EL MISTERIO DE LA IGLESIA EN CRISTO
Las páginas precedentes han presentado la génesis de la Iglesia, tal
como se realiza en Cristo, visible e invisiblemente. Mas, conocer la
génesis de un ser es ya percibir su naturaleza. Podemos pues abordar
la pregunta central: ¿Cuál es la naturaleza de la Iglesia?
Para muchos la pregunta parece de poco alcance. Para saber qué
es la Iglesia, piensan, hasta abrir los ojos y examinar su
funcionamiento. ¿Y qué ven? Una sociedad internacional, jerarquizada
y organizada, que agrupa bajo la dirección de un jefe supremo a
cuatrocientos millones de adheridos. La Iglesia es una potencia. Unos
se alegran, pues les parece que la fuerza de la Iglesia está al servicio
del orden moral o de un orden político que ellos aprueban; los otros se
inquietan por ello y se irritan, porque esta potencia parece oponerse a
su- empresas.
Para todos los cristianos, la pregunta reviste una extrema
importancia. No todos, sin embargo, dan la misma resuesta.
El pensamiento protestante se opone aquí a tomar en consideración
el pensamiento católico. En efecto, se inclina a pensar que existe una
real incompatibilidad entre el orden natural y el orden sobrenatural,
entre la gracia y la naturaleza y, por consiguiente, entre los elementos
constitucionales y jurídicos y el acontecimiento de gracia. No es éste el
lugar de explicar qué motivos se invocan para justificar esta tendencia.
Importa solamente considerar su incidencia sobre el concepto de
Iglesia. Veámoslo. Es imposible que las estructuras de gobierno y de
jurisdición pertenezcan a la Iglesia esencialmente; es imposible
igualmente que el magisterio ejercido por ciertos miembros de la
jerarquía de jurisdición forme parte intrínseca de una Iglesia divina. Se
estará en lo cierto, piensa el protestantismo, si se sostiene que la
Iglesia es una realidad de orden espiritual e interior, que está
esencialmente constituida, sea por los elegidos y los futuros elegidos,
sea por los justos actualmente reconciliados con el Señor.
Comprendida así, la Iglesia de Cristo se retira del plano terrestre y
encuentra su auténtica existencia en el misterio de Dios que llama a los
elegidos, como piensa Juan Hus antes de la Reforma, en el siglo XV; o
bien abandona el terreno de las apariencias, para subsistir en el
secreto de las conciencias, no dejando en la plaza pública sino
comunidades llamadas «iglesias», cuyo lazo con la Iglesia de Cristo es
bastante flojo. Así piensa Lutero en el siglo XVI.
En cualquier hipótesis, se establece una separación entre la Iglesia
-acontecimiento de gracia- y las iglesias -asambleas de hombres-.
Estos dos órdenes no son esencialmente solidarios. Sin duda la Iglesia
puede ser llamada «Cuerpo de Cristo», si queremos conservar el
lenguaje paulino. Pero esta denominación no ha sido empleada sino
con cierta reserva después de Lutero. Se comprende, puesto que la
expresión «Cuerpo de Cristo» evoca una Iglesia estructurada
visiblemente 1.
En la ortodoxia grecorrusa, se encuentran a veces expresiones muy
próximas a las que son corrientes en el protestantismo en materia de
eclesiología. En efecto, el pensamiento del Oriente cristiano es
tradicionalmente sensible a la realidad del Misterio divino en la Iglesia
--y con razón. Por el mismo hecho, en muchos, es menor el interés
concedido al aspecto institucional de la Iglesia.
Si consideramos ahora las opiniones que se manifiestan entre los
católicos, no es difícil diagnosticar las mismas tendencias, menos
acusadas evidentemente, pero reales.
A algunos, como obsesionados por el aparato institucional de la
Iglesia, por la «administración», parece costarles mucho descubrir otra
cosa dentro de la Iglesia, cuando lo consiguen. Otros están tentados
de introducir un separatismo protestante entre los elementos
constitucionales de la Iglesia y el misterio de la gracia. Acogen éste,
prestos a sospechar de aquéllos, pretenden superar el orden
institucional para mejor llegar al orden carismático. Deploran con
amargura la existencia de una organización jurídica, reprochándole, no
sin alguna razón, que es demasiado lenta, demasiado pesada. No
estarían lejos de pensar, por poco que se les empujara, que todos los
déficits de la Iglesia deben ser atribuidos a esta causa.
Otros, en fin, cediendo a un misticismo excesivo, a fuerza de
proclamar que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, llegan a identificar a
cada uno de los cristianos en particular con Cristo.
Tal es el panorama de las opiniones y tendencias entre los que
hablan de la Iglesia. Aunque esta presentación sea bastante elemental,
permite por lo menos darse cuenta de que la naturaleza de la Iglesia es
objeto de discusión. ¿Qué es, pues, le Iglesia? Sin duda todos los
cristianos, católicos, ortodoxos, protestantes, admiten que la Iglesia es
el Cuerpo de Cristo. ¿Pero qué poner bajo esta expresión?
I. La Iglesia, cuerpo de Cristo
I/CUERPO-DE-CRISTO: Antes de contestar a esta pregunta,
conviene formular otra previamente: ¿La Iglesia instituida por
Jesucristo se reconoce a sí misma como Cuerpo de Cristo, cree que se
la debe tener por el Cuerpo de Cristo? La respuesta a esta pregunta
impedirá los despistes que ocurrían si la expresión, admitida por la
mayoría de los cristianos, no fuese más que una piadosa fórmula o un
título sin alcance real y oficial.
De hecho, el magisterio de la Iglesia ha tomado posiciones varias
veces y ha dado una respuesta afirmativa. La última declaración en
esta materia y la más importante, es la de Pío XII en 1943, en la
encíclica Mystici Corporis. En plena guerra, el Sumo Pontífice
proclamaba en ella la vocación de todas las generaciones humanas a
la unidad y a la paz en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, una,
santa, católica, apostólica y romana. Pío XII no era el primero en
proponer esta verdad. Otros le habían precedido, que se habían
expresado más sucintamente: Pío XI en 1928, en la encíclica Mortalium
ánimos, León XIII en 1897, en la encíclica Divinum illud, y mucho antes
Bonifacio VIII, en 1302, en la bula Unam Sanctam, para no citar sino
algunos de los textos más conocidos.
Si la expresión «Cuerpo de Cristo» se ha visto añadir en el curso de
los siglos el adjetivo «mistico», ello no varía nada de la fe católica. Ésta
se remonta a los Padres de la Iglesia, quienes, a su vez, la tomaron de
la doctrina de San Pablo.
El Apóstol de los Gentiles no empleó formalmente la expresión «La
Iglesia Cuerpo de Cristo» sino en las últimas epístolas, la epístola a los
Colosenses y la epístola a los Efesios (entre los años 60 y 62 después
de JC). En estas dos últimas cartas, ora habla de Cristo Cabeza de la
Iglesia, lo cual insinúa que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, ora escribe
expresamente: «La Iglesia Cuerpo de Cristo» (Colosenses, 1, 15-20,
24; 2, 19; Efesios, 1, 18-23; 2, 14-16; 4, 4, 12, 15-16; 5, 21-23, 30).
En las epístolas anteriores se expresa indiscutiblemente el mismo
pensamiento, pero de manera más encubierta, sea que san Pablo
declare: «vosotros sois el cuerpo de Cristo», sea que escriba:
«vuestros cuerpos son los miembros de Cristo». Estas últimas frases
están tomadas de la epístola a los Romanos, compuesta en 57-58, y
de la primera epístola a los Corintios, compuesta el 57 o poco antes.
Que estas diferentes maneras de hablar son la profundización de la
iluminación recibida en el camino de Damasco, cuando Saulo el
perseguidor aprendió que Jesús era una sola cosa con sus fieles, es
algo que no puede ofrecer dudas, y ya no se discute.
