LA AUTORIDAD EN LA IGLESIA


Quienquiera que lea las epístolas de Pablo no puede dejar de 
ser impresionado por la vitalidad de la Iglesia Cuerpo de Cristo. Al 
lector de estas cartas, la Iglesia descubre su rostro humano, pero 
revela también su vida misteriosa, que es la Vida del Hijo de Dios; 
ella muestra sus conductos de comunicación que son los ministerios 
y las funciones, pero descubre también su alma que es el Espíritu 
Santo.
Nuestra intención es considerar en el Cuerpo de Cristo esos 
«vasos y conductos de comunicación» mencionados por San Pablo, 
muy particularmente la misión de gobernar y de enseñar. Estos dos 
ministerios pertenecen al misterio de la Iglesia, ya lo hemos dicho. 
Son sólo aspectos suyos, pero vueltos hacia nosotros, hasta en 
contacto con nosotros, irritantes a veces, precisamente por esta 
razón.
Una frase de Jesucristo suscita el problema de nuestra situación 
frente a la autoridad de la Iglesia. A los que envía en misión, el 
Señor declara: «Quien os escucha, me escucha» (Lucas, 10, 16). 
Más de una vez hemos encontrado estas pocas palabras. Es ya 
hora de que nos revelen su secreto. ¿Es esta frase una manera de 
decir, que expresa la subordinación del enviado al que le envía, que 
da al enviado rango de embajador? ¿Hay que tomarla, al contrario, 
al pie de la letra, como expresando la identidad entre la palabra del 
que envía y la palabra del enviado? Si la segunda hipótesis es 
exacta, Cristo quiso decir que su Iglesia es mediadora de la Verdad 
y también que es mediadora de su Voluntad para la salvación del 
hombre. Y henos aquí de nuevo ante el Misterio de la Iglesia, que 
enseña y manda.
No hay que pedir a la inteligencia razonadora que aplauda la 
noticia de una Iglesia infalible. La razón, en efecto, se extraña 
-cuando se esfuerza por ser modesta- de que se pueda pretender 
la Verdad Absoluta. Más honrado le parece un cierto escepticismo, 
que confiesa no saberlo todo de nada. La razón se irrita incluso y 
sospecha que una declaración tal de infalibilidad está destinada a 
justificar alguna intolerancia en el orden religioso o en el orden 
social...
Otros, que se declaran cristianos, no pueden, sin embargo, 
admitir que se interpreten rigurosamente las palabras de Cristo. 
Encontramos aquí el pensamiento protestante. Examinémoslo un 
poco más de cerca.
Lutero y Calvino - Lutero más que Calvino - rechazaron la 
jerarquía de derecho divino. Y es sabido que la existencia de la 
autoridad de gobierno, tal como la entiende la Iglesia Católica, sigue 
constituyendo una dificultad para los protestantes. En cuanto a la 
infalibilidad de la Iglesia, Calvino no la negó. Pero negó que Cristo 
instituyera ningún órgano vivo destinado a expresar auténticamente 
sus intenciones y sus pensamientos. Discute absolutamente que 
hasta referirse a las decisiones de un magisterio humano, aun 
eclesiástico, para discernir sin error la verdad revelada. Según el 
reformador de Ginebra, no existe pues magisterio vivo y auténtico 
que esté compuesto de hombres. No son los concilios los que 
pueden asumir este papel, por más que los antiguos, al parecer de 
Calvino, merecen algún crédito, y presentan a los fieles los índices 
de la verdad. Además el reformador concede de buen grado que 
Dios se sirve de los Concilios, como de los predicadores, para 
«conservar y mantener la pura predicación de la palabra».
MAGISTERIO/INFALIBLE: Si a pesar de todo es preciso 
reconocer un magisterio en esta tierra, éste no se halla en manos 
de los hombres, no es vivo: es la Biblia. A la Sagrada Escritura se 
añade el magisterio del Espíritu Santo. Obrando por medio de la 
inspiración, el Espíritu permite al hombre distinguir sin error dónde 
está la verdadera Escritura y cuál es su verdadero sentido. El 
pensamiento de los teólogos protestantes no ha variado 
sensiblemente desde aquella época. Si alguno de ellos concede 
que Cristo instituyó un magisterio vivo en la persona de los 
Apóstoles, añade inmediatamente que este magisterio desapareció 
con ellos, con el riesgo de atribuir una inconsecuencia a Cristo, el 
cual, después de establecer un magisterio, lo habría dejado 
desaparecer en la época en que este magisterio se hace tanto más 
necesario cuanto la Iglesia se aleja de sus orígenes.
I/INFALIBILIDAD INFALIBILIDAD/I: En todo caso, en el 
pensamiento protestante, la infalibilidad de la Iglesia refluye de la 
expresión objetiva y pública hacia la fe individual y la vida interior de 
cada cristiano. Se llega, pues, inevitablemente, a esta consecuencia 
que Calvino no hubiera suscrito: la Iglesia, asamblea de los fieles, 
no es infalible en la profesión exterior que hace de su fe. Calvino 
habría recusado una declaración tal, pero los protestantes la 
admiten corrientemente hoy. Todas las iglesias, a sus ojos, son 
falibles, ninguna confesión pretende detentar en derecho e 
inmutablemente la verdad absoluta en materia religiosa. Por otro 
lado, las reuniones ecuménicas no católicas no parecen ser 
posibles sino sobre esta base. Y así, cuando los ortodoxos 
grecorrusos participan en ellas, desempeñan el papel de hermanos 
algo embarazosos.
Estos últimos, en efecto, han conservado intacta la doctrina 
primitiva: la Iglesia es infalible. Y añaden: la infalibilidad de la Iglesia 
se expresa en un magisterio vivo y auténtico, los Concilios, pero 
únicamente en los Concilios. En este punto se muestran 
intransigentes y niegan a un individuo, aunque sea el sucesor de 
Pedro, la misión de proponer infaliblemente las verdades de la fe. 
De hecho, entre los ortodoxos, no ha habido ningún concilio 
ecuménico desde el cisma pronunciado entre Roma y Bizancio en el 
siglo XI. En cuanto a la existencia de una jerarquía instituida por 
Cristo, es sabido que los ortodoxos la admiten. Más aún, la 
poseen.
La Iglesia Católica, en el Concilio del Vaticano en 1870, proclamó 
solemnemente la primacía de jurisdicción y la infalibilidad del 
magisterio ejercido por el sucesor de Pedro, el obispo de Roma. 
Una afirmación tal es considerable, no hay ni que decirlo. No puede 
justificarse por razonamientos a priori. No se puede tampoco 
descartarla por la sola razón de que es inaudita. En este asunto, es 
preciso primero reconocer lo que Cristo quiso, escuchar sus 
palabras y tomar acta de sus decisiones. Después de lo cual, no 
será fuera de propósito reflexionar sobre esta doctrina, para 
comprender mejor el pensamiento del Señor.

I. La Iglesia de Cristo es infalible
La primera verdad que hay que confesar -confesión común a los 
católicos, a los ortodoxos'y a los primeros protestantes -, es la 
infalibilidad de la Iglesia considerada en su totalidad. La Iglesia 
entera, como tal, no puede equivocarse en la fe.

