MAGISTERIO
DE LA IGLESIA
1914-1939
BENEDICTO
XV, 1914-1922
De
la “Parusía” o del segundo advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo en las
Epístolas del Apóstol San Pablo
[Respuestas
de la Comisión Bíblica, de 18 de junio de 1915]
I.
Si para resolver las dificultades que ocurren en las Epístolas de San Pablo y
en las de otros Apóstoles cuando se habla de la que llaman “Parusía”, o
sea, del segundo advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo, esté permitido al
exegeta católico afirmar que los Apóstoles, si bien bajo la inspiración del
Espíritu Santo no enseñan error alguno, expresan no obstante sus propios
sentimientos humanos, en los que puede deslizarse error o engaño.
Resp.:
Negativamente.
II.
Si teniendo en cuenta la auténtica noción del cargo apostólico y la indudable
fidelidad de San Pablo a la doctrina del Maestro, y también el dogma católico
sobre inspiración e inerrancia de las Sagradas Escrituras, por el que todo lo
que el hagiógrafo afirma, enuncia e insinúa debe tenerse como afirmado,
enunciado e insinuado por el Espíritu Santo, bien pesados también los textos
de las Epístolas del Apóstol, en si mismos considerados, perfectamente acordes
con el modo de hablar del Señor mismo, es menester afirmar que el Apóstol
Pablo nada absolutamente dijo en sus escritos que no concuerde perfectamente con
aquella ignorancia del tiempo de la Parusía que el mismo Cristo proclamó ser
propia de los hombres.
Resp.:
Afirmativamente.
III.
Si atendida la locución griega i1,u~s OL 'S~V7~S OL ~r6pLA~- 2] 7rO,U~VOL;
pasada también la exposición de los Padres y ante todo la de San Juan Crisóstomo,
versadísimo igualmente en su lengua patria, como en las Epístolas de San
Pablo, es lícito rechazar, como traída de muy lejos y desprovista de sólido
fundamento, la interpretación tradicional en las escuelas católicas (mantenida
también por los innovadores del siglo XVI) que explica las palabras de San
Pablo en el cap. 4 de la Epístola 1 a los tesalonicenses [v. 15-17], sin que en
modo alguno implique la afirmación de una Parusía tan próxima que el Apóstol
se cuente a sí mismo y a sus lectores entre los fieles que han de salir,
sobrevivientes, al encuentro de Cristo.
Resp.:
Negativamente.
De
los cismáticos moribundos y muertos
[Respuestas
del Santo Oficio a varios Ordinarios, de 17 de mayo de 1916]
I.
Si a los cismáticos materiales que se hallan en el artículo de la muerte y
piden de buena fe la absolución o la extremaunción, se les pueden conferir
esos sacramentos sin abjuración de los errores.
Resp.:
Negativamente; antes
bien, se requiere que del modo mejor posible rechacen sus errores y hagan la
profesión de fe.
II.
Si a los cismáticos que se hallan en artículo de muerte y destituídos de sus
sentidos, se les puede dar la absolución y la extremaunción.
Resp.:
Bajo condición,
afirmativamente, sobre todo si por las circunstancias es lícito conjeturar que
por lo menos implícitamente rechazan sus errores; excluido, sin embargo,
eficazmente, el escándalo, manifestando, por ejemplo, a los circunstantes que
la Iglesia supone que en el último momento han vuelto a la unidad.
III.
En cuanto a la sepultura eclesiástica, debe seguirse el Ritual Romano.
Del
espiritismo
[Respuesta
del Santo Oficio, de 24 de abril de 1917]
Si
es licito por el que llaman medium, o sin el medium, empleado o no
el hipnotismo, asistir a cualesquiera alocuciones o manifestaciones
espiritistas, siquiera a las que presentan apariencia de honestidad o de piedad,
ora interrogando a las almas o espíritus, ora oyendo sus respuestas, ora sólo
mirando, aun con protesta tácita o expresa de no querer tener parte alguna con
los espíritus malignos.
Resp.:
Negativamente a todo.
Código
de Derecho Canónico
Del
Código de Derecho Canónico, promulgado el 19 de mayo de 1918, citamos
varios cánones en el Indice sistemático.
Acerca
de algunas proposiciones sobre la ciencia del alma de Cristo
[Decreto
del Santo Oficio, de 5 de junio de 1918]
Propuesta
por la sagrada Congregación de Seminarios y Universidades la duda: Si pueden
enseñarse con seguridad las siguientes proposiciones:
I.
No consta que en el alma de Cristo, mientras Éste vivió entre los hombres, se
diera la ciencia que tienen los bienaventurados o comprensores.
II.
Tampoco puede decirse cierta la sentencia que establece no haber ignorado nada
el alma de Cristo, sino que desde el principio lo conoció todo en el Verbo, lo
pasado, lo presente y lo futuro, es decir, todo lo que Dios sabe por ciencia de
visión.
III.
La opinión de algunos modernos sobre la limitación de la ciencia del alma de
Cristo, no ha de aceptarse menos en las escuelas católicas que la sentencia de
los antiguos sobre la ciencia universal.
Los
Emmos. y Revmos. Sres. Cardenales Inquisidores Generales en materias de fe y
costumbres, previo sufragio de los Señores Consultores, decretaron que debía
responderse: Negativamente.
De
la inerrancia de la Sagrada Escritura
[De
la Encíclica Spiritus Paraclitus, de 15 de septiembre de 1920]
Con
la doctrina de Jerónimo se confirman e ilustran de una manera egregia aquellas
palabras con que nuestro predecesor de feliz memoria, León XIII, solemnemente
declaró la antigua y constante fe de la Iglesia acerca de la absoluta inmunidad
de las Escrituras respecto a cualesquiera errores: “Tan lejos está..” [véase
1951]. Y después de alegar las definiciones de los Concilios de Florencia y
Trento, confirmadas en el del Vaticano, añade además lo siguiente: “Por eso
poco importa... pues en otro caso no sería Él mismo el autor de la Sagrada
Escritura entera” [v. 1952].
Aun
cuando estas palabras de nuestro predecesor no dejan lugar a duda ni
tergiversación alguna, doloroso es, sin embargo, Venerables Hermanos, que no
hayan faltado no sólo de entre los que están fuera, sino también de entre los
hijos de la Iglesia Católica y hasta —cosa que con más vehemencia desgarra
nuestro corazón— de entre los mismos clérigos y maestros de las sagradas
disciplinas, quienes apoyados orgullosamente en su propio juicio han rechazado
abiertamente u ocultamente combatido el magisterio de la Iglesia en esta
materia. Cierto que aprobamos el designio de aquellos que para salir ellos y
sacar a los demás de las dificultades del Sagrado Libro, buscan nuevos métodos
y modos de resolverlas, apoyándose en todos los auxilios de los estudios y de
la crítica; pero míseramente se descaminarán de su intento, si descuidaren
las enseñanzas de nuestro antecesor y traspasaren las fronteras ciertas
y los límites establecidos por los Padres [Prov. 22, 28]. A la verdad,
no se encierra en esas enseñanzas y límites la opinión de aquellos modernos
que, introduciendo la distinción entre el elemento primario o religioso de la
Escritura, y el secundario o profano, quieren, en efecto, que la inspiración
misma se extienda a todas las sentencias y hasta a cada palabra de la Biblia,
pero coartan o limitan sus efectos y, ante todo, la inmunidad de error y
absoluta verdad, al elemento primario o religioso. Sentencia suya es, en efecto,
que sólo lo que a la religión se refiere es por Dios intentado y enseñado en
las Escrituras; pero lo demás, que pertenece a las disciplinas profanas y sólo
sirve a la doctrina revelada como de una especie de vestidura exterior de la
verdad divina, eso solamente lo permite y lo deja a la flaqueza del escritor.
Nada tiene, pues, de extraño que en materias físicas e históricas y otras
semejantes, haya en la Biblia muchas cosas que no puedan en absoluto componerse
con los adelantos de nuestra edad en las buenas artes. Hay quienes pretenden que
estos delirios de opiniones no pugnan en nada contra las prescripciones de
nuestro predecesor, como quiera que declaró éste que en las cosas naturales el
hagiógrafo habla según la apariencia externa, ciertamente falaz [v. 1947].
Pero cuán temeraria, cuán falsamente se afirme eso, manifiestamente aparece
por las palabras mismas del Pontífice...
No
disienten menos de la doctrina de la Iglesia... quienes piensan que las partes
históricas de las Escrituras no se fundan en la verdad absoluta de los
hechos, sino en la que llaman verdad relativa y en la opinión concorde
del vulgo; y esto no temen deducirlo de las palabras mismas del Pontífice
León, como quiera que éste dijo poderse trasladar a las disciplinas históricas
los principios establecidos sobre las cosas naturales [v. 1949].
Consiguientemente pretenden que, así como en lo físico hablaron los hagiógrafos
según lo que aparece; así refieren sucesos sin conocerlos, tal como parecia
que constaban por la común sentencia del vulgo o por los falsos testimonios de
los otros, y que ni indicaron las fuentes de su conocimiento ni hicieron suyos
los relatos de los otros. ¿A qué prodigarnos en refutar una cosa que es
patentemente injuriosa a nuestro antecesor, falsa y llena de error? Porque, ¿qué
tiene que ver la historia con las cosas naturales, cuando la física versa sobre
lo que “sensiblemente aparece” y debe por tanto concordar con los fenómenos,
y la ley principal de la historia es, por lo contrario, que lo escrito ha de
convenir con los hechos, tal como realmente se realizaron? Una vez aceptada la
opinión de éstos, ¿cómo permanecerá incólume aquella verdad inmune de toda
falsedad en la narración sagrada, verdad que nuestro predecesor en todo el
contexto de su Carta declara debe mantenerse? Y si afirma que puede
provechosamente trasladarse a la historia y disciplinas afines lo que tiene
lugar en lo físico, eso no lo estableció ciertamente de modo general, sino que
aconseja solamente que usemos de método semejante para refutar las falacias de
nuestros adversarios y defender de sus ataques la fe histórica de la Sagrada
Escritura...
No
le faltan a la Escritura Santa otros detractores; nos referimos a quienes de tal
manera abusan de principios de suyo rectos, con tal de que se contengan dentro
de ciertos límites, que destruyen los fundamentos de la verdad de la Biblia y
socavan la doctrina católica comúnmente enseñada por los Padres.
Si
aun viviera, sobre ellos dispararía Jerónimo aquellos acérrimos dardos de su
palabra, pues, sin tener en cuenta el sentir y juicio de la Iglesia, acuden con
demasiada facilidad a las citas que llaman implícitas o a las narraciones sólo
aparentemente históricas; o pretenden encontrar en los Sagrados Libros ciertos
géneros literarios, con los que no puede componerse la integra y perfecta
verdad de la palabra divina; o tales opiniones profesan sobre el origen de la
Biblia que se tambalea o totalmente se destruye su autoridad. Pues, ¿qué
sentir ahora de aquellos que en la exposición de los mismos Evangelios, de la
fe a ellos debida, la humana la disminuyen y la divina la echan por tierra? En
efecto, lo que nuestro Señor Jesucristo dijo e hizo, no creen haya llegado a
nosotros integro e inmutable, por aquellos testigos que religiosamente pusieron
por escrito lo que ellos mismos vieron y oyeron; sino que —particularmente por
lo que al cuarto Evangelio se refiere— parte procedió de los Evangelistas,
que inventaron y añadieron muchas cosas por su cuenta, parte se compuso de la
narración de los fieles de otra generación...
Pues
ya, Venerables Hermanos, no vaciléis en llevar a vuestro clero y pueblo lo que
en este décimoquinto centenario de la muerte del Doctor máximo hemos
comunicado con vosotros, a fin de que todos, bajo la guía y patronazgo de Jerónimo,
no sólo mantengan y defiendan la doctrina católica sobre la inspiración
divina de las Escrituras, sino que sigan también cuidadosísimamente los
principios que en la Carta Encíclica Providentissimus Deus y esta
nuestra están prescritos...
De
las doctrinas teosóficas
[Respuesta del Santo Oficio, de 18
de julio de 1919]
Si
las doctrinas que llaman hoy día teosóficas pueden conciliarse con la doctrina
católica, y por tanto, si es licito dar su nombre a las sociedades teosóficas,
asistir a sus reuniones y leer sus libros, revistas, diarios y escritos. Resp.:
Negativamente en todo.
PIO
XI 1922-1939
De
la relación entre la Iglesia y el Estado
[De
la Encíclica Ubi arcano, de 23 de diciembre de 1922]
Y
si la Iglesia mira como cosa vedada el inmiscuirse sin razón en el arreglo de
estos negocios terrenos y meramente políticos, sin embargo, con propio derecho
se esfuerza para que el poder civil no tome de ahí pretexto, o para oponerse de
cualquier manera a aquellos bienes más elevados en que se cifra la salvación
eterna de los hombres, o para intentar su daño y perdición con leyes y
mandatos inicuos, o para poner en peligro la constitución divina de la Iglesia
misma o finalmente para conculcar los sagrados derechos de Dios mismo en la
sociedad civil.
De
la ley y modo de seguir la doctrina de Santo Tomás de Aquino
[De
la Encíclica Studiorum Ducem, de 29 de junio de 1923]
Nos,
empero, queremos que todo cuanto nuestros predecesores y, ante todo, León XIII
y Pío X decretaron, y Nos mismo el año pasado mandamos, cuidadosamente lo
atiendan e inviolablemente lo guarden aquellos señaladamente que en las
escuelas de los clérigos desempeñan el magisterio de las disciplinas
superiores. Y persuádanse estos mismos que no sólo cumplirán con su deber,
sino que llenarán también nuestros votos, si empezaren ellos por amar
ardientemente al Doctor Aquinatense, a fuerza de revolver día y noche sus
escritos, y comunicaren luego ese ardiente amor a sus alumnos, al interpretar al
mismo Doctor, y los vuelven idóneos para excitar también en otros esa misma
afición.
Es
decir, que entre los amadores de Santo Tomás, cual es bien que lo sean todos
los hijos de la Iglesia que se dedican a los mejores estudios, Nos deseamos que
se dé aquella honesta emulación dentro de la justa libertad, de donde procede
el progreso de los estudios; pero no detracción alguna que no favorece a la
verdad y únicamente vale para romper los lazos de la caridad. Sea, pues, cosa
santa para cada uno lo que en el Código de derecho canónico se manda, a saber,
que “los profesores traten absolutamente los estudios de la filosofía
racional y de la teología, y la instrucción de los alumnos en estas
disciplinas según el método, doctrina y principios del Doctor Angélico y sosténganlos
religiosamente”; y aténganse todos de modo tal a esta norma, que puedan
llamarle verdaderamente su maestro. Pero no exijan unos de otros más de lo que
de todos exige la Iglesia, maestra y madre de todos; pues en aquellas materias
en que se disputa en contrario sentido en las escuelas católicas entre los
autores de mejor nota, a nadie se le ha de prohibir que siga aquella sentencia
que le pareciere más verosímil.
De
la reviviscencia de los méritos y de los dones
[De
la Bula del jubileo Infinita Dei misericordia, de 2 de mayo de 1924]
Lo
que se daba entre los hebreos el año sabático, que, recuperados sus bienes,
que habían pasado a propiedad de otros, volvían a su antigua posesión, y
que los siervos volvían libres a la familia primitiva [Lev. 25, 10] y
que se perdonaban las deudas a quienes debían, todo eso sucede y se cumple con
más facilidad entre nosotros en el año de expiación. Todos aquellos, en
efecto, que con espíritu de penitencia, cumplan, durante el magno jubileo, los
saludables mandatos de la Sede Apostólica, reparan y recuperan integramente
aquella abundancia de méritos y dones que pecando perdieron y se eximen
del aspérrimo dominio de Satanás, para adquirir nuevamente aquella libertad con
que Cristo nos liberó [Gal. 4, 31], y finalmente quedan absueltos
plenamente, en virtud de los méritos copiosísimos de Jesucristo, de la B.
Virgen Maria y de los Santos, de todas las penas que habían de pagar por sus
culpas y pecados.
De
la realeza de Cristo
[De
la Encíclica Quas primas, de 11 de diciembre de 1925]
Ahora
bien, en qué fundamento se apoye esta dignidad y potestad de nuestro Señor,
convenientemente lo advierte San Cirilo Alejandrino: “De todas las criaturas,
para decirlo en una palabra, obtiene el Señor la dominación, no por haberla
arrancado a la fuerza ni por otro medio adquirido, sino por su misma esencia y
naturaleza”; es decir, su realeza se funda en aquella maravillosa unión que
llaman hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo ha de ser adorado
como Dios por ángeles y hombres, sino que también ángeles y hombres han de
obedecer y estar sujetos a su imperio de hombre, es decir: aun por el solo título
de la unión hipostática, Cristo tiene poder sobre todas las criaturas. Mas por
otra parte, ¿qué pensamiento más grato ni más dulce podemos tener que el de
que Cristo impere sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también
por derecho adquirido, es decir, por el de redención? ¡Ojalá, en efecto, los
hombres todos, tan olvidadizos, recordaran cuánto le hemos costado a nuestro
Salvador: Porque no habréis sido comprados con oro o plata corruptibles,
sino con la sangre de Cristo, como de cordero inmaculado y sin tacha [1 Petr.
