LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA




CAPITULO IX. 
Mujer nueva
Virgen 
Esposa 
Madre 

 

CAPÍTULO IX

MUJER NUEVA


La Iglesia, que está dando a luz permanentemente al Cristo pascual 
1, es la mujer del Apocalipsis: «Una gran señal apareció en el cielo: 
una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de 
doce estrellas sobre su cabeza. Estaba encinta y las angustias del 
parto le arrancaban gemidos de dolor» (/Ap/12/01-02). Esta mujer 
grávida es el Pueblo de Dios; es símbolo y resumen de toda la obra 
creada y de la totalidad del Israel místico. 

Con ella, la Iglesia, se enfrentan en la tierra, duramente, los poderes 
del mundo, representados en el terrible dragón 2. Su crueldad se 
concretará en violencia y en persecución contra los elegidos. 

Pero la mujer da a luz al Cristo glorioso. El será el vencedor de las 
fuerzas del mal, que quieren someter a la humanidad a su vasallaje. En 
la perspectiva del éxodo como liberación, el premio para la mujer será 
la acogida en el desierto, en el lugar preparado por el mismo Dios, que 
es espacio de prueba, pero que es, ante todo, espacio de encuentro 
amoroso 3. 

En el desierto, a pesar de las infidelidades de ella, Dios mimará a 
aquella mujer, de la que se ha enamorado. Le hablará al corazón, 
como en los días primeros, y la desposará con un matrimonio firme, 
imperecedero, amoroso y tierno 

La Iglesia, mujer renovada por el amor divino, incluye judíos y 
gentiles; es morena y hermosa, como la han querido ver los Padres en 
el Cantar de los Cantares 5. «Se dice morena por aquellos que habían 
de creer entre la gentilidad, ennegrecida con el humo de la idolatría y 
los cadáveres de sus sacrificios; y se ha hecho hermosa por la fe de 
Cristo y por la santidad del Espíritu que ha recibido» (SAN GREGORIO 
DE ELVIRA). La cualidad de llevar en sí capacidad para aunar a todos 
los seres humanos, sin diferencia alguna, la hace agradable y atractiva 
para Dios. El Señor la convierte en Tú-mi-pueblo, tras redimirla de los 
desprecios, olvidos y prostituciones en que haya podido caer 6. 

La Iglesia es la nueva Eva, la madre de los vivientes, fecundada por 
el Espíritu de Dios, que actúa en el Bautismo y ofrece al Padre una 
nueva y numerosa familia, la Nueva Humanidad, renovada radicalmente 
en su naturaleza. La Iglesia es, embrionariamente, esa Nueva 
Humanidad y es, a la vez, la mujer que va gestando las nuevas 
criaturas, destinadas a formar parte de la parentela definitiva de Dios, 
en torno a una mesa increíblemente grande, la del Banquete del Reino 
consumado. 

La condición de la Iglesia como mujer nueva, amada por Dios, debe 
comprometerla, por decirlo de algún modo, a feminizar sus 
comportamientos. La delicadeza en planteamientos y relaciones, la 
preocupación por el detalle aunque sea mínimo, la capacidad de 
escucha y de comprensión, la generosidad y la disposición para el 
sacrificio, la primacía del corazón sobre la cabeza, la aptitud para llenar 
de amor todo su entorno 7 deberán ser cualidades de la Iglesia, 
demasiado acostumbrada a ser conducida por varones y a traducir el 
Evangelio a esquemas más intelectuales que cordiales. 


Virgen

La efusión afectiva de Pablo le permite concebir a la Iglesia como 
una virgen y como una novia. Pablo dice, lleno de ternura y de pasión, 
a los fieles de Corinto: «Mis celos por vosotros son celos a lo divino, ya 
que os he desposado con un solo marido, presentándoos a Cristo 
como si fuerais una virgen casta» (/2Co/11/02). 

La Iglesia es la joven elegida, a la que Dios Padre llena de gracias, 
sin que ella haya hecho merecimientos especiales. La cubre de 
hermosura y de atractivo. La va preparando cuidadosamente, desde 
toda la eternidad, para convertirla en Esposa de Cristo y en Madre 
fecunda de multitud de hijos. 

