IGLESIA

 

Luis González de Carvajal

 

1. La Iglesia y el reino de Dios 

1.1. La Iglesia está al servicio del reino de Dios

No es la Iglesia, sino el reino de Dios, quien ocupa el lugar central de la predicación de Jesús. Todo su mensaje podría sintetizarse en esta frase: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1,14-15). Por eso a la Iglesia le está prohibido convertirse en la meta de sus propios esfuerzos; ella existe única y exclusivamente en función del reino. El Concilio Vaticano II lo afirmó sin rodeos: la Iglesia «recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino» (LG 5 b). Podríamos decir que la Iglesia es «la comunidad de los pretendientes al reino de Dios» 1. Sus miembros esperan la venida definitiva de ese reino que la liturgia caracteriza como un «reino de verdad y vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz»

2. Y tienen razones para esperar que tendrán cabida en él (Mt 19,28). Pero saben que, si no son fieles, podrían ser excluidos de la fiesta final (Mt 7,22-23). En cambio, otros, que nunca formaron parte de la Iglesia, serán incorporados al reino (Mt. 25,34-40).

1.2. La «escatopraxis» de las comunidades cristianas

Puesto que son los pretendientes al reino de Dios, los miembros de la Iglesia viven -o al menos intentan vivir- la «escatopraxis» 3, es decir, la praxis del final de los tiempos. Por eso decía el Concilio que constituyen «en la tierra el germen y el principio (germen et initium) del reino».

Lógicamente, en la medida en que la Iglesia sea fiel a la «escatopraxis» aparecerá como una «sociedad de contraste» 4, la irrupción de lo radicalmente nuevo en un mundo viejo y caduco: «El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5,17). Se trata de una alternativa de vida basada:

- En la familiaridad con Dios, «que nos hace exclamar: ¡Abbá, Papá!» (Rom 8,15).

- En la igualdad humana: «No llaméis a nadie 'padre', ni 'maestro', ni 'señor' en la tierra, porque uno solo debe ser vuestro Padre, Maestro y Señor: el del cielo. Todos vosotros sois hermanos» (Mt 23,8-10).

- En el servicio: «Ya sabéis que en la tierra lo normal es que los jefes se endiosen. ¡Que no sea así entre vosotros! Entre vosotros, el primero debe ser el esclavo de todos» (Mt 20,25-28).

- En la libertad: «Para ser libres nos liberó Cristo, de modo que manteneos firmes y no os dejéis poner otra vez el yugo de la esclavitud» (Gál 5,1).

- En el compartir frente al tener: El dinero ya no puede ser por más tiempo tu «señor» (Mt 6,24), así es que, «si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y así Dios será tu tesoro. Luego, ven y sígueme» (Mt 19,21).

- En el amor incondicional: «Os doy un mandamiento nuevo: Que os améis unos a otros como yo os he amado» Un 13,34), hasta dar la vida por los demás (Jn 15,13).

El texto conciliar que reprodujimos más arriba decía también que la Iglesia ha recibido «la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos». Lo hará precisamente en la medida en que las comunidades de creyentes aparezcan ante los ojos de los demás como verdaderas «sociedades de contraste». Según una antigua tradición profética, los paganos no se incorporarían al reino de Dios como consecuencia del trabajo misionero, sino debido a la fascinación que el pueblo creyente ejercería sobre ellos:

«Sucederá en días futuros que el monte de la casa de Yahvé será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob» (Is 2,2-3).

Recordemos que Jesús dijo: «Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte» (Mt 5,14). En su pensamiento estaba, pues, que la comunidad de sus seguidores debía ser esa ciudad sobre el monte de la que hablaba el profeta Isaías; aspecto, por cierto, en el que insistió repetidas veces el Concilio Vaticano II (SC 2; LG 36 b; UR 2 e). Pues bien, para que la Iglesia lleve a cabo la misión que le ha sido encomendada -anunciar y extender el reino de Dios-, lo único decisivo es que no se mundanice y conserve «la praxis del final de los tiempos». Da igual que la Iglesia sea más o menos numerosa. Lo importante no es el tamaño de la ciudad, sino la fascinación que ejerce.