Por lo demás, la afirmación de que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo,
¿no está ya implicada en la historia de la fundación de la Iglesia que
hemos tratado?
En efecto, en el decurso de los años en que Cristo funda la Ekklesia,
se debió constatar que ésta había adquirido cuerpo y consistencia a
medida que la misión del Señor se declaraba y se realizaba.
Precisemos: mientras Cristo va descubriendo su estructura divina y
explica su papel de redentor durante su vida pública, la misma Iglesia
sólo está en el estado de la organización y de la institución. Pero
cuando el Señor ha llegado al término glorioso, cuando ha
conquistado, a través de la muerte, para su naturaleza humana, todos
los privilegios de la Divinidad; cuando acaecida la Resurrección, Cristo
se ha convertido en «espíritu vivificador», entonces la Iglesia, de muda
e inerte que era, se hace viviente, se anima, se extiende. Desde
entonces, su voz es «Palabra del Señor» (Hechos, 6, 7; 12, 24; 19, 20);
desde entonces, opera la santificación en el Espíritu Santo (Hechos, 2,
37-41, etc ... ).
Hay pues un paralelismo entre la elaboración de la Iglesia y los
Acontecimientos que alcanzan al alma y al cuerpo de Jesucristo, como
si la Iglesia no pudiese ser plenamente ella misma sino cuando Cristo
se hubiese convertido en «Hijo de Dios con poder según el Espíritu de
santidad en virtud de la resurrección de los muertos» (Romanos, 1, 4).
Al constatar este paralelismo, uno se ve invitado a pensar que se funda
en una estrecha relación entre Cristo y la Iglesia, que ésta es
esencialmente solidaria de Jesucristo.
¿Esta relación no es sino transitoria, y no subsiste sino entre el
bautismo de Jesús y la Ascensión? ¿O bien es una relación definitiva?
¿Fue la Iglesia solidaria de la humanidad de Cristo por unos años
solamente, o bien lo es todavía ahora y para siempre? A esta pregunta
las fuentes de la Revelación responden y el magisterio presenta la
respuesta: la Iglesia es el Cuerpo de Cristo indefectiblemente. Ser el
Cuerpo de Cristo es su misma definición.
¿Cómo comprender este artículo de fe? Para un espíritu latino,
estas palabras no revelan inmediatamente su secreto. E incluso a
ningún espíritu humano esta definición descubre de sopetón el misterio
real. Bastante sabemos que entre los cristianos las respuestas no son
unánimes. Pero después de veinte siglos que la Iglesia Católica medita
estas fórmulas, bajo la luz del Espíritu «que conduce a la verdad
entera», unas certezas son manifiestas, y es posible una visión de
conjunto.
II. El Horizonte en que aparece el
«Cuerpo de Cristo»
Para obtener esta visión de conjunto, no hay que considerar
solamente las palabras «Cuerpo de Cristo». Los vocablos no son lo
único que aquí cuenta, sino lo mismo todo el contexto en que estas
palabras son reveladas. Para encaminarse hacia el sentido pleno, hay
que discernir qué intención divina en ellos se encarna.
Ahora bien, la Eucaristía atestigua suficientemente que Dios, aquí
como en otras partes, piensa revelar lo que Él es para los hombres, a
saber el Amor Salvador. «Dios es Amor». Tal es la substancia de toda
la Revelación. Tal es también la substancia del mensaje que revela el
Cuerpo de Cristo. También Pío XII resumió justamente la enseñanza de
la Revelación sobre este punto, al escribir que la Iglesia es el
testimonio permanente de la Caridad divina con respecto a la
humanidad 2.
Es este testimonio lo que Cristo establece al construir la Iglesia,
como una Morada donde él será «el Primogénito de una multitud de
hermanos» (Romanos, 9, 28). Al construir la Iglesia, en efecto, Cristo
descubre al hombre los aspectos innumerables de la «insondable
riqueza» (Efesios, 3, 8) de la Caridad Divina.
Pero la Caridad es, como la Sabiduría Divina, infinita en sus
manifestaciones.
Existe el amor activo y constructor. Éste quiere, en beneficio de los
hijos de Dios, un hogar espiritual que sea su albergue y su familia.
Jesús se presenta, pues, como arquitecto obrero que construye la casa
de Dios, casa del pueblo. Jesús se dedica a ello efectivamente. Pone
los fundamentos, después de haber escogido la materia (Mateo, 16,
18; Efesios, 2, 20-22). Mejor aún, es el mismo Cristo quien se hace su
fundamento (Marcos, 12, 10-11; 1 Corintios, 3, 11), de suerte que
sobre él y con él, en una obra común, los fieles edifican y levantan el
Cuerpo de Cristo (Efesios, 2, 22; 4, 12 ss.). La Iglesia, fruto de este
amor, será el Templo de Dios.
Existe el amor sacrificial. Jesucristo, por la Iglesia, se entrega hasta
la muerte y muerte en Cruz. San Pablo lo había comprendido bien
cuando escribía: «Ha amado a la Iglesia y se ha entregado por ella a
fin de santificarla ... » (Efesios, 5, 25-26). Más que el mejor de los
esposos, el Señor Jesús ha querido a su Iglesia. «Se sustenta y cuida
la propia carne», escribe también el Apóstol, aludiendo al amor del
marido a su mujer, y añade: «Así como Cristo a su Iglesia» (Efesios, 5,
29). Pablo recogía así la imagen de que Dios se sirvió en el Antiguo
Testamento para expresar su ternura respecto al pueblo elegido.
Oseas había hablado de ello admirablemente (Oseas, cap. 2; cf.
Ezequiel, cap. 16). Pero hoy, bajo la nueva Alianza, y en favor de la
nueva Alianza, la caridad se eleva al punto culminante: el sacrificio
total. «No hay prueba más grande de amor que dar la propia vida por
aquellos a quienes se ama» (Juan, 15, 13). Al término de la historia, el
Señor recibirá la Iglesia que ha rescatado para sí al precio de su
sangre. Entonces ella será hermosa como la novia engalanada para su
esposo (Apocalipsis, 21, 3-9). La Iglesia, fruto del amor sacrificial, es la
Esposa de Cristo.
Existe en fin el amor de unión, amor que transforma y diviniza. Jesús
lo revela en el discurso sobre la viña. Los judíos conocían bien esta
imagen, por haberla leído en el Antiguo Testamento, donde la viña
designa a Israel. Por esta viña, como un propietario consciente de su
riqueza, Dios vela con precaución y a veces con inquietud. La viña es
su tesoro, en ella pone sus esperanzas. Cristo al recoger la imagen la
perfecciona; enseña ahora la unión transformadora: «Yo soy la vid,
vosotros los sarmientos... Quien permanece en mí, como yo en él, da
mucho fruto... No sois vosotros quienes me habéis escogido, sino yo
quien os ha escogido a vosotros y os he instituido para que vayáis y
deis fruto y un fruto que no perezca» (Juan, 15, 5-16 passim). La
imagen es enriquecida y profundizado aún por las palabras que la
introducen y acompañan: «No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros»
(Jn 14, 18), palabras en que vibra silenciosamente la ternura más
humana del Señor para con los suyos. Y añade estas palabras que
descubren el misterio de la unión: «Quien ha recibido mis
mandamientos y los observa, ése es el que me ama. Y el que me ama
será amado de mi Padre; y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a
él» (Jn, 14, 21), «vendremos a él y haremos nuestra mansión dentro de
él» (Juan, 14, 23). Unos instantes más tarde, en la larga plegaria que
precede a la prisión, Cristo reemprende este tema del amor unificador.
Éste es presentado por Cristo como el elemento constitutivo de la
Iglesia universal y ruega a su Padre que realice esta gran obra. La
Iglesia, fruto del amor transformador, es la Viña animada de la misma
vida que el Hijo de Dios.
Añadamos, para terminar esta breve meditación, que el amor de
Cristo no se vuelve atrás: «Yo estaré con vosotros para siempre hasta
el fin del mundo». Es la nueva Alianza. Y es Eterna, como la Caridad
Divina.
