LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
CAPITULO XI.
Pequeña criada
Grano de mostaza
Sal de la tierra
Luz del mundo
La red barredera
CAPÍTULO XI
PEQUEÑA CRIADA
La Iglesia es asociada a la misión de Cristo, que invita a la
conversión del corazón, porque el Reino de Dios está llegando. En las
manos, frágiles y mortales, de los discípulos deja Jesucristo la tarea de
extender el Reino mediante la predicación y el testimonio, que deben
ser interpelantes y atractivos para los seres humanos de cada época.
Nada puede la Iglesia por sí misma. Todo le viene de Cristo: la misión,
la tarea, la fuerza. «Sin Mí nada podéis hacer» (Jn 15,5).
A Él y a los fines para los que es enviado por el Padre, debe servir.
Ella es una pequeña criada del Reino: «Siervo de Dios es el Pueblo de
Dios, es la Iglesia de Dios» (SAN AGUSTÍN).
A esta nueva condición llega la Iglesia desde la esclavitud a los
ídolos. Cuando sus miembros vivíamos en la paganía, servíamos a las
criaturas en lugar de al Creador y nos dejábamos arrastrar por los
ídolos mudos que, en realidad, nada tienen de dioses 1. Abandonamos
los diosecillos de barro, para servir al Dios vivo y verdadero 2, a quien
nos sometemos, de forma exclusiva, con la obediencia de la fe y a
quien prestamos el servicio de la fidelidad 3.
La Iglesia pasa del cautiverio al servicio. De la esclavitud,
previamente impuesta por la tirania de los falsos dioses, de la
subordinación a las normas y de la servidumbre al pecado, es
conducida al ejercicio del libre servicio a Dios, bajo su dominio
paternal. Los fieles cristianos cumplen de corazón la voluntad del
Padre; obran como hombres libres; son, a la vez, siervos de Dios y
señores de todas las cosas 4. La paradoja es posible gracias a la
acción del Espíritu, que es el verdadero Señor y que consigue que,
donde se hace presente su actividad, no haya más que libertad 5.
La nueva condición de la Iglesia permite entender mejor su
naturaleza de sacramento de Cristo, que es tanto como llamarla
instrumento de su misión. Por eso, a ella se le pueden aplicar —con
rigor exacto en algunos casos; con una cierta libertad en otros—
diversas imágenes que aparecen en los Evangelios puestas en boca
de Jesucristo. Algunas de ellas están dichas teniendo como
destinatarios directos a los mismos discípulos; otras se refieren al
Reino de Dios, del cual la misma Iglesia es pequeño embrión y sierva
inútil.
Grano de mostaza
«Sucede con el Reino lo que con un grano de mostaza. Cuando se
siembra en la tierra es la más pequeña de todas las semillas»
(/Mc/04/30). Con esta parábola se explicita la nueva aritmética del
Reino. Nada es lo que parece. Todas las evidencias de los juicios
terrenos pueden estar sujetas a error de apreciación. Los planes de
Dios pueden, y deben, ser un perfecto contrasentido, sorprendente y
absurdo, si los juzgamos con criterios humanos. Sucede que, cuando
Dios se mete en las especulaciones y en los proyectos humanos, todo
queda pequeño y todo se ve desbordado por su longanimidad. Cuando
los mortales ponemos en El nuestra confianza, aunque sea en un
microscópico grado, lo imposible se hace más que realizable 6.
La constitución de la Iglesia y el ejercicio de su misión participan de
esta matemática divina. Sólo lo que el mundo considera necio, débil, vil,
despreciable, insignificante, lo que no cuenta, es lo que Dios elige para
llevar a cabo sus planes magníficos 7. La acción divina consagra el
valor de lo diminuto, para que «nadie pueda presumir delante de Dios»
(1 Cor 1,29) y, en caso de tener que hacerlo, que sea en las propias
flaquezas 8.