La conciencia de la Iglesia.- Desde los orígenes, la Iglesia tienen 
conciencia de estar establecida en la verdad definitiva, absoluta, en 
lo que concierne al orden de la Salvación. Sin embargo, esta Iglesia 
-Pablo lo sabía bien- no estaba compuesta «de muchos sabios 
según la carne» (1 Co 1, 26). Por otra parte es sabido quienes eran 
los discípulos de Jesús, trabajadores manuales y no sabios. No 
obstante, el autor de los Hechos de los Apóstoles no temía, al día 
siguiente a Pentecostés, llamar a la primera comunidad de los fieles 
«Palabra del Señor», como si se tratara de su nombre propio y 
como si esta expresión definiera su naturaleza (cf. Hechos, 6, 7; 12, 
24; 19, 20). La fórmula es curiosa, pero atestigua manifiestamente 
una convicción que se puede desarrollar así: en este modesto 
rebaño y en su fe reside la Verdad sobre la Salvación, y puede 
pues llamársele, sin mentir, Palabra del Señor. También el diácono 
Felipe, para introducir en la verdad al eunuco en busca de luz, no 
encuentra nada mejor que introducirlo en la Iglesia por el bautismo 
(Hechos, 8, 26-28).
Por otra parte, ¿cómo había de dudar la primera comunidad de 
que «su» Verdad fuera «la» Verdad, garantizada por el mismo 
Dios? Sabía que ella era el único camino de salvación, conocía que 
era absolutamente necesario agregarse a ella, profesaba que era 
para todos el único medio «de salvarse de esta generación 
perversa» (Hechos, 2, 40). Si la Iglesia es, por Dios, el único camino 
de la Salvación, ella es inevitablemente el camino de la verdad. Es 
la conciencia de ser el «camino» lo que se halla al principio de la 
conciencia de que la Iglesia es infalible. Es una conciencia directa y 
vivida, implícita.
En otras circunstancias, San Pablo introducirá la conciencia 
directa y vivida a la conciencia reflexiva y a la expresión formal. 
Escribiendo a Timoteo, presenta a la Iglesia como «la columna y el 
sostén de la verdad» (1 Timoteo, 3, 15). El Apóstol no hacía otra 
cosa entonces que traducir a su lenguaje las palabras del Señor a 
propósito de su Iglesia: «Las puertas del infierno no prevalecerán 
contra ella» (Mateo, 16, 18) 1.
La Iglesia no puede fallar en la fe, no puede dejarse engañar por 
el error. Tanto tiempo como dure el mundo, la Iglesia no tomará por 
objeto de la fe lo que sería invención humana, construcción del 
espíritu; no abandonará tampoco ni una sola de las verdades 
reveladas por el Señor. Esta convicción refleja y expresa el Concilio 
Vaticano en el texto que proclama la infalibilidad del Sumo Pontífice. 
Se dice en él que el Papa goza de la infalibilidad «de que el Divino 
Redentor quiso proveer a la Iglesia» 2. 
¿En qué sentido preciso entenderemos nosotros la infalibilidad de 
la Iglesia? En el sentido de que la Iglesia, asamblea universal de los 
fieles, no puede equivocarse en lo que cree y profesa. Es la 
infalibilidad pasiva, por oposición a la infalibilidad activa. Ésta es la 
infalibilidad de la Iglesia cuando propone las verdades que hay que 
creer, con autoridad y auténticamente, por la voz de su magisterio 
jerárquico. Cuando se habla de infalibilidad pasiva se considera 
toda la Iglesia, comprendidos el Papa y los obispos, puesto que 
también el Papa y los obispos son fieles antes de ser jefes. Esta 
asamblea católica es la que no puede equivocar, que no puede 
tomar por objeto de fe lo que no lo es. Decir esto no es olvidar que 
la fe de cada bautizado puede fallar, equivocarse, tomar por objeto 
de fe lo que no lo es, o desconocer determinada verdad de fe, Es 
declarar que la Iglesia, en su totalidad, no puede errar en materia 
de fe, sea añadiendo, sea precisando algo de las verdades 
reveladas.

La fuente de la infalibilidad en la Iglesia. -¿No serán estas 
explicaciones una paradoja? ¿Cómo concebir, se dirá, que una 
sociedad en que cada uno puede equivocarse individualmente sea 
infalible colectivamente? Aceptemos la paradoja, por un instante, si 
es que lo es. Constituye una avenida hacia el Misterio de la Iglesia.
Ahora y siempre, es seguro que la infalibilidad de la Iglesia no 
encuentra su explicación en el hombre. No descansa en la ciencia y 
la inteligencia de los fieles; no depende tampoco de la santidad de 
los miembros de la Iglesia, aunque la santidad sobrenatural y la 
rectitud de la fe no sean magnitudes separables, en la vida y en la 
historia católicas. Tampoco proporciona la infalibilidad pura y 
simplemente la constitución jerárquica, como si en la sola disciplina 
se encontrara el secreto de la resistencia a las herejías y a los 
errores.
La infalibilidad de la Iglesia creyente es un don de Dios. La «Luz 
Verdadera» que es la Verdad de Dios en Jesucristo, fue concedida 
a la Iglesia y la Iglesia no puede faltar a la verdadera fe, porque la 
Iglesia es el Cuerpo de Cristo, porque su Cabeza es Luz y Verdad. 
Pero la Cabeza no será nunca arrancada del Cuerpo. La Iglesia 
recibirá, pues, en materia de fe, discernimiento y conocimiento 
verdaderos.
En el Espíritu Santo, alma de la Iglesia, la propia visión que Jesús 
tiene de su Padre, de él mismo, de la Iglesia, es la que llega a ser 
en cierto modo la inteligencia de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Tal es 
la fe, «audición de la Palabra», en la asamblea de los fieles. Así, 
pues, es radicalmente inimaginable que la Iglesia entera «se deje 
llevar aquí y allá de todos los vientos de opiniones por la malignidad 
de los hombres, que engañan con astucia para introducir el error» 
(Efesios, 4, 14). El pensamiento de Cristo prosigue en el 
pensamiento de la Iglesia. Si la fe de la Iglesia entera pudiera 
descarriarse, entonces el Espíritu Santo nos habría engañado 
cuando inspiraba a San Pablo escribir estas líneas: «No hay más 
que un cuerpo y un Espíritu (de verdad), un solo Señor, una sola fe 
... » (Efesios, 4, 4-5), ya que todos no hacemos «sino uno en la fe y 
en el conocimiento del Hijo de Dios», para «constituir ese Hombre 
perfecto en la fuerza de la edad que realiza la plenitud de Cristo» 
(Efesios, 4, 13).
En otras formas y de una manera más precisa, el mismo 
pensamiento reaparece en otras partes. La Iglesia, dice San Pablo, 
tiene su fundamento en Cristo (1 Corintios, 3, 11), que constituye la 
piedra angular (Efesios, 2, 20). Si es así, no hay que temer que el 
error se introduzca oficialmente en la casa de Dios. ¿Acaso Cristo 
no se ha «hecho por Dios sabiduría para nosotros»? (1 Corintios, 1, 
30). ¿No está acaso hoy como ayer en posesión de la Vida eterna? 
(Juan, 6, 60).
Por otra parte, el mismo Cristo resumió y presentó la esencial y 
permanente garantía de verdad en la Iglesia cuando dijo: «Estaré 
con vosotros para siempre hasta el fin del mundo» (Mateo, 28, 20). 
Si Cristo está con la Iglesia, ¿estaría sin el Espíritu de Verdad, sin 
su Espíritu? Henos, pues, llevados a tomar conciencia de que la 
infalibilidad no es una propiedad de los miembros de la Iglesia, una 
especie de cualidad hereditaria, de la cual los hijos de la Iglesia 
pudieran sacar alguna seguridad y vanidad. La infalibilidad es más 
bien una creación perpetuada por el Señor, un don gratuitamente 
concedido en cada instante. No es una cosa, es un acontecimiento 
de gracia, como Pentecostés, pero un Pentecostés continuo y sin 
brillo exterior. La infalibilidad es la luz de Cristo, pero es necesario 
que Cristo envíe sin cesar su Espíritu para que se dé efectivamente 
la Luz Verdadera. Todos los días, pues, el Señor renueva su 
Presencia en la Iglesia; todos los días, la Luz increada se ofrece en 
participación a la Iglesia universal.
«Mientras estoy en el mundo, yo soy la Luz del mundo», dijo 
Cristo (Juan, 9, 5). Y Jesús está todos los días en la Iglesia, para 
iluminar el mundo. Está en ella por su Presencia Real y por su 
Sacrificio Redentor. Allí es donde irradia la Luz y dispensa la Vida. 
Ya que la luz viene de la Cruz en el Calvario, brilla en la 
Resurrección, y no tiene otra fuente.
Cristo había declarado, de una forma general y bastante 
enigmática, dirigiéndose a los judíos incrédulos: «Cuando habréis 
levantado en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que Yo 
soy» (Juan, 8, 28). Esta frase puede traducirse así: «Cuando 
habréis levantado al Hijo del Hombre en el madero de la Cruz, 
elevación que es preludio y promesa de su elevación gloriosa a la 
derecha del Padre, entonces se os dará toda la luz sobre mí, sobre 
mi Divinidad, entonces llegaréis a la verdad definitiva». La 
infalibilidad de la fe, hoy como antaño, no puede venir sino de la 
Pasión y de la Resurrección. Sumergidos en estos misterios 
(Romanos, 6, 1 ss), los bautizados son iluminados, phôtizomenoi, 
como decían los Padres griegos. Si así sucede en el bautismo, 
¿cómo no había de venir a la Iglesia la luz infalible de la fe, más 
fundamentalmente aún de la Eucaristía, que es el sacramento del 
Sacrificio Redentor? El Misterio eucarístico es realmente, como se 
decía en la Edad Media de todos los sacramentos, ad eruditionem, 
para la iluminación de la fe. ¿No es la Eucaristía el sacramento por 
excelencia de la Vida eterna (Juan, 6, 51-58)? Y la Vida eterna ¿no 
es precisamente «que te conozcan a Ti, único Dios verdadero y al 
que Tu enviaste, Jesucristo» (Jn 17, 3)? Si, cosa imposible, llegase 
a ocurrir que el sacrificio eucarístico cesara para siempre en la 
Iglesia, entonces Cristo dejaría de enviar su Espíritu a la Iglesia, la 
fe de la cristiandad se disgregaría progresivamente hasta 
desaparecer.
La fuente de la infalibilidad en la Iglesia es pues sacramental. 
San Cirilo de Alejandría lo ha escrito: «Quienquiera que participa en 
Cristo recibiendo su carne santa y su sangre, poseerá también su 
espíritu», que es Espíritu de Verdad. Estas palabras se aplican muy 
bien a la Iglesia entera. Dicen, a su vez, que el fundamento de la 
infalibilidad es sacramental y muy particularmente eucarístico.


