JESÚS Y LA IGLESIA
JESÚS anunció el Reino y lo que vino fue la Iglesia. Con estas
palabras sintetizaba Loisy su desilusión y desconcierto al comparar el
magnífico mensaje del evangelio con la triste realidad de una institución
anquilosada en el conservadurismo, la incomprensión y el anatema.
Millones de personas estarían dispuestas a repetir la misma frase,
pensando que la burocracia, el poder, el dinero, el legalismo, han
prevalecido a menudo sobre los valores cristianos. Más que hablar de
«Jesús y la Iglesia» preferirían hacerlo de «Jesús contra la Iglesia» o
«la Iglesia contra Jesús». Porque ésta se ha convertido con frecuencia
en obstáculo para creer en El, y porque, si Jesús volviese, tendría que
acusamos nuevamente de haber convertido «la casa de mi Padre en
una cueva de ladrones».
Creo que la única manera de superar este escándalo es volver a los
orígenes, recordar lo que los evangelios nos cuentan sobre el tema.
Pero ya en esto tropezamos con una dificultad. Los evangelios no
reproducen los hechos históricos de manera fría y descarnada. Cada
uno de ellos (Mateo, Marcos, Lucas, Juan) los presenta de forma
peculiar, según los intereses e inquietudes de sus respectivas
comunidades. Por eso, más que de una visión de la Iglesia debemos
hablar de distintas visiones, todas ellas verdaderas y complementarias,
como cuatro afluentes de un mismo río. Algunos pretenden «destilar»
estas diversas aportaciones para obtener la historia pura de las
relaciones entre Jesús y la Iglesia. Me temo que el resultado final sea
un producto incoloro, inodoro e insípido. Es preferible el agua de un
manantial, aunque no sea químicamente pura.
Centraré, pues, mi exposición en el evangelio de Mateo, que dedica
gran interés a nuestro tema. Renuncio a un análisis minucioso
-imposible en el breve tiempo del que dispongo- para presentar una
síntesis de las ideas principales. Se trata de recorrer el mismo camino
que, según Mateo, recorrió la primera comunidad. La fidelidad
histórica es secundaria. Lo importante es conocer ese itinerario,
identificarnos con sus metas, sus temores, sus ilusiones, para seguir
siendo la auténtica comunidad de seguidores de Jesús.
I El presupuesto
I/INSTITUCION J/I I/J:
SEGÚN MATEO, que coincide en esto con Marcos y Lucas, las
primeras palabras pronunciadas por Jesús en su actividad pública,
cuando aún marcha en solitario, sin discípulos, fueron éstas:
«Arrepentíos, porque el Reinado de Dios está cerca» (4,17). Este
anuncio del Reino es fundamental para comprender las palabras y los
hechos de Jesús, incluida la fundación de la Iglesia.
El «Reinado de Dios» sintetiza las mayores esperanzas del pueblo
judío en tiempos de Jesús; incluye libertad política frente a la opresión
romana, justicia social, paz, bienestar, fidelidad a Dios. Es normal que
así sea, porque cuando se instaure ese reinado será el mismo Señor
quien gobierne al pueblo, no una potencia extranjera o un rey terreno
lleno de debilidades.
La idea de Dios como rey era muy antigua en Israel, anterior incluso
a la aparición de la monarquía en el siglo XI antes de Cristo. Muy
pronto, los israelitas admiten que Dios ejerce su realeza a través de un
ser humano, representante suyo en la tierra. Pero El sigue siendo el
verdadero rey de Israel. Por eso, cuando al cabo de cinco siglos
desaparece la monarquía y los babilonios destierran a los
descendientes de David, muchos judíos no se angustian. Lo
importante es que Dios venga a reinar en persona. Uno de los
mayores profetas de esta época, al que conocemos como
Deuteroisaías, no sueña ya con un descendiente de David, sino que se
entusiasma pensando en la aparición de Dios como rey:
«¡Qué hermosos son sobre los montes
los pies del heraldo que anuncia la paz,
que trae la buena nueva, que pregona la victoria!
Que dice a Sión: Tu Dios es rey» (Is 52,7).
Y un pasaje al final del libro de Sofonías explica los motivos de este
gozo:
«Grita, ciudad de Sión; lanza vítores, Israel;
festéjalo exultante, Jerusalén capital.
Que el Señor ha expulsado a los tiranos,
ha echado a los enemigos.
El Señor dentro de ti es el Rey de Israel
y ya no temerás nada malo.
Aquel día dirán a Jerusalén:
No temas, Sión, no te acobardes.
El Señor, tu Dios, es dentro de ti
un soldado victorioso,
que goza y se alegra contigo
renovándote su amor.
Se llenará de júbilo por ti
como en día de fiesta.
Apartará de ti la desgracia
y el oprobio que pesa sobre ti.
