LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
CAPITULO V.
Campo sembrado
Campo estéril
Campo bien dispuesto
El tiempo de la cosecha
CAPÍTULO V
CAMPO SEMBRADO
«Vosotros sois el campo que Dios cultiva» (1 Cor 3,9). Esta
formulación de labranza divina expresa una imagen plástica que no
podía faltar en un lenguaje que tiene como soporte una cultura agraria.
El ser humano nace profundamente unido a la tierra: de ella sale y a
ella volverá. Pero es más que tierra, porque Dios quiso poner en él un
hálito de vida 1.
Dios aparece como el Señor de la tierra. La tierra es de su dominio.
Pero Él quiere entregarla al ser humano, en propiedad subrogada y en
depósito.
La madre tierra, salida de las manos providentes de Dios, destinada
a ser el bello jardín en que el género humano goce de plena felicidad,
se convertirá, por desgracia, en tierra árida, necesitada del sudor del
labrador. Este, con fatiga, conseguirá ponerla al servicio de su
supervivencia 2.
Sin embargo, la esterilidad del suelo, signo del pecado humano, no
podrá ser definitiva. Dios se presenta como el labrador de un nuevo
terreno y promete a sus hijos humanos la herencia de esa nueva tierra,
para que la desbrocen y no se vean obligados a sembrar entre cardos
3.
El Evangelio de Cristo nos revelará que, en la tierra, Dios deposita la
simiente del Reino como si se tratara de un tesoro escondido. Estos
caudales merecen que el experto en piedras preciosas se arriesgue a
enajenar sus posesiones y se adueñe del valioso hallazgo, mediante la
compra de la finca en la que se halla la riqueza oculta 4.
Este campo, fecundado con riquezas sin cuento por la
magnanimidad de Dios, es la Iglesia, la labranza en la que el Señor de
todo pone su arado. «La Iglesia ha sido plantada como un paraíso en
este mundo» (SAN IRENEO DE LYON).
Como el labrador espera, día a dia, la respuesta fecunda de los
surcos, así Dios ha puesto toda su esperanza en la parcela que el Hijo
querido regó con su propia sangre. Éste fue enviado a rescatar de la
esterilidad los secadales de esta tierra, sembrados de sal por la
ingratitud humana.
Pasa el sembrador esparciendo, con temblor y esperanza, su
simiente por el vasto campo, oreado con meticulosidad. La arada de
Dios, la Iglesia, sin embargo, acoge muy desigualmente el derroche de
la sementera.
No faltarán nunca los surcos agradecidos que, contra vientos y
soles, contra aguaceros y fríos mundanos, sean capaces de permitir la
multiplicación de la semilla divina y sean pródigos para ponerla a
disposición de nuevas siembras.
Estos surcos son los hombres y las mujeres de Iglesia que sostienen
la esperanza del sembrador y que, además, contagian a otros granos
la posibilidad de seguir creyendo en el futuro de una humanidad
reconciliada y liberada 5.
La Iglesia, en fin, es sabedora de que está permanentemente
desafiada a responder a una evidente misión: «El mundo del mañana
será de aquellos que le ofrezcan unas mejores razones para esperar»
(PIERRE TEILHARD DE CHARDIN).
Campo estéril
La semilla habrá sido seleccionada y los cuidados del labrador
seguirán siendo exquisitos. Pero nuestra comunidad de elegidos,
campo preparado para dar buena cosecha de frutos del Reino, podrá
perder la ansiada feracidad.
Tal vez pueda convertirse en camino pateado y reseco. La semilla se
perderá en las esterilidades generadas por una superficie dura y árida.
Cualquier pajarraco que pase, equipado con los valores de la paganía,
podrá arramblar fácilmente con la simiente, esparcida con la
generosidad del voleo y con el mimo de la ilusión.
