LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA




CAPITULO VII. 
Barca frágil
La barca de la Iglesia 
El ancla de la esperanza
La barca de Pedro

 

CAPÍTULO VII

BARCA FRÁGIL


I/BARCA-FRAGIL: El símil de la barca para describir el viaje de la 
vida es muy abundante en las culturas del Oriente Medio. Los seres 
humanos cruzamos por el mar de los años, en tiempos calmos o en 
medio de tempestades terribles, zarandeados por mil caprichos del 
azar. Navegar es estar sometido a avatares imposibles de domesticar; 
es encontrarse con el misterio 1. 

Para los semitas el mar es el símbolo de todos los males que 
acechan al ser humano, en cuanto que es una fuerza imposible de 
dominar. Sólo la pericia del timonel de la nave, la experiencia de cómo 
ha de efectuarse la navegación y la claridad acerca de cuál ha de ser 
la arribada, permiten aventurarse a navegar mar adentro. 

En este contexto cultural es fácil descubrir los fundamentos que 
existen para que la metáfora pase a ser aplicada a la Iglesia y para que 
sea adoptada y ampliada por los escritores de los primeros siglos. 

No obstante, el empleo de esta figura literaria no se justifica 
únicamente como un recurso de la imaginación y del arte poética. El 
Nuevo Testamento y, en particular, las descripciones que los 
evangelios hacen de la vida de Cristo y de sus discípulos en el entorno 
del Lago de Genesaret, ofrecen situaciones y semejanzas suficientes 
que permiten hablar de la comunidad cristiana como si de un frágil 
navío se tratase. 

Jesucristo comienza a convocar a su Iglesia a orillas del mar, 
llamando a hombres dedicados profesionalmente a la pesca y con 
formulaciones de imágenes tomadas de la vida marítima. 

El mundo, agitado por el desorden del pecado, es como un mar 
proceloso. En él abunda la pesca, que puede y debe ser recogida por 
aquellos, a los que Cristo encomienda participar en su misma misión, la 
de conducir a los hombres a vivir como hijos de Dios y hermanos entre 
sí. «Veníos detrás de mí y os haré pescadores de hombres» 
(/Mt/04/19; /Mc/01/17), dirá a los hermanos Simón y Andrés y, en 
seguida, a los hijos del pescador Zebedeo. 


La barca de la Iglesia

La Iglesia, pues, se asemeja a una barca, desde cuya cubierta se ha 
de llevar a cabo la obra evangelizadora. Esta consistirá en acoger, en 
la cesta de la comunidad, a los hombres dispersos por las 
profundidades y por las superficies del agua. Desde la barca se arroja 
la amplia red, que tiene la comisión de recoger a cuantos quieran 
incorporarse a la fe 2. En la Iglesia habrá sitio para cuantos se abran 
libremente a pertenecer a la comunidad de Jesucristo. 

Sin embargo, la perseverancia en el seno de la comunidad no 
siempre es fácil: la vida es como un viaje por mar. Quienes no 
conserven la fe ni la buena conciencia, se ponen en peligro evidente 
de naufragar, de volver a los abismos de los que fueron sacados, de 
no llegar jamás al verdadero puerto de la vida feliz en manos de Dios 
3. 

La pesca que nos narra el evangelista Juan, realizada en presencia 
y en nombre de Cristo Resucitado, es una imagen plástica para 
describir la vocación misionera de la Iglesia. La misión es recibida del 
Señor, es llevada a cabo por sus discípulos y tiene como ámbito el mar 
abierto del mundo. En la ausencia de Cristo, los discípulos, expertos en 
recursos humanos, son incapaces, sin embargo, de conseguir copo 
algunos. 

Sólo en el nombre del Señor, aun contra todas las apariencias y 
contra todas las previsiones humanas, será posible que la Iglesia 
postpascual comience con éxito inopinado la obra evangelizadora. 

Habrá ocasiones, en la historia de la Iglesia, en que la eficacia 
misionera será tal, que parecerá imposible mantener la unidad y la 
consistencia de la humilde red que ha realizado, como enviada, una 
pesca superabundante. Es la imagen evangélica de la barca que, en 
nombre de Cristo, lleva a cabo una redada, tan inesperada como 
copiosa, que hace peligrar la integridad de la red 5. 