1, 18-19]. Ya no somos nuestros, como quiera que Cristo nos ha comprado a
alto precio [1 Cor. 6, 20]; nuestros mismos cuerpos, son miembros de
Cristo [Ibid. 15].
Ahora
bien, para declarar en pocas palabras la fuerza y naturaleza de este principado,
apenas hace falta decir que se contiene en un triple poder, careciendo del cual
apenas se entiende el principado. Lo mismo indican más que sobradamente los
testimonios tomados y alegados de las Sagradas Letras acerca del imperio
universal de nuestro Redentor, y debe ser creído con fe católica que Cristo
Jesús ha sido dado a los hombres como Redentor en quien confíen y, al mismo
tiempo, como legislador a quien obedezcan [Concilio de Trento, sesión n, Can.
21; v. 831]. Ahora bien, los Evangelios no tanto nos cuentan que Él dio leyes,
cuanto nos lo presentan dándolas; y quienes esos preceptos guardaren, esos dice
el divino Maestro, unas veces con unas, otras con otras palabras, que le probarán
el amor que le tienen y que permanecerán en su amor [Ioh. 14, 15; 15, 10]. Que
la potestad judicial le haya sido dada por su Padre, el mismo Jesús lo proclama
ante los judíos que le echan en cara la violación del descanso del sábado por
la maravillosa curación de un hombre enfermo: Porque tampoco el Padre juzga
a nadie, sino que todo juicio lo dio al Hijo [Ioh. 5, 22]. Y en él se
comprende, por ser cosa inseparable del juicio, el imponer por propio derecho
premios y castigos a los hombres, aun mientras viven. Y hay, en fin, que
atribuir a Cristo el poder que llaman ejecutivo, como quiera que a su imperio es
menester que obedezcan todos, y ese poder justamente unido a la promulgación,
contra los contumaces, de suplicios a que nadie puede escapar.
Sin
embargo, que este reino sea principalmente espiritual y a lo espiritual
pertenezca muéstranlo por una parte clarísimamente las palabras que hemos
alegado de la Biblia, y confirmalo por otra, con su modo de obrar, Cristo Señor
mismo. Porque fue así que en más de una ocasión, como los judíos y hasta los
mismos Apóstoles pensaran erróneamente que el Mesías había de reivindicar la
libertad del pueblo y restablecer el reino de Israel, Él les quitó y arrancó
esa vana opinión y esperanza; cuando estaba para ser proclamado rey por la
confusa muchedumbre de los que le admiraban, Él rehusó ese nombre y honor,
huyendo y escondiéndose; y ante el presidente romano proclamó que su reino
no era de este mundo [Ioh. 18, 36]. Tal se nos propone ciertamente en los
Evangelios este reino, para entrar en el cual los hombres han de prepararse
haciendo penitencia, y no pueden de hecho entrar si no es por la fe y el
bautismo, sacramento este que, si bien es un rito externo, significa y produce,
sin embargo, la regeneración interior; opónese únicamente al reino de Satanás
y al poder de las tinieblas y exige de sus seguidores no sólo que, desprendido
su corazón de las riquezas y de las cosas terrenas, ostenten mansedumbre de
costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino que se nieguen a sí mismos y
tomen su cruz. Y habiendo Cristo adquirido la Iglesia, como Redentor, con su
sangre, y habiéndose, como Sacerdote, ofrecido a si mismo como victima por los
pecados y siguiendo perpetuamente ofreciéndose, ¿quién no ve que su regia
dignidad ha de revestir y participar la naturaleza de aquellos dos cargos de
Redentor y Sacerdote?
Torpemente,
por lo demás, erraría quien le negara a Cristo hombre el imperio sobre
cualesquiera cosas civiles, como quiera que Él tiene de su Padre un derecho tan
absoluto sobre todas las cosas creadas, que todas están puestas bajo su
arbitrio. Sin embargo, mientras vivió en la tierra, se abstuvo en absoluto de
ejercer semejante dominio y, como entonces despreció la posesión y
administración de las cosas humanas, así las dejó entonces a sus posesores y
se las deja ahora. Y aquí puede muy bellamente aplicarse aquello de que: “No
quita los reinos mortales, quien da los celestiales” [Himno Crudelis
Herodes del oficio de la Epifanía]. Así, pues, el principado de nuestro
Redentor comprende a todos los hombres, y en este punto hacemos gustosamente
nuestras las palabras de nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII:
“Es decir, su imperio no se extiende sólo a las gentes de nombre católico,
ni sólo a aquellos que, lavados con el sagrado bautismo, pertenecen ciertamente
de derecho a la Iglesia, aun cuando el error de sus opiniones los lleve
extraviados, o la disensión los separe de la caridad; sino que comprende también
cuantos entran en el número de los que carecen de fe cristiana, de suerte que
con toda verdad está en la potestad de Cristo toda la universidad del género
humano” [Encíclica Annum sacrum, de 25 de mayo de 1899]. Y en este
punto no hay diferencia alguna entre los individuos y las sociedades domésticas
y civiles, pues los hombres reunidos en sociedad no están menos en poder de
Cristo que individualmente.
La
misma es, a la verdad, la fuente de la salud privada y de la común: y no
hay en otro alguno salud, ni se ha dado a los hombres bajo el cielo otro nombre
en que hayamos de salvarnos [Act. 4, 12]; el mismo es, tanto para los
ciudadanos en particular como para la cosa pública toda, el autor de la
prosperidad y de la auténtica felicidad: “Porque no es el Estado feliz de
otro modo que el hombre, como quiera que no otra cosa es el Estado que la
concorde muchedumbre de los hombres.” No rehusen, pues, los rectores de las
naciones prestar al imperio de Cristo, por si y por su pueblo, público homenaje
de reverencia y sumisión, si es que de verdad quieren, mantenida incólume su
autoridad, promover y acrecentar la prosperidad de la patria.
Del
laicismo
[De la misma Encíclica Quas
primas, de 11 de diciembre de 1935]
Pues
ya, al mandar que se dé culto a Cristo Rey por la universidad del nombre católico,
por ello mismo atenderemos a la necesidad de los tiempos presentes y pondremos
un remedio principal a la peste que ha inficionado a la sociedad humana.
Peste
de nuestra edad decimos ser el que llaman laicismo con sus errores y criminales
intentos... Se empezó por negar el imperio de Cristo sobre todas las naciones;
se le negó a la Iglesia el derecho que viene del derecho mismo de Cristo, de
enseñar al género humano, de dar leyes, de regir a los pueblos, en orden,
ciertamente, de su eterna felicidad. Luego, poco a poco, fue igualada la religión
de Cristo con las falsas religiones y puesta con absoluto indecoro en su mismo género;
se la sometió después al poder civil y se la dejó casi al arbitrio de
gobernantes y magistrados. Aún pasaron más allá quienes pensaron que la
religión divina debía ser sustituida por una religión natural, por una
especie de movimiento natural del alma. Y no han faltado Estados que han creído
podían pasar sin Dios, y que su religión consistía en la impiedad y en el
abandono de Dios.
Del
“Comma lohanneum”
[Del
Decreto del Santo Oficio, de 13 de enero de 1897 y la Declaración del Santo
Oficio,
de 2 de junio de 1927]
A
la pregunta: “Si puede
negarse con seguridad o, por lo menos, ponerse en duda que sea auténtico el
texto de San Juan en la Epístola primera, cap. 5, vers. 7, que dice así: Porque
tres son los que dan testimonio en el cielo: El Padre, el Verbo y el Espíritu
Santo, y estos tres son una sola cosa”; se respondió el 13 de enero de
1897: Negativamente.
Sobre
esta respuesta, emanó el 2 de junio de 1927 la siguiente declaración, dada ya
desde el principio privadamente por la misma Congregación y luego muchas veces
repetida, la cual se ha hecho de derecho público por autorización del mismo
Santo Oficio en el EB 121:
“Este
decreto fue dado para reprimir la audacia de los doctores particulares que se
arrogaban el derecho o de rechazar totalmente o de poner al menos en duda en último
juicio suyo la autenticidad del Comma Iohanneum. Pero no quiso en manera
alguna impedir que los escritores católicos investigaran más a fondo el
asunto, y pesados cuidadosamente los argumentos de una y otra parte con la
moderación y templanza que requiere la gravedad de la cosa, se inclinaran a la
sentencia contraria a la genuinidad, con tal que declararan que están
dispuestos a atenerse al juicio de la Iglesia, a la que fue por Jesucristo
encomendado el cargo no sólo de interpretar las Sagradas Letras, sino también
el de custodiarlas fielmente.
De
las reuniones para procurar la unidad de todos los cristianos
[Del
Decreto del Santo Oficio, de 8 de julio de 1927]
Si
es licito a los católicos asistir o favorecer las reuniones, asociaciones,
congresos o sociedades de acatólicos, cuyo fin es que cuantos reclaman para sí
de un modo u otro el nombre de cristianos se unan en una sola alianza religiosa.
Resp.:
Negativamente, y hay que
atenerse totalmente al Decreto publicado por esta misma Suprema S. Congregación
el día 4 de julio de 1919 Sobre la participación de los católicos en la
sociedad “para procurar la unidad de la cristiandad”.
Del
nexo de la sagrada Liturgia con la Iglesia
[De
la Constitución Apostólica Divini cultus, de 20 de diciembre de 1928]
Habiendo
la Iglesia recibido de Cristo, su Fundador, el cargo de guardar la santidad del
culto divino, a ella le toca ciertamente —salvo la sustancia del sacrificio y
de los sacramentos—, mandar aquellas cosas, a saber: ceremonias, ritos, fórmulas,
preces, canto, por las que ha de regirse de la mejor manera aquel augusto y público
ministerio, cuyo nombre peculiar es Liturgia, como si dijéramos, la acción
sagrada por excelencia. Y cosa, a la verdad, sagrada es la Liturgia, pues por
ella nos levantamos a Dios y con Él nos unimos, atestiguamos nuestra fe y nos
obligamos a Él con gravísimo deber por los beneficios y auxilios recibidos, de
los que perpetuamente estamos necesitados. De ahí el intimo parentesco entre la
sagrada Liturgia y el dogma, así como entre el culto cristiano y la santificación
del pueblo. Por eso Celestino I creía ver expresado el canon o regla de la fe
en las fórmulas venerandas de la Liturgia. Dice efectivamente: “La ley de
creer ha de establecerla la ley de orar. Pues como quiera que los prelados de
los pueblos santos desempeñan la delegación que les ha sido encomendada,
representan ante la clemencia divina la causa del género humano, y piden y
suplican, a par que con ellos gime la Iglesia entera” [v. 139].
De
la masturbación procurada directamente
[Del
Decreto del Santo Oficio, de 2 de agosto de 1929]
Si
es licita la masturbación directamente procurada para obtener esperma con que
se descubra y, en lo posible, se cure la enfermedad contagiosa de la blenorragia.
Resp.:
Negativamente.
De
la educación cristiana de la juventud
[De
la Encíclica Divini illius magistri, de 31 de diciembre de 1929]
Puesto
que toda la razón de la educación se dirige a aquella formación del hombre
que éste debe conseguir en esta vida mortal para alcanzar el fin supremo a que
fue destinado por su Creador, es evidente que, como no puede haber educación
verdadera alguna que no se enderece toda al fin último; así, en el presente
orden de las cosas, establecido por la providencia de Dios, es decir, después
que Él mismo se reveló en su Unigénito, único que es camino, verdad y
vida [Ioh. 14, 6], no puede darse educación plena y perfecta, sino la que
se llama cristiana..
La
misión de educar pertenece necesariamente a la sociedad, no a los individuos en
particular. Ahora bien, tres son las sociedades necesarias, distintas entre sí,
pero, por voluntad de Dios, armónicamente unidas, en que el hombre queda
inscrito desde su nacimiento: dos de ellas, es decir, la doméstica y la civil,
de orden natural, la tercera, la Iglesia, de orden sobrenatural. El primer lugar
lo ocupa la sociedad doméstica, que por haber sido instituída y dispuesta por
Dios mismo para este fin propio, que es la procreación y educación de los
hijos, antecede por su naturaleza y, consiguientemente, por derechos a ella
propios, a la sociedad civil.
Sin
embargo, la familia es sociedad imperfecta, precisamente porque no está dotada
de todos los medios para conseguir, de modo perfecto, su fin nobilísimo; en
cambio, la sociedad civil, por disponer de todo lo necesario para el fin a que
está destinada, que es el bien común de esta vida terrena, es sociedad en
todos aspectos absoluta y perfecta, y, por esta causa, aventaja a la comunidad
familiar que precisamente sólo en la sociedad civil alcanza segura y
debidamente su objeto. En fin, la tercera sociedad en que los hombres entran,
por el lavatorio del bautismo y la vida de la gracia divina, es la Iglesia,
sociedad ciertamente sobrenatural, que abraza a todo el género humano, y es en
si misma perfecta, por disponer de todos los medios para alcanzar su fin, que es
la salvación eterna de los hombres, y, por ende, suprema en su orden.
Síguese
de aquí que la educación que abarca a todo el hombre, individual y
socialmente, en el orden de la naturaleza y en el de la gracia divina, pertenece
igualmente a estas tres sociedades necesarias, en una medida proporcional y
correspondiente al fin propio de cada una, según el orden actual de la
providencia, por Dios establecido.
Y
en primer lugar y de manera eminente, la educación pertenece a la Iglesia, por
doble titulo de orden sobrenatural que Dios le concedió exclusivamente a ella
y, por tanto, absolutamente superior y más fuerte que cualquier otro títuIo de
orden natural.
La
primera razón de este derecho se funda en la suprema autoridad y misión del
magisterio que su divino Fundador confió a la Iglesia por estas palabras: Se
me ha dado todo poder en el cielo y en la Tierra. Marchad, pues, y enseñad...
hasta la consumación del tiempo [Mt. 28, 18-20]. A este magisterio otorgó
Cristo Señor la inmunidad de todo error, juntamente con el mandato de enseñar
su doctrina a todos los hombres; por lo cual, “la Iglesia ha sido constituida
por su divino Autor columna y fundamento de la verdad, para enseñar a todos los
hombres la fe divina y guardar su depósito, a ella confiado, integro e
inviolado, y formar y dirigir a los hombres, sus asociaciones y acciones, a la
honestidad de costumbres e integridad de la vida, conforme a la norma de la
doctrina revelada”.
La
segunda razón de su derecho nace de aquel sobrenatural oficio de madre, por el
que la Iglesia, esposa purísima de Cristo, reparte a los hombres la vida de la
gracia y la alimenta y acrece con sus sacramentos y enseñanzas. Con razón,
pues, afirma San Agustín: “No tendrá a Dios por padre, quien no quisiere
tener a la Iglesia por madre”...
La
Iglesia, consiguientemente promueve las letras, las ciencias y las artes, en
cuanto son necesarias o útiles para la educación cristiana y para toda su
labor de la salud de las almas, aun fundando y sosteniendo escuelas e
instituciones propias, donde se enseñe toda disciplina y se dé entrada a todo
grado de erudición. Ni ha de tenerse por ajena a su maternal magisterio la que
llaman educación física, como quiera que también ella es tal que puede
aprovechar o dañar a la educación cristiana.
Esta
acción de la Iglesia en todo género de cultura, así como cede en sumo
provecho de las familias y naciones, que sin Cristo caminan a su ruina —como
rectamente observa San Hilario: “¿Qué hay más peligroso para el mundo que
no recibir a Cristo?”—, así no trae inconveniente alguno a las ordenaciones
civiles de estas cosas; pues la Iglesia, como madre que es prudentísima, no sólo
no se opone a que sus escuelas e instituciones para la educación de los
seglares se conformen en cada nación a las legitimas disposiciones de los
gobernantes, sino que está dispuesta en todo caso a ponerse de acuerdo con éstos
y resolver, de común consejo, las dificultades que pudieran surgir.
Tiene
además la Iglesia no sólo el derecho, de que no puede abdicar, sino el deber,
que no puede abandonar, de vigilar sobre toda educación que a sus hijos, los
fieles, se dé en cualquier institución pública o privada, no sólo en cuanto
a la doctrina religiosa que en ellas se enseñe, sino también respecto a toda
otra disciplina y reglamentación de las cosas, en cuanto están relacionadas
con la religión y la moral...