El más perfecto paradigma de esta contabilidad a lo divino es la
encarnación del Hijo de Dios. «Él, siendo de condición divina, no
consideró como pieza codiciable el ser igual a Dios. Al contrario, se
despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo
semejante a los hombres. Y, en su condición de hombre, se humilló a sí
mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz»
(Flp 2,6-8).
La Iglesia, al prorrogar en el tiempo la misma misión de Cristo, no
puede menos de tener siempre presente el modo de ser y de actuar de
Él. La Iglesia ha de ver en el Señor, Encarnado, Muerto y Resucitado,
el vaciado de una escultura en el que ella debe derramar su energía
entera para permitir que se obre la total identificación con El.
La parábola del grano de mostaza conduce a la Iglesia a tener
siempre presente que ella, semilla diminuta, ni ha conseguido, con sus
artes terrenas, dar identidad a su ser ni puede lograr que, contra toda
lógica, su nimiedad progrese hacia la relevancia pública. Sólo es la
potencia del Espíritu de Dios la que quiere crear de la nada a la
comunidad de discípulos y la que le concede la capacidad del
crecimiento 9.
La obra evangelizadora de la Iglesia es la obra evangelizadora del
Dios que hizo descender su aliento sobre Jesús de Nazaret, para que
se lanzara a anunciar la buena noticia a los pobres y el Año de Gracia
del Señor a todos 10. Por eso, la Iglesia, pequeña criada del Reino,
insignificante simiente de mostaza, jamás deberá olvidar que nada será
posible sin una absoluta confianza en Dios, que es quien hace brotar
vergeles en la estepa 11.
El protagonismo divino lleva a la Iglesia a sanarse de todos los
deslices de soberbia en que ha podido caer. Estos pecados se han
cometido cuando la Iglesia ha buscado ser fuerte y numerosa, aunque
lo haya pretendido para conseguir, con más rapidez y calidad, la
evangelización del mundo; cuando se ha fiado en exceso del poderío
de sus teólogos, de sus pastores o de sus ejércitos; cuando ha medido
la validez de la misión por el éxito de sus maniobras terrenas; cuando
se ha dejado encumbrar por los poderosos de esta tierra; cuando ha
perdido la lucidez, deslumbrada por los juegos de las estadísticas;
cuando ha aspirado a imponer unas soluciones que no respetaban la
autonomía que le corresponde al orden temporal; cuando ha olvidado
que vale más amar que tener razón.
La asistencia divina es la que permite al grano de mostaza crecer y
crecer, hasta poder dar cobijo a los nidos de algunas aves. Esta ayuda
nunca se alejará de la pequeña semilla, aunque dé la impresión de que
el crecimiento se detiene o, aún más, de que lo que ocurre es la
disminución.
La Iglesia jamás podrá hundirse en el pecado del desánimo y de la
desesperanza. Habrá momentos en la historia en que todo parecerá
derrumbarse en el seno de la Iglesia o en que dominará la impresión
de que en nada se avanza hacia los objetivos de la expansión del
Reino. Será sólo un espejismo.
Los criterios eclesiales que llegan a admitir como indiscutibles estas
conclusiones, padecen la miopía de quien no es capaz de equiparse
con el suplemento de los ojos de Dios, que sigue escribiendo derecho
con unos renglones que sólo al obtuso le parecen torcidos.
La planta de la mostaza llega a crecer hasta conseguir que sus
ramas, increíbles si pensamos en su origen, sean útiles a los pájaros
que pretenden cobijarse y anidar a su sombra. Así es el Reino; así es
la Iglesia.
El mundo entero, de diferentes modos, peregrina en búsqueda de la
bondad, de la verdad y de la belleza. En ocasiones, este rastreo
conducirá a errores lamentables; por el contrario, otras veces, sus
investigaciones, en las que se han sembrado «semillas del Verbo» 12,
llevarán a un mejor conocimiento de Dios, de las cosas y del mismo
hombre.