1.3. El retorno de los revolucionarios a la vida cotidiana

Ciertamente, como dice Mouroux, «los primeros cristianos se conducían con la violencia de la juventud, con la impaciencia del amor» 5. Vivían la «escatopraxis» y fascinaban. A finales del siglo II, Minucio Félix decía a los paganos: «Vosotros prohibís el adulterio, pero lo cometéis; nosotros estamos entregados exclusivamente a nuestras esposas. Vosotros castigáis los crímenes cuando ya han sido cometidos; entre nosotros es ya pecado el pensar en ellos. Vosotros teméis a quienes conocen vuestras maldades; nosotros únicamente a la conciencia, que jamás nos abandona. Finalmente, las cárceles están llenas de vuestras gentes, pero un cristiano sólo se encuentra en ellas cuando es acusado con motivo de su religión o ha apostatado de la misma» 6.

Minucio Félix aseguraba con toda naturalidad que en las cárceles no hay más cristianos que los perseguidos por su fe, sin que nadie pudiera sacarle los colores. Pero, ¿quién de nosotros se atrevería hoy a repetir sus palabras? Por desgracia, muy pronto empezó a darse eso que Max Weber llamaba «die Verallbäglichung der Revolution» 7, que podríamos traducir aproximadamente como «el retorno de los revolucionarios a la vida cotidiana».

I/SANTA-PECADORA
Es verdad que la santidad de la Iglesia no ha dejado de resplandecer nunca en sus santos, lo cual sigue siendo uno de los motivos de credibilidad y uno de los argumentos apologéticos más poderosos. Pero desgraciadamente -como en la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13,24-30)- en la viña del Señor está también presente el pecado. Los santos padres se referían a la Iglesia con la imagen audaz de la casta meretrix 8: Por su propio origen histórico y por sus tendencias innatas, la Iglesia es una «ramera», procede de la Babilonia de este mundo; pero Cristo -como en la preciosa parábola de Ez 16- la lavó y la convirtió de «ramera» en esposa. Desde entonces, en ella viven siempre en tensión la debilidad humana y la fuerza de Dios; y esto incluso en sus representantes más preclaros. Con razón el Concilio Vaticano II hizo suya una fórmula que Gisbert Voetius, teólogo calvinista de estricta observancia, pronunció en el Sínodo de Dordrecht (1618-1619): «Ecclesia semper reformanda» (LG 8 c).

2. Institucionalización de la Iglesia I/INSTITUCIÓN

La Iglesia ha ido estableciendo a lo largo de los siglos una organización tan compleja que Max Weber, en un estudio clásico 9, la consideró como «el modelo más consolidado en occidente de racionalismo burocrático». Y hay que reconocer que funciona con bastante eficacia. He aquí una anécdota significativa: El American Institute of Management realizó hace un par de décadas un estudio sobre la forma en que el Vaticano dirige, administrativa y financieramente, la Iglesia Católica. El Vaticano no solicitó ni autorizó el estudio, pero tampoco se opuso a él. Pues bien, el análisis resultó favorable para la Iglesia, que obtuvo 9.010 puntos sobre 10.000. La puntuación atribuida por el mismo Instituto a la American Telephon and Telegraph fue de 9.510. Respecto de la Iglesia, se hizo la observación de que muchos miembros del Sacro Colegio eran ya demasiado ancianos para ser eficaces como business executives.

¿Qué pensar de esto? ¿Debemos alegrarnos por la eficacia alcanzada en la administración vaticana, o preocuparnos más bien porque ha institucionalizado todo tanto que parece confiar muy poco en los carismas espontáneos que pueda suscitar el Espíritu?

2.1. Necesidad de la institución eclesial

Desde luego sería ingenuo soñar con una Iglesia no institucionalizada. En primer luga, por razones meramente sociológicas. Según Max Weber, el proceso de institucionalización de un grupo carismático es inevitable, y sin él el grupo se dispersaría y desaparecería. Y en segundo lugar, por razones teológicas. Hoy sabemos que la institucionalización de la Iglesia comenzó muy pronto. No fue -como decían antes los protestantes- a partir de Tertuliano o san Cipriano, en el siglo III; ni siquiera con san Ignacio de Antioquía o la primera carta de san Clemente de Roma, sino que se encuentra ya en el Nuevo Testamento. Y no precisamente en los escritos más tardíos del mismo. Un exégeta no católico, Ernst Kasemann, en un famoso trabajo titulado Pablo y el precatolicismo 10, ha encontrado en el gran defensor de los carismas y de la libertad de los hijos de Dios un propulsor de la organización eclesial.

Pablo, en efecto, no sólo aludía a menudo a su propia autoridad como «apóstol de Jesucristo» (Rom 1,1; 1 Cor 1,1; Gál 1,1...), sino que en el documento más antiguo del Nuevo Testamento, la Primera Carta a los Tesalonicenses, menciona ya a «los que presiden en el Señor» (1 Tes 5,12-13). De hecho, Pablo y Bernabé comenzaron en época muy temprana a designar responsables en la Iglesias, «presbíteros» (Hch 14,23); y en el discurso a los presbíteros de Efeso (Hch 20,17-38) aparecen ya los episcopoi (v. 28). Sin duda, que en ese discurso -que es un discurso de despedida- debemos ver el paso de la segunda generación cristiana, la de Pablo, a la de los responsables institucionalizados de la Iglesia.