FE/VIRGINIDAD/AG VIRGINIDAD/FE/AG: Ella recibe el don y el 
compromiso de vivir en permanente pureza, acopiando una dote 
abundante y mimando la elaboración del ajuar que ha de presentar a 
quien la elige y a quien la ama, más allá de sus posibles y reales 
deslealtades. Ella educa su ser entero para vivir en permanente 
fidelidad, para no «casarse con nada ni con nadie», si no es con su 
Senor y Amado. Ella vivirá «la virginidad que es la integridad de la fe 
católica» (SAN AGUSTIN). 

Es la novia, que Dios prepara para el matrimonio con su Hijo y a la 
que engalana con las mejores joyas. Es la joven digna, para ser, al 
lado del Esposo, el Cordero de Dios, el centro de unas bodas que se 
han de celebrar en un escenario de cielos nuevos y tierra nueva. 
Serán días de gran gozo para toda la humanidad, porque festejarán un 
matrimonio, que es el triunfo del bien, representado en la Jerusalén 
celeste, resplandeciente de gloria 8. 

El camino terreno de la Iglesia, trazado todavía sobre el viejo pecado 
del Paraíso, será causa de que la joven virgen se tenga que enfrentar 
a multitud de fuerzas seductoras que quieran apartarla de la fidelidad 
al Amado y Amante. 

A veces, será la inclinación a servir, y acaso a amar, a otros señores, 
que la agasajan en demasía, en espera de sus favores y servicios. En 
ocasiones, será el peligro de quedar prendada de posesiones y de 
bienes placenteros y cómodos. 

Tal vez le ocurra que, por momentos, se olvide del camino que la 
conduce a la cámara nupcial y se quede prendida en palacios 
artificiales que la seducen, porque guardan alguna semejanza con la 
casa no hecha por manos de hombres a la que está destinada. 


Esposa

La metáfora del amor de Dios hacia su pueblo elegido como un 
Esposo es de las predilectas del Antiguo Testamento 9. Esta misma 
imagen se desborda hacia el Nuevo. La Iglesia no es sólo la virgen 
purificada que es presentada al Esposo 10, sino también la esposa que 
engendra hijos para Dios. Como pueblo de la Nueva Alianza, es la 
Esposa unida a Cristo, porque participa de su misma vida, porque está 
asociada a su misión y porque responde, con un don sincero, al 
inefable amor del Esposo 11. 

San Pablo habla de la Iglesia y de cada uno de sus miembros como 
una Esposa desposada con Cristo, para no ser con Él más que un solo 
Espiritu 12. Ella es la esposa inmaculada del Cordero inmaculado 13, a 
la que Cristo «amó y por la que se entregó con vistas a santificarla» (Ef 
5,26). Con ella se asoció, mediante una alianza eterna, y no cesa de 
cuidarla y de alimentarla, como si de su propio cuerpo se tratase 14. 
«El titulo de Esposa nos indica que le ha sido algo extraño a Cristo y 
que Él la ha buscado voluntariamente; de esta manera, la expresión de 
Esposa nos hace ver la unidad por amor y por voluntad» JACQUES B. 
BOSSUET). 

La Iglesia es la esposa sin tacha, que es arrancada de sus 
infidelidades por el mimo que el esposo pone en susurrarle nuevas 
palabras de amor 15 y en entregarse por ella. Asi la purifica, por medio 
del agua y de la palabra, y la prepara como una Esposa, sin mancha ni 
arruga, santa e inmaculada 16. 

El símbolo se enriquece con nuevos matices: es Dios, como Padre, 
quien prepara las nupcias de su Hijo 17. Juan Bautista, como amigo del 
esposo, se alegra cuando se le da a conocer que éste está para llegar 
18. Cristo mismo se presenta como el esposo de la Iglesia 19. San 
Pablo ve a la Iglesia prefigurada desde el comienzo de la humanidad 
como una esposa 20. 

Es el tiempo de la gran alegría, porque llega la hora de las bodas del 
Cordero, para las que la novia está engalanada con vestido de lino 
puro y brillante 21. 

La Iglesia es la esposa amada y fecunda, modelada como si de la 
vida conyugal humana se tratasen. En su favor, todos los trabajos y 
sufrimientos se pueden dar por bien empleados, como lo hace Cristo y 
como están dispuestos a hacerlo también sus apóstoles 23. 