Ante estas evidencias, la Iglesia, por una parte, deberá estar siempre
disponible, para ayudar, al ser humano y a las culturas que éste
genera, a que puedan encontrar, con facilidad y sin yerros, los caminos
de Dios. Nadie de buena voluntad, cuando camina en busca de la
verdad, debe quedar lejos de las ayudas de la comunidad de
discípulos del Señor.
Por otra, deberá huir de pensar que todo lo que no coincide con sus
planteamientos nace de la voluntad de odios y de persecuciones. Los
encastillamientos de la Iglesia y las condenas radicales de las
disidencias serán un pecado contra la voluntad divina, que pretende
hacer llegar la salvación, una y otra vez, a todos los hombres y a todas
las culturas.
Sal de la tierra
El evangelista Mateo coloca esta imagen de la sal, que se dedica a
los discípulos, dentro del texto del Sermón de la Montaña, catecismo
elemental de vida cristiana. «Vosotros sois la sal de la tierra»
(/Mt/05/13), dijo Jesucristo a la Iglesia naciente.
En la alimentación, la sal pone la gracia del sabor en los alimentos;
es la que sazona las viandas. Pablo aconseja a los de Colosas que su
diálogo sea siempre amable y ameno, como sazonado con sal 13. Es
un primer significado de la comparación: la Iglesia se encarna en esta
tierra con vocación de ser portadora de la gracia increada, para
introducir, en un mundo desgraciado, la alegría y el donaire del Espíritu
de Dios.
La Resurrección del Señor es la gracia consumada y es el motivo,
primero y básico, de la alegría esperanzada del mundo. La Iglesia tiene
en sus manos el compromiso de ser la pregonera de este
acontecimiento originante de la fe, que inunda al mundo del gozo de
vivir y de compartir. Así lo hace en la gran Vigilia Pascual: «Esta noche
santa ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a
los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia,
doblega a los poderosos» (Pregón Pascual).
En más ocasiones de las debidas, la Iglesia ha hurtado su presencia
en medio de las alegrías humanas, o no ha sabido poner su pizca de
gracia en los sinsabores terrenos, o no ha querido adobar, con la sal
prestada por Dios, las sabrosas viandas que los hombres han
preparado al margen de la actividad eclesial.
La sal sirve, también, para conservar en buen estado los alimentos,
por lo que era muy apreciada en las culturas anteriores a los adelantos
de la técnica. El evangelista pone en boca de Cristo esta frase,
añadida a la invitación de ser sal: «Tened sal entre vosotros y convivid
en paz» (/Mc/09/50). La paz, como resumen de todos los dones que
Dios promete a la raza humana, se relaciona aquí con la convivencia
fraterna y con el tono alto, esperanzado y gratificante, de las relaciones
mutuas. La Iglesia aparece, así, como el elemento que, inserto en el
mundo, contribuye a lubricar de satisfacción todo el tejido social y a
preservarlo de los riesgos de deshumanización.
La retirada de la Iglesia de los espacios sociales y culturales, por
cobardía o por menosprecio, por falso espiritualismo o por complejo de
inutilidad, por equivocada huida de la corrupción ambiental o por
replegamiento sobre su propio ámbito, es tanto como condenar al
mundo al desabrimiento y a la desesperación. Una Iglesia
ensimismada, apartada del mundo, es una Iglesia que no ha entendido
el compromiso que emana del misterio de la Encarnación de Cristo y la
hondura de su abajamiento.
El uso de la sal comporta, en otro sentido, el riesgo de pasarse en su
uso, al no acertar con el empleo de la medida justa. Si así fuera, hasta
los campos fértiles se volverán desiertos estériles 14. La Iglesia, que es
regalo de Dios para esta tierra, carga sobre sí con el compromiso de
fertilizar los eriales. Jamás podrá atreverse a reducir a aridez los surcos
en los que Cristo ha sembrado su semilla de Reino.
La presencia eclesial en medio de las realidades temporales debe
estar moderada, a la vez, por la prudencia y por el entusiasmo. De
ambas virtudes han de brotar el acierto, que respeta la autonomía de
lo secular, y la audacia, que denuncia lo imperfecto, purifica lo
mediocre y alienta lo bueno.