Otras veces serán los pedregales, que dificultan la fidelidad, los que
ahoguen las buenas intenciones, las conversiones fulminantes y las
alegrías primeras. No es nada fácil, en cualquier tiempo,
comprometerse, en totalidad, con el mensaje evangélico. Hoy, esta
adhesión es especialmente complicada, por estar inmersos en una
cultura de pensamiento débil y de provisionalidad constante, que se
vuelve intransigente con quienes pretenden sostener proposltos firmes
y vitalicios.
Habrá ocasiones en que el grano esparcido será condenado a la
esterilidad prematura por los cardos de la molicie y por la exuberancia
de los valores materiales. Los afanes de esta tierra, las prisas, los
ruidos, el atractivo de lo inmediato, son enemigos sutiles del proceso
de crecimiento y de maduración del grano, que ha de medrar en
silencio, con paciencia y sin agobios 6.
La figura de la sementera no es sólo una metáfora para describir las
respuestas de la Iglesia a la siembra de la Palabra. Es también un
aviso, previo y consolador, para todos los discípulos, que reciben la
vocación de proseguir, en el tiempo, con la tarea de la siembra.
Sembrarán entre lágrimas y cosecharán entre cantares, dice la
Escritura 7.
Nuestras miopías y nuestras premuras nos conducirán, más a
menudo de lo que se debe, a invertir la formulación: son las
tentaciones de una Iglesia que se lanza a la tarea evangelizadora
cargada de entusiasmos humanos, y que se desmorona al comprobar
lo exiguo, lo raquítico o lo vano del fruto.
Una Iglesia que siembra entre cantares no originados en el taller de
la subordinación a la fuerza del Espiritu, es una Iglesia condenada a
rumiar, tarde o temprano, las lágrimas amargas de la inutilidad de los
esfuerzos y de la ingratitud de los surcos.
Hoy, en el viejo Occidente, con más claridad que en otros momentos
históricos del pasado, la Iglesia que evangeliza debe aceptar, con
humildad, que tiene la encomienda de ofrecer a los ciudadanos de la
postmodernidad un anuncio, determinante para sus vidas, que, sin
embargo, parece no interesar a nadie. Los discípulos del Crucificado
podemos tener la impresión de que sembramos en balde, condenados
a que los enemigos se coman la cosecha 8. Sólo la teología de la Cruz,
desnuda y levantada a los cuatro vientos, será la que dé sentido y
hondura a una misión aparentemente absurda.
Evangelizar y vivir la fe a la intemperie, en feliz carencia de soportes
culturales y sociales, a semejanza de las primeras fraternidades
apostólicas, serán las condiciones de los discípulos de este tiempo. La
Iglesia de nuestros dias, especialmente la que camina en tierras de
antigua cristiandad, comprueba, día a dia, que está repitiendo la
experiencia de Cristo que sube a la Jerusalén de las descalificaciones,
de las persecuciones y de la exclusión 9.
El tempero del terruño no dependerá de las capacidades y de los
afanes humanos, por purificados que éstos sean. Será Dios, que envía
su lluvia sobre buenos y malos 10, el que atempere la tierra, según sus
designios y para que rebrille su protagonismo. El mismo Dios ha
querido que el labrador, la Iglesia, sea un comparsa en sus planes
salvadores. Ni más ni menos. Imprescindible, pero, al fin y al cabo,
comparsa. A esta comunidad le corresponde armarse de tensa
resignación, al modo como el labrador, que aguarda el fruto precioso
de la tierra, espera con paciencia las lluvias, tempranas y tardías 11.
La experiencia que vive el agricultor será lección excelente para la
Iglesia, que ha de estar constantemente sanándose de las
presunciones y de las desesperanzas, las cuales, en oleadas
sucesivas, descargan sobre unos discípulos demasiado hijos de este
mundo.
