentado lo eterno 
que habita dentro de nosotros (K. Rahner); en ella recibimos, sobre 
todo de los más pequeños, ejemplos admirables de paciencia, 
solidaridad, valentía, generosidad y seguimiento del Señor; y por eso, 
a pesar de todas sus manchas y arrugas, podemos decir a los 
cristianos de ahora como los cristianos de otros tiempos nos han dicho 
a nosotros: "¡No te separes de la Iglesia! Ningún poder tiene su fuerza. 
Tu esperanza es la Iglesia. Tu salud es la Iglesia. Tu refugio es la 
Iglesia. Ella es más alta que el cielo y más dilatada que la tierra. Ella 
nunca envejece: su vigor es eterno".4

SAL TERRAE 1988/05. Págs. 343-356

....................
1. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Desclée de Brouwer, Bilbao 1961, 
p.218.
2. Cf K RAHNER, "Uber das 'Ja' zur konkreten Kirche", en Theologische Akademie 
6, Knecht, Frankfurt a.M. 1969, pp. 9-28.
3. Recuérdense los pasajes relativos al "allellón" ("unos a otros") recogidos por G. 
LOHFINK en La Iglesia que Jesús quería, Desclée de Brouwer Bilbao 1986. pp. 
109-117. 
4. S. JUAN CRISOSTOMO (cit. por H. de Lubac en o. c., p. 208).