Con
este principal derecho de la Iglesia, no sólo no discrepan, sino que
absolutamente están de acuerdo los derechos de la familia y del Estado y hasta
los mismos derechos que cada ciudadano tiene en lo que atañe a la justa
libertad de la ciencia y de los métodos de investigación científica y,
finalmente, de cualquier cultura profana. Efectivamente, para declarar desde
luego la causa y origen de esta armonía, tan lejos está el orden sobrenatural,
en que se fundan los derechos de la Iglesia, de destruir o mermar el orden
natural a que pertenecen los otros derechos que hemos mencionado, que, por lo
contrario, lo levanta y perfecciona, y cada uno de los dos órdenes presta al
otro un auxilio y como complemento, proporcionado a su propia naturaleza y
dignidad, como quiera que ambos proceden de Dios, que no puede menos de estar de
acuerdo consigo mismo: Las obras de Dios son perfectas y todos sus caminos
justicia [Deut. 32, 4].
Lo
mismo se verá más claramente si consideramos separadamente y más de cerca la
misión que en orden a la educación incumbe a familia y a Estado.
Y
ante todo, con la misión de la Iglesia concuerda maravillosamente la misión de
la familia, como quiera que una y otra proceden de Dios de modo muy semejante.
Porque Dios, en el orden natural, comunica can la familia de modo inmediato su
fecundidad, principio de vida y, por ende, principio de educación para la vida,
juntamente con la autoridad, principio de orden.
A
este propósito, dice el Doctor Angélico con la perspicacia y la precisión que
acostumbra: “El padre carnal participa particularmente de la razón de
principio, que de modo universal se halla en Dios... El padre es principio de la
generación, de la educación, de la disciplina y de todo lo que atañe a la
perfección de la vida humana”.
Tiene
consiguientemente la familia inmediatamente del Creador la misión, y por ende,
el derecho, de educar a la prole; derecho, ciertamente, que no puede por una
parte renunciarse, por ir unido a un gravísimo deber, y es por otra anterior a
cualquier derecho de la sociedad civil y del Estado, y, por esta causa, a
ninguna potestad de la tierra es licito infringirlo...
De
esta misión educativa que compete en primer término a la Iglesia y a la
familia, no sólo dimanan, como hemos visto, máximas ventajas a la sociedad
entera, sino que ningún daño puede venir a los verdaderos y propios derechos
del Estado en orden a la educación de los ciudadanos. Estos derechos se
conceden por el autor mismo de la naturaleza a la sociedad civil, no por titulo
de paternidad, como a la Iglesia y a la familia, sino por razón de la autoridad
que tiene para promover el bien común en la tierra, que es ciertamente su
propio fin.
De
aquí se sigue que la educación no pertenece de manera igual a la sociedad
civil que a la Iglesia y a la familia, sino manifiestamente de otra manera, que
responda a su fin propio. Ahora bien, este fin, que es el bien común en el
orden temporal, consiste en la paz y seguridad de que las familias y cada
ciudadano gozan en el ejercicio de sus derechos, y juntamente en la máxima
abundancia que sea posible en esta vida mortal, de las cosas, espirituales y
perecederas, que se debe alcanzar con el esfuerzo y acuerdo de todos. Doble es,
pues, la función de la autoridad civil que reside en el Estado: proteger y
promover, pero en manera alguna absorber y suplantar a la familia y a los
individuos.
Por
tanto, en orden a la educación, es derecho o, por mejor decir, es deber del
Estado proteger con sus leyes el derecho anterior de la familia, que antes hemos
recordado, es decir, el de educar cristianamente a la prole, y,
consiguientemente, secundar el derecho sobrenatural de la Iglesia en orden a esa
educación cristiana.
Toca
igualmente al Estado proteger ese mismo derecho en la prole, si alguna vez
llegase a faltar física o moralmente la obra de los padres, por negligencia,
incapacidad o indignidad; porque, como antes hemos dicho, el derecho educativo
de los padres, no es absoluto y despótico, sino que depende de la ley natural y
divina, y está, por ende, sujeto no sólo a la autoridad y juicio de la
Iglesia, sino también, por razón del bien común, a la vigilancia y tutela del
Estado; ni, efectivamente, es la familia sociedad perfecta que tenga en si misma
todo lo necesario para su cabal y pleno perfeccionamiento. En este caso, por lo
demás, excepcional, ya no suplanta el Estado a la familia, sino que atiende y
provee a una necesidad con oportunos remedios, siempre en conformidad con los
derechos naturales de la prole y los sobrenaturales de la Iglesia.
De
modo general, es derecho y misión del Estado proteger la educación moral y
religiosa de la juventud, conforme a las normas de la recta razón y de la fe,
apartando aquellas causas públicas que a ella se oponen. Pero toca
principalmente al Estado, como lo exige el bien común, promover de muchos modos
la educación e instrucción misma de la juventud. Ante todo y directamente,
favoreciendo y ayudando a la acción de la Iglesia y de las familias, cuya
eficacia se demuestra por la historia y la experiencia; luego complementando esa
misma acción, donde falta o no es suficiente; fundando también escuelas e
instituciones propias; pues el Estado dispone de recursos superiores a los de
los particulares y como le fueron entregados para las comunes necesidades de
todos, es justo y conveniente que los emplee en utilidad de los mismos de
quienes los ha recibido. Puede además mandar el Estado, y por ende procurar,
que todos los ciudadanos no sólo aprendan sus derechos civiles y nacionales,
sino que también reciban aquel grado de cultura científica, moral y física
que conviene y realmente exige el bien común en nuestros tiempos. Sin embargo,
es evidente que en todos estos modos de promover la educación e instrucción pública
y privada, el Estado tiene el deber no sólo de respetar los derechos nativos de
la Iglesia y la familia en orden a la educación cristiana, sino que ha de
obedecer a la justicia que da a cada uno lo suyo. Por consiguiente, no es licito
que el Estado de tal modo monopolice toda la educación e instrucción, que las
familias, contra los deberes de su conciencia cristiana, o contra sus legitimas
preferencias, se vean forzadas física o moralmente a mandar sus hijos a las
escuelas del mismo Estado.
Pero
esto no quita que para la recta administración de la cosa pública o para la
defensa interior y exterior de la paz, todo lo cual, así como es tan necesario
para el bien común, así exige peculiar pericia y especial preparación, el
Estado instituya escuelas que pudieran llamarse preparatorias para algunos
cargos, especialmente militares, con tal que, en lo que a ellas se refiere, se
abstenga de violar los derechos de la Iglesia y de la familia...
A
la sociedad civil y al Estado pertenece la que puede llamarse educación cívica,
no sólo de la juventud, sino de todas las edades y condiciones, y que en la
parte que llaman positiva, consiste en proponer públicamente a los hombres
pertenecientes a tal sociedad las cosas que imbuyendo sus mentes e hiriendo sus
sentidos con conocimientos e imágenes, inviten la voluntad hacia lo honesto y a
ello la conduzcan por una especie de necesidad moral; y en su parte negativa, en
precaver e impedir lo que a ella se opone. Esta educación cívica, tan amplia y
múltiple que abarca casi toda la obra del Estado por el bien común, como haya
de conformarse a las leyes de la equidad, no puede oponerse a la doctrina de la
Iglesia que está divinamente constituída maestra de esas leyes...
Tampoco...
ha de perderse jamás de vista que el sujeto de la educación cristiana es el
hombre todo entero, es decir, el hombre que se compone de una sola naturaleza
por medio del espíritu y del cuerpo y dotado de todas las facultades de alma y
cuerpo que o proceden de la naturaleza o la sobrepasan; tal, finalmente, como le
conocemos por la recta razón y los divinos oráculos; es decir, el hombre a
quien, después de caer de su prístina nobleza, redimió Cristo y le restituyó
a la sobrenatural dignidad de ser hijo adoptivo de Dios, sin devolverle, no
obstante, aquellos privilegios preternaturales en virtud de los cuales era antes
su cuerpo inmortal y su alma equilibrada e integra. De donde resultó que
sobreviven en el hombre las fealdades que a la naturaleza humana fluyeron de la
culpa de Adán, particularmente la debilidad de la voluntad y las desenfrenadas
concupiscencias del alma.
Y
a la verdad, pegada está la necedad al corazón del niño, y la vara de la
disciplina la arrojará fuera [Prov. 22, 15]. Desde la niñez, por lo tanto,
hay que reprimir las inclinaciones de la voluntad, si son malas, y fomentarlas
si son buenas, y, sobre todo, es menester imbuir la mente de los niños con las
doctrinas que de Dios vienen y fortalecer su voluntad con los auxilios de la
gracia divina, en faltando los cuales, ni podrá nadie moderar sus
concupiscencias, ni podrá la Iglesia llevar a término y perfección la
disciplina y formación, no obstante haberla Cristo provisto de celestes
doctrinas y sacramentos divinos, para que ella fuese maestra eficaz de todos los
hombres.
Por
lo tanto, toda pedagogía, cualquiera que sea, que se contente con las meras
fuerzas de la naturaleza y rechace o descuide lo que por institución divina
contribuye a la debida formación de la vida cristiana, es falsa y llena de
error, y todo método y procedimiento educativo de la juventud que no tenga
apenas para nada en cuenta la mancha trasmitida por los primeros padres a toda
su posteridad, ni tampoco la gracia divina, y que, por ende, se funde toda
entera en las solas fuerzas de la naturaleza, se desvía totalmente de la
verdad. Tales son, sobre poco más o menos sistemas que con nombres varios se
propalan públicamente en nuestros tiempos, los cuales se reducen a poner casi
totalmente el fundamento de cualquier educación en que sea permitido a los niños
formarse ellos a sí mismos, según su plena inclinación y arbitrio, aun
repudiando los consejos de los mayores y maestros, y sin tener para nada en
cuenta ley alguna, ni ayuda humana, ni divina. Todo esto, si de tal manera se
circunscribiera en sus propios límites, que estos nuevos maestros quisieran que
los adolescentes colaboraran también en su educación con su propio trabajo e
industria, tanto más cuanto más adelantan en edad y conocimiento de las cosas,
o bien, que de la educación de los niños se apartara toda violencia y aspereza
(con la que no ha, sin embargo, de confundirse la justa corrección), la cosa
sería verdadera, pero en modo alguno nueva, como quiera que eso mismo ha enseñado
la Iglesia y lo han mantenido por tradición de sus mayores los educadores
cristianos, imitando a Dios, el cual quiere que todas las criaturas y señaladamente
todos los hombres, colaboren con Él, conforme a la propia naturaleza de ellos,
pues la divina sabiduría se extiende poderosa de confín a confín y lo
dispone todo suavemente [Sap. 8,1]...
Pero
mucho más perniciosas son las ideas y doctrinas sobre seguir absolutamente como
guía a la naturaleza, que tocan una parte delicadísima de la educación
humana, aquella —decimos— que atañe a la integridad de las costumbres y a
la castidad. Corrientemente, en efecto, se hallan muchos que, tan necia como
peligrosamente, defienden y proponen aquel método educativo que con afectación
llaman educación sexual, estimando falsamente que podrán precaver a los
jóvenes contra el placer de la lujuria por medios puramente naturales y sin
ayuda alguna de la religión y de la piedad; a saber, iniciándolos e instruyéndolos
a todos, sin distinción de sexo, y hasta públicamente, en doctrinas
resbaladizas, y aun —lo que es peor— exponiéndolos prematuramente a las
ocasiones, a fin de que su espíritu, acostumbrado, como ellos dicen, a estas
cosas, quede como curtido para los peligros de la pubertad.
Pero
yerran gravemente esos hombres al no reconocer la nativa fragilidad de la
naturaleza humana ni la ley ínsita en nuestros miembros, la cual, para
valernos de las palabras del Apóstol Pablo, combate contra la ley de la
mente [Rom. 1, 23], y al negar temerariamente lo que sabemos por la diaria
experiencia, que los jóvenes más que nadie caen frecuentemente en los pecados
torpes, no tanto por falta de conocimiento de la inteligencia, cuanto por
debilidad de la voluntad, expuesta a los halagos y desprovista de los auxilios
divinos.
En
este asunto, de verdad difícil, si, atendidas todas las circunstancias, se hace
necesario dar oportunamente a algún joven alguna instrucción de parte de
quienes han recibido de Dios el deber de educar a los niños juntamente con las
gracias oportunas, hay que emplear aquellas cautelas y artes que no son
desconocidos de los educadores cristianos...
Igualmente
ha de tenerse por erróneo y pernicioso para la educación cristiana aquel método
de formación de la juventud que llaman vulgarmente coeducación... Uno y otro
sexo han sido constituídos por la sabiduría de Dios para que en la familia y
en la sociedad se completen mutuamente y formen una conveniente unidad, y eso
justamente por su misma diferencia de cuerpo y alma, que los distingue entre sí,
diferencia que, por tanto, debe mantenerse en la educación y formación, y
hasta favorecerse por la conveniente distinción y separación, adecuada a las
edades y condiciones. Y estos preceptos, que dicta la prudencia cristiana, han
de guardarse en su tiempo y ocasión, no sólo en todas las escuelas, señaladamente
durante los años inquietos de la adolescencia, de los que depende totalmente la
marcha de casi toda la vida futura, sino también en los ejercicios de gimnasia
y deporte, en los que debe atenderse de modo peculiar a la cristiana modestia de
las niñas, de las que gravemente desdice cualquier exhibición y publicidad a
los ojos de todos...
Mas
para procurar una perfecta educación es menester procurar que cuanto a los niños
rodee durante el periodo de su formación, corresponda bien al fin que se
pretende.
Y,
a la verdad, como primer ambiente que por necesidad rodea al niño para su recta
formación, hay que considerar su propia familia, destinada por Dios
precisamente para esta misión. De ahí que con razón tendremos por más
constante y segura educación, la que se recibe en la familia bien ordenada y
morigerada, y tanto más eficaz y firme cuanto los padres principalmente y los
demás domésticos más vayan con su ejemplo de virtud delante de los niños...
Mas
a las débiles fuerzas de la naturaleza humana, decaída por la culpa
originaria, Dios por su bondad atendió con los auxilios abundantes de su gracia
y con aquella copiosidad de medios de que dispone la Iglesia para purificar a
las almas y levantarlas a la santidad; la Iglesia, decimos, aquella gran familia
de Cristo, la cual es por ello la educadora que se adapta y une como ninguna con
las familias particulares...
Mas
como era necesario que las nuevas generaciones se instruyeran en aquellas artes
y disciplinas por las que prospera y florece la sociedad civil, y para ello no
bastaba por sí sola la familia; de ahí tuvieron principio los públicos
institutos, primero —nótese bien— por la acción mancomunada de la Iglesia
y de la familia, y mucho después por la del Estado. Por eso las instituciones
literarias y las escuelas, si a la luz de la historia se examinan sus orígenes,
fueron por su naturaleza como un subsidio y
casi complemento de la Iglesia y de la familia juntamente; de donde
consiguientemente se sigue que las escuelas públicas no sólo no pueden
oponerse a la familia y a la Iglesia, sino que deben, en la medida de lo
posible, estar de acuerdo con una y otra, de suerte que las tres —escuela,
familia e Iglesia— formen como un santuario único de la educación cristiana,
si es que no queremos que la escuela se desvíe totalmente de sus fines y se
convierta en peste y ruina de los adolescentes...
De
ahí se sigue necesariamente que las escuelas que llaman neutras o laicas, socavan
y trastornan todo fundamento de educación cristiana, como quiera que de ellas
se excluye de todo punto la religión; escuelas, por lo demás, que sólo en
apariencia son neutras, pues de hecho o son o se convierten en enemigas
declaradas de la religión.
Largo
fuera, y tampoco es necesario, repetir lo que nuestros predecesores, señaladamente
Pío IX y León XIII, declararon abiertamente, como quiera que fue
principalmente en sus tiempos, cuando esta peste del laicismo invadió las
escuelas públicas. Nos reiteramos y confirmamos sus protestas, así como las
prescripciones de los sagrados cánones en que se prohibe a los niños católicos
frecuentar por ninguna causa las escuelas, ora neutras, ora mixtas, es decir,
aquellas en que se reúnen sin distinción educadores católicos y acatólicos;
a las cuales, sin embargo, será lícito asistir, sólo según el prudente
juicio del Ordinario, en determinadas circunstancias de lugares y de tiempos,
con tal que se pongan las convenientes cautelas. Tampoco puede tolerarse aquella
escuela (y menos si es “única”, y a ella tienen que acudir todos los niños)
en que, si bien se da separadamente a los católicos la instrucción religiosa,
no son, sin embargo, católicos los maestros que instruyen promiscuamente a niños
católicos y acatólicos en las letras y en las artes.