Campo bien dispuesto
Por otra parte, la Iglesia se ha de mostrar como un campo receptivo
a las gracias que Dios siembra a voleo sobre ella y, en ella, sobre el
universo. El labrador divino ha escogido su campo, en elección gratuita
y amorosa; ha trabajado, con sus propias manos de artífice avezado, la
parcela que El se escogió como heredad 12; ha realizado a su tiempo,
con tino y con cariño, la arada esperanzadora; ha sembrado, y siembra
en ella hasta que sea momento, el grano escogido y abundante de los
nuevos tiempos.
La Iglesia, como finca divina, está imbuida de la idea de que su
identidad ha quedado expropiada, a fin de que, en ella y por ella, se
obren los prodigios de Dios. Ni se pertenece a sí misma ni tiene
capacidades que no sean prestadas ni puede proceder con autonomía
plena ni cabe que se dirija por modas, por ocurrencias o por caprichos
propios.
Por sí misma, es sólo un campo yerto, a la manera del criado inútil
que no hace más que lo que tiene que hacer 13. Nada vale ni nada
significa un barbecho, si no es con relación a las intenciones del
labrador. Por él existe; con su mano se redime; a sus objetivos
responde; en la niña de sus ojos está.
A la Iglesia, como a una tierra bienquista, no le concierne otra cosa
que estar hambreando la semilla que el labrador le regala, y estar
disponible para plegarse, rápida y maternalmente, sobre el grano que
el sembrador echa en sus surcos. El Hijo, mano larga del Padre, a
quien Este entrega su arada, no dejará de regalar a su heredad gracia
sobre gracia 14.
El mensaje de Dios viene al encuentro de su Iglesia «en cada
hombre y en cada acontecimiento» (Prefacio III de Adviento).
Lamentable sería que la comunidad cristiana no quisiera o no acertara
a adivinar las caricias que le hace el amor divino, y no se esforzara por
escrutar el significado, próximo y último, de estas insinuaciones. Dios
está viniendo del futuro a fecundar, con su mesurada omnipotencia,
esta Iglesia. Ella ha de ser canal esponjoso, que acoge los dones y los
transmite, con diligencia, a las parcelas que existen en la cercanía y en
la lejanía.
Desgraciadamente, más de una vez en el discurrir de los siglos, esta
Iglesia, la agricultura de Dios y la reguera de su gracia, ha perdido,
oscurecido o malversado la simiente de Reino o el agua de la vida, que
se le donan de lo alto.
La pérdida atenuada de identidad y la merma de las funciones
cooperadoras con la obra salvífica de Cristo son pecados eclesiales,
que no siempre han nacido de la desorientación ante los signos del
paso de Dios o de la impertinencia en la administración de palabras y
de silencios.
A menudo, la culpa mayor se ha gestado en la soberbia, finamente
camuflada, de las propias suficiencias. Una Iglesia fuerte socialmente,
poderosa en sus recursos terrenos, fiada de las valías de sus
miembros, aferrada a la inmovilidad de sus criterios coyunturales, es
como el campo que, un mal día, se empecina en nulipreciar el sol, la
lluvia, el abono y la maestría del labrador. El destino final de esa finca
no necesita glosa alguna.
Nuestra Iglesia cayó, ha caído y tal vez siga cayendo en un yerro
más, inserto en este arco semántico de la labranza: es el pecado de
llegar a pensar que el Reino, y ella misma, son, en exclusiva, producto
de herramientas humanas; que la suerte del mundo y de la
evangelización depende, totalmente, de nuestros arados, mellados y
anacrónicos; y que se ha de rendir pleitesía total a nuevos labradores,
que, de cuando en cuando, como presuntos redentores, son
engendrados por el poder demoníaco y por la imbecilidad humana en
el seno de la Iglesia.
«Ni el que planta ni el que riega son nada; Dios, que hace crecer, es
el que cuenta» (1 Cor 3,7). La comunidad de Corinto, que provoca en
Pablo la frase lapidaria, no será, precisamente, ejemplo de esta
disposición anímica, ni lo serán tantas y tantas comunidades que se
han obcecado en los pecados de endiosamiento de personas y de
ideologías.