En otro sentido, la Iglesia, como gigantesca barca de Noé, que ha 
servido para salvar de la destrucción a la raza humana y a la misma 
vida, es, también, de la que sale la inocente ave a buscar nuevas 
esperanzas y es la que recibe, en su interior, la prenda de la paz, 
llevada en el pico por la paloma, de vuelo rápido y de humilde 
mansedumbre 6. 

Los buscadores y portadores de paz tienen en la Iglesia su arca de 
salvación y su refugio consolador. En ella han de aprender la sencillez 
y la celeridad que, sobrevolando las miserias humanas, hacen posible 
el injerto del noble olivo de la gracia divina en los barbechos humanos. 


Cristo es quien gobierna la nave, si usamos el verbo gobernar con el 
sentido etimológico de «dirigir el rumbo» o de «manejar el timón». El 
mástil es la cruz; los dos timones son los dos Testamentos de la 
Revelación; la vela blanca es el Espiritu de Dios (SAN HIPÓLITO DE 
ROMA). Cristo crucificado, simbolizado en la madera sujeta con clavos 
que compone el navio, es el experto timonel de la Iglesia. Con su 
donación completa, consigue dirigir la frágil barquilla al puerto del 
Reino, a pesar del temible oleaje de las ruindades humanas y de las 
deshumanizaciones terrenas. 

«¿Debe seguir la mística navecilla a merced de las olas y ser llevada 
a la deriva?» JUAN XXIII). Las formas de presencia y de asistencia del 
Espiritu del Resucitado son múltiples, si bien siempre son discretas. 

En la larga singladura, la orientación de la barca, que es la Iglesia, 
se encuentra asegurada por el faro que, en lontananza y entre nieblas, 
señala la ruta cierta y el punto seguro, para conseguir un feliz 
desembarco. En el simbolismo sepulcral cristiano de los primeros 
tiempos, el faro es imagen de la venturosa llegada al puerto celeste. 

La Iglesia, marinera por el mar de la historia, puede a veces sentirse 
abandonada por el patrono y timonel que es Cristo. Es sólo una falsa 
alarma. Nunca faltará la luz lejana del Señor, que afianza en el 
mantenimiento del rumbo. 

Con ayuda del símil del faro, situado en la lejanía, se destacan, por 
una parte, la seguridad en el rumbo de la pequeña nave eclesial, 
asentada en la orientación constante que le ofrece la cruz de Cristo, y, 
por otra, la responsabilidad que tienen los marineros que pueblan la 
barca, porque en sus capacidades, aprendidas en la escuela de 
navegación de la intimidad con Cristo, está la suerte del buque, 
mientras se navega al encuentro de la luz salvadora que nunca 
desaparece del horizonte. 


El ancla de la esperanza

ANCLA/ESPERANZA EP/ANCLA: Un símbolo más, tomado también 
del mundo náutico, ofrece seguridad a la frágil barca de la Iglesia: el 
ancla de la esperanza. 

Este instrumento, indispensable en la navegación, puede parecer en 
tiempos de bonanza un objeto inútil y un peso muerto en la carga del 
navío. Sin embargo, su presencia en cubierta, siempre a punto, 
garantiza la estabilidad de la barca e infunde a los marineros la 
confianza necesaria para proseguir la navegación y para realizar las 
faenas de la pesca. 

Las promesas de Dios, cumplidas en Cristo, son el argumento que 
justifica la firmeza y la estabilidad; son la razón de la «esperanza a la 
que nos acogemos, como áncora segura y firme para nuestra vida» 
(/Hb/06/19). 

La virtud de la esperanza, en apariencia la menor de las teologales, 
puede pasar desapercibida y parecer, en alguna ocasión, como un 
trasto inservible. Sólo habrá que aguardar a los momentos de mar 
agitada para caer en la cuenta del servicio y de la tranquilidad que 
ofrece esta virtud. Será la que permite, siempre que sea necesario, 
aferrarse a las profundidades de la fe en las promesas de Cristo, que 
estará con su Iglesia todos los dias hasta el fin del mundo 7. 