Sobre este horizonte destaca la expresión «Cuerpo de Cristo»
aplicada a la Iglesia. Hay que recordarlo, para no degradar la expresión
en un mero rótulo, o en un concepto abstracto, para percibir de
antemano su tonalidad cálida, su substancia viva, como el Amor Divino
que es su Autor.
III. ¿Cuál es el sentido del «Cuerpo de Cristo»?
Queda todavía un largo camino por recorrer a fin de determinar con
más precisión el sentido completo de la expresión «Cuerpo de Cristo».
¿Es una metáfora, o designa la realidad?
El pensamiento de San Pablo. - Para responder a estos
interrogantes, hay que acudir primero a san Pablo que es el
responsable de esta denominación. ¿Qué quería decir. Es posible
descubrirlo examinando su pensamiento en la epístola a los
Colosenses y en la epístola a los Efesios, y luego comparándolo con
las primeras expresiones de la epístola a los Romanos y de la primera
a los Cofintios
¿Qué es el «Cuerpo de Cristo» en qué piensa el autor de estas
epístolas?
Es el conjunto de los creyentes que se han reunido en la misma fe
en nombre del Señor Jesús. La palabra «iglesia» no se refiere aquí
simplemente a la comunidad local de Éfeso, de Colosas o de Corinto,
sino que se refiere a «la Iglesia de Dios», es decir, la Iglesia Universal,
doquiera que esté, Iglesia de la cual la comunidad de Éfeso, de
Colosas o de Corinto es una célula. De esta Iglesia universal es Cristo
la Cabeza, como dice san Pablo en la misma epístola a los Efesios; es
esta Iglesia la que es Cuerpo de Cristo, es la Iglesia de todas partes
(cf. I Corintios, 12, 28), aunque no exista sino en comunidades
locales.
CARISMA/AUTORIDAD: Otro punto merece examen y es importante.
En el pensamiento de san Pablo, ¿es la asamblea de los fieles un
cuerpo organizado, o una asamblea de hombres inspirados por el
Espíritu pero desprovistos de estructura institucional? La respuesta no
ofrece dudas. Aun entre los protestantes, la mayoría firmaría hoy esta
frase de uno de ellos: Pablo no fue nunca un «hermano del Libre
Examen» (P. H. Menaud). Por otra parte, bastaba a Pablo estar
persuadido, como todos los cristianos de entonces, de que la Iglesia
era sucesora del pueblo de Dios, para que estuviera lejos de imaginar
la reunión de los cristianos como una horda tumultuosa en una
emigración al azar. Que haya dones carismáticos en Corinto, el Apóstol
no disiente de ello, no lo discute, no lo niega tampoco, pero no son los
beneficiarios de los carismas los que gobiernan. Menos aún tienen el
derecho de gobernar contra los Apóstoles o por encima de los
Apóstoles. Pablo no lo hubiera tolerado. La Iglesia es un «orden», un
organismo en que el Señor «dio a unos ser apóstoles, a otros ser
profetas, o bien evangelistas, o bien pastores y doctores, organizando
así los santos para la obra de su ministerio, con vistas a la
construcción del cuerpo de Cristo (/Ef/04/11-12). Claro está que
concordia y cohesión, en el Cuerpo, son sólo obra del Señor, pero a fin
de cuentas existen concordia y cohesión reales, «de quien (Cristo)
todo el cuerpo trabado y conexo entre sí recibe por todos los vasos y
conductos de comunicación, según la medida correspondiente a cada
miembro (Elesios, 4, 16; cf. Colosenses, 2, 19).
Así pues, no hay que confundir los papeles y usurpar las
atribuciones. Hay una jerarquía, repite Pablo:
«Estáis edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, en
Jesucristo, el cual es la principal piedra angular» (Efesios, 2, 20).
No es la primera vez que Pablo recuerda la existencia de grados,
puestos determinados, cuya ordenación nadie está autorizado para
turbar, ya que «formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos
recíprocamente miembros los unos de los otros» (Romanos, 12, 5).
Estas últimas palabras constituyen una invitación a respetar el orden
funcional de la Iglesia. Es la misma invitación que leemos en la epístola
a los Corintios, en que san Pablo termina sus explicaciones sobre el
organismo eclesial y sus recomendaciones de unidad, con las
siguientes palabras:
«Vosotros, pues, sois el Cuerpo de Cristo, y miembros unidos a otros
miembros. Así es que ha puesto Dios en la Iglesia, unos en primer lugar
apóstoles, en segundo lugar profetas, en tercero doctores ... » (1 Corintios,
12, 27).
La conclusión es inevitable: la realidad social, que Pablo llama al
mismo tiempo «Iglesia» y «Cuerpo de Cristo», es una institución
estructurada, donde hay jefes, grados en la autoridad. En cuanto a
Pablo, es sabido que no pensaba dejar prescribir los derechos que
tenía de su misión apostólica, y llegaba a ejercerlos con algún
quebranto.
Pero no habríamos visto todo el panorama paulino si no buscáramos
qué ideas acarrea también la expresión «Cuerpo de Cristo». Acabamos
de ver que se asocia estrechamente a la idea de jerarquía, de
organismo, de funciones. ¿Hay otras nociones que rodeen la expresión
«Cuerpo de Cristo» o que le estén íntimamente vinculadas?
CUERPO-DE-CRISTO/I: Un lector moderno de san Pablo, al leer que
la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, piensa inmediatamente que la
expresión designa una reunión de hombres agrupados con el mismo
fin, para una misma cosa. Piensa inevitablemente en los «cuerpos
constituidos», en un «cuerpo de ejército», etc... y asimila a estos
términos «Cuerpo» de Cristo». Que el lector moderno se pare lo antes
posible por este camino. Es una falsa pista. Jamás, en la obra de
Pablo, la palabra «cuerpo» tiene el sentido de grupo de hombres
unidos moralmente en una misma intención. Más aún, esta acepción es
ignorada del Antiguo y del Nuevo Testamentos. No hay pues razón
alguna para dar este sentido a «Cuerpo de Cristo» en el Apóstol.
Mas entonces, ¿qué sentido inmediato hay que dar a la expresión?
El sentido más evidente. El «Cuerpo de Cristo» es Cristo en persona,
el único Cristo que padeció, murió y resucitó, y sobre el cual la muerte
ya no tiene ningún imperio. Para prevenir otra equivocación,
subrayemos que «Cuerpo de Cristo» designa a Cristo según su
humanidad - cuerpo y alma - y según su divinidad. No hay que leer
pues esta palabra como si designara el cuerpo de carne de Cristo con
exclusión de su alma y de su divinidad. Bajo la palabra «cuerpo», la
mentalidad semítica comprende el ser concreto entero.
Queda por sacar la conclusión, por sorprendente que parezca.
Pablo afirma que la Iglesia, asamblea de los fieles y organismo visible,
en los cuales los ministros constituyen una jerarquía, se identifica con
el Cristo de la historia, actualmente resucitado y glorificado. Tal es el
sentido inmediato que puede sacarse al lenguaje paulino.
¿Identificación entre Cristo y la Iglesia?. -.La afirmación de que la
Iglesia es el Cuerpo de Cristo es desorientadora, si se retiene de ella el
sentido real. Que haya provocado una oposición cerrada es cosa que
no puede extrañar. Pues al fin y al cabo la cuestión es la siguiente:
¿hay que tomar en serio el verbo «ser» en esta frase, y creer que san
Pablo quiso decir a los cristianos que existe una verdadera identidad
entre Cristo y la Iglesia?
Habremos dado un paso hacia la respuesta si nos vemos obligados a
constatar que todo el «evangelio» de Pablo conduce al reconocimiento
de esta identidad, y que por consiguiente la afirmación «la Iglesia es el
Cuerpo de Cristo» no es en su doctrina un bloque heterogéneo, una
especie de aerolito.