El modelo cabal deberá ser una humilde mujer, María de Nazaret, la
madre de Cristo, la figura de la Iglesia. Ella, cual campo dispuesto,
expropiada de sus propios planes, acoge sin reservas la lluvia
fecundante de Dios y ofrenda el obsequio de su fe a la voluntad de
Aquel que la hace llena de gracia y la convierte en cauce para hacer
cosas grandes 15 «La superficie de la tierra, o sea, el rostro o la cara
de la tierra, es decir, lo más digno de la tierra, rectisímamente
representa a la madre del Señor, la Virgen María, a quien, regándola,
la inundó de gracias el Espíritu Santo» (SAN AGUSTÍN).
El tiempo de la cosecha
Llega la hora de recoger el fruto. Es el día de la Fiesta de las
Tiendas 16, cuando el Pueblo de Israel ha de acercarse a quien da el
incremento de las semillas, para ofrecerle frutos hermosos, ramos de
palmera, ramas de árboles frondosos y sauces de las riberas 17. Es el
tiempo de cosechar y de agradecer lo cosechado. Es la sazón de
evaluar los esfuerzos realizados en la sementera, porque «el perezoso
que no ara en otoño, en la siega busca, pero no encuentra» (Prov
20,4).
El tiempo de las mieses doradas se cumple con la Encarnación del
Hijo. Jesucristo contempla su obra, como una faena realizada en la
parcela del dueño de los sembrados. Ya las mieses están a punto; su
abundancia y su madurez reclaman la presencia urgente de
segadores. Sin embargo, los segadores son pocos 18.
Estos, los elegidos del Señor, son llamados a cosechar lo que el
Maestro ha ido sembrando, «porque en eso tiene razón el refrán, que
uno siembra y otro siega» (Jn 4,37).
Pero los obreros siguen siendo pocos. Muchas son las causas de
estas ausencias: la falta de conciencia del sacerdocio común de los
fieles; el empobrecimiento de los ministerios laicales; los absentismos
de la vida consagrada y apostólica; las actitudes funcionariales de
muchos clérigos; la escasez de vocaciones de especial consagración;
la somnolencia del gigante dormido que son los laicos...
El gran obstáculo que se opone al adelantamiento de la cosecha no
es, precisamente, la superabundancia de la mies. Es la escasez, en
número y en calidad, de quienes han de manejar la hoz.
La Iglesia de Cristo vive en los últimos tiempos, cuando el Mesías
echa mano de la hoz y del pisón, porque la mies ya está madura y el
lagar lleno 19. La nueva Babilonia de esta cultura del bienestar ya es
como una era en tiempo de trilla 20.
Trigo y cizaña han ido creciendo, a la par, en la arada de Dios. Pero
no será misión de una Iglesia precipitadamente intolerante y celosa en
exceso proceder a la arrancada prematura de la mala semilla que, en
la noche, plantó el enemigo. El discernimiento final está únicamente en
las manos de Dios 21.
La Iglesia no debe estar preocupada más que de pensarse muy bien
cuál es su calidad como sembradora, porque «el que siembra maldad,
cosecha desventura» (Prov 22,8), pero «el que siembra según justicia,
cosecha el fruto del amor» (Os 10,12). En efecto, «con Dios no se
juega: lo que uno siembre, eso cosechará» (Gál 6,7) 22.
La Iglesia, labradora arrendataria y campo labrado, a la vez que todo
lo fió de Dios, sabe también que todo está subordinado a la aportación
que ella misma hace a la obra divina. Su actitud íntima debe ser la de
«confiar como si todo dependiera de Dios y trabajar como si todo
dependiera de ella» (SAN IGNACIO DE LOYOLA).