Entonces yo mismo trataré con tus opresores,
salvaré a los inválidos, reuniré a los dispersos,
les daré fama y renombre en la tierra
donde ahora los desprecian» (Sof 3,14-19).
Estos y otros textos dejan claro que, cuando Dios reine, Israel
encontrará su libertad e independencia, vivirá en paz y prosperidad,
será fiel a Dios. Y después de siglos de espera, Jesús irrumpe
anunciando que ese momento está cerca. Podemos imaginar la
conmoción que supuso entre la gente y las ilusiones que despertó.
Toda su vida la consagrará a proclamar el mensaje del Reino con sus
palabras y a anticiparlo con su acción. Limitándonos a este segundo
aspecto, y de forma muy esquemática, podemos decir:
MIGROS/RD RD/MILAGROS: En primer lugar, Jesús anticipa el
Reino curando las enfermedades. Los «milagros» de Jesús no son
simples obras de misericordia ni puras manifestaciones de su poder.
Son «signos» de ese mundo futuro en el que ya no habrá llanto, ni
lágrimas, ni sufrimiento. Curar la enfermedad significa devolver al
hombre la armonía con lo más personal de sí mismo, su propio cuerpo
y su espíritu. Al mismo tiempo, cada enfermo sanado supone una
victoria sobre las fuerzas del mal (los demonios) que encadenan al
hombre y se oponen al Reinado de Dios.
En segundo lugar, Jesús anticipa el Reino perdonando los pecados.
Los relatos de este tipo no son tan frecuentes como los anteriores,
pero se orientan en una línea parecida. Porque el pecado es una
forma de esclavitud, que ata interiormente al hombre y no le permite
situarse rectamente ante Dios y los demás. El perdón de los pecados
trae paz y alegría, hace sentirse amado por Dios. Y anticipa el gozo
del Reino definitivo.
I/IMAGEN-RD RD/I-PROYECTO: Pero, si Jesús hubiese anticipado el
Reino sólo de estas dos maneras, su obra habría acabado con El.
Además, habría destacado un aspecto exclusivamente personalista,
cuando lo esencial del reino es su carácter comunitario. Por eso Jesús
lo anticipa de una tercera forma: creando un grupo de personas
dispuestas a reproducir lo mejor posible las condiciones del mundo
futuro. Quienes lo vean podrán decir: parecido a eso será la sociedad
en la que Dios reine.
Así, como proyecto y esbozo de futuro, como anticipación de la
realidad definitiva, es como tiene sentido la Iglesia. Esto excluye el
triunfalismo que pretende identificarla plenamente con el Reino de
Dios, reivindicando incluso territorios pontificios y autoridad política.
Pero también excluye la crítica radical que niega toda relación entre el
Reino y la Iglesia.
II Los invitados
PARA UNA TAREA como la que Jesús desea encomendar a su grupo
(anticipar el Reinado de Dios) cabría esperar una gran selección.
Toda asociación religiosa, política, cultural, es tanto más exigente
cuanto más altas son las metas que se propone. Hace veinte siglos
ocurría lo mismo. Los esenios, por ejemplo, no admitían a jóvenes en
su comunidad. El escritor judío Filón nos indica las causas en su
Apología de los hebreos: «Entre los esenios no hay niños, ni
adolescentes, ni jóvenes, porque el carácter de esta edad es
inconstante e inclinado a las novedades a causa de su falta de
madurez. Hay, por el contrario, hombres maduros, cercanos ya a la
vejez, no dominados ya por los cambios del cuerpo ni arrastrados por
las pasiones, más bien en plena posesión de la verdadera y única
libertad». Algo parecido podríamos decir de los sicarios, que junto a
unas convicciones firmísimas (fanáticas en ciertos puntos) exigían
arriesgar la vida al servicio de la revolución antirromana.
I/J/CRITERIO-LLAMAR APOSTOL/QUIEN-ES Precisamente porque
la selección es un dato arraigado en la historia y la sicología, nos
llaman la atención los criterios que emplea Jesús. Se dirige al lugar
menos adecuado para llamar a las personas menos adecuadas.
Después del bautismo, «al enterarse de que habían detenido a Juan,
Jesús se retiró a Galilea. Dejó Nazaret y se estableció en Cafarnaúm,
junto al lago, en territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que
había dicho el profeta Isaías: País de Zabulón y país de Neftalí, camino
del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos. El pueblo que
habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y
sombra de muerte una luz les brilló» (Mt 4,12-16, citando Is 8,23-9,1).
Se expresa aquí, a nivel geográfico, lo que será la actitud de Jesús
durante toda su vida. No se dirige a las regiones ricas, influyentes,
donde reside el gobierno del país, florece la cultura y se encuentran
los centros del poder religioso, político y económico. Jesús elige la
Galilea de los paganos. La tierra olvidada y mal vista, de la que no
puede salir nada bueno, sin pasado ni futuro, madre de incultura y
revoluciones.