Unas notas bastarán. Nadie puede dudar que en san Pablo se
encuentran frecuentemente expresiones como ésta: ser cristiano es
estar sumergido en Cristo, estar unido a Cristo en su muerte, en su
resurrección, estar incluido en su misterio. Un texto lo dirá más
elocuentemente que todo comentario:
«Si hemos sido injertados con él por medio de la representación de su
muerte, igualmente lo hemos de ser representando su resurrección»
(Romanos, 6, 5).
Esta frase del Apóstol fue escrita con ocasión del bautismo. En
efecto, por el bautismo se produce este acontecimiento (Romanos, 6,
1-8). Pero se produce también por la Eucaristía:
«El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre
de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la participación del cuerpo del
Señor?» (1 Corintios, 10, 16-17).
Si Pablo afirma la unión con Cristo, no la entiende en absoluto en un
sentido puramente moral, como simple unión de pensamiento y de
afecto, sino en un sentido mucho más profundo, que hay llamar un
poco burdamente «ontológico». Escribió, en efecto: «Si hemos sido
injertados en Cristo ... », y en otra parte: «Si Cristo está en vosotros ...
» (Romanos, 8, 10), «y yo vivo, o más bien, no soy yo el que vivo, sino
que Cristo vive en mí (Gálatas, 2, 20), «somos hechura suya, criados
en Jesucristo ... » (Efesios, 2, 1 0). Se multiplicarían fácilmente las citas
de este género.
En una palabra, hay en los escritos de Pablo, cuando tratan de las
relaciones con Cristo, un realismo indiscutible, muy desorientador para
un espíritu moderno. Este realismo se resume en una fórmula breve,
que es característica de la manera del Apóstol: «En Cristo», «en Cristo
Jesús». Este realismo no puede ser endulzado, si se quiere
comprender la significación del pensamiento paulino.
¿Qué se encuentra pues bajo estas fórmulas tan realistas? ¿Quiere
Pablo dar a entender a los cristianos: «Sois una reunión de hombres
que es Cristo en verdad, y la Iglesia es un cuerpo vivo por el que
circula misteriosamente la propia vida de Cristo»? Esto es
efectivamente lo que el Apóstol quiere inculcar a los primeros fieles de
Jesús.
¿Pero qué realidad se oculta en esta misteriosa identidad? Para
hacerlo comprender, Pablo explicaba también: la propia vida del Señor
es transferida a sus fieles, de suerte que «vuestra vida está oculta con
Cristo en Dios» (Colosenses, 3, 3; Romanos, 6, 1 l), pues también
Cristo a su vez está ya oculto en Dios. Dicho de otro modo, «su palabra
(es decir, el pensamiento y la volun tad de Jesús) reside en vosotros
en abundancia» (Colosenses, 3, 16). Animados por la vida del Señor,
instruidos por su pensamiento, conducidos por su amor, «somos
hechura suya, criados en Jesucristo para obras buenas, preparadas
por Dios desde la eternidad para que nos ejercitemos en ellas»
(Efesios, 2, 10), "unidos a él como a vuestra raíz, y edificados sobre él»
(Colosenses, 2, 7-, 11 Corintios, 5, 17).
Hay pues coexistencia de Cristo y de los fieles en la Iglesia.
Podríamos decir igualmente: presencia de Cristo en los fieles, puesto
que «en vuestros corazones habita Jesucristo, por la fe» (Efesios, 3,
17). Diríamos también con la misma exactitud: presencia de los fieles
en Cristo, puesto que los bautizados son «criados en Jesucristo»,
subsisten cristianos en Cristo glorificado. Coexistencia y copresencia.
También es Cristo el único Viviente que constituye la unidad de
todos: «Todos vosotros sois una cosa en Jesucristo» (Gálatas, 3, 28;
asimismo «no hay sino un Cuerpo y un Espíritu» (Efesios, 4, 4).
En otras circunstancias, Pablo repite el mismo pensamiento, pero lo
desarrolla en una pespectiva histórica, en que se extiende el
crecimiento de la Iglesia, en la que el mismo Cristo adquiere toda su
talla en el crecimiento de la Iglesia. Horizonte inmenso y revelación
inaudita, al pie de la letra.
Según el Apóstol, Cristo, considerado en su total verdad, no es
solamente la individualidad, limitada en el tiempo y en el espacio, que
encontraron los fariseos o los humildes de Palestina, sino que abarca
la colectividad eclesial, se extiende hasta el término de la historia,
desbordando las fronteras políticas o geográficas. Así Cristo hállase en
devenir, Hombre Nuevo o -si se prefiere- Humanidad nueva en busca
de sus miembros (Efesios, 4, 15). En esta perspectiva, la Iglesia es el
espacio humano que Cristo llena (Efesios, 1, 22), ella es el Cuerpo que
la vitalidad divina de Cristo fuerza a crecer para «construirse él mismo
en la caridad» (Efesios, 4, 16), ella es el tiempo en que Cristo se da
progresivamente su propia perfección y edifica el «Hombre perfecto»
(Efesios, 4, 13), que es el Cristo Total.
En una palabra, Cristo se ha dado entero al mundo con Jesús de
Nazaret y sin embargo no se ha dado entero, ya que le faltan
demasiados de sus miembros humanos para ser llamado ya «el
Hombre perfecto». Hay que esperar pues con firme esperanza el
advenimiento de Cristo en su plenitud. Este advenimiento se realiza en
la Iglesia, en tanto que ella «crece de todas maneras hacia Él que es
su Cabeza, Cristo» (Efesios, 4, 15), por sus «vasos y conductos de
comunicación», «a fin de que trabajen en la perfección de los santos
en las funciones de su ministerio» (Colosenses, 2, 9; Efesios, 4, 12).
Un célebre texto de san Pablo resume y concentra su pensamiento:
«La Iglesia, escribe, ...es su Cuerpo (de Cristo), el Pleroma (es decir, la
Plenitud) en el cual Aquel que lo completa todo en todos halla el
complemento» (/Ef/01/23). Dos sentidos son posibles para este texto.
Según el primero, la Iglesia es el espacio llenado por Cristo. La
Iglesia es plenitud porque Cristo la llena con su presencia. Según la
segunda interpretación, la Iglesia es el espacio en que Cristo se realiza
él mismo 1.
En el primer caso, la Iglesia es colmada y por tanto completada por
Cristo; en el segundo, ella completa a Cristo. Una y otra interpretación
designan la misma Iglesia, organismo jerárquico, conjunto de
ministerios, ejercicio de poderes diferentes, asamblea de fieles. Esta
Ekklesia es Cristo. La completa porque es homogénea a su Cabeza y
prolonga a Cristo en el tiempo; es completada por Cristo porque
depende de la Cabeza y se ve colmada por la plenitud de Cristo.
Pablo da a esta verdad un relieve sorprendente. Él no había
olvidado lo que comprendió en el camino de Damasco, cuando Cristo
se reveló al perseguidor de la Iglesia: «Yo soy aquel a quien tú
persigues» (Hechos, 9, 5). Pablo ahora lo veía, Cristo y la Iglesia son
una sola cosa, puesto que atacar a ésta es injuriar a Aquél.
Por otra parte, Cristo durante su vida terrestre había pronunciado
palabras que anunciaban la misma verdad, pero como en sordina.
Había dicho a los que enviaba en misión: «Quien os escucha me
escucha» (Lucas, 10, 16), y a los Doce, después de haber
determinado sus poderes: «Quien os recibe me recibe» (Mateo, 10,
40-, cf. Marcos, 9, 17, Lucas, 9, 48). San Juan, por su lado, refiere una
frase análoga: «Quien recibe al que yo enviare, a mí me recibe» (13,
20). Hay pues ciertamente, entre Cristo y sus enviados, una verdadera
continuidad.