II. Autoridad y magisterio en la Iglesia
I/AUTORIDAD I/MAGISTERIO: La fe del Cuerpo de Cristo es 
infalible. Pero la fe, según el pensamiento del Nuevo Testamento, 
no es solamente una adhesión interior e invisible, sino que es igual 
e indisolublemente profesión exterior de la fe (Romanos, 10, 9). Por 
definición, la fe es proclamación. Igualmente, cuando se declara 
que la fe de la Iglesia es infalible, se declara inmediatamente que es 
infalible en la confesión exterior que expresa a la luz del día y 
proclama desde los tejados el mensaje revelado.
Es así como Cristo entendía las cosas. Es por lo menos lo que 
hay implicado en sus declaraciones sobre la unidad de la Iglesia. Él 
quiso que la unidad de la fe y de la caridad en los suyos fuese, a 
los ojos de las generaciones futuras el testimonio de su misión 
divina (Juan, 17, 21-23; compárese con 15, 7, 15; 16, 13). ¿Puede 
imaginarse que la unidad de la fe se exprese en declaraciones 
falsas y sea al mismo tiempo un signo de la veracidad de Jesucristo, 
de su misión divina? Esto sería caer en el absurdo. Hay que 
reconocer, pues, que la fe colectiva, expresada colectivamente por 
la Iglesia, se expresa de una manera infalible y será confesión sin 
error. Ésta es la voluntad cierta del Señor.
Pero entonces no podemos eludir la pregunta: ¿dónde se 
encuentra la expresión auténtica e infalible de la fe confesada por la 
Iglesia? ¿Se encuentra esta expresión sin error en la palabra de 
cada cristiano individual? Es imposible, puesto que todo cristiano 
puede engañarse, ignorar ciertos artículos de la fe, caer en la 
herejía, o incluso perder completamente la fe.
¿Se encuentra en la Escritura? Sin duda, pero no habla de ésta 
Cristo en el texto a que hemos aludido. Por otra parte, el Nuevo 
Testamento aún no estaba escrito en el momento en que Jesús 
hacía esta declaración. Lo que Cristo señala expresamente es un 
testimonio dado por personas vivas. Examínense todas las palabras 
del Señor, y en parte alguna veremos que haya pedido a su Iglesia 
que recurriera a un texto escrito como único criterio apto para 
discernir la expresión auténtica de la fe. Por su lado, los Apóstoles, 
que escribían al dictado del Espíritu Santo, no hicieron mención de 
un método de tal discernimiento.
¿Encuéntrase la expresión auténtica e infalible de la fe en la 
Iglesia creyente, considerada en su conjunto? Es evidente que sí, 
como hemos demostrado antes. Pero esta respuesta no es 
plenamente iluminadora. Ya que a fin de cuentas la siguiente 
pregunta no es absurda: Entre las voces divergentes que se dejan 
oír en el seno de la Iglesia, ¿cuáles son las que expresan 
auténticamente el mensaje revelado por Jesucristo? Esta pregunta 
se planteaba ya en los tiempos apostólicos (I Juan, 3; Il Juan, 7-11). 
Cristo, que es «la Sabiduría del Padre», ¿previó esta 
eventualidad?
La respuesta definitiva se encuentra en el Nuevo Testamento y 
en la Historia de la Iglesia, cuyos inicios presenta, además, el Nuevo 
Testamento. Vemos en ellos cómo comprendieron los Apóstoles y 
sus sucesores las estructuras de la Iglesia, cómo se justifica el 
concepto que de ella se hicieron. Hay que referirse, pues, a los 
Evangelios, a las Epístolas y a los Hechos de los Apóstoles.

Infalibilidad y autoridad del Cuerpo Episcopal y del Sumo 
Pontífice. -Es un hecho bien conocido que, en los primeros tiempos 
de la joven Ekklesia, Pablo era sustituido, en ciertos territorios, por 
personajes provistos de autoridad, Timoteo y Tito. Éstos son los 
primeros sucesores de los Apóstoles. Podríamos denominarlos 
«obispos», aplicándoles nuestro lenguaje, aunque en realidad 
todavía no se les dio este nombre. Es bien conocido también que, 
en esta época, esos jefes de Iglesia regional desempeñaron un 
papel constante y determinante en la vida de la Iglesia universal, 
sea que enseñasen a sus fieles en sus respectivas 
circunscripciones, sea que se reunieran en asambleas plenarias 
(concilios ecuménicos), bajo la presidencia del obispo de Roma o 
de sus legados. Fueron los jefes de Iglesia -los obispos, como 
decimos hoy - quienes, con el obispo de Roma, trataron las 
cuestiones referentes a la fe. A ellos correspondían el derecho y el 
deber de hablar con autoridad en estas materias, dirimir los 
debates. Los jefes de la Iglesia eran también doctores de la Iglesia, 
como los Apóstoles.
Desde los orígenes, la conciencia cristiana tuvo a gran honor los 
concilios y sus decisiones. Pío IX dará en 1863 la expresión desde 
entonces clásica del papel y la autoridad del cuerpo episcopal. La 
infalibilidad de la Iglesia, dice, se ejerce en materia de fe por el 
magisterio extraordinario, es decir por las definiciones solemnes de 
los Concilios ecuménicos y de los Sumos Pontífices, pero también 
por el magisterio ordinario de toda la Iglesia, es decir, por la 
enseñanza de los obispos dispersados por la tierra en comunión 
con el Papa. En 1870, el concilio del Vaticano sanciona una 
afirmación análoga y le añade una declaración sobre la autoridad 
de los obispos, sucesores de los Apóstoles. En el momento de la 
crisis modernista, a principios del siglo xx, la Santa Sede afirma de 
nuevo «la existencia cierta de un carisma de verdad que está, ha 
estado y estará siempre en la sucesión episcopal salida de los 
Apóstoles».
Tal es, en resumen, el pensamiento de la Iglesia sobre la 
autoridad de gobierno y de enseñanza en el cuerpo episcopal 
entero.
En cuanto al Sumo Pontífice, su papel en la Iglesia fue 
ampliamente expuesto por el Concilio del Vaticano en el aspecto de 
pastor y de doctor supremos de la Iglesia. Después de definir la 
primacía de jurisdicción de los sucesores de Pedro en la Iglesia 
universal, después de descartar las restricciones que los siglos 
pasados intentaron aportarle, el Concilio llega a la definición de la 
infalibilidad pontificia en las materias referentes a la fe o a la moral.
Preguntábamos: ¿Dónde se encuentra la expresión auténtica e 
infalible de la fe cristiana? Ahora tenemos la respuesta: las palabras 
que pronuncian los sucesores de los Apóstoles son la expresión 
auténtica e infalible de la fe cristiana, cuando éstos, ejerciendo su 
papel de pastor y doctor, enseñan al pueblo que Cristo les ha 
confiado. La Iglesia reconoce, pues, que Cristo fundó un magisterio 
vivo, auténtico, asistido por el Espíritu Santo para asumir sin error 
esta misión. Además, la Iglesia ha creído y cree que el magisterio 
ha sido entregado a las manos de los jefes de la Iglesia, sucesores 
de los Apóstoles y sucesores de Pedro. En una palabra, la jerarquía 
eclesiástica es una jerarquía de jefes cuyo papel es también ser 
doctores.