Y el material humano que elige está en perfecta consonancia con la
tierra. Llama a las personas más extrañas, incluso peligrosas: a los
pobres, los que sufren, los no violentos, los que tienen hambre y sed
de justicia, prestan ayuda, son limpios de corazón, trabajan por la paz y
viven perseguidos por su fidelidad. Es gente muy diversa: unas están
necesitadas de ayuda o carecen de algo, otras adoptan una actitud
positiva ante los demás. Aunque entonces como ahora muchos
pueden sintonizar con algunas de las bienaventuranzas, el criterio de
selección manifestado por Jesús supone una «subversión de todos los
valores».
Y el desconcierto aumenta en pasajes posteriores, cuando Jesús
dice sin tapujos que ha venido a interesarse por «los enfermos», a
buscar a «las ovejas perdidas de la casa de Israel»; o cuando elogia a
los sencillos, invita a los «agobiados y cargados», acoge a extranjeros
y paganos. Todo esto se concreta en pecadores y descreídos,
recaudadores de impuestos y prostitutas, niños e ignorantes, personas
que la sociedad bienpensante, de derecha o de izquierda, margina y
rechaza.
III El programa
BITS/CONTENIDO: ES SORPRENDENTE que Jesús invite a estas
personas, de las que tan poco cabría esperar. Y aún más sorprende la
enorme confianza que Jesús deposita en ellas. Las llama «sal de la
tierra» y «luz del mundo», y les propone un programa altísimo, no de
ofertas y privilegios, sino de responsabilidad y exigencias. Este
programa lo desarrolla en el «Sermón del monte», que prefiero calificar
como «discurso sobre la actitud cristiana». No es una exposición
exhaustiva (al estilo del programa electoral de un partido político), pero
refleja el tipo de hombre nuevo que Jesús desea para sus seguidores.
Resulta imposible comentar un texto tan rico de contenido en pocas
palabras. Me limitaré a enunciar sus temas capitales y a sugerir
algunas ideas.
El discurso desarrolla la actitud cristiana ante la ley (Mt 5,21-48), las
obras de piedad (6,1-28), el dinero y la providencia (6,19-34), el
prójimo (7,1-12); termina con unos «requisitos para mantener la actitud
cristiana» (7,13-27).
La primera parte se dirige contra el legalismo de los escribas
utilizando seis casos concretos: asesinato, adulterio, divorcio,
juramento, venganza, amor al prójimo. En ocasiones, Jesús lleva la ley
a sus consecuencias más radicales (primer y segundo caso); en otras,
cambia la ley o la norma de conducta por otra más exigente (talión,
amor al enemigo); en otras, anula la ley en vigor (divorcio, juramento).
J/LEGALISMO LEGALISMO/J: En conjunto, estas diversas actitudes
se oponen al legalismo, forma larvada de escapar al espíritu de la ley
ateniéndose a la letra de la misma. El problema consiste en saber
cómo atenerse al espíritu. La conducta de Jesús puede iluminarnos: 1)
nunca produce la impresión de sentirse agobiado por leyes y normas;
para El, la voluntad del Padre es lo esencial, pero dicha voluntad es
algo más rico, vivo y personal que una colección de decretos; 2)
siempre concede más importancia a la misericordia que al cumplimiento
del precepto (ver Mt 9,13; 12,7; 23,23), porque para Dios el hombre es
más importante que todas las leyes; 3) a veces cumple la ley para no
escandalizar, pero con espíritu crítico, atacándola más que
defendiéndola (ver Mt 17,24-27); 4) en general no concedió valor a las
tradiciones religiosas, sobre todo a las farisaicas; las consideraba
«preceptos humanos» (afirmación que muchos considerarían
blasfema), que a menudo impedían el cumplimiento de cosas más
importantes (Mt 15,1-9). Esta batalla de Jesús contra el legalismo
conserva toda su vigencia. Después de siglos, la Iglesia católica se ha
convertido con frecuencia en la hija predilecta del fariseísmo y de la
hipocresía casuística. La abundancia de normas, orientaciones y
decretos supone una carga insoportable para millones de personas, en
contra del espíritu de Jesús, que hablaba de un yugo suave y ligero (Mt
11,30). Prescindiendo de que a esos leguleyos se les puede reprochar
lo mismo que a los del tiempo de Jesús: «Lían fardos insoportables y
los cargan en las espaldas de los demás, mientras ellos, no quieren
empuñarlos ni con un dedo» (Mt 23,4).
La segunda parte (6,1-18) se centra en las obras de piedad;
prácticas que no se consideraban necesarias para la salvación, pero sí
muy convenientes para agradar a Dios. A propósito de ellas Jesús
enuncia un principio general (6,1), que luego aplica a tres casos
concretos: limosna, oración y ayuno. No condena estas prácticas, pero
contrapone dos posturas: la del hipócrita que busca publicidad y
obtiene su recompensa de los hombres, y la del cristiano, que procura
pasar inadvertido y recibe su recompensa de Dios. En este tema,
aunque se cometen siempre muchos fallos, creo que los cristianos
tenemos las ideas claras. La lástima es que no seamos consecuentes
con la teoría.