Pero el discurso de Jesús sobre la verdadera Viña profundiza estas
perspectivas (Juan, 15). En esta exposición, en efecto, Cristo enseña
que la solidaridad entre él y sus discípulos trasciende todos los lazos
jurídicos, que es una simbiosis, una comunidad de vida, una comunión
con la vida misma del Padre y del Hijo (Juan, 17, 21-23, 26). Es pues
inevitable. Sin embargo, afirma Cristo, la comunión de los fieles en Dios
se expresará visiblemente en la unidad de los fieles gobernados por el
pastor Pedro (Jn, 12, 21-23; cf. 21, 15-17).
IV. ¿Cómo se realiza esto?
Si bien sólo a la luz divina debemos el poseer la verdad sobre el
Cuerpo de Cristo, no nos está prohibido tratar de comprender la
realidad que Dios revela, tanto como está permitido a la flaqueza
humana. Así la Virgen María preguntaba al arcángel Gabriel que le
anunciaba el misterio de la Encarnaciói: «¿Cómo ha de ser esto?»
Asimismo nosotros le preguntamos: «¿cómo es que Cristo e Iglesia
pueden identificarse de alguna manera?» A nuestra pregunta, como a
la de la Virgen María, se da la respuesta: «Vendrá el Espíritu Santo...»
Tal es el principio de toda respuesta en esta indagación. El Misterio
de la Encarnación como el Misterio de la Iglesia remiten el creyente al
Espíritu. En él todas las cosas divinas, imposibles para el hombre, se
cumplen fácilmente y con suavidad. Ésta es la explicación que daba
san Agustín a los oyentes de sus sermones 7.
En el Espíritu Santo, La Iglesia Cuerpo de Cristo. - Puesto que san
Agustín, doctor del Cuerpo Místico, nos invita a ello, reflexionemos
sobre el papel del Espíritu.
I/ES: En la Santísima Trinidad, el Espíritu es el lazo de amor que une
eternamente el Padre y el Hijo. El Espíritu es para el Padre y el Hijo su
«nuestro amor» subsistente y personal. En él y por él se realiza la
comunicación perfecta entre el Padre y el Hijo, «comercio admirable»
que muy difícilmente evoca la comunicación entre las personas
humanas, aun cuando la llamemos completa. El Espíritu Santo es la
unidad amante en Dios, el amor recíproco entre el Padre y el Hijo.
Así pues el Espíritu Santo es esencialmente Dios comunicable, Dios
«dable», si está permitido hablar as!. San Cirilo de Alejandría intentaba
expresar estas cosas con una bonita metáfora: «El Espíritu Santo es
como el Perfume de la Esencia de Dios; perfume vivo de Dios; perfume
vivo y activo que trae a las criaturas lo que es de Dios y les asegura
por sí mismo la participación de la Substancia que está por encima de
todo» 8. Asimismo, como afirmaba santo Tomás, el nombre más
expresivo del Espíritu Santo es el de «Don», mientras que Agustín le
llama, en el mismo sentido, «la Gracia», es decir, el Beneficio gratuito,
el Favor divino 9. Todas estas denominaciones intentan expresar que
Dios se comunica por el Espíritu, se derrama y se da en participación
en el Espíritu Santo.
Ahora bien, el Paráclito es, desde la Anunciación, el Espíritu del hijo
de María, del Hombre Dios 10. Fue dado a Jesús de Nazaret, como a
ningún hombre. Irrevocablemente, ya que «Jesús vive eternamente»
(Hebreos, 7, 24).
También el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Jesús, hace a Cristo
comunicable. Lo hace «dable» y de hecho lo derrama. Gracias al
Paráclito, Jesús puede convertirse en «nuestro», ser «nosotros» en
cierta forma muy real: «Cuando somos iluminados por el Espíritu, es
Cristo quien en él nos ilumina... Bebiendo el Espíritu, nos hallamos con
que bebemos a Cristo» 11. Así pues, recibir al Paráclito es hacerse
conforme a Jesucristo (Romanos, 8, 29), es introducirse en Jesucristo,
puesto que Jesucristo mismo se introduce en el hombre con su Espíritu
y vive en el hombre por su Espíritu: «únicamente por el Espíritu, Cristo
se forma en nosotros y graba en nosotros sus propios rasgos,
haciendo así revivir en la naturaleza del hombre la belleza de la
divinidad 12.
En efecto, ¿acaso quien viene al hombre no es el Espíritu, el mismo
para Cristo y para los fieles? «Todo entero en la Cabeza, se halla
también entero en cada uno de sus miembros 13.
De Cristo a la Iglesia pasa el Espíritu, ambiente divino en que se
realiza la simbiosis del Cuerpo y de la Cabeza. Así la Iglesia puede
decir con la misma verdad que cada uno de sus miembros: «Yo vivo, o
más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí» (Gálatas, 2,
20). En el Espíritu, por lo tanto, y sólo en el Espíritu, cada uno de los
miembros del Cuerpo se une a los demás miembros (Efesios, 2, 17-, 2,
22). «Así estamos los unos en los otros todos y cado uno en el
Espíritu, puesto que hemos sido bautizados en un solo Cuerpo en el
Espíritu», escribe san Basilio, mientras que Agustín declara: «Es el
mismo Espíritu Santo quien nos une». La transfusión del único
Paráclito de Cristo a la Iglesia realiza la unión entre Cristo y la Iglesia.
Empleando este lenguaje, hemos intentado penetrar el pensamiento
de Pablo: «Hemos sido injertados con él» (Romanos, 6, 5). Hemos
empleado imágenes biológicas, como el propio san Pablo. Mas para
profundizar más el sentido de la Revelación en este punto, podemos
tomar otro camino y aclarar el cuadro de la existencia sobrenatural de
la Iglesia. He aquí alguno de sus rasgos.
En el Espíritu las almas cristianas reciben la luz sobre Cristo,
reconocen y confiesan que él es el Señor (Corintios, 12, 3). Así Cristo
se hace habitante de los espíritus convertidos a su Verdad (Efesios, 3,
16-17). También en el Espíritu son transmitidos a los miembros de la
Iglesia los deseos del Señor y sus intenciones, que se convierten en
deseos e intenciones de ellos. En el Espíritu se mantiene la propia
plegaria de Jesús: «Abba, Padre» (Gálatas, 4, 6; Romanos, 8, 15). En
el Espíritu los fieles contemplan al Hijo de Dios, se adhieren a él, pues
«el Espíritu no lo muestra desde fuera, sino que conduce a conocerlo
en él» 14. Es también el Espíritu Santo el que comunica al alma
cristiana la caridad cuya fuente es el mismo Dios. El amor de Dios es
derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado
(Rm, 5, 5). Por el Espíritu desciende pues en el alma la caridad que
viene de Dios y le pertenece todavía, aun cuando se nos haya dado
(Juan, 17, 26). En el Espíritu es concedido el amor que se mueve en
Jesucristo, que es su vida antes de ser la nuestra y que sigue siendo
su vida, aun cuando se convierta en la nuestra.
Así pues, no es nada sorprendente que el amor sobrenatural impulse
a los cristianos a imitar el amor del Hijo a su Padre del Cielo y a sus
hermanos de la tierra: compasión con respecto a los débiles y los
pobres, perdón de las ofensas, abnegaciones ocultas, sacrificios
absolutos... Así, en el Espíritu, el Cristo Cabeza se hace existir en sus
miembros, mejor o peor por causa de nuestra culpa, pero realmente,
por su omnipotencia.
Por tener en el Espíritu los mismos sentimientos que Cristo, por vivir
en el Espíritu Santo de la misma vida que Cristo, la Iglesia es el tiempo
y el espacio en que Cristo prolonga su existencia de Hijo de Dios. «Así
el Cuerpo de Cristo es la Iglesia. Así como el cuerpo y la cabeza son un
solo hombre, así (Pablo) declara que Cristo y la Iglesia son una sola
realidad "en el Espíritu» 15. Para expresar esta verdad brevemente,
los Padres de la Iglesia y los teólogos católicos declaran: el Espíritu
Santo es el alma de la Iglesia. Esto indica lo suficiente que el Alma de
la Iglesia no se sitúa primero en el nivel humano, natural y creado, sino
que es Increada, Eterna, Divina.