Las fuentes de la doctrina.- La fe en la autoridad y en el 
magisterio de la Iglesia jerárquica ha sido primero vivido y ejercido 
bajo la dirección del Espíritu Santo, antes de expresarse como 
noción. Pero la fe vivida y ejercida se despertó bajo el choque de 
ciertos hechos y de ciertas palabras situadas en el origen de la 
Iglesia.
He aquí uno de estos acontecimientos primerizos. Los Hechos de 
los Apóstoles refieren el primer caso de ejercicio del magisterio de 
la Iglesia. Era, a decir verdad, el primer concilio. Se celebró en 
Jerusalén hacia 48-49 después de Jesucristo. La asamblea debía 
deliberar sobre la manera de actuar con los convertidos 
procedentes del paganismo. ¿Había o no que imponerles las 
observancias de la Ley judaica? Después de deliberación, la 
asamblea remite a Antioquía una carta de la cual extraemos el 
siguiente pasaje: «Ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros no 
imponeros otra carga, fuera de éstas que son precisas: que os 
abstengáis de manjares inmolados a los ídolos, y de sangre, y de 
animal sofocado, y de la fornicación» (Hechos, 15, 28-29). La 
Escritura acaba de presentar, en estos términos, el ejercicio del 
magisterio institucional. Éste expone la verdad y estas decisiones 
son autoridad. Tiene asegurada la asistencia del Espíritu Santo y lo 
sabe. No puede equivocarse enseñando oficialmente, y saca de 
esta fe su seguridad.
Nadie en Jerusalén pareció sorprendido de esta declaración, así 
y todo sorprendente: «Ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros ... 
» Nadie vio en ella una pretensión insostenible. Y con razón. 
¿Acaso Cristo no había confiado colectivamente a los Apóstoles la 
autoridad y el magisterio cuando les había dicho: «Todo lo que 
atareis en la tierra, atado será en el cielo, y todo lo que desatarais 
en la tierra, desatado será en el cielo» (Mateo, 18, 18)? Pedro en 
particular, se había visto confiar antes los mismos poderes (Mateo, 
16, 18 ss.). Finalmente, antes de dejar a sus Apóstoles, en el 
momento de la Ascensión, Cristo repite a los Once los deberes que 
les incumben: enseñar, hacer discípulos, recordar los 
mandamientos del Señor (Mateo, 28, 16).
Nos encontramos aquí en los orígenes del poder magisterial y 
jurisdiccional. Si bien algunos protestantes lo discuten en estos 
últimos años menos que en otro tiempo, añaden inmediatamente 
que esta autoridad fue confiada únicamente a los Apóstoles y que 
este poder desapareció con ellos.
Es un error. Cristo quiso sucesores en las cargas que confiaba a 
los Apóstoles. Sin duda no expresó directamente en parte alguna la 
noción de «sucesión apostólica», pero habló de manera bastante 
clara para que no hubiera equívoco.
En efecto, el Hijo del Hombre no reunió a los Apóstoles y fundó la 
Iglesia sino para transmitir su misión propia: llamar a la salvación a 
todos los pecadores, en todos los tiempos y en todos los lugares 
-puesto que habrá también pecadores en todos los tiempos y 
lugares hasta el fin de la historia-. Es la misión pública y oficial de 
Cristo en pro del Reino de Dios. La delegación que de ella hace no 
es transitoria. De esta misión participan los poderes confiados a los 
Apóstoles.
Así, al confiar su misión a los Doce, Cristo no les concede una 
dignidad a título individual, sino que organiza el servicio del Reino 
de Dios, establece las funciones que deben procurar su 
cumplimiento. Ahora bien, si la misión es perpetua, los «servicios» 
de la misión lo son igualmente. Por ello la institución de «servicios 
perpetuos» implica unos sucesores de los Apóstoles, en sus 
«funciones» o «ministerios».
¿Puede imaginarse por otra parte a Cristo confiriendo en su 
Iglesia otra cosa que cargas y responsabilidades, y atribuyendo 
dignidades o privilegios? ¿Qué frase del Evangelio sostendría una 
quimera semejante? Lo que Cristo establece son «deberes», una 
misión, a fin de que la Redención se extienda al universo. Son 
servicios, y se llaman magisterio y jurisdicción.
Estos hombres, pues, enseñarán y gobernarán. No lo harán sino 
con la asistencia del Paráclito. Cristo no establece en su Iglesia 
poderes seculares, sino una misión santa, para la cual el Espíritu 
Santo «os recordará todo lo que os he dicho» (Juan, 14, 26). En el 
Espíritu ahondarán los Apóstoles su fe, dejándose «conducir hacia 
la verdad entera» (Juan 16, 13). En él conservarán la continuidad 
con Cristo: «Él me glorificará, porque recibirá de lo mío, y os lo 
anunciará» (Juan, 16, 14; cf. 15,; 15, 27).
¿Mas no es a los mismos hombres a quienes confía Cristo el 
magisterio y el gobierno? Sin duda alguna. Los jefes fueron 
instituidos doctores. El magisterio, pues, no fue confiado a sabios, a 
especialistas, ni siquiera a teólogos. El magisterio es misión de los 
que gobiernan. En estas condiciones, la más alta función de 
magisterio ¿no será atribuida por Cristo al que detenta la más alta 
autoridad en la Iglesia? Es exactamente esto lo que decide el 
Señor. Pedro recibe con el poder supremo de gobierno el poder 
supremo de enseñanza. Pedro será la voz de la Iglesia, su voz 
oficial y definitiva. No podrá estarse en la verdad de Cristo sino 
siendo unánime con Pedro y sus sucesores. Cristo es demasiado 
explícito para que pueda ignorarse este punto: 

«Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas 
del Infierno no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del Reino 
de los Cielos. Y todo lo que atares en esta tierra, atado será en el cielo; y 
lo que desataras en esta tierra, desatado será en el cielo» (Mateo, 16, 
18-19).


No era la primera vez que Pedro veía otorgársele la primacía 
entre los Apóstoles. En más de una ocasión había sido nombrado 
antes que los demás, y distinguido de los demás. El hecho es 
demasiado conocido para que haya lugar a insistir. Pero es esta la 
primera vez que Pedro es designado de forma decisiva como jefe 
de todos y como garante de la obra entera. En este texto, sólo 
Pedro recibe la carga de ser fundamento. A él el primero es 
confiada la autoridad doctrinal y disciplinaria en la fórmula 
«atar-desatar». Los demás Apóstoles no la recibirán sino después 
de él, solidariamente unos y otros con Pedro (Mateo, 18, 18).
En fin, después de la Resurrección, cuando el Señor repite las 
funciones de sus Apóstoles, Pedro es nuevamente encargado él 
sólo de «apacentar los corderos y las ovejas» de Jesucristo (Juan, 
21, 15-18). Pero es, pues, provisto definitivamente de la autoridad 
suprema en la Iglesia. Al mismo tiempo y con las mismas palabras 
es provisto de la misión del magisterio (comp. con Juan, 10, 3; 
15-16).
Pedro es, pues, el primero en la Iglesia, es más jefe que los 
demás. A él por consiguiente corresponde con pleno derecho el 
deber de expresar la infabilidad de la fe de la Iglesia universal. Se 
concibe entonces que la fe de Pedro sea decisiva para la vida de la 
Iglesia. Cristo señaló expresamente la importancia que a ello 
concedía. Rogó, pues, a fin de que fuera preservada la fe del 
Apóstol y da a éste la misión de ser el punto de apoyo para todos: 
«Simón, Simón -le dice poco antes de la prisión-, mira que Satanás 
va tras de vosotros para zarandearos como el trigo cuando se criba; 
mas yo he rogado por ti a fin de que tu fe no desfallezca; y tú, 
cuando te conviertas, confirma a tus hermanos» (Lucas, 22, 31- 
32). Si el Señor ha rogado por la fe de Pedro, su ruego no puede 
dejar de ser escuchado y atendido en favor de Pedro y de 
quienquiera que suceda a Pedro.
Así, al declarar el Concilio del Vaticano que el Sumo Pontífice es 
infalible, cuando se expresa, «en razón de su autoridad apostólica 
soberana», como doctor y pastor de la Iglesia un¡versal, y define la 
doctrina que debe ser sostenida en materia de fe y de costumbres, 
no apartaba las palabras del Señor de su sentido original. Cuando 
el mismo Concilio declara que el cuerpo de los obispos sucesores 
de los Apóstoles, unidos al Sumo Pontífice, enseña infaliblemente, 
no tergiversa tampoco el sentido auténtico de las palabras de 
Jesús. La palabra de Pedro es el signo por el cual se reconoce la fe 
de la Iglesia, porque Pedro es el jefe de la Iglesia. La doctrina de 
Pedro es el criterio en materia de fe, porque en su palabra resuena 
la voz de todos los Apóstoles y porque, en la palabra de Pedro y de 
los Apóstoles, resuena la voz de Cristo.
No hay, pues, más infalibilidad en la palabra de Pedro o del Papa 
que en la voz del cuerpo episcopal en comunión con el Papa. 
Inversamente, el cuerpo de los obispos unidos al papa no es más 
infalible que la voz del papa solo. En cuanto a la infalibilidad del 
Papa y de los obispos, no es una infalibilidad distinta de la de la 
Iglesia universal, tomada en su totalidad. Pero la infalibilidad propia 
del Cuerpo de Cristo no obtiene su expresión oficial más que en la 
voz de sus jefes y porque es la voz de los jefes. Esto señala por 
otro lado el Concilio del Vaticano, cuando define la infalibilidad del 
Sumo Pontífice. Recalca por una parte que el Papa ejerce la 
infalibilidad de que Cristo quiso proveer a su Iglesia entera, y por 
otra parte advierte que el derecho de dar una voz a la Iglesia 
infalible corresponde al Papa en razón de su autoridad apostólica 
soberana.
Tal es la Iglesia. Tal es el lugar de la autoridad en el Cuerpo de 
Cristo.

