IGLESIA - NOTAS - TEXTOS

 

1. I/APOSTOLICIDAD

Carta del Arzobispo

El ministerio del Obispo

No es mal momento el de las Visitas pastorales, tantas y en tantos 
años, para que ustedes y yo nos paremos a pensar, con ojos de fe, 
en el ministerio apostólico del obispo.
Apostólico he dicho, y esto nos remite a un momento señalado de la 
vida pública de Jesús, que nos describe así san Lucas: "Salió El hacia 
la montaña para orar y pasó la noche en oración a Dios. Cuando llegó 
el día, llamó a sí a los discípulos y escogió a doce de ellos, a quienes 
dio el nombre de Apóstoles" (6, 12-13). San Marcos (3, 14) añade 
este detalle significativo: "Designó a doce para que estuviesen con él 
y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar demonios". En 
distintos pasajes de los evangelios se va concretando la silueta de los 
doce, encabezados siempre por Pedro, al que Jesús dotaría del poder 
de atar y desatar, fe personal indefectible, pastoreo universal de 
ovejas y corderos en la grey del Señor.
A todos los apóstoles les son aplicables estas grandes afirmaciones 
de Jesús: - Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a 
vosotros.
- El que a vosotros os acoge a mí me acoge, el que a vosotros os 
desprecia a mí me desprecia.
- Haced esto (el misterio eucarístico) en memoria mía.
- A quienes perdonéis los pecados les serán perdonados.
- Id y predicad a todas las naciones.
Esos son los textos más emblemáticos sobre el ministerio de los 
Doce; pero, espigando por las páginas del Nuevo Testamento, 
encontramos que a ellos les fue dado conocer los misterios del Reino, 
ser amigos y no siervos, conversar con Cristo resucitado, recibir el 
Espíritu de Pentecostés. Y, por decirlo todo, sabemos también que, 
en su etapa de discipulado, discutían entre sí sobre los primeros 
puestos del Reino, Jesús los recriminó como hombres de poca fe, uno 
de ellos lo entregó a sus verdugos, otro lo negó tres veces y los 
demás, excepto Juan, lo abandonaron a su suerte en la pasión y 
crucifixión. Hombres de carne y hueso como nosotros, pero que lo 
dejaron todo por El, se rehicieron con la experiencia de la 
Resurrección y, confortados por el Espíritu, fueron todos pregoneros 
del Evangelio y derramaron su sangre por el Maestro.

Los primeros sucesores
¿De qué hubiera servido todo aquello, si Cristo no hubiera 
garantizado otros eslabones de la cadena, para que llegaran intactas 
hasta nosotros su palabra bendita, su Iglesia santa, todos los dones 
de su salvación? Yo estaré con vosotros, aseguró el Maestro, todos 
los días hasta la consumación de los tiempos (Mt. 28, 20). Los 
apóstoles asociaron ya su ministerio a otros varones escogidos de 
entre los miembros de las primeras comunidades. Primero fue la 
institución de los diáconos, tal cual la describen los Hechos de los 
Apóstoles. Luego vendrían los responsables directos de las Iglesias 
nacientes.
En la primera Carta de san Pedro, dirigida a las comunidades de la 
diáspora judía, leemos preciosas exhortaciones a los pastores de las 
Iglesias, no está claro todavía si obispos o presbíteros, pero cierto 
que continuadores de la predicación apostólica. Les dice: "Apacentad 
el rebaño de Dios que os ha sido confiado, no por la fuerza, sino con 
blandura según Dios; no por sórdida ganancia, sino con prontitud de 
ánimo; no como dominadores sobre la heredad, sino sirviendo de 
ejemplo al rebaño. Así, cuando aparezca el Pastor soberano, 
recibiréis esa corona inmarcesible de la gloria" (I Pe. 5, 2- 4).
Timoteo y Tito, discípulos, amigos y compañeros muy jóvenes de 
Pablo en sus correrías apostólicas, fueron destinatarios de sendas 
cartas del Apóstol, que se dirige a ellos con el título de hijo amado, o 
hijo mío verdadero, a los que considera ya obispos y dice cosas como 
estas: "Te exhorto a que hagas revivir el carisma de Dios que hay en 
ti por la imposición de mis manos. Guarda el buen depósito (de la fe) 
por la virtud del Espíritu, que mora en nosotros" (A Timoteo). "Es 
preciso que el obispo sea intachable, como administrador de Dios... 
hospitalario, amador de los buenos, modesto, justo, santo, continente, 
guardador de la palabra fiel; que se ajuste a la doctrina, de suerte 
que pueda exhortar a la doctrina sana y argŸir a los contradictores" 
(A Tito).