Porque
tampoco basta que en una escuela se dé instrucción religiosa (frecuentemente
con harta parsimonia), para que satisfaga a los derechos de la Iglesia y de la
familia y se haga digna de ser frecuentada por alumnos católicos; pues para que
una escuela cualquiera logre esto realmente, es de todo punto preciso que la
educación y enseñanza toda, la organización toda de la escuela, es decir,
maestros, métodos, libros, en lo que atañe a cualquier disciplina, de tal modo
estén imbuídos y penetrados de espíritu cristiano, bajo la dirección y
maternal vigilancia de la Iglesia, que la religión misma constituya no sólo el
fundamento, sino la cúspide de toda la educación; y esto no sólo en las
escuelas elementales, sino también en aquellas en que se dan las disciplinas
superiores. “Menester es —para valernos de palabras de León XIII— que no
sólo se enseñe en determinadas horas a los jóvenes la religión, sino que
todo el resto de la formación respire sentimientos de piedad. Si esto falta, si
este hábito sagrado no penetra y calienta los corazones de maestros y discípulos,
exiguos frutos se sacarán de cualquier doctrina, y con frecuencia se seguirán
danos no exiguos...”
Mas
todo cuanto hacen los fieles para promover y defender la escuela católica para
sus hijos, es sin género de duda obra de religión y por ello misión principalísima
de la Acción Católica; de suerte que son particularmente gratas a nuestro
corazón de padre y dignas de especiales alabanzas aquellas asociaciones todas
que en múltiples formas trabajan de modo peculiar y con todo empeño en obra
tan necesaria.
Por
eso, hay que proclamar muy alto y por todos ha de ser bien advertido y
reconocido que, al procurar los fieles la escuela católica para sus hijos, no
hacen en nación alguna obra de partido político, sino que cumplen un deber de
religión que imperiosamente les exige su conciencia; y tampoco pretenden
separar a sus hijos de la disciplina y espíritu del Estado, antes bien,
educarlos en él del modo más perfecto y más conducente a la prosperidad de la
nación, puesto que el verdadero católico, formado precisamente en la doctrina
católica, es por ello mismo el mejor ciudadano y el mejor patriota, que obedece
a la pública autoridad con sincera lealtad bajo cualquier forma legítima de
gobierno.
Sin
embargo, la saludable eficacia de las escuelas, no ha de atribuirse tanto a las
buenas leyes, cuanto a los buenos maestros, que especialmente preparados y bien
impuestos cada uno en la disciplina que ha de enseñar, dotados de aquellas
cualidades intelectuales y morales que su cargo, a la verdad gravísimo,
reclama, ardan en pura y divina caridad para con los jóvenes que les han sido
confiados, del mismo modo que aman a Jesucristo y a su Iglesia —de quienes aquéllos
son hijos carísimos—, y por lo mismo buscan con todo empeño el verdadero
bien de las familias y de la patria. Llénasenos, pues, el alma de consuelos
preclaros, y damos gracias a la divina Bondad, cuando vemos que a los religiosos
y religiosas dedicados a la enseñanza de niños y adolescentes, se agregan
tantos y tan excelentes maestros de ambos sexos —unidos también ellos para
cultivar más santamente su espíritu en congregaciones y asociaciones
especiales, que han de alabarse y promoverse como el más noble y poderoso
auxiliar de la Acción Católica— los cuales, olvidados de su propio interés,
trabajan con celo y constancia en lo que San Gregorio Nacianceno llama “el
arte de las artes y la ciencia de las ciencias”, es decir, en la obra de
dirigir y formar a los jóvenes. Sin embargo, como sea cierto que también a
ellos se aplica el dicho del divino maestro: La mies es mucha, pero los
obreros pocos [Mt. 9, 37], roguemos con humildes preces al Señor de la mies
que envíe más y más tales operarios de la educación cristiana, cuya formación
deben tener muy en el corazón los pastores de las almas y los supremos
moderadores de las órdenes religiosas.
Es
menester además dirigir y vigilar la educación del joven, como que es “de
cera para doblarse al vicio”, en cualquier ambiente de vida en que se halle,
apartándole de las malas ocasiones y procurándole la oportunidad de las
buenas, en las recreaciones y en la selección de sus compañías, porque
corrompen las buenas costumbres las conversaciones malas [1 Cor. 15, 33].
Sin
embargo, esta guardia y vigilancia que hemos dicho es menester emplear, no exige
en modo alguno que los jóvenes hayan de estar separados de la sociedad humana
en la que han de vivir y atender a la salvación de su alma, sino que se armen y
cristianamente fortalezcan, hoy más que nunca, contra los halagos y errores del
mundo que, como dice San Juan, es todo concupiscencia de la carne,
concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida [1 Ioh. 2, 16]; de suerte
que, como de los primeros cristianos escribió Tertuliano, sean tales los
nuestros cuales en todo tiempo es bien sean los cristianos: “coposeedores del
mundo, pero no del error”.
Fin
propio e inmediato de la educación cristiana es, con la cooperación de la
gracia divina, hacer al hombre auténtico y perfecto cristiano, es decir,
expresar y formar a Cristo mismo en aquellos que han renacido por el bautismo,
conforme a la viva expresión de San Pablo: Hijitos míos, por quienes otra
vez estoy de parto, hasta que se forme Cristo en vosotros [Gal. 4, 19].
Vida, en efecto, sobrenatural debe vivir en Cristo el auténtico cristiano —Cristo
vida vuestra [Col. 8, 4]— y esa misma ha de poner de manifiesto en todas
sus acciones, de suerte que también la vida de Jesús se manifieste en
nuestra carne mortal [2 Cor. 4, 11].
Siendo
esto así, el conjunto mismo de los actos humanos, lo mismo en la acción de los
sentidos que del espíritu, lo mismo en cuanto a la inteligencia que a las
costumbres, los individuos y la sociedad, sea esta doméstica, sea civil, todo
lo abarca la educación cristiana, pero no para menoscabarlo en lo mas mínimo,
sino para levantarlo, dirigirlo y perfeccionarlo conforme a los ejemplos y
doctrina de Jesucristo.
Así,
pues, el verdadero cristiano, formado por la educación cristiana, no es otro
que el hombre sobrenatural que siente, juzga y obra de modo constante y
congruente consigo mismo, conforme a la recta razón, sobrenaturalmente
ilustrada por los ejemplos y doctrina de Jesucristo; es decir, el hombre que se
distingue por su auténtica firmeza de carácter. Porque no todo el que obra de
acuerdo consigo mismo y es tenaz en su propio y personal intento, es el hombre
de sólido carácter, sino sólo aquel que sigue las eternas razones de la
justicia, como lo reconoció el mismo poeta pagano, al exaltar “al varón
justo” y juntamente •tenaz en su propósito”; razones, por lo demás, de
justicia que no pueden ser íntegramente guardadas, si no se da a Dios, como
hace el verdadero cristiano, lo que a Dios es debido...
El
verdadero cristiano está tan lejos de abdicar de la gestión de las cosas de la
vida y de amenguar sus facultades naturales, que, por el contrario, las
desarrolla y perfecciona, armonizándolas con la vida sobrenatural de modo que
ennoblece la misma vida natural y la dota de más eficaces auxilios no sólo en
orden a lo espiritual y eterno, sino también a las necesidades de la misma vida
natural...
Del
matrimonio cristiano
[De
la Carta Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]
Quede
asentado, ante todo, como fundamento inconmovible e inviolable que el matrimonio
no fue instituido ni establecido por obra de los hombres, sino por obra de Dios;
que fue protegido, confirmado y elevado no con leyes de los hombres, sino del
autor mismo de la naturaleza, Dios, y del restaurador de la misma naturaleza,
Cristo Señor; leyes, por ende, que no pueden estar sujetas al arbitrio de los
hombres, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Esta es la
doctrina de las Sagradas Letras [Gen. 1, 27 s; 2, 22 s; Mt. 19; 3 ss; Eph. 5, 23
ss]; ésta, la constante y universal tradición de la Iglesia; ésta, la solemne
definición del sagrado Concilio de Trento, que predica y confirma con las
palabras mismas de la Sagrada Escritura que el perpetuo e indisoluble vinculo
del matrimonio y su unidad y firmeza tienen a Dios por autor (sesión 24; v. 969
ss].
Mas,
aun cuando el matrimonio sea por su naturaleza de institución divina, también
la voluntad humana tiene en él su parte y por cierto nobilísima. Porque cada
matrimonio particular, en cuanto es unión conyugal entre un hombre determinado
y una determinada mujer, no se realiza sin el libre consentimiento de uno y de
otro esposo; y este acto libre de la voluntad, por el que una y otra parte
entrega y acepta el derecho propio del matrimonio, es tan necesario para
constituir verdadero matrimonio, que no puede ser suplido por potestad humana
alguna. Esta libertad, sin embargo, sólo tiene por fin que conste si los
contrayentes quieren o no contraer matrimonio y con esta persona precisamente;
pero la naturaleza del matrimonio está totalmente sustraída a la libertad del
hombre, de suerte que, una vez se ha contraido, está el hombre sujeto a sus
leyes divinas y a sus propiedades esenciales. Pues, tratando el Doctor Angélico
de la fidelidad y de la prole: “Éstas —dice—s e originan en el matrimonio
en virtud del mismo pacto conyugal, de suerte que si en el consentimiento, que
causa el matrimonio, se expresara algo contrario a ellas, no habría verdadero
matrimonio”.
Por
obra, pues, del matrimonio, se unen y funden las almas antes y más
estrechamente que los cuerpos y no por pasajero afecto de los sentidos o del espíritu,
sino por determinación firme y deliberada de las voluntades. Y de esta unión
de las almas surge, porque Dios así lo ha establecido, el vinculo sagrado e
inviolable.
La
naturaleza absolutamente propia y señera de este contrato lo hace totalmente
diverso, no sólo de los ayuntamientos de las bestias realizados por el solo
instinto ciego de la naturaleza, sin razón ni voluntad deliberada alguna, sino
también de aquellas inconstantes uniones de los hombres, que carecen de todo
vinculo verdadero y honesto de las voluntades y están destituidas de todo
derecho a la convivencia doméstica.
De
ahí se desprende ya que la legitima autoridad tiene el derecho y está, por
ende, obligada por el deber de reprimir, impedir y castigar las uniones torpes,
que se oponen a la razón y a la naturaleza; mas como se trata de cosa que se
sigue de la naturaleza misma del hombre, no consta con menor certidumbre lo que
claramente advirtió nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII: “No hay
duda ninguna que en la elección del género de vida está en la potestad y
albedrío de cada uno tomar uno de los dos partidos: o seguir el consejo de
Jesucristo sobre la virginidad o ligarse con el vinculo del matrimonio. Ninguna
ley humana puede privar al hombre del derecho natural y originario de casarse ni
de modo alguno circunscribir la causa principal de las nupcias, constituida al
principio por autoridad de Dios: Creced y multiplicaos [Gen. 1, 28]”.
Ahora
bien, al disponernos, Venerables Hermanos, a exponer cuáles y cuán grandes
sean los bienes dados por Dios al verdadero matrimonio, se nos ocurren las
palabras de aquel preclarísimo Doctor de la Iglesia a quien no ha mucho, con
ocasión del XV centenario de su muerte, exaltamos en nuestra Carta Encíclica Ad
Salutem: “Tres son los bienes —dice San Agustín— por los que las
nupcias son buenas: la prole, la fidelidad y el sacramento”. De qué modo
estos tres capítulos puede con razón decirse que contienen una luminosa síntesis
de toda la doctrina sobre el matrimonio cristiano, el mismo santo Doctor lo
declara expresamente cuando dice: “En la fidelidad se atiende que fuera
del vinculo conyugal no se unan con otro o con otra; en la prole, a que
se reciba con amor, se críe con benignidad y se eduque religiosamente; en el sacramento,
en fin, a que la unión no se rompa y el repudiado o repudiada, ni aun por
razón de la prole, se una con otro. Ésta es como la regla de las nupcias, por
la que se embellece la fecundidad de la naturaleza o se reprime el desorden de
la incontinencia”.
[1.]
Así pues, la prole ocupa el primer lugar entre los bienes del matrimonio. Y a
la verdad, el mismo Creador del género humano que quiso por su benignidad
valerse de los hombres como de cooperadores en la propagación de la vida, lo
enseñó así, cuando en el paraiso, al instituir el matrimonio, les dijo a los
primeros padres y por ellos a todos los futuros cónyuges: Creced y
multiplicaos y llenad la tierra [Gen. 1, 28]. Lo mismo deduce bellamente San
Agustín de las palabras del Apóstol San Pablo a Timoteo, diciendo: Así, pues,
que por causa de la generación se hagan las nupcias, el mismo Apóstol lo
atestigua: Quiero —dice— que las que son jóvenes se casen, y como si
le preguntaran: ¿Para qué? añade seguidamente: para que engendren hijos,
para que sean madres de familia [1 Tim. 5,14]...
Mas
los padres cristianos han de entender que no están ya destinados solamente a
propagar y conservar en la tierra el género humano; más aún, ni siquiera a
producir cualesquiera adoradores del Dios verdadero, sino a dar descendencia a
la Iglesia de Cristo, a procrear conciudadanos de los santos y domésticos de
Dios [Eph. 2, 19], a fin de que cada día se aumente el pueblo dedicado al
culto de Dios y de nuestro Salvador. Porque, si bien es cierto que los cónyuges
cristianos, aunque santificados ellos, no son capaces de transmitir la
santificación a la prole, antes bien la natural generación de la vida se
convirtió en camino de la muerte, por el que pasa a la prole el pecado
original; en algo, sin embargo, participan de algún modo en aquel primitivo
enlace del paraíso, como quiera que a ellos les toca ofrecer su propia
descendencia a la Iglesia, a fin de que esta madre fecundísima de los hijos de
Dios, la regenere por el lavatorio del bautismo para la justicia sobrenatural, y
quede hecha miembro vivo de Cristo, partícipe de la vida inmortal y heredera,
finalmente, de la gloria eterna que todos de todo corazón anhelamos...
Mas
no termina el bien de la prole con el beneficio de la procreación, sino que es
menester se añada otro que se contiene en la debida educación de la prole.
Insuficientemente en verdad hubiera Dios sapientísimo provisto a los hijos y,
consiguientemente, a todo el género humano, si a quienes dio potestad y derecho
de engendrar, no les hubiera también atribuído el derecho y el deber de
educar. A nadie, efectivamente, se le oculta que la prole no puede bastarse y
proveerse a sí misma, ni siquiera en las cosas que atañen a la vida natural, y
mucho menos en las que atañen a la vida sobrenatural, sino que por muchos años
necesita del auxilio, instrucción y educación de los otros. Ahora bien, es
cosa averiguada que, por mandato de la naturaleza y de Dios, este derecho y
deber de educar a la prole pertenece ante todo a quienes por la generación
empezaron la obra de la naturaleza y de todo punto se les veda que, después de
empezada, la expongan a una ruina segura, dejándola sin acabar. Ahora bien, en
el matrimonio se proveyó del mejor modo posible a esta tan necesaria educación
de los hijos, pues en él, por estar los padres unidos con vínculo indisoluble,
siempre está a mano la cooperación y mutua ayuda de uno y otro...
Tampoco
hay, finalmente, que pasar en silencio que por ser de tan grande dignidad y de
tan capital importancia esta doble función encomendada a los padres para el
bien de la prole, todo honesto ejercicio de la facultad dada por Dios para
procrear nueva vida, por imperativo del Creador mismo y de la misma ley de la
naturaleza, es derecho y privilegio del solo matrimonio y debe absolutamente
encerrarse dentro del santuario de la vida conyugal.
[2.]
El segundo bien del matrimonio, recordado, como dijimos, por San Agustín, es el
bien de la fidelidad, que consiste en la mutua lealtad de los cónyuges en el
cumplimiento del contrato matrimonial, de suerte que lo que en este contrato,
sancionado por la ley divina, se debe únicamente al otro cónyuge, ni a éste
le sea negado ni a ningún otro permitido; ni tampoco al cónyuge mismo se
conceda lo que, por ser contrario a los derechos y leyes divinas y ajeno en sumo
grado a la fe conyugal, no puede jamás concederse.
Por
lo tanto, esta fidelidad exige ante todo la absoluta unidad del matrimonio, que
el Creador mismo preestableció en el matrimonio de nuestros primeros padres, al
no querer que se diera sino entre un solo hombre y una sola mujer. Y si bien más
tarde, Dios, legislador supremo, mitigó un tanto, temporalmente, esta ley
primitiva, no hay, sin embargo, duda alguna de que la Ley evangélica restableció
íntegramente aquella prístina y perfecta unidad y derogó toda dispensación,
como evidentemente lo manifiestan las palabras de Cristo y la constante enseñanza
y práctica de la Iglesia... [v. 969].
Mas
no sólo quiso Cristo Señor nuestro condenar toda forma de la llamada poligamia
o poliandria sucesiva o simultánea, o cualquier otro acto externo deshonesto,
sino también los mismos pensamientos y deseos voluntarios de todas estas cosas,
a fin de guardar absolutamente inviolado el recinto sagrado del matrimonio: Yo
empero os digo, que todo el que mirare a una mujer para codiciarla, ya cometió
con ella adulterio en su corazón [Mt. 5, 28]. Palabras de Cristo nuestro Señor
que ni siquiera con el consentimiento del otro de los cónyuges pueden anularse,
como quiera que expresan una ley de Dios y de la naturaleza, que nunca es capaz
de invalidar o desviar ninguna voluntad de los hombres.