La autoridad en la Iglesia, signo de Jesucristo.- Extraña sin duda 
que Cristo tuviera que confiar a conductores de hombres las 
funciones de enseñanza. ¿No pudo recurrir a profesionales para 
exponer la doctrina? Gobernar y enseñar son funciones que no 
tienen gran cosa de común entre sí, y no se conocen muchos jefes 
de Estado que fueran pensadores, como Marco Aurelio.
A quien se extrañe habrá que responder útilmente que Jesucristo 
no vino a fundar una escuela y a distribuir una ciencia teórica, que 
Cristo no era un profesor y que los Apóstoles no eran estudiantes, 
sino que es el fundador de un pueblo, que su fin es arrastrar a la 
humanidad entera hacia su destino sobrenatural. Así, pues, el 
conocimiento que reclama Cristo no es un saber nocional y teórico, 
sino un movimiento espiritual, conocer, amar, obrar, todo a un 
tiempo.
La respuesta así dada es exacta. Pero es aproximativa, ya que 
no expresa de manera positiva el sentido de la autoridad en la 
Iglesia. Tratemos, pues, de explicar su alcance y su significado 
volviendo al principio, es decir a la intención de Jesucristo.
El pueblo que el Hijo de Dios instaura no se parece a una 
sociedad religiosa cualquiera, y la empresa de Cristo no tiene nada 
común con la de Buda o de Mahoma. Lo que el Mesías edifica es el 
pueblo del Reino de Dios, humanidad verdadera, de la cual él 
queda como único Jefe. Mejor aún, lo que construye es su Iglesia, 
que es suya con una intensidad absoluta, porque es su Cuerpo. 
Cristo es, pues, el único Jefe, porque es el único que es Cabeza. Y 
lo será hasta el fin de los tiempos, porque será siempre la llave de 
bóveda del edificio (1 Corintios, 3, 11; Efesios, 2, 20; Hechos, 4, 
11). En Cristo se concentran todos los poderes como en su 
principio y no los enajena jamás, porque él es la Cabeza. Él es, 
pues, a la vez el Jefe que manda, el Doctor que enseña, y el 
Salvador que santifica. Es todo esto y solamente Él lo es,
Pero ahora, la Cabeza de la Iglesia está oculta en Dios y es 
invisible a nuestros ojos, y el orden instituido por Cristo es un orden 
sacramental, un orden en que el poder divino no está presente y 
activo sino en cuanto es visiblemente significado a los hombres. Es 
preciso, pues, que el Dominio de la Cabeza sobre el Cuerpo sea 
representado y mostrado, a fin de que el Dominio de la Cabeza se 
ejerza realmente sobre la Iglesia entera. Con esta condición los 
miembros del Cuerpo recibirán la animación de la Cabeza. Éste es, 
precisamente, el papel de la autoridad en la Iglesia. Es significar, a 
fin de actualizarla, la soberanía de Cristo, Jefe, Doctor, Santificador. 
Entonces Cristo, porque es significado, está presente en su Iglesia, 
la gobierna, la enseña, la salva.
Así, pues, en el Cuerpo-Iglesia, ningún ministerio puede tener 
otro sentido que representar y presentar la única Regencia de 
Jesucristo. Los cargos de Iglesia y la jerarquía de Iglesia son 
funciones signo de Cristo, Cabeza de la Iglesia. Por ello los grados 
esenciales de la jerarquía implican necesariamente los tres 
poderes: orden, docencia, jurisdicción -de derecho por lo menos- a 
fin de significar a Cristo. Éste es el caso en el cuerpo episcopal. Es 
imagen de Jesús Cabeza, que es la Imagen de Dios.
La sabía Pablo, sin duda alguna, él que dejaba escapar de su 
pluma esas pocas palabras, demasiado evidentes a sus ojos para 
ser justificadas o explicadas: «Cristo habla en mí» (II Corintios, 13, 
3). A sus ojos, los doctores y los jefes de la Iglesia forman 
continuidad con Cristo, significan la Cabeza, y median en su acción. 
San Agustín, a su vez, expresará el sentido profundo de la función 
pastoral, la razón de su existencia y de su autoridad, declarando 
que los pastores de la Iglesia lo son en el único Pastor. Así, pues, 
no hay sino un solo jefe en la Iglesia, que es Cristo, y hay hombres 
encargados de representarlo, a fin de que Cristo sea en estos 
hombres el único Jefe, presente y activo en todas las partes del 
Cuerpo-Iglesia.
En esta perspectiva, se descubre inmediatamente el sentido de 
la primacía pontificia. No es solamente ser la autoridad suprema, 
porque la experiencia habría demostrado la necesidad de una 
instancia suprema. Es ser el Signo de Jesucristo, Jefe de la Iglesia. 
Es éste, además, el sentido que oculta el lenguaje de la Escritura. 
Ésta proclama que Cristo es el único fundamento de la Iglesia, la 
piedra angular que asegura el edificio (1 Corintios, 3, 1 1; Efesios, 
2, 20; 1 Pedro, 2, 4). Sin embargo, Pedro es también el fundamento 
de la Iglesia, la piedra que asegura su solidez (Mateo, 16, 18). 
Ahora bien, Pedro no podría reemplazar a Jesucristo, esto está 
suficientemente claro. Es preciso, pues, que Pedro sea el signo y el 
instrumento de Jesucristo, Gobernador, Doctor, Santificador.
El pensamiento católico lo ha comprendido espontáneamente. 
Llama al papa «Vicario de Cristo». El mismo sentido cristiano 
distinguió muy pronto que los superiores tienen por función 
prolongar, imprimir y aplicar la única autoridad que en la Iglesia 
existe, la del Hijo de Dios. Así el cristiano ve en los superiores «los 
representantes de Cristo», en grados diferentes - esto está claro -, 
según las circunstancias y según los cargos.
Por esta razón se hace patente que la autoridad en la Iglesia 
está siempre subordinada a la misión eclesial. Es ésta santificar el 
pueblo de Dios, ayudarlo a seguir siendo el Cuerpo de Cristo, ser la 
«custodia de nuestras almas», como el mismo Cristo (1 Pedro. 2, 
25). A este respecto, jurisdicción y magisterio están al servicio del 
poder de orden.

III. El ejercicio de la autoridad en la Iglesia
Considerar el ejercicio de la autoridad en la Iglesia, no es 
abandonar la contemplación del Misterio, es examinar cómo entra el 
misterio de la Iglesia en la vida corriente por medio de 
intervenciones particulares, magisterio y jurisdicción. Parece 
necesario detenernos en ello.
Las intervenciones de la jerarquía son diversas. Ora se ejerce la 
autoridad pronunciándose sobre objetos que dimanan directamente 
del magisterio, a saber las verdades que se refieren a la fe y a las 
costumbres y se contienen en el depósito de la Revelación. 
Verdades que constituyen la doctrina de la salvación y son el 
terreno propio del magisterio. Ora interviene la autoridad en puntos 
que están íntimamente conectados con el dogma, sin que estos 
puntos sean formalmente atestiguados en el depósito de la 
Revelación. Verdades que constituyen el objeto secundario e 
indirecto del magisterio 3. Ora en fin la autoridad de la Iglesia 
interviene en las cuestiones temporales. Así, por ejemplo, da un 
juicio sobre la aspiración a la independencia de los pueblos 
colonizados. En este último caso, notémoslo, se trata a la vez del 
ejercicio del magisterio, en cuanto se da un juicio doctrinal, y del 
ejercicio de la jurisdicción, en cuanto lonas directrices prácticas 
postulan la obediencia 4. 

El Magisterio.­ Antes de examinar las modalidades concretas en 
que se ejerce el magisterio, observemos que no toda palabra del 
papa es el ejercicio del magisterio infalible, aunque esta palabra 
sea oficial. Lo mismo ocurre, con mucha más razón, si se trata de 
un obispo, puesto que ningún obispo posee el poder de proponer, 
por sí solo e infaliblemente, la verdad de fe. Solo el Cuerpo 
Episcopal entero, en comunión con el Sumo Pontífice, ha recibido el 
derecho de declarar auténtica e infaliblemente las verdades que 
hay que creer. 
Examinemos las dos modalidades en que se ejerce la docencia 
infalible de la Iglesia: el magisterio extraordinario y el magisterio 
ordinario. 