Por exceso, se deteriora su condición cuando pretende erigirse en
directora tiránica de conciencias y de proyectos; cuando no contribuye
a educar para la libertad y para la responsabilidad; cuando, a cambio
de unos privilegios perecederos, se entrega a apoyar iniciativas de los
poderosos claramente incompatibles con el Evangelio; cuando, dirigida
por el temor a perder sus posiciones, descalifica ideas y
planteamientos que, en algún grado, pueden ayudar a humanizar la
vida.
Pero también peca la Iglesia, en este caso por defecto, cuando no
sabe sintonizar con las preocupaciones humanas para poner en ellas
el sabor del Evangelio; cuando abandona o no se acerca a algunos
sectores de la población por razón de las dificultades que comporta su
evangelización; cuando se refugia en el silencio sobre lo esencial por
evitar complicaciones o huidas; cuando escatima su palabra y su
testimonio, acomodada a la ley de mínimos pastorales; cuando disuelve
el sabor del Evangelio en la mediocridad moral de sus miembros;
cuando no gasta sus acopios en llevar el bálsamo del consuelo y de las
ganas de vivir a todos los que sufren en esta tierra desabrida.
Luz del mundo
En el mismo contexto de la imagen anterior aparece la alusión a la
condición de luz del mundo que han de tener los discípulos: «Vosotros
sois la luz del mundo» (/Mt/05/14) 15.
Es evidente que la Iglesia no es, con propiedad, la luz. Su claridad le
viene de la participación en la única luminaria que es el mismo Dios,
que deja abajar su resplandor sobre el reino de los hombres 16.
Del seno de la Trinidad se desprende el Verbo. El, encarnado, es la
luz que viene a este mundo y quien es presentado a los pueblos para
iluminar a las naciones y ser gloria del pueblo de Israel 17. Cristo es el
lucero matinal, que en la noche del Sábado Santo brilla sereno para el
linaje humano. De su fuego nuevo recibe la luz el cirio de la Pascua,
que es símbolo de su Resurrección y es préstamo que se hace a la
Iglesia: «Señor, que este cirio, consagrado a tu nombre, arda sin
apagarse, para destruir la oscuridad de esta noche y, como ofrenda
agradable, se asocie a las lumbreras del cielo» (Pregón Pasenal).
Así como Cristo es el reflejo de la gloria del Padre 18, de modo
analógico la Iglesia es luz prestada por Cristo; nosotros reflejamos,
como en un espejo, la gloria de Dios 19. La presencia del Verbo en la
historia es iluminación para quienes peregrinan. Éstos la han de
acoger con fe, a fin de no ser sorprendidos por las tinieblas; quienes
creen en Cristo serán, verdaderamente, hijos de la luz 20. Nosotros,
poseídos por la luz de Cristo desde el Bautismo, somos hijos de la luz y
hemos de actuar como tales, obligados a brillar como antorchas en el
mundo, a caminar en su luz 21.
Las tinieblas, fuerza contraria a la luz, son, en la literatura bíblica, el
símbolo del mal, de la injusticia y de la muerte 22. Significan, también,
el estado de pobreza moral en que vive quien carece de generosidad,
de solidaridad y de amor 23, o quien se ha hundido en el sentimiento
de fracaso rotundo de su existencia 24.
La Iglesia, que enciende su luz en el cirio pascual, utilizado en la
Liturgia bautismal, que es Cristo Resucitado, tiene la misión de hacer
presente la fuerza de su llama en medio de las tinieblas del pecado y
de la frustración de este mundo.
Con ella se ahuyenta la desesperanza, se purifican los corazones, se
calientan las frialdades, se identifican los perfiles de las cosas, se llena
todo del resplandor del gozo, se contribuye a hacer posible el disfrute
de la vida y se lleva a cabo la destrucción de la mentira y del error, que
son muerte y fracaso.