Así como la esposa depende del varón 24, del mismo modo la Iglesia 
existe por Cristo, que la adquiere con su sangre y se entrega por ella a 
la muerte 25 de forma consciente y libre 26. Cristo nutre 
constantemente a su Iglesia con su carne, y le otorga la subsistencia 
por medio de la Eucaristía y del pastoreo 27. 

Por su parte, la Iglesia debe fidelidad y colaboración al Esposo: así 
como Adán ve una ayuda en Eva, Cristo, nuevo Adán 28, necesita de 
la Iglesia para llevar a término la obra salvadora, encomendada por el 
Padre. 

El conjunto de metáforas, verdadera alegoría, invita a la Iglesia de 
nuestros días a vivir la mística esponsal. Esta exige adornarse de 
agradecimiento al amor del Padre; de fidelidad total a Cristo; de 
entrega gozosa a quien la libra del pecado; de alegría rebosante por la 
nueva condición inmerecida; de respuestas rápidas y activas a las 
insinuaciones del Maestro y Amado, que la induce a la fecundidad del 
apostolado; de disfrute de los bienes maritales, que saltan hasta la vida 
eterna. 

Sin embargo, la Iglesia terrestre, aunque de algún modo vive en la 
intimidad del Esposo, experimenta que está también de algún modo 
separada de su posesión gloriosa. Por eso, lleva entrañado, en la 
médula de su ser, el deseo de encontrarse con Él y de conseguir una 
unión sin riesgos de que se pueda romper. 

El discípulo de Cristo es el que espera la venida del Señor y Esposo 
29; es quien reclama con todas sus fuerzas, animadas por el Espíritu, 
el regreso del Amado que se fue 30; es el que se esfuerza por ajustar 
su conducta a las exigencias de esta presencia deseada 31, anticipada 
en la Transfiguración 32 y afirmada en la Resurrección 33. 

Éstas son las causas de que el cristiano no sólo viva con esperanza, 
sino que viva de esperanza. Para quienes peregrinan en orfandad, la 
ausencia temporal del Señor y Amado es suficiente incentivo para llorar 
su lejanía en ayuno y en austeridad permanentes; para entregarse sin 
reservas a preparar su regreso; y para mantenerse, en medio de un 
mundo que se ha empeñado en ahogar las utopías, musitando la 
oración que los identifica: «Marana-thá. ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 
22,20). 


Madre

El título de madre aparece, de diferentes modos, en el Nuevo 
Testamento: la Iglesia prefigurada en Sara, la esposa libre de 
Abraham, es nuestra madre. Nosotros, los cristianos de segunda hora, 
provenientes de la gentilidad, somos, como Isaac, hijos de la promesa, 
engendrados en la libertad 34. 

La imagen es recogida, y ampliada en su sentido, por los Padres de 
la Iglesia, por los escritores eclesiásticos, por algunos Credos y por el 
arte literario y plástico. «¡Soy hija de la Iglesia!», dirá con entusiasmo 
Santa Teresa de Jesús. 

La nueva Jerusalén, la Jerusalén de arriba, la que es paradigma de 
la libertad definitiva, es nuestra madre 35; todos hemos nacido en ella 
36. 

El Padre es, propiamente, quien hace hijos para el Reino, por medio 
de la Iglesia. Ésta es un instrumento en manos del amor fecundo de 
Dios. Él quiere asociar a la comunidad cristiana, indisolublemente, a la 
paternidad-maternidad que ejerce sobre todos los seres humanos y 
sobre el universo. Por eso, «el que no ama a la Iglesia como madre, no 
puede tener a Dios como Padre» (SAN CIPRIANO). 

Dios, por los Misterios Pascuales de Jesucristo, engendra, en el seno 
de la Iglesia, nuevos hijos para el Reino. Ella es una madre fecunda, 
que, como depositaria de la Palabra de Vida, nos entrega la fe, la 
celebra con nosotros y contribuye a que crezca progresivamente. «Con 
el Logos alimenta la Iglesia a los hijos que el mismo Señor dio a luz con 
dolores de carne, que el Señor envolvió en los pañales de su sangre 
preciosa» (SAN CLEMENTE DE ALEJANDRÍA). 

