IGLESIA, REALIDAD DE FE
1. I/MISTERIO-FE
En la fe hace el hombre la afirmación del Dios vivo revelado en
Cristo. La fe viva es un proceso intelectual, pero es más que eso
justamente por ser viva. No es sólo fe intelectual, sino entrega del yo
humano a Dios por medio de Cristo; en ella participa el hombre de la
vida de Dios. La fe es, por tanto, realización vital. La participación en la
vida de Dios Padre es concedida por la participación en la vida de
Jesucristo (Jn 14, 6). El «sí» a Dios está, pues, incluido en el «sí» a
Cristo. Sólo en esa afirmación de Cristo puede vivir la fe. Cristo a su
vez es accesible en la Iglesia, cuya cabeza es el mismo Cristo. Por
eterno decreto de Dios, Cristo está tan referido a la Iglesia, que sin ella
no puede entendérsele plenamente, lo mismo que sin ella no puede
llegarse a El. En la Iglesia está representada la nueva humanidad cuyo
padre y patriarca es Jesucristo. Adán fue el primer padre de la
humanidad terrena en un sentido biológico. Cristo es el primer padre
del hombre celestial que vive en el Espíritu Santo y nace del Espíritu
Santo (Rom. 5, 12-21; I Cor. 15, 44-49; lo. 3, 3). La misión del Hijo de
Dios está ordenada a la configuración de esta humanidad. «Cristo vino
al mundo para fundar la Iglesia» (Santo Tomás de Aquino, Explicación
del Evangelio de San Mateo 16, 18). En el eterno decreto del Padre de
enviar a su Hijo al mundo fuimos elegidos antes de la constitución del
mundo para participar en Cristo de todos los dones espirituales de
bendición (/Ef/01/03). Este es el eterno misterio de Dios en que se
funda la salvación de los hombres. Hasta la plenitud de los tiempos
estaba oculto en la profundidad del Padre, pero ahora ha sido
revelado en Cristo. En El quiso dar el Padre un nuevo principio a la
humanidad. La nueva humanidad ha sido sacada por la palabra de
Dios del modo de existencia carnal y del mundo y ha sido convocada
en el Espíritu Santo como comunidad nueva, que está ante el Padre,
santa e inmaculada, alabándole y glorificándole por su obra salvadora
(Eph. 1, 1-14), configurada por los sacramentos con Cristo, su cabeza.
La humanidad, que ha logrado en Cristo un nuevo modo de vida
existe eternamente ante el Padre como idea divina de la verdadera
humanidad viviente. Este es el eterno misterio de la humanidad: el
haber sido llamada a participar en la vida del Hijo de Dios encarnado.
En esta participación la humanidad se transciende a sí misma hasta
Dios y llega así a ser ella misma. En el misterio de Cristo oculto desde
la eternidad y revelado en la plenitud de los tiempos está incluido el
misterio de los hombres. La vida de Cristo, según la eterna economía
divina, quiere extenderse a todos los hombres obedientes a la palabra
de juicio y gracia que Dios dirige a los hombres en Cristo. La
comunidad de los llamados por Cristo, de los participantes en su vida,
es la Iglesia. Tiene una determinada estructura, porque está ordenada
jerárquicamente. En razón de su relación a Cristo podemos llamarla en
cierto sentido extensión del misterio de Cristo sobre la historia.
2. Cristo sólo deja comprender su misterio más íntimo en la entrega
creyente al Padre, que se revela en El. Lo mismo vale de todo lo que
pertenece a Cristo. Por tanto, el misterio de la Iglesia pertenece a los
contenidos y realidades de la revelación divina; completa y plenifica a
Cristo y su obra es la totalidad intentada por Dios en su eterno plan de
salvación. Sólo la fe concede la virtud visual necesaria para captar el
misterio de la Iglesia en la plenitud de su sentido. El sentido propio y
verdadero de la Iglesia no se abre a la mera reflexión y pensamiento
naturales, que estudian la Iglesia bajo los aspectos que les son
accesibles como fenómeno histórico, como estructura sociológica,
como potencia política, como poder educador, etc. Es cierto que el
pensamiento natural puede percibir muchos elementos de la Iglesia,
pero no puede darse cuenta de su situación y sentido divinos. Al
incrédulo le falta la única facultad que capacita para ver el misterio de
la Iglesia: la fe. Ante la Iglesia está como un daltoniano ante una
sinfonía de colores; puede captar elementos y partes, pero no puede
darse cuenta del sentido de la totalidad. La realidad salvadora que se
nos ha hecho accesible en Cristo no puede ser lograda ni por la carne
ni por la sangre (/Mt/16/17); sólo se revela a quien mira con los ojos
de la fe.