Un modelo del siglo II
Otro, que no tenía nada de joven pero sí de obispo insigne, 
cargado de años y lleno de sabiduría, fue Ignacio de Antioquía quien, 
en los primeros años del siglo II, fue condenado a las fieras en el 
Circo de Roma. En su camino hacia allá, fue dejando como joyas unas 
cartas a las Iglesias del recorrido sobre las comunidades y sus 
pastores. Suya es la expresión "Nada sin el Obispo" y suya, entre 
muchas, es esta semblanza entrañable del Obispo de Filadelfia: "Sé 
muy bien que vuestro obispo no ha recibido el ministerio de servir a la 
comunidad ni por propia arrogancia ni de parte de los hombres, ni por 
vana ambición, sino por el amor de Dios Padre y del Señor 
Jesucristo... Su vida está tan en consonancia con los preceptos 
divinos como las cuerdas con la lira... conozco bien sus virtudes y su 
gran santidad: sus modales, su paz y su mansedumbre son como un 
reflejo de la misma bondad del Dios vivo".
¿A qué seguir? San Agustín tiene un libro homilético sobre los 
pastores donde acuña la famosa expresión "Con vosotros soy 
cristiano, para vosotros soy obispo; el primero es un título de honor, 
el segundo de responsabilidad". Y, perdón ya por las citas, pero 
considero hoy necesaria, para el propio obispo, sus presbíteros y los 
demás miembros del Pueblo de Dios, una lectura de fe del ministerio 
apostólico, tal y como salió de las manos del Señor, fue encarnado 
por sus primeros titulares, los santos apóstoles, y por sus modelos 
arquetípicos, los santos Padres. ¡Quién pudiera!

El binomio obispo-comunidad
Dando desde allí un salto a nuestro siglo, baste recordar que lo 
que el Concilio de Trento fue en el XVI para apuntalar la doctrina del 
sacerdocio cristiano lo ha sido el Vaticano II en sus enseñanzas sobre 
el episcopado. Ocupan el capítulo IV de la Constitución sobre la 
Iglesia y todo el decreto Christus dominus sobre el ministerio pastoral 
de los obispos en la Iglesia. Del Concilio emana una figura de obispo 
más bíblica, más evangélica, más eclesial, más pastoral y, en 
definitiva, más cercana y más moderna.
Se nos muestra como sucesor de los apóstoles, pastores de la 
Iglesia local, sacerdote en plenitud, maestro de la fe, animador de la 
vida cristiana, padre y hermano de los sacerdotes, promotor de las 
vocaciones consagradas, servidor de la unidad, respetuoso con los 
carismas y responsable de su discernimiento. Vínculo de comunión 
con el sucesor de Pedro y con todas las Iglesias. Fuente de santidad 
sacramental y llamado a ser modelo y estímulo de la santidad moral.
¿Ven cuán necesitados estamos de la ayuda del Pueblo de Dios los 
agraciados y cargados con este ministerio? Por algo se incluye una 
oración por el obispo en el Memento de la misa y en las Preces de 
Vísperas. Quien sólo se fije en la persona, ya sea en sus deficiencias 
y limitaciones, ya en sus talentos y virtudes, no da en el clavo. El 
binomio obispo-comunidad se ha de vivir con provecho eclesial en las 
dos direcciones, cuando nos miramos desde las dos orillas con ojos 
de fe: -Este pueblo es la heredad del Señor, su santa grey, ¿cómo 
podría yo menospreciarlo, no echarle cuentas, defraudarlo? -Este 
hermano mío encarna a Cristo-Pastor ¿cómo negarle la acogida, la 
docilidad religiosa, el amor filial? Quede todo así.

ANTONIO MONTERO
Semanario "Iglesia en camino"
Archidiócesis de Mérida-Badajoz
No. 234 - Año V - 14 de diciembre de 1997