Más
aún, las mutuas relaciones familiares de los cónyuges deben distinguirse por
la nota de la castidad, para que el bien de la fidelidad resplandezca con el
decoro debido, de suerte que los cónyuges se conduzcan en todo según la norma
de la ley de Dios y de la naturaleza y procuren seguir siempre la voluntad del
Creador sapientísimo y santísimo con grande reverencia a la obra de Dios.
Ahora
bien, esta que San Agustín con suma propiedad llama “la fidelidad de la
castidad”, florecerá no sólo más fácil, sino también más grata y
noblemente por otro motivo excelentísimo, es decir, por el amor conyugal, que
penetra todos los deberes de la vida conyugal y ocupa cierta primacía de
nobleza en el matrimonio cristiano. “Pide además la fidelidad del matrimonio
que el marido y la mujer estén unidos por un singular, santo y puro amor; y no
se amen como los adúlteros, sino del modo como Cristo amó a la Iglesia, pues
esta regla prescribió el Apóstol cuando dijo: Varones, amad a vuestras
esposas, como también Cristo amó a la Iglesia [Eph. 5, 25; cf. Col. 3,
19]; y ciertamente Él la abrazó con aquella caridad inmensa, no por su interés,
sino mirando sólo el provecho de la Esposa”.
Caridad,
pues, decimos, que no estriba solamente en la inclinación carnal que con harta
prisa se desvanece, ni totalmente en las blandas palabras, sino que radica también
en el íntimo afecto del alma y, “puesto que la prueba del amor es la muestra
de la obra” se comprueba también por obras exteriores. Ahora bien, esta obra
en la sociedad doméstica no sólo comprende el mutuo auxilio, sino que es
necesario que se extienda, y hasta que éste sea su primer intento, a la recíproca
ayuda entre los cónyuges en orden a la formación y a la perfección más cabal
cada día del hombre interior; de suerte que por el mutuo consorcio de la vida,
adelanten cada día más y más en las virtudes y crezcan sobre todo en la
verdadera caridad para con Dios y con el prójimo, de la que, en definitiva, depende
toda la ley y los profetas [Mt. 22, 40]. Es decir, que todos, de cualquier
condición que fueren y cualquiera que sea el género honesto de vida que hayan
abrazado, pueden y deben imitar al ejemplar más absoluto de toda santidad,
propuesto por Dios a los hombres, que es Cristo Señor, y llegar también, con
la ayuda de Dios, a la más alta cima de la perfección cristiana, como se
comprueba por los ejemplos de muchos santos.
Esta
mutua formación interior de los cónyuges, este asiduo cuidado de su mutuo
perfeccionamiento, puede también llamarse en cierto sentido muy verdadero, como
enseña el Catecismo romano, causa y razón primaria del matrimonio, cuando no
se toma estrictamente como una institución para procrear y educar
convenientemente a la prole, sino, en sentido más amplio, como una comunión,
estado y sociedad para toda la vida.
Con
esta misma caridad es menester que se concilien los restantes derechos y deberes
del matrimonio, de suerte que sea no sólo ley de justicia, sino norma también
de caridad aquello del Apóstol: El marido preste a la mujer el débito; e
igualmente, la mujer al marido [1 Cor. 7, 3].
Fortalecida,
en fin, con el vínculo de esta caridad la sociedad doméstica, por necesidad ha
de florecer en ella el que San Agustín llama orden del amor. Este orden
comprende tanto la primacía del varón sobre la mujer y los hijos, cuanto la
pronta y no forzada sumisión y obediencia de la mujer, que el Apóstol encarece
por estas palabras: Las mujeres estén sujetas a sus maridos, como al Señor
porque el varón es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza dé la Iglesia [Eph.
5, 22 ss].
Tal
sumisión ho niega ni quita la libertad que con pleno derecho compete a la
mujer, así por su dignidad de persona humana, como por sus nobilísimas
funciones de esposa, madre y compañera, ni la obliga tampoco a dar satisfacción
a cualesquiera gustos del marido, menos convenientes tal vez con la razón misma
y con su dignidad de esposa; ni, finalmente, enseña que se haya de equiparar la
esposa con las personas que en el derecho se llaman menores, a las que, por
falta de madurez de juicio o inexperiencia de las cosas humanas, no se les suele
conceder el libre ejercicio de sus derechos; sino que veda aquella exagerada
licencia, que no se cuida del bien de la familia, veda que en este cuerpo de la
familia el corazón se separe de la cabeza, con daño grandísimo de todo el
cuerpo y con peligro máximo de ruina. Porque si el varón es la cabeza, la
mujer es el corazón y como aquél tiene la primacía del gobierno, esta puede y
debe reclamar para sí, como cosa propia, la primacía del amor.
Por
otra parte, el grado y modo de esta sumisión de la mujer al marido puede ser
diverso, según las diversas condiciones de personas, de lugares y de tiempos; más
aún, si el marido faltare a su deber, a la mujer toca hacer sus veces en la
dirección de la familia; mas trastornar y atentar contra la estructura de la
familia y a su ley fundamental constituída y confirmada por Dios, no es lícito
en ningún tiempo ni en ningún lugar.
Sobre
este orden que ha de guardarse entre marido y mujer, enseña muy sabiamente
nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, en la Carta Encíclica sobre
el matrimonio cristiano, de que hemos hecho mención: “El varón es el rey de
la familia y cabeza de la mujer, la cual, sin embargo, puesto que es carne de su
carne y hueso de sus huesos, ha de someterse y obedecer al marido, no a manera
de esclava, sino de compañera; es decir, de forma que a la obediencia que se
presta no le falte ni la honestidad ni la dignidad. En el que manda, empero, y
en la que obedece, puesto que uno representa a Cristo y la otra a la Iglesia, la
caridad divina sea moderadora perpetua del deber...”
[3.]
Sin embargo, la suma de tan grandes beneficios se completa y llega como a su
colmo por el bien aquel del matrimonio cristiano que, con palabra de San Agustín
hemos llamado sacramento, por el que se indica tanto la indisolubilidad
del vínculo, como la elevación y consagración del contrato, hecha por Cristo,
a signo eficaz de la gracia. Y cierto, ante todo, Cristo mismo urge la
indisolubilidad de la alianza nupcial, cuando dice: Lo que Dios unió, el
hombre no lo separe [Mt. 19, 6]; y: Todo aquel que repudia a su mujer y
se casa con otra, comete adulterio y el que se casa con la repudiada por su
marido, comete adulterio [Lc. 16, 18].
En
esta indisolubilidad pone San Agustín lo que él llama el bien del sacramento
con estas claras palabras: “En el sacramento, empero, se atiende a que no se
rompa el enlace, y ni el repudiado ni la repudiada, ni aun por causa de la
prole, se una con otro”.
Y
esta inviolable firmeza, si bien no a cada uno en la misma y tan perfecta
medida, compete, sin embargo, a todos los verdaderos matrimonios; puesto que
habiendo dicho el Señor de la unión de los primeros padres, prototipo de todo
futuro enlace: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe, fuerza es que
se refiera absolutamente a todos los matrimonios verdaderos. Así, pues, aun
cuando antes de Cristo, de tal modo se templó la sublimidad y severidad de la
ley primitiva que Moisés permitió a los ciudadanos del mismo pueblo de Dios
por causa de la dureza de su corazón, dar libelo de repudio por determinadas
causas; sin embargo, Cristo, en uso de su potestad de legislador supremo, revocó
este permiso de mayor licencia, y restableció íntegramente la ley primitiva
por aquellas palabras que nunca hay que olvidar: Lo que Dios unió, el hombre
no lo separe. Por lo cual, sapientísimamente, nuestro predecesor de feliz
memoria, Pío VI, escribiendo al obispo de Eger, dice: “Por lo que resulta
patente que el matrimonio, aun en el estado de naturaleza pura y, a la verdad,
mucho antes de ser elevado a la dignidad de sacramento propiamente dicho, fue de
tal suerte instituído por Dios, que lleva consigo un lazo perpetuo e
indisoluble, que no puede, por ende, ser desatado por ley civil alguna. En
consecuencia, aunque la razón de sacramento puede separarse del matrimonio,
como acontece entre infieles; sin embargo, aun en ese matrimonio, desde el
momento que es verdadero matrimonio, debe persistir y absolutamente persiste
aquel perpetuo lazo que, desde el origen primero, de tal modo por derecho divino
se une al matrimonio, que no está sujeto a ninguna potestad civil. Y, por
tanto, todo matrimonio que se diga contraerse, o se contrae de modo que sea verdadero
matrimonio, y en ese caso llevará consigo aquel perpetuo nexo que por
derecho divino va anejo a todo matrimonio, o se supone contraído sin aquel
perpetuo nexo, y entonces no es matrimonio, sino unión ilegítima, que por su
objeto repugna a la ley divina; unión, por tanto, que ni puede contraerse ni
mantenerse”.
Y
si esta firmeza parece estar sujeta a alguna excepción, aunque muy rara, como
en ciertos matrimonios naturales contraidos solamente entre infieles, y también,
tratándose de cristianos, en los matrimonios ratos, pero no consumados; tal
excepción no depende de la voluntad de los hombres ni de potestad cualquiera
meramente humana, sino del derecho divino, del que la Iglesia de Cristo es sola
guardiana e intérprete. Nunca, sin embargo, ni por ninguna causa, podrá esta
excepción extenderse al matrimonio cristiano rato y consumado, puesto que en él,
así como llega a su pleno acabamiento el pacto marital; así también, por
voluntad de Dios, brilla la máxima firmeza e indisolubilidad, que por ninguna
autoridad de hombres puede ser desatada.
Y
si queremos... investigar reverentemente la razón íntima de esta voluntad
divina, fácilmente la hallaremos en la mística significación del matrimonio
cristiano, que se da de manera plena y perfecta en el matrimonio entre fieles
consumado. Porque, según testimonio del Apóstol, en su Epístola a los Efesios
(a la que desde el comienzo aludimos), el matrimonio de los cristianos
representa aquella perfectísima unión que media entre Cristo y su Iglesia: Este
sacramento es grande; pero yo lo digo en Cristo y la Iglesia [Eph. 5, 32]. Y
esta unión, mientras Cristo viva, y por Él la Iglesia, jamás a la verdad podrá
deshacerse por separación alguna...
Mas
en este bien del sacramento se encierran, aparte la indisoluble firmeza,
provechos mucho más excelsos, aptísimamente designados por la misma voz de
sacramento, pues para los cristianos no es éste un nombre vano y vacío, como
quiera que Cristo Señor, “instituidor y perfeccionador de los sacramentos”,
al elevar el matrimonio de sus fieles a verdadero y propio sacramento de la
Nueva Ley, lo hizo realmente signo y fuente de aquella peculiar gracia interior,
por la que “se perfeccionara el amor natural, se confirmara su indisoluble
unidad y se santificará a los cónyuges”.
Y
puesto que Cristo constituyó el mismo consentimiento conyugal válido entre
fieles como signo de la gracia, la razón de sacramento se une tan íntimamente
con el matrimonio cristiano, que no puede darse matrimonio verdadero alguno
entre bautizados “que no sea por el mero hecho sacramento”.
Desde
el momento, pues, que con ánimo sincero prestan los fieles tal consentimiento,
abren para si mismos el tesoro de la gracia sacramental, de donde han de sacar
fuerzas sobrenaturales para cumplir sus deberes y funciones fiel y santamente y
con perseverancia hasta la muerte.
Porque
este sacramento, a los que no ponen lo que se llama óbice, no sólo aumenta el
principio permanente de la vida sobrenatural, que es la gracia santificante,
sino que añade también dones peculiares, buenas mociones del alma, gérmenes
de la gracia, aumentando y perfeccionando las fuerzas de la naturaleza a fin de
que los cónyuges puedan no sólo por la razón entender, sino íntimamente
sentir, mantener firmemente, eficazmente querer y de obra cumplir cuanto atañe
al estado conyugal, a sus fines y deberes; y, en fin, concédeles derecho para
alcanzar auxilio actual de la gracia, cuantas veces lo necesiten para cumplir
las obligaciones de su estado.
Sin
embargo, como sea ley de la divina providencia en el orden sobrenatural, que los
hombres no recojan pleno fruto de los sacramentos que reciben después del uso
de la razón, si no cooperan a la gracia; la gracia del matrimonio quedará en
gran parte como talento inútil, escondido en el campo, si los cónyuges no
ejercitan sus fuerzas sobrenaturales y no cultivan y desarrollan los gérmenes
de la gracia que han recibido. En cambio, si haciendo lo que está de su parte,
se muestran dóciles a la gracia, podrán llevar las cargas y cumplir los
deberes de su estado y serán fortalecidos, santificados y como consagrados por
tan gran sacramento. Porque, como enseña San Agustín, así como por el
bautismo y el orden, es el hombre diputado y ayudado ora para vivir
cristianamente, ora para ejercer el ministerio sacerdotal, y nunca está destituído
del auxilio de aquellos sacramentos; casi por modo igual (si bien no en virtud
de carácter sacramental), los fieles que una vez se han unido por el vínculo
del matrimonio, nunca pueden estar privados de la ayuda y lazo de este
sacramento. Más aún, como añade el mismo santo Doctor, aun después que se
hayan hecho adúlteros, arrastran consigo aquel sagrado vínculo, aunque ya no
para la gloria de la gracia, sino para la culpa del crimen, “del mismo modo
que el alma apóstata, como si se apartara del matrimonio de Cristo, aun después
de perdida la fe, no pierde el sacramento de la fe que por el lavatorio de la
regeneración recibiera”.
Pero
los mismos cónyuges, no ya constreñidos, sino adornados; no ya impedidos, sino
confortados por el lazo de oro del matrimonio, han de esforzarse con todas sus
fuerzas para que su unión, no sólo por virtud y significación del sacramento,
sino también por su mente y costumbres de su vida, sea siempre y permanezca
viva imagen de aquella fecundísima unión de Cristo con su Iglesia que es el
misterio venerable de la más perfecta caridad...
Del
abuso del matrimonio
[De
la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]
Hay
que hablar de la prole que muchos se atreven a llamar carga pesada del
matrimonio, y estatuyen que ha de ser cuidadosamente evitada por los cónyuges,
no por medio de la honesta continencia (que también en el matrimonio se
permite, supuesto el consentimiento de ambos esposos), sino viciando el acto de
la naturaleza. Esta criminal licencia, unos se la reivindican, porque, aburridos
de la prole, desean procurarse el placer solo sin la carga de la prole; otros,
diciendo que ni son capaces de guardar la continencia, ni pueden tampoco admitir
la prole, por sus propias dificultades, las de la madre o las de la hacienda.
Pero
ninguna razón, aun cuando sea gravísima, puede hacer que lo que va intrínsecamente
contra la naturaleza, se convierta en conveniente con la naturaleza y honesto.
Ahora bien, como el acto del matrimonio está por su misma naturaleza destinado
a la generación de la prole, quienes en su ejercicio lo destituyen adrede de
esta su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción
intrínsecamente torpe y deshonesta.
Por
lo cual no es de maravillar que las mismas Sagradas Letras nos atestigüen el
aborrecimiento sumo de la Divina Majestad contra ese nefando pecado, y que
alguna vez lo haya castigado de muerte, como lo recuerda San Agustín: “Porque
ilícita y torpemente yace aun con su legítima esposa, el que evita la concepción
de la prole; pecado que cometió Onán, hijo de Judá, y por él le mató
Dios”.
Habiéndose,
pues, algunos separado abiertamente de la doctrina cristiana, enseñada desde el
principio y jamás interrumpida, y creyendo ahora que sobre tal modo de obrar se
debía predicar solemnemente otra doctrina, la Iglesia Católica, a quien el
mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de
las costumbres, colocada en medio de esta ruina moral, para conservar inmune de
tan torpe mancha la castidad de la unión nupcial, en señal de su legación
divina, levanta su voz por nuestra boca y nuevamente promulga: Que cualquier uso
del matrimonio en cuyo ejercicio el acto, por industria de los hombres, queda
destituido de su natural virtud procreativa, infringe la ley de Dios y de la
naturaleza, y los que tal cometen se mancillan con mancha de culpa grave.
Así,
pues, según pide nuestra suprema autoridad y el cuidado por la salvación de
todas las almas, advertimos a los sacerdotes dedicados al ministerio de oir
confesiones y a cuantos tienen cura de almas, que no consientan en los fieles a
ellos encomendados error alguno acerca de esta gravísima ley de Dios; y mucho más,
que se conserven ellos mismos inmunes de estas falsas opiniones y no
condesciendan en manera alguna con ellas. Y si algún confesor o pastor de
almas, lo que Dios no permita, indujere a esos errores a los fieles que le están
encomendados o por lo menos los confirmare en ellos, ya con su aprobación, ya
con silencio doloso, sepa que ha de dar estrecha cuenta a Dios, juez supremo, de
haber traicionado a su deber, y tenga por dichas a sí mismo las palabras de
Cristo: ciegos y guías de ciegos son; mas si un ciego guía a otro ciego,
los dos caen en el hoyo [Mt. 15, 14].