En cierto modo, estas dos primeras partes son negativas: indican
cómo no debe actuar el discípulo de Jesús. A partir de ahora trata
Mateo aspectos positivos de la conducta cristiana. Y un puesto capital
lo concede al tema del dinero y de la fe en la Providencia. El
evangelista sabe el enorme peligro que supone la riqueza. Por treinta
monedas de plata traicionó Judas a Jesús (26,14-16). Esto demuestra
que el afán de enriquecerse «ahoga la palabra de Dios y la deja
estéril» (13,22); por eso es tan difícil que entre un rico en el reino de
los cielos (19,23). Mateo, con esta convicción y esta enseñanza de
Jesús, insiste desde ahora en la importancia de no querer
enriquecerse (6,19-21), de ser generosos (6,22-23), de captar la
alternativa radical entre Dios y Mammón, dios de la riqueza (6,24), de
confiar en la Providencia, poniendo las necesidades primarias por
debajo del valor supremo del Reino (6,25-34). En este caso, como en
el del legalismo, la Iglesia ha permanecido poco fiel a la enseñanza y al
ejemplo de Jesús. Nunca han faltado seguidores eximios de la pobreza
evangélica; algunos quizá incluso más radicales que el mismo Jesús, ya
que éste manifestaba la libertad suprema de dormir en el suelo y comer
en casa de un rico. Pero, si tomamos en conjunto la historia de la
comunidad cristiana, no es dicha orientación la predominante. La
alternativa radical de Jesús entre el servicio a Dios y el servicio a los
bienes terrenos (Mt 6,24) ha dado paso a una componenda
vergonzante, que pretende vivir bien y con la conciencia tranquila.
La sección final del discurso (7,1-12) es la menos elaborada. Tras
hablar de la actitud ante el prójimo y sus defectos (7,1-5), sigue una
frase misteriosa (7,6), una exhortación a la oración de petición (7,7-1
1) y la síntesis final, que empalma con 5,17 y resume en pocas
palabras todo lo que Jesús espera de sus discípulos. En estos casos,
como en el de las obras de piedad, la teoría es clara y conocida. Otra
cosa es la práctica, que deja mucho que desear.
El discurso termina con los requisitos para mantener una actitud
cristiana (7,13-27). Conviene saber que se trata de una decisión seria
y difícil (7,13-14), que cabe el peligro de ser engañado por los falsos
profetas (v.15-20), o de engañarse uno mismo, pensando que todo es
cuestión de palabras o de obras portentosas (v.21-23). Lo importante
es responder a la voluntad de Dios poniendo en práctica lo que se
acaba de escuchar (v.24-27). La ortopraxis es más importante que la
ortodoxia.
Este discurso programático deja sin tratar ciertos puntos. A veces
nos gustaría que fuese más concreto. Pero asombra por su genial
trabazón de ideas y su ideal de vida. Este hombre nuevo es el que
desea Jesús para formar parte de su comunidad, reflejando y
anticipando el futuro reinado de Dios. Un hombre libre del legalismo,
del deseo de aparentar, del dinero y la codicia, del orgullo que juzga y
condena a los demás, de la desconfianza en Dios. Libertad que
permite amar con plenitud, perdonar sin límites incluso a los enemigos.
Es el hombre nuevo con vistas a la nueva sociedad, tan distinta de la
que conocemos.
IV La decisión y la duda
ESTE PROGRAMA de Jesús debía chocar inevitablemente a ciertos
sectores. El legalista, que sólo es feliz con innumerables reglas que
determinan hasta los menores actos de su vida (reglas que le ofrecen
seguridad sicológica y le permiten condenar a los demás), escuchará a
disgusto el mensaje de Jesús. Es peligroso, conduce al libertinaje, no
da certeza. Quien interpreta la piedad como una moda social que
permite adquirir buena fama se siente condenado por este programa.
Igual que la persona convencida de ser fiel a Dios en medio de la
abundancia económica y el egoísmo. O la que considera sus propios
defectos como cosas sin importancia en comparación con los graves
pecados ajenos. Veinte siglos de pequeñas y grandes tradiciones no
han conseguido limar las aristas de esta actitud de Jesús. Y aunque
desde instancias muy diversas se acepten y bendigan los nuevos
fariseísmos y los eternos egoísmos, el Evangelio será siempre el único
punto válido de referencia.
Precisamente por su pureza, por su desinterés, el mensaje de Jesús
suscita también un fuerte atractivo en otros sectores. Son muchos los
que encuentran en él un sentido para su vida, una meta que alcanzar,
un compromiso. Y, poco a poco, los dos grupos clarifican sus
posturas. En los capítulos 11-12 de Mateo asistimos a este proceso.