Ser luz obliga a los discípulos a responder al regalo que les ha sido
dado por la luz imperecedera: «Empiece así a brillar vuestra luz ante
los hombres. Que vean el bien que hacéis y glorifiquen a vuestro Padre
del cielo» (/Mt/05/16).
Lamentable y vergonzoso es tener que oír acusaciones como ésta:
«Vosotros, que tenéis la luz, ¿qué habéis hecho con ella?». En efecto,
no siempre, en el correr del tiempo, los discípulos de Cristo hemos
sido, con nuestras palabras y con nuestros comportamientos,
transparencia de la luz divina. No siempre hemos aproximado la luz a
espacios entenebrecidos por el pecado, por la tristeza o por los
desatinos. No siempre hemos conseguido, por nuestra falta de
sinceridad y de limpieza de intenciones, remitir a los hombres a que
glorifiquen a Dios.
Todavía más. «No se enciende una lámpara para taparla con una
vasija de barro; sino que se pone sobre el candelero, para que
alumbre a todos los que están en la casa» (Mt 5,15). La Iglesia no está
destinada a ocultarse; no es una comunidad sectaria, refugiada en
ámbitos subterráneos; no acoge la luz para que la disfrute un pequeño
grupo de iniciados.
La Iglesia que se recogía en las catacumbas no era una comunidad
que abjuraba del mundo y se aislaba de él. Quienes, en la noche del
sábado, se recluían en espacios seguros, para poder unirse en
fraterna oración y alimentarse con la Palabra y con el Pan eucarístico,
eran los mismos que madrugaban a encarnarse en las instituciones y
en los ambientes sociales, necesitados de purificación, de claridad y de
norte.
La Iglesia de hoy debe ser una comunidad que se retira a celebrar,
en gozo y con tranquilidad, los misterios de la vida, pero que, a
continuación, se echa a los caminos del mundo para llevar y repartir la
luz que allí, en el silencio de la oración y de la contemplación en
fraternidad, ha revisado y realimentado.
La lámpara es para colocarse en un candelero, pero su razón de ser
no se cumple y remata con ocupar ese lugar. Si ha de instalarse en un
sitio destacado, es porque ha de servir a la función de iluminar a los
circunstantes.
La Iglesia no existe para ocupar espacios de preeminencia, para
«estar en el candelero» de la actualidad o de la necesidad. Su función
no es de relumbrón. La luz cumple mejor su oficio cuanto más
desapercibida es su presencia, porque es cierto que «todos acuden a
la luz, sin importarles la lámpara» (SAN VICENTE FERRER).
Los miembros de la Iglesia, que debemos estar en todos los ocios y
negocios humanos, no podemos pretender, sin embargo, ser los
protagonistas del gran teatro del mundo. La Iglesia se asemeja a Juan
Bautista, que no era la luz, sino que vino a dar testimonio de la luz 25.
El primer papel de la evangelización corresponde al Espiritu Santo, que
es quien guía la misión y hace misionera a toda la Iglesia 26. En otro
sentido, protagonistas son también, de algún modo, los destinatarios
de la evangelización, a los que Dios ofrece la posibilidad de
beneficiarse de la luz.
La Iglesia, como la nueva Jerusalén puesta en lo alto de un monte
27, no necesitará ya, para aportar la luz a las oscuridades del mundo,
la acción de ningún intermediario: Dios mismo y Cristo Resucitado son,
en persona, la luz indefectible 25. Por eLo, la Iglesia, como ciudad
celestial ubicada en los altos del cosmos, no puede hurtarse a la
mirada de todos. Está para que todos tengan un punto de referencia
en el camino y está para que todos sepan que, en su interior, tienen un
lugar en el que se disfruta el clima de la paz y se respira el oxígeno de
la fraternidad.
La parábola de las jóvenes que esperan al novio, previsoras y
descuidadas, añade nuevos matices a esta imagen 29. En la noche en
que aguardan la llegada del prometido, las muchachas, con las que se
pueden identificar los discípulos, están desafiadas a vivir en vigilancia y
en disponibilidad.