De la diferencia de ambos métodos vale lo que dice H. Thielicke
sobre la distinción del método teológico y científico-natural en un
ejemplo. En su obra Mensch zwischen Konstruktionen (München, 1957,
14-16), dice:
«La Pasión según San Mateo de Bachn tiene también un aspecto
físico; bajo este punto de vista la obra de Bach consiste en una serie
ordenada de tonos y vibraciones, cuya investigación está, por
supuesto, tan justificada, como la interpretación musical o religiosa de
la obra de arte. Pero habría que decir que se trata de dos modos de
consideración que no pueden adicionarse ni pueden mezclarse. Bajo
cada uno de esos puntos de vista se ve, a pesar de la identidad de la
cosa, un objeto distinto. Tan falso sería decir que la estadística de las
vibraciones es la 'Pasión según San Mateo' de Bach -peor aún decir
que tal estadística es la esencia de la obra- como querer negar el
aspecto cuantitativo y físico de la obra de arte en nombre de la calidad
musical. Sería lo mismo que pretender negar la validez absoluta de una
idea por el hecho de que es pensada en el transcurso temporalmente
cuantitativo de ciertas funciones cerebrales. No pueden ser unidos
ambos aspectos y su unión lleva a conclusiones grotescas; habría que
decir, por ejemplo, que el nacimiento del Fausto se debió a
determinadas características de la Fissura sylvii, de Gothe, como dijo
Th. Bovet.
Tan pronto como interpreto una obra de arte hablo de una cualidad
para cuya descripción no puedo usar las medidas cuantitativas
pertenecientes a un ámbito completamente distinto, porque la cantidad
no dice nada de la esencia. Sería un materialista físico -permítaseme la
expresión- si dijera que una sinfonía de Beethoven es una serie de
vibraciones determinadas o que un cuadro de Rembrandt es un
determinado tejido impregnado de sustancias oleaginosas. Y al revés:
sería un fantástico idealista si negara a esas obras la fisiología de su
corporeidad, por así decirlo, y creyera que sólo está permitido hablar
de validez eterna y de valores musicales. También aquí reconocemos,
por tanto, claramente que se trata de dos caras y de dos aspectos de
la misma cosa.»
3. CREER-I/QUÉ-ES: En vista de que la fe es imprescindible, es de
gran importancia examinar qué significa creer en la Iglesia. Debemos
hacer una distinción muy importante. En sentido propio y estricto sólo
puede creerse en Dios y no en una criatura por muy digna que sea. El
mundo extracristiano desconocía por completo el hecho de que un
hombre crea en Dios con incondicional entrega; sólo ha sido posible
después de la autorrevelación de Dios. La distinción aquí necesaria se
expresa mejor en latín y en las lenguas románicas que en alemán.
Decimos: credo Deo o credo in Deum; con ello queremos decir que
creemos lo que Dios nos dice en la Revelación o que nos entregamos
a El. Sin embargo, la formulación respecto a la Iglesia es: credo Deo
ecclesiam. Frente a Dios el hombre puede hacer un acto de fe en
sentido doble: tomando en serio el hecho de que Dios se revele, y
entregándose a El en la fe. Pero lo que Dios comunica o crea no
puede ser creído de ninguna de las dos maneras; sólo puede ser
contenido u objeto de la fe en la que tomamos en serio la palabra de
Dios y a Dios mismo. Aparece claro en el símbolo apostólico de la fe;
está construido trinitariamente: primero se confiesa la fe en el Padre,
Creador, después la fe en el Hijo, Salvador y, finalmente, la fe en el
Espíritu Santo. Todas las fórmulas antiguas citan la fe en la Iglesia;
siempre está unida al Espíritu Santo. Aparece como su primera obra,
antes que la comunidad de los santos, el perdón de los pecados, la
resurrección de la carne y la vida eterna; porque todas esas cosas son
concedidas por la Iglesia, pero ella vive del Espíritu Santo.
El hombre cree en Dios por amor de Dios, por Dios mismo; en la fe
viva se entrega a Dios. La Iglesia es objeto de la fe que el hombre
tiene a Dios. Podemos decir con una distinción escolástica que Dios es
objeto formal de la fe y la Iglesia es objeto material de ella. En la
entrega a Dios le creemos su revelación sobre la Iglesia. En este
sentido es objeto de la fe la Iglesia que predica el Evangelio y exige
creer en él; es un misterio de la fe.