Por una parte, la desconfianza de «esta generación» (1 1,7-19), que
da paso a la obstinación de Corozain y Betsaida (1 1,20-24). Por otra,
la reacción de los sencillos, que entienden y aceptan el mensaje
(11,25-30). El final de estos capítulos enfrenta de modo programático
las consecuencias de ambas actitudes. Unos terminan peor de lo que
estaban, dominados no por un espíritu inmundo, sino por otros siete
más (12,43-45). Frente a ellos, los que escuchan a Jesús dejan de ser
un grupo más o menos interesado en su persona para convertirse
expresamente en su familia: «Aquí están mi madre y mis hermanos»
(12,46-50).
Sin embargo, no hemos llegado aún al momento fundacional de la
Iglesia. Antes de que el grupo se consolide, Mateo introduce un
importante discurso, que no cabría esperar en este momento. Se trata
de las siete parábolas del reino (Mt 13). Más que reflejar la realidad
histórica (es probable que Jesús pronunciase estas parábolas en
distintas ocasiones), el texto refleja las inquietudes e interrogantes de
la comunidad de Mateo, años después de la desaparición de Jesús. Es
probable que el evangelista haya situado aquí este discurso para
aclarar posibles dudas entre los seguidores de Jesús antes de que
adquiriesen su compromiso pleno. Esos interrogantes, que conservan
su vigencia, podemos resumirlos en cinco puntos:
1) ¿por qué no aceptan todos el mensaje de Jesús?;
2) ¿qué actitud adoptar con quienes no viven ese mensaje?;
3) ¿tiene algún futuro esto tan pequeño?;
4) ¿vale la pena?;
5) ¿qué ocurrirá a quienes no acepten el mensaje?
A la primera pregunta responde la parábola del sembrador. Unos no
aceptan el mensaje del reino porque no lo captan, no les dice nada, no
responde a sus necesidades ni a sus deseos. Para ellos, la formación
de una comunidad de hombres libres, generosos entregados a los
demás, carece de sentido. Otros aceptan la idea con alegría, pero les
falta coraje y capacidad de aguante en las persecuciones. Otros dan
más importancia a las necesidades primarias que al gran objetivo final
del Reinado de Dios, Sin embargo, la parábola es optimista. Existe una
tierra buena que acogerá la semilla y la hará fructificar. Y aquí
introduce Jesús un matiz que, por desgracia, olvidamos con frecuencia.
La producción no siempre es la misma: en unos casos cien, en otros
sesenta o treinta. Pero, en cualquier tipo de rendimiento, la tierra es
buena. Esta idea no acabamos de aceptarla. Siempre exigimos el
rendimiento cien, rechazando que una tierra buena -un buen cristiano-
pueda producir sólo treinta. Lo rechazamos en nosotros porque hiere
nuestro narcisismo; en los demás, porque hiere nuestra intolerancia.
Jesús, que nunca pecó de narcisista ni de intransigente, acepta ese
fruto medio, humanamente escaso, y lo recompensa; igual que pagará
el salario completo al obrero que comienza su trabajo a las cinco de la
tarde.
A la segunda pregunta (¿qué actitud adoptar con quienes no viven
el mensaje?) responde la parábola del trigo y la cizaña. La
interpretación alegórico posterior (13,36-43) equipara al campo con el
mundo, la buena semilla con los ciudadanos del Reino y la cizaña con
los secuaces del diablo. Pero es posible que en la parábola primitiva
«la finca» no se refiriese al mundo sino a la comunidad cristiana, en la
que surgían personas indeseables. Al menos, desde el punto de vista
de otros miembros de la comunidad. La reacción espontánea es
entonces la intolerancia. Lc 9,51-56 cuenta cómo Santiago y Juan
pretendieron fundar la Inquisición sin necesidad de procesos ni piras;
les bastaba invocar el rayo, «fuego del cielo», para acabar con los
enemigos de la Iglesia. Jesús se opuso a ello (lástima que los Papas y
obispos posteriores no acostumbrasen leer el evangelio). Y también se
opone a estas decisiones drásticas dentro de la comunidad, porque es
fácil equivocarse y que paguen justos por pecadores.
A la tercera pregunta (¿tiene algún futuro esto tan pequeño?)
responden dos parábolas: la del grano de mostaza y la de la levadura.
