Alocución del arzobispo de Corrientes, Mons. Domingo S. Castagna,
Dedicación San Juan de Letrán -
9 de noviembre de 2003

 

Juan 2, 13-22
 

 

1. Recuperar el Templo. Debemos recuperar el valor del Templo. Es bueno acercar las celebraciones litúrgicas a una mayor participación del pueblo, pero, no lo es borrar la sacralidad del ámbito dedicado a dichas celebraciones. A veces nos comportamos como aquellos mercaderes. Con frecuencia lo convertimos en una plaza pública, lugar de entrevistas sociales, rincón susurrante de los últimos chimentos y de noticias recreadas por la fantasía y la maledicencia. No sé cual sería el comportamiento de Jesús en la antesala de algunas celebraciones nupciales: la vestimenta inapropiada, sobre todo de algunas damas, la atención puesta en el esplendor festivo del recinto sagrado y el arrinconamiento irrespetuoso de la Reserva eucarística. No interpreta el sentir de la gente más pobre de nuestro pueblo que no haya diferencia entre el templo y una sala de reuniones para todo servicio, o multiuso. Es comprensible que donde no se haya podido edificar un templo se deba recurrir a alojamientos dedicados a otros menesteres como colegios y clubes. Pero siempre de manera sustituta. En esos casos se deberá recrear la dignidad sagrada que reclaman los actos litúrgicos que se intenten celebrar. ¡Qué síntoma de grave enfermedad social ha sido lo ocurrido contra la Catedral de Buenos Aires!


2. El hombre, templo de Dios. El templo es signo de la Santidad que está presente en él. Me refiero, ya en la era cristiana, al Misterio de Jesucristo. Él es el nuevo Templo. En Cristo reside la plenitud de la divinidad y, por ello, su humanidad sagrada constituye la verdadera Casa de Dios. En Él se adora a Dios en espíritu y en verdad. Nuestros templos, grandiosos o pequeños, constituyen, para la fe del pueblo creyente, los recintos venerables de la presencia de Dios. Más aún, el lugar preferente donde se celebra la Salvación para los hombres. La imaginería popular se ha puesto a la obra de construir verdaderas obras de arte. Jesucristo, mediante la Encarnación, se identifica a nosotros y nos constituye en templos nuevos, semejantes a Él. Cada hombre, por el hecho de su solidaridad humana con Cristo, el Hombre-Dios, merece ser respetado como templo, quizás profanado por el pecado personal, pero, templo al fin que reclama su rehabilitación por el perdón. La misión de Cristo, y de la Iglesia, es reconsagrar el templo que cada hombre es. Se han cometido, y se siguen cometiendo, graves profanaciones contra el templo de Dios que es el hombre redimido por Cristo, sea o no cristiano. Se dieron y se dan prácticas perversas: la tortura, el homicidio, el aborto, la miseria y la discriminación, las agresiones contra la integridad física y moral de las personas, el secuestro, la violencia de la guerra y de la injusticia social.


3. El hombre, templo profanado. La indignación de Jesús, manifestada con inusual severidad, responde al santo celo por la obra preferida de su Padre. Me refiero al hombre. Quien destruye su obra excelente agrede a Dios con la mayor de las ofensas. El agresor no es otro que el mismo hombre. Es el misterio del pecado. Desconocido o negado por muchos y, no obstante, activo y cruelmente dañino. Cuando sepamos llamarlo por su nombre y medir su gravedad podremos iniciar un camino penitencial adecuado para recuperar la salud. Las actitudes seudo intelectuales burlonas no cambian la verdad. El mundo frívolo que parece dominar nuestra sociedad intenta blanquear la conciencia, contra los dictámenes insobornables de la misma. El conflicto existencial que se produce ha entristecido a la sociedad, hasta la angustia, y contaminado sus mejores relaciones. Basta observar cómo se comportan quienes transitan las calles de nuestras ciudades y pueblos. No hay verdadera alegría. Existe un estado generalizado de agresividad que perturba gravemente las relaciones personales e inutiliza todo proyecto que requiera un esfuerzo común.


4. Estancados, como río que no fluye. En el diagnóstico elaborado por mucha gente pensante se atribuyen culpas a agentes diversos, constituidos en responsables absolutos de los mayores o de casi todos los males. Pocos se examinan a sí mismos procurando identificar responsabilidades propias y, en consecuencia, posibles vías de solución. De esa manera nos hallamos estancados, como río que no fluye, agitando inútilmente las aguas, sin darnos un rumbo cierto. Necesitamos desprendernos de pretensiones sectoriales para unir fuerzas y otorgar impulso a la marcha. No ocurre así. Ni se plantea la exigencia de tal desprendimiento. Todo  parece indicar que nadie ofrece nada ni se desprende de nada. Las grandes obras no son productos de actitudes hegemónicas. El aporte humilde y generoso de muchos las conduce al éxito. Basta recorrer la historia y observar qué ha ocurrido con los más importantes y perdurables monumentos del arte y de la cultura. Las graves crisis, sobrevenidas en las últimas décadas, encubren un común denominador en el que se manifiesta su causa más profunda y remota. Me refiero a la incapacidad de poner en común, sin más pretensiones que el verdadero bien de todos, las originalidades y esfuerzos particulares.


5. Humildad y sensatez. Para realizar una obra se requiere un proyecto inteligente y muchos obreros que trabajen para concretarlo. Nos encontramos con el hecho anómalo de muchos proyectos sesudos y pocos obreros que los seleccionen y lleven a cabo. Nadie niega que nuestro pueblo posee hombres y mujeres inteligentes y técnicamente competentes. No existe una voluntad común de trabajar para hacer exitoso al país escogiendo el mejor proyecto, sin discriminarlo por su origen. Todos quieren ser la mente genial, nadie se dispone a ser el brazo ejecutor. Se necesita humildad y sensatez. Su difícil y virtuosa alquimia constituye y anima el corazón de un pueblo grande, verdaderamente próspero. ¿Lo lograremos? Depende de un gesto definitivo de verdadera sabiduría que nos comprometa a todos.


Mons. Domingo Salvador Castagna, arzobispo de Corrientes