LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
CAPITULO XIII
Pueblo de Dios
Pueblo en esta tierra
Alimentado en la comunión
Pueblo para Dios
CAPÍTULO XIII
PUEBLO DE DIOS
La imagen de Puelolo de Dios, que cuenta con amplias y nítidas
raíces en la literatura del Antiguo Testamento es la más querida por el
Concilio Vaticano II y es la que ha sido acogida con más extensión por
la Iglesia postconciliar.
La justificación de su empleo arranca de que Dios quiere santificar y
salvar a los seres humanos no individuo por individuo, sino unidos
entre sí; quiere hacer de todo el género humano un pueblo que lo
conozca de verdad y le sirva con una vida santa.
La nación de Israel fue la elegida y constituida como preparación y
figura de una alianza nueva y perfecta, que se iba a obrar en Cristo, y
de una revelación completa, que llevará a cabo el mismo Verbo de
Dios.
Para comprender mejor qué significa la imagen de Pueblo de Dios,
conviene situarse en la perspectiva de la antigüedad israelita. La
comunidad humana de Israel cambia por completo su identidad
profunda cuando Yahveh la convierte en pueblo de su propiedad.
Será una nación que, al tiempo que participa de todos los elementos
temporales propios de un pueblo, es una comunidad de índole
religiosa, que trasciende todo lo temporal. Por un lado, ser comunidad
integrada por miembros que tienen en común la raza, las instituciones,
el destino, la patria, el lenguaje y el culto, no es suficiente aval para
convertirse en Pueblo de Dios. Por otro, ser comunidad escogida por
Dios, destinada a ser depositaria de unas promesas de salvación total
y a contener un remite velado hacia una paz y una reconciliación
universales, que se consuman más allá de lo terreno, no será
suficiente para hacer de ella un pueblo comprometido con la historia.
Hace falta unir ambos extremos, lo histórico y lo trascendente, a fin
de llegar a penetrar en las profundidades del misterio de un Nuevo
Pueblo de Dios.
Por la sangre de Cristo 1 se sella una Nueva Alianza con un Nuevo
Pueblo de Dios, al que se puede pertenecer, no por razones de raza,
sino por el Espíritu que les es dado a sus miembros. Así se fundó la
Iglesia, a fin de que sea, para todos y para cada uno, el sacramento
visible de la unidad que salva a la condición humana. «Este pueblo
mesiánico, aunque de hecho no abarque aún a todos los hombres y
muchas veces parezca un pequeño rebaño, sin embargo, es un
germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo
el género humano» (LG 9).
La identidad de este nuevo Pueblo es la dignidad y la libertad de los
hijos de Dios, inhabitados por el Espíritu, Señor y Dador de Vida. Su
ley es el mandamiento nuevo, que consiste en amar como el mismo
Cristo nos amó 2. Su destino es el Reino de Dios, que Él inauguró en
este mundo con los Misterios Pascuales de su Hijo Encarnado.
El Reino se ha de extender, progresivamente, hasta alcanzar, por la
fuerza divina, la perfección total, que se conseguirá cuando se
manifieste definitivamente Cristo, nuestra vida 3.
La dimensión universal de este Pueblo, que se expande más allá de
las promesas temporales depositadas en Israel 4, está ya
preanunciada en los Profetas. Éstos proclaman una nueva alianza, de
justicia y de paz eternas, nacida del perdón más absoluto. Gracias a
esta alianza, Yahveh pone su morada en medio de los nuevos hijos e
inscribe su ley en el interior de nuestros corazones. De este modo,
Dios es definitivamente nuestro Dios y nosotros somos su pueblo 5.
Por el agua y por el Espíritu 6, el nuevo Israel es linaje escogido,
sacerdocio regio, nación santa, pueblo adquirido en posesión 7, para
anunciar las grandezas de quien lo sacó de las tinieblas hacia su luz
admirable 8. Desde entonces y para siempre, «los que en otro tiempo
no éramos pueblo, ahora somos pueblo de Dios; los que no habíamos
conseguido misericordia, ahora la hemos alcanzado» (1 Pe 2,10) 9.