2.2. Origen divino de la institución eclesial

I/ORIGEN-DIVINO: La teología católica ha afirmado siempre que la constitución de la Iglesia es de origen divino, pero esto no debemos entenderlo como si el Jesús histórico hubiera manifestado con todo detalle cuáles deberían ser los rasgos concretos de la institución eclesial. De hecho, en el Nuevo Testamento encontramos una gran variedad de formas institucionales que sólo con el tiempo acabarían unificándose.

Es frecuente afirmar que las Iglesias formadas por gentiles se dieron a sí mismas, ya desde la carta a los Filipenses (1,1), una organización basada en los episcopoi y diakonoi, mientras que el modelo judeocristiano se caracterizó por los presbyteroi. La fusión de ambos tipos -que se inicia desde finales del siglo I- habría dado lugar a la tríada que hoy conocemos: diáconos, presbíteros y obispos.

Hayan sido así las cosas o no, lo innegable es que hizo falta un largo proceso durante el cual la Iglesia -guiada sin duda por el Espíritu Santo fue dándose a sí misma una organización acorde con su esencia. Ciertamente, habrían sido posibles otras formas organizativas, pero a partir del momento en que la Iglesia universal se identificó con la que conocemos, ésta se convirtió en normativa y jurídicamente vinculante. Otras muchas cosas -como el canon de la Escritura o el septenario sacramental- tuvieron un origen similar.

Sin embargo, junto a los elementos normativos, la institución eclesial tiene otros muchos cuya conveniencia puede discutirse. El conocimiento de la historia de la Iglesia, y con ella de la mutabilidad de su estructura organizativa, permite distinguir entre lo esencial y lo accidental. De hecho, algunos autores han llamado la atención sobre el peligro de hiperdesarrollo de la organización eclesial: «La superorganización es un voto de desconfianza en la habilidad de los miembros de la Iglesia para cumplir su propia función (...). Una protección que vigilara a los miembros como si fuesen niños retrasados o inválidos crónicos haría fracasar la misión de la Iglesia. La protección de la Iglesia contra sí misma suena a paradójica» 11.

2.3. Institución y carisma INSTITUCION/CARISMA

La teología protestante suele acentuar la oposición entre institución y carisma. Para ella, los carismas serían dones de Dios en los que se manifiesta directamente la acción del Espíritu Santo, mientras que las instituciones serían la obra de los hombres. En esa oposición se manifiesta la tendencia protestante a excluir al hombre cuando es Dios el que actúa. En realidad, tanto los carismas como la institución eclesial son a la vez obra de Dios y del hombre. Dios nunca actúa anulando al hombre y, por tanto, detrás de los carismas hay siempre una experiencia humana sometida a todos los posibles abusos, exactamente igual que ocurre con las instituciones. Tampoco es legítimo ver detrás de las instituciones eclesiales únicamente la acción del hombre. Es cierto que es el Espíritu quien regala los carismas a la Iglesia, pero es también él quien, por la imposición de las manos, le regala los pastores.

Es verdad que han sido y siguen siendo frecuentes los conflictos entre la institución y el carisma, pero -como escribe Karl Rahner- «la armonía entre ambas estructuras de la Iglesia, la institucional y la carismática, está garantizada a la larga por el Señor de ambas estructuras» 12. Además, si bien es cierto que suele haber conflictos entre los pastores y los profetas, no conviene olvidar que también hay conflictos entre pastores y pastores, así como entre profetas y profetas.

La Iglesia necesita de la institución y necesita de los carismas. Y si los hombres de la institución necesitan purificarse constantemente, los portadores de un carisma no lo necesitan menos.

2.4. Actitudes necesarias

Lo carismático, si es realmente nuevo -y casi me atrevería a decir que sólo con esa condición es carismático-, lleva consigo algo de chocante para los hombres de la institución. La historia de la Iglesia ofrece ejemplos más que sobrados de los sufrimientos infligidos por los hombres de la institución a los hombres del carisma: san Juan de la Cruz fue recluido en la cárcel por sus mismos hermanos en religión, santa Juana de Arco murió abrasada en la hoguera, el cardenal Newman vivió muchos años «puesto en cuarentena», etc. Por eso los hombres de la institución necesitan recordar siempre la advertencia de san Pablo: «No extingáis el Espíritu; no despreciéis las profecías; examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (I Tes 5,19). Debería presuponerse la buena voluntad, la ortodoxia, la inspiración del Espíritu, y no precisamente lo contrario. Hay acciones queridas por Dios aun antes de que la jerarquía haya dado la señal de partida, y en direcciones que no habían sido aprobadas de antemano.