En ambos casos se trata de algo insignificante a primera vista. Pero
basta esperar para asombrarse con los resultados. La comunidad
cristiana no debe desanimarse si es pequeña en número. Su eficacia
será grande, y Jesús invita al optimismo. Pero optimismo no es
triunfalismo. La parábola del grano de mostaza sólo se comprende a
fondo cuando la comparamos con la que probablemente le sirvió de
modelo: la parábola del cedro, contada por Ezequiel seis siglos antes
(Ez 17,22-24). Después del exilio, y para expresar la gloria futura del
pueblo de Dios, anuncia el profeta:
«Cogeré una guía del cogollo del cedro alto y encumbrado;
del vástago cimero arrancaré un esqueje
y yo lo plantaré en un monte elevado y señero,
lo plantaré en el monte encumbrado de Israel.
Echará ramas, se pondrá frondoso
y llegará a ser un cedro magnífico;
anidarán en él todos los pájaros,
a la sombra de su ramaje anidarán todas las aves.
Yo, el Señor, lo digo y lo hago.»
La imagen vegetal y la referencia a los pájaros del cielo que anidan
en las ramas son comunes a Ezequiel y Mateo. No creo que se deban
a pura casualidad. Pero, mientras el profeta elige un árbol «alto y
encumbrado», el majestuoso cedro, Jesús se contenta con un arbusto
que «cuando crece sobresale por encima de las hortalizas»
(/Mt/13/32). Detalle de humor, no exento de crítica. Estas sencillas
parábolas abordan el problema tan discutido hace pocos años de la
Iglesia de masa o de minoría y el papel del cristianismo como fermento
del mundo. Es absurdo querer solucionar en dos palabras lo que ha
ocupado miles de páginas, sin llegar a un acuerdo. Pero es evidente
que la Iglesia no debe angustiarse cuando parece pequeña y como
perdida en medio del mundo. Su futuro está asegurado.
RD/CR/POCA-ESTIMA: Muy relacionada con la anterior está la
cuarta pregunta (¿vale la pena?), a la que responden las parábolas del
tesoro y de la piedra preciosa. Ambas subrayan el valor del Reino
describiendo la actitud de la persona que lo vende todo por conseguir
un tesoro o una joya. Lo hace con enorme alegría, deseoso de poseer
algo tan preciado. Pero el problema sigue en pie, porque el valor del
Reino no es tan patente como el de un tesoro o una piedra preciosa.
Por eso creo que estas parábolas nos enseñan algo muy importante:
es el cristiano, con su actitud, quien revela a los demás el valor
supremo del Reino. Si no se llena de alegría al descubrirlo, si no
renuncia a todo por poseerlo, no hará perceptible su valor. A la
pregunta inicial (¿vale la pena?), estas parábolas parecen responder:
«No preguntes si el Reino vale la pena; demuestra que sí con tu
actitud».
A la última pregunta (¿qué ocurrirá a quienes no aceptan el Reino?)
contesta la séptima parábola, la de la red que recoge toda clase de
peces, buenos y malos. Jesús establece una distinción radical entre
ellos. Pero esta parábola tan dura conviene completarla con otros
pasajes, como Mt 25,31-46, donde se nos dice quiénes son los buenos
y los malos. Son buenos quienes, sin saberlo incluso, se preocupan
por los más pequeños, débiles y abandonados. No creo que la
parábola de la red sirva de fundamento bíblico al principio «extra
Ecclesiam nulla salus» (fuera de la Iglesia no hay salvación). Más que
a pensar en el posible castigo de los otros nos anima a recordar
nuestra propia responsabilidad.
V La búsqueda de identidad comunitaria
A PARTIR de ahora, Mateo refleja una tensión creciente entre las
posturas favorable y opuesta a Jesús. La desconfianza detectada en
los capítulos anteriores da paso al escándalo de los nazarenos
(13,53-58), el asesinato de Juan Bautista (14,1-12), el escándalo de
los fariseos (15,1-20) y el enfrentamiento con fariseos y saduceos
(16,1-12). De estos grupos no cabe esperar nada; a lo sumo, que
repitan con Jesús lo ocurrido a Juan.
En el polo opuesto, la familia de Jesús cierra filas en torno a El y lo
conoce de forma cada vez más plena. Por dos veces Jesús alimenta a
su comunidad (14,13-21; 15,32-39), la salva en el peligro (14,22-33) y
anticipan la salud de los tiempos mesiánicos (15,2931); y el grupo se
amplía con la aceptación de Jesús por parte de los de Genesaret
(14,34-36) y la fe de la cananea (15,21-28). A través de estos
episodios el Señor desvela el misterio de su misión y de su persona. Y
no extraña que todo culmine en la confesión de Pedro («Tú eres el
Mesías, el Hijo de Dios vivo»), a la que sigue la referencia explícita de
Jesús a la edificación de su Iglesia.
A partir de este momento, estas personas que se han entusiasmado
con el mensaje de Jesús, superando la desconfianza, el rechazo, el
escándalo, van a encontrar su identidad comunitaria a medida que
descubren el misterio de Jesús.