Por la Liturgia, y en particular por el Bautismo, la Iglesia alumbra a 
nuevos hijos. La Liturgia es el regalo del Esposo; en los Sacramentos 
se hace evidente su presencia y su poder santificador. Por la 
Eucarisúa, los entraña en la comunidad, los alimenta y los prepara 
para participar en el Banquete último del Padre. Sin las acciones 
litúrgicas, la Iglesia no podría ejercer su labor maternal 37. 

La Iglesia es madre casta, que nos infunde la integridad de la fe. Es 
madre fecunda, que nos regala nuevos hermanos en el Espíritu. Es 
madre universal, que atiende a todos sin excepción, sin preferencias y 
sin discriminaciones. Es madre venerable, que nos da su herencia, 
extraída del tesoro antiguo y nuevo. Es madre paciente, que no se 
cansa en la tarea educadora y en rehacer los hilos de la unidad. Es 
madre atenta, que ahuyenta al enemigo que ronda. Es madre amante, 
que no se ensimisma, sino que nos proyecta hacia el Amor de Dios. 

Es madre clarividente, que identifica, entre las sombras del Enemigo, 
a sus hijos dispersos. Es madre apasionada, que vive de amor, 
contagia amor y envía testigos del amor. Es madre prudente, que evita 
los sectarismos, aquieta euforias, enseña a amar todo lo bueno y 
educa para no rechazar lo que no sea claramente abominable. 

Es madre fuerte, que nos anima a dar testimonio, aunque sea a 
costa de la propia vida. Es madre sufriente, que recibe sobre sí las 
ingratitudes de los hijos y los envites de quienes no quieren serlo. Es 
madre dolorosa, que revive en sí misma de cuando en cuando la 
Pasión de su Esposo. 

Estas cualidades llevarán a la Iglesia, en múltiples circunstancias, a 
tener que sufrir en carne propia nuevos martirios; a recibir incontables 
afrentas en la persona de sus pastores, de sus consagrados o de sus 
laicos; a soportar lamentables sacrilegios que profanan las cosas 
santas y, en particular, el Sacramento de la Eucaristía; a padecer 
dolorosas burlas que alcanzan a la doctrina salvadora que ella ofrece 
en el nombre del Señor. «Y, entonces, cuando contemplo la faz 
humillada de mi madre, es cuando la amo más» (HENRI DE LUBAC). 
........................
1. Cf. Gál 4,19; Ef 4,13. 
2. Cf. Ap 12,3-5. 
3. Cf. Ex 16; Os 2; Ap 12,6. 
4. Cf. Os 2,16-17.21-22. 
5. Cf. Cant 1, 5. 
6. Cf. Os 2,25. 
7. Cf. MD 30. 
8. Cf. Ap 21,9-14. 
9. Cf. Os 2,19; Is 54,4-8; 60,15; Jer 9,2; 31,32; Ez 16-17. 
10. Cf. Ef 5,27. 
11. Cf. MD 27. 
12. Cf. 1 Cor 6,15-17; 2 Cor 11,2. 
13. Cf. Ap 22,17; Ef 1,4; 5,27. 
14. Cf. Ef 5,29; CATIC 796. 
15. Cf. Os 2-3; Jer 2-3; Ez 16. 
16. Cf. Ef 5,26-27. 
17. Cf. Mt 22,2. 
18. Cf. Jn 3~29
19. Cf. Mt 9,15; 22,1-14; 25,1-13; Mc 2,19. 
20. Cf. Ef 5,32. 
21. Cf. Ap 19,7-8. 
22. Cf. Ef 5, 21-33.
23. Cf. 1 Cor 4,9-15; 2 Cor 1,5-9; 11,28; Gál 4,19. 
24. Cf. 1 Cor 11,12; 1 Tim 2,13. 
25. Cf. Ef 5,25-26. 
26. Cf. Jn 10,18. 
27. Cf. Jn 6,54. 
28. Cf. 1 Cor 15,45. 
29. Cf. 2 Tim 4,8. 
30. Cf. Ap 22, 17
31. Cf. 1 Co 1,7; Hp 3,18-20. 
32. Cf. 2 Pe 1, 16. 
33. Cf. 1 Cor 15,12. 
34. Cf. Gál 4,22-31; 2 Jn 13; Ap 12.5. 
35. Cf. Gál 4,26. 
36. Cf. Sal 87,5. 
37. Cf. LG 7.35.42; SC 7.10.14.59; OT 16.

ANTONIO TROBAJO
LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
BAC 2000. MADRID 1997