Pero también los hombres del carisma necesitan purificar constantemente su actitud. Congar ha desarrollado así las condiciones de una auténtica renovación de la Iglesia: 1) Primacía de la caridad: «Si en vez de estar en el corazón, la pureza se sube a la cabeza -decía ·Maritain-J, hace sectarios y herejes». 2) Permanecer en contacto con el todo: cuando en el cuerpo de Cristo el pie izquierdo da un paso adelante, ha de contar con la conformidad del pie derecho, so pena de descoyuntar el organismo. Además, permaneciendo en comunión con los demás, tienen cabida los complementos y las rectificaciones. 3) Paciencia y respeto a las dilaciones: tan sólo lo que se hace en colaboración con el tiempo puede vencer al tiempo; no vale una búsqueda impaciente de perfeccionismo: «No sea que, al recoger la cizaña, arranquéis también el trigo» (Mt 13,29). 4) Fidelidad al principio de la Tradición: no introducir nunca una «novedad» por un prurito de adaptación mecánica 13.

3. La Iglesia comunión

Antes del Concilio Vaticano II estaba vigente una concepción piramidal de la Iglesia: en la cúspide estaba el papa; a sus órdenes, los obispos; a las órdenes de éstos, los sacerdotes; y, por fin, en la base de la pirámide, los laicos, sometidos a la pasividad más absoluta. San Pío X, en la encíclica Vehementer Nos (1906), llegó a escribir: «En la sola jerarquía residen el derecho y la autoridad necesaria para promover y dirigir a todos los miembros hacia el fin de la sociedad. La multitud no tiene otro derecho que el de dejarse conducir y, como rebaño dócil, seguir a sus pastores» 14. De hecho, como decía Congar, los tratados de eclesiología eran tan sólo «jerarcología» 15. Algunos llegaban a declararlo con la brutal sinceridad del P. Domenico Palmieri, que tituló su libro: Tractatus de Romano Pontifice cum Prolegomenis de Ecclesia (Roma, 1877).

El Concilio Vaticano II dio un paso gigantesco al sustituir esa eclesiología piramidal por una eclesiología de comunión: La Iglesia local es una comunión de hermanos en la fe; y la Iglesia universal, una comunión de Iglesias locales. Es significativa la cantidad de términos empleados por la eclesiología actual, que empiezan por la preposición «con»: comunión, comunidad, concelebración, colegialidad, colaboración, corresponsabilidad...

3.1. La Iglesia local, una comunión de hermanos en la fe

En la Iglesia existen -desde luego- funciones distintas, pero eso no equivale a dignidades diferentes. La respuesta de Jesús a la pregunta de quién es el mayor en la comunidad de los discípulos fue tajante: ninguno. Expresamente compara a los suyos con la estructura autoritaria de la sociedad civil de entonces y prohíbe su introducción en la comunidad de sus seguidores (Lc 22,24-27; cf. Mt 23,8-11).

Tampoco existen en la Iglesia estados que por sí mismos sean más perfectos que otros. En todos los estados debe aspirarse a vivir en plenitud la vida cristiana. El primer esquema de la Lumen gentium tenía un capítulo titulado «Estados de la perfección evangélica a conseguir», que se abría con una breve introducción sobre la llamada universal a la santidad. Los padres conciliares, sin embargo, prefirieron dividirlo en dos capítulos: uno (el 5) sobre la vocación común a la santidad y otro (el 6) sobre la vida religiosa (a la que evitaron llamar «estado de perfección»). Así, pues, la santidad no es privilegio de unos pocos. Se trata, sin embargo, de una verdad que no siempre ha estado clara en la conciencia media de los fieles (baste recordar la impresión de novedad que produjo en su tiempo la Introducción a la vida devota, de san Francisco de Sales, que exhortaba a los laicos a buscar la perfección cristiana).

Por otra parte, el Concilio afirmó que debe accederse a la santidad en y por medio del propio estado de vida (LG 41 g), cosa que se daba por supuesta por lo que a los sacerdotes y religiosos se refiere, pero era bastante novedoso referirlo a los seglares (matrimonio, familia, trabajo, política...).

CONTINÚA