De hecho, la confesión de Pedro sólo supone un primer paso, e
incluso peligroso. Se presta a interpretaciones triunfalistas, contrarias
al pensamiento de Jesús. Porque El no entiende el mesianismo como
un título de gloria o una garantía de triunfo político, sino como una
misión de servicio, que implica la victoria final, pero a través del
sufrimiento y de la muerte. Este tema es capital en los capítulos 16-20
de Mateo, donde todo lo que se dice está enmarcado en los tres
anuncios de la pasión y resurrección (16,21-28; 17,22-23; 20,17-19).
El contenido de los mismos podemos esbozarlo del modo siguiente,
que ayuda a captar la relación entre episodios tan variados:
1ª. predicción de la pasión y resurrección (16,21-28)
1. La transfiguración (17,1-13)
2. Instrucción sobre la fe (17,14-21)
2ª. predicción (17,22-23)
1. Instrucción sobre el tributo (17,24-27)
2. Los peligros del discípulo en la vida comunitaria:
- ambición (18,1-5)
- escándalo (18,6-9)
- despreocupación por los pequeños (18,10-14)
3. Las obligaciones del discípulo:
- la corrección fraterna (18,15-20)
- el perdón (18,21-35)
4. El desconcierto de los discípulos:
- ante el matrimonio y el celibato (19,3-12)
- ante los niños (19,13-15)
- ante la riqueza (19,16-29)
- ante la recompensa (19,30-20,16)
3ª. predicción (20,17-19)
1. Petición de la madre de los Zebedeos y reyerta (20,20-28)
2. «Que se nos abran los ojos» (20,29-34)
Este esquema no coincide con el que ofrecen generalmente las
traducciones de la Biblia. En algunos puntos es discutible. Pero tiene
la ventaja de que deja ver la estrecha relación entre el misterio de
Jesús y la identidad de la comunidad cristiana. Sólo cuando
recordamos que Jesús murió y resucitó encontramos fuerza para creer
y superar los peligros de ambición, escándalo y despreocupación.
Sólo Cristo muerto y resucitado nos permite la verdadera corrección
fraterna y el perdón. Sólo este misterio ilumina el desconcierto ante el
celibato, los pequeños, la riqueza y la recompensa. La estructura de
estos capítulos demuestra que, según Mateo, para que exista auténtica
comunidad cristiana no basta el llamamiento de Jesús ni la aceptación
inicial del evangelio; hay que acoger el misterio de la muerte y
resurrección e imitar a Jesús, que no vino a ser servido sino a servir.
Su sufrimiento y triunfo posterior justifican los sufrimientos, renuncias y
alegrías de la comunidad.
Cuando se comparan estos capítulos con los documentos de
Qumrán (Regla de la comunidad, Documento de Damasco, etc.) se
advierten profundas diferencias. Jesús no está obsesionado por
separar a su grupo de las otras personas; no habla de castigos y
sanciones; ni estipula minucias. No organiza jerárquicamente a su
comunidad, determinando con exactitud las funciones, estableciendo
tiempos fijos para los determinados grados de incorporación. Se limita
a esbozar algunos temas capitales y, sobre todo, a imbuirlos de un
espíritu.
AMBICION/PELIGRO: Dada la imposibilidad de tratarlos todos deseo
hacer referencia al menos al peligro de ambición y el escándalo que
comporta. La cuestión es tan trascendental que, además de la
instrucción contenida en 18,1-5, vuelve a surgir al final de este bloque
(20,20-28). De la curiosidad por saber «quién es el más grande en el
Reino de Dios» (18,1) se pasa al deseo de sentarse «uno a tu derecha
y el otro a tu izquierda» (20,21). Sin duda, se trata de ambición
política, porque ni Juan ni Santiago ni su madre están pidiendo un
puesto especial en la otra vida, sino en el reino que esperan inaugure
Jesús dentro de poco en Jerusalén. Esta ambición terrena, este deseo
de ocupar los primeros puestos, no sólo crea divisiones entre los doce,
sino que provoca un grave escándalo al resto de la comunidad. Con
frecuencia se ha pensado que /Mt/18/06-10 habla del peligro de
escandalizar a los niños. Era fácil caer en esta trampa porque
inmediatamente antes Jesús ha puesto a un chiquillo en medio de los
discípulos para que lo tomen como ejemplo (18,2-4). Sin embargo, las
palabras griegas son distintas en ambos pasajes. En el primer caso se
trata efectivamente de un niño (paidíon), pero cuando habla del
escándalo Jesús se refiere a «esos pequeños (tôn mikrôn toútôn) que
creen en mí». No son pequeños por la edad, sino por su situación
dentro de la comunidad. Y lo que puede escandalizarles, según el
contexto, es la ambición de los discípulos. Lástima que se predique
tanto contra ciertos escándalos olvidando que más daño hace a la
comunidad el afán de dominio.