4. Esta distinción es tan importante que la teología la ha tenido
siempre en cuenta. Dice, por ejemplo, Pedro Crisólogo (Sermón 57;
fPL 52, 360 C): «Cree en Dios, quien confiesa a la Iglesia en Dios.»
Paschasius Radbertus explica así la diferencia (De fide, spe et caritate,
I, 6, núms. 1 y 2; PL 120, 1402-1404): «Nadie puede decir con razón:
creo en mi prójimo o en un ángel o en una criatura. En la Sagrada
Escritura encontraréis por todas partes que esa fe sólo se refiere a
Dios... Es cierto que decimos: creo en este hombre, del mismo modo
que decimos: creo en Dios; pero no creemos ni en este hombre ni en
ningún otro. Porque ellos no son ni la Verdad ni la Bondad, ni la Luz ni
la Vida, sino que sólo participan de ellas. Por eso dice el Señor en el
Evangelio cuando quiere aludir a su identidad esencial con el Padre:
vosotros creéis en Dios, creéis también en mí. Si no fuera Dios, no se
podría creer en El; por tanto, con esas palabras se revela a Sí mismo
como Dios. No decimos por tanto; creo en la santa Iglesia católica, sino
que dejamos la partícula «en» y decimos: Creo la Santa Iglesia
católica, lo mismo que decimos creo la vida eterna y la resurrección de
la carne. De otra forma parecería que creemos en las criaturas y eso
no está permitido. Creemos sólo en Dios y en su única majestad.»
Según Rufino de Aquileya la preposición «en» separa al creador de las
criaturas, lo divino de lo humano (Comentario al Símbolo de los
Apóstoles, 26; PL 21, 373 A-B). Santo Tomás de Aquino piensa lo
mismo; dice en la Suma Teológica (II 2 q. 1, art. 9 ad 5): «Cuando se
dice «creo en la Iglesia católica», hay que entenderlo del hecho de que
nuestra fe se refiere al Espíritu Santo que santifica a la Iglesia, de
forma que resulta este sentido: creo en el Espíritu Santo que santifica
a la Iglesia. Pero es mejor y corresponde al uso general suprimir la
partícula «en» y decir sencillamente creo la santa Iglesia católica, tal
como se expresa también el papa León.» De modo parecido dice San
Alberto Magno (In 3 Sent. d. 34, art. 6): «Cinco artículos de la fe se
refieren al Espíritu Santo, respecto a El mismo y respecto a sus
dones... Entre los regalos y dones el primero es aquel mediante el que
santifica y une la Iglesia... Creo la Santa Iglesia católica, es decir, creo
en el Espíritu Santo que santifica la Iglesia católica, es decir, la Iglesia
universal...»
La distinción se remonta a ·Agustín-SAN, que habla de una fe en
Dios (in Deum), de una fe a Dios (Deo) y de una fe frente a la verdad
que Dios revela (Credo Deum). Dice, por ejemplo, en un sermón sobre
el Evangelio de San Juan (In lo trat. 29, n. 6; PL 35, 1631):
«No intentes entender para creer, sino creer para entender; pues si
no creéis, no entenderéis. Mientras yo he aconsejado la obediencia
para posibilitar la comprensión de la fe... vemos que EL (Cristo) dice:
Quien quiera cumplir la voluntad de mi Padre, reconocerá mi doctrina.
¿Qué significa: reconocerá? Significa: entenderá. Pero, ¿qué significa:
quien quiera cumplir la voluntad de mi Padre? Significa: creer. Todos
están de acuerdo en que «reconocerá» significa «entenderá». Pero
para entender que las palabras «quien quiera cumplir la voluntad de mi
Padre» se refieren a la fe necesitamos que el Señor nos lo explique
mejor y que nos demuestre que el cumplimiento de la voluntad del
Padre pertenece realmente a la fe... El Señor dice claramente «es obra
de Dios que creáis en quien El ha enviado». Que creáis en El, no que
le creáis. También los demonios le creyeron pero no creyeron en El.
De sus apóstoles podemos decir al contrario: «creemos a Pablo», pero
no podemos decir «creemos en Pablo»; creemos a Pedro, pero no
creemos en Pedro... ¿Qué significa, pues, creer en EL? Estar unidos a
El por la fe, amarle por la fe, dirigirse a El por la fe y estar unido a sus
miembros.»