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2. APOSTOL/DOCE I/ORIGEN I/PUEBLO-DE-D
El origen de la Iglesia 
De entre las muchas y complicadas cuestiones relacionadas con el 
problema de la fundación de la Iglesia por Jesús, sólo cabe destacar 
aquí una pequeña sección. Aquélla precisamente que esclarece el 
núcleo del pensamiento eclesial de Jesús. Que Jesús quiso ser más 
que un propagandista de una nueva moralidad, que por lo demás no 
sería obligatoria y quedaría al capricho del individuo; que quiso más 
bien una nueva comunidad religiosa, un pueblo nuevo, lo expresó él 
mismo con un gesto único y sencillo, que Marcos formula así: «Llamó 
a los que quiso... y designó a doce...» (Mc 3,13s). Mucho antes de 
que existiera el nombre de "apóstol" (sólo apareció sin duda después 
de la resurrección), ya existía la comunidad de los doce, cuyo nombre 
esencial era cabalmente ser «los Doce». Toda la importancia que se 
daba precisamente a ese número de doce, se mostró bien a las claras 
después de la traición de Judas: los apóstoles (bajo la dirección de 
Pedro) consideraron como su primer deber restablecer el número 
perdido de doce (Act 1,15-26) De hecho, ese número era cualquier 
cosa menos indiferente o casual. Israel seguía considerándose como 
el pueblo de las doce tribus, que esperaba para la era mesiánica de 
salvación el restablecimiento precisamente de las doce tribus de 
Israel, que habían nacido un día de los doce hijos de Jacob-Israel. Al 
"designar a doce", Jesús se confesaba como el nuevo Jacob (cf. 
también Jn 1,51; 4,12ss), que ponía ahora el fundamento del nuevo 
Israel, del nuevo pueblo de Dios, que había de nacer de estos doce 
nuevos patriarcas para formar el verdadero pueblo de las doce tribus 
en virtud de la palabra de Dios; y a esos hombres se les confiaba el 
esparcir su semilla.
Así, en el fondo, toda la acción de Jesús en el círculo de los doce 
era al propio tiempo obra de fundación de la Iglesia, en cuanto toda 
estaba dirigida a capacitarlos para ser padres espirituales del nuevo 
pueblo de Dios. Más aún, se ha hecho notar que en la 
autodesignación de Jesús como "Hijo del hombre" vibra siempre el 
factor fundacional, porque, desde su origen en Dan 7, es palabra 
simbólica para designar al pueblo de Dios de los últimos tiempos. Al 
aplicársela Jesús a sí mismo, se designa implícitamente como creador 
y señor de este nuevo pueblo, con lo que toda su existencia aparece 
referida a la Iglesia (Kattenbusch). Pero hay naturalmente ciertos 
momentos en su vida en que gravita con mayor fuerza su intención de 
fundar la Iglesia. Tales momentos son la colación del poder de atar y 
desatar a Pedro (Mt 16,18s y Jn 21,15-17) y a los apóstoles (Mt 
18,18), y más todavía la última cena. Sabios como A. Schlatter, T. 
Schmidt, F. Kattenbusch, K.H. Schelkle han mostrado que la última 
cena debe concebirse como el verdadero acto fundacional de la 
Iglesia por parte de Jesús. Cierto que precedieron la vocación de los 
doce y el primado de Pedro; ni una ni otra cosa se suprimen en la 
cena, sino que se dan por supuestas y ambas cobran con la cena su 
propio y verdadero sentido. Porque sólo con la cena da Jesús a su 
futura comunidad un punto específico de apoyo, un acontecimiento 
aparte, que sólo a ella le conviene, la destaca de manera 
inconfundible de toda otra comunidad religiosa y la reúne con sus 
miembros y con su Señor para formar una nueva comunidad. Pero 
aquí es sobre todo instructivo el estrecho contexto con la pascua 
judía. Si la última cena de Jesús fue una comida pascual o si, al 
tiempo que se sacrificaban los corderos pascuales, se estaba él 
desangrando sobre la cruz, no lo sabemos con certeza. En todo caso 
se da un estrecho nexo con la pascua judía: o insertó Jesús su nueva 
comida en la antigua comida pascual y así declara su comida como 
verdadera pascua, o murió en la hora misma en que corría en el 
templo la sangre de los corderos pascuales, y demostraba así ser el 
nuevo y verdadero cordero pascual (cf. Jn 19,36 y Éx 12,46; lCor 5,7). 
PAS/ISRAEL: Ahora bien, la primera noche pascual fue la verdadera hora del nacimiento del pueblo de Israel. Fue la noche en que el ángel de Dios exterminó a los primogénitos de los egipcios y perdonó a los hijos de Israel, los dinteles de cuyas casas estaban marcados con la sangre del cordero (Ex 11-12). Ello acabó por dar al pueblo esclavizado de Israel la libertad de salir de Egipto y convertirse 