MAGISTERIO-EXTRA: El magisterio extraordinario.­La forma del 
magisterio más familiar a los cristianos es el magisterio 
extraordinario, precisamente porque es solemne. Éste es ejercido 
sea por el papa solo, sea por los obispos en comunión con el papa, 
reunidos en torno a él o a sus legados. 
El magisterio extraordinario es cosa del papa solo cuando el 
obispo de Roma, hablando ex-cathedra como doctor y pastor de 
todos los cristianos proclama las verdades que hay que creer, 
reveladas por Dios en materia de fe o de moral. Ningún error es 
pues posible: el Sumo Pontífice está sometido a la Autoridad de la 
Palabra de Dios en Jesucristo. No propone nada que no esté 
contenido en el depósito de la Revelación pública, y este depósito 
se cierra con la muerte de los Apóstoles. El papel del magisterio en 
general no es pues «revelar» lo que la Iglesia no conocería, sino 
«proponer» a la fe lo que es revelado por Dios. Así pues, en 
términos rigurosos, los dogmas no son idénticamente «la Palabra 
de Dios», sino la interpretación auténtica en lenguaje humano de la 
Palabra de Dios contenida en el depósito revelado. 
No hay que imaginar pues que la Revelación continuaría a través 
del papa. Sin duda el Sumo Pontífice es asistido por el Espíritu 
Santo para proponer las verdades de la fe, pero la asistencia del 
Espíritu Santo no constituye en manera alguna una Revelación 
continua, sino una garantía contra el error y una ayuda para 
discernir las verdades sobre las cuales hay que llamar la atención 
de la Iglesia. Sea lo que fuere lo que se haga en este orden, el 
Sumo Pontífice obra en virtud de su autoridad, y la aprobación de 
los fieles o del cuerpo Episcopal no es condición de validez para su 
enseñanza. 
Se reconoce que el papa habla ex cathedra cuando expresa su 
intención de hablar como jefe de la Iglesia Universal. No obstante, 
no se requiere ninguna fórmula particular a este efecto, y no hay en 
esta materia regla determinada por protocolo alguno. Basta que sea 
suficientemente clara la intención del Sumo Pontífice de obligar a la 
Iglesia entera. Este fue el caso cuando Pío IX proclamó la 
Inmaculada Concepción de María en 1854, y cuando Pío XII, en 
1950, definió su Asunción. 
El magisterio extraordinario es ejercido por los obispos en unión 
con el papa en forma de concilios ecuménicos. Estos están 
constituidos en derecho por la reunión de todos los cardenales y de 
todos los obispos encargados de una diócesis. No es necesario 
para la validez del concilio que estén todos presentes físicamente. 
Pero lo que es indispensable para la legitimidad del concilio y para 
la validez de su enseñanza es la unión con el papa, sea esta 
manifestación por la presencia física del Sumo Pontífice o por la de 
sus representantes. Los concilios ejercen el magisterio 
extraordinario cuando proponen solemnemente las verdades que 
hay que creer, referentes a la fe o a las costumbres, y su intención 
de obligar a toda la Iglesia es suficientemente manifestada. Así fue 
como el concilio del Vaticano definió la primacía de jurisdicción y la 
infalibilidad pontificia. 

El magisterio-ordinario.­A diferencia del magisterio 
extraordinario, el magisterio ordinario no está circunscrito a 
períodos determinados y a algunos documentos poco numerosos, 
como son concilios ecuménicos y definiciones ex cathedra. Es 
ejercido continuamente en la Iglesia. En efecto, desde los orígenes, 
los papas y los obispos han tenido que enseñar a los fieles 
encomendados a sus cuidados. En formas múltiples, sermones, 
libros, exhortaciones, cartas, han propuesto y siguen proponiendo 
las verdades que hay que creer A veces su enseñanza doctrinal 
aparece en una condenación, a veces en la adhesión de una 
condenación ya dada, pero más a menudo la enseñanza es 
presentada en forma de explicación positiva, sea que los papas y 
obispos enseñen por sí mismos, sea que encarguen a alguien que 
lo haga. Los actos del magisterio ordinario son pues variados, 
innumerables: encíclicas, documentos litúrgicos, sermones, 
mandamientos de cuaresma, discursos, alocuciones, censuras, 
aprobaciones de libros o de catecismo, decisiones de las 
Congregaciones romanas, etc... El conjunto de estos actos 
extendidos a lo largo de toda la historia de la Iglesia constituye el 
ejercicio del magisterio ordinario. 
Pero ¿en qué condiciones una doctrina particular enunciada en 
un acto del magisterio ordinario exige un asentimiento de fe 
teologal?­ Únicamente, quede bien claro, si el magisterio ordinario 
pronuncia infaliblemente que esta doctrina particular es revelada 
por Dios.­¿Pero cómo discernir que el magisterio se ha pronunciado 
infaliblemente? en efecto, ninguno de los actos del magisterio 
ordinario, considerado en sí mismo y aisladamente, es infalible, 
trátese de una encíclica pontificia o de una inclusión en el índice. 
¿Cómo reconocer pues que sobre tal punto el magisterio ordinario 
se ha pronunciado infaliblemente? La respuesta es ésta: el 
magisterio ordinario propone infaliblemente una enseñanza que 
concierne a la fe o en las costumbres, cuando es unánime en esta 
enseñanza. Basta por otro lado que la unanimidad sea moral. Dicho 
de otro modo, el magisterio ordinario no puede equivocarse cuando 
manifiesta un acuerdo universal sobre una doctrina dada.
Es el caso, por ejemplo, de esta proposición: «La Iglesia es el 
Cuerpo de Cristo». Aislado de las demás, ninguno de los 
documentos que contienen esta afirmación constituye la expresión 
infalible del magisterio ordinario, aunque sea la palabra de un papa 
como Bonifacio VIII. De hecho, la historia demuestra la unanimidad 
de todos los actos del magisterio ordinario sobre esta doctrina, y 
porque hay unanimidad, debe decirse que el magisterio ordinario 
enseña infaliblemente que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Esta 
proposición es pues una verdad de fe.
Si bien la noción del magisterio ordinario infalible es en si 
bastante sencilla, el discernimiento de los casos en que el 
magisterio ordinario se ejerce infaliblemente no lo es tanto. 
Imaginemos a un cristiano culto recorriendo una encíclica de Pío XII, 
Humani Generis, por ejemplo, y leyendo que la razón humana 
puede, absolutamente hablando, adquirir el conocimiento de Dios 
personal. Imaginemos que el lector se interroga entonces sobre la 
adhesión que debe dar en conciencia a esta proposición.
No es la naturaleza del documento lo que puede iluminarlo. Una 
encíclica, en efecto, puede contener enseñanzas de valor muy 
diferente. Así pues, nuestro cristiano culto procederá muy 
prudentemente interrogando sobre este punto el Concilio del 
Vaticano que se fijó precisamente en la misma cuestión. Pero el 
Concilio del Vaticano, que «definió» que la razón humana es capaz 
de conocer a Dios, no precisa que se trate del Dios personal. Para 
decidir sobre el grado de asentimiento que hay que dar a la frase 
de la encíclica Humani Generis, habría pues que interrogar el 
conjunto de los actos del magisterio ordinario y comprobar si hay 
unanimidad sobre este punto. Pero fácilmente concebimos que sólo 
los teólogos de profesión pueden entregarse a esta tarea. Así pues 
nuestro cristiano, abonado a sí mismo, permanecerá incapaz de 
decidir si esta proposición sacada de Humani Generis reclama un 
asentimiento de fe o una adhesión intelectual interior.
Claro está que el lector de una encíclica podrá reconocer de una 
ojeada muchas verdades de fe. Pero no es seguro que pueda en 
todos los casos. Menos aún podrá distinguir en todos los casos si 
determinada verdad de fe -por ejemplo la satisfacción realizada por 
nuestros pecados por Cristo- ha sido enseñada por el magisterio 
extraordinario o por el magisterio ordinario. A decir verdad, la 
importancia práctica de esta distinción es secundaria para la vida 
cristiana, puesto que el único punto capital es saber que se trata de 
una verdad de fe.
Pueden presentarse casos más complejos. Supongamos que un 
sabio católico lea otra frase de la encíclica Humani Generis: «No se 
ve en forma alguna cómo esta doctrina (la hipótesis según la cual el 
género humano descendería de varias parejas primitivas, hipótesis 
denominada «poligenismo») puede conciliarse con las enseñanzas 
que proponen sobre el pecado original las fuentes de la revelación 
y los actos del Magisterio eclesiástico». El sabio se pregunta: 
¿Afirma esta declaración la incompatibilidad de la fe y de la 
hipótesis poligenista? No inmediatamente, puesto que el texto dice: 
no se ve cómo conciliar la fe y la hipótesis poligenista. Que existe 
aquí un matiz, es evidente, y éste es importante. En cuanto a 
apreciar exactamente el alcance de este matiz, teólogos en esta 
ocasión, lo conseguirán. Puede hasta suceder a veces que no 
puedan conseguir un acuerdo completo entre ellos. Es el caso del 
texto que nos ocupa. Comoquiera que sea, estas divergencias no 
autorizan para considerar el texto citado corno nulo y no dado.
Queda por sacar la conclusión práctica. Sería tan ridículo 
considerar como infalible toda palabra, incluso doctrinal, salida de 
boca de un obispo o de un papa, como inadmisible reservar el 
asentimiento sólo para las definiciones dadas por el Sumo Pontífice 
o por el Concilio ecuménico. Fuera de los casos en que se exige la 
adhesión de fe, toda enseñanza pronunciada por un papa o por un 
obispo, en el ejercicio de su cargo y por fidelidad a su cargo, 
reclama por lo menos un asentimiento respetuoso.