En el espíritu de San Agustín se mueve Fausto de Reij (De Spiritu
Sancto, I, 2; PL 62, 11 A): «Creo la Iglesia como madre del
renacimiento, pero no creo en la Iglesia como si fuera la autora de la
salvación.» El Catecismo Romano dice a este respecto: «La confesión
de una santa Iglesia católica es necesariamente cosa de la fe. Pero
mientras que en (latín: in) las tres Personas de la Trinidad -en el
Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo- creemos de manera que
fundamos en (latín: in) ellos nuestra fe, variamos la expresión y no
decimos: creemos en (latín: in) la santa Iglesia católica, sino
sencillamente: creemos la santa Iglesia católica. La diferencia de
expresión alude a la diferencia entre Dios creador y lo creado, y a la
vez significa que atribuimos a Dios todos los dones de gracia de la
Iglesia».
5. Así entendida la fe, el Catecismo Romano exige la fe para la
verdadera comprensión de la Iglesia cuando escribe: «Finalmente, hay
que enseñar en qué medida pertenece a los artículos de la fe el creer
en una Iglesia. Pues, aunque todos perciben con sus sentidos y razón
que en la tierra hay una iglesia, una comunidad de hombres
consagrados a Cristo, el Señor, y parece que no necesitan de la fe
para saberlo, porque ni los judíos ni los turcos dudan de ello, sólo el
entendimiento iluminado por la fe puede reconocer los misterios
implicados en la santa Iglesia de Dios; las conclusiones racionales no
le fuerzan ni le obligan a conocerlos. Por tanto, como este artículo
trasciende las facultades y fuerzas de nuestro conocimiento no menos
que los otros, confesamos con plena razón que conocemos el origen,
los oficios y las dignidades de la Iglesia con los ojos de la fe y no con la
razón humana» (parte I, cap. 10, cuestión 17).
6. Según esto la Iglesia es también objeto de las profesiones de fe
en todas sus variantes. En ellas expresa el orante su fe en la Iglesia.
Pero no es el individuo aislado quien al orar cumple su fe en la
profesión de fe, sino que es el yo definido por su pertenencia a la
comunidad de hombres solidarios por la palabra de Dios en el Espíritu
Santo. En cierto modo no reza el yo individual sino el yo social, no reza
el hombre en cuanto persona, sino el hombre en cuanto miembro. En
la oración y confesión del individuo reza pues, y confiesa su fe la
comunidad misma; en el yo individual habla el nosotros de la totalidad.
En la profesión de fe el creyente realiza su fe en nombre de toda la
Iglesia (Tomás de Aquino, Suma Teológica II, 2 q. 1 a. 9 ad 3; in 3
Sent. d. 25 q. 1, art. 2 ad 4). Resulta, por tanto, que en los símbolos de
la fe la Iglesia expresa por boca de sus miembros su fe en la Iglesia, es
decir, en sí misma. Se profesa a sí misma y su misterio que es un
elemento del misterio de la salvación. Por raro que parezca que la
Iglesia crea en sí misma y tenga que creer en sí misma, es seguro que
la Iglesia sólo en la fe logra una recta interpretación de sí misma en
cuanto nuevo pueblo de Dios fundado por Cristo. Sin la fe no puede
tener tal conciencia de sí misma; sin la fe la Iglesia misma se
malentendería, pues lo que ve inmediatamente en su propia existencia
es lo humano con sus debilidades y limitaciones, no lo divino. En la fe
la Iglesia se afirma a sí misma en cuanto continuación y prolongación
del misterio de Cristo, a pesar de todas las experiencias que hace
inmediatamente en sí misma. En la autoconciencia creyente obrada por
Dios la Iglesia se vuelve sobre sí misma y se afirma. Esta
autointerpretación está implicada en la fe en Dios que se revela en
Cristo.
En esta autointerpretación la Iglesia se confiesa la única santa
Iglesia apostólica, la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la
verdad divina. La afirmación de sí misma es una oración frente a Dios,
ya que es justamente afirmación de Dios mismo; y frente a los hombres
es un testimonio de Cristo que la Iglesia tiene que dar en el Espíritu
Santo hasta la vuelta de Cristo según el mandato del Señor mismo
(Apoc. 1, 9). Dentro de la Iglesia dan este testimonio unos ante otros,
especialmente los portadores del oficio de enseñar ante los fieles que
escuchan.
En el artículo noveno del Símbolo apostólico la Iglesia es, según
esto, tanto objeto como sujeto de la fe. Es lo uno siendo lo otro. El
individuo no puede cumplir su fe más que en cuanto miembro de la
Iglesia y la Iglesia cumple su fe por medio de los creyentes.