En el Espíritu Santo, Jesús es la Cabeza de la Iglesia. -El Espíritu
Santo comunica a la Iglesia Cristo, lo derrama, lo universaliza en
cuanto la Iglesia es universal, lo temporaliza en cuanto la Iglesia está
en el tiempo. Así, en el Espíritu Santo, Cristo y la Iglesia se identifican
misteriosa y sobrenaturalmente.
Decir esto no es desconocer ni mucho menos que Cristo es en la
Iglesia la Cabeza, el Jefe, el Primero. No igualamos Cristo y los
miembros terrestres de su Cuerpo. Jesucristo es el «Primogénito».
como dice san Pablo; todos los miembros de la Iglesia, incluido el Papa,
no son sino sus humildes «hermanos». Sólo Cristo es el Primero y sólo
Cristo posee el derecho de enviar el Espíritu Santo, una vez adquirido
este derecho por su muerte. Sólo él puede así elevar la Iglesia al rango
de Esposa y hacer de ella su Cuerpo (Efesios, 5, 25 y ss.), porque sólo
él puede pedir el Espíritu y ser escuchado con seguridad (Juan, 14, 16;
16, 7).
Desde que la Iglesia es Iglesia, Cristo no cesa pues de enviarle el
Espíritu de Dios, que es su Espíritu. En el Paráclito, el Señor mueve a
la Iglesia, la gobierna, la orienta, la dirige. Él es la Cabeza, que piensa
el camino para el Cuerpo, que decide el camino para el Cuerpo. En el
sentido estricto de «gobernar» y de «orientar», Cristo es
absolutamente el único que lo hace real y eficazmente. Nadie más lo
hace en su Cuerpo.
¿Qué queremos decir con esto? Que Cristo rige su Iglesia
inmediatamente, inspirando a los miembros de su Cuerpo, en el
Espíritu, el activarse, el consagrarse al servicio de su gloria. A veces
Cristo suscita en ellos una acción más adaptada a las circunstancias,
iniciativas conformes a necesidades nuevas o más urgentes. En todos
los casos es sólo la Vida del Señor la que crece en los miembros de su
Cuerpo, como antaño se desplegaba en Jesús, frente a la
muchedumbre, ante los sumos sacerdotes, ante los fariseos o ante
Pilatos. Y siempre el Cristo Cabeza inspira a todos el mismo deseo:
«Padre, glorifica Tu Nombre» (Juan, 12, 28). Enviando su Espíritu,
Cristo no cesa de iluminar la fe, de despertar la esperanza, de avivar la
caridad. ¿No es Él «el pastor y el obispo de nuestras almas» (1 Pedro,
2, 25)? El gobierno de la Iglesia por la Cabeza se realiza aqui a manera
de invitación secreta, de inspiración interior, de moción invisible que el
Espíritu Santo derrama en toda la Católica, tanto sobre el laicado como
sobre la jerarquía.
J/CABEZA-I: I/CABEZA-X: Decir que Cristo es la Cabeza de la Iglesia
es decir también otra cosa. Es afirmar que, en el Espíritu, Jesús rige su
Iglesia mediatamente y de forma ordinaria por medio de los sucesores
de Pedro y de los Apóstoles. Éstos, en efecto, fueron constituidos
instrumentos visibles al servicio de Cristo, a fin de que por ellos,
visiblemente, el Señor ejerciera su regencia y diera vida, movimento,
crecimiento a su Cuerpo. El gobierno de Jesucristo penetra así, pues, a
través de las mediaciones contingentes que son los hombres de la
Iglesia, se encarna asimismo en las formas históricas. Papas y obispos
no son sino hombres, y no obstante, por su mediación, el Señor dirige
el Cuerpo entero. No son sino instrumentos. No son en absoluto los
equivalentes de Cristo -¿es preciso decirlo?-. El Papa no es el
«substituto» de Cristo, como si hubiese en la Iglesia dos cabezas,
Cristo antes y el Papa hoy. Una suposición tal sería absurda y
blasfema. En verdad, sólo Cristo puede ser llamado Cabeza de la
Iglesia.
V. Momento en que la Iglesia se hace y permanece
«Cuerpo de Cristo»
¿Dónde se hace la Iglesia Cuerpo de Cristo? ¿Cuándo ocurre esto?
Sin duda, una respuesta a esta pregunta se ha dado virtualmente más
arriba. Pero conviene presentarla explícitamente.
Y es ésta. La Iglesia ha recibido del Hijo de Dios su constitución de
cuerpo de Cristo de dos maneras diferentes. Lejos de oponerse, son
solidarias una de otra. La primera es visible, institucionalmente se
cumple cuando Cristo determina las estructuras del nuevo Israel, su
misión, sus poderes, sus deberes. La segunda se sitúa en el misterio
Redentor del mismo Cristo, Pasión y Resurrección, con la brillante
manifestación del Pentecostés.
La misión jurídica. -La misión jurídica se halla en el origen de la
Iglesia Cuerpo de Cristo. A veces se quería apartar esta verdad, tan
humilde y desproporcionado parece el acto institucional, con lo que
tiene de jurídico y de histórico, a la grandeza trascendente: Cuerpo de
Cristo. No obstante, la verdad está aquí al desnudo. La institución
jurídica es el lazo primordial que une la Iglesia a Jesús y le da una
aptitud radical para convertirse en el Cuerpo de Cristo en toda su
verdad. San Pablo será el árbrito de la disensión. Si alguien tiene
alguna palabra que decir en la doctrina del Cuerpo de Cristo, es
precisamente él.
Ahora bien, cuando expone esta doctrina, el Apóstol establece
explícitamente la relación con la institución realizada por Cristo. Ésta no
tenía otro fin que procurar la existencia del Cuerpo de Cristo y su
vitalidad conquistadora:
«Y así él mismo a unos ha constituido apóstoles, a otros profetas y a
otros evangelistas, y a otros pastores y doctores, a fin de que trabajen
en la perfección de los santos en las funciones del ministerio, en la
edificación del Cuerpo de Cristo» (Efesios, 4, 11-12).
Además, el mismo trabajo no es un elemento adventicio y
heterogéneo al Cuerpo de Cristo, puesto que precisamente la función
de los ministerios y del trabajo es procurar el crecimiento del Cuerpo.
Pablo que acaba de decirlo lo repite de otra forma:
«Todo el cuerpo trabado y conexo entre sí recibe por todos los
vasos y conductos de comunicación, según la medida correspondiente
a cada miembro el aumento propio del cuerpo» (Efesios, 4, 16; cf.
Colosenses, 2, 19).
Un poco antes, Pablo había marcado ya la misma relación entre la
fundación institucional, jerárquica, y el Cuerpo vivo de Cristo cuando
escribía:
«Estáis edificados (vosotros, el Cuerpo) sobre el fundamento de los
apóstoles y profetas» (Efesios, 2, 20; cf. 2, 16). En realidad, San Pablo
había expresado la misma convicción, aunque rápidamente y de forma
implícita, en la primera parte de la epístola a los Corintios (12, 27-28).
En estos diversos textos, Pablo no hace más que repetir y
desarrrollar la enseñanza de Jesús mismo. En efecto, Cristo había
declarado: «En verdad os lo digo, quien recibe al que yo enviare, a mi
me recibe» (Juan, 13, 20). Estas pocas palabras afirman la identidad
entre los discipulos y el Señor, porque éstos son enviados por su
Maestro. En varias ocasiones, Jesús repitió esta enseñanza. Tiende
realmente a subrayar que la identidad entre Maestro y discípulos se
funda en la misión dada, en el acto constitucional (Mateo, 10, 40; cfr.
Lucas, 10, 16).