Este pueblo tiene, como soporte de la identidad sobrenatural, los
aspectos visibles y temporales de su organización. Tiene, como
horizonte, la universalidad en el espacio y en el tiempo; como meta, la
condición de ser destinatario y pregonero de una salvación que se
extiende más allá de los límites terrenos. Sobre todo, tiene, en sí y
sobre sí, la pertenencia a las entrañas paternas de Dios.
De este modo, el nuevo Pueblo se convierte en hijo querido que
camina hacia la consumación celestial. Ésta le será concedida por pura
generosidad gratuita de quien se comprometió a no romper jamás la
Alianza Nueva 10. «Tan pronto como toma Dios a un pueblo como
suyo, como ha hecho con la Iglesia, le concede la unidad de corazón y
de camino» (SAN FRANCISCO DE SALES).
Pueblo en esta tierra
Es necesario ahondar en lo que supone afirmar que la Iglesia es
Nuevo Pueblo de Dios que peregrina en este mundo. Como el Pueblo
de Israel, los discípulos de Aquel que, por su obediencia al Padre, los
constituye en comunidad familiar, tienen un mismo origen (las entrañas
del Padre), unas mismas instituciones (la organización jerárquica y
carismática), un mismo destino (la patria definitiva a la que se
encaminan) 11, un mismo lenguaje (la iluminación de la Palabra de
Dios) y un mismo culto agradable a Dios (que es la finalidad suprema
de la Iglesia) 12.
Sin embargo, como Israel, la Iglesia participará también de las
dificultades y de las imperfecciones propias de quien aún no ha llegado
a la consumación perfecta 13. Por ello, sufrirá las infidelidades de sus
miembros tentados de pecado 14, Se verá en la necesidad de
abandonar, repetidamente, las comodidades de las nuevas Babilonias.
Deberá ponerse, una y otra vez, en disposición de éxodo 15. Soportará
las persecuciones que le sobrevienen por parte de las resistencias que
las fuerzas del mal ponen a la acción de la gracia 16.
La Iglesia se asemeja, por su doble condición de visible y espiritual,
al Verbo encarnado, en quien están profundamente unidas la divinidad
y la humanidad; «de la misma manera, el organismo social de la Iglesia
está al servicio del Espíritu de Cristo, que le da vida para que el cuerpo
crezca (cf. Ef 4,16)» (LG 8).
El nuevo Pueblo, asociado a la misma misión de Cristo, peregrina en
este mundo hacia la casa del Padre, participa de las alegrías y
esperanzas, angustias y tristezas de las gentes de cada época, acoge
el mensaje de salvación, se compromete a proponérselo a otros y, así,
se siente, verdadera e íntimamente, solidario del género humano y de
su historia 17.
La Iglesia, entidad social visible y comunidad espiritual, debe, pues,
avanzar al lado de toda la humanidad y experimentar la suerte terrena
del mundo. Su sentido está en actuar como fermento y como alma de la
sociedad, que está llamada a renovarse en Cristo y a transformarse en
familia de Dios 18. Para poder ofrecer a todos, a través del andamio de
su condición terrena, el misterio de la salvación y de la vida traída por
Cristo, debe saber que su forma de encarnación ha de estar
impregnada del mismo afecto con que el Señor se unió a las
condiciones sociales y culturales concretas de los hombres con
quienes convivió 19.
A fin de conseguir ser Pueblo de Dios en esta tierra, la Iglesia,
además de tener plena conciencia de su identidad y de su misión, debe
poner todo el interés en renovar su apariencia visible y su naturaleza
espiritual con la enmienda de los defectos de sus miembros y la copia,
en su vida intima y misionera, de los mismos sentimientos de Cristo 20.
Para ello, deberá proceder a establecer con el mundo, integrado por
diversos pueblos terrenos que aún no son plenamente familia de Dios,
un diálogo fructífero, que esté ordenado a la humanización progresiva
y a la conversión a los valores del Reinado de Dios.
Esta tarea del diálogo con el mundo, su existencia y su urgencia, al
decir del papa Pablo VI, deben ser, en el corazón de la Iglesia
contemporánea, un peso, un estimulo y una cuasi-vocación 21.
Alimentado en la comunión
El Pueblo de Israel, a pesar de sus idolatrías, de sus olvidos y de sus
infidelidades, pudo mantener su condicion gracias al alimento que
Yahveh le ofreció, de mil formas, a lo largo de los diferentes éxodos.