7. Surge aquí la cuestión de si todas estas reflexiones no se mueven
en un círculo intelectual cerrado. Así es en realidad, pero no son lo
que se llama un circulus vitiosus. Estamos más bien en el círculo de la
fe que es algo perfecto y total en sí mismo. Quien lo ve sólo desde
fuera se quedará perplejo como ante un enigma. Para entender estas
reflexiones hay que tener en cuenta que la Iglesia nos testifica la
Revelación ocurrida en Cristo. Este testimonio tiene fuerza de
convicción porque la Iglesia tiene la autoridad de Cristo. Pero este
mismo hecho nos es a su vez garantizado por la Iglesia. La razón por la
que el testimonio de la Iglesia tiene garantía absoluta -a saber, su
autoridad divina- nos es garantizado también por el testimonio de la
Iglesia sobre sí misma. En su testificación sobre Cristo está incluido el
testimonio sobre sí misma. Sobre su testimonio de sí misma descansa
su testimonio de Cristo. Su testimonio de sí misma soporta su
testimonio de Cristo y su testimonio de Cristo soporta el testimonio que
da de sí misma. Su testimonio sobre sí misma sólo es verdadero, si lo
es su testimonio de Cristo. Ambas testificaciones se fundan y
condicionan recíprocamente.
¿Cómo puede justificarse este círculo? Porque la Iglesia tiene
conciencia inmediata del misterio de Cristo y, por tanto, de su propio
misterio. «En último término todo debe referirse a una certeza
inmediata. También esta certeza es inmediata: la Iglesia católica ha
oído de labios del Señor mismo lo que debe ser; a ella le habla cuando
dice: «me quedo con vosotros hasta el fin del mundo»; también se
dirigen a ella aquellas palabras: «como mi Padre me envió, yo os envío
a vosotros». A su cabeza aseguró el Señor: «tú eres Pedro, y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella». Ella misma ha oído éstas y parecidas
palabras, que más tarde fueron inscritas en su centro por varones a
quienes sólo ella conoce, a quienes sólo ella podía dar los predicados
apropiados, a quienes, fuera de su círculo, jamás se les hubieran
podido ocurrir esos predicados; ella misma vio las obras y los milagros
del Señor y escuchó sus palabras y sermones; querer obligarla a
buscar y dar otros argumentos sería lo mismo que obligar a uno que
ha visto un hecho él mismo y está plenamente cierto de él a que exija a
otro hombre que le testifique que ha visto ese hecho, como si lo vivido
por él mismo sólo pudiera ser cierto para él cuando otro le dice que él
lo ha vivido. No hay certeza mayor que la inmediata; de nuestra propia
existencia nadie nos puede dar certeza más que nosotros mismos.
Tampoco este saber es mediato, sino inmediato» (J. A. Moler, Mece
Untersuchungen (1835) 341). Quien entra en la Iglesia por la fe
participa de este saber inmediato que se conserva en el recuerdo de la
Iglesia.
8. I/ESCANDALO/FE ESCANDALO/I/FE: Sólo consigue la visión de la
fe quien se libera del orgullo y vanidad, de toda afirmación de sí mismo
frente a Dios. Como el hombre está siempre expuesto a la tentación de
afirmarse a sí mismo contra Dios, está siempre en peligro de ver a la
Iglesia falsa o torcidamente. La tentación es fomentada por el
escándalo de la Iglesia y el hombre cae en ella cuando se escandaliza
de la Iglesia. La razón de este escándalo es la misma que en Cristo: la
unión de lo divino a lo humano, el destierro de Dios en la debilidad
humana (/Flp/02/06-08).
·Möhler describe así la unión de lo divino y lo humano en la Iglesia
(Symbolik 36) I/DIVINO-HUMANA
«Por Iglesia en la tierra entienden los católicos la comunidad visible
de todos los creyentes, fundada por Cristo, en la que bajo la dirección
de Cristo y por medio de un apostolado ininterrumpido y ordenado son
continuadas hasta el fin del mundo las actividades desarrolladas por el
mismo Cristo durante toda su vida terrena para purificación y
santificación de la humanidad, y en la que a lo largo de los tiempos son
llevados todos los pueblos hacia Dios. Por tanto, se ha confiado algo
tan grande e importante a una unión visible de hombres. La razón
última de la visibilidad de la Iglesia es la encarnación del Logos divino;
si se hubiera infundido en el corazón de los hombres sin haber
asumido la figura de siervo y sin haberse manifestado en un cuerpo
humano, habría sido también fundada una Iglesia invisible e interna.