No puede discutirse pues, que la esencia de la Iglesia, Cuerpo de
Cristo, se encuentra ya implicada, anunciada, realizada precisamente
en virtud de la misión jurídica que la constituye.
El Misterio redentor. -Pero sólo en el Misterio redentor la Iglesia se
completa como Cuerpo de Cristo, según toda la verdad.
En efecto, sobre el madero de la Cruz, Cristo merecía a un elevado
precio ser la Cabeza de su Iglesia, mereciendo darle su Espíritu y su
vida.
Desde entonces, el pequeiío grupo de los Apóstoles ya no es
simplemente un círculo de amigos alrededor de Cristo, sino que es el
organismo sobrenatural por donde circula la vida del Señor. Todos los
que en el futuro se agregarán al grupo original acrecentarán el Cuerpo
aldheriéndose a la Cabeza. A este Cuerpo entero, que crece de
tamaño y edad, la Cabeza envía el Espíritu, como prometió. Con el
Espíritu transmite a todos sus miembros «sus insondables riquezas»,
luz, amor, fuerza, sabiduría... Una vez realizada la Redención, en todos
los fieles penetra la vida del Sefior. De la Cabeza deriva hacia aquellos
que dependen de la comunidad eclesial, hace de ellos miembros vivos
de Cristo. Y todos juntos, reunidos por su gracia, son el Cuerpo del Hijo
de Dios, la Iglesia.
Muriendo y resucitando, el Señor se unía a la Iglesia para siempre y
hacía de ella su Cuerpo (Efesios, 5, 24). «Todos vosotros sois una sola
cosa en Cristo Jesús» (Gálatas, 3, 28). En adelante, «vosotros sois el
cuerpo de Cristo y miembros unidos a otros miembros» (1 Corintios,
12, 27), ya que el Espíritu es común al Jefe y a los fieles.
Desde entonces también, en la Redención, la Iglesia recibe el poder
de irradiar la fuerza redentora de Cristo, así como el cuerpo del Hijo del
Hombre, antes, dejaba «salir de él una fuerza» curativa (Lucas, 8, 46).
¿Cómo podía ser de otro modo? Si la Iglesia se ha convertido en
Cuerpo de Cristo, ¿cómo no había de ser instrumento de salvación?
Por ella, Jesús resucitado sigue obrando sobrenaturalmente. Por su
Cuerpo, la Cabeza instruye y rescata. Cuando el Cuerpo realiza los
gestos redentores deseados por la Cabeza, entonces la salvación se
esparce hacia la humanidad; cuando habla, es el Jefe quien habla
(Lucas, 10, 16), cuando enseña, es el Espíritu de Jesús el que
convence (1 Corintios, 2, 3-5). Desde ahora, por muy humano que sea,
«el pequeño rebaño» prosigue la acción del Salvador, porque se ha
hecho Cuerpo de Cristo.
Ahora bien, lo que la Iglesia es por voluntad de Jesucristo, no puede
seguir siéndolo sin su voluntad permanente. La Iglesia es Cuerpo de
Cristo por gracia, se mantiene Cuerpo de Cristo por gracia. Jesucristo
se emplea pues siempre en concederle la gracia de ser Cuerpo de
Cristo. Y lo hace en cada celebración eucarística.
Invisiblemente presente a los asistentes y al sacerdote, Cristo
inspira el deseo y da la fuerza de hacer lo que prescribe. Pues Jesús
se acerca, se ofrece en persona en la comunión, a fin de establecer,
de consolidar la paz y la unanimidad entre los miembros de la
asamblea eclesial. Con el único Señor, éstos reciben el lazo de
fraternidad sobrenatural, se convierten en un solo Viviente con Cristo
-en tanto que se dejen trabajar por su Espíritu... San Juan Crisóstomo,
comentando a San Pablo (I Corintios, 10, 16-17), escribía justamente:
«Nosotros somos este mismo Cuerpo (el de Jesucristo). ¿Cuál es este
pan? El Cuerpo de Cristo. ¿En qué se convierten los que lo reciben?
En Cuerpo de Cristo; no varios cuerpos, sino un solo Cuerpo»18.
VI. Conclusión
Hemos tratado de describir el misterio. Es preciso ahora expresarlo
con alguna precisión. Luego, diremos donde se encuentra
concretamente, en el tiempo y el espacio de nuestra humanidad, la
Iglesia Cuerpo de Cristo.
En busca de una expresión correcta.- Para llegar a una formulación
conveniente -aunque no exhaustiva-, es necesario primero apartar las
representaciones aberrantes. Las hay de varias clases.
Pío XII protestaba en la enciclica Mystici Corporis contra un
misticismo extravagante que haría de todo cristiano una personificación
de Cristo. ¿En qué autoridad podría apoyarse un concepto tal? Jamás
Pablo denominó «Cristo» al bautizado considerado aisladamente.
Ninguno puede merecer este calificativo excesivo, sea cual fuere su
función en la Iglesia, si nos tomamos el trabajo de hablar con algún
rigor. Es la Iglesia entera la que es Cristo, según San Pablo; es la
asamblea universal, «con sus vasos y conductos de comunicación»,
con todos sus miembros, la que es denominada Cuerpo de Cristo. Sí,
San Pablo dijo: «Cristo vive en mi», no dijo nunca «Yo soy Cristo», lo
cual hubiera sido un absurdo. La subjetividad de Jesucristo no se
confunde nunca con la de los cristianos, aun cuando éstos actúen
sobrenaturalmente.
Igualmente, hay que descartar toda expresión que sugiera el
panteismo. El cristiano -¿es preciso decirlo?- no merece ninguno de los
atributos divinos. Si está permitida una identificación entre Cristo y la
Iglesia, ésta no es un derecho natural, sino un don gratuito, merecido
únicamente por el sacrificio del Hijo de Dios. Todo es misericordia, todo
es gratuidad. Y si, por gracia, la Iglesia no puede dejar de ser Cuerpo
de Cristo, todo cristiano puede romper el lazo que lo une a la Cabeza
de la Iglesia.
Hay que evitar aún otros errores. San Pablo, con su mismo lenguaje,
descarta toda identificación grosera, que conduciría a formar una
mezcla de Cristo y de la Iglesia. Los términos empleados por el Apóstol
marcan claramente la distinción necesaria. Así, la imagen de la
Cabeza: la Cabeza manda, gobierna, domina, y el Cuerpo obedece. Así
también la imagen del Esposo y la Esposa: la unión no es amalgama y
confusión. Lo mismo ocurre, en fin, cuando escribe el Apóstol que la
Iglesia es el Pleroma de Cristo. Sea cual fuere su interpretación, estas
palabras implican que la Iglesia no desaparece en Cristo, puesto que
precisamente ella lo completa y puesto que ella es colmada por Cristo.
La identidad entre Cristo y la Iglesia no es, pues, «física». Esto sería
declarar equivalentemente que las personas humanas quedan abolidas
en el Cuerpo de Cristo.
La unión de la Iglesia y de Cristo no tiene, pues, esencialmente nada
que ver con la unión hipostática. Sin duda ésta es un término de
comparacióii que puede ayudar a entrar en la comprensión del misterio
de la Iglesia. Pero si la fórmula del teólogo Moehler -«La Iglesia es la
Encarnación continuada» - quisiera decir unión hipostática entre Cristo
y la Iglesia, habría que recusarla absolutamente. La Iglesia, en efecto,
no está unida a Dios según la persona, sino según ciertas
operaciones.
Sin embargo, para evitar estos errores, no es preciso pasar al
extremo opuesto y reducir la expresión: «la lgIesia es el Cuerpo de
Cristo» a una simple metáfora, y la solidaridad entre Cristo y los
cristianos a una simple unión «moral». Esto no sería por definición sino
el conocimiento de Cristo, la adhesión a su persona, la obediencia a
sus mandamientos. Pablo no reconocería su pensamiento bajo este
disfraz.
¿Qué decir, pues, si uno quiere expresarse correctamente?