Alimentos materiales como signos de la cercanía divina, acciones
maravillosas que renovaban la esperanza, palabras proféticas que
denunciaban excesos y apoyaban lealtades, no eran sólo llamadas que
rehabilitaban la santidad individual. Eran, más que nada,
intervenciones de la gracia que restauraban y consolidaban la unidad
del Pueblo, depositario de las promesas de unos Cielos Nuevos y de
una Tierra Nueva.
La Iglesia, como Nuevo Pueblo de Dios, instituido para ser comunión
de vida, de caridad y de verdad 22, no va a verse privada de estos
mismos alimentos. La santificación personal y la unidad comunitaria,
ordenadas a anunciar, con hechos y con palabras, que el Reino de
Dios está cerca, tendrán su fuente en la infinita generosidad divina.
La Iglesia se nutre con el regalo de la Palabra de Dios, en la que el
Padre sale amorosamente a conversar con sus hijos. Es tan grande el
poder y la fuerza de esta Palabra, que constituye sustento y vigor de la
Iglesia, firmeza de fe para sus miembros, alimento del alma y fuente,
límpida y perenne, de vida espirituale 23.
En apoyo de esta unidad eclesial acude permanentemente el Espíritu
de Dios, que unificó a los pueblos en Pentecostés y entraña a la Iglesia
en el único corazón de Dios. El Espíritu Santo unifica a los discípulos
de Cristo en la comunión y en el servicio, los llama a diversas misiones
jerárquicas y carismáticas, los adorna con sus frutos y los impulsa a
ayudarse mutuamente, según los diversos dones que les concede. El
Espíritu Consolador rejuvenece a la Iglesia, la renueva sin cesar y la
conduce a la unión perfecta con el Esposo 24.
La comunidad cristiana tiene a su alcance, como tarea y como don,
el amor fraterno. Éste se origina en la intimidad de la Trinidad, se hace
lección y mandato en la vida terrena de Jesucristo, se construye día a
día con el ejercicio del perdón, de la comunicación de bienes y de la
unanimidad, y se purifica y fortalece con la ayuda de los ministerios
jerárquicos.
En fin, el Pueblo Nuevo es alimentado en la comunión con Dios y
entre sus propios miembros, y es proyectado a anunciar y a extender la
comunión universal por la presencia viva y actuante de Cristo
Resucitado. En los sacramentos, y en particular en la Eucaristía, la
gracia de Cristo se reparte a sus fieles para la edificación de la
comunión eclesial, pues «si el pan es uno solo y todos participamos de
ese único pan, todos formamos un solo cuerpo» (1 Cor 10,17) 25.
La unidad entre todos los fieles, que constituyen un solo cuerpo en
Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan
eucarístico 26 El cuerpo y la sangre de Cristo, sacrificados para la
redención universal, «al destruir la obra del diablo y romper los lazos
del pecado, ordenaron de tal modo el don de su gran amor, que la
plenitud de las generaciones continúa desarrollándose hasta la
consumación del mundo» (SAN LEÓN MAGNO).
La comunión en el Cuerpo de Cristo, eucarístico y místico, es
también impulso para la misión evangelizadora y para la caridad
pastoral, que es el alma de todo apostolado 27.
Las deficiencias en la comunión eclesial y en la audacia
evangelizadora denuncian con claridad una imperfecta comunión con la
Trinidad Santísima; expresan la persistencia de una espiritualidad
excesivamente individualista; ponen al descubierto una caridad
pastoral no suficientemente injertada en el amor de Cristo; y testifican
una participación y un aprovechamiento de la Liturgia, en particular de
la Eucaristía, infectados de formalismos y de rutinas.
Pueblo para Dios
Dios eligió un nuevo Pueblo para constituirlo en herencia suya. Será
para su Pueblo 28. Y el Pueblo será para Él.
Aunque camine en este mundo, su destino es la patria del cielo. Su
gozo reside en la espera activa que clama por la inserción en el
corazón de Dios. Su fuerza consiste en el anticipo del nuevo
parentesco que se le regala en Cristo Jesús, en quien tenemos acceso
confiado al Padre 29.