Muy
bien sabe la Santa Iglesia que no raras veces uno de los cónyuges más bien
sufre que no comete el pecado, cuando por causa absolutamente grave permite la
perversión del recto orden, que él no quiere, y que, por lo tanto, no tiene él
culpa, con tal que también entonces recuerde la ley de la caridad y no se
descuide de apartar al otro del pecado. Ni hay que decir que obren contra el
orden de la naturaleza los esposos que hacen uso de su derecho de modo recto y
natural, aunque por causas naturales ya del tiempo, ya de determinados defectos,
no pueda de ello originarse una nueva vida. Hay, efectivamente, tanto en el
matrimonio como en el uso del derecho conyugal, otros fines secundarios, como
son, el mutuo auxilio y el fomento del mutuo amor y la mitigación de la
concupiscencia, cuya prosecución en manera alguna está vedada a los esposos,
siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca de aquel acto y, por ende,
su debida ordenación al fin primario...
Se
ha de evitar a todo trance que las funestas condiciones de las cosas externas
den ocasión a un error mucho más funesto. En efecto, no puede surgir
dificultad alguna que sea capaz de derogar la obligación de los mandamientos de
Dios que vedan los actos malos por su naturaleza intrínseca; sino que en todas
las circunstancias, fortalecidos por la gracia de Dios, pueden los cónyuges
cumplir fielmente su deber y conservar en el matrimonio su castidad limpia de
tan torpe mancha; porque firme está la verdad de fe cristiana, expresada por el
magisterio del Concilio de Trento: “Nadie... para que puedas” [v. 804]. Y la
misma doctrina ha sido nueva y solemnemente reiterada y confirmada por la
Iglesia, al condenar la herejía janseniana, que se habla atrevido a proferir
esta blasfemia contra la bondad de Dios: “Algunos mandamientos... con que se
hagan posibles” [v. 1092].
De
la muerte del feto provocada
[De
la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]
Todavía
hay que recordar otro crimen gravísimo con el que se atenta a la vida de la
prole, escondida aún en el seno materno. Hay quienes pretenden que ello está
permitido y dejado al arbitrio del padre y de la madre; otros, sin embargo, lo
tachan de ilícito a no ser que existan causas muy graves, a las que dan el
nombre de indicación médica, social y eugénica. Todos éstos, por lo que se
refiere a las leyes penales del Estado que prohiben dar muerte a la prole
concebida, pero no dada aún a luz, exigen que la indicación que cada uno
defiende, unos una y otros otra, sea también reconocida por las leyes públicas
y declarada exenta de toda pena. Es más, no faltan quienes reclaman que los públicos
magistrados presten su concurso para estas mortíferas operaciones, lo cual,
triste es confesarlo, se verifica en algunas partes, como todos saben, frecuentísimamente.
Por
lo que atañe a “la indicación médica y terapéutica” —para emplear sus
palabras—, ya hemos dicho, Venerables Hermanos, cuánto nos mueve a compasión
el estado de la madre a quien, por razón de su deber de naturaleza, amenazan
graves peligros a la salud y hasta a la vida; pero, ¿qué causa podrá jamás
tener fuerza para excusar de algún modo la muerte del inocente directamente
procurada? Porque de ella tratamos en este lugar. Ya se cause a la madre, ya a
la prole, siempre será contra el mandamiento de Dios y la voz de la naturaleza
que clama: No matarás [Ex. 20, 13]. Porque cosa igualmente sagrada es la
vida de entrambos y nadie, ni la misma autoridad pública, podrá tener jamás
facultad para atentar contra ella. Muy ineptamente, por otra parte, se quiere
deducir este poder contra los inocentes del ius gladii o derecho
de vida y muerte, que sólo vale contra los reos; no hay aquí tampoco derecho
alguno de defensa cruenta contra injusto agresor (¿quién, en efecto, llamará
agresor injusto a un niño inocente?), ni el que llaman “derecho de extrema
necesidad”, por el que pueda llegarse hasta la muerte directa del inocente.
Laudablemente, pues, se esfuerzan los médicos honrados y expertos en defender y
salvar ambas vidas, la de la madre y la de la prole; y se mostrarían, por lo
contrario, muy indignos del noble nombre y de la gloria de médicos quienes, so
pretexto de medicinar, o movidos de falsa compasión, procuraran la muerte de
uno de ellos.
Lo
que suele aducirse en favor de la indicación social y eugénica, puede y debe
tenerse en cuenta, con medios lícitos y honestos, y dentro de los debidos límites;
pero querer proveer a las necesidades en que aquéllas se fundan, por medio de
la muerte de inocentes, es cosa absurda y contraria al precepto divino,
promulgado también por las palabras del Apóstol: Que no hay que hacer el
mal, para que suceda el bien [Rom. 3, 83.
Finalmente,
no es licito que quienes gobiernan las naciones y dan las leyes, echen en olvido
que es función de la autoridad pública defender con leyes y penas convenientes
la vida de los inocentes, y eso tanto más cuanto menos pueden defenderse a sí
mismos aquellos cuya vida peligra y es atacada, entre los cuales ocupan
ciertamente el primer lugar los niños encerrados aún en las entrañas
maternas. Y si los públicos magistrados no sólo no defienden a esos niños,
sino que con sus leyes y ordenaciones los abandonan, y, aún más, los entregan
a manos de médicos u otros para ser muertos, acuérdense que Dios es juez y
vengador de la sangre inocente, que de la tierra clama al cielo [Gen. 4,
10].
Del
derecho al matrimonio y de la esterilización
[De
la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]
Es,
finalmente, necesario reprobar aquel otro uso pernicioso que inmediatamente se
refiere, sin duda, al derecho natural del hombre a contraer matrimonio, pero
toca también en un sentido verdadero, al bien de la prole. Hay, en efecto,
quienes demasiado solícitos de los fines eugénicos, no sólo dan ciertos
saludables consejos para procurar con más seguridad la salud y vigor de la
prole futura —lo cual, a la verdad, no es contrario a la recta razón—, sino
que anteponen el fin eugénico a cualquier otro, aun de orden superior, y
pretenden que por pública autoridad se prohiba contraer matrimonio a todos
aquellos que, según las normas y conjeturas de su ciencia, creen que han de
engendrar, por la transmisión hereditaria, prole defectuosa y tarada, aun
cuando de suyo sean aptos para contraer matrimonio. Más aún, llegan a
pretender que por pública autoridad se los prive de aquella facultad natural,
aun contra su voluntad, por intervención médica; y esto no para solicitar de
la autoridad pública un castigo cruento de un crimen cometido ni para precaver
futuros crímenes de los reos, sino atribuyendo contra todo derecho y licitud a
los magistrados civiles un poder que nunca tuvieron ni pueden legítimamente
tener.
Quienesquiera
que así obran, olvidan perversamente que la familia es más santa que el Estado
y que los hombres no se engendran ante todo para la tierra y para el tiempo,
sino para el cielo y la eternidad. Y no es ciertamente licito que hombres,
capaces, por lo demás, del matrimonio, los cuales, aun empleada toda diligencia
y cuidado se conjetura no han de engendrar sino prole tarada; no es lícito
—decimos— cargarlos con grave delito por contraer matrimonio, si bien
frecuentemente, haya que disuadírseles de que lo contraigan.
Los
públicos magistrados, empero, no tienen potestad directa alguna sobre los
miembros de sus súbditos; luego, ni por razones eugénicas, ni por otra causa
alguna podrán jamás atentar o dañar a la integridad misma del cuerpo, donde
no mediare culpa alguna ni motivo de castigo cruento. Lo mismo enseña Santo
Tomás de Aquino, cuando inquiriendo si los jueces humanos, para precaver
futuros males, pueden irrogar algún mal a un hombre, lo concede, en efecto, en
cuanto a algunos otros males, pero con razón y justicia lo niega en cuanto a la
lesión corporal: “Jamás —dice— según el juicio humano se debe castigar
a nadie, sin culpa, con pena corporal: muerte, mutilación, azotes”.
Por
lo demás, la doctrina cristiana establece y ello consta absolutamente por la
luz misma de la razón humana, que los individuos mismos no tienen sobre los
miembros de su cuerpo otro dominio que el que se refiere a los fines naturales
de aquellos, y no pueden destruirlos o mutilarlos o de cualquier otro modo
hacerlos ineptos para las funciones naturales, a no ser en el caso que no se
pueda por otra vía proveer a la salud de todo el cuerpo.
De
la emancipación de la mujer
[De
la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]
Cuantos...
de palabra o por escrito empañan el brillo de la fidelidad y de la castidad
nupcial, ellos mismos, como maestros del error, fácilmente echan por tierra la
confiada y honesta obediencia de la mujer al marido. Y más audazmente algunos
de ellos charlatanean que tal obediencia es una indigna esclavitud de un cónyuge
respecto del otro; que todos los derechos son iguales entre los dos; y pues
estos derechos se violan por la sujeción de uno de los dos, proclaman con toda
soberbia haberse logrado o haberse de lograr no sabemos qué emancipación de la
mujer. Tal emancipación establecen ser triple, ora en el régimen de la
sociedad doméstica, ora en la administración del patrimonio familiar, ora en
la facultad de evitar o suprimir la vida de la prole, y así la llaman social,
económica y fisiológica: fisiológica, porque quieren que las mujeres a su
arbitrio estén libres o se libren de las cargas conyugales o maternales
(emancipación ésta, como ya dijimos suficientemente no ser tal, sino un crimen
horrendo); económica, por la que pretenden que la mujer, aun sin saberlo ni
quererlo el marido, pueda libremente tener sus propios negocios, dirigirlos y
administrarlos, sin tener para nada en cuenta a los hijos, al marido, y a toda
la familia; social, en fin, por cuanto apartan a la mujer de los cuidados domésticos,
lo mismo de los hijos que de la familia, a fin de que, sin preocuparse de ellos,
pueda entregarse a sus antojos y dedicarse a los negocios y a cargos, incluso públicos.
Mas
ni es ésta la verdadera emancipación de la mujer, ni aquélla, la razonable y
dignísima libertad que se debe a la misión de la mujer y de la esposa
cristiana y noble; antes bien, una corrupción del carácter femenino y de la
dignidad maternal, un trastorno de toda la familia, por la que el marido se ve
privado de la esposa, los hijos de la madre, la casa y la familia toda de su
guardiana siempre vigilante. Más aún, esta falsa libertad e igualdad no
natural con el varón, se convierte en ruina de la mujer misma; pues si ésta
desciende del trono, en verdad regio, a que fue levantada por el Evangelio
dentro de las paredes domésticas, en breve quedará reducida a la antigua
servidumbre (si no en la apariencia, si en la realidad) y se convertirá, como
entre los paganos era, en mero instrumento del varón.
Aquella
igualdad de derechos que tanto se exagera y de que tanto se alardea, ha de
reconocerse ciertamente en lo que es propio de la persona y de la dignidad
humana y en lo que se sigue al pacto conyugal y es inherente al matrimonio; en
todo eso, ciertamente, ambos cónyuges gozan del mismo derecho y ambos están
ligados por las mismas obligaciones; en lo demás, tiene que haber cierta
desigualdad y templanza, que exigen de consuno el bien de la familia y la debida
unidad y firmeza de la sociedad y orden doméstico.
Sin
embargo, si en alguna parte, deben de algún modo cambiarse las condiciones económicas
y sociales de la mujer casada, por haber cambiado los usos y costumbres del
trato humano, a la pública autoridad le toca adaptar los derechos civiles de la
esposa a las necesidades y exigencias de esta época, teniendo bien en cuenta lo
que exige la diversa índole natural del sexo femenino, la honestidad de las
costumbres y el bien común de la familia; con tal también que permanezca incólume
el orden esencial de la sociedad doméstica, fundado por más alta autoridad que
la humana, es decir, la divina autoridad y sabiduría, y que no puede mudarse ni
por las leyes públicas ni por los caprichos particulares.
Del
divorcio
[De
la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]
Los
favorecedores del nuevo paganismo, no aleccionados para nada por la triste
experiencia, se desatan cada día con más violencia contra la sagrada
indisolubilidad del matrimonio y contra les leyes que la protegen, y pretenden
que se declare lícito el divorció, a fin —dicen— que una ley más humana
sustituya a leyes ya anticuadas. Muchas son, ciertamente, y muy varias las
causas que aquéllos alegan en favor del divorcio: unas, que llaman subjetivas,
nacidas de vicio o culpa de las personas; otras, objetivas, que dependen de la
condición de las cosas; todo, en fin, lo que hace más áspera e ingrata la
indivisible comunidad de vida...
Por
esto vociferan que las leyes han de conformarse en absoluto a todas estas
necesidades, al cambio de condiciones de los tiempos, a las opiniones de los
hombres, a las instituciones y costumbres de los Estados; todo lo cual, aun
separadamente y, sobre todo, reunido todo en haz, prueba, según ellos, de la
manera más evidente, que debe absolutamente concederse por determinadas causas
la facultad de divorciarse.
Otros,
pasando más adelante con sorprendente procacidad, opinan que el matrimonio,
como contrato que es puramente privado, ha de dejarse totalmente al
consentimiento y arbitrio privado de cada contrayente, como se hace en los demás
contratos privados, y que, por ende, puede disolverse por cualquier causa.
Pero
también frente a todos estos desvaríos se levanta... la sola certísima ley de
Dios, amplísimamente confirmada por Cristo, que no puede debilitarse por
decreto alguno de los hombres, ni convención de los pueblos, ni por voluntad
alguna de los legisladores: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe [Mt.
19, 6]. Y si por injusticia el hombre lo separa, su acción será absolutamente
nula. Por eso, con razón, como más de una vez hemos visto, afirmó Cristo
mismo: Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y
el que se casa con la repudiada por su marido, comete adulterio [Lc. 16,
18]. Y estas palabras de Cristo miran a cualquier matrimonio, aun el sólo
natural y legítimo; pues a todo matrimonio le conviene aquella indisolubilidad
por la que queda totalmente sustraído, en lo que se refiere a la disolución
del vinculo, al capricho de las partes y a toda potestad secular.
De
la “educación sexual” y de la “eugénica”
[Del
Decreto del Santo Oficio, de 21 de marzo de 1931]
I)
Si puede aprobarse el método que llaman de “la educación sexual” y también
de la “iniciación sexual”.
Resp.:
Negativamente; y ha de
guardarse absolutamente en la educación de la juventud el método que por la
Iglesia y por hombres santos ha sido hasta el presente empleado y que S. S. ha
recomendado en su Carta Encíclica De christiana inventae educatione, fecha
el día 31 de diciembre de 1929 [v. 2214]. Ha de procurarse ante todo una plena,
firme y nunca interrumpida formación religiosa de la juventud de uno y de otro
sexo; hay que excitar en ella la estima, el deseo y el amor de la virtud angélica
e inculcarle con sumo interés que inste en la oración, que sea asidua en la
recepción de los sacramentos de la penitencia y de la Santísima Eucaristía,
que profese filial devoción a la Bienaventurada Virgen, madre de la santa
pureza y se encomiende totalmente a su protección; que evite cuidadosamente las
lecturas peligrosas, los espectáculos obscenos, las malas compañías y
cualesquiera ocasiones de pecar.
Por
tanto, en modo alguno puede aprobarse lo que, particularmente en estos últimos
tiempos, se ha escrito y publicado, aun por parte de algunos autores católicos,
en defensa del nuevo método.
II)
¿Qué debe sentirse de la llamada teoría “eugénica” tanto positiva como
negativa, y de los medios por ella indicados para promover el mejoramiento de la
especie humana, sin tener para nada en cuenta las leyes naturales ni divinas, ni
eclesiásticas que se refieren al matrimonio y al derecho de los individuos?
Resp.:
Que debe ser totalmente
reprobada y tenida por falsa y condenada, como se enseña en la Carta Encíclica
sobre el matrimonio cristiano Casti connubii, fecha el día 31 de
diciembre de 1930 [v. 2245 s].
De
la autoridad de la Iglesia en materia social y económica
[De
la Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]
Como
principio previo hay que sentar lo que brillantemente confirmó tiempo ha León
XIII, a saber, que tenemos derecho y deber de juzgar con autoridad suprema sobre
estas cuestiones sociales y económicas... Porque si bien es cierto que la
economía y la moral, cada una en su ámbito, usan de principios propios; es,
sin embargo, un error afirmar que el orden moral y el económico están tan
alejados y son entre sí tan extraños, que éste no depende, bajo ningún
aspecto, de aquél.