Pero al encarnarse, la Palabra se pronunció a sí misma de modo
humano, externamente inteligible, habló a los hombres como hombre,
padeció y actuó humanamente, para recuperar a los hombres y
llevarlos al reino de Dios; el medio que eligió para conseguir su fin
correspondía plenamente a los métodos generales de educación
condicionados por la naturaleza y necesidades del hombre. Esto fue
decisivo para la creación y constitución del medio por el que Cristo
quería actuar en el mundo y para el mundo, incluso después de
haberse marchado del mundo. La divinidad había actuado en Cristo
humanamente, y humana iba a ser la forma de proseguir su obra. La
predicación de su doctrina necesitaba ahora una mediación visible y
humana, y tenía que ser confiada a mensajeros que enseñaran y
educaran a la manera humana y visible; tenían que ser hombres
quienes hablaran y trataran con los hombres, para llevarles la palabra
de Dios; y como en el mundo de los hombres lo grande sólo prospera
dentro de una comunidad, Cristo fundó también una comunidad y su
divina palabra, su viva voluntad y su generoso amor crearon una
íntima fuerza cohesiva en los suyos, de forma que a su organización
externa correspondiera un impulso amoroso puesto en el corazón de
los creyentes y así nació entre ellos una viva e íntima unión recíproca y
se pudo decir: ahí están, ahí está su Iglesia, la institución en la que El
pervive, en la que sigue actuando su espíritu y resonando la eterna
Palabra por El pronunciada. La Iglesia visible desde el punto de vista
desarrollado es, pues, el Hijo de Dios que se encarna continuamente
en figura humana, que se renueva y rejuvenece sucesivamente hasta
el fin de los tiempos; es la continua encarnación del Hijo de Dios; la
Sagrada Escritura llama por eso a los creyentes cuerpo de Cristo. Es,
pues, claro que, aunque la Iglesia se compone de hombres, no es
puramente humana. En Cristo hay que distinguir lo divino y lo humano,
pero ambas cosas forman unidad en El; y así se prolonga y continúa
en la Iglesia como totalidad indivisa. La Iglesia, su permanente
manifestación, es a la vez divina y humana, es la unidad de ambas
cosas.
Es Cristo quien actúa ocultamente en las estructuras terrenas y
humanas de la Iglesia, que tiene un aspecto humano y otro divino, sin
que puedan separarse uno del otro. Ambos aspectos intercambian por
eso sus predicados: lo divino, Cristo vivo y el Espíritu Santo, es lo
infalible en la Iglesia, pero también lo humano es infalible porque lo
divino no existe para nosotros sin lo humano, lo humano no es infalible
de por sí, pero lo es por ser órgano y manifestación de lo divino. Ahora
entendemos por qué pudo ser confiado a los hombres algo tan grande
y tan importante.»
I/KENOSIS KENOSIS/I: El autoextrañamiento de Dios en la Iglesia es
más amplio y profundo que el que hizo en Cristo, ya que en la Iglesia lo
divino entra en la imperfección y pecaminosidad humanas; se confía a
manos que pueden estar sucias. Por eso está más oculto que en
Cristo. Pero la debilidad tiene por otra parte un límite en la
indestructibilidad e infalibilidad que Cristo prometió a la Iglesia.
Así es tentado el hombre de escandalizarse de la Iglesia, sólo por la
fe puede vencer esa tentación. Gracias a la fe se da cuenta de que la
Iglesia, por ser la continuación del misterio de Cristo, está sometida a
la misma ley que condujo a Cristo hasta la muerte (Mt 16, 21; Lc 24,
26), muerte que fue un escándalo para los judíos y una locura para los
paganos. La gloria de Dios está presente en la Iglesia, pero sólo se
revela en las formas a la vez veladas de lo humano, finito y limitado. Lo
eterno se manifiesta en figura temporal: sólo puede llegar hasta
nosotros en figura temporal para que lo temporal pueda ser
transformado en eterno. En la fe el hombre logra a la vez la seguridad
de que lo oculto se revelará algún día. El escándalo es así superado;
quien no lo supera creyendo, será vencido por él. El judío y el pagano
se rieron de Cristo (Rom. 1, 16; I Cor. 1, 20-31; ACT. 17, 18-20, 32) y
también creerán que la Iglesia es una locura o un engaño.
SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA IV
LA IGLESIA
RIALP. MADRID 1960.Págs. 18-28