Más aún, nunca deberá pretender que la fecundidad, generada en
su seno y con su trabajo, revierta en beneficio propio. Los frutos de
glorificación de Dios y de santificación de la raza humana nunca son
efectos que la Iglesia se debe atribuir a sí misma ni resultados que ella
puede acaparar.
La Iglesia existe para ofrecer la Buena Noticia a todos; para dar y
para darse; para encarnar el espíritu de servicio del Maestro, hasta dar
la vida, si fuese necesario; para estar en permanente extroversión.
Tal vez el Padre quiso, tal vez quiere y tal vez quiera que a la Iglesia
le toque, temporalmente, experimentar la soledad del barbecho, el
silencio de Dios, la noche oscura de la vacilación, el abandono de la
asistencia del Espíritu, la ausencia del novio, la más completa
esterilidad.
Mas nunca esta situación será la definitiva. En esta seguridad estará
anclada la esperanza. En esta sorpresa estará la ocasión de gracia,
para que, quien puede creerse arada abandonada de Dios, sepa que,
así, está asemejándose al grito y a la sangre de Getsemaní y
completando en su carne lo que falta a la pasión del Gólgota 23,
mientras llega la «hora veinticinco».
Las cosechas de cada sementera y la recolección final tienen su
posibilidad en la existencia de un campo fértil, que sea capaz de
acoger y de hacer medrar la semilla. Es el dueño del terreno quien lo
dispone convenientemente, para que pueda ser un jardín atractivo. En
medio de un mundo de sequías y de desiertos, la Iglesia debe ser
como un vergel, que suscite la atención de los peregrinos, cansados y
sedientos. El amor fraterno y el clima de libertad harán de ella un
espacio feliz, en medio de tanta esclavitud, de tanta frustración y de
tanto dolor. Las relaciones entre sus miembros exhalarán un perfume
de limpieza y de salud que atraerá a cuantos no tengan embotado el
sentido de la trascendencia.
Evidentemente, no siempre la Iglesia ha sido ni es ese espacio
liberado ni ese ámbito de disfrute compartido que garantiza la
credibilidad de las creencias que sus miembros dicen sostener y vivir.
No obstante, la Iglesia, que en su componente terreno no consigue
responder plenamente a la gracia que la invita a ser oasis fértil,
esconde venturosamente, en sus entrañas, el principio que la vitaliza,
el Espíritu de Jesucristo Resucitado.
Él, milagrosa e inmerecidamente, la capacita para ser, en verdad,
labranza de Dios, con cuyos frutos se elaboran el pan, el vino y el
aceite.
Estos bienes son los que han de componer la mesa que, en el Día
del Señor, tendrá como comensales a todos los que hayan querido oír
y acoger la voz insinuante de quien llamaba a su puerta para decirles:
«Si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaré con él y
él conmigo» (Ap 3,20).
........................
1. Cf. Gén 2,7; 3,19.
2. Cf Gén 3,17.
3. Cf. Jer 3,19; 4,3.
4. Cf. Mt 13,44.
5. Cf. Mt 13,8.23.
6. Cf. Mt 13,4-7.19-22.
7. Cf. Sal 16,5.
8. Cf. Lev 26,16.
9. Cf. Lc 18,31ss.
10. Cf. Mt 5,45.
11. Cf Sant 5,7.
12. Cf. Dt 9,26.
13. Cf. Lc 17,10.
14. Cf. Jn 1,16.
15. Cf. Lc 1,47-55.
16. Cf. Lev 23,33ss; Dt 16,13-15.
17. Cf. Lev 23,40.
18. Cf. Mt 9,37.
19. Cf. Jl 4,13.
20. Cf. Jer 51,33.
21. Cf. Mt 13,24ss.
22. Cf. 2 Cor 9,6.
23. Cf. Col 1,24.
ANTONIO
TROBAJO
LAS PARÁBOLAS DE LA IGLESIA
BAC 2000. MADRID 1997