Jesucristo hizo nacer a la Iglesia de su costado abierto y la adquirió
con su sangre 30. «Y porque no vivamos ya para nosotros mismos,
sino para El, que por nosotros murió y resucitó, envió el Espíritu Santo
como primicia para los creyentes, a fin de santificar todas las cosas,
llevando a plenitud su obra en el mundo» (Plegaria Eucarística IV).
La Iglesia es un Pueblo seducido por los guiños del Señor y
expropiado para pertenecerle. Es llamado a darle gloria imperecedera,
mediante el servicio que presta, para que el ser humano tenga vida.
Está destinado a disfrutar de lo que Dios tiene preparado para quienes
le aman 31.
No es este Pueblo una simple organización social o política 32, sino
germen visible de algo espiritual. Este embrión prospera hasta alcanzar
la íntima unión con Dios, por Jesucristo, en el Espíritu. Así se acaba
con todos los enemigos de los planes salvadores divinos, hasta que
llegue el tiempo en que Dios sea todo en todas las cosas 33.
«Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1 Cor
3,21-22) es una forma excelente de describir la jerarquización de los
planes divinos, que comprometen radicalmente al Pueblo de Dios.
De este modo, el Pueblo de Dios se convierte en el Reino de los
Santos. Es «el Pueblo santo de Dios» (LG 12) y sus miembros son
calificados como «santos» 34. Todos están llamados a la santiidad,
participada del único Santo. La horma es la perfección del Padre, a
quien pertenecen 35.
El modelo es Jesucristo, santo, inocente, sin mancha, que no conoció
el pecado. Él es el primogénito de toda criatura, el principio de todo;
todo fue creado por Él y para Él 36., «A El seguimos, tras Él
marchamos, a Él tenemos por guía del camino, príncipe de la luz, autor
de la salvación, que promete el cielo y al Padre a los que le buscan y
creen en Él. Lo que Cristo es, seremos los cristianos, si lo imitamos a
Él» (SAN CIPRIANO).
La Iglesia, que es santa, se sabe a la vez necesitada de purificación
y busca sin cesar la conversión y la renovación 37, para que llegue un
día en el que Dios la invite a pasar al gozo de la casa común,
preparada en el cielo, en torno a la Mesa de la filiación y de la
fraternidad.
........................
1. Cf. Hech 20,28; 1 Cor 11,25
2. Cf. Jn 13,34.
3. Cf. Col 3,4.
4. Cf. LG 13.
5. Cf. Jer 31,31ss; Ez 37,26ss; 2 Cor 6,16; Heb 8,10; Ap 21,3.
6. Cf. Jn 3,5-6.
7. Cf. 1 Pe 2,9.
8. Cf. Jn 3,19-21; Hech 26,18, Ef 5,8-9, 1 Jn 1,6-7.
9. Cf. Rom 9,26.
10. Cf. Ap 3,8.
11. Cf. Heb 11,16.
12. Cf. 1 Pe 2,9; Ap 5,10; SC 2
13. Cf. UR 3.
14. Cf. Heb 3,7.
15. Cf. Is 48,20; AP 18,4.
16. Cf. Dan 7; AP 13,1-7.
17.' Cf. GS 1.
18. Cf. GS 40.
19. Cf. AG 10.
20. Cf. FIp 2,5.
21. Cf. ES 7-9.
22. Cf. LG 9.
23. Cf. Hech 20,32; 1 Tes 2, 13; Heb 4, 12; DV 21.
24. Cf. LG 4.13; GS 32; AA 29.
25. Cf. Jn 6,22ss.
26. Cf. LG 31; UR 2.15; PO 5.
27. Cf. LG 33, AA 3.
28. Cf. LG 2.9; GS 40.
29. Cf. Rom 5,2; Ef 2,18; 3,12.
30. Cf. LG 3.9.39; SC 5; DH 13.
31. Cf. 1 Cor 2,9.
32. Cf. Jn 18,36.
33. Cf. 1 Cor 15,22ss.
34. Cf. Hech 9,13; 1 Cor 6,1; 16,1.
35. Cf. Mt 5,48; LG 11.48.
36. Cf. Col 1,15-20.
37. Cf. LG 8; UR 3.6.
ANTONIO
TROBAJO
LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
BAC 2000. MADRID 1997