La Iglesia sabe que ha de estar preparada para cuando el Señor
llegue; por eso, ha de tener la previsión de equiparse debidamente con
las armas de la luz 30 y de tener a punto su esperanza activa, aunque
la tardanza del Novio pueda adormecerla indebidamente.
Los signos de los tiempos, como avisos de la proximidad del Señor,
la sacarán de su letargo, la impulsarán a avivar el fuego del amor
entumecido y le permitirán pasar al regocijo que se le otorga a quien se
ha esforzado por estar en la actitud del centinela y en la predisposición
del criado.
La red barredera
La Iglesia de Cristo tiene su arquetipo perfecto en el Reino de Dios.
A la identidad del reinado de los cielos debe buscar parecerse esta
Iglesia terrena, aunque sea «el Reino que aún peregrina y está
crucificado» (CHARLES JOURNET).
Es verdad que este parecido, mientras dura la peregrinación, lo será
sólo en una medida imperfecta y provisional. Pero, de algún modo, la
Iglesia anticipa, aquí y ahora, en un ya previo, lo que habrá de ser la
plenitud de los planes de Dios. La Iglesia vivirá, a la vez, en tensión y
en certidumbre, agitándose entre un «ya» creciente y un «todavía no»
menguante.
Por ello, es legítimo aplicar también a la Iglesia la breve parábola de
la red barredera 31. Ya hemos contemplado cómo la pesca de la
evangelización sólo puede hacerse en nombre del Señor. Nuestras
faenas humanas están, si se fian de sí mismas, condenadas al fracaso
y a la frustración; pero con la fuerza del Señor será posible romper la
lógica de lo que parecen determinantes naturales 32.
Sin embargo, Dios quiere ayudarse, en esta tarea de la pesca
evangélica, de las manos humanas, de las artes de los pescadores de
hombres. Sin ellas, la voluntad salvadora de Dios quedará reducida en
sus capacidades, no por la importancia y por la calidad de los
instrumentos humanos de que se quiere Él servir, sino porque Él mismo
ha supeditado la extensión de su Reino a la cooperación de unos
humildes pescadores.
Negarle a Dios nuestra humilde aportación es tanto como poner
freno a la acción salvadora que redime a los seres humanos de su
condición pecadora y limitada.
El ejercicio de la pesca tiene sus gozos y sus fracasos, como los
tiene la obra evangelizadora de la Iglesia. Habrá ocasiones y tiempos
en los que parezca absolutamente inútil el faenar en la alta mar de la
incidencia; existirán momentos de escasos frutos, por mucho que se
esmeren los pescadores; aparecerán etapas de hondo malestar en la
dotación del barco eclesial cuando se proceda a evaluar los escasos
resultados de la faena de arrastre.
Sin embargo, estas frustraciones no podrán adueñarse del alma de
los discípulos, porque la escasez de algunas redadas no será más que
la víspera de satisfacciones que nadie podrá arrebatar. El Señor será
el que dirija la mano y la maestría de quien echa la red en su nombre.
Su Palabra hará el milagro de dar éxito a quienes ya sólo esperaban
una amargura más en la faena de la penúltima hora.
En otro sentido, la red arrojada al mar consigue un copo de toda
clase de peces. Todos, de cualquier medida y de cualquier especie,
tienen en la red de la Iglesia su lugar de acogida. Nadie está excluido,
por principio, de poder pertenecer a la comunidad de discipulos del
Señor; a nadie se le exigen, de antemano, méritos especiales ni títulos
que lo avalen. Su incorporación a la Iglesia solamente depende de que,
armados de buena voluntad, estén abiertos a la búsqueda de la verdad
y se dejen seducir, cuando la gracia creada los inunde, por la fe en el
Señor, representada en la red.
La Iglesia no es quien para realizar las preselecciones y los
descartes de nadie; todos los seres humanos tienen la posibilidad de
disponerse a hacer el obsequio de su persona a la voluntad de Cristo.