en un verdadero pueblo. Si, pues, Israel celebraba año tras año la 
pascua, pensaba en su nacimiento como pueblo que le fue dado en 
aquella noche. La pascua era más que un mero recuerdo; seguía 
siendo el hontanar del que vivía Israel y lograba su unidad como 
pueblo de Dios. Israel seguía sintiéndose afirmado sobre el 
acontecimiento pascual, para recibir de él su renovada fundación. En 
la fiesta de pascua vuelve a reunirse todo el pueblo de Israel, 
disperso por todo el mundo y en el templo único de este pueblo para 
encontrarse aquí, en este lugar único de culto, con su Dios y sentir 
así el centro de su unidad. «El culto es en el antiguo Israel un acto 
creador, en que se hace presente la redención histórica y 
escatológica e Israel es creado de nuevo como pueblo de Dios» (N.A. 
DAHL, Das Volk Gottes, Oslo 1941, 722).
EU/PUEBLO-D I/UNIDAD Y ahora podemos reflexionar: Cristo se 
entiende a sí mismo como el nuevo y verdadero cordero pascual, que 
muere vicariamente por todo el mundo e instituye la comida en que se 
come su carne y se bebe su sangre en verdadera y definitiva comida 
pascual. Esto significa que a esta comida le conviene ahora el sentido 
que antaño fue característico de la celebración de la pascua judía. 
Así, resulta que esta comida aparece como el origen de un nuevo 
Israel y centro permanente del mismo. Como el antiguo Israel veneró 
un día en su templo su centro y la garantía de su unidad y en la 
celebración común de la pascua realizó de manera viva esta unidad, 
así ahora la nueva comida será el vínculo de unidad de un nuevo 
pueblo de Dios. Éste no necesita ya el centro local de un templo 
exterior, porque en esta comida ha encontrado una unidad interior 
mucho más profunda: con su cena el Señor único está personalmente 
entre ellos, dondequiera que se encuentren; todos comen de un 
Señor, dentro del cual se funden por esa comida: el cuerpo del Señor, 
que es centro de la comida del Señor, es el nuevo templo único, que 
aúna a los cristianos de todos los lugares y tiempos con unidad 
mucho más real de lo que pudiera hacerlo un templo de piedra. Así, 
de esta nueva pascua cabe decir de manera más eficaz y real lo que 
ya se dijo de la antigua: que no sólo fue fuente y centro del pueblo de 
Dios, sino que lo es y lo será siempre. 
J/TEMPLO: Aquí hay que recordar todavía otra serie de ideas, que 
pueden esclarecer aún más todo el problema. Mateo y Marcos, lo 
mismo que Juan, transmiten (aunque en contextos distintos) una 
palabra de Jesús según la cual reedificaría en tres días el templo 
destruido sustituyéndolo por otro mejor (Mc 14,58 y Mt 26,61; Mc 
15,29 y Mt 27,40; Jn 2,19; cf. Mc 11,15-19 par; Mt 12,6). Tanto en los 
sinópticos como en Juan, es evidente que el nuevo templo «no hecho 
por mano de hombre» es el cuerpo glorificado de Jesús. Por eso, 
según todo lo dicho, el sentido de la frase completa sólo puede ser 
éste: Jesús anuncia la ruina del antiguo culto y, con él, del antiguo 
pueblo elegido y de la antigua economía mientras promete un culto 
nuevo y superior, cuyo centro será su propio cuerpo glorificado. 
Partiendo de aquí cobra también su sentido exacto el relato de que a 
la muerte de Jesús se rasgó el velo del Sancta sanctorum 
(/Mc/15/38:/Mt/27/51:/Lc/23/45). En este rasgarse se cumple 
simbólicamente de antemano la ruina del antiguo templo. El Sancta 
sanctorum, cuyo velo se rasga, deja de ser lugar de la presencia de 
Dio, el templo ha perdido su corazón, y el culto, que todavía se 
celebra en él por algún tiempo, se convierte así en un gesto vacío. 
Con la muerte de Jesús el templo antiguo y, por ende, el culto y el 
pueblo cuyo centro era, pierde toda su legitimidad, porque ahora ha 
nacido el nuevo culto y el nuevo pueblo cultual, cuyo centro es el 
nuevo templo: el cuerpo glorificado de Jesús, que representa ahora el 
lugar de la presencia de Dios entre los hombres y su nuevo centro de 
culto.
Resumiendo, puede decirse que Jesús creó una "Iglesia", es decir, 
una nueva comunidad visible de salvación. Jesús la entiende como un 
nuevo Israel, como un nuevo pueblo de Dios que tiene su centro en la 
celebración de la cena, en la que ha nacido y en la cual encuentra su 
centro permanente de vida. O dicho de otra manera: el nuevo pueblo 
de Dios es pueblo que nace del cuerpo de Cristo.

JOSEPH RATZINGER
EL NUEVO PUEBLO DE DIOS
HERDER 101 BARCELONA 1972.Págs. 89-93
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