Ya que nuestra salvación es objeto de esperanza 8, ésta, como 
ancla redentora, es «la cuerda de oro, suspendida de los cielos, que 
sostiene nuestras almas, levantando, poco a poco, hasta aquella altura 
a los que se agarran fuertemente de ella y sacándolos de las olas de 
los males mundanos» (SAN JUAN CRISÓSTOMO). 


La barca de Pedro

La Iglesia es descrita en múltiples ocasiones como la barca de Simón 
Pedro. Con el empleo de esta imagen se dibuja el componente humano 
de la Iglesia y la voluntad de Cristo de entregar la navegación de su 
barca a las manos vicarias de Pedro y de los otros Apóstoles. 

En efecto, la barca anclada en las orillas del Mar de Genesaret es 
propiedad de Pedro 9, pero va a ser expropiada para, sin perder su 
identidad natural, convertirse en algo diferente. Se transformará en 
cátedra, que se pone a disposición del único Maestro, Cristo. 
I/AMBROSIO: La simbología es clara: la nave está varada en la 
orilla, en la que se agolpan los seres humanos, ansiosos de la Palabra 
que salva, y apunta su proa hacia altamar, a la que, obediente a la 
voluntad del Señor, se va a dirigir. «¿Por qué la elección de una barca, 
donde Cristo pueda sentarse y enseñar a la multitud, sino porque la 
barca es la Iglesia que, con sus velas atadas a la cruz de Cristo, bajo el 
soplo del Espiritu Santo, boga felizmente en este mundo?» (SAN 
AMBROSIO). 

De esta suerte, tras una larga noche de pesca, fiada sólo de las 
fuerzas de Pedro y de los suyos y, al parecer, condenada a la 
esterilidad y a la frustración, podrá conseguirse una pesca abundante 
en el nombre de Cristo 10. 

En la navegación por alta mar, mientras el Señor dormita y su 
presencia se hace oscura en un rincón de la cubierta, la Iglesia se 
alarmará cuando deba enfrentarse a vientos contrarios y a olas 
temibles 11. 

No le bastará con desprenderse del lastre de peso muerto que son 
sus propios pecados. Cuando la Iglesia prescinde de Cristo y dejamos 
que su fuerza se adormezca en lugares residuales, la comunidad, que 
en tiempos de calma cree poder avanzar sin riesgos, se llena de terror 
al comprobar que las dificultades se abalanzan sobre ella. 

La seguridad jactanciosa de la Iglesia es un pecado de presunción. 
El temor atenazante de la Iglesia es un delito de desesperanza. 

Ambas culpabilidades serán fuente de múltiples pecados eclesiales: 
el activismo autosuficiente, la paralización obsesiva, la merma de la 
oración y de la contemplación, la búsqueda de refugios coyunturales, 
la intolerancia y el dogmatismo, los silencios culpables y la pérdida de 
audacia, las idolatrías de las competencias humanas, o el escepticismo 
improductivo. 

Sólo sabiendo que el Señor está presente, aunque su actividad 
parezca inexistente, será posible arrinconar miedos y dudas, y 
experimentar una fe a prueba de tempestades. «Los obstáculos 
favorecen los designios de Dios: Él se sirve de las persecuciones para 
extender la fe. Tal es la grandeza de la Iglesia: combatida, triunfa; 
ultrajada, brilla más» (SAN JUAN CRISÓSTOMO). 
........................
1. Cf. Prov 30,19.
2. Cf. Mt 13, 47s. 
3. Cf. 1 Tim 1,19. 
4. Cf. Jn 21 4-6.
5. Cf. /Lc/05/01-06. 
6. Cf. Sal 55,7; Mt 10,16. 
7. Cf. Mt 28,20. 
8. Cf. Rm 8, 24.
9. Cf. Lc 5, 3. 
10. Cf. Lc 5, 1-6. 
11. Cf. Mt 8, 23-27; 14, 24-34.

ANTONIO TROBAJO
LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
BAC 2000. MADRID 1997