Del
dominio o derecho de propiedad
[De
la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]
Su
carácter individual y social. Así,
pues, téngase ante todo por cosa cierta y averiguada que ni León XIII ni los
teólogos que han enseñado guiados por la dirección y el magisterio de la
Iglesia, negaron jamás ni pusieron en duda el doble carácter de la propiedad,
que llaman individual y social, según mire a los individuos o al bien común;
sino que siempre afirmaron unánimemente que el derecho de la propiedad privada
fue dado a los hombres por la naturaleza, es decir, por el Creador mismo, no sólo
para que cada uno proveyera a sus necesidades y a las de la familia, sino también
para que con ayuda de esta institución, los bienes que el Creador destinó para
toda la familia humana, sirvieran verdaderamente para este fin, todo lo cual no
es posible lograr en modo alguno sin el mantenimiento de cierto y determinado
orden...
Obligaciones
inherentes a la propiedad. Para
señalar con certeza los términos de las controversias que han empezado a
agitarse en torno a la propiedad y a sus deberes inherentes, hay que sentar
previamente, a modo de fundamento, lo que León XIII estableció, a saber, que
el derecho de la propiedad se distingue de su uso. Efectivamente, respetar
religiosamente la división de los bienes y no invadir el derecho ajeno,
traspasando los limites del propio dominio, cosa es que manda la justicia que se
llama conmutativa; mas que los dueños no usen de lo suyo sino honestamente, no
es objeto de esta justicia, sino de otras virtudes, el cumplimiento de cuyos
deberes “no puede reclamarse por acción legal”. Por lo cual, sin razón
proclaman algunos que la propiedad y el uso honesto de ella se encierran en unos
mismos limites, y mucho más se desvía de la verdad afirmar que por el abuso
mismo o por el no-uso caduca o se pierde el derecho de la propiedad.
Qué
es lo que puede el Estado. En
realidad, que los hombres en este asunto no han de tener sólo en cuenta su
propio provecho, sino también el común, dedúcese del carácter mismo, como ya
dijimos, individual y social juntamente de la propiedad. Ahora bien, determinar
por menudo estos deberes, cuando la necesidad lo exige y la misma ley natural no
lo ha hecho ya, cosa es que pertenece a los que presiden el Estado. Por tanto,
la autoridad pública, guiada siempre por la ley natural y divina, y considerada
la verdadera necesidad del bien común, puede determinar más concretamente que
sea licito a los que poseen y qué ilícito en el uso de sus propios bienes. Es
más, León XIII había sabiamente entendido que “Dios dejó al cuidado de los
hombres y a las instituciones de los pueblos la delimitación de los bienes
particulares”... Sin embargo, es evidente que el Estado no puede desempeñar
esa función suya arbitrariamente, pues es necesario que quede siempre intacto e
inviolado el derecho de poseer privadamente y de trasmitir por la herencia los
bienes; derecho que el Estado no puede abolir, como quiera que “el hombre es
anterior al Estado” y también “la sociedad doméstica tiene prioridad lógica
y real sobre la sociedad civil”. De ahí que ya el sapientísimo Pontífice
había declarado que no es licito al Estado agotar los bienes privados por la
exorbitancia de los tributos e impuestos. Pues como el derecho de propiedad
privada no ha sido dado a los hombres por la ley, sino por la naturaleza, la
autoridad pública no puede abolirlo, sino sólo atemperar su uso y conciliarlo
con el bien común...
Obligaciones
sobre la renta libre. Tampoco
se dejan al omnimodo arbitrio del hombre sus rentas libres; aquéllas, se
entiende que no necesita para sustentar conveniente y decorosamente su vida;
antes bien, la Sagrada Escritura y los Santos Padres de la Iglesia con palabras
clarísimas declaran a cada paso que los ricos están gravísimamente obligados
a ejercitar la limosna, la beneficencia y la magnificencia.
Ahora
bien, el que emplea grandes cantidades, a fin de que haya abundante facilidad de
trabajo remunerado, con tal que ese trabajo se ponga en obras de verdadera
utilidad; ése hay que decir que practica una ilustre obra de la virtud de la
magnificencia, muy acomodada a las necesidades de nuestros tiempos, como lógicamente
deducimos de los principios sentados por el Doctor Angélico.
Los
títulos de adquisición de la propiedad. Ahora, la tradición de todos los tiempos y la doctrina de León XIII,
nuestro predecesor, atestiguan con evidencia que la propiedad se adquiere
originariamente por la ocupación de la cosa de nadie (res nullius) y por el
trabajo o la que llaman especificación. Contra nadie, en efecto, se comete
injusticia alguna, por más que algunos charlataneen en contrario, cuando se
ocupa una cosa que está a disposición de todos, o sea, que no es de nadie; el
trabajo, por otra parte, que el hombre ejerce en su propio nombre y por cuya
virtud surge una nueva forma o un aumento de valor de la cosa, es el único que
adjudica estos frutos al que trabaja.
Del
capital y del trabajo
[De
la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]
Muy
otra es la condición del trabajo que, contratado con otros, se ejerce sobre
cosa ajena. A éste señaladamente se aplica lo que León XIII dice ser cosa
“verdaderísima”, “que las riquezas de los Estados, no de otra parte
nacen, sino del trabajo de los obreros”.
Ninguno
de los dos puede nada sin el otro. De aquí resulta, que si uno no ejerce su trabajo sobre cosa propia,
deberán unirse el trabajo de uno y el capital del otro, pues ninguno de los dos
puede lograr nada sin el otro. Esto tenía ciertamente presente León XIII
cuando escribía: “Ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo
sin el capital”. Por lo tanto, es completamente falso atribuir al capital solo
o al trabajo solo lo que se ha obtenido por la eficaz colaboración de
entrambos; y totalmente injusto que uno de los dos, negada la eficacia del otro,
se arrogue todo lo logrado...
Principio
directivo de la justa atribución. Indudablemente,
para que con estos falsos principios no se cerraran mutuamente el paso a la
justicia y a la paz, unos y otros debieron haberse precavido con las sapientísimas
palabras de nuestro predecesor: “Por varia que sea la forma en que la tierra
esté distribuida entre los particulares, ella no cesa de servir a la utilidad
de todos...”. Por lo tanto, las riquezas, que constantemente se acrecen por el
desarrollo económico social, de tal modo han de distribuirse entre los
individuos y las clases sociales, que quede a salvo aquella común utilidad de
todos que León XIII preconiza, o, en otras palabras, que se conserve inmune el
bien común de toda la sociedad. En efecto, la viola la clase de los ricos,
cuando libres de cuidados en la abundancia de sus fortunas, piensan que el justo
orden de las cosas consiste en que todo el provecho sea para ellos, y nada para
el obrero, no menos que la clase proletaria, cuando vehementemente encendida por
la violación de la justicia, y demasiado pronta a reivindicar su solo derecho,
de que tiene conciencia, lo reclama todo para si como producto de sus manos, y,
por ende, combate y pretende abolir la propiedad y las rentas o intereses, que
no hayan sido adquiridos por el trabajo, de cualquier género que sean y
cualquiera que sea la función que en la sociedad humana desempeñen, no por
otra causa, sino porque son tales [es decir, no adquiridos por el trabajo]. Ni
hay que pasar por alto en esta materia cuán ineptamente y sin razón apelan
algunos al dicho del Apóstol: Si alguno no quiere trabajar, no coma
tampoco [2 Thess. 3, 10]. Porque el Apóstol condena a aquellos que,
pudiendo y debiendo trabajar, no lo hacen y avisa que aprovechemos
diligentemente el tiempo y las fuerzas de cuerpo y alma, y no gravemos a los demás,
cuando nosotros podemos proveernos a nosotros mismos. Mas que el trabajo sea el
título único de recibir sustento o ganancias, en modo alguno lo enseña el Apóstol
[cf. 2 Thess. 3, 8-10],
Debe,
pues, darse a cada uno su parte de bienes y ha de lograrse que la distribución
de los bienes creados se ajuste y conforme a las normas del bien común o de la
justicia social.
De
la justa retribución del trabajo o salario
[De
la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]
Tratemos,
pues, la cuestión del salario, que León XIII dijo ser de “muy grande
importancia”, declarando y desenvolviendo, donde fuere preciso, su doctrina y
preceptos.
El
contrato de salario no es por su naturaleza injusto. En
primer lugar, los que afirman que el contrato de trabajo es por su naturaleza
injusto y que debe, por ende, sustituirse por el contrato de sociedad, sostienen
ciertamente un absurdo y torcidamente calumnian a nuestro predecesor, cuya Encíclica
no sólo admite el salario, sino que se extiende largamente explicando las
normas de justicia que han de regirlo...
[Norma
de la justa retribución.] Ahora
bien, que la cuantía justa del salario no se debe deducir de la consideración
de un solo capitulo, sino de varios, sabiamente le había ya declarado León
XIII con estas palabras: “Para establecer con equidad la medida del salario,
hay que tener presentes muchos puntos de vista...”.
Carácter
individual y social del trabajo. Como
en la propiedad, así en el trabajo, y principalmente en el trabajo contratado,
se comprende evidentemente que hay que considerar no sólo su carácter personal
o individual, sino también el social; porque, si no se forma cuerpo
verdaderamente social y orgánico, si el orden social y jurídico no protege el
ejercicio del trabajo, si las varias profesiones, que dependen unas de otras, no
se conciertan entre sí y mutuamente se completan, y si, lo que es más
importante, no se asocian y se unen para un mismo fin la dirección, el capital
y el trabajo, el quehacer de los hombres no puede rendir sus frutos. Éste,
pues, no se podría estimar justamente ni retribuir conforme a la equidad, si no
se tiene en cuenta su naturaleza social e individual.
Tres
factores que hay que considerar. De
este doble aspecto que es intrínseco por naturaleza al trabajo humano, brotan
consecuencias gravísimas, por las que debe regirse y determinarse el salario.
a)
El sustento del obrero y su familia. Y en primer lugar, hay que dar al
obrero un salario que sea suficiente para su propio sustento y el de su familia.
Justo es, a la verdad, que el resto de la familia contribuya según sus fuerzas
al sostenimiento común de todos, como es de ver particularmente en las familias
de campesinos y también en muchas de artesanos y comerciantes al por menor;
pero es un crimen abusar de la edad infantil y de la debilidad de la mujer. En
casa y en lo que se refiere de cerca a la casa es donde principalmente las
madres de familia han de desarrollar su trabajo, entregándose a los quehaceres
domésticos. Pero es un abuso gravísimo y con todo empeño ha de ser extirpado
que la madre, por causa de la escasez del salario del padre, se vea forzada a
ejercer fuera de las paredes domésticas un arte productivo abandonando sus
cuidados y deberes peculiares y, sobre todo, la educación de los niños pequeños.
Debe, consiguientemente, ponerse todo empeño, para que los padres de familia
reciban un salario suficiente para atender convenientemente las necesidades
ordinarias de una casa. Y si las presentes circunstancias no siempre permiten
hacerlo así, la justicia social exige que cuanto antes se introduzcan aquellas
reformas, por las que pueda asegurarse tal salario a todo obrero adulto. No será
aquí inoportuno tributar las merecidas alabanzas a cuantos con sapientísimo y
muy útil consejo han experimentado e intentado diversos medios para acomodar la
remuneración del trabajo a las cargas de la familia, de manera que, aumentadas
éstas, sea aquélla más amplia; y hasta, si fuere menester, haga frente a las
necesidades extraordinarias.
b)
La situación de la empresa. Para
determinar la cuantía, del salario, debe también haberse cuenta de la situación
de la empresa y del empresario, porque sería injusto reclamar salarios
desmesurados que la empresa no podría soportar sin ruina suya y consiguiente daño
de los obreros. Aunque si la ganancia es menor por causa de pereza o
negligencia, o por descuidar el progreso técnico o económico; ésta no debe
reputarse causa justa de rebajar el salario a los obreros. Mas si las empresas
mismas no disponen de entradas suficientes para pagar un salario equitativo a
los obreros, ora por estar oprimidas por cargas injustas, ora por verse
obligadas a vender sus productos a precio inferior al justo, quienes de tal
suerte las oprimen son reos de grave delito, al privar a los obreros del justo
salario, pues, forzados de la necesidad, tienen que aceptar uno inferior al
justo...
c)
La necesidad del bien común. Finalmente,
la cuantía del salario ha de atemperarse al bien público económico. Ya hemos
anteriormente expuesto cuanto contribuye a este bien público que obreros y
empleados, ahorrada alguna parte que sobre de los gastos necesarios, vayan
formando poco a poco un modesto capital; pero tampoco ha de pasarse por alto
otro punto de no menor importancia y en nuestros tiempos altamente necesario y
es que a cuantos pueden y quieren trabajar, se les dé oportunidad de trabajo...
Es, consiguientemente, ajeno a la justicia social que con miras al propio interés
y sin tener en cuenta el bien común, se rebajen o eleven demasiado los salarios
de los obreros; y la misma justicia pide que, con acuerdo de consejos y
voluntades, en cuanto sea hacedero se regulen los salarios de modo que el mayor
número posible logren trabajo y puedan ganarse el necesario sustento de la
vida.
También
al capital favorecen oportunamente la justa proporción de los salarios, con la
que se enlaza estrechamente la justa proporción de los precios a que se vende
lo que produzcan las diversas artes, como son la agricultura, la industria y
otras. Si todo esto se guarda convenientemente, las diversas artes se unirán y
fundirán como en un solo cuerpo, y, a manera de miembros, se prestarán mutua
ayuda y perfección. A la verdad, sólo entonces estará sólidamente
establecida la economía social y alcanzará sus fines, cuando a todos y a cada
uno se les procuren los bienes todos que se les pueden procurar por las riquezas
y subsidios de la naturaleza, por la técnica y por la organización social y
económica, y estos bienes han de ser tantos cuantos son necesarios para
satisfacer las necesidades y honestas comodidades de la vida y también para
elevar a los hombres a aquella condición de vida más feliz, que, prudentemente
administrada, no sólo no empece a la virtud, sino que en gran manera la
favorece.
Del
recto orden social
[De
la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]
[La
función del Estado.] Al aludir
la reforma de las instituciones, tenemos principalmente presente el Estado, no
porque toda la salvación haya de esperarse de su acción, sino porque el vicio
que hemos dicho del individualismo, ha reducido la situación a que, abatida y
casi extinguida la rica vida social que en otros tiempos se desarrolló armónicamente
por medio de asociaciones o gremios de toda clase, casi han quedado solos frente
a frente los individuos y el Estado, con no pequeño daño de éste, pues
perdida aquella forma de régimen social y recayendo sobre el Estado todas las
cargas que antes sostenían las antiguas cooperaciones, se ve abrumado y
oprimido por asuntos y obligaciones poco menos que infinitos...
Es,
pues, menester que la suprema autoridad del Estado deje a las corporaciones los
asuntos y cuidados de menor importancia, que por otra parte la entorpecerían,
de donde resultará que ejecutará con más libertad, fuerza y eficacia lo que sólo
a ella pertenece, como quiera que sola ella está en condiciones de hacerlo:
dirigir, vigilar, urgir y reprimir, según se presente el caso y la necesidad lo
exija. Persuádanse, por tanto, los gobernantes que cuanto más vigorosamente
reine el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, guardando el
principio de la función supletiva del Estado, tanto más excelente será la
autoridad y eficiencia social y tanto más próspera y feliz la situación del
Estado.
Aspiración
concorde de profesiones. Ahora
bien, lo que ante todo ha de mirar, lo que debe intentar tanto el Estado como
todo buen ciudadano es que, suprimida la lucha de clases opuestas, se
suscite y promueva una concorde aspiración de profesiones...
La
política social ha de dedicarse, por ende, a la reconstrucción de las
profesiones... profesiones, decimos, en que se agrupen los hombres no por la
función que tienen en el mercado del trabajo, sino según las diversas partes
sociales que cada uno desempeña. Porque así como por instinto de la
naturaleza, los que están unidos por la vecindad del lugar, forman un
municipio; así quienes se dedican a la misma arte o profesión —tanto si es
económica como de algún otro género— formen ciertos gremios o cuerpos, de
tal suerte que estas corporaciones que tienen su propio derecho, han sido por
muchos tenidas si no por esenciales, por lo menos como naturales a la sociedad
civil...
Apenas
hace falta recordar que lo que León XIII enseñó acerca de la forma de
gobierno, lo mismo, guardada la debida proporción, se aplica a los gremios o
corporaciones profesionales: es decir, que los hombres son libres de elegir la
forma que quisieren, con tal que se atienda a las exigencias de la justicia y
del bien común.
Libertad de asociación. Ahora
bien, como los habitantes de un municipio suelen fundar asociaciones para los más
varios fines, en los que cada uno tiene amplia libertad de inscribirse o no; así
los que ejercen la misma profesión formarán asociaciones igualmente libres
unos con otros para los fines de algún modo conexos con el ejercicio de su
profesión. Como estas libres asociaciones, las explica distinta y lúcidamente
nuestro predecesor, de gloriosa memoria, nos contentamos con inculcar un solo
punto: que el hombre tiene libre facultad no sólo de fundar estas asociaciones
que son de derecho y orden privado, sino “de adoptar libremente en ellas
aquella disciplina y aquellas leyes que se juzgue mejor han de conducir al fin
que se propone”. La misma libertad hay que afirmar, de instituir asociaciones
que excedan los límites de las profesiones particulares. Ahora bien, aquellas
de las asociaciones libres que estén ya en estado floreciente y se gocen de sus
saludables frutos, traten de preparar el camino para aquellas agrupaciones u órdenes
más perfectos de los que antes hemos hecho mención y procuren con varonil
denuedo realizarlas, según la mente de la doctrina social cristiana.