De algunas intervenciones doctrinales.- No puede dejar de 
presentarse al espíritu una dificultad. Algunas decisiones de la 
autoridad eclesiástica, por cuanto exigen asentimiento y obediencia, 
han retrasado la propagación de ciertas verdades científicas o 
históricas. La cosa es indiscutible y el caso de Galileo es un ejemplo 
espectacular. Los hay menos conocidos del gran público. Aunque 
tales medidas no sean infalibles -como es el caso en el asunto de 
Galileo-, algunos permanecen inquietos y hostiles. ¿Cómo iban a 
conservar la estima a la autoridad de la Iglesia en presencia de 
estos hechos? Si nos detenemos en esta dificultad que no es 
nueva, es porque es una ocasión de volver a tratar del papel de la 
autoridad de la Iglesia.
Se lamentará -y hay que lamentarlo- que en tal o cual época 
unos hombres de Iglesia no hayan sido bastante clarividentes para 
anticiparse a su tiempo y comprender que la explicación científica 
de las revoluciones astrales, por ejemplo, no tenían una relación 
esencial con las verdades de la Revelación, que ciertos 
descubrimientos no eran contrarios a la doctrina católica, y que, por 
ejemplo, era posible en ciertas condiciones entender en un sentido 
cristiano la hipótesis de la evolución. Pueden lamentarse también 
los retrasos así aportados a la divulgación de alguna verdad, a 
causa del mal que se ha hecho la Iglesia a si misma en el espíritu 
de los hombres competentes. Se podrá además y se deberá, si se 
procura ser realista, atenuar la propia amargura distinguiendo lo 
posible de lo imposible en tal época considerada. Todo esto es 
legítimo, pero por encima de toda otra consideración hay que volver 
a lo esencial, es decir al sentido de la autoridad en la Iglesia.
Ésta no tiene por misión esencial hacer avanzar la ciencia, ni 
siquiera entre los teólogos. No tiene tampoco por misión dar la 
interpretación técnica y adecuada de tal o cual autor, cuando se 
rechaza o condena su pensamiento, sino que tiene por misión 
preservar la integridad de la fe y el fervor de la caridad en el pueblo 
cristiano, en presencia de ciertas doctrinas. Así pues, rechaza los 
conceptos heterodoxos, no haciendo su exégesis, sino tal como son 
comprendidos por el pueblo cristiano en las circunstancias 
presentes, tal como corren el riesgo de ser comprendidos por 
gentes que no son aptas para clasificar las cosas. Así procedió el 
concilio de Trento en el caso de Lutero. Obrando así, la Iglesia es 
fiel a su misión, obedece a las invitaciones de la prudencia cristiana, 
aun cuando las prohibiciones formales tengan por resultado 
retrasar la difusión de tal o cual hipótesis que el futuro revelará 
haber sido exacta -a menos que revele lo contrario-. La Iglesia, 
repitámoslo, no tiene la misión de estar en la vanguardia del 
progreso en materia de saber, sino de dirigir la fe del pueblo 
cristiano en su conjunto hacia la Verdad. Si ciertas afirmaciones de 
Loisy sobre la revelación no pueden ser comprendidas y asimiladas 
sin peligro para la fe en la época en que Loisy escribe, deben 
esperar. El futuro y la reflexión dirán si hay que tener o no por 
verdad definitiva tal novedad científica. Imponiendo demoras a la 
enseñanza de estos descubrimientos, aun cuando sean de orden 
religioso, la Iglesia no falta a su misión esencial. Se limita a adoptar 
una conducta prudencial. Tal vez en esta conducta prudencial los 
hombres de Iglesia han sido a veces demasiado prudentes o no 
bastante inteligentes. Es más que verosímil. Que haya habido a 
veces en las intervenciones demoradoras, motivos menos 
honorables y consideraciones demasiado humanas, es también 
cierto, puesto que el hombre sigue siendo siempre hombre. Que 
estas intervenciones hayan creado en aquellos que alcanzaban 
situaciones extremadamente dolorosas, ya lo sabemos, puesto que 
las ha habido en cada época de la Iglesia.
Pero reconocido y deplorado esto, hay que comprender por qué 
la Iglesia no puede ni debe mostrar una manía prematura por los 
descubrimientos humanos, aun cuando se arriesgue a ser tachada 
de espíritu reaccionario u obscurantismo. En efecto, lo que está en 
juego es mucho más serio. Se trata de no dejar corromper la 
Verdad que Dios mismo confió a las manos de la Iglesia. La 
prudencia es aquí más valiente y más sobrenatural que las osadías 
intempestivas. La Eternidad es superior al tiempo, la Verdad total a 
las claridades parciales.

Las directrices prácticas.- Las palabras del papa y de los obispos 
no versan únicamente sobre las afirmaciones de la fe o de la moral. 
Precisamente en virtud de la misión sobrenatural que el Señor le ha 
confiado, la Iglesia no puede dispensarse de querer que el orden 
temporal se establezca según la justicia, según una justicia cada 
vez más próxima a la caridad, ley suprema de la existencia humana. 
La Iglesia desea, pues, se esfuerza por insertar en la ciudad 
terrestre las virtudes cristianas, por encarnarlas en ella. La Iglesia 
quiere con esto elevar las realidades temporales a convertirse en 
condiciones favorables para la fe de los cristianos y para la 
conversión de los no cristianos. La Iglesia no puede olvidar que la 
Voluntad de Dios debe cumplirse «así en la tierra como en el cielo», 
y no puede permitir a sus hijos que descuiden los medios de este 
cumplimiento.
Con este fin, la Iglesia propone y a veces impone directrices para 
la acción. A veces, vitupera y prohíbe. A veces, estimula o exhorta 
con instancia. A veces, prescribe. Así, desde el siglo XIX, a medida 
que la invasión industrial modificaba las relaciones entre los 
hombres, la Iglesia multiplicaba sus intervenciones en materia 
temporal, por medio de los papas o de los obispos. Recordemos, a 
título de ejemplos, las protestas contra la violencia internacional, la 
aprobación de las aspiraciones a la independencia entre los 
pueblos colonizados, la puesta en guardia contra unas 
nacionalizaciones intempestivas, la afirmación del derecho de 
propiedad en ciertas condiciones, la prohibición de pertenecer al 
partido comunista, la condenación del nacional-socialismo alemán... 
Se citarían otros muchos, en los terrenos político, económico, 
social, internacional.
Cualquiera que fuese la forma de estas intervenciones, la 
jerarquía no las da sino en la medida en que se hallan afectados los 
principios de la fe y de la moral cristianas. La única razón de las 
directrices eclesiásticas no puede ser sino ordenar hacia el Señor la 
marcha del pueblo cristiano -y con él de la humanidad entera-, más 
segura y eficazmente. Pero esta marcha se halla comprometida 
cada vez que se instaura un orden temporal que se opone 
directamente a los valores sobrenaturales o que rechaza un valor 
simplemente natural, aun sin atacar directamente los valores 
cristianos. En efecto, los valores naturales y los valores 
sobrenaturales o que rechaza un valor simplemente natural, aun sin 
atacar directamente los valores cristianos. En efecto, los valores 
naturales y los valores sobrenaturales no son absolutamente 
independientes unos de otros. Rechazar la indisolubilidad del 
matrimonio, negar la igualdad de las razas humanas, es cerrar el 
acceso a las realidades sobrenaturales. La sumisión al orden 
natural es una condición necesaria para que el hombre entienda las 
invitaciones del Espíritu Santo y les sea dócil. Ahora bien, es cierto 
que las estructuras de un orden temporal pueden anestesiar las 
conciencias, ahogarlas, deformarlas, sea por el miedo, sea por el 
bienestar. Hay ejemplos históricos de ello. Ante tales peligros, ante 
el desprecio o la ignorancia de la voluntad de Dios, la Iglesia no 
puede callarse. Debe hablar, así que piense poder dar un consejo 
útil en la dirección de los asuntos humanos. ¿Quién podría, 
además, hacerlo mejor que ella? Es la única que tiene un 
conocimiento completo y desinteresado del hombre y de su destino 
real.
En todo caso, estas intervenciones en el orden temporal no 
constituyen directamente el ejercicio del magisterio. Como 
directrices para la acción concreta, no pueden ser, pues, infalibles. 
Reclaman sin embargo un consentimiento respetuoso. Exigen 
también la obediencia, si el cristiano está en condiciones de obrar, y 
la exigen con más o menos urgencia según la gravedad de lo que 
está en juego.