En este problema, como en todos los otros, la comunidad cristiana
debe reconocer sus deficiencias e identificarse con los ciegos de
Jericó, figuras que cierran este bloque (20,29-34). La petición de los
Zebedeos y la reyerta posterior entre los doce demuestran que ni ellos
ni nosotros hemos asimilado el mensaje de Jesús. Sólo cabe pedirle:
«Ten compasión de nosotros, Señor, Hijo de David». Y luego: «Señor,
que se nos abran los ojos». La ceguera física se convierte en símbolo
de la espiritual. Pero, igual que los ciegos de Jericó «al momento
recobraron la vista y lo siguieron», también la comunidad cristiana
espera que la curen de su ceguera y seguir a su Señor.
VI La crisis y su superación
DE HECHO, los capítulos siguientes de Mateo nos conducen hasta
Jerusalén, donde tiene lugar el drama final. Jesús adopta una actitud
desafiante en su entrada (21,1-11) y la purificación del templo
(21,12-17). Y la higuera maldecida y sin fruto se convierte en símbolo
de esas autoridades religiosas y civiles que se oponen a El hasta
condenarlo a muerte: sacerdotes, senadores, fariseos, herodianos,
saduceos, letrados (ver 21,23-23,39).
El destino trágico de Jesús anticipa el drama del fin del mundo,
desarrollado en los capítulos 24-25. Era casi inevitable tratar este
tema, que apasionaba a los contemporáneos. Pero Jesús no se deja
enredar en banales cuestiones sobre los signos que precederán al fin
o el momento exacto en que tendrá lugar. Aprovecha el tópico para
exhortar a su comunidad a la vigilancia (24,37-44), la buena conducta
(24,45-50), a estar preparada (25,1-13), a la responsabilidad
(25,1430) y a preocuparse por los hermanos mas pequeños
(25,31-46).
Se acercan momentos difíciles y se cumplirá lo profetizado en el libro
de Zacarías: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas». La triple
negación de Pedro refleja la profunda crisis de la comunidad,
empezando por los más íntimos. Afortunadamente, la Iglesia de Jesús
no es la «jerarquía». De lo contrario, se habría quedado solo. Pero al
pie de la cruz permanecen firmes «muchas mujeres», entre ellas la
madre de los Zebedeos, que parece haber entendido el misterio de
Jesús mucho mejor que sus hijos. Y resulta también irónico que Mateo,
tan crítico con los ricos y la riqueza, nos hable al final de «un hombre
rico de Arimatea» (27,57), el único discípulo de Jesús que se preocupa
de recoger el cuerpo y sepultarlo. La crisis es, pues, aguda, pero no
total. Gracias a las personas más inesperadas, que se mantienen
fieles en todo momento.
Dos de ellas serán las primeras testigos de la resurrección y, a pesar
de ser mujeres, recibirán el encargo de indicar a los once lo que deben
hacer (28,11l). Cuando se reúnan con Jesús en Galilea, algunos de
ellos dudarán (28,17). Pero todos, entre la veneración y la duda,
recibirán la misión de extender el mensaje a todo el mundo y la
garantía de la presencia de Jesús hasta el final.
El Reino, anticipado en la Iglesia
I/RD-ANTICIPADO: ASÍ TERMINA Mateo su evangelio. Su intención
ha sido más catequética que histórica. No ha pretendido recordar
fríamente los hechos, sino engarzarlos en un gran esbozo teológico,
que sirva para educar a su comunidad y, a través de ella, a todos
nosotros. La falta de espacio me ha obligado a omitir ciertos datos
esenciales para el evangelista (como la oposición entre el antiguo y el
nuevo Israel, la apertura a los paganos, el discurso de la misión) y a
tratar todo con excesiva rapidez. Pero estas páginas no pretenden ser
una presentación exhaustiva del tema, sino animar a la lectura
personal del evangelio.
Quisiera terminar recordando las palabras de Loisy: «Jesús anunció
el Reino y lo que vino fue la Iglesia». Aun reconociendo las graves
injusticias de que fue víctima, no podemos aceptar sus palabras. La
visión anterior nos llevaría a decir: «Jesús anunció el Reino, y para
anticiparlo edificó la Iglesia». Es posible que nuestra comunidad haya
reflejado y anticipado muy poco ese mundo definitivo. Incluso puede
haber dado una imagen contraria. Pero, a pesar de todas las
inconsecuencias, traiciones e hipocresías, sigue proclamando que
Jesús y su mensaje son la única verdad absoluta, el único camino,
fuente de vida. Con ello condena al mismo tiempo su propio pasado y
sus deficiencias Presentes y queda abierta a la posibilidad de
conversión. No es tarea nuestra condenar a nadie, ni arrancar la
cizaña, sino esforzarnos por reproducir el modelo futuro, el Reinado de
Dios.
J.
L. SICRE DIAZ
Cátedra de Teología Contemporánea
Colegio Mayor CHAMINADE. Madrid 1984. Págs. 9-42