Restauración
del principio directivo de la economía. Otro
punto hay que procurar todavía, muy enlazado con el anterior. A la manera que
la sociedad humana no puede basarse en la lucha de clases, así tampoco el recto
orden económico puede quedar abandonado al libre juego de la concurrencia...
Hay que buscar, pues, más altos y más nobles principios por los que este poder
sea severa e íntegramente gobernado: a saber, la justicia social y la caridad
social. Por tanto, las mismas instituciones de los pueblos y, por ende, de la
vida social entera, han de estar imbuídas de aquella justicia y ello es
sobremanera necesario para que resulte verdaderamente eficaz, es decir, que
constituya un orden jurídico y social del que esté como impregnada toda la
economía. En cuanto a la caridad social, ha de ser como el alma de ese orden, a
cuya defensa y vindicación efectiva es menester que se entregue denodadamente
la autoridad pública; y le será menos difícil lograrlo, si echa de si
aquellas cargas que antes hemos declarado no competirle.
Es
más, convendría que varias naciones, puesto que en el orden económico
dependen en gran parte unas de otras y necesitan de la mutua cooperación,
unieran sus esfuerzos y trabajos para promover, por sabios convenios e
instituciones, la fausta y feliz cooperación de los pueblos en materia económica.
Del
socialismo
[De
la misma Encíclica Quadragesimo anno, de 15 de mayo de 1931]
Declaramos
lo siguiente: el socialismo, ya se considere como doctrina, ya como hecho histórico,
ya como “acción”, si realmente sigue siendo socialismo, aun después de las
concesiones a la verdad y a la justicia que hemos dicho, es incompatible con los
dogmas de la Iglesia Católica, pues concibe la misma sociedad como totalmente
ajena a la verdad cristiana.
Su
concepción de la sociedad y del carácter social del hombre, es absolutamente
ajena a la verdad cristiana. En
efecto, según la doctrina cristiana, el hombre, dotado de naturaleza socia], ha
sido puesto por Dios en la tierra para que, viviendo en sociedad y bajo una
autoridad ordenada por Dios [cf. Rom. 13, 1], cultive y desenvuelva plenamente
todas sus facultades a gloria y alabanza de su Creador y, cumpliendo fielmente
el deber de su profesión u otra vocación, alcance su felicidad, temporal y
eterna juntamente. El socialismo, en cambio, totalmente ignorante y descuidado
de este fin sublime tanto del hombre como de la sociedad, pretende que el
consorcio humano ha sido instituido por causa del solo bienestar...
Católico
y socialista son términos antitéticos. Y
si el socialismo, como todos los errores, tiene en si algo de verdad (lo que
ciertamente nunca han negado los Sumos Pontífices), se apoya, sin embargo, en
una doctrina sobre la sociedad humana —doctrina que le es propia—, que
disuena del verdadero cristianismo. Socialismo religioso, socialismo cristiano,
son términos contradictorios. Nadie puede ser a la vez buen católico y
verdadero socialista...
De
la maternidad universal de la Bienaventurada Virgen María
[De
la Encíclica Lux Veritatis, de 20 de diciembre de 1931]
Es
decir, que ella, por el hecho mismo de haber dado a luz al Redentor del género
humano, es también, en cierto modo, madre benignísima de todos nosotros, a
quienes Cristo Señor quiso tener por hermanos. “Tal—dice nuestro predecesor
de feliz memoria, León XIII— nos la dio Dios, quien por el hecho mismo de
haberla elegido para madre de su Unigénito, le infundió sentimientos
verdaderamente maternales que no respiran sino amor y misericordia; tal, con su
modo de obrar, nos la mostró Jesucristo, al querer estar voluntariamente
sometido y obedecer a María como hijo a su madre; tal nos la proclamó desde la
cruz, cuando en el discípulo Juan encomendó a su cuidado y amparo a todo el género
humano [Ioh. 19, 26 s]; tal, finalmente, se dio ella misma, cuando al abrazar
generosamente aquella herencia de inmenso trabajo que su hijo moribundo le
dejaba, empezó inmediatamente a cumplir para todos sus oficios de madre”.
De
la falsa interpretación de algunos textos bíblicos
[Respuesta
de la Comisión Bíblica, de 1º de julio de 1933]
I.
Si es licito a un católico, sobre todo dada la interpretación: auténtica del
Principe de los Apóstoles [Act. 2, 24-33; 13, 35-37], interpretar las palabras
del salmo 15, 10-11: No abandonarás a mi alma en lo profundo, ni permitirás
que tu santo vea la corrupción. Me diste a conocer los senderos de la vida, como
si el autor sagrado no hubiera hablado de la resurrección de nuestro Señor
Jesucristo.
Resp.:
Negativamente.
II.
Si es lícito afirmar que las palabras de Jesucristo que se: leen en San Mateo
16, 26: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si sufre daño en
su alma? O, ¿qué cambio dará el hombre por su alma? Y juntamente las que
trae San Lucas, 9, 25: Porque ¿qué adelanta el hombre con ganar el mundo
entero, si se pierde a sí mismo y a sí mismo causa daño?, no se refieren
en su sentido literal a la salvación eterna del alma, sino sólo a la vida
temporal del hombre, no obstante el tenor de las mismas palabras y su contexto,
así como la unánime interpretación católica.
Resp.:
Negativamente.
De
la necesidad y misión del sacerdocio
[De
la Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]
En
ningún tiempo ha dejado de sentir el género humano la necesidad de sacerdotes,
es decir, de hombres, que por oficio legítimamente conferido, fueran los
conciliadores de Dios y los hombres, la función de los cuales durante toda su
vida comprendiera los menesteres que dicen relación con la eterna Divinidad y
que ofrecieran plegarias, expiaciones y sacrificios en nombre de la sociedad
misma, que tiene realmente obligación de practicar públicamente la religión,
de reconocer a Dios como dueño supremo y primer principio, de proponérselo
como su último fin, rendirle gracias inmortales y hacérselo propicio. A la
verdad, entre todos los pueblos de cuyas costumbres se tiene noticia, si no se
los fuerza a obrar contra las leyes más santas de la naturaleza humana, siempre
se hallan ministros de las cosas sagradas, aun cuando con harta frecuencia estén
al servicio de la superstición; e igualmente, dondequiera los hombres profesan
alguna religión, dondequiera erigen un altar, no sólo no carecen de
sacerdotes, sino que se les rodea de peculiar veneración.
Sin
embargo, cuando brilló la divina revelación, la función sacerdotal fue
distinguida con dignidad ciertamente mucho mayor, dignidad que por cierta
misteriosa manera, anticipadamente anuncia aquel Melquisedec, sacerdote y rey
[Gen. 14, 18], cuyo símbolo relaciona el Apóstol Pablo con la persona y el
sacerdocio de Jesucristo [cf. Hebr. 5, 10; 16, 20; 7, 1-11 y 15].
Y
si el ministro de lo sagrado, según la preclara sentencia del mismo Pablo, es
tomado de entre los hombres; no obstante, está constituído en favor de los
hombres en aquellas cosas que atañen a Dios [Hebr. 5, 1], es decir: su
ministerio no mira a las cosas humanas y perecederas, por más dignas que puedan
parecer de estimación y alabanza, sino a las divinas y juntamente eternas...
En
las Sagradas Letras del Antiguo Testamento se atribuyen peculiares oficios,
cargos y ritos al sacerdote, constituido según las normas que Moisés por
inspiración y voluntad de Dios promulgara...
Mas
el sacerdocio del Antiguo Testamento, no de otra parte tomaba sus glorias y
majestad sino de que anticipadamente anunciaba el del Nuevo y eterno Testamento
dado por Jesucristo, es decir, instituido por la sangre del verdadero Dios y
Hombre.
El
Apóstol de las gentes, tratando sumaria y rápidamente de la grandeza, dignidad
y misión del sacerdocio cristiano, esculpe como a cincel su sentencia con estas
palabras: Así nos ha de mirar el hombre, como a ministros de Cristo y
dispensadores de los misterios de Dios [1 Cor. 9, 1].
De
los efectos del orden del presbiterado
[De
la misma Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]
El
sacerdote es ministro de Cristo: es, por consiguiente, como un instrumento del
divino Redentor para poder proseguir a lo largo de los tiempos aquella obra suya
admirable que, reintegrando con superior eficacia a toda la sociedad humana, la
condujo a un culto más excelso. Más aún, él es, como solemos decir con toda
razón, “otro Cristo”, puesto que representa su persona, según aquellas
palabras: Como el Padre me ha enviado, así también yo os envío [Ioh.
20, 21]; y del mismo modo que su Maestro por voz de los ángeles, así él canta
Gloria a Dios en las alturas y persuade la paz a los hombres de buena
voluntad [cf. Lc. 2, 14]...
Tales
poderes, conferidos al sacerdote por un peculiar sacramento, no son caducos y
pasajeros, sino estables y perpetuos, como quiera que proceden del carácter
indeleble, impreso en su alma por el que, a semejanza de Aquel, de cuyo
sacerdocio participa se ha hecho Sacerdote para siempre [Ps. 109,
4]. Y aun cuando por fragilidad humana, cayere en error o en infamias morales;
jamás, sin embargo, podrá borrar de su alma este carácter sacerdotal. Además,
por el sacramento del orden, no recibe el sacerdote solamente este carácter
sacerdotal, ni sólo aquellos poderes excelsos, sino que se le concede también
una nueva y peculiar gracia y una peculiar ayuda, por las cuales, a condición
de que fielmente secunde con su libre cooperación la virtud de los celestes
dones divinamente eficaces, podrá responder de manera ciertamente digna y con
ánimo levantado a los arduos deberes del ministerio recibido...
De
estos sagrados retiros [los ejercicios espirituales], podrá también resultar
alguna vez la utilidad de que, quien ha entrado “en la herencia del Señor”,
no llamado por Cristo mismo, sino guiado por sus propios consejos terrenos,
pueda resucitar la gracia de Dios [cf. 2 Tim. 1, 6]; pues, como quiera
que también ése está adscrito a Cristo y a la Iglesia por vínculo perpetuo,
no podrá menos de abrazar el consejo de San Bernardo: “Haz en adelante buenos
tus caminos, tus intentos y tu santo ministerio: si la santidad de la vida no
precedió, que siga al menos”. La gracia que Dios da comúnmente y que da por
peculiar razón al que recibe el sacramento del orden, sin duda le ayudará
también a él, con tal que en verdad quiera, no sólo para corregir lo que en
un principio fue tal vez viciosamente puesto, sino para entender y cumplir los
deberes de su vocación.
Del
oficio divino, como oración pública de la Iglesia
[De
la misma Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935]
El
sacerdote, finalmente, continuando también en esto la misión de Jesucristo que
pasaba la noche en la oración de Dios [Lc. 6, 12] y vive siempre para
interceder por nosotros [Hebr. 7, 25], es de oficio el público intercesor
ante Dios en favor de todos, y tiene mandamiento de ofrecer a la Divinidad
celeste en nombre de la Iglesia no sólo el verdadero y propio sacrificio del
altar, sino también el sacrificio de alabanza [Ps. 49, 14] y las
comunes oraciones; es decir, que el sacerdote, con salmos, súplicas y cánticos,
tomados en gran parte de las Sagradas Letras, una y otra vez a diario rinde a
Dios el debido tributo de adoración, y cumple este necesario deber de impetración
en favor de los hombres...
Si
la oración, aun privada, goza de tan solemnes y magnificas promesas, como las
que le hizo Jesucristo [Mt. 7, 7-11; Mc. 11, 24; Lc. 11, 9-13] indudablemente,
mayor fuerza y virtud tienen las súplicas que se hacen oficialmente en nombre
de la Iglesia, es decir, de la esposa querida del Redentor.
De
la justicia social
[De
la Encíclica Divini Redemptoris, de 19 de marzo de 1937]
[51]
Pero aparte de la justicia que llaman conmutativa, hay que practicar también la
justicia social, la que ciertamente impone deberes a que ni obreros ni patronos
pueden sustraerse. Ahora bien, a la justicia social toca exigir a los individuos
todo lo que es necesario para el bien común. Mas así como, tratándose de
cualquier organismo de cuerpo viviente, no se provee al todo, si no se da a cada
miembro cuanto necesita para desempeñar su función; así, en lo que atañe a
la organización y gobierno de la comunidad, no puede mirarse por el bien de la
sociedad entera, si no se distribuye a cada miembro, es decir, a los hombres
adornados de la dignidad de personas, todo aquello que necesitan para cumplir
cada uno su función social. Consiguientemente, si se hubiere atendido a la
justicia social, la economía dará los copiosos frutos de una actividad
intensa, que madurarán en la tranquilidad del orden y pondrán de manifiesto la
fuerza y firmeza del Estado, a la manera que la salud del cuerpo humano se
conoce por su inalterado, pleno y fructuoso trabajo.
[52]
Pero no se puede decir que se haya satisfecho a la justicia social, si los
obreros no tienen asegurado su sustento y el de sus familias con un salario
proporcionado a este fin; si no se les facilita alguna ocasión de una modesta
fortuna para prevenir la plaga del pauperismo, que tan ampliamente se difunde;
si no se toman precauciones en su favor con instituciones públicas o privadas
de seguros para el tiempo de la vejez, de la enfermedad o del paro. Y sobre este
punto, nos es grato referir lo que dijimos en nuestra Carta Encíclica Quadragesimo
anno: “A la verdad, sólo entonces la economía social... favorece” [v.
2265].
De
la resistencia contra el abuso del poder
[De
la Encíclica Firmissimam constantiam a los Obispos de Méjico, de 28 de
marzo de 1937]
Hay
que conceder ciertamente que para el desenvolvimiento de la vida cristiana son
también necesarios los auxilios externos, que se perciben por los sentidos, y
juntamente que la Iglesia, como sociedad humana que es, necesita absolutamente
para su vida e incremento, de una justa libertad de acción, y los fieles mismos
gozan del derecho de vivir en la sociedad civil de acuerdo con los dictámenes
de la razón y la conciencia.
Síguese
de ahí que cuando se atacan las libertades originarias del orden religioso y
civil, no lo pueden soportar pasivamente los ciudadanos católicos. Sin embargo,
aun la vindicación de estos derechos y libertades, puede ser, según las
diversas circunstancias, más o menos oportuna, más o menos vehemente. Pero
vosotros mismos, Venerables Hermanos, habéis repetidas veces enseñado a
vuestros fieles, que la Iglesia, aun a costa de graves sacrificios de su parte,
es favorecedora de la paz y del orden y condena toda rebelión injusta, es
decir, la violencia contra los poderes constituidos. Por lo demás, también es
vuestra la afirmación que si alguna vez los poderes mismos atacan
manifiestamente la verdad y la justicia, de suerte que destruyen los fundamentos
mismos de la autoridad, no se ve cómo pudiera condenarse a aquellos ciudadanos
que Se coaligaran para la propia defensa y para salvar la nación, empleando
medios lícitos y adecuados contra quienes abusan del mando para ruina del
Estado.
Y
si bien la solución de esta cuestión depende necesariamente de las
circunstancias particulares; sin embargo, hay que poner en clara luz algunos
principios:
1.
Estas reivindicaciones tienen razón de medio o bien de fin relativo, no de fin
último y absoluto.
2.
Que en su razón de medios, deben ser acciones lícitas y no intrínsecamente
malas.
3.
Como tienen que ser convenientes y adecuadas al fin, han de emplearse en la
medida en que, total o parcialmente, conducen al fin propuesto, de tal modo, sin
embargo, que no acarreen a la comunidad y a la justicia daños mayores que los
que tratan de reparar.
4.
El uso, empero, de tales medios y el pleno ejercicio de los derechos civiles y
políticos, como quiera que comprende también los casos de orden puramente
temporal y técnico, y de defensa violenta, no pertenece directamente a la función
de la Acción Católica, aunque sea deber de ésta instruir a los católicos
sobre el recto ejercicio de sus propios derechos, y la reivindicación de los
mismos por justos medios, en cuanto así lo exige el bien común.
5.
El Clero y la Acción Católica, como quiera que por la misión de paz y amor a
ellos encomendada, están obligados a unir a todos los hombres en el vínculo
de la paz [Eph. 4, 3], deben en gran manera contribuir a la prosperidad de
las naciones, ora señaladamente fomentando la reconciliación de las clases y
de los ciudadanos, ora secundando todas las iniciativas sociales que no estén
en desacuerdo con la doctrina y la ley moral de Cristo.