Matices necesarios. - Conviene sin embargo, en esta materia, 
evitar una suerte de «inflación» de la autoridad de gobierno.
El pensamiento cristiano, hemos dicho, reconoce en los jefes 
eclesiásticos los representantes de Cristo. No hay que deducir de 
ello: la decisión de la autoridad sobre un punto particular es idéntica 
a la revelación inmediata de un designio de Dios, como fue el caso 
de Abraham, al oír que Dios le mandaba: «Sal de tu tierra ... ». No 
se puede ni se debe pretender que las decisiones de la jerarquía 
sean idénticas a las que tomaría Cristo en circunstancias 
semejantes. Los miembros de la jerarquía son causas segundas. Y 
siguen siéndolo irremediablemente, ya que no obran con la 
inteligencia, la competencia, la habilidad que Dios les ha dado o 
negado, y el Señor no transforma milagrosamente en cualidades 
sus defectos o sus imperfecciones. Los compensa -¡cosa muy 
diferente!- por caminos y medios que nosotros distinguimos mal o 
no distinguimos. A pesar de sus insuficiencias, secretas o 
flagrantes, por estos intermediarios gobierna Cristo su Iglesia. Por 
ellos aplica el designio de la Redención; por ellos transmite a los 
subordinados orientación y movimiento hacia la realización del 
Reino de Dios.
OBEDIENCIA/JERARQUIA: La verdadera concepción de la 
obediencia no consiste, pues, en creer que toda decisión impuesta 
por la jerarquía es la única posible en las circunstancias dadas y la 
mejor absolutamente. La infalibilidad de la Iglesia, repitámoslo, sólo 
se halla comprometida en el orden magisterial y en modo alguno en 
el orden puramente jurisdiccional. Sin duda, el Espíritu Santo asiste 
a la jerarquía para preservarla de torpezas y de faltas en el 
gobierno. Pero el Espíritu Santo no ha prometido nunca garantizarla 
contra toda torpeza y todo error de gobierno. Luego la posibilidad 
de errores en las decisiones subsiste. Y de hecho las ha habido, 
por debilidad o por ignorancia. Si la posibilidad de error o de 
torpeza no pone en tela de juicio el deber de obediencia, éste da 
lugar entonces a problemas dolorosos y difíciles. Algunos son 
célebres en la historia pasada o presente de la Iglesia.
En cualquier hipótesis, una cosa permanece cierta e intangible. 
Nada puede conmoverla, ni siquiera la posibilidad del error: Dios 
quiere la obediencia a sus legados, cuando éstos mandan legítima 
y lícitamente, aun cuando lo que mandaren no lo fuere con bastante 
sabiduría y prudencia. Esta Voluntad de Dios se hace clara a su vez 
en Jesucristo. En efecto, el Hijo de Dios procuró la salvación del 
mundo por medio de la sumisión al Padre. Sin esta obediencia, la 
misma muerte en Cruz hubiera estado privada de su alcance 
salvador. Ahora bien, Jesús ejerció la sumisión a su Padre, ora 
directamente, ora indirectamente, a través de los hombres y las 
instituciones humanas. En todos los casos, obediencia directa o 
indirecta a su Padre, fue obediencia redentora para la salvación 
universal. Y he aquí que Jesucristo hizo de la Iglesia su Cuerpo 
para siempre. Por lo mismo, Cristo establece que la obediencia 
inaugurada por la Cabeza prosiguiera en el Cuerpo, que ella fuera, 
en el Cuerpo como en la Cabeza, una obediencia redentora. La 
obediencia se integra así a la existencia eclesial, es ley vital en el 
Cuerpo de Cristo.
Así pues, el fiel, cuando se somete a la Iglesia, no hace más que 
asumir su parte en un destino común al Cuerpo entero. Trátase 
simplemente -pero es indispensable- de proseguir y de prolongar la 
obediencia del Redentor. Obedeciendo, el cristiano se asocia al 
Cuerpo de Cristo y se hace miembro del Cristo obediente, a fin de 
cooperar con la Cabeza y con el Cuerpo entero a la Redención del 
género humano, Obrando así, el hijo de la Iglesia -como el Hijo de 
Dios en otro tiempo-, no obedece pura y simplemente a hombres, 
sino que, a través de los hombres que dependen de la Cabeza por 
la sucesión apostólica, obedece a Jesucristo, y en Jesucristo 
obedece a Dios.
Nos encontramos en presencia del problema de la obediencia 
cristiana. No corresponde a nuestra intención decir más sobre ella. 
Baste haber notado esto: la autoridad de la Iglesia no puede 
comprenderse y justificarse sino situada en el Misterio del Cuerpo 
de Cristo.

IV. Conclusión
I/HUMILLACIONES KENOSYS/I I/KENOSYS: Las precedentes 
reflexiones invitan a meditar sobre la Acción y las Humillaciones de 
Dios en su Iglesia.
Humanamente, es una declaración insensata reivindicar una 
autoridad infalible cuando propone la verdad de fe. Realmente, sólo 
la demencia o el orgullo parecerían deber explicar una pretensión 
tal. Pero el tiempo y el infortunio siempre han acabado con la 
demencia y el orgullo. Ahora bien, han pasado veinte siglos que 
fueron ciertamente para la Iglesia veinte siglos de dificultades y de 
infortunios. La fe en la infalibilidad hubiera debido barrerse o 
simplemente gastarse. Ya que la infalibilidad es una carga 
demasiado pesada para los que la reivindican y demasiado 
inexplicable para los que la soportan. Si los discípulos de algún 
maestro humano creyeron alguna vez en su infalibilidad, su 
creencia no encontró mucho tiempo defensores resueltos. La 
Iglesia, por lo demás, nada ganaba con proclamarse maestra de 
verdad infalible. Sus declaraciones no podían atraerle ninguna 
simpatía en el mundo, precisamente en el mundo de los cristianos 
separados. El acontecimiento hizo verlo bien.
¿Por qué entonces la Iglesia no ha abandonado 
progresivamente la afirmación de infalibilidad? ¿Cómo no ha 
renunciado a defender una pretensión tan exorbitante? El 
abandono que, en este punto, se ha realizado en el protestantismo 
y el anglicanismo es significativo. Humanamente hablando, 
deberíase sentir vergüenza de ser infalible. Humanamente 
hablando, la fe en la infalibilidad y su persistencia no son muy 
explicables. Para no renegar, se precisa aquí de toda la virtud del 
Espíritu Santo, se precisa creer hasta el extremo en Jesucristo y en 
sus palabras. Sólo el Poder de Dios puede realizar una obra tal.
Si bien Dios es el autor de la creencia católica, su acción sin 
embargo permanece invisible, oculta bajo las apariencias humanas, 
muy humanas... demasiado humanas. En el magisterio y en la 
jurisdicción, como en la Encarnación, se realizan y se prolongan las 
humillaciones del Hijo de Dios.
Humillación para la Palabra de Dios, ya que la infalibilidad del 
magisterio no la preserva de servidumbres humanas, imperfección 
de la expresión, inadecuación de las palabras, sobrepasadas por la 
Verdad de Dios, incluso cuando el sentido propuesto a la fe es 
infaliblemente y absolutamente verdadero. Humillación de la Palabra 
de Dios, a causa de la pobreza del vocabulario humano, encargado 
sin embargo de encaminar la Verdad de Dios hasta las inteligencias 
humanas. Y esta pobreza permanece insuperable aunque las 
palabras fueran manejadas por genios en teología.
Humillación también, porque el Señor no prometió a sus 
ministros, sea que gobiernen, sea que enseñen, que les aseguraría 
los dones humanos necesarios para esta tarea infinita. Ésta las 
sobrepasa definitivamente. Cristo fue a buscar a los jefes y a los 
doctores de su Iglesia al lago de Genezaret, no en las escuelas, ni 
en los consejos de los reyes. Lo mismo ocurre hoy. Los papas no 
son todos personalidades relumbrantes. No todos los obispos son 
hábiles, prudentes, sabios ni siquiera santos. Por un Agustín, 
¿cuántos jefes sin relieve? 
Pero el verdadero problema no es la constatación de los defectos 
y de los límites en los continuadores de Cristo. Es fácil acumular las 
quejas. Y si bien hay que saber en tiempo oportuno señalar las 
carencias, el verdadero problema es siempre de orden espiritual. 
Trátase, en efecto, muy sencillamente, de no borrar la frase del 
Señor en la propia vida: «Quien os escucha, me escucha.» Cuando 
Cristo pronunciaba estas palabras, sabía quiénes eran sus 
discípulos, conocía el nivel de su inteligencia y medía lo precario de 
su generosidad. Y, sin embargo, dijo: «Quien os escucha, me 
escucha».
A los ojos del mundo y para siempre, la Iglesia, podemos creerlo, 
será «un pequeño rebaño», pequeño por el número con respecto a 
la masa humana, pequeño por los medios, por la inteligencia, por 
los triunfos. Pero más allá de todas las flaquezas, la revelación 
hecha a San Pablo vale para la Iglesia entera, y es sólo la fe la que 
la repite: «Mi gracia te basta: ya que mi poder se manifiesta en la 
flaqueza» (2 Co 12, 9).

ANDRÉ DE BOVIS
LA IGLESIA Y SU MITERIO
Editorial CASAL I VALL ANDORRA-1962.Págs. 97-123

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1. La expresión «puertas del infierno» designa directamente los poderes 
del mal. Y la mentira y el error pertenecen a los poderes del mal. Por ello hay 
derecho a ver en este texto una afirmación de la infalibilidad de la Iglesia.
2. Concilio del Vaticano, sesión IV, cap. 4; cf. D. 1839. Antes, Gregorio XVI en 
1834; cf. D. 1617; Pío VI, en 1794; cf. D. 1501; Simplicius en 476; cf. D. 476.
3. El ejemplo clásico en esta materia lo constituyen las 5 proposiciones 
extraídas del libro de Jansenio y de las cuales define la Iglesia que se 
encuentran de hecho en el libro de Jansenio, en cuanto a la sustancia y en 
cuanto al sentido. No damos sobre el magisterio sino indicaciones sumarias. 
Algunos puntos son discutidos entre teólogos. 
4. La jurisdicción de que se trata entonces es indirecta La expresión 
«jurisdicción indirecta» se ha prestado y se presta a equívoco. La 
mantenemos, a falta de una expresión mejor e igualmente breve.