Simplemente esto: la unión entre Cristo y la Iglesia es una realidad
única, que no encuentra ningún equivalente en nuestra experiencia. La
unión entre la Cabeza y el Cuerpo es misteriosa, por más que podamos
encontrar alguna analogía de ella en la unión de los miembros del
cuerpo humano, en la unión del hombre y de la mujer en el matrimonio.
Porque es sobrenatural, escapa a nuestra comprensión intelectual. Así,
pues, nos limitamos a llamarla «mística», es decir, supraintelectual,
supranatural.
Pero no hay que ver en este adjetivo que la unión entre Cristo y la
Iglesia sea irreal. Es más real que las uniones de la tierra, puesto que
es operada por la Omnipotencia divina y consolidada en ella. Más real
que otra unión cualquiera de la tierra lo es también porque la unión
mística se funda en la fidelidad de Dios y no en la fidelidad de los
hombres. Más real en fin, porque es una participación en la unión de
las Personas Divinas entre si. «Que sean uno como nosotros somos
uno», «que sean también uno en nosotros», había pedido el mismo
Señor (Jn, 17, 21-23). La vida sobrenatural de los miembros de Cristo
no es, pues, lo mismo que la vida de la Cabeza de la Iglesia.
La unión es tan real, tan sólida, que es indefectible. Nunca ocurrirá
que Cristo deje de ser la Cabeza de su Cuerpo. Lejos de ello, la unión
está llamada a aumentar. Es dada a la Iglesia como un hecho, pero
también como una esperanza. El Cuerpo de Cristo está destinado a
«crecer de todas maneras hacia aquel que es la Cabeza, Cristo»
(Efesios, 4, 15), hasta la plenitud de su talla, al término de la Historia.
¿Dónde está el Cuerpo Místico de Cristo? - Si esto es así, si el
Cuerpo de Cristo es a la vez un presente y un futuro, ¿en qué tiempo y
en qué lugar se encuentra realmente el Cuerpo de Cristo? ¿En el
futuro escatológico y en la visión beatífica? ¿En el curso de nuestra
historia terrestre? ¿Y en qué punto de esta historia?
Esta cuestión no adquirió importancia sino a partir de la Reforma.
Cuando los protestantes disociaron el «Cuerpo de Cristo» y la
comunidad jerárquica, se planteaba este problema: si el Cuerpo de
Cristo no es esta comunidad visible y jerárquica, ¿dónde está? La
Reforma contestaba que el Cuerpo de Cristo es realidad interior,
justificación y unión espiritual a Cristo. De este modo el Cuerpo de
Jesucristo se hacía invisible.
Después de lo que hemos leido en las epístolas de san Pablo,
¿quién no ve la flagrante infidelidad al pensamiento paulino? Jamás el
Apostol aplica la noción de Iglesia Cuerpo de Cristo solamente a la
clase de los justificados o de los predestinados, menos aún solamente
de los elegidos. «Cuerpo de Cristo» es una definición, concisa en las
palabras, amplia en la significación, que expresa a la vez el aspecto
visible e invisible, las funciones ministeriales y la unión sobrenatural de
los miembros entre sí y con la Cabeza, que recuerda el origen
histórico-jurídico, a saber la institución realizada por Cristo y fundada
en los Apóstoles (comp. con Juan, 15, 16).
Por ello el Cuerpo de Cristo no puede realizarse plenamente sino
donde la asamblea de los fieles se une a los Apóstoles por medio del
lazo de la fe, de la obediencia y de los sacramentos. No puede serlo
auténticamente allí donde falte uno de estos tres elementos. Solamente
pues en la Iglesia una, santa, católica, apostólica y romana se realiza
de manera presente el Cuerpo de Cristo en la verdad total 19. Es esta
doctrina la que recuerda Pío XII en la encíclica Mystici Corporis.
Pertenece a la fe católica 20. «Así pues, están en un peligroso error
los que creen poder pertenecer a Cristo, Cabeza de la Iglesia, sin dar
su fiel adhesión a su Vicario en la tierra» 21. San Agustín había dicho
antaño en el mismo sentido: «Que se hagan pues Cuerpo de Cristo, si
quieren vivir del Espíritu de Cristo. Nadie vive del Espíritu de Cristo,
sino el Cuerpo de Cristo» 22.
Epílogo. - Así, cuando decimos que la Iglesia una, santa, católica,
apostólica y romana es el Cuerpo de Cristo, decimos dos cosas
esenciales. La primera es ésta: la Iglesia es una realidad humana,
sociológica, histórica. Y la segunda, ésta: esta humilde realidad es
habitada por la vida de Cristo, vive de ella y la extiende a lo lejos, cada
vez más lejos. Por ello la fe no duda en escuchar a Pablo y en
identificar místicamente Cristo y la Iglesia. No es preciso pues cortar en
la Católica entre las realidades históricas y la realidad divina, como si
fueran extrañas una a otra. Es el conjunto, la conjunción de estas dos
realidades, la humana y la divina, lo que constituye en toda verdad el
Cuerpo de Cristo, es decir el misterio de la Iglesia Católica.
Esto expresa también el Designio Redentor universal.
ANDRÉ
DE BOVIS
LA IGLESIA Y SU MISTERIO
Editorial CASAL I VALL
ANDORRA-1962.Págs. 55-79
....................
1. Estas frases esquematizan y endurecen, reconozcámoslo, el pensamiento
protestante, que en este punto es actualmente complejo y movible.
2. Encíclica Haurietis aquas, Acta Apostolicae Sedis 48 (1956), pág. 328.
6. La primera interpretación es más segura desde el punto de vista exegético.
La segunda se ha ganado en su favor la adhesión de los Padres de la Iglesia. Se
comprende, ya que precisamente es coherente con el conjunto del pensamiento
paulino en la epístola a los Efesios, donde Pablo muestra que Cristo está en
camino de terminación, que debe llegar a la plenitud de su edad.
7. Sermo 71, 12, 28; P. L., 38, 460; íd., 23, 37; P. L., 38, 466; íd., 258, 2; P. L., 38.
1232.
8. In Joannem XI, 2; P. G., 74, 452-453. Cf. Santo Tomás, Contra Geiitiles, IV,
cap. 21.
9. Sermo 144, 1, 1; P. L., 40, 191.
10. Cf. Romanos, 8, 9; II Corintios, 3, 17; Gá!atas, 4, 6, textos que recuerda la
encíclica Mystici Corporis, Acta Apostolicae Sedis 35 (1943), pág. 219.
11. San ATANASIO, Primera carta a Serapion, 19; P. G., 26, 573-576.
12. San CIRILO DE ALEJANDRÍA, Thesaurus, 34 ; P. G., 75, 609.
13. Mystici Corporis, Acta Ap. Sed. 35 (1943), pág. 219.
14. SAN BASILio, De Spiritu Sancto, 47; P. G., 32, 153.
15. SAN JUAN Crisóstomo, In 1 am ep. ad Corinthios, Hom. 30, nº 1; P. G., 61,
250; cf. Santo Tomás, In III Sentent., D. 13, q. 2, a. 1, ad. 2.
18. In 1 am Ep. ad Corinthios, Hom., 24, nº. 2; PG., 61, 200.
19. Hablando en términos rigurosos, diremos que el Cuerpo de Cristo no se
realiza adecuadamente sino en la Iglesia Católica. Esto supone que el Cuerpo de
Cristo puede encontrar realizaciones inadecuadas, en grados diversos, fuera de la
Iglesia Católica. Es el caso, Evidente, de la Ortodoxia grecorrusa,
20. Antes de Pío XII, Pío IX enseña la misma doctrina en 1861, Clemente VIII en
1595. Pío XII la repite, después de Mystici Corporis, en la encíclica Orientales
omnes y en la encíclica Humani Generis (Acta ap. Sed., 1951, pág. 640).
21. Mystici Corporis.
22. In Johannis evangelium, tractatus 26, n.9 13; PL, 35, 1612.