No es la Iglesia un grupo de predestinados, de selectos, de
perfectos. Es sólo el pescador asalariado y humilde que, desde el
barco oxidado de su singladura terrena, arroja la red, una y otra vez, al
mar, con trabajo incansable.
La red eclesial ni puede ni quiere establecer diferencias entre
quienes se acercan a ella con la esperanza de encontrar, en ella y por
ella, el sentido de su vida y la liberación de Dios.
La selección última, si atendemos a la parábola, la realizarán los
ángeles de Dios cuando este mundo pierda su apariencia 33. Hasta
aquel momento, cuando el Señor vuelva a rendir cuentas con sus
aparceros y con los criados a los que dejó sus recursos para negociar
34, la Iglesia deberá abstenerse de condenar al abandono o al
desprecio a quienes no parecen dar la medida exigible. Habrá de huir
de la emisión de juicios inapelables acerca de la dignidad de las
personas. Evitará proceder a enunciar maldiciones definitivas sobre
quienes aún van haciendo camino. Estas sentencias judiciales sólo
pertenecen a la misericordia de Dios.
Es Cristo quien, desde la sombra, sigue dirigiendo rumbos y
redadas. La Iglesia, barca humilde, pescador delegado, red barredera,
no tiene más encomienda que navegar mar adentro y poner en acción,
con paciencia y con reiteración, las artes de pesca aprendidas en la
escuela del mejor Patrón.
Lo suyo es echar las redes, de conformidad con las orientaciones del
Maestro, primer evangelizador, con toda la destreza que se quiera,
repitiendo y repitiendo la faena, a tiempo y a destiempo -como le pedía
Pablo a Timoteo 35-, y, ante todo, con la infinita esperanza de que sea
Dios mismo quien haga que la pesca sea abundante, cuando así figure
en sus providenciales designios.
........................
1. Cf. Rom 1,25; 1 Cor 12,2; Gál 4,8.
2. Cf. 1 Tes 1,9.
3. Cf. Mt 6,24, Rom 1,5; 1 Co 8,6; Flp 2,17.
4. Cf. Ef 6,6; 1 Cor 3,21-22; 1 Pe 2,16.
5. Cf. 2 Cor 3,17.
6. Cf. Mt 17,20; Lc 17,6.
7. Cf. 1 Cor 1,26-28.
8. Cf. 2 Cor 11,30; 12,5.
9 Cf Hech 1,8; 10,44; 16,16-17; 1 Cor 12,7; Ef 4,3-4; Flp 2,1.
10. Cf. Lc 4, 18ss.
11. Cf. Is 29,17; 35,1-10.
12. Cf. GS 10-11.92-93; AG 3.11.15.
13. Cf. Col 4,6.
14. Cf. Sal 107,34.
15. Cf. Ef 5,8; 2 Pe 1,19.
16. Cf. Is 9; Sal 4,7; 104,2
17. Cf. Lc 2,31-32; Jn 1,9; 8,12.
18. Cf. 2 Cor 4,4; Col 1,15; Heb 1,3.
19. Cf. 2 Cor 3,18.
20. Cf. Jn 12, 35-36.
21. Cf. Ef 5,8; Flp 2,15; 1 Tes 5,5; 1 Jn 1,7.
22. Cf. Is 9,1; 42,6; 49,9; 59,9; Mt 4,16, Lc 1,79.
23. Cf. Mt 6,23.
24. Cf. Mt 8,12; 22,13.
25. Cf. Jn 1,6-8; 5,35.
26. Cf. LG 4; RM 21-27; TMA 45b.
27. Cf. Ap 21, 23-24.
28. Cf. Ap 21,23.
29. Cf. Mt 25,1-13.
30. Cf. Rom 13,12.
31. Cf. Mt 13,47-50.
32. Cf. Lc 5,5.
33. Cf. Mt 13,24 30.36-43.49.
34. Cf. Mt 25,15ss y par; Mc 12,1ss y par.
35. Cf. 1 Tim 4,16; 2 Tim 4,2.
ANTONIO
TROBAJO
LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
BAC 2000. MADRID 1997